Introducción
En el siglo XVIII, el territorio neogranadino contaba con ventajas notables que podrían hacer suponer que estaba protegido del hambre: ausencia de estaciones, variedad de climas, suelos fértiles, diversidad de plantas y animales comestibles, numerosas fuentes de agua dulce. Condiciones aparentes de una tierra de promisión, solo afectada ocasionalmente por la actividad sísmica y volcánica. El predominio de esa imagen podría explicar, en parte, la ausencia de estudios históricos específicos sobre las hambrunas o que las crisis de subsistencias hayan sido abordadas, a través de otros temas, por pocos historiadores (Herrera Ángel, 2002; Jurado Jurado, 2004; Saldarriaga, 2012). Sin embargo, los privilegios biofísicos pueden ser aparentes y no necesariamente garantía de subsistencia, no solo por las dinámicas naturales que se convierten en presiones desafiantes (por ejemplo, sequías, heladas, lluvias prolongadas, multiplicación de hongos e insectos), sino por las condiciones sociales con las cuales se conjugan. Con otras palabras, una baja capacidad de respuesta social se traduce en una mayor vulnerabilidad, y, en ese sentido, el desastre debe desnaturalizarse (Aldana Rivera, 1996; Altez y Rodríguez Alarcón, 2015; Maskrey, 1993; Mauch & Pfister, 2009; Wisner, Blaikic, Canon & Davis, 2004). Esta será la perspectiva para abordar las hambrunas en este artículo.
La hambruna puede definirse como "la carencia grave de alimentos, que casi siempre afecta un área geográfica grande o un grupo significativo de personas. La consecuencia, generalmente, es la muerte por inanición de la población afectada, precedida por una grave desnutrición o malnutrición" (Latham, 2002). Pero aunque la mortalidad por inanición sea una clave para clasificar una crisis como hambruna, no es la única. En sus estudios sobre las hambrunas de las últimas tres décadas del siglo XIX, Mike Davis llama la atención sobre la conjugación y reforzamiento mutuo entre las enfermedades y el hambre, y la dificultad que esto representa para diferenciar la causa específica de mortalidad. Aunque no se produzca la defunción, se deben tener en cuenta estados de desnutrición permanentes y de largo plazo, indicios de una "violencia silenciosa" (Davis, 2006, pp. 33-35). Para Emmanuel Le Roy Ladurie (2017) existen tres tipos de crisis por alimentos: la hambruna, la escasez auténtica (con algún aumento de mortalidad por baja alimentación y epidemias correlativas) y la escasez latente (poco o nada mortal, pero que genera complicaciones políticas) (p. 409). No obstante, la línea divisoria entre las dos últimas categorías es difusa y, como él mismo plantea, la sucesión de años de malas cosechas, esto es, de escasez auténtica, al final desemboca en hambruna (p. 319). Al igual que Davis, Le Roy Ladurie advierte que, en tiempos de escasez hay muerte directa por hambre, pero, sobre todo, por epidemias que se alimentan de la miseria por debilidad del sistema inmune, consumo de alimentos y agua en mal estado y aumento de la mendicidad, que por sí misma también se vuelve un medio de propagación de enfermedades (p. 291).
Con estas consideraciones, en este artículo se aborda la hambruna de manera amplia como crisis de subsistencia y más allá de las cifras de mortalidad y de su causa directa por inanición. En el territorio neogranadino, como se verá, fueron varias las coyunturas en las cuales confluyeron momentos de escasez general de alimentos (con frecuencia ligadas con sequías y plagas) con epidemias. Por esta razón, aun si contáramos con registros detallados de diagnósticos, cada una de las defunciones acaecidas (ideal irrealizable para el periodo de estudio y más en tiempos de crisis), no es posible desagregar el hambre como causa única. Más allá de los óbitos, las crisis de subsistencias son complejas y evidentes por la suma de sus indicios en fuentes diversas, que incluyen órdenes para el abasto de las ciudades, visitas civiles y eclesiásticas, diligencias de traslado de indios y disolución de resguardos, reclamos de curas por estipendios no pagados, procesos judiciales, solicitudes de exención tributaria, entre otros.
Los estudios sobre la alimentación han permitido identificar algunas coyunturas carenciales durante los siglos XVI y XVII (Saldarriaga, 2012, pp. 25-29, 47-53, 94, 97, 195, 296). Es posible también rastrear plagas de langosta1 que esquilmaron cultivos y pastizales, con la consecuente hambruna, por ejemplo, en 1619, con afectación en los términos de Tocaima, Ibagué y Mariquita (AGN, Tributos, ff.160r-176r.) o en 1622, con impacto en Cartagena (AGI, Santafé, 63 N°37). Sin embargo, carecemos de estudios a profundidad sobre las alteraciones meteorológicas y biológicas con anterioridad a 1690 (Mora Pacheco, 2019); la disponibilidad de información es un factor importante para fijar el punto de partida en esta década. Pero, sobre todo, esta selección se corresponde con un periodo de alteraciones climáticas globales que en las Américas provocaron fuertes sequías, plagas de langosta, hongos en el trigo y el maíz, ruina de cosechas y mortandad de ganado (Endfield, 2007; Florescano, 2000; Garza Merodio, 2002; Gascón y Caviedes, 2012; Prieto, Herrera y Dussel, 2000; Santos Gareis, Do Nacimiento, Franco Moreira y Da silva, 1997). Para el cierre del lapso de estudio se fijó el año de 1820, teniendo en cuenta que, si bien un hito político, como el cambio a un sistema republicano después de la Independencia, puede no ser el más adecuado para abordar un problema ambiental complejo, es una opción metodológica cuando las fuentes monárquicas desaparecen y las reacciones frente a la escasez cambian. En el periodo delimitado se evidencia mayor frecuencia en las crisis de subsistencias desde la década de 1770 y en vísperas de acontecimientos como el levantamiento de los comuneros (1781) o del mismo proceso de independencia (décadas 1800 -1810). Por supuesto, no se afirma aquí que se trataran de levantamientos por pan. Sin embargo, en ese contexto, la escasez de alimentos era un factor exacerbante y ponía de relieve las problemáticas que para diversos sectores eran causadas por las medidas económicas de las autoridades monárquicas (gravámenes, precio fijo de la carne, regulaciones frente al comercio exterior, demandas para el abasto de la capital y de los puertos).
Con estas consideraciones, el artículo está organizado en tres partes. La primera recoge una guía metodológica para la reconstrucción de hambrunas. La segunda, que constituye el eje del texto, consiste en la reconstrucción de siete crisis de subsistencia que afectaron diferentes puntos de los Andes y el Caribe. Como se verá, la más grave de estas y que recibió sin titubeos el título de "hambruna" en las fuentes, se presentó entre 1775 y 1778. La última parte presenta posibles explicaciones, principalmente antrópicas, sobre la ocurrencia de las crisis y sus diferentes niveles de afectación en la Nueva Granada.
La búsqueda de vientres vacíos. ¿Cómo identificar hambrunas en las fuentes?
