Introducción
En 2002, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional definió el fenómeno de la desaparición forzada como "la aprehensión, la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia".1 La diferencia con el secuestro simple radica en que muchas veces estas víctimas terminan siendo asesinadas, y así se incrementa la incertidumbre de sus allegados con respecto al destino final de los cuerpos.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) de México "documenta 27.243 desaparecidos y de ellos 2.443 tienen indicios de desaparición forzada con participación del Estado. Amnistía Internacional refiere una cifra de alrededor de 27 mil desaparecidos [...], principalmente entre 2012 y 2014".2 En lo que refiere a Colombia, un informe divulgado el 22 de febrero de 2018 por el equipo del Observatorio de Memoria y Conflicto (OMC) del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), dio a conocer que, entre 1958 y 2017, 82 998 personas habían sido víctimas de desaparición forzada.3
Estas estadísticas, aunque aterradoras y desconcertantes, "muy seguramente sin pretenderlo, dejan por fuera el drama individual para hacerlo cuantitativo".4 Es tal vez ese salto de lo cuantitativo a lo cualitativo lo que ofrece el discurso literario hispanoamericano del siglo XX y lo que va del siglo XXI cuando de testimoniar la violencia se trata. Por ejemplo, resulta significativa la manera en que los escritores mexicanos se acercan a eventos traumáticos de su realidad nacional como la Revolución mexicana, la guerra cristera, la masacre de estudiantes en la plaza de Tlatelolco y, recientemente, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Aunque la violencia es un tema recurrente en la tradición literaria mexicana, principalmente en las novelas que examinan la construcción nacional posterior a los eventos revolucionarios, tampoco se pueden olvidar las voces que desde el lugar de la poesía proponen una visión crítica de los hechos. En este sentido, y por citar solo un caso, Malva Flores recuerda la importancia que los sucesos de Tlatelolco tuvieron en las antologías poéticas publicadas posteriormente: "el 'campo magnético' que fue el 68 se volvió un punto de referencia ineludible para el grupo de poetas que conforman la 'generación del desencanto' y cuyas fechas de nacimiento abarcan la década de los cuarenta y el primer lustro de la siguiente".5
En Colombia, tras la firma del acuerdo de paz de 2016 entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y el debate que dicho acuerdo suscitó alrededor de cuál debía ser la función del arte y la literatura en contextos de conflicto, posacuerdo y posconflicto,6 la relación entre literatura, cultura y sociedad ha ido ocupando mayor espacio en la agenda de más de un académico del país. Parte de esa discusión se ha dado en torno a "la atención aparentemente excesiva que tanto la crítica literaria como el mercado le [estaban dando] a la narrativa, en comparación con otros géneros literarios como el teatro o la poesía, en estos procesos de reconfiguración histórica, política y cultural del país".7
En este artículo, se analizan dos producciones poéticas recientes que, desde el contexto mexicano y colombiano, respectivamente, abordan la desaparición forzada.8 En ambos casos, se examina la experimentación formal y su hibridez genérica: en la obra del mexicano, se atiende a la construcción del poema extenso moderno y en la del colombiano se profundiza en la relación entre la forma lírica y la forma epistolar. Mientras que en el poema de Bojórquez se trata un evento histórico particular, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, en el poemario de Yezzed no hay una construcción espaciotemporal restringida. Lo que sí resulta ser transversal en ambos análisis es el estudio de los procesos memorísticos alrededor de la desaparición forzada y cómo cuestionan o complementan los relatos oficiales para incorporar voces, relatos y espacios que solo en la creación poética podrían tener lugar.
Del Mictlán a Ayotzinapa
En 2016, el escritor mexicano Mario Bojórquez publicó su libro Memorial de Ayotzinapa, en el que recuperó los sucesos ocurridos entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014 en el municipio de Iguala de la Independencia, ubicado en el estado de Guerrero, al sur de México. En la desaparición forzada de los cuarenta y tres normalistas pertenecientes a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos participaron fuerzas del Estado coludidas con organizaciones narcotraficantes.9 Este doloroso evento tuvo una gran repercusión en los diferentes sectores de la sociedad civil y una significativa difusión en los medios de comunicación locales e internacionales, pues representó la constatación de una amplia historia de represión y violencia contra las distintas comunidades y colectivos opositores a los grupos de poder10 tanto institucionales como criminales. Sin embargo, la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa fue solo la punta del iceberg, pues el despliegue brutal y reprochable de los agentes federales y municipales, los dirigentes políticos de la región y el crimen organizado se materializó en un "operativo que duró cinco horas, en 10 lugares diferentes con disparos de armas de fuego, 180 víctimas -entre ellas 43 desaparecidos, seis asesinados, uno bajo torturas, decenas de heridos, uno de ellos en coma, y cerca de cien supervivientes de ataques-".11
El libro de Bojórquez está dividido en dos secciones: la primera mitad está compuesta de 43 estrofas, ordenadas con números romanos, que en su conjunto constituyen un poema extenso; la segunda mitad está antecedida por el subtítulo "Cuaderno de perdedores" que contiene siete poemas independientes. En este artículo, trataremos la primera parte del libro, pues la estructura formal y temática de la obra manifiesta una clara reconstrucción poética de la masacre de Ayotzinapa.
