Fronteras, historiografías, fantasías nacionales1
Al mismo tiempo que la historia "de las regiones, pueblos e intercambios culturales de frontera ha llegado a ser una de las áreas más innovadoras de la investigación histórica contemporánea",2 un progresista apologeta de las delimitaciones asegura que "nunca se han marcado en el suelo tantas fronteras como en el curso de los últimos cincuenta años. 27.000 kilómetros de nuevas fronteras han sido delineados desde 1991".3 Todo esto, cuando el consenso de Washington anunciaba el triunfo del capitalismo como civilización única y se auguraba la proliferación de Estados con soberanías erosionadas por la unificación global de los mercados y la producción.4 Eventualmente, los estudios de fronteras tendieron a enfatizar su construcción social y "la resiliencia de los pueblos indígenas y/o la transculturación", superando la estrechez de la historia jurídico-política de los límites estatales. Con todo, a pesar de que las "zonas de frontera no son solo construcciones sino lugares donde Estados, individuos y varios grupos interactúan dentro de los contextos creados en parte por límites institucionalmente definidos",5 como espacios interétnicos y transnacionales, ha prevalecido en las historiografías latinoamericanas una naturalización de las delimitaciones interestatales, borrando las soberanías indígenas, obviando las influencias imperiales en la construcción de lo nacional y fortaleciendo los excepcionalismos de cada país. El propósito de este artículo es discutir estos usos de la frontera, especialmente en América del Sur, proponiendo la confluencia colonialista entre Imperios y Estados en la gran expansión capitalista de fines del siglo XIX.
Conceptos como frontera, límite o borde, usados habitualmente como sinónimos, retratan formas particulares de la espacialidad en los márgenes de la estatalidad. Historiográficamente, la noción de frontera remite casi obligadamente a la discutida y clásica noción de Frederick Jackson Turner, en tanto espacio distante pero intermedio, en el que se produce la civilización en sus límites inexplorados con la barbarie,6 tierras de indios pero baldíos, desiertos en que se templa el carácter nacional.7 Al mismo tiempo que área de integración o transición, la frontera puede referir a una línea tajante o a la exclusión, o a ambas nociones simultáneamente.8 Esta ambigüedad terminológica es justamente el reflejo de la historicidad de la fronterización y delimitación de los Estados nacionales, de la hegemonía cambiante en la significación social de las palabras, y de la convivencia de espacios conceptuales y experiencias polivalentes para relaciones sociales fronterizas diversas.
Las historiografías decimonónicas latinoamericanas contribuyeron a la construcción de los Estados nacionales, ubicándolos en el centro de sus narraciones. En los viejos centros administrativos del colonialismo hispano, portugués o británico, las élites invocaron el mejor derecho de sus ciudades sobre los imprecisos dominios de capitanías, virreinatos y provincias que, a su vez, apelaron a diferentes nociones de soberanía para reivindicar sus derechos. Estas soberanías polisémicas y en conflicto (confederal, federal o unitaria, popular en acepciones varias y contradictorias, local o estatal) enfrentaron principal, aunque no exclusivamente, a regiones que habían estado bajo el dominio efectivo de las autoridades coloniales. La autoridad nacional "redujo a la unidad" autoridades múltiples, constituyendo su soberanía en la subordinación o expropiación de otras.9 Al lograrlo, la nueva autoridad intentó ejercer esta soberanía nueva sobre territorios que permanecían fuera de su alcance, como "regiones de refugio".10 Este segundo movimiento llevó a los Estados a enfrentarse contra pueblos sin Estado, para llegar a definir sus delimitaciones territoriales ante otros Estados, que reivindicaban soberanías equivalentes y excluyentes, discutibles pero no subordinables.
