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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.29 no.4 Bogotá Oct./Dec. 2000

 

ARTICULO DE REVISION

LA CONTROVERSIA POR LA CULTURA EN EL DSM-IV

CULTURAL CONTROVERSY IN DSM-IV

 

CARLOS AI.BERTO URIBE*

*Profesor Asociado de Psiquiatría. Universidad Nacional de Colonbia. Profesor Titular de Antropología, Universidad de los Andes email: curibe@uniandes.edu.co


El interés de este artículo es examinar el propósito explícito del DSM-IV de convertirse en una clasificación nosológica universal de las enfermedades mentales. Tal meta incluye un postulado sobre la aplicabilidad transcultural empírica del manual y un postulado sobre la existencia de "síndromes culturales psiquiátricos" (Culture-Bound Syndromes). Ambos son discutidos en el texto, así como la polémica generada con relación a la extensión y la profundidad de los cambios que en relación con la cultura se introdujeron en el DSM-IV.

El artículo se centra en un principio en la categoría de esquizofrenia y otros trastornos psicóticos. Luego se revisa el asunto de fondo de esta cuestión: la discusión sobre la índole de la enfermedad mental. Como conclusión se ofrece la idea de que el debate entre la posición biomédica y la posición de la construcción cultural y social de la enfermedad mental dista de estar zanjado.

Palabras clave: Psiquiatría transcultural.


The purpose of this article is to examine DSM-IV's explicit claim to be a universal nosological classification of mental disorders. This claim includes two propositions: one concerning its empirical, transcultural applicability, and the other about the existence of so-called Culture-Bound Syndromes. Both are here discussed, as well as the arguments that cultural considerations included in DSM-IV have elicited.

The article considers the category of schizophrenia and other psycotic disorders, looks into what is stated as the main topic in this question: the debate on the nature of mental disorders. As a conclusión, the author thinks that the debate amongst biomedical and cultural and social constructivist views of mental disorders is far from being solved.

Key words: Transcultural Psychiatry.


A la memoria de Hernán Henao Delgado, amigo y colega asesinado deforma aleve por cobardes manos.

En la introducción del DSM-IV, los editores afirman que una característica de esta edición es una mayor preocupación con la participación de la cultura en las enfermedades mentales. Se trata de acrecentar la aplicabilidad de esta propuesta nosológica en diferentes contextos culturales, dado que el manual se usa en lugares distintos de los Estados Unidos, y que en ese país los psiquiatras deben tratar pacientes de numerosos grupos étnicos con perfiles culturales diversos (1).

El propósito de este artículo es examinar la intención de universalidad cultural y presentar la polémica generada con relación a la extensión y profundidad de estos cambios en el DSM-IV. En principio, con estas metas me centraré en la discusión de la categoría esquizofrenia y otros trastornos psicóticos. El motivo de esta escogencia tiene que ver con el hecho de que la psicosis y la esquizofrenia se reconocen, usualmente, como las enfermedades psiquiátricas más "biológicas" — y por tanto, más "universales" de todo el espectro de la nosología psiquiátrica — . No obstante, lo que aquí se discutirá tiene una trascendencia que atañe a otras categorías diagnósticas. Por último, se revisará lo que el autor cree que constituye el debate de fondo de esta cuestión: la índole de la enfermedad mental.

ESQUIZOFRENIA Y VARIABILIDAD CULTURAL

En su consideración de las realidades clínicas de la esquizofrenia, el DSM-IV advierte a los lectores que la evaluación de los síntomas de esta enfermedad mental "en situaciones culturales o socioeconómicas diferentes de las propias, debe tomar en cuenta estas diferencias culturales". Más aún, que "ideas que pueden parecer delirantes en una cultura (por ejemplo, la magia y la brujería) bien pueden ser comunes en otra. En algunas sociedades, las alucinaciones visuales o auditivas con contenido religioso pueden ser parte normal de la experiencia religiosa (por ejemplo, el ver a la Virgen María u oír la voz de Dios)". Estas advertencias aparecen en una sección específica de la discusión en torno a los síntomas de la esquizofrenia: "Rasgos específicos de la cultura, la edad y el género".

La intención de esta sección es señalar que en el examen psiquiátrico los síntomas universales de la esquizofrenia se deben contrastar con las particularidades culturales y personales que exhibe el enfermo. ¿Y cuáles son esos síntomas? En términos muy generales, delirios, alucinaciones de varios tipos, lenguage desorganizado e incoherente, comportamiento catatónico o arrevesado, y los llamados síntomas negativos (aplanamiento afectivo, alogia y falta de voluntad). Todos ellos acompañados por una significativa disfunción social y ocupacional del enfermo durante un período de por lo menos seis meses, que incluye un mes con presencia activa de los síntomas positivos y negativos anteriores. De esta manera, el DSM-IV aporta a los psiquiatras una nota de precaución insoslayable. Cuestiones como la magia y la hechicería, y en general el pensamiento religioso y mágico, tienen una especificidad cultural que el clínico (o la clínica) debe evaluar de manera cuidadosa en el diagnóstico de esquizofrenia.

El fondo de esta precaución es un asunto central para la psiquiatría biomédica. Tal es el problema de la universalidad de la enfermedad mental. ¿Son las enfermedades mentales causadas por lesiones o disfunciones en el sistema nervioso central de sus víctimas? O por el contrario, ¿se es un enfermo mental en el tejido particular de un medio social y cultural específico? Si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, trastornos como la esquizofrenia y otras psicosis pertenecen al dominio de la biología, el control de los síntomas es ante todo médico (psicofarmacológico, por ejemplo), y las coloraciones individuales, idiosincráticas, de proveniencia étnica o cultural, o aún de género, pueden modular o intervenir en la expresión de la enfermedad. En ningún caso, empero, estas últimas son fundamentales al determinar la "historia natural" de la enfermedad. Lo que equivale a decir que los síntomas de la enfermedad responden en definitiva a procesos fisiológicos subyacentes, entendidos de forma implícita como factores causales.

En oposición, si la respuesta al segundo interrogante es positiva, no existe en verdad algo como una enfermedad mental que merezca ser llamada esquizofrenia. Se es esquizofrénico en el contexto de una sociedad que produce o que de alguna manera favorece la expresión de esos síntomas. La moderna sociedad capitalista, por ejemplo, como lo preconizó el "movimiento antipsiquiátrico" de la década de los 70, cuyo doble propósito consideró la enfermedad mental como efecto social y rechazó el internamiento psiquiátrico por ser técnica de represión física y psíquica. Todavía más: cada uno de los síntomas de la esquizofrenia está en sí mismo mediado por la cultura, tal como está mediada la presuposición médica de que existe una correlación, uno a uno, entre el síntoma y un defecto en los procesos fisiológicos.

