Introducción
La Modernidad ha sido interpretada como el titánico esfuerzo por recomponer la confianza del ser humano en su entorno vital quebrada por la radicalización nominalista de la doctrina cristiana de la creatio ex nihilo del mundo. El primer ensayo consciente y sistemático por superar esta compleja herencia medieval fue la filosofía cartesiana. Si bien Descartes intentó desactivar la hipótesis de un «genio maligno» a través de la irrechazable evidencia de la certeza de sí, su argumentación no logró trascender la intimidad del cogito sin apelar al auxilio divino. En la filosofía cartesiana aún es necesario confiar en la bondad divina para asumir el riesgo de tomar por verdaderos los resultados de la razón humana. Y ello porque Descartes no pudo encontrar en el Yo pienso una respuesta completamente convincente a la pregunta por el origen del Yo pienso. Por este motivo, la noción de «autoconservación» se transformó en el principio fundamental de la racionalidad moderna. Con Hobbes debuta el proyecto moderno de emplazar al principio de autoconservación en el centro de toda reflexión sobre el hombre, la sociedad y el mundo, pero es a Spinoza a quien debe atribuirse la primera elaboración conceptualmente articulada y coherente de dicho concepto. La perspectiva spinozista resuelve la tensión interna de la noción estoica de autoconservación en la medida en que prescinde de su impronta teleológica. De acuerdo con el filósofo holandés, la tendencia íntima a perseverar en el ser ya no comparte la conducción de la actividad individual con ninguna otra aspiración que oriente al existente particular a conciliarse con un orden natural superior. La conservación deja de ser pensada como la condición básica que permite el ulterior perfeccionamiento de un ente previamente existente para convertirse en la esencia misma de todas las acciones posibles1. Si cabe hablar de un proceso de constitución del ente, dicho proceso tiene lugar a través del obrar por medio del cual el ente en cuestión se conserva. A partir de la adopción moderna del concepto de autoconservación como principio configurador de la existencia, la esencia del trabajo se reconfigura e ingresa en la definición de la esencia humana. En el universo clásico, los bienes necesarios para la subsistencia se concebían como frutos de una naturaleza que le entregaba al hombre productos aptos para su consumo. El trabajo, más que nada, se pensaba como una suerte de acompañamiento pasivo de este proceso cosmológico: un paradójico plus que en verdad no agregaba nada. Pero, como señala Blumenberg, «la destrucción… de la confianza en una estructura de orden cósmico favorable al hombre tenía que significar un cambio eminentemente pragmático en su comprensión del mundo y en su relación con el mundo»2. En virtud de esta nueva mentalidad, el trabajo pasó a ser concebido, en un sentido mínimo, en los términos de una alteración de lo que no está preparado para su consumo y, en un sentido máximo, como producción de los bienes indispensables para la vida; en ambos casos, comenzó a designar la singularidad del vínculo que el ser humano entabla con ese mundo que se le presenta hostil y fue elevado al rango de una actividad esencialmente determinada por las características antropológicas fundamentales3.
La Modernidad es ese tiempo histórico en el cual ante el concepto de un sostenimiento en la existencia de los entes individuales entendido como consecuencia de la voluntad divina surge como alternativa la noción de que tal sostenimiento es el resultado de la actividad y el esfuerzo permanentes de aquellos entes. A la hora de explicar la realidad, la acción de Dios se tornaría superflua y el modelo medieval de conservación transitiva (o heteroconservación) del mundo sería reemplazado por el nuevo modelo de conservación intransitiva y reflexiva (o autoconservación) del mundo4. A raíz de esta caracterización del proyecto moderno se impone una pregunta fundamental en cuya respuesta se decide la interpretación y valoración última del posicionamiento de la Modernidad frente a la religión: ¿el planteamiento de esta alternativa obliga necesariamente a una elección a favor de uno de los dos términos de una disyunción excluyente o es posible pensar y optar por un modelo que articule ambas opciones?
Nos interesa, particularmente, plantear el interrogante anterior en relación al pensamiento de Kierkegaard. Adelantando nuestra respuesta, diremos que el danés logró comprender con lucidez que el principio moderno de autoconservación era irreconciliable con la afirmación del cristianismo sobre las bases de la metafísica medieval. Sin embargo, la conciencia de esta imposibilidad no lo transformó en un enemigo furioso de la Modernidad, sino en un crítico de aquellas reformulaciones filosóficas modernas del cristianismo que falsean su núcleo esencial: un defensor de la modernidad frente a sus derivaciones ateas. Dentro del vasto corpus del danés, es posible perfilar y reconstruir posiciones teóricas consistentes con la defensa de la autoafirmación humana. Un fragmento del diario personal del año 1846 referido a la noción de autoconservación sirve para fijar el lineamiento general de su postura. Allí lamenta el carácter impreciso de este concepto en su variante spinozista (Libro 4, Proposición XX); pero, a continuación, sostiene que correctamente formulado dicho principio constituye una base adecuada para la elaboración de una ética5. Este pasaje invita a pensar que Kierkegaard creía en la posibilidad de compatibilizar una actividad humana autoconservadora con una acción sustentadora de Dios.
Tal comprensión de los escritos del danés se asienta sobre la idea de que los sistemas filosóficos modernos oscilan entre la unidad y la oposición de la subjetividad humana finita y la existencia divina infinita, pero en ambos casos sin lograr constituir ninguno de los dos polos de la relación prescindiendo completamente del otro6 y de que la Modernidad en el proceso de hacer del hombre el centro del mundo y la historia es, a la par, un proceso que termina descentrando al ser humano7.