La mayor parte del territorio de América Latina, denominado así desde mediados del siglo XIX, no había sido explorado hasta entonces por los europeo-descendientes. Esas tierras, así como las culturas de cientos de pueblos independientes, permanecían desconocidas para los saberes de Estado. La Era del Imperio transformó radicalmente su conocimiento y existencia, con una rapidez solo comparable a la primera Conquista europea. Entre 1860 y 1920 la mayoría de los pueblos de Patagonia, el Gran Chaco y la Amazonía (los más grandes sistemas socioecológicos de América del Sur) fueron sometidos a una novedosa "arquitectura del espacio"11 que reordenó las jerarquías etnoespaciales de la estatalidad y del capital, llenando "espacios vacíos" y produciendo los mapas físicos y políticos propios del siglo XX:12 superficies lisas en el color uniforme de Estados colindantes, sin intersticios.13 Lo mismo puede decirse de la imaginación simplificadora de las potencias imperiales. Las historiografías nacionales e imperiales, como las ciencias naturales y la cartografía, acompañaron el impulso económico, político y militar, y produjeron nociones exclusivistas que dotaron de credibilidad ideológica ese absurdo visual.14 Simbólica y materialmente, los Estados oligárquicos y los capitales imperiales resultaron triunfantes, venciendo las resistencias indígenas e incorporando sus tierras a la circulación capitalista. Las celebraciones del Centenario marcaron la clausura del ciclo, cuando aparece el clivaje político del "problema del indio" a la "cuestión obrera".
Los nuevos mapas nacionales que proliferaron a comienzos del siglo XX celebraron la civilización que impuso novedosas barbaries, corriendo su demarcación propietaria sobre los "baldíos" y las tierras "inesploradas" [sic], el asentamiento sobre el nomadismo y el capitalismo sobre la "prehistoria", como había sido pregonado desde mediados del siglo XIX.15 Ello también quedó plasmado en los millones de páginas con que los hombres del Estado, la ciencia y la historia de cada Estado produjeron lo nacional hasta alcanzar sus extensiones "definitivas". La ocupación de los espacios "salvajizados", selváticos o estepáricos, fluviales o marítimos,16 estuvo seguida por la operación delimitadora, por los trabajos de demarcación territorial e hidrográfica. La teoría política de la absorción natural de las periferias por los centros nacionales fortaleció los nacionalismos metropolitanos, en una narrativa de progreso lineal y encandilado con Europa. Sin embargo, las nuevas soberanías se demostraron más ficticias que efectivas, la homogeneidad más deseo que resultado y la presencia del capital exportador más fugaz que permanente.17 Al término de la Primera Guerra Mundial o con la crisis de 1930, la antigua barbarie retornó a los márgenes recientemente territorializados. Y estalló como cuestión social en los centros.
En las páginas siguientes, analizamos algunos de estos elementos como un bagaje conceptual de las historias nacionales que ha permanecido en los estudios de fronteras. En primer lugar, caracterizamos la relación entre expansión imperial global y expansiones nacionales sudamericanas, y a partir de ello abordamos la relación entre expansión hacia adentro y hacia afuera, imperio formal e informal, y colonialismo interno y externo. Sostenemos que el dentro/afuera acompaña la dicotomía formal/informal y reproduce las ficciones jurídicas que sustentaron los procesos expansivos sobre pueblos-territorios sin Estado y, por ello, volvemos sobre la pluralidad de las soberanías.18 Discutiendo, finalmente, algunas tipologías de fronteras, planteamos que a pesar de la crítica a la frontera estadocéntrica, aún está pendiente rehistorizar desde arriba y desde abajo, desde los márgenes en perspectiva global y microhistórica, el medio siglo brutal que caracterizó la estabilización de lo nacional inmediatamente anterior a la primera Gran Guerra.
Soberanías varias y colonialismo poscolonial en la Era del Imperio
Entre la década de 1870 y la Primera Guerra Mundial "la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal"19 de Estados europeos occidentales, Japón y Estados Unidos. En América la Era del Imperio se expresó con una fuerza equivalente: los pueblos indígenas hasta entonces soberanos fueron derrotados desde las Grandes Planicies hasta Tierra del Fuego y sus tierras divididas en jurisdicciones estatales e incorporados al comercio global. Entre 1850 y 1913, las exportaciones latinoamericanas crecieron un 1.000 %, con Europa y Estados Unidos controlando más del 90 % del comercio mundial.20 Este fue el gran "agente del cambio", desarrollando una Segunda Conquista que favoreció la consolidación de los Estados nacionales sobre nuevos territorios.21 Este colonialismo poscolonial o republicano sobre las "fronteras de la civilización"22 clausuró el siglo xix largo, o ciclo clásico de la modernización, instalando como dominante una doble experiencia de Estado y mercado (proyecto liberal y desarraigo social),23 como "conquista de grupos indígenas, cercenadas relaciones comunales y bosques masacrados".24 Es decir, una doble soberanía que cercó los "espacios fugitivos"25 apropiados en la mirada estatal-racionalista.