El problema es mucho más complejo que este par de posiciones extremas. Como es sabido, una serie de estudios impulsados por la Organización Mundial de la Salud desde la década del 60, ha demostrado que la esquizofenia pertenece a ese grupo de trastornos mentales presentes en todo el mundo. A este grupo pertenecen asimismo otros trastornos orgánicos del cerebro, la psicosis maníaco-depresiva (en el DSM-IV, trastorno afectivo bipolar), ciertos trastornos de ansiedad, y quizá la depresión mayor (2). Esto equivale a afirmar que la esquizofrenia es una categoría universal, y corno tal es un fenómeno hasta cierto punto independiente de la sociedad en la que viven los pacientes (3). No obstante, ciertos síntomas de la esquizofrenia se presentan con más frecuencia en algunas regiones del mundo, con un núcleo de síntomas que aparecen en todas las sociedades. Asimismo, el curso de esta enfermedad parece ser más benévolo en las regiones menos desarrolladas del planeta (como Colombia que participó en estos estudios), y mucho más severo en las sociedades industrializadas del Primer Mundo. De esta manera, todo apunta en la dirección de que al lado de una universalidad en la sintomatología de la esquizofrenia basada en un indudable núcleo de disfunciones biológicas, existe también una gran variación. Y esta variación sólo puede atribuirse a importantes factores socioculturales, y aún de la historia de vida del sufriente, intervinientes en la enfermedad (4). Lo cual significa que no todo en la esquizofrenia es neuro-fisiológico, a pesar de que parte de la opinión psiquiátrica se aferré al postulado de las bases biológicas de este trastorno.

Para Arthur Kleinman, psiquiatra con intereses antropológicos, asesor en el proceso de elaboración del DSM-IV, la explicación a este hecho es simple. Existe, según él, una ideología profesional tácita que exagera lo que es universal en la enfermedad mental, al punto que desecha lo que ella tiene de particular en términos culturales. De acuerdo con esta óptica, el problema biológico es la "causa" que determina y estructura la forma de la enfermedad, mientras que los factores sociales y culturales "modelan" o "influencian" el contenido del trastorno. Lo fundamental en la patogénesis de la enfermedad es el desorden orgánico, mientras que todos los factores de su patoplastia son apenas epifenoménicos. Estos últimos tienden a recibir una atención secundaria dentro de la práctica clínica, que así medicaliza sin atenuantes la enfermedad. De contera, un conjunto de agudos problemas sociales que nutren y promueven los trastornos mentales (la injusticia, la discriminación, el hambre, la delicuencia, la desocupación, la persecución política, la alienación, el miedo, el terror, etc.) resultan también medicalizados. La psiquiatría (y la medicina) terminan por ejercer formas activas de control social, en desmedro o en apoyo de otras instituciones sociales, legales y religiosas tradicionalmente preponderantes en el papel de arbitros del comportamiento de los seres humanos en sociedad(2). Conclusión que a nadie debe sorprender. Repetidos observadores han recalcado esta dimensión de funcionalidad social de la psiquiatría, desde que el sociólogo norteamericano Talcott Parsons, él mismo un es tudioso de la enfermedad mental y de la práctica médica, la enunciara en la década del 50 (5).

Problemas como estos fueron los que hicieron precisamente que la APA emprendiera la revisión del DSM-III-R, publicado en 1987. Con el patrocinio del Instituto Nacional de la Salud Mental de los Estados Unidos, se organizó en 1991 un comité conformado por psiquiatras y científicos sociales, encargado de revisar el papel de la cultura en el diagnóstico de la enfermedad mental. La idea era evaluar toda la información transcultural disponible sobre los trastornos mentales a lo largo y ancho del mundo, con el fin de incorporarla en el DSM-IV (6).

Los resultados de las deliberaciones de este grupo hicieron que se introdujeran importantes revisiones. En muchas categorías nosográficas se adicionaron consideraciones relativas a las particularidades culturales, de la edad y del género, que pueden alterar un diagnóstico específico — y la esquizofrenia y los trastornos psicóticos fueron unas de ellas — . Además, se involucraron en cada diagnóstico consideraciones transculturales relativas al curso de las enfermedades mentales. Asimismo, se introdujo la noción de "síndromes psiquiátricos culturales" (culture-bound syndro-mes), definidos como:

"Patrones recurrentes de comportamiento aberrante y de experiencias problematizadoras con una expresión geográfica específica, que pueden estar o no relacionados con las categorías diagnósticas del DSM-IV. Muchos de estos patrones son considerados localmente como "enfermedades", o por lo menos como aflicciones, y la mayoría reciben una denominación propia. No obstante que las presentaciones que conforman las principales categorías del DSM-IV aparecen en todo el mundo, los síntomas particulares, el curso de la enfermedad y la respuesta social son a menudo influenciados por factores culturales locales. En contraste, los síndromes culturales generalmente están limitados a sociedades o áreas culturales específicas, y representan categorías diagnósticas localizadas, "folk", que enmarcan significados coherentes para ciertos conjuntos de experiencia y observación repetitivos y generadores de dificultades.

A menudo no existe una equivalencia uno a uno entre un síndrome cultural y una entidad de diagnóstico del DSM-IV. Comportamiento aberrante que puede ser clasificado por un clínico mediante el uso de varias categorías del DSM-IV, puede incluirse en una única categoría "folk", y presentaciones que pueden ser consideradas por un clínico que use el DSM-IV como pertenecientes a una sola categoría pueden ser distribuidas en varias por un clínico local. Más aún, algunas condiciones y trastornos han sido conceptualizadas como síndromes culturales específicos a las culturas industrializadas (v.gr. anorexia nervosa, desorden disociativo de identidad), dada su ausencia o rareza aparente en otras culturas. Debe decirse, asimismo, que todas las sociedades industrializadas incluyen subculturas distintivas a la vez que grupos de inmigrantes ampliamente diversos que pueden presentar síndromes culturales" *(l).

Para dar cuenta de estos síndromes culturales, el DSM-IV incluyó en un apéndice un formato de formulación cultural, así como un glosario que explícita los más estudiados. El énfasis es en expresiones idiomáti-cas típicas del malestar que enuncian los síndromes culturales. Se trata, por supuesto, de expresiones encontradas en la práctica psiquiátrica de los Estados Unidos. Ejemplos de estos síndromes culturales relevantes en nuestro caso, son los trastornos de la conducta individual denominados con los términos familiares de "ataque de nervios", "bilis" o "cólera", "desmayos", "locura", "mal de ojo" y "nervios" (7).