La reconstrucción de hambrunas, o crisis de subsistencia en general, se constituye en un reto, no solo por la ya mencionada imposibilidad para desagregar la mortalidad por inanición de otras causas, sino por las mismas características de las fuentes documentales. No es extraño que se encuentren exageraciones sobre las crisis para evadir obligaciones como el pago de tributos, diezmos, salarios o el abasto de una ciudad. Del lado opuesto, la inexistencia de registro directo no significa que la crisis no exista, sino que, en ocasiones, son las mismas autoridades las que esconden o minimizan la problemática para no opacar su propia gestión (Endfield, 2007, pp. 32-34; Parker, 2013, p. XX; Parry, 1978, pp. 53, 56, 57; Pfister, 1978, p. 225). Como ejemplo neogranadino, esto es evidente en la relación de mando del virrey Pedro Mendinueta en 1803, en la cual afirmaba que en los términos bajo su dominio contaba con "la rara circunstancia de no haberse experimentado una falta ni aun verdadera escasez de alimentos de primera necesidad en muchos tiempos" (Colmenares, 1989c, p. 54). Mendinueta no indicaba cuánto era la duración de estos "muchos tiempos", pero, como se demostrará adelante, las últimas tres décadas del siglo XVIII y los primeros años del XIX, las crisis de subsistencias, e incluso hambrunas en el sentido estricto, fueron evidentes, pero claramente omitidas en esta fuente.
Con estas consideraciones, cobra mayor sentido el indispensable contraste de las fuentes para la investigación histórica. Pero además de identificar coincidencias entre registros directos de diferente autoría o procedencia, las hambrunas pueden rastrearse por sus indicios a través de la reconstrucción del contexto que las propicia o exacerba (por ejemplo, sequías prolongadas, plagas, epidemias, epifitias y epizootias, guerras y sitios, bloqueos comerciales) y, sobre todo, de las afectaciones sociales producto de la combinación de condiciones demográficas, económicas o relacionadas con el orden social, sintetizados en la tabla 1.
Fuente: elaboración propia basada en Appleby, 1981; Davis, 2006; Le Roy Ladurie, 2017; Malvido, 1975; Parker, 2013; Pérez Amézquita, 2016; Prentice, 1946.
Por supuesto, ninguna de las condiciones ejemplificadas en la tabla 1 puede ser tomada, de manera individual, como evidencia de hambruna. Más bien, las alarmas se deben encender con la combinación de manifestaciones de una crisis de subsistencia, en un contexto particularmente retador. Son varios los desafíos que esto representa para el caso neogranadino. Primero, la reconstrucción de presiones biofísicas es un campo a la espera de labradores. Para los siglos XVI a XIX, aún sabemos poco sobre la ocurrencia y efectos de la sismicidad y el vulcanismo, las alteraciones hidrometeorológicas, la multiplicación de insectos y de hongos o las enfermedades que afectaban al ganado (Castaño Pareja, 2019; Espinosa Baquero, 1997; Herrera Ángel, 2002; Jurado Jurado, 2004; Mora Pacheco, 2019; Vélez Pérez, 2020). Segundo, en lo que respecta a las afectaciones sociales, los estudios publicados sobre demografía histórica, varios de estos enfocados en provincias específicas, se centran en las cifras de población absoluta o composición étnica y etaria. Por esta misma razón, la cobertura temporal abarca la segunda mitad del XVI y las primeras décadas del siglo XVII, cuando la frecuencia de las visitas a la tierra permite hacer estimados de población indígena, o, por el contrario, en las últimas décadas del siglo XVIII y la primeras del XIX, lapso para el cual se encuentran algunos censos como insumo (Aguilera Díaz y Meisel Roca, 2009; Francis, 2002; Friede, 1965; Tovar Pinzón, Tovar Mora y Tovar Mora 1994). En gran parte debido a los casi infranqueables obstáculos de acceso, aún está subexplotada la riqueza que, según se ha demostrado para los casos de Tunja y Socorro, se encuentra en los archivos parroquiales, y que podría evidenciar crisis de subsistencias reflejadas en cambios en la natalidad, la nupcialidad y la mortalidad (Avendaño, 2005; Llache Orduz, 2012).
Un panorama similar de vacíos de conocimiento podría encontrarse en varias de las problemáticas que se recogen en la tabla 1. Con todo, la escasez de información no es impedimento para reconstruir las crisis de subsistencia. Más bien, se trata de una motivación para seguir en la búsqueda de indicios y, sobre todo, de evidencias sólidas sobre su ocurrencia y posibles efectos. Con base en investigaciones previas (Brungardt, 1974; Castaño Pareja, 2019; Fajardo, Villaveces y Cañón, 2003; Herrera Ángel, 2002; Mora Pacheco, 2019; Niño, 1996; Pacheco, 1959; Silva, 2007), es posible identificar la ocurrencia, muchas veces simultánea, de epidemias de viruela y sarampión, sequías, plagas de langosta, polvillo en el trigo o de muque en la papa y el maíz, condiciones que, como se verá, confluían para desencadenar fuertes crisis. En las coyunturas identificadas pueden ser ilustrativas las series de precios de víveres o de niveles de recaudo de diezmos (Brungardt, 1974; Torres Moreno, 2013). Sin embargo, se requiere precaución en el manejo de estas cifras porque, como ha mostrado Enrique Florescano (1986, 2000) para Nueva España, responden a unas regulaciones oficiales y formas de acaparamiento y especulación que distorsionan el análisis de la oferta real de alimentos. Sobre esta información secundaria es posible identificar y contrastar información en fuentes primarias documentales muy diversas que incluyen reportes oficiales por desabastecimiento de trigo, sebo y carne, visitas oficiales a pueblos de indios y visitas eclesiásticas, correspondencia de curas reclamando pagos, solicitudes de retorno a viejas tierras de resguardos ya extintos, dispensas sobre el pago de tributos o las obligaciones para el abasto, y las relaciones de mando de los virreyes.
El "tercer jinete del apocalipsis" galopa. Las crisis de subsistencias en territorio neogranadino
La década de 1690 ha sido considerada "fértil en catástrofes alimentarias" (Le Roy Ladurie, 2017, p. 305). El clima fue protagonista en estas crisis, alterado por la disminución de manchas solares en el lapso conocido como mínimo de Maunder (1675-1715, aproximadamente); la suma de erupciones volcánicas en 1693 y 1694 (Serua en Indonesia, Hekla en Islandia y Komagatake en Japón, Vesubio y el Etna en Italia), que cubrieron de polvo la atmósfera y bloquearon la radicación solar; y la ocurrencia de varios fenómenos de El Niño y La Niña de 1692 a 1696 (Gergis & Fowler, 2009; Le Roy Ladurie, 2017; Parker, 2013). Las condiciones atmosféricas alteradas a escala global provocaron prolongación de inviernos, severidad de sequías, propagación de plagas, pérdida de cosechas, mortandad de ganados, que se sumaron para desembocar en crisis de subsistencias y hambrunas (en el sentido estricto del término), que han sido ampliamente estudiadas en Europa y las Américas (Carcelén Reluz Molina Gutierrez y Medina, 2020; Endfield, 2007, 2008; Florescano, 2000; Gascón, 2014; Gascón y Caviedes, 2012; Grove, 1988; Herrera, Prieto y Rojas, 2011; Knaap y Cañadas, 1988; Le Roy Ladurie, 2017; Parker, 2013; Parry, 1978; Prieto, 2007).