Esta doble soberanía refiere a lo que Nugent identificó como los impulsos coincidentes que definieron la conquista de nuevas regiones, "en una escala nunca antes posible",26 por europeos y europeoamericanos. Por cierto, esa fuerza global del capitalismo imperial ha sido relevada por numerosos autores. Desde el borrador de Engels (1847) al Manifiesto de 1848 ("la gran industria ha traído a todas las naciones de la tierra en estrecha conexión, ha arrojado a todos los pequeños mercados locales en un solo mercado mundial, ha expandido la civilización y el progreso") hasta la edición definitiva con Marx ("todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado"),27 es claro que el vapor, la industria y las finanzas europeas atravesaron, unificando, un mundo ancho y todavía ajeno. El artículo de Nugent es notable no por percatarse de ese impacto -conocido, aunque subvalorado-, sino por articular "el impulso fronterizo" americano con el "impulso imperial", relacionados "en tanto fuentes y performance".28
En América, las historiografías plantearon la necesidad estratégica de ocupar "baldíos" y conectarse a Europa, pero enfatizaron los elementos políticos internos derivados del fortalecimiento de los Estados civilizadores para superar las herencias indígena e hispana.29 Consolidados los Estados, las historiografías representaron en perspectiva exclusivista el avance de fronteras, lo mismo que las nociones de robo territorial por uno o más
Estados devenidos vecinos. Tanto en la expansión como en la contracción ante otro Estado, esos mitos confluyen en el panteón excepcionalista del sentido común nacionalista (en tanto cada Estado funda sus propios mitos sobre las fronteras). Lo mismo para Estados Unidos, con su "imperialismo excepcional".30 En este sentido, "el proceso de construcción del mito de la frontera" fue central para la formación de los Estados "y contaminaba, en aquel tiempo como hoy, las aproximaciones historiográficas".31 Uno de sus componentes esenciales, sobre el que volveremos, es el de la "extinción" de los indígenas, relegados a preexistencias desaparecidas con la maduración de lo nacional.32 La historia fue entonces cercenada, hacia adentro del territorio pretendido por cada Estado, recortada en sus puntos de interacción con un afuera-extranjero convertido en vacío. En este sentido, instaló una disociación entre los diferentes impulsos nacionales, y entre estos y los imperiales.
Esta naturalización de las fronteras se expresa en la idea de expansiones "hacia afuera" (contra otros Estados) y "hacia adentro" (contra pueblos otros). La principal diferencia entre las fronteras del Imperio y las del Nuevo Mundo, planteaba Nugent, sería que estas últimas "estaban dentro de los límites territoriales". Las fronteras interiores corresponderían, por tanto, a avances sobre indígenas que "vivían en áreas reconocidas por la ley internacional como ubicadas dentro de los límites del territorio soberano de la nación de estirpe europea, como los americanos nativos desde Patagonia hasta el Ártico".33 Así, el deseo estatal legalizado y no la práctica social delimitaría lo interno y lo externo, que eran en realidad para Estados nacionales e imperiales, contingentes y variables.
De acuerdo con los ordenamientos legales de los nuevos Estados, los territorios y las potestades reclamadas por distintas instituciones cabrían dentro de lo que Guerra definió como "ficciones jurídicas".34 El estatuto territorial y la soberanía política fueron los elementos jurídicos centrales para la redefinición de los balances de poder entre cabildos y ciudades, provincias, Estados y metrópolis:35 soberanías ficcionales y ficcionantes, en cualquier caso. Aunque la Constitución chilena de 1833 definía como su límite austral el Cabo de Hornos, Chile no dispuso por décadas de capacidades para asegurar la zona. Ese mismo cuerpo legal definía que la soberanía residía en la nación, aunque fuera ejercida por ínfimas minorías. A pesar de la narrativa jurídica, nada permite considerar que los pueblos de la Tierra del Fuego vivían en territorio chileno o argentino o que la soberanía popular era ejercida en uno u otro país. Lo mismo es válido para los nativos de la Amazonía o las Tierras Bajas y los Estados de Colombia, Perú, Venezuela o Bolivia: la pretensión de cada Estado no tenía mayor materialización entre ellos.36
Si en su sentido "más básico e histórico", como ha planteado Perreault, "el poscolonialismo es el periodo posterior al fin del colonialismo formal", y por lo mismo "una forma de identidad oposicional"37 al colonialismo, tendríamos que reconocer que la extensión desigual de los nuevos Estados lanzó otras tantas formas coloniales sobre otros pueblos. Estatalmente, las independencias pusieron fin a la Colonia. Socialmente, y en especial para los pueblos indígenas, la América poscolonial relanzó un colonialismo antiguo con una fuerza inusitada. Lo que llamamos colonialismo poscolonial es, por tanto, un concepto tan estadocéntrico como el de frontera interna, en el sentido que caracteriza políticas de conquista, ocupación y racialización y no la desigual experiencia de quienes las enfrentaron entre Alaska y la Tierra del Fuego.38 Para ellos y ellas, el resultado de las incursiones de las autoridades hispanas, portuguesas o inglesas fue por cierto diferente a las de aquellas protagonizadas por autoridades nacionales en la segunda mitad del siglo xix. Ahora el Estado había llegado para quedarse (quedándose y retirándose en distintos momentos a través del tiempo).