El título del libro, Memorial de Ayotzinapa, propone en su mismo enunciado tres niveles de lectura desde los cuales interpretar el poema, a saber: el lugar físico, la construcción textual y la recuperación del pasado. Sin duda, el texto nos sitúa en una población específica del sur de México, Ayotzinapa, el "lugar de las tortugas" en náhuatl, región en la que se crearon las escuelas rurales para la formación de los campesinos en la Revolución mexicana; lugar de nacimiento de importantes líderes agrarios como Lucio Cabañas, símbolo de las luchas guerrilleras en la década de 1970,12 y a su vez territorio donde se proclamó con el Plan de Iguala la definitiva independencia de México. Es decir, lugar de origen y construcción de la identidad nacional, tanto independentista como revolucionaria. Como indica Pierre Nora, los memoriales, una vez convertidos en sitios vinculados con la muerte, buscan también preservar el recuerdo de los fallecidos ante las fuerzas del tiempo y el olvido:
Lugares entonces, pero lugares mixtos, híbridos y mutantes, íntimamente tramados de vida y de muerte, de tiempo y de eternidad, en un espiral de lo colectivo y lo individual, lo prosaico y lo sagrado, lo inmutable y lo móvil. [...] Pues, si bien es cierto que la razón de ser fundamental de un lugar de memoria es detener el tiempo, bloquear el trabajo del olvido, fijar un estado de cosas, inmortalizar la muerte, materializar lo inmaterial para -el oro es la única memoria del dinero- encerrar el máximo de sentidos en el mínimo de signos, está claro, y es lo que los vuelve apasionantes, que los lugares de memoria no viven sino por su aptitud para la metamorfosis, en el incesante resurgimiento de sus significaciones y la arborescencia imprevisible de sus ramificaciones.13
El poema, entonces, se configura como lugar y espacio14 del acto violento: como lugar que conmemora la muerte de los normalistas y propone otra lectura del mapa histórico del estado de Guerrero que al relato independentista y revolucionario suma las luchas estudiantiles en el siglo XXI y, a su vez, como espacio textual, cambiante y dinámico, el cual no solo resguarda, sino que también construye la memoria de la masacre. A la desaparición del cuerpo perpetrada por los victimarios, se opone la recuperación simbólica en la escritura del sufrimiento de las víctimas.
Precisamente, el poema de largo aliento se construye como un espacio textual aglutinante, que reúne distintas expresiones artísticas, géneros literarios, formas discursivas y puntos de vista en torno a un tema o preocupación común.15 Así pues, el poema extenso rompe con las convenciones genéricas tradicionales, "pudiendo ser clasificado como 'forma especial' o 'impura' por distar de la clásica estructura y extensión del género instituidas".16 Es la hibridez genérica de esta práctica literaria la que obliga al lector a recorrer Memorial de Ayotzinapa desde una mirada estereoscópica17 que permita relacionar desde una comprensión abarcadora la pluralidad de elementos que se encuentran en tensión en el texto. Por ejemplo, el poema inicia con un extracto del Códice Florentino, en el que se cuenta el viaje de Quetzalcóatl, benefactor de los hombres y una de las deidades más importantes de los mexicas, al Mictlán, inframundo de la cultura indígena mesoamericana, donde otorga existencia a la raza humana moliendo los huesos preciosos y regándolos con la sangre de su miembro.18 Es un acto creador de vida que también se comprende como un principio de muerte, al vincular en el poema la imagen de los huesos triturados por Quetzalcóatl en el mismo campo semántico de los cuerpos carbonizados de los normalistas.19 Dice Memorial de Ayotzinapa:
Los huesos serán molidos y quemados los huesos
los huesos triturarán
con pesadas
piedras de moler
los huesos serán polvo
tatemado
y al aire ensuciará
su humo y su tristeza
-eso decía mi nahual en mi mente-.20
La imagen conjunta de la vida y de la muerte acompaña el recorrido del sujeto poético hacia y por el Mictlán que, además del inframundo prehispánico, representa la región de Iguala donde fueron perseguidos y asesinados los normalistas. Esta dinámica especular en la configuración del espacio conlleva la aparición de diferentes deixis y, por tanto, la representación de una suerte de metamorfosis o desdoblamiento del sujeto enunciante y del sujeto enunciado en el poema, en que el primero representa la figura tripartita de Quetzalcóatl, el testigo y la víctima, mientras que el segundo se asume como nahual,21 interlocutor y victimario, desde instancias de acción y enunciación particulares que van cambiando y remplazándose a lo largo del texto.22