El territorio neogranadino no fue ajeno a esa oleada carencial de finales del siglo XVII, cuando se presentó la primera de las crisis de subsistencias abordadas en el lapso que abarca este estudio, sintetizadas en la tabla 2. Para la década de 1690, la producción agropecuaria de provincias como Quito, Popayán, Tunja y Santafé fue afectada por la falta de brazos que se habían llevado las epidemias de sarampión, viruela y tabardillo (Castaño Pareja, 2019, p. 111; Pacheco, 1959, p. 125; Pardo Pardo, 1972, pp. 198 y 199; Silva, 2007, pp. 25 y 26). A esto se sumaba que desde 1691 y hasta por lo menos 1711, las regiones productoras de trigo, en estas mismas provincias, se vieron afectadas por el hongo Ustilago tritici, conocido como polvillo o tizón, que arruinó las cosechas; su propagación se consideraba favorecida por aumentos de temperatura y descensos en la humedad, condiciones propias de una sequía (Morales Puerta, 1857). En efecto, como se puede evidenciar con fuentes diversas, la sequía prolongada fue un mal que aquejó varias de las provincias neogranadinas. La misma región del Altiplano Cundiboyacense fue escenario de mortandad de ganados y una escasez generalizada de sebo porque las reses, alimentadas con pastos secos, no engordaban. El paso a Santafé estaba obstaculizado por los sedimentos acumulados debido a la ausencia de lluvias y al bajo caudal del río Funza o Bogotá. Aunque se presentaron lluvias torrenciales a finales de 1697, al año siguiente el tiempo seco regresó, esta vez acompañado por heladas que quemaron los pastos (AGN, SC, Abastos, t.3, ff. 491r., 534r., 548v.; t.8 f. 579r.; Mejoras Materiales t.9, f.418r.). Las regiones que se especializaban en la crianza de novillos para enviar a ciudades como Popayán y Santafé, en los valles del Alto Magdalena y del Cauca, se vieron también afectadas por sequías que diezmaron sus hatos y les impedían cumplir con sus obligaciones de abasto; la situación caucana fue, al parecer, más grave, pues a la ausencia de lluvias se sumaba una plaga de langosta (Castaño Pareja, 2019, pp.36, 37, 358, 359; AGN, SC, Abastos t.3, ff.534r., 462v., 463r., 468v., 474r., 486, 487; Mejoras Materiales t.9, f.413r.).
Para solucionar la escasez de carne, tal como se acostumbraba frente a crisis como esta y se seguiría practicando (Cotes, 1893, pp. 31, 48; Röthlisberger, 1993, p. 113; Villamarín, 1972, p. 311), se recurrió al consumo de carneros en vez de bovinos, al sacrificio de vacas gestantes o enfermas, en este último caso usualmente fuera de la carnicería oficial y como parte de un comercio clandestino para evitar controles y conseguir rebajas en el precio (AGN, SC, Abastos, t.12, ff.1021, 1023). Desconocemos datos de mortalidad para finales del siglo XVII y las consecuencias que este tipo de consumo hubiera podido tener para incrementarla, pero, como se ha evidenciado en otros estudios, la ingesta de animales enfermos por parte de una población desnutrida, mezclada además con el de agua estancada, era causa frecuente de disentería y un ingrediente más para sumar a la cifra de óbitos (Le Roy Ladurie, 2017).
La segunda de las crisis de subsistencia identificadas (tabla 2) se presentó en el lapso 1744-1754, aunque, según se deduce por la ausencia de reportes para otras áreas, posiblemente menos profunda y extendida que la ocurrida durante la década de 1690. La información disponible fue recopilada principalmente para resolver problemas de abasto de Santafé y sus alrededores en la Sabana de Bogotá. De nuevo, la sequía fue un factor desencadenante. De 1743 a 1745 y, sobre todo, de 1751 a 1754, era constante la problemática del "terrible verano" y "esterilidad del tiempo" (AGN, SC, Abastos, t.2, ff.279v. 280v., 282r., 284r., 461v., 463v., 498r., 501r., 461v., 463v.; t.4, f.225v.). Al parecer2, en 1752 se presentó "el verano más prolongado de que se tenga noticia [...], en que dejó de llover por cuatro meses seguidos" (Peña, 1897, p. 118). En esta crisis como en la anterior, la falta de pastos y aguas se evidenció en mortandad de ganados y ejemplares en pie, pero "totalmente descarnados", de los cuales no se podía obtener sebo para velas3 (AGN, SC, Abastos, t.2, ff.498r.502v.; t.4 ff.204r.-205v., t.12, f.709v.). Para la mortalidad bovina se sumaba como ingrediente una "pestilencia" no precisada que afectó a las reses en 1753 y 1754 (AGN, Abastos, t.14, f.394r.). Por la importancia que tenía la carne en la dieta, la crisis alimentaria se calificó de "grave" y "extrema" (AGN, SC, Abastos, t.4, ff.461v., 462r.). Para solucionarla se tomaron medidas como el pastaje libre de ganados en su camino de Neiva a Santafé y la prohibición de sacrificar vacas gestantes si no era para alimentar a los vaqueros (AGN, SC, Abastos, T.2, f.280v.; T.4, f.303). Contraviniendo normas civiles y eclesiásticas, se concedió autorización de abasto a los jesuitas, pues gracias a su sistema productivo interconectado aportaban reses que mantenían en sus haciendas de los Llanos, la Tierra Caliente y la misma Sabana (AGN, SC, Abastos, T.4, ff.468-471). Aunque las fuentes no dan más detalles sobre la efectividad de las medidas, las lluvias volvieron en 1755 y, por el momento, no se habló más de escasez (AGN, SC, Milicias y Marina, T.132, f.231r.).
Fuente: elaboración propia con base en: AGN, SC, Abastos, t.1, ff.1005r., 1050r., 1076v.; t.2, ff.1-5, 16r.513; t.6, ff.1069v-1073v.; t.14, f.394r.; C+I, t.25, ff.607-620; C+O, t.13, ff.876-922; Miscelánea, t.II, ff.808-811 y t.141, f.mr.; Milicias y Marina, t.145, f.218r.; Virreyes, t.16, ff.811-813; VBol., t.6, ff.623, 624; Archivo Anexo I, Diezmos, t.36, f.732r., Historia, t.21, f.366. Brungardt, 1974, pp. 86, 262, 263; Caballero, 1902, pp. 77, 93, 99, 102; Castaño Pareja, 2019, pp. 36, 37, 111, 368, 369; Daza Villar, 2019, pp. 842, 844; Fajardo et al., 2003, p. 22; Herrera Ángel, 2002, p. 56; Ibáñez, 1891, p. 157; Jurado Jurado, 2004, p. 19; Llache Orduz, 2012, pp. 80-82; Mora Pacheco, 2019, pp. 223-228; Niño, 1996, p. 49; Pacheco, 1959, pp. 126, 125; Pardo Pardo, 1972, pp. 198-204; Patiño Millán, 2013, p. 291; Posada e Ibáñez, 1910, pp. 243, 244; Silva, 2007, pp. 25, 26, 29, 45, 98, 99, 141; Vélez Pérez, 2020, pp. 23, 24, 29.