EL DEBATE POR LA CULTURA

Como era de esperarse, no todos han brindado una efusiva bienvenida al nuevo liberalismo cultural de la APA. Un número reciente de la revista Transcultural Psychiatry, por ejemplo, se dedicó a la crítica de lo que el DSM-IV incluyó de la pertinencia de lo cultural en el diag-nóstico(8,14). Consideremos estos materiales, en donde aparecen las voces de algunos autores que participaron de las discusiones del grupo sobre la cultura y el diagnóstico.

Para Charles C. Hughes existen varios problemas con el uso de la noción de síndromes culturales. Su definición, dice Hughes, es confusa si no falaz. Y es que su especificidad sui generis, además de volverlos exóticos, constitutivos de la distintividad patológica de un Otro extranjero, enmascara lo que tienen de patrones culturales cuyo contenido empírico tiene que ver con la psicopatología y la desviación en el comportamiento. Tanto como los Otros tienen síndromes culturales, el Occidente industrializado tiene los propios —por ejemplo: obesidad, anorexia nervosa, bulimia, síndrome de tensión premenstrual, fatiga crónica, trastorno de personalidad múltiple, etc. — . Todo lo cual lleva a la conclusión de que cada categoría diagnóstica en el manual requiere de una consideración de todos los factores culturales intervinientes, tanto desde el punto de vista del paciente como de quien hace el diagnóstico. En sus palabras, "todo el proceso diagnóstico es una actividad determinada culturalmente, y la «cultura» es tanto un factor en moldear patrones particulares de sintomatología en la sociedad Occidental como lo es en cualquiera otra parte. Desde esta óptica, es de sugerir que todas las categorías diagnósticas necesitan una sección que trate de su contenido cultural en la sociedad Occidental así como en todas las otras sociedades" (14)

El argumento anterior, repetido con ligeros matices por otros articulistas, explica porqué los editores de la APA decidieron eliminar o alterar las recomendaciones del grupo de la cultura en el diagnóstico psiquiátrico. Puesto de forma simple, "cualquier desafío a las presuposiciones nosológicas básicas que subyacen las mismas categorías de (...) desorden fueron desatendidas" (13). O lo que es lo mismo, "la crítica a la universalidad de los diagnósticos especificados en el DSM-IV no fue tolerada o fue minimizada en grado sumo" (12). Por esto, los editores escogieron eliminar sistemáticamente o quitarle énfasis al contexto social, minimizar la variación cultural, suprimir o expresar en términos generales toda observación específica. Además, cualquier "material que cuestionara de manera directa los elementos esenciales de los criterios fue ignorado o reconocido de paso como una mera variación de grado antes que de clase" (11). En una publicación previa, R.Lewis-Fernández y A. Kleinman, autores que participaron en el número de Transcultural Psychiatry bajo consideración, fueron inclusive más taxativos en sus críticas. Según ellos, los editores del DSM-IV no estaban en realidad interesados en la validación cultural del manual, un hecho que para estos autores es verdaderamente desalentador (15).

No obstante estas críticas, en lo que hace a los síndromes culturales como tales hay que reconocer que su inclusión en el DSM-IV ha generado una importante agenda de investigación que busca entenderlos en sus propios términos, antes que subsumirlos en una o en varias categorías diagnósticas (16). Tampoco se puede desestimar el renovado ímpetu del DSM-IV al estudio de temas tales como la curación ritual en todo el mundo(17), o las relaciones que existen entre lo cultural y la psicoterapia(18).

Con todo, en el caso de la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos, Janis Jenkins se queja acremente de cuan mutiladas fueron las recomendaciones del grupo de cultura. Sus observaciones enfrente de cada criterio sintomático fueron reducidas a su mínima expresión. Tomemos el caso de las alucinaciones. El texto sugerido, según Jenkins, era el siguiente:

"Existen tres áreas en las cuales la cultura debe considerarse en la valoración psiquiátrica de las alucinaciones psicóticas: (i) la distinción entre una experiencia alucinatoria de rango normal, de un lado, y la alucinación psicótica, del otro; (ii) el contenido de las alucinaciones; y (iii) la forma de las alucinaciones. En algunos contextos culturales, las alucinaciones pueden ser parte normal de la experiencia cotidiana (v.gr. alucinaciones visuales de Dios, la Virgen María, o los Santos en las culturas latinoamericanas). Sin embargo, estados psicóticos desvalorizados en los cuales las alucinaciones están presentes, también se han observado transculturalmente. Las alucinaciones psicóticas pueden variar tanto en contenido (v.gr. espíritus, demonios, artistas populares) como en forma (v.gr. visual, auditiva, táctil, olfatoria). (.,.). Las alucinaciones visuales son aparentemente más comunes en contextos culturales asiáticos, africanos y latinoamericanos. (...) Tales experiencias culturales normativas deben diferenciarse de estados psicóticos culturalmente desvalorizados en los cuales las alucinaciones están presentes"(10).

Este texto se transformó en el simple párrafo que dice que "en algunas culturas, las alucinaciones visuales o auditivas con un contenido religioso pueden ser parte normal de la experiencia religiosa (por ejemplo, ver a la Virgen María o el oír la voz de Dios)". Igual aconteció en el caso de los delirios. En vez del texto incluido de que "ideas que pueden parecer delirantes en una cultura (por ejemplo, la magia y la brujería) bien pueden ser comunes en otra", el texto sugerido por Jenkins y su grupo rezaba:

"Los delirios deben ser evaluados con referencia a sistemas de creencias culturales y religiosas. Por ejemplo, la creencia en la magia y la brujería es común transculturalmente. Debe ejercerse una precaución cuando se investigan estos dominios, porque los pacientes pueden mostrarse reluctantes a divulgar sus ideas si esperan una respuesta hostil" (10).

En suma, el DSM-IV siempre relegó a un segundo plano la idea de cómo la cultura puede estructurar los trastornos esquizofrénicos. Cuando se alude a cultura, esta aparece como creencia exótica, curiosa. Hasta el punto que existe una diferencia conceptual entre lo que los antropólogos y los psiquiatras entienden como la naturaleza de la cultura. "El proceso de escritura del DSM-IV" —concluye Jenkins — "nos provee ciertamente de un caso paradigmático para la sociología del conocimiento, en el cual las fuerzas hegemónicas de la psiquiatría biológica en ocasiones abaten las voces de los psiquiatras con orientación cultural y de los antropólogos" (10). A pesar de todo esto, Jenkins también reconoce que el DSM-IV representa un avance en la dirección correcta, a pesar de sus limitaciones.