El presente trabajo procura defender esta hipótesis interpretativa a través de un análisis de las dos primeras partes del discurso edificante de 1847 titulado Lo que aprendemos de los lirios del campo y las aves del cielo. Comenzamos, estableciendo los límites de nuestra lectura (1.) a partir de una definición de las características propias de los escritos edificantes. A continuación, exploramos, principalmente, las dos primeras partes del discurso con la intención de explicar el modo en que a través de los conceptos de «preocupación» (2.a) y «trabajo» (2.b) Kierkegaard presenta una conciliación posible entre la afirmación de sí y la dependencia Por último (3.), y a modo de conclusión, conectamos de manera sumaria los resultados de nuestro análisis del escrito edificante con ciertos tópicos de La enfermedad mortal.
En este trabajo convergen dos líneas de investigación desarrolladas anteriormente en torno a la obra de Kierkegaard. Su objetivo fundamental es reforzar el argumento tematizado en nuestra interpretación del concepto religioso de desesperación que sostiene la compatibilidad entre el reconocimiento del carácter derivado del yo y la defensa de su autonomía. De acuerdo con nuestra posición, la teoría psicológica elaborada en La enfermedad mortal -la articulación más contundente del pensamiento del danés- no implica la destrucción ni el abandono total de la noción moderna de subjetividad sino su ampliación y corrección8. Para consolidar dicha posición prolongaremos nuestra reconstrucción y discusión del concepto de trabajo, abordado anteriormente dentro de los límites de la polémica entre lo estético y lo ético9, incorporando el punto de vista edificante.
1. Delimitación de la perspectiva edificante
En la literatura consagrada al estudio del pensamiento de Kierkegaard es común que los adjetivos «edificante» (opbyggeligt) o «religioso» se utilicen de manera indistinta para designar las obras firmadas con nombre propio en contraposición a los escritos pseudónimos; sin embargo, esta sustitución indiscriminada pasa por alto el modo en que el mismo danés entiende y caracteriza las diversas perspectivas a partir de las cuales están escritos cada uno de estos textos. Si nos atenemos al significado más técnico y preciso con el que Kierkegaard se sirve del término danés «opbyggeligt» hay que reconocer que su empleo habitual entre los intérpretes y comentariasta incurre en una típica sinécdoque: cierto es que las obras edificantes son religiosas, pero no todas las obras religiosas son edificantes. La delimitación más exhaustiva de aquello que ha de entenderse estrictamente como un escrito edificante es desarrollada en el Postscriptum en los términos de una reflexión sobre los discursos publicados por el Magister Kierkegaard durante 1843 y 1845.
Al autor pseudónimo Climacus le interesa responder la siguiente pregunta: ¿por qué el Magister Kierkegaard llama con total propiedad a sus escritos discursos y no sermones? El pseudónimo no hace más que llamar la atención de sus lectores sobre la aclaración que el mismo Kierkegaard introduce al comienzo de los «Prefacios»10: el texto lleva el título de discurso y no de sermón (Prædiken) porque a su autor no se le ha concedido la autoridad necesaria para predicar11. Sin embargo, el tratamiento del pseudónimo no se detiene en esta distinción externa al texto y avanza en función de un análisis de su contenido. De acuerdo con Climacus, en tanto y en cuanto se quiera utilizar el lenguaje con corrección terminológica y evitar malentendidos babélicos, el término «sermón» deberá reservarse para la expresión de todo aquello vinculado con la existencia cristiana. Los escritos religiosos del Magister Kierkegaard, por su parte, echan mano de las categorías éticas de la inmanencia y no de las paradójicas categorías cristianas12:
Pese a que [en los Discursos Edificantes] se afirma el requerimiento de lo ético, pese a que la vida y la existencia se acentúan como un difícil camino, de cualquier forma no se introduce la decisión en la paradoja… La expresión paradójica de la existencia (esto es, el existir), como pecado, la verdad eterna que se vuelve paradoja al devenir en el tiempo, en suma, aquello que es decisivo para lo cristiano-religioso, es algo que no puede encontrarse en los discursos edificantes (…) Lo más seguro es que Magister Kierkegaard sabía lo que hacía cuando llamó Discursos Edificantes a los discursos edificantes, y sabía también la razón por la que se abstuvo de utilizar categorías dogmático-cristianas, de mencionar el nombre de Cristo, etc., lo cual de todos modos se hace en nuestra época con entera libertad, pese a que las categorías, los pensamientos, los elementos dialécticos en la exposición, etc., son sólo aquellos de la inmanencia13.
La tarea de lo edificante es mostrar cuál es el límite de la reflexión filosófica14. Este non plus ultra de la razón humana es lo que el autor del Postscriptum denomina Religiosidad A, es decir, la comprensión del carácter radicalmente finito del hombre. ¿Cómo llega el ser humano a este entendimiento de sí? El ser humano busca, en primera instancia, el fundamento de su ser fuera de sí en el mundo (esfera estética); ante el fracaso de esta empresa retorna a sí mismo y procura asentar la totalidad de su existencia sobre su propia fuerza (esfera ética); no obstante, este movimiento por el cual el sí mismo pretende convertirse en su fundamento deviene un proceso existencial de auto-destrucción que solo se revierte cuando el sí mismo, en un movimiento de interiorización y autoconocimiento, se aniquila a sí mismo en tanto que fundamento a la búsqueda de su auténtico fundamento (Religiosidad A). Ahora bien, mostrar que el yo está abierto a una realidad que lo trasciende significa constatar que la realidad humana cerrada en sí misma es incapaz de lograr lo que ella pretende, es decir, que las meras fuerzas del hombre no alcanzan para encontrar un sostén desde el cual asegurar su propio ser y los productos de este ser. Bajo ningún punto de vista esto puede hacerse valer como una prueba de la existencia de lo que trasciende al ser humano sino, a lo sumo, como una demostración del carácter inacabado del hombre. De acuerdo con Kierkegaard, la puerta que comunica al hombre con la realidad del Dios cristiano no se abre de adentro hacia afuera sino de afuera hacia dentro.