La siguiente crisis se presentó en el lapso 1775-1778 y es una de las pocas que se identifica explícitamente en las fuentes como hambruna. Por ejemplo, se evidenció en un interrogatorio hecho en 1799 a los indios de Viracachá (provincia de Tunja), que veinte años atrás habían sido agregados a Siachoque pero que, con excepción de cinco o seis personas, permanecían en sus tierras originales. Entre las razones para el incumplimiento de la orden, argumentaron que por las características de "temperamento" de su antiguo resguardo "en el año del hambre4 no solamente no perecían los naturales, sino que suplían a muchos forasteros" (AGN, SC, VBol, t.6, 623v.). En la misma provincia de Tunja, la hambruna de 1776 también aparece en una de muchas solicitudes de estipendios y novenos no pagados a los curas de finales del siglo XVIII, casos que solían relacionarse con la disminución de naturales. En la situación puntual del cura de Tobasía y Busbanzá, Miguel Jerónimo Garzón Melgarejo, quien estuvo envuelto en un proceso de más de veinte años sin soluciones (AGN, SC, C+O, t.25, ff.829r.-966v.), la falta de ingresos por primicias durante el periodo en el cual sirvió en los pueblos indicados se explica por la peste5, la hambruna y la mortandad de 1775 y 17766, al punto que tuvo que pedir fiado para su alimento y el socorro de los pobres (f.876r.). Con sus palabras recrea un panorama, según él, común para varios reinos y provincias, en el cual "no cabían en las iglesias los difuntos", a muchos sepultaron en los campos por no caber ya en las iglesias, hasta en los caminos quedaban muchos muertos de necesidad [...] que faltaba tiempo y lugar para sepultar los cadáveres" (ff.880r., 906v., 910r.). Para 1777, antes de terminar su ministerio en estos pueblos, el problema se había agravado, ya no por la enfermedad y el hambre en sí mismas, sino por la orden de traslado de indios frente a la cual muchos se hicieron fugitivos, no recogieron sus cosechas y no volvieron a sembrar. Es importante anotar que, en todo el proceso, ni los testimonios recopilados ni las respuestas de las autoridades cuestionan la existencia de la hambruna. Antes bien, recurren a vacíos en la legislación, o a solicitudes de testimonios y cuentas de gastos o sobre lo percibido por sacramentos o diezmos. Incluso, estos mismos detalles de cobros, aplicados solo a los blancos, muestran un aumento por concepto de óleos y entierros en el periodo 1776-1777, mientras el de casamientos disminuyó en más de un tercio con respecto al año anterior.
Pero el problema no se limitaba a la provincia de Tunja. Una de las descripciones más completas de la hambruna fue elaborada al finalizar la década de 1780 por el fraile capuchino Joaquín de Finestrad como integrante de la visita pastoral del arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora por las áreas que habían sido escenario del levantamiento comunero. Su época y función marcaron su percepción de la crisis que atribuía a que solo los blancos llamados orejones se aplicaban al trabajo de los campos, mientras los indios, negros, zambos y otras castas, eran gente ociosa
sin ninguna aplicación al cultivo de las tierras [...] se satisfacen con la corta ganancia que les produce un corto pedazo de tierra inútilmente preparado para sembrar unas raíces que llaman turmas, arracachas y yucas con un celemín o almud de maíz, que son todos los ingredientes que componen su escasa, insípida y ordinaria comida. (Finestrad, 2001, pp. 134-136)7
Pero más que la ociosidad, para él, la causa fundamental de "las pestes" y "las hambres" eran los pecados de los habitantes del reino, a los equiparaba con casos bíblicos como Sodoma y Gomorra o Nínive (Finestrad, 2001, pp. 265, 273). Por tanto, Dios los había reprendido con tres azotes: terremotos en 1775, viruelas en 1776, cuando calculaba que en jurisdicción de la Villa del Socorro habían perecido unas cuatro mil personas8, y hambre en 1775 y 1776, a la que atribuía entre cinco y seis mil óbitos. Aún con las objeciones que se pueden plantear a las causas a las cuales atribuía estos males, nos interesa la manera como ilustra los padecimientos por falta de alimento:
En esta época se presentó la fúnebre tragedia de la general hambre que afligió y puso en consternación asombrosa a todo el Reino [...]. A tanto extremo llegó la necesidad, que no hallando sustento con qué poder sustentar el espíritu vital, entregaban su alma en manos de la muerte o en las soledades del campo o en el desamparo de los caminos en donde se hallaban hechos espectáculos de dolor y compasión. Sólo la villa del Socorro contó entre sus hijos más de cinco mil, que fueron víctimas tristes de la muerte [...]. Aquí se descubrían unas tropas de niños o por mejor decir de cadáveres animados que a porfía caminaban con tutumas en las manos a recibir la sangre de los novillos cuando los degollaban; y como si fuera el manjar más saboroso se alimentaban con ella bebiéndola en el mismo estado que la recibían. Allí se advertían muchos hinchados porque comían de todas hierbas, buenas y malas, enfermas y ponzoñosas hasta las raíces y troncos de los plátanos de que aún no se veían hartos. En una parte se divisaban unos hinchados como atabales de hidropesía, alimentándose de cueros secos y dando las últimas boqueadas; en otra se presentaban a la vista unos vivos esqueletos y éstos eran unas doloridas madres que, rodeadas de sus hijos penetrados de hambre, sin alientos para pedir algún alivio en su necesidad, no podían subvenirlos sino con los caudalosos arroyos de acibaradas lágrimas que destilaban sus ojos. (Finestrad, 2001, pp. 274, 275)
Aunque los datos de mortalidad que ofrece Finestrad presenten exageraciones, discrepancias, imprecisiones respecto al área a la cual se refiere, su descripción contiene algunos de los identificadores de hambruna, sintetizados en la tabla 1. Por ejemplo, el consumo de sangre pura, cueros secos, malas hierbas y raíces, normalmente no comestibles pero suficientes para llenar temporalmente vientres que luego enfermarían por esta ingesta; la presencia de cuerpos en los caminos muestra de la incapacidad social para responder a la cantidad de defunciones; o la confluencia con epidemias como la viruela que, de un lado, diezma a los labradores y, de otro, se propaga más fácilmente en cuerpos desnutridos.
Después de la hambruna del 76, las crisis de subsistencia de 1782 a 1786 y de 1792 a 1794 fueron evidentes en las fuentes, pues, al parecer, aún frente a un contexto que podía ser más álgido, tuvieron un cariz menos dramático. Por ejemplo, en 1782 una nueva epidemia de viruela se extendió por el virreinato (Silva, 2007, pp. 45-49), con las conocidas consecuencias de disminución de brazos en los campos, retrasos en la tributación y especulación con los alimentos. La producción agropecuaria de los años 1782 y 1783 se vio afectada no solo por la epidemia, sino, sobre todo, por una fuerte sequía que asoló los campos alrededor de Santafé y Tunja, disminuyó las cosechas y provocó la mortandad de ganados (AGN, Archivo Anexo II, Tributos, Caja 20, Carpeta 2, f.129r.; SC, C+O, t.13, f.674r., t. 28, f.401v.; Miscelánea, t.141, ff.115v., 120r., 121r., 125r., 127v.; Tributos, t.20, ff.571-575). El déficit de las cosechas en el interior de la Nueva Granada llegó a impactar a Cartagena, donde faltaba poco para una carencia total de harinas, como refirió en su relación el virrey Caballero y Góngora (Colmenares, 1989a, p. 447). Aunque recurrió a órdenes y amenazas para conseguir harina nativa y hasta el incentivo de ofrecer su compra a 16 pesos, precio que parecía generoso, este insumo para el pan no llegaba o solo lo hacía en pequeñas cantidades y a precios exorbitantes. Frente a esta situación planteaba dos opciones: o no se producía lo suficiente en el reino o algunos estaban pretendiendo abusar de la necesidad y sacar provecho. En realidad, como se demostró frente a otras crisis, las dos explicaciones no eran excluyentes. Al final, en 1787 él mismo debió autorizar la compra de harinas extranjeras, aunque en cantidades "estrictamente necesarias" y al subido precio de "24 pesos el barril" para no perjudicar las harinas del reino "cuando las hubiere" (Colmenares, 1989a, p. 448). Si bien en los alrededores de Santafé la situación hídrica fue totalmente opuesta entre 1785 y 1787, años caracterizados por lluvias abundantes, la producción agropecuaria no se elevó, y ello explica en parte la medida tomada por el virrey (AGN, Archivo Anexo I, Diezmos, t.12, Doc.22, f.256r., SC, Milicias y Marina, t.145, ff.218r., 485r.). Adicionalmente, en 1786, una plaga de muque se esparció por los cultivos de papa y maíz en la región que hoy conocemos como Altiplano Cundiboyacense (AGN, SC, Milicias y Marina, t.145, f.218r.). Con todo, para el lapso 1782-1786 no se encuentran reportes puntuales de hambre o mortandad vinculada a la escasez de alimentos, aunque es innegable el incremento de óbitos por la epidemia de viruela entre 1782 y 1784 (Llache Orduz, 2012; Silva, 2007).
