En 1892 Antonio José de Sucre Alcalá, hijo del mariscal de Ayacucho, lamentaba el fallecimiento de José Joaquín Ortiz (1814-1892), letrado colombiano, poeta, educador y apologeta del catolicismo, "cuya muerte", decía, "hoy deploran las letras hispano-americanas". En su opinión, el finado había sido "uno de los más hábiles apologistas contemporáneos de nuestra santa religión", un "atleta de la causa católica".1 Tildándolo de tal, retomando la resignificación de los valores paganos efectuada por los primeros cristianos, Sucre posicionaba a Ortiz entre los "campeones de la fe", entre aquellos merecedores del verdadero triunfo: las palmas del martirio.2 Y, como si lo anterior no bastara, lo insertaba asimismo en una genealogía familiar martirológica, en calidad de "hijo de un mártir de la independencia hispano-americana, inmolado [...] en 1816".3 Aunque falso, este dato reforzaba una semblanza en la que el retratado parecía la encarnación misma de los valores sacrificiales cristianos.4
Sea como fuere, lo cierto es que José Joaquín Ortiz se refirió una y otra vez a la noción de sacrificio voluntario a lo largo de su trayectoria intelectual, ahondando en su significado propiamente católico, en sus meandros semánticos y en su relevancia para combatir el influjo corruptor del utilitarismo. Su caso constituye un punto de partida ideal para explorar las relaciones existentes entre esta noción, a la sazón ampliamente debatida, y la búsqueda decimonónica de una "ciencia de la moral", que Ortiz definió como un conocimiento capaz de "determinar el fin del hombre y dictarle [...] el conjunto de sus deberes", pero a la vez como un saber que "pisa el terreno de los hechos", que no permanece en la sola contemplación.5 Según esta definición, que servirá de guía en este escrito, más que de una ciencia, se trataba de un régimen teórico-práctico encaminado a disciplinar al ser humano -al patriota, al ciudadano, al católico- en todo su accionar cotidiano, un régimen moral interiorizado e integrado a un habitus. Toda vez que la teoría (qué es el bien) y la práctica (cómo hacer el bien) de este régimen moral giraban alrededor de la introyección del sacrificio voluntario, era un régimen moral sacrificial. La obra de Ortiz, en consecuencia, todavía a la espera de un estudio sistemático -quizás por el peso excesivo que la historiografía le ha otorgado a Miguel Antonio Caro-,6 sirve de puerta de entrada a uno de tantos caminos escogidos por los letrados decimonónicos para concebir, fomentar y cimentar una idea de ciudadanía, república y nación determinadas.
El propósito de este artículo es servir de introducción al régimen moral sacrificial en la obra de Ortiz, partiendo, sobre todo, de su ensayo polémico Las Sirenas (1868), texto-pivote en el que vienen a confluir y sedimentarse una serie de obsesiones suyas y de la intelectualidad que lo rodeaba. Para ello, presentaré primero la noción de sacrificio voluntario que se encuentra lo mismo en Las Sirenas que en otros de sus escritos, contextualizándola; segundo, indagaré en la idea de que el medio siglo padecía una "irrupción intempestiva del paganismo", un "momento pagano", si se quiere, que agudizaba la necesidad de impulsar un régimen moral sacrificial; tercero, me referiré al influjo que tuvo en Ortiz, en calidad de paradigma del mártir católico, Manuel José Mosquera, arzobispo de Bogotá, la llegada de cuyo corazón al país coincidió con la publicación de Las Sirenas; cuarto, y antes de concluir, me referiré a la estética cristiana con que el letrado pretendió fundar y difundir un régimen moral sacrificial. Sosteniendo un proyecto de educación nacional y una disciplina emocional, esta estética contribuiría a la consolidación de una república católica.
El sacrificio voluntario en la obra de José Joaquín Ortiz
Las Sirenas, discurso de José Joaquín Ortiz contra la moral sensualista de Jeremías Bentham vio la luz en 1868, justo en los albores de lo que se ha llamado el "segundo debate sobre Bentham".7 Inserto en una discusión que abarcó décadas, este "segundo debate" iría aproximadamente de 1868 al estallido de la guerra civil, en 1876, y fue catalizado por un conjunto de hechos coyunturales: la enseñanza de las doctrinas de Jeremías Bentham (1748-1832) en la Universidad del Rosario, la inclusión de sus textos, junto con los del sensualista Destutt de Tracy, en los cursos de derecho y de filosofía elemental de la recién creada Universidad Nacional (1867) y la publicación de la Filosofía Moral (1868) de Ezequiel Rojas, el mayor representante del utilitarismo en Colombia.8 La discusión giró en torno a la difusión y enseñanza del utilitarismo en las instituciones públicas y sus posibles consecuencias morales. Si bien era una doctrina orientada a la racionalización, codificación y sistematización de la jurisprudencia, por lo que resultaba atractiva a las élites de un país recién emancipado,9 en Colombia algunos la recibieron como un injerto foráneo que ponía en peligro la tradición hispano-católica del país y el disciplinamiento moral de sus ciudadanos, abocándolos a un libertino sensualismo. Con ello el orden social en su totalidad, empezando por la familia como microcosmos de la nación, se veía seriamente amenazado.