El horizonte abierto por la perspectiva edificante es el de una reflexión inmanente sobre la condición humana, una comprensión del hombre a la que la impulsa un claro propósito práctico y no una mera curiosidad intelectual. La meta edificante consiste en preparar al individuo para la irrupción del cristianismo a través de una lúcida indagación en torno a los fundamentos y a la estructura de su propia realidad15 y, por ello, sin ser propiamente cristianas, las categorías que emplea la literatura edificante para desarrollar su posición son compatibles con el cristianismo16. Utilizando con la debida cautela una distinción medieval podría decirse que lo edificante se ubica ante lo cristiano como la teología natural ante la teología revelada. Las necesarias reservas del caso responden al hecho de que en la Modernidad la teología tiene que defender lo que estima verdadero «en el terreno de la interpretación del ser hombre y en la controversia en torno al problema de si la religión pertenece indispensablemente al «ser hombre» del hombre o, por el contrario, coopera a alienar al hombre de sí mismo»17. Dicho brevemente, el avance de las ciencias naturales modernas obligó a la teología a abandonar el campo cosmológico y a argumentar en el de la antropología. Kierkegaard comparte esta exigencia moderna al punto de dejar sentado por medio de uno de sus más célebres pseudónimos que la ciencia que mayor servicio le reporta a la dogmática es la doctrina del espíritu subjetivo (Læren om den subjektive Aand). Descartando la palabra «antropología», el danés elige servirse del término «psicología» para abreviar esta expresión18. El discurso psicológico desplegado por el danés en diversas obras es un intento de elucidación de las condiciones específicas del espíritu humano, esto es, el análisis del modo en que el hombre experimenta su libertad atravesada por la sensibilidad y la temporalidad. La metodología psicológica es de carácter regresivo en la medida en que parte de la vivencia de determinados fenómenos anímicos específicamente humanos y a partir de ellos intenta aclarar la estructura ontológica que ha de conformar al ser que experimenta dichos fenómenos. Lo edificante debe pensarse como un desarrollo, por una parte, paralelo y, por otra parte, ulterior del discurso psicológico. Paralelo porque a diferencia de la psicología pseudónima desplaza a los fenómenos negativos tales como la angustia, el tedio, la melancolía o la desesperación al margen de su atención para centrarse en fenómenos positivos tales como la confianza, la paciencia, el coraje, etc. Ulterior puesto que asume como propios los resultados del discurso psicológico para mostrar de qué manera la realidad humana puede abrirse a la trascendencia. En este sentido, nuestro estudio de Los lirios del campo y las aves del cielo presupondrá, cuando sea necesario, la comprensión del ser humano propuesta en El concepto de la angustia (psicología orientada hacia lo religioso-cristiano) y, a su vez, señalará aquellos temas que anticipan la concepción de la subjetividad desarrollada en La enfermedad mortal (psicología cristiana).
2. Superación edificante de lo estético y lo ético: lo que puede aprenderse de los lirios y las aves
A lo largo de su vida, Kierkegaard siempre sintió una intensa atracción por el Sermón de la Montaña en general y por el pasaje de Mt. 4, 24 - 34 en particular. La prueba más contundente de esta predilección la encontramos en los tres escritos dedicados a este pasaje neotestamentario: Lo que aprendemos de los lirios del campo y de las aves del cielo publicado en 1847 formando parte de la colección de Discursos edificantes en diversos espíritus; La preocupación de los paganos editado en 1848 dentro de la serie de Discursos cristianos y, por último, El lirio en el campo y el pájaro bajo el cielo aparecido con el subtítulo de «Tres discursos piadosos» en 1849. Las reflexiones kierkegaardeanas en torno al mencionado fragmento dejan en evidencia cuál es el motivo de la fascinación del danés: el concepto de «preocupación» (Bekymring). La primera alusión satisfactoriamente articulada de esta categoría figura en el discurso edificante titulado «La confirmación en el hombre interior» aparecido en octubre de 1843 en paralelo a la publicación de Temor y Temblor y La repetición. Allí, la «preocupación» designa un volverse interesado sobre sí mismo por medio del cual el trato con la realidad adquiere significado19. Kresten Nordentoft, en su clásico libro Kierkegaards psykologi, ha llamado la atención sobre el hecho de que el vocablo edificante «preocupación» traduce la misma estructura auto-relacional de lo humano que las obras pseudónimas abordan a partir de fenómenos tales como la angustia, la melancolía, el aburrimiento, la desesperación, el interés, etc.. Lejos de ser una modalidad entre otras de la conciencia, la ocupación de sí es el trasfondo permanente de los múltiples modos en los cuales un individuo queda teórica y prácticamente referido a la realidad que lo rodea; para el yo toda relación con los objetos del mundo y con los otros implica una relación consigo mismo. En este sentido, la exigencia de un autoexamen ético-existencial de la personalidad y el accionar individual -en los términos de El concepto de la angustia: la seriedad (Alvor), es decir, la apropiación responsable de sí mismo20- tiene como condición de posibilidad el hecho de que el individuo ya está esencial e inevitablemente comprometido con su propio ser21. El tratamiento edificante de la «preocupación» se revela, en principio, como una reflexión sobre una condición antropológica fundamental y, en consecuencia, como una reflexión en torno al modo en que el yo humano asume dicha condición, esto es, una meditación sobre la forma en que el ser humano reacciona y se comporta frente a su estar relacionado consigo mismo bajo la modalidad del tener que cuidar de sí.
