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Forma y Función

Print version ISSN 0120-338X

Forma funcion, Santaf, de Bogot, D.C.  no.18 Bogotá Jan./Dec. 2005

 

 

La historia de la traducción como disciplina teórica

History of translation as a theoretical discipline

ALEXANDER VÍKTOROVICH SADIKOV

Agregado cultural de la Embajada de Rusia en Colombia.
Profesor de español del Departamento de Lenguas Europeas del Instituto Superior de Lenguas del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia.
UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA DE MOSCÚ E mail: el_moscovita2002@mail.ru


El presente trabajo se propone delinear y esbozar las áreas principales de la problemática teórica de la historia de la traducción, área interdisciplinar que ha ido configurándose y cobrando cada vez mayor autonomía en los últimos años. Esto ha obligado a los investigadores a replantear y repensar algunos de los problemas “eternos” de la filosofía del lenguaje, la semiótica y la historia de la literatura y, de manera más particular, el problema del papel que desempeñó la traducción (en sus múltiples formas y funciones) en el devenir de la civilización europea.

Palabras clave: variedad lingüística, teoría de la traducción, escritura, contacto de lenguas, comunicación trascultural.


The author intends to lay out and design the principal areas of the problematic theory of the history of translation, an interdisciplinary area which has formed and taken on more and more independence during the last years. This has obliged researchers to restate and reconsider some of the 'eternal' problems of the philosophy of language, semiotics, the history of literature, and more specifically the problem of the role translation has played (in its multiple forms and functions) in the destiny of the European civilization.


No sería exagerado decir que la traducción es un fenómeno tan antiguo como la propia sociedad humana. Porque el hombre, antes que nada, es un animal hablante, y porque, ocioso es decirlo, la humanidad ha estado siempre –desde que Noé tuvo tres hijos– dividida en distintas etnias. O, expresándonos en términos más académicos, porque la existencia del género humano ha estado regida desde siempre por dos procesos complementarios: de divergencia y de convergencia de etnias, lenguas y culturas. Pero afirmaciones apriorísticas como esas nos serán cada vez menos necesarias, cuanto más vayamos profundizando en el estudio de la historia escrita de la humanidad, cuyos orígenes conocidos se van alejando de nosotros cada vez más, conforme se van descubriendo estratos arqueológicos cada vez más antiguos. También serían reveladores en este sentido unos estudios (que brillan por su ausencia) de cómo se han comunicado hasta hace poco –esto es, hasta la colonización europea– las civilizaciones aborígenes de Australia, del Amazonas o del Cáucaso Norte, donde no había escritura y donde las lenguas en contacto no tenían ni origen común, ni similitud estructural.

En todo caso, el acervo de datos conocidos ya parece suficiente como para esbozar unos juicios generalizadores que, aun siendo preliminares, puedan servir de punto de partida para una búsqueda de nuevos datos que confirmen, precisen o refuten dichas afirmaciones. En nuestro caso particular, las observaciones que hemos hecho de la actividad traductora, tal y como se desarrolló a lo largo de la historia escrita de la civilización europea, nos han movido a clasificar los hechos conocidos (y algunos todavía por conocer) con arreglo a la problemática que plantean; y en esto, hemos tratado, ente otras cosas, de establecer paralelismos, siempre que haya sido posible, con los problemas que ya han sido postulados por varias disciplinas lingüísticas, cuyos intereses se entrecruzan con los de la traductología: la sicolingüística, la sociolingüística, el estudio comparativo de la literatura y, quizás, algunas más. Esta afinidad de planteamientos no es nada casual, sino que, más bien, confirma la necesidad de tratar nuestro objeto de estudio desde una perspectiva interdisciplinaria, de plena conformidad con la visión que han tenido de él los principales teóricos de la traducción del siglo XX.

1.

Parece, pues, que el variado conjunto de datos que han ido recogiendo los historiadores de la traducción en los últimos decenios podría agruparse, conforme la problemática que plantean, bajo las siguientes rúbricas:

1.1. TIPOLOGÍA DE LAS SITUACIONES DE COMUNICACIÓN BILINGÜE Y MULTILINGÜE.

Esta es una tarea aún por realizar y exige un análisis de todas y cada una de las situaciones de esta índole que han tenido lugar en la historia. Dicha tipología, mientras vaya elaborándose, habrá de tomar en cuenta unos aspectos más particulares, como por ejemplo, el tipo de situación de contacto lingüístico. Basta con echar un vistazo al conjunto de las situaciones de comunicación interlingüística que fueron sucediendo en la historia, para tener una idea aproximada de su posible clasificación. Las situaciones de este tipo se clasificarán ante todo por el número de lenguas en contacto, o sea: en bilingües, trilingües, cuatrilingües, etc. Y la mera constatación de un hecho de bilingüismo o trilingüismo plantea inevitablemente el interrogante: ¿cómo se distribuyen las lenguas interactuantes en el espacio comunicativo, tanto geográfico como estrictamente social de la comunidad multilingüe?, ¿qué canales de comunicación y difusión utilizan, y qué funciones específicas cumplen estos? Estas cuestiones, a su vez, guardan una íntima relación con la del estatus social comparativo de las lenguas en contacto, aspecto que vamos a considerar en el punto siguiente. Asimismo, tendrán una importancia tipológica especial factores como: presencia vs. ausencia de parentesco entre las lenguas en contacto y el grado del mismo cuando existe.

Es interesante, desde este punto de vista, que el primer contacto lingüístico y cultural del que se tiene memoria en la historia escrita de la humanidad se dio precisamente entre dos etnias cuyas lenguas no tenían ni parentesco de origen, ni parecido estructural alguno; lo cual no impidió que se formara una comunidad caracterizada por un bilingüismo generalizado y omnímodo, por lo menos entre los estratos cultos de la misma. Se trata, como ya se habrá comprendido, de la fusión de los pueblos sumerio y acadio en el seno de la sociedad de la antigua Babilonia. También es digno de mención el hecho de que, de manera general, las primeras traducciones de textos escritos, políticos, religiosos y literarios que conoce la historia, se produjeron entre culturas que se expresaban en lenguas sin parentesco de origen ni similitud estructural: la egipcia, la babilonia, la hitita, la hurrita, la persa y varias otras que se hablaban en la cuenca del Mediterráneo y el Asia Menor. El cómo se relacionaron en el curso de dichos contactos las lenguas disímiles es un tema aparte que tocaremos de pasada más abajo, pero que, forzoso es decirlo, ha sido muy poco estudiado hasta el momento.

1.1.1. Observación

Una probable analogía histórica capaz de verter luz sobre esta cuestión la hallamos en la llamada “lengua de la ONU”, una especie de formación supralingüística bastante artificial que incluye todas las lenguas de trabajo de las Naciones Unidas y que no ha ejercido, de momento, notable influencia en la morfología las lenguas en contacto, pero que viene ejerciendo un impacto cada vez mayor en el vocabulario y en el uso léxico de las mismas, hasta el extremo de que los documentos, redactados en distintas lenguas, que circulan en el seno de la Organización, no son sino, en su inmensa mayoría, calcos literales uno del otro, en lo que al uso léxico concierne. Todo observador atento que ha conocido de cerca dichos documentos se habrá fijado en que las formas de expresión habituales que en ellos se encuentran no son propias de una lengua concreta, sino de la arquetípica lengua de la ONU ya mencionada (lengua conceptual, supralengua, metalengua), y que violan las reglas de buen uso y estilo del inglés, el español, el ruso, etc., con respecto al desenvolvimiento de estas lenguas en sus respectivas comunidades de origen.

1.2. ESTATUS COMPARATIVO DE LAS LENGUAS EN CONTACTO.

Por regla general, las lenguas constituyen una jerarquía que puede tener varias dimensiones, o sea, igualdad en unas esferas de comunicación y desigualdad en otras. Así, en todos los imperios del pasado la lengua del pueblo conquistador se halló en franca ventaja, al principio, en relación con la del pueblo vencido y subyugado y, por consiguiente, en el curso de la traducción rompía y reestructuraba a su imagen y semejanza los modelos sintácticos y el uso léxico de las lenguas subordinadas (puesto que la traducción que se hacía de textos políticos y sagrados no podía dejar de ser perfectamente literal); y sólo más tarde comenzaba a ceder posiciones ante las lenguas de las etnias dominadas portadoras de una cultura superior. Tal fue lo que ocurrió en el Imperio Romano: al latín del pueblo vencedor le correspondió la posición superior extrema y la inferior extrema de la escala social (la lengua del Senado y de la administración pública por una parte, y la de la plebe romana, por otra), dejando el espacio de en medio, o sea, la función de actuar como medio de comunicación intelectual, y también interétnica, a la lengua de la Hélade conquistada.

Una lengua de alto prestigio cultural podía incluso llegar a invadir pacíficamente el sistema semiótico de otra sociedad. Obedecía a esta regla, por ejemplo, el uso del francés difundido entre la élite de la sociedad rusa del siglo XIX. Baste recordar el solo hecho, que no ha sido lo suficientemente analizado, ni siquiera bien comprendido, de que la famosísima novela de León Tolstoy “Guerra y Paz” esté escrita en dos, o tal vez tres (la proporción está todavía por calcularse) lenguas: la rusa normativa, la rusa afrancesada y la francesa.