La noción de frontera interna, desarrollada en el siglo XIX, expresó la contradicción entre la ficción jurídica de la soberanía y el control efectivo de espacios socialmente ajenos. Lo interno no era sino deseo. Esos espacios escasamente intervenidos no pueden considerarse dentro del Estado, sino desde la perspectiva de un sistema de relaciones internacionales que es, en realidad, interestatal.39 Una excepción posible a la diferencia interno/externo podría ser el caso de los pueblos y territorios vinculados a la administración hispana por los pactos coloniales.40 En Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, por ejemplo, estos acuerdos garantizaban tributo, mediante soberanías indígenas que estaban dentro y fuera del poder estatal. Como ha señalado Larson, los asaltos liberales del ciclo exportador destruyeron la pax colonial con la subordinación racializada de las repúblicas de indios.41 Con estos ataques, el dentro/fuera se reconfiguró en un régimen de inclusión para la exclusión, tan poscolonial como colonial.
La noción de colonialismo interno, formulada en la década de 1960 por Pablo González, fue especialmente significativa para el análisis de la estructura social latinoamericana, en tanto reconocía la situación diferenciada de la dominación étnica producida por la conquista y la desigualdad estructural entre centros y provincias, surgidas de la colonización europea y de la construcción de los estados nacionales.42 Sin embargo, en aspectos que González revisitó significativamente tres décadas después, la integración entre colonialismo interno, internacional y transnacional había sido menospreciada.43 Esta articulación es clave, y permite desmontar, en particular frente a la reemergencia indígena, la idea de lo interno como una incorporación definitiva, perpetua, de los entonces vencidos al territorio-tiempo nacional.
En ese sentido, la figura legal de los territorios nacionales en Hispanoamérica y de los territorios federales en Brasil permitió a los Estados poscoloniales, siguiendo el modelo estadounidense, incluir/excluir sus anexiones. La figura definió un estado de excepción que permitía la administración del poder ejecutivo sobre espacios "propios" que carecían de los atributos de la nacionalidad.44 Estos territorios coincidieron con espacios disputados entre dos o más estados o pueblos. La figura legal es explícitamente colonial: sancionó que las poblaciones locales, por número, instrucción o riqueza, no estaban preparadas para gobernarse por sí mismas y que el poder político debía ser ejercido a larga distancia. Este mismo principio de incorporación del espacio como territorio y con exclusión de sus habitantes se asemeja a las ficciones legales de la soberanía popular: los habitantes de las zonas efectivamente controladas por el Estado quedaban sujetas a su autoridad, pero excluidas de la toma de decisiones.45 Como planteó Frederick Cooper: "lo colonial evoca sobre todo la marca sobre ciertas personas como distintas, necesitadas de formas especiales de vigilancia y supervisión, e incapaces de participar plenamente en los proyectos de una sociedad modernizante".46 Territorios -incompletamente- nacionales, colonos -insuficientemente- nacionales, indios -incapaces de- nacionalidad: dicho de otra manera, siguiendo a Chakrabarty, dentro de la narrativa "compartida por las imaginaciones imperialista y nacionalista", "lo 'indio' fue siempre una figura de la falta".47 Los pueblos que ocupaban esos territorios experimentaron un fin del mundo en la Era del Imperio. Por acto de prestidigitación jurídica, las tierras indias fueron convertidas en tierras fiscales; un segundo acto mágico las transfería del Estado a particulares que, en ausencia de estatalidad y fundiéndose con ella, podían ejercer derechos de explotación y soberanía, como derecho sobre la vida y la muerte.48 En este sentido, en los territorios nacionales, de colonización o federales se constituyeron soberanías fronterizas, esto es, soberanías múltiples, contradictorias, produciendo brutales reorganizaciones identitarias. Se trata, pues, de "fronteras de la civilización": desde la perspectiva del Estado, frente a la independencia o la barbarie; desde la perspectiva del capital, para la incorporación exportadora, de la propiedad privada contra los comunes; desde la perspectiva misional, ante el paganismo; desde la perspectiva ilustrada, frente al analfabetismo. Para los paganos sin escritura ni propiedad ni Estado, fronteras porosas entre la vida y el holocausto. Entre ambos términos se extendía, y se extiende hasta hoy en muchos casos, variantes de la esclavitud, el desplazamiento forzado y la miseria.