La algidez del debate, en buena medida, se alimentó de la deriva dogmática y antimoderna de la Iglesia católica, enfrascada entonces en una agresiva reestructuración de doctrina, jerarquía, liturgia, proselitismo y catequesis; en suma, la consolidación a nivel global de una "segunda Contrarreforma".10 En calidad de "escritor católico",11 José Joaquín Ortiz desempeñó un papel activo en esta reacción religiosa y conservadora que en Colombia venía adquiriendo ímpetu desde mediados de la década de 1850 y que, finalizando la de 1860, alcanzaría la madurez intelectual en las obras de José Manuel Groot, José María Vergara y Vergara y Miguel Antonio Caro.12 Su ensayo, por consiguiente, resultó contemporáneo de otras impugnaciones filosóficas, historiográficas o teológicas de la doctrina benthamista: por encima de los opúsculos de Ricardo de la Parra (1868), Joaquín Mosquera (1868), José Vicente Concha (1869), Pastor Ospina (1872) y Toribio María Malo (1872), descuellan la Historia Eclesiástica y Civil de la Nueva Granada (1869-71) de Groot, las Cartas al señor Ezequiel Rojas (1868) de Caro y su Ensayo sobre el utilitarismo (1869).13 Alineadas en un frente común, estas arremetidas apuntaban a Ezequiel Rojas y sus principales acólitos: Francisco Eustaquio Álvarez y Ángel María Galán, este último autor de una meticulosa Refutación (1870) del ensayo de Ortiz.14 Tanto Las Sirenas como el "segundo debate" se nutrieron, de este modo, de un proceso diacrónico y acumulativo de ofensiva católica, desplegado a nivel nacional e internacional y enfilado contra la Ilustración, sus fundamentos y su presunta genealogía intelectual: la Internacional Católica.15
Concebido como una "fotografía" del utilitarismo,16Las Sirenas buscaba retratar al "monstruo" "tal cual es", en toda su "pasmosa fealdad moral". Solo así los lectores quedarían advertidos de su corruptor influjo y, con mayor razón, los padres de familia interesados en la buena educación de su descendencia.17 Citando y reduciendo al absurdo cada una de las afirmaciones de Bentham, recurso ubicuo en estas querellas públicas,18Las Sirenas se proponía demostrar la insalvable incompatibilidad entre utilitarismo y catolicismo, pues cada cual le determinaba un fin y unos deberes distintos al ser humano. Esto es, cada cual delineaba un régimen moral diferente. Si bien los conservadores católicos no fueron los únicos que señalaron deficiencias en la doctrina del inglés,19 sí fueron los más estridentes en sus críticas al afirmar que el régimen moral del catolicismo y aquel atribuido al utilitarismo eran absolutamente irreconciliables. No escapaba a esta excluyente contraposición, por supuesto, la noción de sacrificio voluntario, que se sospechaba amenazada de muerte por el egoísmo individual que entronizaba la doctrina benthamista.
Ortiz no fue ni el primero ni el último, en Colombia o en Occidente, en reflexionar sobre el sacrificio voluntario. Cuando menos desde el Tratado sobre los sacrificios (1821),20 de Joseph De Maistre, la intelligentsia católica había ahondado en su significado, lo mismo en la teología cristiana que en la historia universal regida por la divina Providencia.21 En Hispanoamérica, la consecución de la Independencia y las evaluaciones críticas de esta, comunes desde la década de 1830, sirvieron de caldo de cultivo para sesudas disquisiciones en torno a la eficacia y legitimidad de los sacrificios pasados, presentes o futuros, entendidos como basamento de una nación independiente y madura.22 A menudo, estas preocupaciones cristalizaban y emergían en las intensas pero esporádicas polémicas contra el utilitarismo que, cuando menos desde la ratificación del plan de estudios de 1826,23 inundaron la esfera pública: Mariano Ospina Rodríguez, verbigracia, declaró en carta pública dirigida al jesuita Mario Valenzuela que los benthamistas ansiaban "sustituir el egoísmo [...] al desinteresado patriotismo que sabe sacrificarse por la libertad", de paso "mofándose del patriotismo y de la abnegación generosa que derraman la propia sangre y sacrifican la propia vida por la libertad de los pueblos".24 Y Miguel Antonio Caro, desde las trincheras de El Tradicionista, sentenció que "Bentham se burla del sacrificio en general y especialmente del sacrificio voluntario. Y bien, el sacrificio es noción fundamental no sólo del cristianismo sino de toda religión".25 El sacrificio, entonces, estaba lejos de ser una cuestión baladí, un lugar común o un mero exceso retórico. Lo que estaba en juego era nada menos que la legitimidad de una idea de nación, de la religión en general y del cristianismo en particular, considerado el epítome de la civilización por figuras como Caro, Ospina Rodríguez, Valenzuela y Ortiz.