Señalemos, a propósito, que la historia conoce casos extremos en los que una sola lengua gozó de una superioridad absoluta frente a todas las demás: los textos creados en ella eran traducidos a todas las otras y toda la comunicación interétnica se hacía por medio de ella. En la antigüedad eso aconteció, por ejemplo, en el área del Mediterráneo Oriental durante siglos enteros, si bien las lenguas dominantes fueron alternándose: en su día desempeñaron esta función ora el acadio, ora el egipcio, ora el griego, ora el arameo. En la Europa medieval esta posición le correspondió al latín; en el Oriente medieval, al árabe; en los imperios coloniales, a las lenguas de las metrópolis; en el sistema de relaciones internacionales de la Europa del siglo XIX, al francés, y en la URSS, al ruso.

1.3. CORRELACIÓN EXISTENTE ENTRE LOS DISTINTOS ESTATUS DE LOS TEXTOS TRADUCIDOS

Esta problemática se manifiesta en la selección del modo de traducir en un momento determinado. Según ha demostrado el estudioso alemán K. Tieme, en el antiguo Oriente, a la hora de traducirse los mensajes regios, así como los textos sagrados, discursos ambos dimanantes de lo que se consideraba como fuentes de todo poder, se utilizaba exclusivamente el método de traducción literal; y a la hora de traducirse los textos literarios, así como los mensajes emitidos por individuos concretos, incluso en el dominio de la comunicación oficial y de negocios, se hacía uso de la traducción libre (que era regida, naturalmente, por determinados criterios de adecuación). Algo parecido también hubo de observarse en otras épocas, incluido el siglo XX, con la diferencia de que los textos religiosos fueron siendo sustituidos, en gran medida, por textos pensados como vehículos de difusión de doctrinas e ideologías políticas que, a su vez, revisten un carácter sagrado o cuasi sagrado para sus adeptos.

1.4. TIPOLOGÍA DE LOS MODOS DE TRADUCIR.

Como una primera, y muy burda, aproximación a este problema, se podría afirmar que, a lo largo de todo el período de existencia de la traducción, se observan por lo menos tres tendencias constantes que determinan su realización práctica, a saber: a) la traducción “literal” consistente en una reproducción minuciosa y escrupulosa, frase por frase, palabra por palabra y, a veces, morfema por morfema, del texto original, muy a menudo en detrimento del sentido total del texto y de las normas de uso de la lengua de llegada; b) la traducción “libre” que sacrifica determinado elemento constitutivo, o varios, del sentido o de la forma del original en bien de una cierta actitud, consciente o inconsciente, propia del traductor; y c) la traducción “equilibrada” basada en la pretensión de preservar el sentido y también, hasta cierto punto, la forma exterior del texto o mensaje original, respetando, al mismo tiempo, las normas y los valores de la linguocultura propia. Como ejemplo clásico de los casos del primer tipo mencionado son citados generalmente las distintas traducciones de la Biblia (o de otros textos sagrados). Los casos típicos de aplicación de la segunda tendencia podemos observarlos en las versiones “libres” de obras poéticas practicadas en todas las épocas. En gran medida las supuestas traducciones de este tipo no son sino un género especial de creación propia cultivado por aquellos literatos que buscan en él una fuente más de inspiración poética, y a veces constituyen también, para ciertos autores, una manera de expresar en forma velada ideas propias sin exponerse al riesgo de ser perseguidos. Y, como el ejemplo más patente de la tercera tendencia se podría señalar la traducción de las obras literarias que se hace en la Edad Moderna y que debe su primera aplicación conciente y consecuente con los traductores ingleses del siglo XVII, con el célebre poeta John Dryden a la cabeza (fue él, a propósito, uno de los primeros teóricos de la traducción y el primero, en formular, en terminología de su cuño, la tríada arriba citada.)

Pero ahora, al observar esta aproximación a la problemática de la tipología, con toda su aparente, y engañosa, simplicidad y la amplia difusión que tiene entre los estudiosos, podemos resaltar, con razón, que resulta demasiado simplista. La realidad, como veremos más adelante, nos revela una diversidad mucho mayor de motivaciones de partida y de procedimientos y soluciones concretas.