En un primer momento, el sujeto poético es guiado por su nahual en su recorrido hacia el Mictlán, "lugar temible / a donde van a dar / las inocentes almas".23 El viaje descendente propone un desplazamiento desde el acto creador de vida, como tarea del dios prehispánico, "Junta los huesos y en un barreño / muele los huesos / para que los hombres puedan vivir",24 hacia la materialización de la muerte con la imagen de la masacre estudiantil, que Quetzalcóatl observa como testigo y, posteriormente, como víctima de la represión policial:
Me dijo mi nahual:
No te aflijas con eso
toma a 43 surianos
del "río de las calabacitas"
y condúcelos a "donde serena la noche"
Ahí morirás para que todos vivan.25
Así pues, el sujeto poético sobrelleva una suerte de metamorfosis, entendida como transformación, mas no como sustitución, pues se aleja de su naturaleza divina, como dador de vida y testigo externo del asesinato de los normalistas, para convertirse en uno de los jóvenes torturados y asesinados, en particular, en el normalista desollado,26 que denuncia la brutalidad policial y el anonimato de los muertos ante la condición colectiva de la masacre:
Éramos -le dije a mi nahual-
43 los del "río de las calabacitas"
Y yo, pero yo no cuento ni tu tampoco
éramos, entonces, 43
los que cruzamos la noche.27
Sin embargo, no solo el sujeto enunciante se transforma en el texto, también la figura y el rol del nahual sufre importantes cambios a medida que el viaje avanza y este desciende a los peores rincones del inframundo, donde el ejercicio del poder institucional sobresale por su irracionalidad y violencia. La función de guía e interlocutor del nahual en el camino al Mictlán cambia para evidenciar la crudeza de la represión policial. Primero, el nahual asume la figura de victimario que golpea a los normalistas, como un participante más del macabro espectáculo de la muerte: "Pensé -es mi nahual- / y sí era pero también era el que me estaba pateando las costillas".28 Posteriormente, se convierte en uno de los supervivientes que, silencioso y atormentado, debe arrojar los restos carbonizados de sus compañeros en el basurero de Cocula, para declarar finalmente a Quetzalcóatl la imposibilidad de la vida humana:
Recogimos los huesos preciosos
arrancándolos a los matones
que ordenadamente los molían con una piedra bola de río
hicimos un atado con ellos
Ya no te rajes el miembro -me dijo mi nahual-
Esas son pendejadas.29
Memorial de Ayotzinapa se configura como una propuesta memorística que resiste a los olvidos y las negaciones de los discursos oficiales, los cuales tienen como propósito construir una versión definitiva y falseada de la masacre de los normalistas. En este sentido, Elizabeth Jelin señala que "las borraduras y olvidos pueden también ser producto de una voluntad o política de olvido y silencio por parte de actores que elaboran estrategias para ocultar y destruir pruebas y rastros, impidiendo así recuperaciones de memorias en el futuro".30
El poema de Bojórquez es un relato alternativo que rescata algunos testimonios, videos, notas periodísticas, conferencias de prensa, entre otras fuentes documentales que reconstruyen la masacre estudiantil, y que presentan las narraciones y reflexiones de los sobrevivientes y los familiares de las víctimas, alejadas de las restricciones del discurso oficial. Sin embargo, el texto no pretende construir y afirmar una "versión única y veraz" del suceso, pues la creación poética no debe responder de la misma manera a los principios de referencialidad y validación de otras formas de escritura no ficcionales o testimoniales.31 Por el contrario, el ejercicio de escritura propone una apertura no solo creativa, sino también discursiva de las posibilidades del testimonio y la memoria, que se desplazan libremente entre lo factual y lo ficcional, para mantener vigente una memoria colectiva del suceso como espacio de lucha política, resistencia y recordatorio para la no repetición.32 En Memorial de Ayotzinapa, por ejemplo, se reconstruye la imagen del ataque armado contra los estudiantes, al incorporar los nombres de algunos grupos criminales implicados en el suceso:
Un quinto autobús cruza el desierto callejón
Son los Rojos contra Guerreros unidos
Solo se oye el estruendo de la metralla
Banderas de media asta
Trapos sucios que no representan a nadie
Estoy ondeando mi miedo en el aire mugroso.33