En Las Sirenas, el sacrificio permite a su autor reflexionar sobre la naturaleza esencial del ser humano y sus deberes en el mundo moral. Representa, ante todo, el camino a la salvación, fin último del cristiano y demostración de que el hombre, aparte de carne, también es espíritu trascendente. La renuncia al placer, bien máximo identificado con lo útil según el sistema de Bentham, y la aceptación del dolor, "el hecho más universal", aseguran para Ortiz la salvación eterna. Es atravesando el dolor, en efecto, que la humanidad puede librarse de la culpa, mancha del pecado original y "herencia que se transmite de padres a hijos, que pasa con la sangre, que se mama con la leche". "Considerando el dolor como ley inevitable de su naturaleza, expiatoria y divina", el ser humano deberá "sufrirlo con resignación y valor"; en eso y nada más consiste "el código de la moral del Redentor": en la continua expiación, la permanente purificación. Parafraseando a De Maistre y sus epígonos, para Ortiz "el mundo es como un altar inmenso en donde caben todos los cálices para el sacrificio", un altar en el que el dolor, más que un mal, es una realidad ineludible y una oportunidad de redención.26
No hay lugar, en este proceso expiatorio exigido por una antropología negativa, para el cálculo moral propugnado por Bentham, ni para el "dejarse llevar por la ola impetuosa del placer", algo que "cualquiera puede hacer". "Seguir a Epicuro", argüía Ortiz, "es cosa bien fácil; caminar en pos de Cristo es lo difícil". Si existe un criterio meritocrático que sirva de soporte a la distinción entre justos y pecadores, solo puede ser el grado de sacrificio voluntario y la dificultad que comporta. "El mérito", explicaba, "se mide por el grado del valor moral de la acción humana y la grandeza del sacrificio que exige". A mayores sacrificios, mayor mérito y mayores recompensas, pues la vida es "un campo para merecer", un teatro del quid pro quo cuyo "desenlace [...] se halla en el último día", el día final, "cuando sean pesadas las obras de los hombres para recompensa o castigo". El auténtico aritmético, al fin y al cabo, es Dios todopoderoso, de quien dependen las nociones del bien y del mal, no el individuo "cuyas cifras son penas y placeres".27
Como De Maistre antes que él y René Girard después, Ortiz enfatizaba el carácter voluntario del sacrificio dentro de la doctrina cristiana.28 Mientras que el utilitarista "es un sacrificador que inmola implacablemente, sin consideración ni reparo, en aras de su privado interés", arrasando con "cuanto se oponga a su dicha", el católico es un sacrificado que se ofrece desinteresadamente al dolor, entregándose al altar del mundo sin imponer la inmolación de los demás. Y lo hace por voluntad de purificación, sentido del deber y sumisión al dolor. Representa el católico la antítesis de un jacobino como Robespierre, bestia negra de los conservadores, quien durante el Terror "apelaría a la utilidad general que exigía el sacrificio de los ciudadanos".29 El católico, en resumen, modelado a partir de Jesucristo, es sacrificado mas no sacrificador; víctima mas no verdugo.
El desenvolvimiento de la historia, oscilando sin cesar entre la fidelidad religiosa y el castigo divino,30 demostraba las virtudes del sacrificio voluntario: sin este no habría familia, ni propiedad, ni patria, pues el egoísmo utilitarista le otorga prelación al individuo atómico. Todas las "sociedades humanas", sin excepción, se alimentan de "la suma de los sacrificios de todos; así como los grandes ríos se forman, crecen y dilatan por el tributo que les rinden los arroyos y torrentes". Como evidencia, ahí están "los anales de todos los pueblos", colmados de "hechos gloriosos de desinterés": si no fuera por los sacrificios de un Colón, de un Bolívar o de un abolicionista como John Brown,31 instancias seculares del martirio fundacional de Cristo, el impulso humano se detendría, dando lugar al estancamiento "de todo adelanto, de todo progreso, de toda civilización". Al mismo tiempo, hechos históricos "odiosos" recibirían aprobación: así, por ejemplo, el asesinato de Sucre y la conspiración septembrina, motivados por el interés individual y el ánimo de sacrificar y no de sacrificarse. En resumidas cuentas, el utilitarismo constituía para Ortiz una burla afrentosa de "cuantos se han sacrificado por sus prójimos, por la Patria, por la humanidad, en este y en los siglos pasados".32 Sin el sacrificio voluntario, la historia humana carecería de dinamismo, sentido y finalidad.