Y es que, aun en la antigüedad más remota, ya se observan numerosos hechos que imponen una visión más compleja que el esquema citado. Así, por ejemplo, podríamos recordar que los primeros traductores literarios de la Roma antigua, que ejercían de “agentes de influencia” de la cultura clásica helénica entre los romanos, actuaron de mil maneras diferentes, profesando cada uno de ellos, consciente o inconscientemente, una concepción etnocultural y estética propia y original y movilizando, de forma coherente y metódica, los medios necesarios para materializarla. A nuestro modo de ver, merece ser calificado de “adaptación pragmática máxima” el método utilizado por Livio Andrónico, quien perseveró en expresar un contenido novel para los romanos (la epopeya histórica), ocultándolo bajo una envoltura verbal que les era bien conocida: el verso saturnino de las farsas populares, con alusiones a la mitología tradicional y a la realidad cotidiana del Lacio. Señalemos que entre las iniciativas de este traductor que fueron coronadas con éxito figuran, además de la consistente en recrear el teatro griego en suelo latino, la prácticamente total identificación hecha por él de los panteones divinos olímpico y romano, osadía esta que luego pasó a ser una tradición consagrada y arraigada. Tampoco se puede pasar por alto el método de “contaminación” de Cneo Nevio, que consistía en hacer de los textos traducidos el objeto de un juego libre de su imaginación (enfoque este que se anticipó hace más de dos milenios a ciertas corrientes posmodernistas de la literatura europea del siglo XX). O el método que podríamos denominar de “diversión ante todo” aplicado por Plauto, quien fue creando sus traducciones no para los romanos en general, sino pensando específicamente en los gustos de la baja plebe de la Ciudad Eterna. Merece mención, asimismo, la tenaz búsqueda de un método de “traducción adecuada” (si es lícito emplear otra vez la terminología de nuestros tiempos) en que se vieron enfrascados Enio, Cecilio y Terencio, conciente cada uno de ellos de la necesidad de sacrificar algo secundario a fin de preservar aquello que él mismo consideraba como lo fundamental, y haciéndolo cada uno a su manera. Por fin, cabe destacar que incluso en aquellos tiempos iban gestándose concepciones integrales originales que pretendían sintetizar la experiencia acumulada. Nos referimos, en particular, a la idea de la traducción como “emulación con el autor”, concebida por el maestro de oratoria Quitiliano, salido de la escuela de Cicerón, o bien la idea de la lengua extranjera como fuente de formas novedosas de pensar y expresarse, desarrollada por Plinio el Menor, otro continuador de la obra de Marco Tulio.

A la par con este tipo de traducción que representaba un juego libre con el texto original, juego este movido por motivaciones estéticas y creativas (o recreativas), se debería mencionar otro, que más bien merece el nombre de “traducción partidista”, donde los ajustes del original, que pueden ser no menos arbitrarios, obedecen a consideraciones ideológicas (políticas, filosóficas, religiosas) y constituyen, de hecho, una hábil manipulación que emprende el traductor para consignar y propagar, so capa de hacer una nueva versión de un texto de alto estatus, su propia visión de las cosas o manera de pensar que él, por una u otra razón, no considera oportuno proclamar abiertamente en el momento dado.

Un ejemplo clásico de semejante enfoque es, sin duda, la traducción de la Biblia hecha por Lutero; muy especialmente la de la Epístola de San Pablo a los Romanos. La sutil manipulación del texto que hace el teólogo alemán (añadiendo tan sólo la palabrita allein, con el significado de solamente, al versículo 28 del mensaje apostólico) le permite después asentar uno de los postulados claves de su doctrina protestante en una supuesta cita de las Sagradas Escrituras.

Notemos a propósito que, por regla general, al hablar de “ajustes”, y hasta de “manipulación” de los textos originales, nos abstenemos intencionadamente de pronunciar la palabra “falsificación”, aunque a veces los esfuerzos de la índole mencionada emprendidos por el traductor merecen, al parecer, semejante calificación. En nuestra opinión, el fenómeno en cuestión pertenece en esencia a otro género de cosas: toda falsificación constituye, por definición, una tergiversación intencionada de hechos, o del mensaje en lo que a los textos atañe, mientras que al hacerse una traducción partidista el ajuste obedece muy a menudo a la convicción sincera que alberga el traductor, la de estar actuando con plena justificación, ateniéndose tan sólo a su conocimiento de la naturaleza real de las cosas filosóficas o políticas, y que sus esfuerzos no sirven sino para aclarar el mensaje auténtico, si bien oculto, del texto traducido.