El poema menciona el quinto autobús donde se movilizaban los estudiantes, dato que en un inicio no figuraba en los relatos y documentos oficiales de la masacre, hasta que algunos periodistas revelaron su existencia a partir de sus conversaciones con supervivientes y familiares de las víctimas.34 Asimismo, la obra refiere dos grupos criminales, Los Rojos y Guerreros Unidos, que mantenían continuos enfrentamientos por el dominio armado y el tráfico de narcóticos en el estado de Guerrero.35 Lo anterior da cuenta de la manera en que Bojórquez retoma elementos documentales para construir poéticamente la masacre de los normalistas, y así mostrar que el texto no se preocupa por la "veracidad" de las situaciones presentadas, sino por la profunda expresión del sufrimiento y la desolación humana. En el poema, la bandera mexicana no es el símbolo de una identidad nacional compartida ("Trapos sucios que no representan a nadie"); ahora es la imagen de la muerte y la corrupción de todo lo humano. Más adelante, la experiencia del terror se deposita en la voz del sujeto poético, que se asume como víctima y testigo del acto violento:
¿Quién manda? Pregunté -Nada, no hubo respuesta
¿Quién manda? Volví a preguntar
y solo escuché el balazo contra los cristales de la muerte
Me puse a pensar, quizá ya estamos muertos, quizá ya
caímos en la fosa
Le dije a los 43 surianos
-Ese muchacho necesita una ambulancia-
pero ya nadie me oía, ni yo me oía
¿ya estaríamos muertos cuando pensé todo eso?36
El tono conversacional y prosaico configura un ejercicio memorístico en el que el sujeto poético presenta su testimonio íntimo y vivencial de la masacre, a la manera de un relato in situ que manifiesta la desesperanza y el dolor de los normalistas. Si bien atendemos a una construcción artística que no puede constatarse rigurosamente a partir de situaciones y acontecimientos referenciales, el poema apuesta por la creación de una memoria sin censuras ni restricciones. Dicho de otro modo, la obra presenta voces, miradas y reflexiones imposibles de incluir en el documento oficial, ya sea por las decisiones políticas que conforman la escritura de una historia institucional, ya sea por la imposibilidad material de rescatar la expresión de los fallecidos. Precisamente, este último aspecto es uno de los más importantes del extenso poema: dar voz a los que ya no pueden emitirla. A su vez, en Memorial de Ayotzinapa, se denuncia la participación de algunos dirigentes políticos en la desaparición forzada de los estudiantes como una manera de preservar, mediante la escritura poética, la infamia de sus acciones.
Cuando llegues ahí
-Me dijo mi nahual-
habrá fiesta en el lugar oscuro
procura que no te vean llegar
o te mandarán a sus perros
el Señor y la Señora
Abarca
con tus ojos lo que puedan ver
Abarco con tus ojos
la pareja Abarca
te mandará a sus perros
Señor y Señora del Mictlán
ahí "donde serena la noche".37
En el poema, se experimenta con las categorías gramaticales del sujeto y el verbo para incluir el apellido del presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca Velásquez, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, ambos reconocidos por sus nexos con el narcotráfico, así como por la persecución, la tortura y el asesinato de varios líderes sociales y opositores, entre los que se cuentan los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa.38 A partir de una disposición particular del lenguaje en los versos, se expanden las posibilidades semánticas y comunicativas del discurso poético, de modo que se transmita la posición privilegiada ("Abarca / con tus ojos lo que puedan ver") y el actuar violento y vengativo ("La pareja Abarca / te mandará a sus perros") de los mandatarios locales, a su vez dioses del inframundo y la muerte. Para terminar, en Memorial de Ayotzinapa, se recupera la conferencia de prensa ofrecida por el titular de la Procuraduría General de la República (PGR), Jesús Murillo Karam, el 7 de noviembre de 2014, en la que presenta la "verdad histórica" de la desaparición de los estudiantes. "Verdad" cuestionada en el poema, pues oculta la intervención directa de fuerzas políticas y militares en los sucesos violentos: "Así se relata un crimen de Estado -pensé / Así consta en autos -Me dijo mi nahual".39 La frase con la que concluye la conferencia de Murillo Karam, y también el poema extenso de Bojórquez, evidencia la importancia del arte y la poesía en la construcción de artefactos memorísticos, que se preocupan por rescatar las huellas de eventos traumáticos que marcan la vida comunitaria, pero que son olvidados, negados e, incluso, eliminados en la historia oficial. Antes de terminar la conferencia, cuando la sociedad mexicana quería conocer la verdad no "histórica", sino "real" sobre la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, el director de la PGR y sus acompañantes abandonaron la sala después de pronunciar su tristemente célebre: "ya me cansé", a lo que se responde en Memorial de Ayotzinapa: "-La verdad histórica es que ya me cansé- dijo el Señor del Mictlán"40 al arribar a los infiernos de la memoria y la palabra.