En la mayor parte de la Amazonía cauchera, en las plantaciones de henequén yucatecas y en los quebrachales chaqueños, la suplantación y superposición de soberanías entre distintos capitales y dos o más Estados viabilizó el reacomodo de fuerzas nacionales sancionadas por las líneas rectas del sistema internacional. Esta superposición de actores implicó nuevos pactos de dominación entre élites nacionales, imperiales y locales, más recientes, y reacomodos forzados entre actores locales. Este proceso, para las Malvinas y la Patagonia austral ocupadas por estancieros británicos, lo denominamos soberanía ovina: la fuerza efectiva de ocupación allí fue el commodity-animal, como en otros lugares fue la goma, la quina, el quebracho o el café.49
Soberanías corporativas o delegadas
En los tres millones de hectáreas de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, como en los dos millones de La Forestal en Chaco Austral, o en los seis millones de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo, los estados transfirieron tierras escasamente mapeadas en las que cuerpos armados de compañías, británicas o inmersas en cadenas de producción británicas, impusieron el desplazamiento, la subordinación y/o el exterminio.50 Consideradas popularmente como Estados dentro de Estados, en las compañías de colonización se privatizó la reproducción del Estado, mediante una soberanía delegada que emergió de la expropiación política (virtual, estatal) y económica (material, empresarial) de las soberanías indígenas: la soberanía del capital, gracias a los Estados, constituyó la estatalidad. En otras palabras, la incesante acumulación por desposesión (deseada y efectiva, luego) se fortaleció, con la participación de capitales y estados imperiales y nacionales.51 Se trata, pues, en las colonias imperiales y en los territorios nacionales, de una soberanía novedosa: la del capitalismo en la Era del Imperio.52
La conquista europea en América y Australia y el reparto de Asia y África siguieron derroteros similares en el establecimiento de jerarquías de la diferencia. Los imperios español y portugués, primero, y el británico, más tarde, como los estados nacionales latinoamericanos, utilizaron figuras como las de Terra Nullius, Terra Incognita y Uti Possidetis para sancionar sus procesos de fronterización y periferialización.53 Los procesos expansivos fueron, asimismo, dirigidos por fuerzas del Estado, mixtas o privadas. Los bandeirantes "embistiendo contra la tierra y contra el hombre, buscando el oro o el esclavo"54 hacia los bosques del Brasil y los adelantados en el mundo andino, como las compañías de colonización en Asia, desplegaron gobernanzas investidas por el poder de imperios o naciones Estado. Lo mismo hicieron órdenes religiosas, que articularon a las transferencias de soberanía inmensas jurisdicciones asignadas por el Vaticano o las iglesias británicas.55
Si bien hay muchas diferencias a través del tiempo, el principio de la soberanía corporativa, revestida de autoridad formal por algún Estado, se expresó56 en la Santa Fe Land Co. y con los barones caucheros bolivianos o brasileros, lo mismo que en las grandes compañías ganaderas de Patagonia o Australia.57 En su genealogía, estas fueron precedidas por empresas-Estados como las Británica u Holandesa de las Indias Orientales o la de Bahía Hudson.58 Esta última, por ejemplo, la mayor latifundista del mundo, controló por Carta Real británica durante siglos los territorios indígenas que en el siglo xix vendió a Canadá, para que se formara ese Estado, y en los que hoy, los descendientes de los nativos despojados, reclaman el reconocimiento de sus antiguas soberanías y la larga duración de un genocidio continuo.59