1.5. CORRELACIÓN ENTRE TRADUCCIÓN EXPLÍCITA E IMPLÍCITA.

El teórico español Valentín García Yebra ha sido el primero, que sepamos, en formular los conceptos correlacionados de “traducción explícita” vs. “implícita”, que necesitan de cierta clarificación. Se entiende por “explícita” aquella que normalmente lleva el nombre de “traducción” sin adjetivos, o sea: acción y efecto de producirse un texto concreto a partir de otro texto concreto. En otras palabras, una traducción explícita o es un producto hecho, o el proceso de elaboración del mismo, ambos abiertos a la observación. La traducción “implícita” es un proceso oculto que transcurre en la conciencia de un individuo o un número de individuos que están escuchando o leyendo un texto creado en una lengua que no tienen por materna, pero que entienden. Como este proceso no está expuesto a una observación directa, sólo podemos emitir juicios acerca de él observando sus consecuencias, las cuales tienen la forma de actos de conducta verbal u otra de los sujetos y que varían desde unos hechos aislados de interferencia lingüística hasta la interiorización de ideas e incluso de sistemas semióticos completos. En términos más generales podemos decir que la traducción implícita reestructura, paulatina e imperceptiblemente, la conciencia lingüística y cultural tanto de una sola persona, como de una colectividad humana. Claro está que un concepto así no deja de ser demasiado amplio: los problemas de influencia mutua de lenguas y culturas son objeto de estudio de todo un conjunto de ciencias humanas. Y si queremos llenar de contenido concreto el concepto de “traducción implícita”, debemos limitar su campo de manifestación a lo que llamaríamos “linguocultura”. Este término, de paso sea dicho, ya ha aparecido de forma esporádica en la literatura traductológica, pero carece todavía de definición exacta y comúnmente aceptada. En nuestros trabajos hemos entendido por “linguocultura” todo el conjunto de representaciones culturales de una etnia determinada que tiene proyección sistémica (y no como hechos aislados) sobre el lenguaje.

Al parecer, la manifestación más típica de la traducción implícita que conoce la historia es la migración en el tiempo y en el espacio de las componentes fundamentales de la literatura mundial: argumentos, géneros, metros y estrofas poéticas, y hasta sistemas enteros de valores estéticos. Baste poner como ejemplo el pathos de la tragedia griega transplantado al suelo romano por Livio Andrónico y sus seguidores; la estética del amor sensual y del culto a la mujer propagada por los poetas árabes e hispanoárabes, que fueron imitados por los trovadores gallegos, catalanes y provenzales en un ambiente de severa austeridad y de rudeza de costumbres propio de la Europa medieval; el complejo y cifrado simbolismo de la poesía árabe, reproducido en el siglo XVII por Luis de Góngora y su escuela culteranista; el clasicismo francés y el romanticismo alemán asimilados en seguida y cultivados por todas las literaturas de Europa; y un sinfín de hechos similares ocurridos a lo largo de la historia universal.

Revisten interés particular dentro de este género de sucesos los casos, que también los ha habido, de “explicitación de la traducción implícita” o sea, dicho en buen cristiano, los de tomarse prestado determinado subsistema linguocultural. En tales casos, la asimilación de un paradigma semiótico no ocurre, como de costumbre, de una forma latente, como un efecto derivado del goce estético frente a los textos literarios, sino como un acto conciente e intencionado, proclamado y argumentado de entrada y para el que las creaciones artísticas no valen sino para ilustrar los supuestos. El ejemplo más espectacular, quizás, de esta índole es el traslado al suelo ruso del sistema eurooccidental de versificación silabo-tónica, trasplante este realizado por Vasilio Trediakovski y Mijaíl Lomonósov, en el siglo XVIII, de una forma metódica y con una argumentación coherente de los objetivos planteados y procedimientos aplicados, y en un espacio de tiempo muy corto, podríase decir, en un momento.

2.

Otro conjunto de problemas tiene que ver con las tendencias fundamentales de funcionamiento de la traducción como parte de un proceso universal de contactos transculturales. Los temas generales de la investigación que se irá desarrollando en los próximos decenios serán, según parece, los siguientes:

2.1. LA TRADUCCIÓN EN CUANTO FACTOR LINGUOGENÉTICO.

La esencia del problema quedará bien clara, si pasamos de los postulados generales del tenor de “la traducción ejerce cierta influencia en la lengua meta” (postulados estos que ya nadie pone en tela de juicio), a afirmaciones que sean más interesantes y sugestivas, aunque requieran una argumentación más minuciosa, a saber: que “en algunos casos la traducción constituye el factor clave de formación de una lengua nacional y/o literaria, con todos los elementos que ello exija”. Pertenecen al número de tales casos extremos, que no por ello dejan de ser clásicos, acontecimientos tales, como, por ejemplo, la creación (subrayemos eso de “creación”) del idioma eslavo antiguo por la escuela de los santos Cirilo y Metodio, dos evangelizadores que utilizaron un conglomerado de elementos lingüísticos eslavos como materia prima para moldear la primera lengua eslava literaria a imagen y semejanza del griego bizantino, a saber, imitando los modelos griegos de formación de palabras y frases, de construcción sintáctica y, aun más importante, creando un sistema léxico que encarnara el estado contemporáneo de la cultura material y espiritual de Bizancio, así como de las civilizaciones que la antecedieron: la hebrea, la helenística y la romana.