Ahora bien, no todos los sacrificios voluntarios deberían terminar en el martirio. A juicio de Ortiz, el régimen moral sacrificial, "predicado a todos", era susceptible de jerarquización. En el nivel más bajo de esta pirámide están los utilitaristas, "cobardes" que huyen del dolor y buscan el placer. Más arriba se ubican los "guerreros comunes" que, "viendo en el dolor una ley establecida por Dios, expiatoria, inevitable, lo aceptan cuando llega, o sufren con resignación, y unas veces vencen y otras son vencidos". En la cúspide, por último, se sitúan los que consideran el dolor una "panacea [...] para purificarse y llegar hasta Dios", y "lo solicitan si no [a]parece, y cuando llega lo reciben regocijados". Estos son los mártires, "los héroes, que cuando mueren reciben el nombre de santos", el "grado más heroico de la perfección".33 El sacrificio voluntario, entonces, abarcaba una amplia gama de renunciamientos debidamente jerarquizados, yendo de la esporádica resignación y la praxis caritativa -asociadas a menudo al género femenino y el habitus abnegado que le convendría- al sacrificio de la propia vida en testimonio de la fe.
En síntesis, el régimen sacrificial de Ortiz formaba parte de un contexto ideológico compartido, atizado por un catolicismo intransigente; legitimaba una antropología negativa, basada en la transmisión hereditaria del pecado original y la inevitabilidad del dolor en un mundo purgatorial; reforzaba una idea sacrificial de la historia nacional y universal cuya cúspide civilizatoria era el cristianismo; y aportaba una regulada jerarquía de actos sacrificiales voluntarios. Cumplía, pues, con los que él consideraba los fundamentos de toda praxis moral al "definir claramente y para todos los casos cuál es la regla inmutable, fija, universal, única de las costumbres": ofrecía, primero, una "noción del bien y del mal", "fundada en la razón eterna y en la voluntad infalible del Creador" ; segundo, una "noción del deber"; y, tercero, una "noción de mérito y demérito", base de recompensas y castigos.34 Nada de esto pareció inocuo a los defensores del utilitarismo: en 1870 Ángel María Galán consideró que la noción de sacrificio era de tal relevancia, de tal influjo y de tal poder movilizador, que le dedicó varias páginas de meticulosa elucidación en su Refutación. Concediendo que "la virtud está en el sacrificio", disputó, sin embargo, la idea de que los mártires cristianos "se sentían felices en medio de las hogueras y las parrillas a que eran destinados": dolor y felicidad desligados, el sensualismo benthamista permanecía intacto.35
La irrupción intempestiva del paganismo
La urgencia de un régimen moral sacrificial se veía acrecentada por el hecho de que en Las Sirenas Ortiz describía su presente histórico como víctima de lo que yo denomino una irrupción intempestiva del paganismo. Impugnada por Galán,36 tal premisa era transparente en el título mismo de la obra: se echaba mano de la imagen de la sirena, ubicua en una intelectualidad empapada de referencias clásicas, para describir la peligrosidad del utilitarismo.37 "He intitulado este escrito Las Sirenas", explicaba su autor, "como símbolo más elocuente para significar la tentación de la concupiscencia y sus funestas consecuencias". Existía una conexión directa, al parecer, entre el medio siglo XIX y este "resucitado paganismo"38 Y el letrado colombiano, Odiseo redivivo, se sentía capaz de fotografiarla directamente sin sucumbir al poder de sus tenaces garras.
Como Francisco Margallo, Joaquín Mosquera, Mario Valenzuela, Juan Francisco Ortiz, José Eusebio Caro y muchos más -incluido, en Inglaterra, John Stuart Mill-, José Joaquín Ortiz concebía el utilitarismo como una re encarnación de la filosofía de Epicuro (siglo iv a. C.).39 Soslayando sus facetas ascéticas y acentuando un supuesto desenfreno sensorial, identificaba al epicureísmo con el sensualismo, el materialismo, el politeísmo y un hedonismo sin trabas, lo contrario al régimen sacrificial que él refrendaba. Era allí, en el epicureísmo pagano, donde había que buscar las raíces de una "genealogía de los sensualistas" que había culminado en "la fiesta de la diosa Razón". De Epicuro se había pasado por Lucrecio, Gassendi, Hobbes, Locke, Condillac, Helvecio, Holbach, Voltaire, Diderot y D'Alembert para terminar, tras Cabanis, Volney, Destutt de Tracy y Broussais, con Bentham.40 El epicureísmo es presentado, así, como fons et origo del árbol genealógico de la Ilustración, más comúnmente asociada -en un Miguel Antonio Caro, por ejemplo- con el legado jansenista o masón emanado de la Reforma protestante.41