En la literatura antropológica hay asimismo autores que expresan su descontento frente al interés de la APA de que su nosología tenga una aplicabilidad intercultural. Por ejemplo, en un reciente artículo, "¿Qué hace que Hari corra?", Michael Goddard se va lanza en ristre contra la mera posibilidad de emprender un proyecto de psiquiatría transcultural. Según él, este proyecto implicaría que son apropiadas las modificaciones operacionales de una ciencia médica que es distintivamente Occidental, en respuesta a contextos culturales no-Occidentales. Para Goddard, este no es el caso. Su razón apunta a que una investigación de las especificades culturales en el diagnóstico y el tratamiento de pacientes no-Occidentales, uno de los objetivos de la psiquiatría transcultural, simplemente deja de lado la consideración de condiciones históricas, políticas y económicas que permitieron el surgimiento del paradigma psiquiátrico y del concepto de enfermedad mental en la sociedad capitalista. Tampoco se preocupa este proyecto por analizar de forma crítica la aplicabilidad de ese paradigma y ese concepto en sociedades indígenas. Para no mencionar los impedimentos prácticos que existen en el discurrir cotidiano de la psiquiatría clínica, que no deja campo para explorar en contextos culturales distintos o en detalladas historias de vida personal. Más aún, la misma noción de síndrome cultural no sólo no escapa del etnocentrismo que pretende combatir, sino que también "implica la universalidad de la enfermedad mental como una categoría de trastorno y su fuerza crítica está orientada, presumiblemente, hacia problemas de diagnóstico, más que hacia la situación cultural, histórica y política de la misma psiquiatría" (19).

Ante esta situación, la opción que asume Goddard es pensar la "locura" en términos de una construcción social. El comportamiento atípico de su personaje central, Hari, aborigen de una sociedad de las montañas de Papua (Nueva Guinea), caracterizado por proclividad hacia la agresión y por una inescapable necesidad de correr sin pausa a todas horas, no es un caso de "esquizofrenia paranoide", como dictaminaron los psiquiatras. Hari terminó como, digamos, el "loco de la tribu", merced a una historia de vida muy particular como informante de una pareja de misioneros lingüistas del Instituto Lingüístico de Verano, aunado esto a un largo período como trabajador migrante en la ciudad lejos de los suyos y donde, según parece, sufrió de alguna enfermedad neurológica — una posible meningitis, que por lo demás hace pensar en una condición médica general — . El comportamiento diferente de Hari, su marcado individualismo y su sistema de valores distinto, terminaron por hacer de él una amenaza para su sociedad de horticultores de montaña, aborígenes que hacen de la solidaridad una idea central dentro de su modo de producción ordenado según el parentesco. Total, la locura de Hari representa la confluencia de una praxis individual y una praxis social específicas y a lo largo de un período de tiempo más o menos pronunciado.

Esto significa que su locura es una locura "construida" y en ese sentido es única, y no hay DSM-IV que pueda ayudar a entenderla. Hari, el transgresor de códigos de comportamiento básicos en su sociedad, terminó por volverse una figura mitológica, un icono, o en el sentido de Rene Girard(20), un phar-makon o "chivo expiatorio", especialmente apto para ser sacrificado en el altar del control social(19).

No hay que hacer un esfuerzo para encontrar en las ideas de Goddard una muestra del acendrado relativismo de ciertos medios antropológicos. Si nos atenemos a él, sería por entero imposible generalizar en torno a aquelloo que nuestra etnopsiquiatría llama enfermedad mental. Esta es, desde luego, otra ideología profesional de un signo distinto a la ideología profesional de la biomedicina, y por ello no menos debatible. En palabras de Byron J. Good (21), "parece ser cada vez más claro que un argumento relativista cultural puro en el estudio de la psicopatología resulta ingenuo". O en palabras de Kleinman (2), "el relativismo extremo de algunos antropólogos antipsiquiátricos es tan atrozmente ideológico como es el fundamentalismo universalista de algunos psiquiatras biológicos" .

No obstante, Goddard tiene razón en puntualizar la confluencia en la enfermedad mental de praxis personales y colectivas distintivas e históricas, como Michel Foucault(22) y varios otros tratadistas de persuasión histórica y sociológica lo han recalcado. Hecho que no quiere decir que la enfermedad mental no exista más allá de ciertas circunstancias históricas y socieoeconómicas concretas. O que sea imposible intentar generalizaciones sobre ella con una vocación universalista, libres de un acendrado reduccionismo biomédico. Después de todo, el comportamiento social disruptivo en términos de la vida individual y colectiva es señalado, estigmatizado y enfrentado por todas las sociedades humanas. Lo que sucede es que nuestra sociedad llama enfermedad mental a ciertos de estos comportamientos y condiciones existenciales, y que otras sociedades las llaman con otros términos que no implican necesariamente ese mismo concepto de enfermedad (v.gr. los paisanos de Hari se refieren a su condición como keke-lepa o longlong, que corresponde en una traducción aproximada al término inglés no médico de "crazy", "loco"). Surgen de esta manera los problemas familiares, pero muy agudos, de la traducibilidad, comparabilidad y conmensurabilidad de experiencias vitales y sistemas de representación de la realidad considerados como anormales, en oposición a aquellos considerados como normales, a través de los linderos que marcan las diferentes culturas en un mundo cada vez más interconectado (23). Asimismo, es necesario investigar cómo esos desórdenes son percibidos, experimentados y representados interculturalmente; cómo el vínculo entre el mundo personal y el mundo social "está mediado por el lenguaje, los símbolos, las jerarquías de valores y las formas estéticas que constituyen aquellos pervasivos aparatos culturales que ordenan la vida social" (2). Como lo afirma Jenkins (10), "la naturaleza de la cultura es fundamental a toda experiencia humana, no importa si es normal o si es psicopatológica. La cultura invariablemente da forma a todos los síntomas emocionales, cognoscitivos y del comportamiento que son evaluados en el encuentro diagnóstico". En estos postulados tenemos todo un programa para una psiquiatría cultural. En un registro diverso, otra diferencia en la forma corno nuestra sociedad enfrenta estos problemas es que la ciencia empíricopositiva ha postulado como hipótesis en muchos comportamientos anormales un componente de disfunción en el sistema nervioso central. Esta es una de las razones, precisamente, por las cuales la psiquiatría biomédica vuelve patológicos estos comportamientos. De paso, al hacerlo remueve de los individuos y sus familias toda "culpabilidad" y responsabilidad en la "locura". Pero es asimismo claro que por muy importantes que sean estas disfunciones neurofisiológicas, o aún las posibles lesiones neuroanatómicas implicadas, ellas no constituyen la "causa" principal de la enfermedad mental, ni tampoco debieran ser el objetivo único en su tratamiento. Para parafrasear a Marcel Mauss (24), las enfermedades mentales parecen ser un ejemplo de "fenómenos totales", caracterizados por una compleja dialéctica que involucra lo biológico, lo psicológico y lo sociocultural, todo dentro de un tejido de representaciones culturales sobre el cuerpo, la sujetividad, el género, la enfermedad, la experiencia y, en general, la realidad.