Otro acontecimiento del mismo orden, comparable con el primero por su proyección histórico-cultural, fue la creación de la lengua literaria alemana por Martín Lutero, obra esta realizada también a partir de un acervo idiomático voluminoso y heterogéneo que ponía a la disposición del filósofo la situación lingüística alemana de aquel momento. Acordémonos que aquella situación era la de una coexistencia caótica e interacción poco estructurada de gran número de dialectos germánicos, ninguno de los cuales había pasado todavía por el crisol de una literatura nacional, ni había sido lengua oficial de un reino, ni estaba adaptado para poder expresar las realidades bíblicas ni la cultura espiritual del cristianismo.

2.2. LA TRADUCCIÓN COMO FACTOR DE GÉNESIS CULTURAL.

Como caso paradigmático de influencia determinante de la traducción en la formación de una cultura, tomada en sus aspectos lingüísticos, podríamos citar, ante todo, la ya mencionada creación de la literatura romana clásica que consistió, de hecho, en la reproducción de los modelos literarios griegos en formas idiomáticas latinas, con cierto apoyo, que los traductores buscaron y encontraron, en fenómenos culturales autóctonos. Otro acontecimiento, no menos espectacular, de la misma índole fue la obra emprendida por los creadores de la Septuaginta, la primera versión griega del Tanakh (o de la Biblia hebraica), quienes lograron introducir en la civilización helenística heredada por los romanos prácticamente todo el conjunto de representaciones espirituales de la civilización judaica, incluida su cosmovisión, su ética individualista y su poética exótica y bárbara, que quizás, en un principio, le pareció poco amena y asequible al heleno cultivado. La convergencia de estas dos corrientes culturales –la helenística y la judaica– dio a luz, como bien se sabe, la cultura espiritual del tardío Imperio Romano, la cual, a su vez, sirvió de base para la civilización europea posterior tal y como se desarrolló a lo largo de los siglos y llegó hasta nosotros.

Entre otros ejemplos, menos espectaculares, pero no por ello menos típicos, de traslado de un paradigma semiótico a otra cultura, se podría señalar el ya mencionado caso de adopción de sistemas poéticos, ya sea en el aspecto de los modelos de versificación, o de la visión poética del mundo, o de ambos. El primer caso puede ilustrarse citándose el ejemplo de la adopción hecha por la poesía europea del sistema griego de metros y estrofas, con la necesaria adaptación fónica (las vocales tónicas y átonas de las lenguas europeas modernas ocupan el lugar de las largas y cortas griegas respectivamente). A esto se debería añadir la historia de la traslación de la rima, nacida inicialmente en el seno de la poesía árabe y adoptada primero por las poesías mozárabe e hispano-judía y, luego, por la galaico-portuguesa y la provenzal, para después cundir por todas las literaturas de Europa.

Como un ejemplo convincente de trasplante de conjunto podríamos señalar la adopción de la estética neoclásica europea por la literatura rusa del siglo XVIII, realizada tanto en los aspectos formales del texto (la estructura estrófica, la composición y otros modelos de organización lineal del texto), como en los aspectos ideológicos del mismo (la racionalidad, la claridad, el tono solemne y didáctico, la exaltación de los valores cívicos al estilo romano, etc.) Y si se trata de la reproducción tan sólo de la vertiente ideológica de cierto sistema poético, podríamos encontrar un ejemplo ilustrativo de ello en la difusión de las corrientes literarias que siempre nacieron en el seno de una tradición o escuela nacional para luego penetrar y echar raíces en las literaturas de otras naciones. La problemática de los hechos aquí mencionados es muy amplia; hasta ahora se han considerado como siendo de la incumbencia exclusiva de la historia literaria; pero hay un gran campo potencial de acción para los traductólogos, visto que cuestiones como, por ejemplo, la de la correlación existente entre la traducción explícita y la implícita en estos procesos no ha sido abordada hasta el momento sino, tal vez, de una forma esporádica y poco ordenada.