La vasta "geografía conjetural" 60 de mediados del siglo xix se transformó en delimitaciones naturalizadas en las primeras décadas del siglo xx. Retomando la expresión de Raymond Craib: "como la literatura, el arte, la música y otras formas culturales", como la historiografía, "los mapas devinieron una forma de simultáneamente significar la existencia y fomentar la creación de una identidad poscolonial" para los Estados, y colonial, otra vez, para los nuevos conquistados.61 Por su mera calidad de tales los Estados adquirieron derechos de soberanía sobre territorios indígenas sin su acuerdo, y aún "sin tomar posesión y sin establecer control efectivo".62 El Estado operó como un metacapital ("un capital que tiene la propiedad particular de ejercer el poder" "un poder sobre todo capital", "sobre la conservación y la reproducción de diferentes especies de capital"),63 situado por encima de los conflictos sociales, de los idiomas, costumbre y autoridades locales, cuya historicidad transformó la frontera no delimitada y porosa de la primera mitad del siglo XIX en la cartografía fija de mediados del siglo XX. Cada Estado llegó a limitar con otro, como cada Imperio, y hacia adentro a situarse como un entramado de relaciones por encima de la sociedad, al margen de las diferencias regionales. Entonces, la fuerza armada "ya no es la población armada", como las milicias, guardias o montoneras que protagonizaron las guerras de la Independencia americana, sino "destacamentos especiales de hombres armados"64 divorciados de los pueblos, envueltos simbólicamente en una apariencia de ecuanimidad. El estado poscolonial hacia afuera y colonial hacia adentro (un dentro-fuera centralista que define el triunfo del Estado) llegó a ser, desposeyendo y acumulando, un metapoder capaz de redistribuir poderes, exitoso en presentar los intereses de los pequeños grupos que lo controlaban como intereses generales, de todos los grupos subordinados en -el ahora- su territorio.65 Las historias nacionales son esa historia.
La dirección de los límites y las fronteras
Distintas vertientes historiográficas han oscilado entre el estudio de las fronteras como delimitación y su historización como espacios liminales. En la imaginación colonialista, la frontera y el límite tienden a coincidir, aunque puedan diferenciarse contextualmente. En general, se entiende la primera como la zona contigua a la delimitación (internacional) y también como el paso que permite cruzarla legalmente (el puesto fronterizo). El límite, invariablemente, remite a una línea material o virtual, que algún autor inspirado ha denominado la epidermis de la nación. En esta metáfora, la frontera-límite sería órgano de un cuerpo, que expresa y contiene una identidad, a la vez que se nutre del contacto con lo(s) de afuera.66 Por otro lado, tenemos definiciones sociales como la de Cynthia Radding, para quien las fronteras son "espacios físicos [...] experimentados y aprehendidos en su realidad material y contornos cambiantes",67 "espacios culturales de mezcla e intercambio […] que no necesariamente constituyen territorios delimitados. Como redes, trazan vínculos significativos entre pueblos, commodities [...] y memorias históricas a través de distancias geopolíticas y barreras políticas".68 En la frontera "blanda" (territorios en transición, heterogéneos, zonas de contacto y relaciones interculturales en los que, por lo general, "nadie tiene un perdurable monopolio de la violencia")69 "resulta más pertinente hablar de espacio o complejo fronterizo que de frontera stricto sensu", como plantea Boccara.70
El orden espacial global se estructuró como "sistema único", sobre nuevas unidades territoriales, nuevos márgenes y nuevos centros, superpuestos a otros más antiguos. La diferencia es que esas nuevas delimitaciones, cuya característica espacial es la línea poligonal, debían coincidir con los proyectos de una bandera, una lengua y una nación. La "fronterización" dio contención cartográfica a una idea de soberanía coincidente sobre poblaciones divorciadas de sus territorios y fijadas o borradas entre las delimitaciones de la propiedad y la estatalidad. Los indicadores más claros de esta política son las deportaciones, las limpiezas étnicas y los desplazamientos forzados, siempre precedidos y acompañados de la deshumanización.71 La nueva soberanía se ejerció sobre una tierra a cuya población no se le reconoció derecho: así lo plantea Da Cunha para el Amazonas y el sertão72 o Lucas Bridges para los yaganes del canal Beagle.73 Como señaló Veracini: el colonialismo de asentamiento convierte a los nativos en refugiados, como antesala de prácticas genocidas.74 En América, genocidio en el Amazonas y en Tierra del Fuego, en el Chaco y Australia, en el país Yaqui y el Petén.