LA CLASIFICACIÓN PSIQUIÁTRICA Y LA NATURALEZA DE LAS ENFERMEDADES MENTALES

Esta característica total de los fenómenos mentales patológicos y lo difícil que resulta aprehenderlos intelectualmente, quedan expuestos en la argumentación que ofrece el DSM-IV sobre la definición de enfermedad mental(1). Lo primero que el manual ofrece es disculpas por usar el término mental, que continúa en uso en él "por no haber encontrado un sustituto apropiado". Esto porque ello puede dar pie para pensar lo mental como algo distinto de lo físico u orgánico, una expresión del "anacronismo reduccionista del dualismo mente/cuerpo", dualismo que desde luego el DSM-IV no acepta. No obstante, se sigue por reconocer que en realidad no puede lograrse una definición del concepto que especifique de manera precisa sus límites, ni siquiera que sea posible presentar una definición operacional adecuada. A pesar de esto, se siguió con el empleo de la definición de enfermedad mental ya usada en sus predecesores, el DSM-III (publicado en 1980) y el DSM-III-R:

"Cada uno de los trastornos mentales se conceptualiza como un síndrome o un patrón psicológico o de comportamiento clínicamente significativo que ocurre en un individuo y que está asociado con un estado de aflicción presente (v.gr. un síntoma de dolor) o de incapacidad (esto es, de deterioro en una o en varias áreas del funcionamiento del individuo), o con un riesgo significativamente mayor de sufrir la muerte, el dolor, la incapacidad, o una importante pérdida de la libertad. En adición, este síndrome o patrón no debe ser meramente una respuesta espera-ble y culturalmente sancionada frente a un evento particular, por ejemplo, la muerte de un ser querido. Cualquiera que sea su causa original, debe ser considerado en realidad como una manifestación de una disfunción psicológica, biológica o del comportamiento en el individuo. Ni el comportamiento desviado (v.gr. político, religioso o sexual), ni los conflictos que son primariamente entre el individuo y la sociedad, son desórdenes mentales, a menos que ese conflicto o desviación sea un síntoma de la disfunción en el individuo, tal y como ella se definió más arriba" (1).

Las consideraciones anteriores, sin duda problemáticas, dejan en claro cuatro cosas. La primera: las enfermedades mentales configuran síndromes clínicos completos, esto es, conforman entidades patológicas en las que se aunan tanto ciertos síntomas como signos de enfermedad — todo ello de conformidad con el objetivo explícito de la APA de hacer de la psiquiatría parte integral de la medicina biomédica, vigente desde 1980 con el DSM-HI (25) —. La segunda: el énfasis es en la disfuncionalidad individual, bien sea disfunción psicológica, biológica o en el comportamiento. La tercera: tal disfuncionalidad debe ser significativa desde el punto de vista médico clínico, esto es, aislable y describible por un facultativo certificado, punto de vista que es el supremo arbitro de la enfermedad mental. La cuarta: la disfuncionabilidad debe ser calibrable en términos de los peligros para la vida y la integridad del sujeto y de su cabal desenvolvimiento en sociedad, todo ello de acuerdo con un ordenamiento normativo sancionado culturalmente.

En el manual existe, entonces, una notoria preferencia por lo práctico instrumental, tanto en la tarea del diagnóstico como en la investigación empírica de los trastornos que resultaron categorizados. Por ello, los dominios que se consideraron en la toma de decisiones sobre cada una de las categorías buscan ante todo "su utilidad clínica, su conflabilidad, su validez descriptiva, el desempeño psicométrico que caracteriza a los criterios individuales, y un número de variables de validación" (1). Siempre primó un enfoque descriptivo, como intento por permanecer neutral con respecto a las diferentes teorías que existen sobre la etiología de las enfermedades mentales. Este último punto de la neutralidad descriptiva, libre de sesgos teóricos o culturales, bien merece algunas observaciones.

En una bella pieza, Jorge Luis Borges nos informa que en cierta enciclopedia china titulada Emporio celestial de conocimientos benévolos, se topó con una clasificación de los animales en: "a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, 1) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas" (26).

El punto de Borges es que no existe una clasificación perfecta, ni única, y que en esencia toda clasificación, como la de esta enciclopedia, por disparatada que parezca es posible. Y es posible, como opina Foucault (27), simplemente porque la lista a, b, c, d, ... n, hace aparecer a todas las categorías como pertenecientes a una misma serie, las pone en un mismo plano. Además, toda clasificación es, a lo sumo, provisional y todo sistema clasificatorio genera sus propias anomalías y ambigüedades (28). "Notoriamente no hay clasificación del universo" — concluye Borges— "que no sea arbitraria y conjetural" (26).

No es ninguna coincidencia que varios autores, entre ellos Foucault (27), hayan apelado a la misma cita de Borges para ilustrar los dilemas que el "pensamiento clasificatorio", inspirado en la clasificación de las especies vegetales de Linneo, ha planteado en la trayectoria del pensamiento humano. En el caso de la psiquiatría, uno de los primeros psiquiatras experimentales, Emil Kraepelin (1856-1926), es acreditado como el máximo exponente de esta forma de pensar, en virtud de su ordenamiento del campo de fenómenos de la patología psiquiátrica, antes bien caótico, en un todo sistemático. La nosografía kraepeliana pretendía lograr una descripción objetiva de la realidad: las enfermedades mentales, al igual que las especies naturales, existen como entidades perfectas, cerradas en sí mismas, delimitables, y por lo tanto, se pueden incluir en un espacio clasificatorio homogéneo. Paso que después de muchos años probaría una pertinencia insospechada. Y es que delimitaciones como las propuestas por Kraepelin, por ejemplo entre lo que él llamaba "demencia precoz" (esquizofrenia) y enfermedad maníaco-depresiva, mostraron su valor con los avances posteriores en el terreno de la investigación psicofarmacológica. De esta manera, el proceso de clasificación, donde se privilegia la mirada sobre los otros sentidos, y de ahí el énfasis en la observación de los síntomas patológicos, se asume que refleja de forma unívoca un orden implícito en la naturaleza. Orden que se puede descubrir clasificatoriamente, aunque no se conozcan muy bien los procesos etiológicos responsables de su aparición. Esta última aseveración sobre la ignorancia psiquiátrica de la etiología de los objetos de su discurrir es aún válida, no obstante las hipótesis neurofisiológicas o neuroanatómicas que las modernas neurociencias plantean como posibles explicaciones causales de muchos de los desórdenes mentales.