La situación es similar para el lapso 1792-1794. Para las tierras al occidente de Santafé, en la Sabana de Bogotá, que pertenecían tanto a hacendados blancos como a resguardos indígenas, la sequía y las heladas fueron una constante en 1793 y 1794, y, como en otras ocasiones, causaron pérdida de pastizales y cosechas y mortandad de ganados. Como ocurrió una década atrás, se elevaron peticiones para la exención de tributos por situación de "miseria" y se registró mortandad por peste (no precisada), sobre todo entre los indios de Tenjo y Fontibón, pero no vinculada con el hambre (AGN, SC, C+I, t.25, ff.607v.-624r.; TC, t.34, ff.428v.-429v.; RAC, t.6, f.202v.). Para el mismo lapso se evidencia escasez de alimentos en Cartagena, pero, en el marco de un proceso por acaparamiento y reventa de arroz, la causa no se identifica (AGN, SC, t.5, ff.1-286). Para entonces se consideraba "grano de primera necesidad porque con él se sustentan la tropa, hospitales y todos los vecinos ricos y pobres" (13v.). Por esta misma razón, en tiempos de escasez, los acaparadores retenían cantidades importantes de arroz y otros alimentos para inflar aún más los precios e impedir que los pobres los adquirieran, práctica que, para las autoridades, los hacía merecedores del calificativo de "langostas de la República" (f.12v.).
En contraste, la crisis de subsistencia vuelve a ser más clara, profunda y generalizada en la primera década del siglo XIX. En 1807, la "penuria y escasez de frutos" por "mal temporal" afectó "con dolorosa generalidad en las provincias de la costa Norte" (AGN, SC, Virreyes, t.16, f.812r.). La situación fue especialmente crítica para la Provincia de Santa Marta, especialmente para las poblaciones de Riohacha, Espíritu Santo y El Jobo. Debido a "la sequedad del verano" no se encontraba maíz y los platanares estaban arruinados o habían sido pasto de las llamas. Aunque se enviaron tropas a registrar depósitos de grano y se solicitó auxilio por todo el Valle de Upar, los esfuerzos fueron infructuosos (AGN, SC, Abastos, t.6, ff.1068r.-1070v.). La Provincia de Cartagena se vio afectada por la misma sequía, que impidió preparar y sembrar la tierra, lo que produjo carestía de víveres de primera necesidad (el maíz, arroz, plátano y carne salada) y hambre (AGN, SC, Abastos, t.2, ff.4v., 5r., 16r.). En 1808, las condiciones meteorológicas parecían haber mejorado para esta ciudad. Sin embargo, la escasez y carestía seguían aquejando a la población, pero se señalaban como causas el abastecimiento de la Marina y el reclutamiento para su servicio, que quitaba brazos al campo, el traslado de labradores a la ciudad, el comercio clandestino hacia Portobelo y las islas del Caribe y, sobre todo, el acaparamiento y especulación con los víveres9 (AGN, SC, Abastos, t.2, ff.1r.-4r., 15r., 16r.).
Esta crisis no era exclusiva de las provincias caribeñas. De 1804 a 1807, las provincias de Santafé y Tunja experimentaron otra sequía severa (Caballero, 1902, p. 105; Herrera Ángel, 2002, p. 57). La disminución en la producción agropecuaria para esta coyuntura puede demostrarse a través de estudios sobre diezmos y precios de los víveres, que, lastimosamente, no han reconocido el vínculo con la falta de agua (Brungardt, 1974; Torres Moreno, 2013). El precio de la carne se mantenía fijo porque obedecía a disposiciones del cabildo, mientras se disparó el precio de la manteca, escasa en animales malnutridos, menos regulado. Esta situación y las obligaciones de proveer a la carnicería de Santafé evitó que faltara la proteína animal en la dieta; no obstante, motivó las quejas de los ganaderos de la Sabana de Bogotá y la solicitud por una liberación de precios (AGN, SC, Policía, t.10, ff.430-473). Estas demandas se explican en parte porque en 1807 la provincia de Neiva, una de las principales abastecedoras de novillos para Santafé, Popayán y Quito, se vio afectada por una gran mortandad de ganados. En un proceso por incumplimiento con los envíos de ganado, los testigos y las partes intervinientes atribuían el fenómeno a varios factores, que tal vez pudieron combinarse para generar la crisis: primero, "la peste que, producida por algún fermento venenoso de la tierra, o por alguna aura contagiosa esparcida por la atmósfera, ha matado de diez años a esta parte un número considerable de reses"; segundo, el consumo de las hembras y vacas de cría; tercero, "el dilatado verano" (AGN, SC, Abastos, t.1, ff.1011r.y v., 1050r., 1076v.).
Por los mismos años, la sequía, la carestía y el hambre también fueron un flagelo en otras provincias. Para el caso de la provincia de Popayán, entre 1806 y 1808, las tierras bajas bajo jurisdicción de Pasto y Cali se vieron afectadas en distintos momentos por plagas de langosta, frente a las cuales se organizaron rogativas dirigidas a la Virgen de las Mercedes (Cárdenas, 2004, p. 317). En la provincia de Antioquia, la sequía, la pérdida de cosechas y la escasez fueron críticas especialmente en 1803 y 1807, y, debido a la asociación con el castigo divino por los pecados, trataron de vencerse con rogativas dirigidas a Dios, a la Virgen de la Candelaria y a san Cristóbal (Vélez Pérez, 2020, pp. 23, 24). Como se expuso en la tabla 1, uno de los indicadores de crisis de subsistencias, sumado a otros factores, es el aumento de los infanticidios como respuesta a una situación de necesidad extrema y desesperación. Los estudios de Beatriz Patiño Millán para la provincia de Antioquia en el lapso 1750-1820 justamente demostraron un incremento en este tipo de crímenes en el periodo 1780-1810, y especialmente en la década de 1800 ( Patiño Millán, 2013, pp. 273, 419). Aunque no siempre se cuenta con el testimonio del agresor, que solía ser alguno de los progenitores, con mucha frecuencia el crimen se asociaba con dificultades para la manutención, un escape de la esclavitud o de otras circunstancias difíciles (pp. 273-276). Entre los hallazgos de Patiño Millán, por la relación con la subsistencia, destaca el caso de un esclavo, procesado en 1807, por ahogar a su hija de diez meses. Su abogado defensor alegaba que la vida en las minas lo había apartado del "trato de la sociedad" y que por ello ignoraba la gravedad de sus actos, pero sobre todo que "en la provincia se estaba pasando una época de hambrunas y que el reo había cometido el delito que se le imputaba al ver que no era capaz de alimentar a su familia" (p. 291)10.