Genocidio, pero también estabilización y reorganización centralmente planificada del estatuto jurídico de los territorios y pueblos colindantes a la delimitación, objeto de disposiciones especiales. Decretos y leyes que permiten la incorporación virtual del territorio (frente a otros Estados) y una limitación mayor o menor de los derechos de sus habitantes, excluidos de la ciudadanía durante la ocupación y nunca "nacionalizados" con pleno derecho. Esos bolsones geopolíticos de administración delegada se han denominado de distintas maneras. Más recientemente: faixas de frontera en Brasil, zona de seguridad fronteriza en Bolivia y Paraguay, franja limítrofe y franja costera en Chile, zonas de frontera y zonas de seguridad en Argentina.75
De esta manera, las nuevas formas de integración, apropiación y control socio-territorial no constituyen procesos lineales, continuos o progresistas. En la integración al mapa nacional de los espacios marginales se superpusieron soberanías indígenas preexistentes y novedosas soberanías sociales, migrantes, con la soberanía del capital y la incipiente, ambigua e incluso delegada soberanía nacional. Para repensar las fronteras y la soberanía estatal en los márgenes de las nacientes repúblicas americanas del siglo XIX se precisa desnaturalizar el Estado, como puramente normativo e institucional, así como las nociones de autoridad y poder: porque la soberanía y la frontera son construcciones culturales situadas temporal y espacialmente lejos de la pretensión de normalidad del Estado.76 Más allá de las fantasías interesadas del Estado, la pregunta es cómo entender los espacios tardo-nacionalizados desde la perspectiva de los agentes del Estado, de los explotadores del caucho en la Amazonía o de los ovejeros británicos de Tierra del Fuego, y de los selknam, mapuches o waoranis. Lo que opera es la tensión entre normas, deseos y prácticas, entre intereses económicos, disputas políticas y representaciones espaciales, como heterogeneidad confrontada en las "fronteras borrosas" de Gupta77 que ponen en cuestión la rigidez, veracidad y permanencia de la autoridad colonial, imperial o nacional, aun en plena proliferación de las delimitaciones internacionales.
Conclusiones
Historizar radicalmente las fronteras es una forma de hacer saltar el continuo de la historia allí donde el Estado, en sus formas excepcionales, es norma aguda o ausente. Con los estudios de frontera es posible intentar desmontar el excepcionalismo de las historias nacionales, reconociendo las condiciones de producción y la excepcionalidad de las delimitaciones rígidas que sobre el papel parecen simples y coherentes, pero que desde las locaciones concretas de la experiencia fronteriza se demuestran complejas y cambiantes, con una heterogeneidad desigual que resiste la pretensión homogenizante de la nacionalidad.
Las tipologías construidas por numerosos autores son significativas, tanto al demostrar la imposibilidad clasificatoria, como en cuanto permiten apreciar la amplia gama de situaciones de frontera. Fronteras distantes, arrítmicas, vibrantes y protocolares, definidas a partir de la guerra en sus muchos tipos, de mediación, o de negociación.78 Esta polifonía fronteriza hace necesario reexaminar la presunta lógica nacional de su constitución, desnaturalizándolas para incorporar a los actores del "afuera" nacional (como los capitales imperiales) y civilizacional (como los multiétnicos migrantes pobres y los pueblos originarios colonizados) en su vida propia, distinta a la réplica de las categorías e intereses metropolitanos. Si con el giro hacia las fronteras en general "entraron" en la Historia espacios geográficamente marginales, el Estado nación permaneció como eje de estudio: de alguna manera se reprodujo su centralidad en el estudio de la producción de delimitaciones externas atribuidas a causas internas, antes que continentales, globales y locales. Insertar la expansión de los Estados en el contexto de los flujos imperiales podría permitir romper con el excepcionalismo y prestar atención a las voces bajas que sobre los bordes de la estatalidad inscribieron sus historias de etnogénesis, acomodación y resistencia.79 Si algo convirtió en sujetos equivalentes entre sí, en tanto "indios", a los agricultores yaquis de Sonora, a los nómadas del mar del Cabo de Hornos y a los witotos del Caquetá, ello fue la doble expansión de capitales privados, generalmente imperiales o combinados, y fuerzas estatales, nacionales, generalmente simultaneas y en disputa. Transnacionalizar el estudio de la expansión, en este sentido, significa reconocer que las fuerzas intervinientes se originaron en lugares y culturas diferentes, que en sus flujos tendieron -aunque sólo en la cáscara nacional de la historicidad-, a la unificación. Ahí abajo, sin embargo, las multiplicidades persisten.