En sus consideraciones privadas, Kierkegaard deja constancia de que las tres secciones que conforman el escrito de 1847 quedan respectivamente equiparadas con las tres esferas de la existencia: estética, ética y religiosa22. El significado de esta correspondencia resulta un tanto oscuro y requiere algún tipo de elucidación. De acuerdo con Stephen Dunning, el pasaje del diario cobra sentido cuando, tras la lectura del texto, se vuelve patente que el objetivo del discurso edificante es mostrar de qué manera «el Evangelio ingresa en los tres estadios y los transforma»23. Estética, ética y religiosa no serían las posiciones de enunciación de cada una de las secciones del discurso sino las respectivas perspectivas vitales que están en el origen de la pena que embarga a aquellos afligidos individuos a los cuales las palabras edificantes pretenden confortar24. El discurso edificante de 1847 pondría en práctica el gesto que, según El punto de vista, debe ser el punto de partida de todo intercambio comunicativo que tenga como objetivo último la constitución de la libertad del otro: salir al encuentro del interlocutor allí donde éste se encuentra25.
Por qué razón, en qué medida y en qué sentido una individualidad religiosa precisa de un consuelo edificante son cuestiones enigmáticas que dejaremos sin abordar en nuestra presentación para focalizarnos en el impacto que el mensaje evangélico puede producir en la existencia estética y en la ética. El autor pseudónimo del Postscriptum había utilizado el par conceptual dependencia (poseer el fundamento del propio ser fuera de sí) e independencia (afirmar el sí mismo como fundamento del propio ser) para caracterizar la contraposición entre las concepciones estética y ética de la existencia26. Esta dicotomía conceptual le permitía a Climacus resumir el recorrido de la heteronomía a la autonomía descripto en las dos partes de O lo uno o lo otro: desde el esteticismo ingenuo que busca en los diversos objetos del mundo la plena realización de la personalidad y a través del programa estético reflexivo de una configuración artística de la realidad a expensas de la genialidad poética hasta la apropiación ética de la propia libertad como centro configurador de la existencia por medio de la auto-elección. El propósito edificante consiste en mostrar la inconsistencia de estos proyectos y la necesidad de su superación. Kierkegaard disuelve la disyunción excluyente de su primer libro pseudónimo y propone una alternativa radical más profunda y verdadera: la elección que realmente define la vida humana no es la de apoyar el propio ser en el mundo o apoyarlo sobre el yo sino la de fundar nuestra existencia o no en Dios. «Fundarse en Dios» implica, desde ya, el abandono del proyecto ético que pretendía convertir al yo en el centro absoluto de la existencia. Pero «fundarse en Dios» tampoco puede supone un retorno sin más a lo estético, puesto que si así lo fuese el pasaje de lo estético a lo religioso sería un mero cambio de objeto. No se trata únicamente de descansar en Dios en lugar de hacerlo en otra cosa, sino también -y quizás más fundamentalmente- de modificar el modo en que optamos y el modo en que nos remitimos con aquello que está fuera de nuestro ser. De modo que, el discurso edificante no solo “revalida” lo estético frente a lo ético sino que también “corrige” lo estético a través de lo ético.
2.1 La conciencia preocupada por su finitud
La meditación sobre los lirios del campo y las aves del cielo pretende servir de orientación y consuelo para individuos desdichados. La parte inicial del discurso distingue dos tipos fundamentales de aflicciones. La primera clase de aflicción tiene como condición de posibilidad la participación del individuo en un grupo social. Kierkegaard la llama «preocupación mundana» (verdslig Bekymring) o «preocupación temporal» (timelig Bekymring) y la considera más cercana a lo femenino. La segunda clase de aflicción, denominada «cuidado del sustento» (Næringssorg)27, es previa a la naturaleza social del hombre y se revela más afín al varón28. La preocupación mundana consiste en el sentimiento de inferioridad que se apodera del individuo cuando compara su situación con la de sus semejantes. El cuidado del sustento equivale a la serie de recaudos que toma el individuo cuando al adquirir conciencia de sus necesidades básicas es embargado por una sensación de inseguridad e incertidumbre. Para ambos tipos de inquietud la solución propuesta por Kierkegaard es una y la misma «conformarse con ser hombre», pero el sentido concreto de esta recomendación varía en cada caso.
En el caso de la preocupación mundana, el conformarse con ser hombre se dirige contra ese anhelo de excepcionalidad que surge en el individuo en la medida en que siendo miembro de una comunidad sólo puede validar su identidad comparándose con quienes lo rodean para diferenciarse de ellos. El reconocimiento público otorgado al individuo traduce su desempeño dentro de la esfera de competencia social, por lo cual, la medida de evaluación del yo depende tanto del éxito de su actividad como del juicio explícito o implícito de los demás. Toda estima de sí queda sujeta a una doble contingencia instalando al ser humano en una situación de vulnerabilidad e incertidumbre y a merced del auto-desprecio. Resuena aquí cierto eco de la crítica de Rousseau a la sociedad moderna: el afán de prestigio se convierte en la orientación última de toda conducta pervirtiendo el correcto entendimiento de sí mismo29. Con este análisis, el discurso edificante anticipa un tópico de La enfermedad mortal puesto que Kierkegaard advierte que al ser presa de la preocupación mundana el yo abandona su propia identidad para ser otro y al comportarse de este modo interpone en su relación consigo mismo una medida que malogra dicha relación30. Frente a esto, el texto del discurso edificante argumenta que existe una significación individual originaria que no está condicionada por ningún logro o mérito individual ni tampoco por ningún reconocimiento externo, sino que depende del mero hecho de ser lo que se es. El yo, dice el danés, «sin trabajar, sin hilar, sin ningún mérito propio, por el solo hecho de ser hombre, [es] más glorioso que la gloria de Salomón» puesto que «ser un hombre no es inferior a las diferencias, sino algo superior a las mismas»31.