El poema carta, ese diálogo en diferido
Carta de las mujeres de este país es el más reciente poemario del poeta colombiano y activista de derechos humanos Fredy Yezzed. Publicado en 2019 en Bogotá, Buenos Aires y Nueva York, y con traducción al inglés del también poeta colombiano Miguel Falquez-Certain, el libro está conformado por cuarenta nueve poemas carta agrupados en tres secciones: treinta y dos en la primera, titulada "Cartas a un país vecino"; quince en la segunda, que lleva como nombre "El libro de la compasión", y las restantes dos, en la tercera, con título homónimo al poemario. Con esta obra, Yezzed entra a formar parte del grupo de poetas colombianos que en los últimos años han escrito sobre la desaparición forzada.41
En 2017, un jurado conformado por el escritor hondureño Leonel Alvarado, el mexicano Eduardo Langagne, el venezolano Freddy Ñáñez, la española Selena Millares y el cubano Sigfredo Ariel, decidió otorgarle mención honorífica de poesía en el Premio Literario Casa de las Américas de La Habana (Cuba). A los pocos días de saberse la noticia, el periodista argentino Bruno Ferraro entrevistó a Yezzed. A la pregunta sobre cómo había nacido el libro, para aquel entonces no publicado aún, el poeta colombiano respondió lo siguiente:
Si tengo que dar algún indicio puntual, creo que fue aquí en Argentina, cuando fraternicé con algunos hijos de desaparecidos y asesinados de la última Dictadura cívico-militar argentina. Una de esas personas, una artista plástica [Ana Adjiman] que es tan solo unos pocos años mayor que yo, me confesó que durante su vida la atacaban crisis de nervios, de tristeza e insomnio con la presencia de sus padres y que la única forma de recuperarse era levantarse a media noche y escribirles cartas a sus padres asesinados.42
La hibridez genológica a la que apela Yezzed en su poemario no es para nada nueva. Con su libro, el colombiano entra a formar parte de un grupo de poetas que apelan a la epístola en verso, forma literaria bastante antigua que va desde Ovidio y Horacio hasta las Cartas a Chepita, de Jaime Sabines, pasando por Garcilaso de la Vega en el siglo XVI y Rubén Darío en el siglo XIX. Pero ¿qué posibilidades enunciativas y memorísticas brinda este entrecruzamiento genológico a la hora de hablarle a o hablar sobre los desaparecidos, más cuando estos últimos constituyen, por su simple naturaleza, las presencias de unas ausencias o, como bien dice Diana Taylor, las representaciones de lo que ya de por sí es objeto de representación?43
Un posible punto de partida para responder a tales interrogantes podría estar en las reflexiones de Mijail Bajtin en torno a los géneros discursivos. Al crítico y teórico ruso se le debe la diferenciación entre los llamados géneros discursivos primarios (cartas, diálogos, notas, saludos) y secundarios o complejos (novelas, tratados filosóficos, obras de teatro). Pero, más importante aún, es a él a quien se le debe el esclarecimiento de las lógicas de abducción, contaminación o complementariedad que rigen a ambos. Sostiene Bajtin:
Los géneros primarios que forman parte de los géneros complejos se transforman dentro de estos últimos y adquieren un carácter especial: pierden su relación inmediata con la realidad y con los enunciados reales de otros, por ejemplo, las réplicas de un diálogo cotidiano o las cartas dentro de una novela, conservando su forma y su importancia cotidiana tan solo como partes del contenido de la novela, participan de la realidad tan solo a través de la totalidad de la novela, es decir, como acontecimiento artístico y no como suceso de la vida cotidiana.44
Estos planteamientos son útiles no tanto por su pertinencia o aplicabilidad crítico-conceptual al poemario examinado, sino porque permiten dar cuenta de la forma en que este se desmarca de ellos. Para decirlo de otro modo, al conjugar el género literario de la poesía con el género discursivo de la carta, dando como resultado genológico el llamado "poema carta", Yezzed logra que el enunciado no pierda su carácter estético, ni tampoco "su relación inmediata con la realidad". Es, pues, esta anfibiedad genérico-discursiva la que le permite al poemario navegar libremente por entre las aguas de lo meramente literario, pero también de lo cotidiano, entendiendo lo cotidiano como algo que, en el caso de Colombia, remite a una realidad plagada de silencio, barbarie, terror e incertidumbre.
Taylor se pregunta acerca de cómo, desde el arte, se puede llegar a reflexionar sobre aquellos cuerpos desaparecidos por la violencia,45 pero de forma tal que esta no sea simbólicamente reproducida.46 En consideración a estos interrogantes, podría decirse, entonces, que el poema carta permite hablar de la desaparición forzada, cuidando de que esta representación no reproduzca la violencia.