El "jinete negro" volvería a atacar a la provincia de Antioquia en 1816 y 1817. La plaga de langosta venía devastando cultivos en las tierras bajas desde 1815, situación que impulsó al cabildo de Rionegro (a más de 2000 m.s.n.m.) a solicitar a los labradores que sembraran diferentes "frutos, raíces y legumbres", y especialmente trigo, pues en sus tierras no atacaban estos enjambres (Jurado Jurado, 2004, p. 19). Sin embargo, la crisis no se resolvió, pues en 1816 y 1817, la "peste" y el "verano" fueron motivo para convocar rogativas a la virgen de la Candelaria y San Roque (Vélez Pérez, 2020, pp. 24, 29). La crisis, producto de la conjugación de la guerra, la enfermedad, la sequía y la plaga de langosta, se hizo evidente de nuevo en una carta que el cabildo de Santa Fe de Antioquia dirigió a las reinstaladas autoridades virreinales y en cumplimiento de la orden de renovar votos de fidelidad a Fernando VII. En este contexto, se reconocían las dificultades, pero a la vez trataban de minimizarse por razones políticas:
la provincia se halla en un estado deplorable, por los muchos brazos que se le quitaron, por el abandono de sus mejores ramos con motivo de la guerra o alistamiento de que huían los habitantes, por los caudales que se le extrajeron, por la epidemia de las viruelas, y últimamente por la plaga desoladora de langosta que ha dado en tierra con la agricultura del país. La hambruna y miseria arruinarían muy en breve a este departamento y aún a la provincia si no hubiera ya en las manos de vuestra excelencia y de un gobernador que solo piensa en sacarla de tan deplorable estado. (AGN, Archivo Anexo I, Historia, t.21, f.366v.)
En todo caso, a pesar de las turbulencias políticas de la década de 1810 y lo poco que estas permiten ver en las fuentes, sabemos que Antioquia no era la única región afectada. Entre 1815 y 1817, la viruela y disentería, esta última asociada al consumo de agua estancada (usual en una sequía) y de alimentos en mal estado, aquejaba a diferentes poblaciones en Cartagena y Santa Marta, y especialmente a las tropas (Daza Villar, 2019). Según información de los archivos parroquiales, en 1816 se presentó un incremento notable en la mortalidad en las poblaciones de Socorro, Barichara y San Gil, que afectó particularmente a población femenina y adulta; aunque las causas reales son indeterminadas, y los óbitos puedan atribuirse a la viruela (Llache Orduz, 2012, p. 82), no hay que olvidar las limitaciones en los diagnósticos y, sobre todo, la habitual confluencia entre epidemia mortal y hambre. La carencia de alimentos era posible si se considera que, como se indicó, la cercana Provincia de Antioquia estaba pasando por una sequía y una plaga de langosta. De hecho, en 1816 y 1817 la Sabana de Bogotá, aunque libre de langosta por su altitud superior a 2500 m.s.n.m., se veía también perjudicada por la sequía y las heladas que diezmaron las cosechas de papa, cebada y trigo; las provisiones de carne también disminuyeron debido al abigeato practicado por tropas de diferentes bandos (AGN, Archivo Anexo I, Diezmos, t.36, f.732r.). La crisis pudo haberse prolongado en el bienio restante de dominio monárquico. Sin embargo, las prioridades de los autores de las fuentes eran otras y no podemos afirmarlo con certeza.
Un "jinete negro" que discrimina. La vulnerabilidad diferenciada
Frente a la hambruna de 1776, como se indicó, además del pecado de la rebelión, Finestrad trataba de encontrar una explicación basada en el aumento de la mendicidad y la "holgazanería", pues no comprendía cómo podía ocurrir tal desastre en un virreinato con tantas riquezas naturales. Puntualmente observaba:
Este Nuevo Reino es un clima de los fecundos y abundantes. Es un terreno proporcionado, capaz de multiplicar los intereses con mayor ventaja que los demás. Es un país que por sí solo pudiera abastecer a las colonias extranjeras y aun a la Europa si la agricultura lograra el esplendor de ser el punto céntrico del cuidado superior. Y siendo tanta la nobleza de sus abundantes pastos, lloramos sus lastimosas carestías cuando lo podíamos contemplar manantial perenne y seguro de las riquezas del pueblo [...] La tierra sin cultivo es selva inútil, de nada sirve. (Finestrad, 2001, p. 133)
En efecto, las partes que conformaron el territorio neogranadino tienen unas ventajas biofísicas considerables11. La variedad de suelos fértiles, las aguas en el Pacífico y el Caribe, la diversidad de ecosistemas son condiciones destacadas. Sobre todo, la ubicación en latitudes bajas, con el ecuador climático como trave-saño, es una protección frente a los rigores que suelen presentarse en los lugares donde hay estaciones. En cambio, se encuentra una temperatura promedio que varía muy poco a lo largo del año, una insolación directa y permanente, una o dos temporadas lluviosas al año (según la región) y, en general, un clima que cambia con la altitud, que puede ir de 0 a casi 6000 m.s.n.m., gracias a la presencia de los Andes y la Sierra Nevada de Santa Marta. Las variaciones topográficas y altitu-dinales de los Andes favorecen las diferencias microclimáticas incluso en terrenos que pueden estar separados entre sí unos pocos kilómetros, condición que permite diversificar la producción agropecuaria. Esa ventaja ha sido aprovechada desde tiempos prehispánicos hasta nuestros días, y en el siglo XVIII benefició tanto a blancos como indígenas que tenían tierras en diferentes altitudes o tierras que, en los mismos linderos, por su ubicación, pendiente y extensión, abarcaban dos o tres microclimas (Mora Pacheco, 2019, pp. 136-154). En efecto, varios de los indígenas que salieron indemnes de la hambruna de 1776 explicaron su éxito en la posesión de tierras en diferentes altitudes. Por ejemplo, los indios de Viracachá, que se resistían a trasladarse a Siachoque, argumentaban que su resguardo original
Desde el río hacia él, es templado, y lo restante es frío, pero no lo iguala al resguardo de Siachoque que es sumamente frío y destemplado. Que los frutos que produce este resguardo son maíz, turmas, arracachas, batatas, habas, arvejas, frijoles de diversas especies, ahuyamas, manzanas y duraznos, con otras varias frutas y semillas, que porque no les apetecen no las siembran con abundancia, pero se producen de especial calidad. Y que también se coge cebada, tan buena como la de las demás tierras de esta comarca, porque, como lleva dicho, siendo la tierra de mixto de templado y frío, se producen frutos de todas clases, con la circunstancia de que como hay tierra pantanosa, montuosa y llana, los que quieren siembran a bordón haciendo rozas, otros arando con bueyes y otros a azadón como mejor les parece. Y esta es la causa de que para estos indios no les es perjudicial ni el invierno ni el verano, pues eligen la tierra a proporción del tiempo, no hay hielos ni otras plagas que les destruyan las sementeras, ni la tierra necesita más fomento ni beneficio que el que le dan al mismo tiempo de plantar la semilla, dando unas cosechas tan abundantes que de medio almud cogen por lo regular diez cargas de maíz, y a correspondencia las otras más plantas. De suerte que así solo este pueblo abastece a la ciudad de Tunja y demás lugares de la comarca. Y en el año de la hambre, no solamente no perecían los naturales, sino que suplían a muchos forasteros. (AGN, SC, VBol, t.6, f.623).