La territorialidad estatal emergente del siglo XIX tomó como fundamento el control y demarcación de territorios, pero no solo mediante la ocupación efectiva, que en muchos espacios tardó décadas, sino también a partir de normas, rutinas, símbolos y formas de disciplinamiento80 que incluyeron fundamentalmente radicación, colonización, concesiones y remates, formación de parques nacionales, establecimiento de rutas, pueblos y ciudades. Ese proceso comenzó antes (exploraciones militares y científicas destinadas a reconocer los territorios "bárbaramente estériles; maravillosamente exuberantes"),81 siguió por la vía de concesiones sobre los "márgenes de la nación" y se mantiene en la nacionalización historiográfica de las narrativas de la colonización. Porque no son procesos lineales, ni continuos o progresistas. En la integración al mapa nacional de los espacios marginales se superpusieron soberanías indígenas preexistentes, la soberanía del capital y la incipiente, ambigua e incluso delegada soberanía nacional.
Por esto el proceso de "nacionalización" territorial, como fenómeno normativo e institucional, ha "tardado" en consolidarse, permitiendo el reacomodo de antiguas prácticas territoriales indígenas, como la movilidad ganadera mapuche a través de la cordillera de los Andes en las regiones patagónicas, fenómeno que perduró hasta muy entrado el siglo XX,82 o la movilidad indígena, a través de las fronteras de los nueve estados que se proyectan hacia el complejo Amazonas, por nombrar algunas de las fronteras más porosas y heterogéneas. Esta continuidad en los patrones de movilidad indígena ha sido advertida por diversos autores83 y expresa la existencia de una liquidez fronteriza y el ejercicio de soberanías superpuestas o en conflicto, y también se relaciona con las formas de comprensión del Estado y sus formas de producción y reproducción, que se desenvuelve de manera desigual en distintos contextos y momentos.84 Pero para entender la forma en que se incorporan las soberanías hegemónicas estatales -expresadas en la constitución de los límites y fronteras- a las prácticas sociales y la subjetividad, es preciso comprender también las respuestas de los sujetos a la normatividad estatal, las cuales pueden ir de la aceptación y acomodo al rechazo o la resistencia cotidiana.85
En otras palabras, la soberanía estatal, como parte fundamental del proyecto político hegemónico, y las estructuras de autoridad burocrática que de él derivan, dependen no solo de la "voluntad política" del Estado y de los grupos que lo controlan empujados por el capital, sino también de los actos y acciones repetitivas, de las rutinas que inculcan las nociones de soberanía, frontera y nacionalidad en la vida cotidiana, de las adaptaciones y resistencias de los sujetos a la imposición de esas normas y de la irrupción de formas contrahegemónicas de vivir la soberanía.
Los procesos de fronterización, acompañados de las concepciones modernas de soberanía estatal, deben ser comprendidos como procesos dinámicos, móviles y heterogéneos. No se puede confundir la fijación del espacio en los mapas y en las narrativas nacionales con la delimitación social, nacional o étnica efectiva en los espacios de margen. El nuevo orden territorial, derivado de las políticas de frontera, no resultó de los proyectos oligárquicos nacionales sino de una conjunción de intereses de estatales y comerciales en la Era del Imperio; al mismo tiempo, estas soberanías en disputa, superpuestas o ambiguas, se entrelazan o subordinan con las soberanías indígenas pre, para y posestatales. En estos contextos, los pueblos indígenas, primero, y las comunidades migrantes, inmediatamente después, han disputado el fondo y las formas de las soberanías impuestas y en múltiples territorios lo hacen hasta hoy, dentro de prácticas políticas postcoloniales o decoloniales.
Para una historización de las soberanías en la Era del Imperio en Sud-américa es necesario entonces cruzar analíticamente las distintas escalas en que se articulan capitales, culturas y prácticas de territorialización. Lo nacional-estatal viene a resultar en el siglo XX de un proceso "desde dentro", en parte, pero no excepcional ni lineal, y empujado principalmente "desde afuera", desde los diversos centros y nuevas periferias en que se reorganizó la espacialidad del capital.