¿Qué hay pues en una carta? Para Patrizia Violi, "la carta es [...] una forma de diálogo, pero es siempre un diálogo diferido, un diálogo que tiene lugar en ausencia de uno de los dos interlocutores".47 Al recurrir a la forma del poema carta y su respectiva capacidad para el dialogismo, Yezzed le confiere al género lírico la potencialidad dialógica que la perspectiva bajtiniana solo ve en la novela.48 Pero no solo eso: esta forma poética permite que los desaparecidos se conviertan en los destinatarios de todos estos poemas carta (por lo menos en lo que respecta a las secciones una y dos del libro). Y, en tanto destinatarios, todos ellos son llamados por su nombre, es decir, singularizados, extraídos de su esfera de anonimato. En síntesis, y para decirlo de una vez por todas, el poema carta permite que tanto remitente como lector (este último eventualmente convertido en una suerte de destinatario en segundo grado) recreen al desaparecido y dialoguen con él en el acto de la escritura o la lectura (según sea el caso), pero sin que ello suponga el desconocimiento de la condición misma de ausencia que caracteriza al desaparecido.
Ya desde el primer poema carta, titulado "Carta primera y la más difícil", esta doble funcionalidad se hace evidente:
No mueran más en mí, salgan de mi lengua.
Los he visto caer con el torso desnudo,
los brazos alzados, esas miradas.
Les presto las manos que se vendaron los ojos,
los oídos que se negaron a oír sus gritos,
mi boca solitaria en su noche furiosa.
Rueden acostados sobre los pastos de esta colina de
mi lengua, vuelvan a reír, déjennos escuchar
las risas mientras caen, se doblan, se nombran a sí mismos.
No se escondan en las piedras frías de mi lengua, los
he visto en la paloma muerta en medio del sendero,
en los heridos que hablan a los geranios,
en la tormenta que se avecina.
Sobre la mesa está la noche doblada,
la lluvia que no se dijo;
y la espera, la piedra, el nudo.
Salgan todos: dejen este barro, esta neblina, el frío
de estos páramos de mi lengua. Canten su retorno,
asomen su voz del fondo de la tierra.
¿Que para qué estas cartas?
Para nacer, Antonio, para renacer.
Una carta es un país en el aire.49
El sujeto poético, actuando en calidad de remitente, les ordena a los desaparecidos que salgan de su lengua. Esta expulsión, que adquiere los matices propios de un parto, es necesaria para que los desaparecidos logren deshacerse de su anonimato, de su soledad. La lengua, fiel a su naturaleza comunicativa, resignifica, llena, atesta la vacuidad referencial en la que se hallan sumidos todos ellos. En otras palabras, el reconocimiento de sus ausencias es lo que eventualmente conduce a la afirmación de sus presencias, a partir de la actividad enunciativa. No es fortuito que, a la altura de la cuarta estrofa, el sujeto poético singularice la figura del destinatario y haga que de la masa anónima de desaparecidos-destinatarios presentada al inicio, se pase ahora (por el vocativo) a la presencia de Antonio, a quien se le informa que las cartas habrán de servir tanto para nacer como para renacer. Esta discriminación verbal no es asunto menor, ya que revela la capacidad del poema carta para, por un lado, crear el mundo desde cero, acaso como quien quiere, si se nos permite la expresión, desaparecer la desaparición; pero, por otro, para retrotraerlos nuevamente a la vida sin que ello (vale la pena decirlo nuevamente) implique ignorar lo catastrófico del suceso.
Pero no solo la vacuidad referencial de los desaparecidos logra ser saldada: consciente del velo de silencio, gelidez, estatismo e incorporeidad que los envuelve, el sujeto poético decide ofrecerles también sus manos, oídos y boca para que, una vez recorporeizados, estos puedan comenzar a rodar, reír y salir de su escondite. Ahora bien, el sujeto poético pide a los desaparecidos que rueden, pero que lo hagan "acostados sobre los pastos de esta colina"; si este les otorga cuerpo es para que desciendan de los páramos a los que fueron confinados por la barbarie. Con esto, se hace notoria, entonces, la manera en que para Yezzed ciertos espacios naturales están ligados a la muerte, mientras que otros a la vida.