La reflexión en torno a la preocupación provocada por el cuidado del sustento se enfrenta con un fenómeno cualitativamente diferente. El danés se guarda muy bien de recusar esa ego-centralidad inmediata y natural sin la cual cualquier tipo de vida sería inviable. Frater Taciturnus, uno de los múltiples autores pseudónimos de Etapas en el camino de la vida, ya había señalado que la salud natural está sujeta al impulso de autoconservación (Selvopholdelsens Drift). Sin embargo, resulta erróneo derivar preceptos morales de esta tendencia inmediata sin considerar que en el ser humano dicha orientación debe ser reconfigurada por la reflexión -equivocación en la cual incurrió el estoicismo32. Asumiendo la autopreservación como un dato básico de la existencia, el tema principal del discurso edificante pasa a ser la clase de posicionamiento existencial que debe asumir el individuo frente a la búsqueda de aquellas condiciones materiales básicas que garantizan la continuidad de su ser. Del tratamiento efectuado por Kierkegaard puede concluirse que la satisfacción de ciertas necesidades materiales es, desde luego, un requerimiento ineludible para la prolongación de la vida pero, al mismo tiempo, constituye la oportunidad para un deleite completamente lícito de lo temporal. Justamente, la consecuencia más inmediata de la inquietud generada por el cuidado del sustento radica en la cancelación de ese goce. Lo que perturba al individuo no es una privación real sino una penuria imaginada33. Esta conciencia de una eventual carencia futura se transforma en un obstáculo prácticamente insalvable para el disfrute que debería acompañar la satisfacción presente de una necesidad34. A la conciencia preocupada le cabe la misma definición que la primera parte de O lo uno o lo otro ofrecía de la conciencia desdichada: un yo ausente de sí mismo para el cual el presente se ha tornado imposible en virtud de la expectativa35.
Sin embargo, la preocupación por la subsistencia exterioriza una cuestión más estructural: el intento del individuo por desmentir su contingencia y fragilidad, en una palabra, su finitud o, expresado con los términos propios del discurso edificante, la negativa del yo a contentarse con ser un hombre. Haciendo suyo un viejo tópico cartesiano, Kierkegaard afirma que el ser humano es tan incapaz de mantenerse en la existencia como de crearse a sí mismo36. El anhelo de asegurar la continuidad de la existencia recurriendo únicamente a las capacidades y posibilidades del propio ser individual equivale a la aspiración de equiparar una prerrogativa que trasciende el orden de lo humano y que es patrimonio exclusivo de Dios puesto que la condición de posibilidad del sostenimiento de sí es la disposición consciente y voluntaria de un poder infinito. En este sentido, Kierkegaard afirma que la única liberación de la preocupación por la subsistencia, esto es la verdadera independencia, consiste en remitir el propio ser a un poder infinito, es decir, a Dios37.
2.2 Trabajo como actividad autoconservadora temporalmente orientada
La segunda parte del discurso edificante reconsidera y profundiza lo expuesto en la primera parte; por una parte, estableciendo el vínculo existente entre la preocupación por la subsistencia y la estructura ontológica del ser humano y, por otra parte, aclarando qué significa depender de Dios y en qué consiste la independencia alcanzada a través de esa dependencia.
La exposición edificante sufre un giro y propone una consideración positiva de la preocupación por la subsistencia. Poder preocuparse es una ventaja exclusiva del hombre que lo coloca virtualmente por encima del resto de la creación. Superar correctamente la preocupación es lo que emplaza efectivamente al hombre en su puesto privilegiado en el mundo. Si esta capacidad es un rasgo peculiar del hombre, eso significa que ella tiene su fundamento en una nota distintiva de lo humano. ¿Cuál es, entonces, la característica constitutiva del ser humano que lo torna capaz de preocuparse por su subsistencia?38.
La condición de posibilidad de la preocupación por la subsistencia es la posesión de conciencia. ¿Qué significa esto? Que el hombre es el único ser en el cual el tiempo y la eternidad entran constantemente en contacto. ¿Qué significa este encuentro y cuáles son sus consecuencias? Para responder estas cuestiones es necesario recurrir a lo dicho por el pseudónimo Vigilius Haufniensis. Al comienzo del tercer capítulo de El concepto de la angustia, la esencia del tiempo queda introducida en el análisis del pseudónimo en los términos de una serie infinita e indetenible de momentos que desaparecen uno tras otro. Pero si esta concepción se piensa de manera coherente la distinción entre pasado, presente y futuro que orienta la vivencia humana del tiempo desaparece puesto que en la sucesión misma no existe ninguna referencia fija a partir de la cual trazar con sentido esta división. El punto demarcatorio debe ser un elemento que intercepte desde afuera el flujo constante de momentos. Solo cuando la eternidad toca al tiempo en el instante comienza a tener sentido hablar de pasado, presente y futuro39. La clave para entender este pasaje se encuentra en la comprensión apropiada del concepto de eternidad. Vigilius Haufniensis define al ser humano como una síntesis de tiempo y eternidad lo cual significa dos cosas. En primer término, que la existencia es una serie discreta de múltiples vivencias y situaciones40 que se siguen unas a otras pero que en sí mismas carecen de una conexión esencial. En segundo término, que el ser humano es capaz de reunir esta multiplicidad de vivencias y situaciones en una unidad al remitirlas a un mismo centro. El «espíritu» es tanto la actividad sintética como el polo a partir del cual y hacia el cual se realiza esta unidad. Entender al hombre como espíritu implica considerarlo como un ser remitido tanto a sus vivencias como a los afectos que éstas generan en él o, en otras palabras, como una realidad auto-relacional. Equiparando al espíritu con lo eterno, el autor pseudónimo de El concepto de la angustia quiere hacer comprensible el hecho de que esta actividad espiritual es de carácter permanente: en ningún momento de su existencia el ser humano puede abstraerse de su relación consigo mismo41. Ahora bien, en la medida en que el ser humano es tiempo, es decir, está en devenir; al relacionarse consigo mismo se relaciona, desde ese sí mismo que él está siendo, con el sí mismo que ha sido y con el que será42. El instante es el ahora de la actividad del espíritu en el cual el individuo existente adquiere una acabada conciencia de los límites y las condiciones de posibilidad de su proyecto existencial: primeramente, comprende que su estar siendo depende de su haber sido; a su vez, comprende que su haber sido no define completamente su estar siendo y, por último, comprende fundamentalmente que lo que él será no puede ser concebido como una mera continuidad de lo que está siendo43.