Un año después de la mencionada hambruna, una visita por el partido de Chita también recogió testimonios de los beneficios que lograban los indios al contar con tierras de diferente "temperamento", a pesar de haber muerto muchos por "pestilencia". Específicamente mencionaban que en las tierras frías podían obtener trigo, cebada, habas, fríjoles y turmas (papas), mientras en las zonas templadas cultivaban caña de azúcar, plátano, yuca, arracacha y maíz (AGN, SC, VBol, t.6, f.477v.). Por su parte, en la crisis provocada por la sequía y las heladas en los fríos alrededores de Santafé durante 1793 y 1794, los indios de Bojacá fueron los menos perjudicados de todo su partido pues " la mayor parte de ellos se retiraron a las tierras calientes a una estancia que allí tienen que llaman Cátiva12 en donde cogen algunos frutos que les sirven de socorro en sus mayores necesidades" (AGN, SC, C+I, t.25, f.610v.).
Sin embargo, otros grupos no eran igual de afortunados ni tenían las mismas posibilidades de escape frente a las presiones biofísicas, es decir, eran más vulnerables frente a las amenazas. Con todo y las ventajas edafológicas y climáticas que pudiera tener el territorio neogranadino, con excepción de las selvas superhúmedas del Pacífico y de la cuenca Amazónica, cualquier área estaba expuesta a sufrir por la intensidad o prolongación de alguna de sus temporadas secas anuales. Para las zonas áridas y semiáridas, como las que primaban en Riohacha y sus términos, las mismas condiciones hídricas y de vegetación, podían agravar la crisis. En general, en el virreinato todas las provincias tenían jurisdicción en tierras por debajo de los 1500 m.s.n.m., con temperaturas promedio superiores a los 24°C, característica que, conjugada con la sequía, era propicia para la multiplicación de langostas devoradoras de los cultivos y los pastos. Las tierras por encima de los 2000 m.s.n.m., libres por ello de langosta, no necesariamente la pasaban mejor, pues el tiempo seco y el cielo despejado es una mezcla favorable para que la temperatura antes del amanecer descienda por debajo del punto de congelamiento y las heladas quemen los pastos y cultivos (Guhl, 1981, 2016).
No obstante, la mayor vulnerabilidad no provenía de las condiciones biofísicas, sino de la misma sociedad que interactuaba con estas, recordando, una vez más, que, como señala el título de una obra, Los desastres no son naturales (Maskrey, 1993). Varios son los factores antrópicos que pudieron conjugarse entre sí y con las condiciones biofísicas para generar crisis de subsistencias. Ante todo se señalan aquí como ejemplo y motivación para investigaciones futuras: las demandas de alimentos y materias primas impuestas por las principales ciudades, la inexistencia de depósitos públicos de alimentos, la supresión de los resguardos y la migración a los centros urbanos, y las regulaciones al comercio exterior.
En primer lugar, respecto a las demandas para el abasto de las ciudades, cabe anotar que, al menos en el periodo de estudio, Santafé y Cartagena eran privilegiadas y sus élites se esforzaron por contener el galope del "jinete negro", sin importar la carga que pudieran generar sobre otras regiones. Por ejemplo, desde los albores del siglo XVII y cada vez que se presentaba falta de harinas, la provincia de Tunja, y especialmente las poblaciones del Valle de Leyva, se veían obligadas a abastecer de trigos a Santafé y a Cartagena y, por extensión, debido a su ubicación central en la arteria fluvial del Magdalena, a la villa de Honda y la ciudad de Mariquita (AGI, Santafé, 771; AGN, SC, Abastos, t.6, ff.1-281; Colmenares, 1989a, pp.140, 141, 208). A partir de la década de 1690 y por más de un siglo, la provincia de Neiva se vio obligada a proveer a Santafé de 4500 novillos por año, imposición innegociable pese a las sequías, la mortandad de ganados o las mejores ganancias que podían obtenerse en Quito y Popayán (Castaño Pareja, 2019; Mora Pacheco, 2019). La menor falta de carne, trigo, maíz, plátano, carne o sebo en Santafé o Cartagena era motivo para el envío de inspectores a los confines de sus provincias o a jurisdicciones vecinas (AGN, SC, Abastos, t.8, ff.819r., 822r.; t.12, f.709v.; t.13, ff.561-567; RAC, t.1, ff.651r.-653r.). Aunque faltan más estudios sobre dinámicas similares respecto a otras ciudades y villas del virreinato, es posible esperar una presión urbana sobre los campos. Como ha demostrado Le Roy Ladurie respecto al Antiguo Régimen, frente a las crisis de subsistencias la capital solía ser "mimada por el gobierno" y los alimentos que se recolectaban solían dirigirse a las ciudades, cuyos habitantes importaban más que los labradores, pues "la desnutrición urbana era fácilmente mediatizada, por lo tanto, resultaba temible al poder" (Le Roy Ladurie, 2017, pp. 293, 308, 314, 438).
En todo caso, y como segundo factor para considerar, la preparación de las autoridades del virreinato de la Nueva Granada para atender la escasez dejaba mucho que desear. Por ejemplo, a diferencia de la metrópoli o de Nueva España, no se construyeron en este territorio, ni siquiera en su capital, Reales Alhóndigas donde se almacenara grano para ofrecer a los menesterosos durante las crisis (Vargas Lesmes, 2007, p. 181). De hecho, aunque pueda cuestionarse la percepción del capuchino Finestrad sobre la "holgazanería", la inexistencia de reservas era un problema objetivo. Así lo recalcaba, asombrado porque la mayoría solo podía procurarse el alimento del día,
sin cuidarse de graneros y pósitos en sus casas; ni aun en los pueblos se ve esta prevención de buen gobierno para ocurrir a una temible esterilidad. Se sabe, no se duda, la utilidad pública que resulta en un pueblo de un pósito general, fiel y cuidadosamente administrado. Si este Reino hubiera conocido en el año de setenta y cuatro y setenta y seis este sabio y político reglamento, no contáramos víctimas lastimosas de la necesidad a infinita muchedumbre de racionales que murieron a impulsos del hambre en la general carestía que se experimentó. (Finestrad, 2001, p. 136)
Las reservas de alimentos quedaban entonces en manos de particulares que, no solamente podían abastecer a los suyos en tiempos de necesidad, sino que, como se indicó en la sección anterior, acumulaban excedentes a buenas cosechas para fijar precios al gusto en tiempos de escasez13.