Sea como fuere, según Ortiz, el sensualismo pagano había alcanzado su apoteosis en la Roma de Decio y Diocleciano, cuando el espectáculo circense, "despertando recuerdos deliciosos el olor de la sangre", constituía la entretención más popular. Toda vez que "los pueblos sensuales son sanguinarios también", en Roma "las fibras del corazón", "embotadas por el deleite", requerían siempre "de nuevas y violentas impresiones". Sumida en este nivel de corrupción, "la sociedad pagana tenía necesidad de tomar la vía de la expiación" para salvarse, lo que entrañaba invertir la noción misma de sacrificio: debía pasar de ser una atrocidad que se impone, y con la que se disfruta sensualmente, a ser un acto voluntario y desinteresado. Debía tornarse, como la crucifixión de Cristo, martirio. "Ese crimen", nos dice Ortiz, llevó al "desplome de la monarquía romana" y a "la regeneración del linaje humano". Roma resucitó con ese martirio inaugural, dando pie al de los primeros cristianos, e inició una era de civilización, fraternidad universal, praxis caritativa, revalorización de la mujer, de la familia y el matrimonio, todo edificado sobre un régimen moral de sacrificio voluntario, antítesis del hedonismo pagano.42
Al denunciar el retorno de este paganismo, Ortiz no solo propugnaba por la vigorización de un régimen sacrificial, sino que también participaba en una pugna intelectual, muy del medio siglo, por la apropiación discursiva de los valores del cristianismo primitivo. Los liberales radicales, los "gólgotas", se habían valido de la humilde austeridad de las primeras comunidades [373] cristianas para justificar su acendrado anticlericalismo. Jacobo Sánchez, un caso entre muchos, comparó la "roja" doctrina del gobierno de José Hilario López con la "moral del gólgota", y la oposición conservadora con el despotismo romano: "Decio, Diocleciano y cien tiranos más", argumentaba, "diezmaron la humanidad persiguiendo la doctrina del Calvario; y en nuestros días se reproducen los perseguidores del socialismo". Es más, para Sánchez, los nuevos mártires del socialismo en Colombia completaban y dotaban de sentido los sacrificios, hasta ese momento inútiles, de los próceres de la Independencia. "Hoy mismo cada familia, cada hombre sensato, llora los perdidos sacrificios de nuestros ilustres próceres", aseguraba, "porque la patria y la libertad que creyeron sellar con su sangre, han sido una irrisión, una amarga ironía". Afortunadamente, no obstante, "la juventud granadina ha sabido apreciar bastante esos cruentos sacrificios" y se ha propuesto "reparar la grandiosa obra que vosotros [los próceres] iniciasteis".43
De este disputado lenguaje político en torno al cristianismo primitivo, que revela su importancia para el liberalismo, Ortiz subrayaba los valores asociados al sacrificio voluntario -tales como la caridad, el "verdadero comunismo"-44 y responsabilizaba a los "pagano-benthamistas" del derrame de sangre que había expiado los pecados de Roma y fertilizado el camino triunfal del cristianismo. De no distinto modo el utilitarismo del siglo xix, con su manía persecutoria, "ha cubierto de coronas las tumbas de los mártires" y "de todos los sabios, de todos los héroes, de todos los bienhechores de nuestra raza".45 Pero, por obra y gracia de la lógica sacrificial, aquí la amenaza se tornaba oportunidad, la derrota una victoria y la muerte vida y resurrección: los mártires del paganismo, lo mismo los antiguos que los modernos, garantizaban una regeneración a mediano y largo plazo. Debido a lo que Chaim Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca llamaron el argumento del sacrificio, según el cual el sacrificio efectuado -el número y la calidad de los sacrificados, la intensidad del dolor- determina en proporción directa el valor del fin perseguido, los nuevos mártires caídos a manos del "sistema epicurobenthamista" garantizaban la renovación religiosa.46 De no ser así, el sufrimiento de los perseguidos sería en vano y sus sacrificios inútiles, idea intolerable para los abanderados de cualquier causa.47
En su mayoría, estas ideas eran reelaboraciones de otras que Ortiz había empleado a mediados de la década de 1850, en una esfera pública que le recordaba una "arena del combate en que nos hemos presentado", "como los gladiadores antiguos", ante "millones de espectadores".48 En esos años había amenazado a José María Samper con el retorno de una temporalidad martirológica, reflejo de la irrupción intempestiva del paganismo: "vos no sabéis lo que pedís con el advenimiento a nos de una Iglesia primitiva". "Ese deseo vuestro", el de "volver a los tiempos antiguos, ha sido siempre el pensamiento de la Iglesia Católica, y para conseguirlo se sometería gustosa a pasar por el fuego de las persecuciones".49 Una serie de discusiones pasadas, por lo visto, había vuelto a emerger quince años más tarde, en otro contexto, como un fantasma irredento. ¿Qué acontecimiento, qué circunstancias las había hecho resurgir en 1868?