2.3. EVOLUCIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y MÉTODOS DE LA TRADUCCIÓN EN EL DEVENIR DE LAS LINGUOCULTURAS.

En esta área también ya sería hora, según parece, de pasar de formular generalidades que nadie cuestiona (como, por ejemplo, que la traducción, siendo uno de los procesos a los que se ven sometidos los sistemas semióticos existentes, evoluciona al igual que todos ellos) a la formulación de juicios más concretos, que habrían de sintetizar las observaciones ya acumuladas y cuyo cometido sería el de definir las regularidades específicas de esta evolución. En particular, las observaciones que hemos hecho permiten deducir que existen determinadas tendencias generales a las cuales obedece la evolución de los principios de la traducción (no se trata de principios teóricos, que son un fenómeno muy tardío en la historia de nuestro objeto de estudio, sino más bien de las nociones intuitivas de cómo “debe ser” el texto traducido.) Estas tendencias se revelan una y otra vez en el curso del devenir o funcionamiento de distintas linguoculturas. Así, por ejemplo, en la traducción “literaria”, o “artística”, la evolución ha tomado en muchos casos la forma de una transición paulatina desde la adaptación pragmática extrema (orientación máxima hacia el “destinatario” y su capacidad perceptiva) hacia la toma en cuenta cada vez más persistente de la personalidad del autor y/o de la tradición cultural que él representa (orientación hacia el “remitente”).

La ya mencionada traducción literaria romana, por ejemplo, comenzaba con la obra interpretativa de Livio Andrónico, Nevio y Plauto (al parecer libre, pero de hecho esclava de su público al estar obsesionada con tratar de conquistar y retener la atención de determinados estratos de la población romana) y terminaba con la obra práctica y teórica de San Jerónimo, que centró sus esfuerzos de traductor en atender con sumo cuidado el texto de partida, atención esta que tomó formas diferentes, desde la minuciosa crítica filológica del texto hasta la incansable búsqueda del sentido originario y oculto del mismo, aquello que el propio creador de la “Vulgata” llamaba iudaica veritas.

Observamos fenómenos parecidos en la historia literaria de otros pueblos. El devenir casi milenario de las escuelas interpretativas española y rusa, entre otras, comenzaba en su día con manifestaciones de extrema “libertad”, y no sólo en el dominio de la ficción, donde tiene cierta justificación incluso desde el punto de vista moderno, sino también en el de la literatura histórica donde, al parecer, la extrema precisión siempre ha sido un imperativo. V. García Yebra ha demostrado en sus estudios con qué gran número de adiciones y distorsiones de contenido (que hoy calificaríamos de “falsificación del texto”) y de adornos verbales se traducían las fuentes romanas incorporadas en la “Crónica General de España”, la grandiosa compilación histórica creada en Castilla en el siglo XIII bajo la vigilancia y con participación directa del rey Alfonso X el Sabio. Una explicación plausible de este hecho, al parecer, sólo puede ser esta: se iban adaptando los textos traducidos a la mentalidad del español medieval culto, tanto en su aspecto ético, imbuido de la moral caballeresca, como en el aspecto estético, conformado bajo una gran influencia de los patrones estéticos árabes que impregnaban todos los géneros literarios cultivados en la España de entonces, desde la poesía hasta la biografía y los tratados filosóficos e históricos. Un fenómeno parecido fue observado por el filólogo ruso Nikita Mescherski en su análisis de la traducción, hecha en la Rusia kïeviana del siglo X, de la “Guerra de los Judíos” de Josefo Flavio, con tan sólo la diferencia de que el papel que desempeñó la tradición hispano-árabe en España, en Rusia estaba desempeñado por la tradición bizantina, completada en parte por la tradición hebrea heredada del antiguo Kanato Khazar.

El ejemplo quizá más patente de semejante evolución de los principios de traducción –del énfasis en el Destinatario hacia el énfasis en el Remitente– nos lo proporciona la obra interpretativa del gran poeta y traductor ruso Vasilio Zhukovski, quien hizo esta evolución por sí solo en menos de tres decenios. El proceso en cuestión, en nuestra opinión, queda enmarcado entre dos fechas: el año 1808, cuando el poeta publicó “Liudmila”, la traducción hecha por él de la balada “Lenora” del romántico alemán G. Burger, y el año 1831, cuando publicó su nueva traducción de la misma balada, esta vez bajo el título de “Lenora”. La primera versión estaba hecha al estilo de una canción popular rusa, sirviéndole de metro el coreo de cuatro pies propio de una danza campesina, y estaba salpicada de pormenores de la antigüedad eslava; incluso el nombre de la heroína era típicamente ruso. La segunda versión ostentaba la cadencia mesurada de un yambo de cuatro pies y numerosos elementos léxicos que no dejaban lugar a dudas en cuanto al origen alemán del original. La evolución de que se trata en este caso concreto es perfectamente explicable: habiendo comenzado con un máximo de adaptación, Zhukovski había logrado lo fundamental, que consistía en trasplantar al suelo ruso el espíritu y la visión figurativa del romanticismo europeo. Y arraigados estos en la conciencia del lector ruso, pudo permitirse el lujo de plantearse otra tarea: la de conducir al lector al terreno ajeno, el de la realidad histórica y cultural europea y, además, el de la personalidad y del estilo artístico del autor concreto.