A pesar de su gran influencia, sobre todo en la llamada "psiquiatría de asilo", el sistema kraepeliano no tenía el predominio en el medio psiquiátrico de los Estados Unidos con posterioridad a la II Guerra Mundial. Y es que con la publicación en 1951 del DSM-I, heredero de la psiquiatría militar, el sistema kraepeliano tenía enfrente un formidable oponente: el modelo psicodinámico de Sigmund Freud y sus interpretes. En efecto, el freudismo, coligado con ciertas tendencias en la sociología médica y la psicobiología de Adolf Meyer, empezó desde entonces a dominar ia psiquiatría de ese país hasta bien entrada la década de 1970 (6,25).

Como se sabe, para Freud y los suyos el interés se enfoca en la precisión de los fenómenos del psiquismo profundo, del inconsciente, conformados durante las experiencias vividas en los primeros estadios del desarrollo del sujeto, y considerados como los responsables últimos de la patología y el malestar psicológico y existencial. Su interés no está, por tanto, en clasificar los síntomas (o los síndromes) sino en entender los procesos psicológicos, y en cierta medida los socioculturales, responsables de la aparición de esos síntomas. Todo esto sobre la base de una distinción fundamental entre los trastornos psicóticos, situados en general por fuera del campo de aplicación de la técnica terapéutica propuesta por Freud, el psicoanálisis, y los trastornos neuróticos, que constituyen la preocupación curativa fundamental de este último. Los primeros trastornos nos acercan, en un continuo, a las esquizofrenias, a la psicosis maníaco depresiva, y a las demás formas de enfermedad mental más inquietantes desde la perspectiva del ordenamiento social. Característicamente, los trastornos neuróticos, nos llevan hacia lo que comúnmente conocemos como "normalidad", y que por ello no dejan de perturbar y llenar de sombras la vida de sus sufrientes.

No obstante esa predominancia de la teoría psicoanalítica, los últimos veinte años mostraron un extraordinario cambio de paradigma en la psiquiatría de los Estados Unidos (y de Europa). De un interés por este discurso, se volvió a un interés por la biología del sistema nervioso central. De enfocar los procesos psicológicos, se tornó a la clasificación según síntomas. De considerar en un plano central los problemas del afecto y su economía, los fenómenos de la cognición reencontraron interés. Del énfasis en la psiquiatría comunitaria y en formas menos opresivas de internamiento psiquiátrico, se saltó a la investigación biológica y al tratamiento psicofarmacológico. Se trata, según Byron J. Good(21), de la renovada irrupción en la psiquiatría de un movimiento neo-kraepeliano, que surgió en medio de un fuerte sentimiento anticlasificatorio y en un clima de crítica al proceso diagnóstico. Para Good, el resultado de esta irrupción, aunada a significativos avances en la investigación neurobiológica, ha sido una reconceptualización total de la psicopatología que se expresa en el DSM-IV. El paradigma vigente tiene varias características, que hablan de su origen en Kraepelin y su escuela:

«Primera, la atención se enfoca en categorías de trastorno, más que en el nivel de la aflicción, y las enfermedades psiquiátricas se consideran como discretas y heterogéneas, esto es, como que no se superponen y son distinguibles (...). Segunda, los criterios de las categorías se asumen como síntomas (esto es, marcadores positivos que pueden ser explicitados de forma confiable), más que como etiológicos. Tercera, el programa central de la investigación psiquiátrica enfatiza la identificación de la psicopatología distintiva, la trayectoria, y las formas de tratamiento efectivas características de cada grupo diagnóstico. Cuarta, se hacen esfuerzos para extender esta conceptualización desde las enfermedades mentales más importantes (esquizofrenia, depresión, trastorno bipolar), hasta todos los fenómenos psiquiátricos (somatización, ansiedad generalizada, agorafobia, abuso de drogas, trastornos de personalidad). Y finalmente, la investigación adicional se orienta hacia la conceptualización e identificación de los rasgos distintivos de las categorías diagnósticas en términos neurofisiológicos, cognoscitivos, psicodinámicos y sociales, así como en el desarrollo de teorías integradoras» (21}.

No debe creerse que este cambio de paradigmas que de forma usual se asocia con la publicación del DSM-III, obedeció a meras disputas científicas en torno a la verdad de las enfermedades mentales. Creer que ello fue así, implica pasar por alto las enseñanzas de Thomas S. Kuhn sobre el cambio en las teorías y en los paradigmas científicos(29). Porque es que el modelo psicosocial de inspiración psicodinámica que dominaba en la psiquiatría de los Estados Unidos desde la segunda postguerra, había generado una pesada atmósfera de descreimiento y de falta de seriedad ante las agencias del gobierno federal encargadas de la prestación de servicios de salud y la financiación de la investigación. El epítome de tal descreimiento fue la prerrogativa de las compañías privadas administradoras de los fondos para la salud. En palabras de Mitchell Wilson, esta psiquiatría "era percibida tanto por el Gobierno federal como por las compañías de seguros privadas como un «barril sin fondo» — consumidora voraz de recursos y dólares de los planes de salud — por cuanto sus métodos de evaluación y de tratamiento eran demasiado fluidos y poco sistematizados" (25).

Resulta claro que un interés adicional del movimiento neo-kraepelia-no en la psiquiatría contemporánea es su realinderamiento dentro del curso de la biomedicina. Rumbo perdido, según sus defensores, por el anterior dominio del psicoanálisis. El asiento natural de la enfermedad mental vuelve al ser el cuerpo, el organismo físico. Un cuerpo enfermo, sujeto de una manipulación médica muy especial mediada por un orden taxonómico, nocional, que crea sus objetos a medida que los identifica en la clasificación. La nosografía, por tanto, se transforma en herramienta que distingue el sano del enfermo mental. Y funge, además, como principio de demarcación que separa el objeto válido de los quehaceres psiquiátricos de aquello por fuera del campo de su interés. Problema de demarcación que, desde luego, es central en la discusión del empiricismo analítico en torno a los postulados científicos, en oposición a aquellos postulados metafísicos y por tanto no válidos para la actividad de la ciencia empírico-positiva (30). Y es que, hay que decirlo, el empirismo analítico es la filosofía de la ciencia de la psiquiatría biomédica neo-kraepeliana.