A la luz de lo anterior, podría decirse que tanto la lengua del sujeto poético como los poemas carta que de ella brotan, además de ser entendidos en la esfera de lo estrictamente comunicativo, deben leerse también como unos territorios que, justamente por su morfología, se prestan para una lectura en clave geográfica, topográfica e, incluso, ecológica. Esta aproximación es la que posibilita pensar en el territorio colombiano como testigo de la desaparición forzada de hombres, mujeres y niños, a manos de fuerzas estatales, paramilitares y guerrillas. Bien lo dice el CNMH en uno de sus informes:
Si en Latinoamérica los lugares de búsqueda de los restos de las víctimas fueron, sobre todo, las guarniciones militares y los Centros Clandestinos de Detención, hoy convertidos (los que no fueron destruidos por los perpetradores) en lugares de memoria, en Colombia las personas desaparecidas que han sido asesinadas están dispersas por todo el territorio del país.50
De lo anterior se colige, pues, que para CNMH las diversas naturalezas colombianas, para utilizar una vez más la expresión de Pierre Nora, no son más que lugares de memoria. Y es que como bien señala Robert Pogue Harrison:
Through the action of fire the corpse gives itself up to air; through inhumation or simple putrefaction it returns its composite substance to the earth; through the force of gravity it sinks into the sea's underworlds. Whatever biomass it receives after the extinction of life becomes part of the planet's receiving matter -matter from which life, its imponderable origins, in turn emerges. Because the earth has reabsorbed the dead into its elements for so many millions upon millions of years, who can any longer tell the difference between receptacle and contents? Take away the millennial residues that consecrate them, human or otherwise, and our waters, forests, deserts, mountains, and clouds would lose the spirit that moves in and across their visible natures.51
Solo así puede entenderse la evidente polaridad espacial que, en este primer poema carta, se da entre una lengua cuyos suelos y ecosistemas se debaten entre la fría bruma de unos páramos rocosos y llenos de fango (de los cuales se les pide que salgan) y la cálida e idílica festividad de las praderas sobre las que se les ordena rodar. La inscripción de estos cuerpos ausentes en un territorio y una naturaleza determinada sirven, pues, para constatar que en este poemario "the nonhuman environment is present not merely as a framing device but as a presence that begins to suggest that human history is implicated in natural history".52
Como es común en gran parte de la poesía sobre la violencia en Colombia, en varios poemas carta de este libro, Yezzed recurre al arquetipo fecundativo de la tierra a partir de la sangre y el cuerpo de las víctimas.53 Para Juan Carlos Galeano, este arquetipo debe su presencia en la poesía colombiana de mediados de siglo XX al hecho de que "este simbolismo de los mitos de la fertilidad vigente desde el Mundo Antiguo y frecuentemente usado por los poetas, conserva sin menoscabo su validez metafísica, y provee al participante (en este caso el lector de los poemas de la Violencia) de un cierto consuelo frente a la muerte".54
"Carta desde la copa de un cerezo" es otro de esos poemas carta en los que se hace evidente la relación entre los espacios naturales y aquellos cuerpos que ya no están:
Salí de casa, caminé hasta el parque y trepé de nuevo
en el cerezo. De rama en rama hasta alcanzar la copa.
Sentí la mecedora de madera doblarse en el precipicio.
Mirando a lo lejos oía el crujir de ese barco en medio de la ciudad.
Quien sube a un cerezo, guarda el racimo más dulce de su infancia;
y no hay una compañía mayor que esa soledad brillando en el aire.
En el pueblo nadie pensó que la guerra también llegaría.
En la familia nadie se preguntó cuál sería nuestra cuota.
Pasan los ejércitos y uno acá arriba es débil como las mirlas.
Cierro los ojos y te imagino a mi lado esculcando a este gigante.
Andrés, Juan, Milton, Leo: no importa ahora qué nombre tengas.
Cierro los ojos y siento el miedo: ¿volveríamos
a escuchar el susurro silencioso de los cerezos?
Quien pierde un hermano pierde la infancia.55
El cerezo es el umbral entre presente y pasado. Allí, el sujeto poético se topa con su propia infancia, y la presencia de esta última es la que hace que la soledad del pueblo, un pueblo cuya única compañía pareciera ser la de los ejércitos transitando por sus calles, termine disipándose. Al ser entonces umbral entre presente y pasado, el cerezo termina siendo también un pa(i)saje que media entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Solo así puede entenderse que, una vez en la copa, el sujeto logre cerrar los ojos e imaginarse a su hermano "esculcando a este gigante" en compañía suya.