En el discurso edificante de 1847 puede leerse que gracias al contacto entre el tiempo y la eternidad el ser humano descubre el porvenir, esto es, se hace consciente de que en última instancia el futuro es una realidad que nunca está por entero a su disposición44. De la incertidumbre que genera el porvenir, de esta angustia ante lo futuro, nace la preocupación por la subsistencia45 y, acto seguido, surge la forma errónea de enfrentarse con esta aflicción que Kierkegaard censura. Al adquirir conciencia del carácter abrumador y amenazante del porvenir el individuo pretende controlar completamente la eventualidad del futuro a través de la actividad presente: quiere configurar a partir del día de hoy el día de mañana. Pero dado que el individuo no puede dejar de experimentar y reconocer que el futuro siempre excede su anticipación previsora y sus fuerzas, esta pretensión es un proyecto desesperado que se sostiene mientras sea efectivo un profundo auto-engaño.
¿Cómo debe lidiar el ser humano con la preocupación por la subsistencia? Los lirios del campo y las aves del cielo no constituyen un modelo adecuado para resolver su situación por la sencilla razón de que a diferencia del ser humano ellos no trabajan46. ¿Qué significa específicamente el no trabajar de la naturaleza? Sirviéndose del texto evangélico (Mt 6, 26), Kierkegaard afirma que los pájaros no siembran, no siegan ni encierran en graneros. El no trabajar del pájaro no significa reposo, sino la ausencia de una actividad orientada conscientemente a partir de la diferenciación entre pasado, presente y futuro.
Llegado a este punto el discurso sobre los lirios y las aves retoma la discusión en torno a la noción de trabajo desarrollada cuatro años atrás en O lo uno o lo otro a través de la disputa entre las concepciones estética y ética de la existencia. Agnes Heller indicó con agudeza que al desdoblar el tratamiento del trabajo en dos posiciones antagónicas Kierkegaard quedó en la antesala de una teoría consecuente del trabajo alienado, que solo alcanzaría su apropiada formulación con Karl Marx. Para el filósofo alemán el trabajo es desde el punto de vista teórico la base para la auto-creación del hombre, pero en la práctica, y ello en virtud de las condiciones sociales objetivas, no es más que una actividad alienada y alienante. En O lo uno o lo otro, Kierkegaard expondría de manera preponderantemente literaria esta misma contradicción a través de la polémica entre las figuras existenciales encarnadas por el esteta A y el ético B: para el primero de ellos no hay trabajo alguno capaz de liberar al ser humano, para el segundo todo trabajo, sean cuales sean sus circunstancias con la única condición de ser correctamente elegido y ejecutado, es capaz de cumplir una función constitutiva y emancipatoria47.
La perspectiva estética de la vida asume una posición negativa frente al trabajo concibiéndolo como una actividad irreconciliable con su criterio normativo: el objetivo de disfrutar de las circunstancias vitales. El punto de partida del esteta A es la convicción de que la finalidad de un ser que ha sido dotado con las capacidades y habilidades que se le han otorgado al ser humano no puede ser la mera subsistencia. Por lo tanto, una actividad cuya meta es hacer posible la prolongación de la existencia adquiere valor y significado únicamente en función de la calidad de esa existencia a la cual procura preservar. El trabajo, por tanto, es un esfuerzo contradictorio ya que se trata de un medio que destruye su fin: trabajando el individuo consume el tiempo y la energía que debería destinar al embellecimiento de su existencia a través del goce. La apología ética del trabajo comienza reconociendo que si el asunto se plantea desde una perspectiva estética la recompensa que el hombre obtiene a través del trabajo resulta a todas luces insatisfactoria: la vida que se prolonga es una vida que debe continuar luchando para no extinguirse48. Sin embargo, el sentido del trabajo rebasa la lucha por la conservación de la existencia. Ante todo, es una circunstancia vital al servicio de la constitución y el desarrollo social de la personalidad puesto que el desenvolvimiento de una profesión, la libre elección y ejercicio de una vocación, le permite al individuo formar y manifestar los rasgos más singulares de su identidad en el marco de una actividad beneficiosa para los demás. A su vez, gracias al trabajo el individuo alcanza el respeto de sí mismo al saberse y experimentarse l artífice de su propia subsistencia o, utilizando las palabras de B, por medio del trabajo el individuo se hace cargo de sí mismo y «es algo así como su propia providencia»49. Por este motivo, la lucha por la subsistencia es, al mismo tiempo, una lucha por la dignidad que debe ser reconocida por los restantes miembros de la comunidad50.