Como una consideración adicional, recientemente el notable neuro-científico Eric R. Kandel ha tratado de tender puentes entre la psiquiatría psicodinámica y la psiquiatría biomédica. En un par de aclamados y polémicos artículos en el American Journal ofPsychiatry, Kandel sostiene que el pensamiento psicoanalítico ganaría si se reconciliara con la moderna investigación biológica cerebral. Su punto de partida es el reconocimiento de que "la cura por la palabra" es "efectiva y genera transformaciones de largo aliento en el comportamiento, presumiblemente gracias al aprendizaje que desencadena cambios en la expresión de los genes que alteran la intensidad de las conexiones sinápticas, así como cambios estructurales que alteran el patrón anatómico de las interconexiones entre las células nerviosas y el cerebro" (31). Después de todo, argumenta Kandel, el psicoanálisis es "la perspectiva más coherente e intelectualmente más satisfactoria de la mente" (32). Por ello, el psicoanálisis tendrá su lugar en la moderna ciencia de la mente, al lado de la neurobiología y la psicología cognitiva. Está por verse si esta aproximación sintética entre dos estilos diferentes de pensamiento tiene futuro —o si los respectivos seguidores se muestran conformes con estas propuestas, que en todo caso, para el presente autor, merecen ser tomadas muy en serio.

Con el paradigma neo-kraepeliano en posición segura, queda bien demarcado el campo de argumentación sobre la naturaleza de las enfermedades mentales. En un extremo, una posición organicista y objetivante preconiza la materialidad empírica de la enfermedad mental, y por ello enfatiza su realidad ontológica. Una realidad ontológica independiente, que de suyo amerita un discurso especializado, el de la psiquiatría clínica, sobre la objetividad "reificada" de la enfermedad mental — en el sentido que le da a la noción de reificación Georg Lukács (33) —. Desde esta postura, el debate se desplaza hasta el límite que considera la enfermedad mental como un producto, el resultado de unas construcciones culturales e históricas que hacen de su definición ante todo un problema epistemológico. En palabras de Néstor Braunstein(34), un psicoanalista, "las «enfermedades mentales» sólo existen en el espacio clasificatorio y, desde él, irradian hacia los sujetos-soportes y agentes de la psiquiatría y hacia los referentes, llamados pacientes, que habrán de incluirse en tal espacio. Que no se entienda mal. Se dijo que las «enfermedades mentales» existen en el espacio clasificatorio. No que no existen. Su materialidad es simbólica. Existen a través de sus efectos". Y en el extremo (extremo, vale añadir), la enfermedad mental ya no existe del todo. Es apenas un "mito", para usar la expresión de Thomas Szasz (35), una (mala) metáfora para referirse a problemas matrimoniales, habitacionales, profesionales, sexuales, etc., de personas que son tratadas como "pacientes" sin su aquiescencia y sometidas a un confinamiento hospitalario involuntario.

POSICIONES ENCONTRADAS

No obstante los esfuerzos del DSM-IV, la discusión sobre la naturaleza de las enfermedades mentales se encuentra pues aún polarizada en dos bandos. El primero, agrupa a los partidarios de enfrentar el estudio de las enfermedades mentales desde el punto de vista de las ciencias naturales. Las enfermedades mentales son realidades esencialmente biológicas, y la investigación debe estar orientada a desentrañar los numerosos misterios que todavía encierra el funcionamiento del sistema nervioso central de los seres humanos. En el segundo se encuentran quienes buscan entender la enfermedad mental como el resultado de una construcción social. Quienes se vinculan a esta opinión son proclives a investigar las condiciones sociales y culturales que hacen posible la génesis de las enfermedades mentales, y por tanto, a estudiar la historicidad de la misma noción de enfermedad mental (véase un ejemplo reciente en la referencia 36). Y no es para sorprenderse que en el primero de los bandos la mayoría de las huestes sean reclutadas de las ciencias naturales, y en particular de la biomedicina, mientras que en el rival los ejércitos están conformados por sociólogos, antropólogos e historiadores de la psiquiatría, principalmente.

En un trabajo todavía fresco, Len Bowers (37) acepta el debate que a la psiquiatría biomédica le plantea la posición en torno a la construcción social de la enfermedad mental. Después de una aventura intelectual por el campo de los antropólogos radicales que trabajan en la enfermedad mental, de los historiadores de la psiquiatría que siguen las enseñanzas, entre otros Michel Foucault, del movimiento antipsiquiátrico, en fin, de todos aquellos dados a relativizar cualquier intento de unlversalizar las conclusiones de la investigación neurocientífica con argumentos de corte intercultural, Bowers concede que la posición constructivista tiene ciertos argumentos a su favor. Sin embargo, estos argumentos son de lejos, según él, eclipsados por los argumentos en contra de su caso. Veamos primero estos últimos.

Ninguna evidencia a favor de fuerzas, factores o definiciones sociales y culturales de la enfermedad mental desecha la posibilidad de encontrar eventualmente causas de tipo fisiológico para muchas de ellas. Aún si se admite que lo determinante en los trastornos mentales es lo social, ello tampoco significa que lo social sea irreconciliable con lo fisiológico. Lo que sucede es que muchas de estas explicaciones que buscan hacer de la enfermedad mental un asunto social, histórica y culturalmente relativo, contienen un punto de vista moral y político más que un punto de vista teórico enfrente del fenómeno. En otras palabras, el programa de los constructivistas no es tanto un programa de investigación empírica, cuanto un programa de crítica política y moral de la psiquiatría biomédica. Y esta crítica, como crítica, es en sí misma válida.

Con todo, la investigación empírica que adelanta la psiquiatría biomédica es importante. Ella contribuye a ayudar con cada vez mejores psicofármacos, por ejemplo, a muchísimas personas en todo el mundo afectadas con sufrimiento, estigma y dolor que conlleva la enfermedad mental. La psiquiatría, en pocas palabras, no conforma una especie de "fuerza policial" camuflada o algo así, empeñada en una suerte de complot represor de la diferencia o la disidencia, y por lo tanto homogenizadora de costumbres, de modos de ser y sentir, o de sistemas ideológicos. Aunque en ocasiones ha llegado a ser precisamente eso, y ésto en medios políticos y sociales completamente disímiles. Así fue en Argentina o en Brasil de recientes dictaduras militares. O en la antigua Unión Soviética, cuando la disidencia política fue transformada por el régimen en enfermedad mental. Además, bien puede ser que la psiquiatría caiga en un papel de "ingeniería social", preocupada con la mera readaptación y reasimilación de los sufrientes a la división social del trabajo, y con la medicalización de ciertos dramas concurrentes con la condición humana o las realidades sociales y políticas vigentes —y aquí conviene recordar las críticas al "trastorno de estrés post-traumáti-co", como un intento de soslayar médicamente el sufrimiento y el dolor humanos que surgen de factores situados más allá de la medicina (38) —.