Sin embargo, llama la atención que lo que en un primer momento posibilitó que el sujeto poético entrase en contacto con su hermano desaparecido sea luego responsable de que el miedo y el terror terminen ciñéndose sobre él. Dicho de otro modo, cerrar los ojos crea el mundo, pero también lo destruye. Que la pregunta del sujeto poético se encuentre formulada en modo condicional simple del indicativo (¿"volveríamos / a escuchar el susurro silencioso de los cerezos?") no resulta entonces para nada casual: dicha conjugación confirma que se trata de una posibilidad cuya materialización estará siempre supeditada a que el sujeto poético trepe hasta la copa del cerezo, pero también a que escriba y relea el poema carta en honor de su hermano desaparecido. Tendría sentido afirmar que el cerezo y el poema carta son, siguiendo nuevamente a Nora, lugares de la memoria, y que trepar el primero y escribir el segundo constituyen, por consiguiente, dos actividades análogas, cuyos propósitos principales están orientados hacia la evocación de aquel que ya no está. Todo esto encuentra sustento en el hecho de que la carta, "en su posibilidad de construir una presencia en el plano de lo imaginario, unida a una ausencia en el de lo real, se convierte en la forma en que la dialéctica amorosa se expresa mejor a sí misma, su capacidad, si no su necesidad, de sustituir la realidad por la palabra".56
Por otro lado, y como es común a casi todos los poemas carta que conforman este libro, aquí Yezzed recurre nuevamente al vocativo. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de ellos, en "Carta desde la copa de un cerezo" no hay estabilidad alguna en el momento de la designación: puede tratarse de Andrés, como puede tratarse también de Juan, Milton o Leo. La tentación inicial podría ser pensar que lo verdaderamente importante es el acto mismo de rememoración y no el nombre de la persona desaparecida. Sin embargo, quisiéramos plantear que el balbuceo del sujeto poético al nombrar al desaparecido da cuenta de que la desaparición forzada debe ser pensada no como un trauma, sino como una catástrofe que estabiliza la inestabilidad, y con ello crea un desajuste entre palabras y cosas,57 o, para fines de este poemario, entre nombres y cuerpos.58
Llegados a este punto, y en lo que respecta al esquema diegético del poemario, valdría la pena preguntarse quién es realmente el remitente de todos estos poemas carta. Paratextualmente, el título (Carta de las mujeres de este país) pareciera tener la intención de hacernos creer que son las madres, esposas, novias, hermanas, tías o primas de algún desaparecido. Sin embargo, en "Epílogo escrito por la memoria", poema carta con el que se da cierre a la segunda sección del libro, ofrece una respuesta reveladora:
Qué amargo ha sido el lenguaje hasta ahora.
Nunca quise escribir estas cartas,
confieso con mi voz joven, a pesar de ser muy vieja sobre la Tierra.
En mi garganta están los vidrios de la Historia y ella es quien gobierna mi rumbo.
A mí me correspondió dar fe de la negra espera, la incertidumbre, la migración
de unos hombres que vivieron crucificados en los Andes
en tiempos de peste, de angustia, de guerra.
La muerte tomó mi mano y redactó cada línea de amor.59
Se trata de la memoria personificada. A juzgar por el deíctico con el que finaliza el primer verso, la escritura de estos poemas carta marcó en ella un "antes" y un "después". De su amargura de otrora, la memoria pasó al amor. Los versos seis a nueve lo declaran sin ambages: es a ella a quien le corresponde testimoniar los vejámenes a los que fueron sometidos los hombres de los Andes, y así confirmar la importancia de que en "Carta primera y la más difícil" la memoria los hubiese obligado a abandonar las regiones montañosas marcadas por la violencia.
Para finalizar, en los versos cuatro y cinco de "Epílogo escrito por la memoria", leemos que fue la Historia, y más que la Historia, sus vidrios, sus fragmentaciones y sus grietas, los que capitanearon "el rumbo" de la memoria al escribir los poemas carta. Esto último es importante, ya que propone una reflexión en torno a la relación entre el discurso histórico y el memorístico,60 sobre todo en un país como Colombia donde hoy día existe una pugna entre el discurso oficial sobre el conflicto armado y sus correlatos, y otras maneras de contarlo.
Conclusiones
Tanto en Memorial de Ayotzinapa como en Carta de las mujeres de este país, el texto poético asume nuevas formas y discursos para ofrecer una mirada crítica al fenómeno de la desaparición forzada. En el primer caso, se presenta un conjunto de fuentes documentales como testimonios, videos, textos periodísticos, entre otros, y los incluye, transformados por los efectos de la imaginación y la ficción, en el poema. El segundo, por su parte, da cuenta de la manera en que el género discursivo de la carta se entremezcla con el discurso literario de la lírica, que da como resultado el hecho de que el vocativo se perfile como una estrategia enunciativa sumamente efectiva para hablarle a y hablar sobre los desaparecidos.
En Memorial de Ayotzinapa, el poeta apela a la imagen de los huesos triturados, que retoma de las culturas mesoamericanas, para expresar el sacrificio vital que muchos sujetos deben hacer cuando se enfrentan a grupos de poder, institucionales o criminales, en la defensa de sus principios y el bienestar de sus comunidades. A través del motivo del viaje al inframundo, y la estrategia discursiva del testimonio, el poema construye una memoria colectiva que representa la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa.
Por contraste, en Carta de las mujeres de este país, Yezzed concibe los espacios naturales no como simples marcos poético-narrativos, sino como actantes capaces de testimoniar o evocar, según sea el caso, los cuerpos de los ausentes. Dentro de este contexto, resulta claro que, mientras que algunos de esos espacios se encuentran asociados a la barbarie (páramos, pantanos o, en un sentido más sinecdótico, los Andes), otros, como las praderas, las colinas o los árboles de cerezo, lo están a la vida. Acaso la síntesis de una Colombia cuyas naturalezas se debaten entre ser una esquiva Arcadia y una certera y tristemente extensa fosa común.