Manuel José Mosquera, modelo sacrificial
En 1865, tres años antes de que Las Sirenas viera la luz, arribaron a los Estados Unidos de Colombia 40 cajas provenientes de Francia. Una de ellas contenía una urna "de bronce dorado", "esmaltes y granate", con nada menos que el corazón de Manuel José Mosquera, arzobispo de Bogotá.50 Exiliado por el gobierno liberal, Mosquera había fallecido en Marsella a finales de 1853, transformándose pronto en un mártir del catolicismo antiilustrado internacional: el guatemalteco Antonio José de Irisarri, el argentino Félix Frías, John Hugues, arzobispo de Nueva York, miembros de la jerarquía eclesiástica francesa y muchos otros en Occidente contribuyeron a su exaltación como mártir sacrificado por el liberalismo.51 José Manuel Groot, en Colombia, pensó en estructurar la continuación de la Historia Eclesiástica y Civil en torno a Mosquera, en cuyo martirio afincaba sus esperanzas de una regeneración nacional.52
La Caridad o correo de las aldeas (1864-1890),53 periódico de Ortiz, cubrió todos los detalles de la llegada, autenticación y posterior colocación del corazón en la Catedral Primada de Bogotá, el 10 de septiembre de 1868. Ese mismo día Manuel Antonio Bueno y Quijano elogió el "generoso", "noble", "humilde", "benéfico", "varonil" y "heroico" corazón del arzobispo, que "allí está velando por su pueblo".54 Puesto que entonces el dicho órgano fungía de epicentro moral y emocional,55 a los colombianos convenía "imitar las virtudes del noble corazón", es decir, iniciarse en una praxis de Imitatio cordis.56 A Ortiz, amigo cercano de Mosquera, la repatriación del corazón le remeció pretéritas luchas y viejos recuerdos y lo instó a reeditar su Sermón de un cura de aldea, escrito doce años antes, en 1856.57 Esta breve obra pertenece a un conjunto de opúsculos en los que cristalizaron por vez primera, inspiradas por la suerte del arzobispo, sus ideas sobre un régimen moral sacrificial.58 En su Sermón, en efecto, Ortiz encomiaba la "muerte de santo" del arzobispo, quien "aceptó con entera voluntad el sacrificio". Su espectacular martirio era el producto de un paganismo más acendrado y oscuro, si cabe, que el de la persecución romana: "aunque no inferior en virtud y talentos a esos antiguos Ambrosios y Crisóstomos", explicaba, al arzobispo le habían tocado en suerte tiempos "más calamitosos ciertamente que los de las primeras persecuciones de la Iglesia".59 A pesar de todo o, mejor, precisamente por ello, Ortiz no ponía en duda la eficacia del sacrificio voluntario, porque "esa sangre derramada vivifica y robustece el cuerpo de la Iglesia", como escribió en sus Cartas a un sacerdote católico, de 1857. Añadió allí que los antiguos romanos "eran sensualistas", mientras que, "en nuestros tiempos y en nuestro país, esa secta de los amigos del placer se ha conocido con el nombre de utilitarismo, y su jefe más afamado es el inglés Bentham".60
No fue el único a quien la muerte de Mosquera motivó a reflexionar: el 14 de diciembre de 1853, en las exequias oficiadas en Marsella, el padre Charles Barret ahondó en su significado simbólico.61 Rememoraba el padre en su discurso una ocasión, ocurrida dos meses antes, en la que el arzobispo había rendido homenaje a los restos de una tal santa Aurelia Teodosia, a quien con dudosos argumentos se la tomaba por mártir del siglo iv.62 Uno de muchos intentos católicos por renovar narrativas martirológicas,63 al simbólico acto habían asistido, entre otros, Louis Veuillot, director del ultramontano L'Univers, y el Cardenal Wiseman, quien pronto daría a conocer su novela Fabiola, o la Iglesia de las catacumbas, ambientada en tiempos de Diocleciano. Con la ventaja de la retrospección, el padre Barret interpretaba que, en la ciudad de Amiens, ese 12 de octubre de 1853, habían coincidido "el martirio de los primeros siglos, y el martirio del presente", "la mártir muerta y el mártir vivo, la mártir de los primeros siglos y el mártir de hoy; la mártir [...] de las catacumbas de Roma y el mártir que se iba a coger su última palma en el camino de Roma". Y concluía: "con este triunfo sobre el tiempo, la unidad católica, personificada por aquél héroe, adquiere aún, en él y por él, un magnífico triunfo sobre el espacio".64
El periplo sacrificial de Mosquera, en resumen, fungía de puente para vincular en un continuo el medio siglo diecinueve con los albores del cristianismo, soldando un espacio-tiempo católico que aunaba continentes y siglos distantes. La lucha entre catolicismo y utilitarismo adquiría así dimensiones milenarias, trabadas como fuerzas esencializadas en un corsi e ricorsi transhistórico que atravesaba en su vaivén espacios gigantescos y dilatadas épocas.65 Sin la narrativa martirológica del arzobispo, difundida y ampliada por ellos mismos en la arena gladiatoria de la esfera pública, ni el padre Barret ni más tarde Ortiz hubieran podido asociar paganismo y utilitarismo con tamaña resolución, ni contado con un modelo arquetípico del mártir digno de imitación. Instancia excelsa del régimen moral sacrificial, en Mosquera se cifraba la respuesta al paganismo redivivo.