Un tercer ingrediente para preparar la crisis de subsistencias, especialmente válido para el lapso 1770-1820, tiene que ver con la supresión de resguardos y los movimientos migratorios ligados a este proceso. Al finalizar la década de 1770, el fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón consideraba que la población blanca y mestiza estaba en crecimiento y demandaba tierras y lugares de vivienda; en contraste, la población indígena había disminuido, en muchos lugares no se encontraban más de una o dos docenas de tributarios y esto afectaba tanto a las arcas públicas como el mantenimiento de los curas, y se había generalizado la costumbre de arrendar parcelas en los resguardos (práctica que afectaba la producción para la subsistencia). La solución del fiscal: trasladar a los grupos minoritarios a otros resguardos y convertir pueblos de indios en parroquias de vecinos (Bonnett Vélez, 2002). El impacto en la subsistencia de las comunidades sale a la luz en inspecciones, visitas y solicitudes a lo largo de las dos décadas siguientes. Quienes se trasladaron, en ocasiones se vieron afectados porque, al ser considerados forasteros o invasores por los indios ocupantes originales de las tierras asignadas, recibieron la tierra menos fértil, sin agua (o, por el contrario, muy pantanosa), escasa para cultivos y ganados, e incluso fueron objeto de ataques a sus viviendas y huertas. Con el traslado, para algunos se perdieron tierras en diferente "temperamento" y los cultivos que allí podían obtener. En otros casos, hubo resistencia, expresada en formas diversas: la destrucción de cosechas por recoger, la permanencia en el antiguo resguardo, el empleo como jornaleros o en oficios varios en los centros urbanos, o la vida en la clandestinidad y el pillaje14 (AGN, SC, C+O, t.25, ff.876r., 897v., 898r.; TC, t.34, ff.423v., 427r.-428r., 433r-436v.; VBol, t.3, f.525v.; t.6, f.623v.). En efecto, el ya señalado problema de mendicidad en las ciudades, del cual se quejaban Finestrad y los virreyes en sus relaciones, era alimentado por antiguos pobladores de los campos (AGN, SC, Abastos, t.2, ff.16r.v). Aun sin un perfil de su composición étnica, podemos suponer que muchos eran indígenas y, sobre todo, mestizos sin influencias ni dinero para hacerse a una de las supuestas tierras sobrantes.
Por último, un factor importante que contribuyó a la crisis de subsistencia, sobre todo en las provincias de la costa norte, fue la regulación sobre el comercio exterior. De un lado, pese a las facilidades que para Cartagena y Santa Marta podía ofrecer el transporte marítimo desde Norteamérica en comparación con el transporte terrestre y fluvial desde las altiplanicies andinas, a lo largo del siglo XVIII y para favorecer la producción triguera del interior, se prohibió la introducción de harinas extranjeras (en especial inglesas), tachadas de costosas, de mal sabor, sucias o mezcladas con habas (Colmenares, 1989a, pp. 209, 247, 445, 446, 1989b, pp. 15, 123, 141, 241). Pese a la restricción, como ya se indició, en momentos de crisis fue necesario recurrir a las harinas extranjeras. Al parecer, para Riohacha el problema era estructural, como lo deja ver una relación de mando de 1776, en la cual se anotaba que sus habitantes no tenían formas legales de comerciar productos valiosos que se obtenían en sus términos como palo de Brasil, cuernos, mulas y sebo, a la vez que debían aprovisionarse en ensenadas de los barcos extranjeros y aun pedir licencia para introducir víveres extranjeros (Colmenares, 1989a, p. 302). El problema allí no era solo la introducción, tal como se reveló en 1801 frente a una escasez de los ganados en Cartagena, que no se explicaba ni por "falta de aguas ni avenidas destructoras", sino por las sacas clandestinas por Riohacha (AGN, SC, Abastos, t. 13, ff.562r.-566v.) Al parecer, ante la falta de víveres en la región, la venta clandestina de alimentos y ganado era también un negocio lucrativo para varias poblaciones de la cuenca del Sinú para abastecer a Portobelo o incluso vender "a precios excesivos en Jamaica y demás islas de los enemigos" que, por bloqueos, no podían abastecerse de la naciente república de Estados Unidos (AGN, SC, Abastos, t.2, 4v.).
En la apertura de este drenaje había participado la misma Corona, como se muestra en una carta de 1784 (otro año de crisis), en la cual la colonia francesa de Saint-Domingue pidió auxilio de carnes frescas para sus tropas y hospitales. Para responder positivamente, sin más objeción que el reducido tamaño de la embarcación enviada (no apta para novillos), se recuerda una directriz dada en 1779 a Maracaibo para hacer honor a los tratados, lazos de sangre y amistad, auxiliando a los vasallos del rey de Francia (AGN, SC, Abastos, t.2, f.76). Incluso en 1796, calmada la turbulencia de la Revolución Francesa y ya sin una monarquía unida por la sangre borbona, se volvió a autorizar el transporte de ganados a los territorios franceses mientras existiera allí comercio negrero y no hicieran falta para la subsistencia o el "fomento de la agricultura" (AGN, SC, Abastos, t.13, f.571r.). En resumen, con varios responsables, aún en tiempos de crisis, mientras se obstaculizaba el ingreso de la harina faltante, se promovía el escape de la carne escasa.
Consideraciones finales
Las crisis de subsistencias severas o hambrunas son resultado de complejas combinaciones de factores en las que, al igual que otros "desastres", la falta de preparación de la sociedad incide en el nivel de fatalidad. Ahora bien, respecto a la ocurrencia e impacto de las crisis de subsistencia en el territorio neogranadino, falta mucho por estudiar. Por ejemplo, es fundamental el trabajo a escala local, sobre todo con archivos parroquiales y notariales, que permitan reconstruir series de natalidad, nupcialidad y mortalidad que muestren picos y valles propios de una crisis. Valdría la pena también preguntarse por hambrunas muy localizadas y no vinculadas con presiones biofísicas, como las que podrían generarse por sitios (caso de Cartagena en 1741 y 1815) o bloqueos en el transporte hacia zonas apartadas. Asimismo, es necesario romper la burbuja de los Andes y el Caribe, para explorar aquellas áreas que, por el mismo olvido en que las hemos mantenido, podían sufrir con mayor rigor la escasez. En el mismo sentido descentralizador, además del impacto ejercido por las demandas de ciudades prioritarias para las autoridades, como Santafé o Cartagena, valdría la pena conocer la incidencia que tuvo el abastecimiento de otros centros urbanos (incluidas las villas) en las presiones que soportaban sus campos circundantes.
Junto con estas sugerencias de fuentes, escalas y áreas de estudio, es importante remontarse a fechas más tempranas en los siglos XVI y XVII, cuando las crisis podrían haber sido más profundas por condiciones como la falta de inmunidad de los indígenas frente a las enfermedades traídas por los europeos y la creación de resguardos que redujeron sus áreas para la caza, la pesca o la producción agropecuaria. Del lado blanco, el desconocimiento del territorio y su oferta comestible, o la misma falta de control que podían ejercer sobre algunos territorios, pudieron reducir sus posibilidades de subsistencia. Para la reconstrucción de esas hambrunas más tempranas, al igual que las abordadas en este estudio, son necesarios también más estudios históricos sobre el clima, las plagas, las epizootias y las epidemias. Al mismo tiempo, es necesario el diálogo con la arqueología y la antropología para la identificación de cambios en los patrones de consumo e incidencia de enfermedades infecciosas y carenciales en las poblaciones que se enfrentaron a una crisis de subsistencia.