¿Qué posición asume el autor del escrito edificante de 1847 frente a la legitimación ética del trabajo? Como hemos visto en el punto anterior, la satisfacción psicológica y moral obtenida por quien se percibe como el único responsable de su propio ser era considerada negativamente en la primera parte del discurso porque degeneraba en un rechazo de la condición básica de la existencia humana. Pensar que el individuo es capaz de una actividad de autosostenimiento exitoso equivale a ubicar ilusoriamente al ser humano y a Dios en un mismo nivel. Palabras más, palabras menos esta es la actitud de fondo que el pseudónimo ético le confiesa involuntariamente a su interlocutor estético en la segunda parte de O lo uno o lo otro. El ético admite que para poder vivir él necesita trabajar; sin embargo, el fruto de su trabajo le permite evadirse de toda angustia por el futuro. La remuneración obtenida por su ejercicio profesional lo dispensa de la inquietud ante las dificultades económicas: «he tenido siempre un buen pasar, así que no puedo hablar por experiencia [de la preocupación por el sustento]»51. Desde la perspectiva edificante, esa exagerada confianza con la cual el autor ético habla sobre el día de mañana esconde un peligroso y profundo auto-engaño:
Pues ¿qué hombre con justicia y verdad puede hacer esta afirmación: no tengo ningún cuidado por el sustento? ¡Tendría algún sentido que lo afirmara el rico mientras hace hincapié en sus riquezas! ¿No se está contradiciendo de un modo clamoroso en el mismo instante, ya que los cuidados del sustento le tienen atenazado en la medida que los quiere mantener lejos gracias a su tesoro? ¿El tesoro que el rico cuida y se empeña en aumentar movido por el cuidado del sustento?... Y en este caso, ¿no habrá que echar las riquezas por la borda si se pretende la posibilidad de que el discurso tenga sentido? Si alguien, poseyendo un botiquín lleno de medicinas estupendas, de las cuales todos los días tuviera que tomar algunas, dijera sin dejar de señalar a las medicinas: ¡no estoy enfermo!, ¿no sería ésta una contradicción clamorosa?52
Resulta llamativo observar que en este pasaje Kierkegaard emplea contra el pseudónimo B un argumento similar al que aquel utiliza contra diversas variantes del esteticismo53: no estamos autorizados a concluir la ausencia de una «enfermedad» a partir de la mera ausencia de sus «síntomas».
Sin embargo, sería apresurado traducir todos estos señalamientos como un rechazo radical de la perspectiva ética y como la subsiguiente propuesta de una vida inoperante consagrada exclusivamente a la contemplación puesto que la segunda parte del discurso recupera ciertos aspectos de la posición ética edificantemente corregidos. La naturaleza, aquí representada por el suave florecer del lirio y el incansable ir y venir del ave, no colabora con los designios divinos, sino que se limita a ejecutarlos. La perfección intrínseca a la actividad natural consiste en no agregar nada a la voluntad de Dios. En el mundo natural, escribe Kierkegaard en sus discursos piadosos de 184954, lo único activo es el querer soberano de Dios. El obrar de las criaturas naturales no difiere del mismo ser que Dios eligió para ellas55. Ahora bien, el ser que Dios ha dispuesto para el hombre le es entregado a éste para que sea aceptado de manera consciente y voluntaria por lo cual la actividad humana se diferencia sustancialmente de la actividad natural. A diferencia de lo que sucede con las criaturas naturales el hombre es ante sí mismo (posee consciencia) y por este motivo él, como sí pueden el lirio y el ave, no puede simplemente ser lo que es; entre el hombre y su ser existe una distancia irreductible. La existencia de un individuo que hiciese a un lado toda actividad autoconservadora sería imperfecta puesto que con esa renuncia también estaría renunciando a esa semejanza con Dios que distingue al ser humano del mundo natural. Correctamente entendida esta actividad puede ser un motivo lícito de orgullo porque a través de ella el hombre se transforma en aquello en lo cual ningún otro ser vivo se puede convertir: un co- laborador de Dios (Guds Medarbeider)56. El ser humano, por tanto, también es corresponsable de la preservación de su ser y no puede limitarse a descansar plácidamente en la acción sostenedora de un otro: «es precisamente una perfección eso de no ser toda la vida un niño, siempre a la zaga de los padres que tienen cuidado de uno, tanto mientras viven como después de muertos»57.
Cualquier posible exageración de esta ponderación edificante del trabajo humano queda contrarrestada de manera anticipada por la crítica a la preocupación por la subsistencia desarrollada en la primera parte del escrito. El trabajo es una actividad justificada en tanto y en cuanto se caracterice por ser la elaboración de los bienes requeridos para la preservación de la vida, pero pierde su legitimidad si su objetivo pasa a ser la producción de aquello que excede estas necesidades básicas. De acuerdo con el autor edificante, la acumulación de bienes no es otra cosa más que el estéril y desacertado empeño de asemejarse a Dios por medio del dominio. Resulta claro, en este sentido, que la comprensión edificante se orienta por una visión precapitalista del trabajo en la cual los objetos son manufacturados esencialmente para su consumo y contingentemente para su intercambio. La visión edificante se aleja de esa noción puritana del trabajo que terminó por convertirse en el motor ideológico de la mentalidad capitalista según la cual el individuo, por medio de su actividad laboral, tiene el «deber de aumentar su patrimonio, lo cual se presupone como un fin en sí mismo»58.