La estética cristiana sacrificial
Ortiz era consciente, sin embargo, de que un régimen moral sacrificial no se impondría espontáneamente. En las Cartas a un sacerdote católico el letrado argüía que la implantación del paganismo-utilitarismo y sus valores concomitantes había sido el producto, en la antigua Roma, de "las impresiones de la juventud, que tanta influencia tienen en el resto de la vida: habían sido el fin de su educación".66 Más tarde, en Las Sirenas, Ortiz se ensañó con lo que llamó el "arte pagano", estética "materialista, degradada e innoble" que "celebra las satisfacciones sensuales" y culmina "en la glorificación de la carne". Circundado por esta cultura visual y escrita, el pagano había sido educado desde niño para rendirse a sus pasiones, lo que obstaculizaba la introyección de los valores cristianos. De hecho, el arte utilitarista "paraliza los movimientos del corazón [...], quita al alma la noción de lo grande, de lo heroico y de lo maravilloso; a los ojos la visión de lo bello, y es la muerte de todo sentimiento bueno, tierno, caritativo, humanitario". Este desarrollo moral desviado era fruto del "seco árbol epicúreo" y su estética.67
Ortiz proponía, en contraposición, una estética cristiana sacrificial que sistematizara hábitos, disciplinara emociones y redundara en actos virtuosos. Apoyándose en El Genio del Cristianismo (1802) de Chateaubriand,68 el letrado anclaba la belleza artística "en el contraste, en la oposición, en la lucha" o, mejor, "en el martirio a que se halla sometido el corazón contrastado por sentimientos opuestos". En lugar de atraerlo con un sensualismo unidireccional que poco a poco lo deseca, tornándolo indolente, esta estética cristiana sacrificial mece con violencia el corazón entre dos sentimientos antagónicos y hace eco, así, de la doble naturaleza humana, atrapada entre el bien y el mal. Cuenta con la habilidad "de pintar la heroicidad y el martirio" y, al tiempo, de provocar "la facultad portentosa de ser héroe o mártir". En tanto enseña "el sentimiento de lo grande, de lo sublime, de lo magnánimo, de lo heroico", transmite lo mismo "el poder de sentirlo y admirarlo" que el "de producirlo". Y movilizando las emociones localizadas en el corazón, permite el paso del pintar al ser, del sentir al producir. Para retomar la definición de régimen moral, logra "pisa[r] el terreno de los hechos".69
Su obra poética aparte,70 esta estética permeó la labor pedagógica de Ortiz en el ámbito de la instrucción primaria: "si hay un remedio para las enfermedades de la sociedad", argüía en sus Programas de enseñanza del Instituto de Cristo (1853), colegio que fundó y dirigió, este "consiste en la educación que reciban los jóvenes",71"germen" y "esperanza de la nación".72 Su instituto únicamente aceptaba, por lo tanto, menores de catorce años, dado que el "corazón de los niños" muestra una "propensión invencible a extasiarse con lo grande y con lo bello, a gustar de lo verdadero revestido con risueñas formas". Después de esa maleable edad, los esfuerzos son vanos y "es imposible desarraigar los malos hábitos". Los buenos, en contraposición, dependen de una educación que "reposa sobre la Religión", el influjo paterno "con ejemplos y con persuasiones" y el talante sacrificial del institutor, quien debe "no sólo renunciar [...] a los placeres del mundo sino a la disposición de su tiempo".73 Conforme a la idea de un régimen moral que aunara teoría y praxis, esta educación "debe ser práctica", poner "en planta los preceptos" y sistematizar un habitus sacrificial.74 Solo así se evitaría el peligro del pagano-utilitarismo, pues si "lograra asentarse definitivamente en los hogares domésticos", "en las escuelas y los liceos" y, más tarde, "en las asambleas de los pueblos, sonaría la hora final de la civilización cristiana".75 En 1872, parado ante la Juventud Católica de Bogotá, Ortiz develaría el paradigma de ciudadano que, erguido en la cúspide de la pirámide sacrificial, encima de la mujer abnegada o del alma caritativa, devendría de semejante educación: comoquiera que "el placer enerva y trae desfallecimiento al corazón, y la edad viril del epicúreo es un anochecer antes de tiempo, entre el cortejo incómodo de las enfermedades, el tiempo y los remordimientos", la ciudadanía ideal estaría conformada por "hombres robustos de alma y de cuerpo, que sepan arrostrar las penalidades […] y lanzarse entre el fuego de la metralla a pelear como buenos, o arrostrar la cólera de los tiranos y subir al cadalso confesando la verdad". Lo que necesitaba la República para remediar "la irrupción de los nuevos bárbaros", concluía, "son émulos de los héroes que cayeron segados por la espada en el campo de la gloria o en el patíbulo"; mártires patriotas, multitud de Mosqueras.76
Conclusiones
El régimen moral sacrificial propugnado por Ortiz consistía en una disciplina teórico-práctica encaminada a implantar efectivamente lo que Max Weber denominó una sistematización de la conducta ética de la vida.77 Esta sistematización no descansaba sobre una homogeneidad absoluta, sino sobre una jerarquización de la noción de sacrificio voluntario que la dotaba de flexibilidad y permitía que la virtud fuera susceptible de meritocráticas gradaciones, escalonamientos y rangos, un ordo virtutum decimonónico que iba de la caridad con el prójimo al martirio de aquellos "émulos de los héroes". Con ello se ofrecía una visión amplia y comprehensiva no solo del sacrificio voluntario, ubicándolo en el centro mismo de un habitus católico, sino de los demás valores humanos supeditados a él. Tal concepción se adecuaba bien a una sociedad poscolonial aún marcada por grandes diferencias sociales.