Veamos ahora los argumentos a favor del caso de los constructivistas. Hay un sentido directo en el cual la enfermedad mental sí es el producto de una construcción social: la enfermedad mental es abocada nominalmente, desde la palabra, por los seres humanos, y en ese sentido está inmersa en los "juegos de lenguaje" que según el segundo Wittgenstein permiten a los seres humanos hablar sobre el mundo. El problema entonces se convierte en el de evaluar qué tan bien nuestro lenguaje "se corresponde con las realidades del mundo y qué tanto podemos lograr de forma efectiva con las herramientas que él nos provee" (37).

Más importante todavía, la enfermedad mental está determinada desde lo social en la medida en que ella puede ser modificada por las creencias y las acciones de los sufrientes y de aquellos que los rodean. Porque resulta poco controvertible que los sufrientes interpretan su propia experiencia de trastorno mental, tratan de "domesticarla" con el recurso del relato, de la palabra, para apropiársela, para incorporarla y aprender a convivir con ella —como lo enseñan los importantes desarrollos recientes en el campo de la psiquiatría cultural y sus nuevos énfasis en el estudio de las narrativas personales de la enfermedad mental — . En este orden de ideas, la noción de "paciente" es errada en el caso de muchos sufrientes. Ellos y ellas distan de ser meros espectadores pasivos de sus aflicciones, sólo víctimas resignadas e inmóviles en su condición, esperando la palabra y la acción médica que los redima de su encrucijada. Por el contrario, muchos entran en todo tipo de "circuitos sociales de curación", en los cuales el mismo tratamiento clínico psiquiátrico queda atrapado. Y el elemento ritual es una instancia fundamental de estos circuitos, en la medida en que aporta a muchos de ellos y ellas la idea de que es posible manipular creativamente y a su gusto una situación ante la cual la biomedicina no les ofrece una "cura" definitiva. Sin embargo, es también cierto que muchos sufrientes terminan cómodamente instalados en su condición psiquiátrica, esto es, se convierten en verdaderos pacientes, hasta el punto que la misma enfermedad parece ser una forma de "elección" que les permite colocarse en un mundo "distinto" al que dejaron antes de iniciar su "carrera moral", para usar un término de Ervin Goffman(39), como enfermos mentales —un mundo "de origen" que les causa el sufrimiento que ellos y ellas quieren dejar atrás —. Para muchas personas la enfermedad mental termina pues transformada en una situación funcional para sus vidas y con un cierto valor "adaptativo" frente a la vida, aunque suene extraño este término.

En un reciente editorial del American Journal of Psychiatry, Gary J. Tucker reconoce este último punto (40). Para Tucker, el hacer del DSM-IV la meta actual de la clínica psiquiátrica "podría estar arruinando la esencia de la psiquiatría". En consecuencia, su llamado es para que las voces de los sufrientes, sus narrativas de enfermedad, sean más escuchadas. Se hace necesario, por tanto, reintroducir la empatia como la clave para entender al enfermo. "Así" — concluye Tucker—, "ha llegado la hora de combinar la psiquiatría empírica del DSM-IV con la historia de vida y la observación real del paciente. Tanto la una como la otra deben ser incluidas en nuestro proceso de diagnóstico. Y ambas son necesarias en el cuidado efectivo del paciente, que es de lo que en últimas se trata".

Pero hay otro sentido que atestigua esa dimensión social de toda enfermedad mental. Este tiene que ver con el hecho de que sólo es posible la identificación y la determinación de la enfermedad mental con base en criterios sociales. En palabras de Bowers, "la enfermedad mental se muestra a través de las acciones y el comportamiento. Sólo en muy pocos casos, criterios de tipo fisiológico terminan por utilizarse en la realidad. Aún en aquellas situaciones en las cuales la diferencia fisiológica está o puede estar presente, el juicio sobre la anormalidad [mental] se hace sobre la base del comportamiento. (...) En gran medida, la estructura y la función del cerebro sólo pueden determinarse desde la actividad social. (...) Las decisiones en torno a la enfermedad mental son todavía hechas desde el terreno de lo social, y por tanto, lo que entra en juego en esas decisiones son cuestiones morales y no cuestiones relativas al mal funcionamiento fisiológico que puedan llegar a ser descubiertas" (37).

Empero, quizá la principal conclusión que quiero proponer es la de que tanto el bando de los naturalistas como el de los constructivistas debieran tener un poco más de modestia ante la enfermedad mental. Y ante los enfermos mentales. Simplemente, son muchos los misterios, las preguntas, las dificultades conceptuales, las posibles arenas para el debate que plantea la enfermedad mental. Ella existe, sí. Lo sabemos. Ella ha existido antes, con una cierta independencia de consideraciones históricas y culturales específicas. Consideraciones que, además, en un momento histórico dado saltaron a un primer plano. Pero distamos mucho en realidad de comprender qué es lo que pasa en los desórdenes mentales. Así pues, el escenario de la "locura" es un escenario de apasionada y fascinante discusión. Es un escenario situado en la frontera del conocimiento humano. Porque, qué duda cabe que en el inmediato futuro el cerebro humano y sus padecimientos será otro "Nuevo Mundo", a la espera de ser explorado en toda su inmensa vastedad.

AGRADECIMIENTOS

El presente escrito forma parte de la investigación financiada por Colciencias y la División de Investigaciones, sede Bogotá, de la Universidad Nacional de Colombia, titulada "La violencia simbólica y la enfermedad mental: un enfoque etnopsiquiátrico". En la investigación participó la Dra. Elena Martín. Una versión resumida fue presentada como ponencia dentro de los marcos del XXXVIII Congreso Nacional de Psiquiatría (Medellín, octubre de 1999). Agradezco a mis colegas docentes del Departamento de Psiquiatría, Facultad de Medicina, de la Universidad Nacional de Colombia, por su apoyo y guía, así como a los médicos residentes que entre 1996 y 1998 trabajaron conmigo en el proyecto. Agradezco también a José Gutiérrez y a Fabricio Cabrera por la lectura y comentarios críticos a versiones previas del texto de la investigación en la que se basa este artículo. Todo error que aún contenga es por entero de mi propia responsabilidad.

COMENTARIOS

*. Como se aprecia, he preferido traducir «culture-bound syndromes» como «síndromes psiquiátricos culturales» (y no como «síndromes relacionados con la cultura»), en consonancia con la propuesta, acertada en mi criterio, de Levine y Gaw de «culture-specific syndromes». Por lo demás, también he preferido mi propia traducción de ia definición de estos síndromes que aparece en el DSM-IV puesto que considero que la publicación española con la traducción del manual contiene serias imprecisiones.

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