A partir de la reconsideración edificante del trabajo es posible dimensionar el significado profundo de la decisión entre Dios o las riquezas que abre el pasaje evangélico que guía el itinerario discursivo de Kierkegaard. Elegir las riquezas y rechazar a Dios es, en definitiva, rechazarse a sí mismo puesto que la búsqueda de una completa seguridad de la existencia a partir de una actividad consagrada a la acumulación de riquezas no es otra cosa más que el anhelo de una independencia ilusoria. El sueño de la autonomía existencial radical, la expectativa de una liberación de la incertidumbre existencial a través de la generación, posesión y disposición de bienes asentada sobre el esfuerzo individual desemboca, paradójicamente, en esclavitud: lejos de ser dueño de sí mismo el individuo termina siendo poseído por el producto finito de sus propias fuerzas finitas. De esta manera, el yo se hace cada vez más dependiente al depositar su confianza en un poder que en virtud de su limitación no puede garantizarle certeza alguna. El ejercicio individual de la capacidad conservadora se torna negativo cuando el individuo pierde de vista que esta potencia que el efectiviza a través de su actividad aun siendo propia no tiene en él su origen y fundamento59: «quien se alimenta a sí mismo debe aprender de las aves del cielo que a pesar de todo es el Padre celestial quien lo alimenta»60.
3. Consideraciones finales
Dos años después de la publicación del discurso sobre los lirios del campo y las aves del cielo, La enfermedad mortal emplea una célebre expresión para describir el único movimiento con el cual es posible superar la desesperación y alcanzar una existencia humana plena: el yo queriendo ser sí mismo debe fundar su existencia sobre aquella instancia trascendente de la cual ha recibido su propio ser. La afirmación conclusiva de la primera parte del escrito edificante, a saber, la verdadera independencia del yo implica su dependencia con respecto a Dios se desarrolla en la segunda parte conforme a una dialéctica similar a la expuesta en el capítulo inicial de la primera obra firmada por el autor pseudónimo Anti-Climacus: la conservación de sí lograda a través de la acción del trabajo encuentra su auténtico punto de apoyo en una realidad que excede, origina y acompaña la potencia individual61.
Ambas fórmulas vislumbran una reconfiguración del principio moderno de autoconservación en sintonía con el entendimiento cristiano de la realidad humana desplegado en la filosofía del danés. La característica fundamental de esta reelaboración radica en su congruencia con la autoconciencia existencial del yo a partir de la cual Kierkegaard concluye el carácter derivado del sí mismo. A través de la serie de intentos con los cuales el yo pretende equilibrar las tensiones que constituyen su ser, éste se percata de que sus fuerzas tropiezan una y otra vez con límites internos y, a través de esta experiencia, se manifiestan insuficientes para alcanzar su proyecto. En el ejercicio mismo de su poder el yo queda enfrentado a una perturbadora y extraña dimensión de sí mismo irreductible a su capacidad. Esta es la experiencia que le permite a Anti-Climacus afirmar que al habérselas consigo mismo el sí mismo queda referido a otro. Desde un punto de vista estrictamente inmanente, postular el «estar-puesto del yo» implica afirmar que éste no tiene en sí mismo su fundamento. Siendo derivado el yo es incapaz de disponer completa y voluntariamente de las condiciones que definen su ser ya que si fuese propietario de un poder capaz de desprenderse de estas condiciones se habría constituido de forma tal que no fallase en su intento por resolver los conflictos que lo atraviesan, o dicho de otro modo, si procediese de sí mismo el yo no desesperaría62.
La verdad que se hace patente en el fenómeno de la desesperación, como así también en las experiencias de angustia, melancolía o aburrimiento, es que el más originario y lúcido conocimiento de sí es el saber de la propia finitud. Pero un ser se sabe propiamente finito, consciente de tener su fundamento en algo que no es completamente reductible a su esencia, únicamente cuando reconoce que para garantizar su subsistencia resulta imprescindible algún tipo de actividad63. Encontramos aquí la razón profunda del rechazo kierkegaardeano de todas aquellas interpretaciones de la autoconciencia que dominadas por un matiz teórico- cognoscitivo pasan por alto que el motivo esencial de toda autoreferencia es la ocupación de sí. Aprovechamos la ocasión para decirlo nuevamente: el autointerés afectivo y práctico no es una modalidad particular sino una cualificación global y constitutiva de la vida consciente humana. La autoconservación, entonces, es el modo en cual necesaria e inevitablemente se comporta y tiene que comportarse todo ser finito que se encuentra estructuralmente referido a sí mismo. Este comportamiento es ineludible incluso si el hallarse en tal situación no es producto de una acción de dicho ser.
Siendo el yo un ser finito que ha de relacionarse consigo mismo, su dependencia con respecto al poder que lo ha establecido no puede anular su actividad. Que el hombre haya sido puesto por Dios no mienta la producción de una sustancia que tenga permitido descansar pasivamente en su causa. Un reposo inmóvil en la actividad divina sería caer en una interpretación reductiva del ser humano igualándolo con las cosas. El establecimiento del ser humano por parte de Dios es la convocatoria de un sujeto a la conducción de su existencia a partir de un conjunto de determinaciones que permanecen esencial y constantemente ajenas a su poder. Estas determinaciones son concebidas como obstáculos para el desarrollo de las posibilidades elegidas por el individuo únicamente en la medida en que éste no entiende el sentido de su finitud, pero cuando este sentido es correctamente asumido se transforman en la base para el ejercicio pleno de la libertad. Por más radical e inaugural que se la considere, toda auto-determinación es una actividad previamente fundada sobre la pasividad de un ya estar determinado. La auténtica auto-determinación supone un «dejarse determinar» puesto que implica la aceptación de un punto de partida y apoyo para el surgimiento, la configuración y la efectiva realización de nuestra voluntad que en cierta medida excede a esta misma voluntad. La respuesta a la situación existencial de desesperación no significa, en principio, la abdicación de la razón y la libertad humana frente a un poder ajeno que la violenta sino la invitación a que estas facultades del hombre, sin dejar de ser lo que son, se liguen conscientemente al fondo pre-racional (y no anti-racional) del cual ellas surgen.