La urgencia de dicho régimen se justificaba por el peligro que presuntamente representaban las doctrinas de Bentham, equiparadas a una irrupción intempestiva del paganismo. En el caso de Ortiz, su promoción obedeció en buena medida a la necesidad coyuntural de reaccionar a las controvertidas circunstancias que rodearon la expulsión y muerte de su amigo, el arzobispo Mosquera. El régimen moral, además, debía fundarse y propagarse por vía de una estética sacrificial introducida en la enseñanza primaria, estética cuyo objetivo era movilizar las emociones cardio-céntricas -una economía emocional centrada en el corazón- de quienes la experimentaban, conduciéndolos del sentir al producir, es decir, a una praxis transformadora. Ortiz, quien alguna vez declaró ufano: "dadme por diez años la dirección de la enseñanza […] y yo respondo, señores, del porvenir de la República", nunca puso en duda su eficacia.78
La noción de sacrificio voluntario ofrece una ventana idónea para otear uno de varios regímenes morales que, en el medio siglo xix, pululaban con el fin de regimentar la cotidianidad del ciudadano y consolidar una nación determinada. El impulsado por Ortiz estaba lejos de ser único en una época signada por narrativas sacrificiales globales, sin distingos de ideología: en 1850, el escritor ruso Alexander Herzen escribía que "una nueva forma de sacrificio había surgido [...], aquella de seres humanos vivos en los altares de abstracciones: la nación, la Iglesia, el partido, la clase, el progreso, las fuerzas de la historia".79 Por más que su sentido más profundo se enraizara en la tradición religiosa, el concepto de sacrificio no era privativo del conservadurismo católico: basta ver la importancia que le otorgaba Galán en su refutación o, más en general, el florecimiento de regímenes sacrificiales asociados al liberalismo radical y al artesanado durante el gobierno de José Hilario López, cuya fecha mítica, el 7 de marzo de 1849, se hizo sinónimo de libertad, regeneración social y "segunda independencia".80
Estos regímenes en competencia circunscribían, pues, un campo discursivo compartido, abierto a la manipulación, la negociación y la apropiación política, e identificable en periódicos, revistas, hojas sueltas, poemas, cuentos o novelas, así como en manuales de urbanidad, cuadros de costumbres, catecismos morales y "obritas de historia patria", géneros que por lo común buscaron obtener el mismo efecto práctico apelando a medios similares.81 En esta trabazón heterogénea de regímenes morales sacrificiales, el de Ortiz sobresale por su inserción en un espacio-tiempo católico propicio a la "Internacional Católica", por su urgencia coyuntural, por su obsesiva identificación de utilitarismo y paganismo, por su distintivo énfasis en el poder de la educación estética y, por supuesto, por su jerarquizado ordo virtutum. Este último rasgo, dilucidado a fondo en Las Sirenas y compartido, mutatis mutandis, por otros letrados conservadores, molestaba particularmente a las clases artesanales. Sin renegar de la religión, estas se esforzaron por separar lo sacrificial de lo jerárquico, atacar el paternalismo, denunciar los remanentes genealógicos de nobleza y desechar cualquier idea que sugiriera un (pre)ordenamiento fijo o desigual de los grupos sociales y sus deberes.82 La excluyente dicotomía entre un régimen sacrificial y católico, por un lado, y uno utilitarista, por el otro, debe ser entendida como una crasa reducción derivada de la inflexibilidad dogmática de conservadores católicos como Ortiz.
Resulta interesante constatar, para terminar, que el impacto estético de Las Sirenas no pasó desapercibido a sus impugnadores: en su prolija refutación, Ángel María Galán aseveró con ironía que el ensayo de Ortiz se emparentaba más con el arte pagano que denunciaba que con el cristiano que defendía: era "un canto [...] de delicadas armonías, que procura dulcísimas emociones, y absorbe la atención, y embarga el espíritu de los que, desprevenidos, se acercan y lo oyen: es un verdadero canto de las Sirenas".83 Sus contradictores habrían descubierto, aparentemente, que bajo la túnica de este Odiseo se ocultaban las rapaces garras de un ave. Para ellos, la verdadera sirena era el mismo Ortiz.