Y en cuanto a la dimensión estrictamente lingüística de la actividad traductora, observamos en ella en muchos casos una tendencia más bien inversa: en un primer período de su devenir toda linguocultura asimila los textos de otra, más avanzada, moviéndose por la vía de menor resistencia, la de una traducción rastrera, de calco, palabra por palabra y, a veces, morfema por morfema, que copia como un espejo (por curvo que sea) el sistema léxico y sintáctico de otra lengua. A menudo se ve obligada a ello por factores extralingüísticos, más concretamente: por el dominio político y militar de otra etnia. Era esto lo que ocurría en el Mundo Antiguo: todos los documentos de carácter político y religioso que emitía el poder imperial de turno –el egipcio, el babilonio, el hitita, el asirio, etc.– eran calcados en las lenguas de los pueblos dominados, arrasando con cualquier tipo de sutileza idiomática que pudiera constituir la idiosincrasia de cada lengua particular. Pero también ocurre muy a menudo que la linguocultura receptora simplemente no tiene otra salida sino recurrir al mismo procedimiento, cuando tiene forzosamente que interiorizar y hacer suyo todo el acervo de conceptos, representaciones y categorías que antes no han existido para ella. Así, tuvieron que remoldearse en el medioevo todas las (otrora bárbaras) nuevas lenguas europeas para poder canalizar hacia la conciencia de sus hablantes las sofisticadas categorías espirituales y las distantes y exóticas realidades materiales que abundan en los libros de la Biblia. Destaquemos que en estos y otros casos el calcado era facilitado, por una parte, por la falta de una resistencia seria de la linguocultura receptora, que todavía no estaba lo suficientemente normalizada ni tenía detrás suyo una fuerte tradición literaria, y por otra, debido al altísimo prestigio que poseía el texto de partida y, por último, porque ya habían tenido lugar ciertos procesos anteriores, complicados y ocultos, de traducción implícita. En efecto, puesto que una parte considerable de la comunidad receptora de los mencionados textos o, por lo menos, de los estratos superiores y más influyentes de la misma, ya estaban familiarizados con el sistema idiomático e ideológico subyacente de los textos traducidos, solía aceptar sin protestar las numerosas ocurrencias de aquello que hoy hubiéramos llamado “interferencia lingüística” (en un lenguaje más corriente se llaman “barbarismos”; pero hubiera parecido sacrílego llamar así los hebraísmos, o los helenismos, o los latinismos de que podían estar llenas las traducciones bíblicas). Con todo, con el correr del tiempo comenzaba a verificarse que la lengua receptora, moldeada a imagen y semejanza ajenas, ya tenía una vida propia, muy distinta de la de la lengua de origen, evolucionaba con arreglo a leyes propias y tenía un sentido de norma recién adquirido que contradecía los modelos antes interiorizados y exigía modernizar el lenguaje de las antiguas traducciones. Y ahí es que se revela inesperadamente que volver a traducir equivale, de hecho, a volver a comprender. (Por algo es tan ambigua, cabe recordarlo, la palabra interpretar). Situación esta preñada de malentendidos y colisiones, ¡que tantos hubo en la historia de la humanidad! En Rusia el primer conflicto de esta índole tuvo lugar en el siglo XVI, y se produjo en torno de la actividad traductora de Máximo el Griego, el monje bizantino invitado expresamente por el Gran Príncipe Vasilio III para normalizar y renovar las traducciones de las Sagradas Escrituras. En este caso fueron partes en conflicto dos lenguas afines, pero no por ello menos encontradas: el eslavo antiguo, idioma eclesiástico y literario tradicional de Rusia, creado en su día por los Santos Cirilo y Metodio, y el ruso moderno, idioma en formación natural y espontánea. Aquella confrontación culminó, como bien se sabe, con un juicio eclesiástico y una sentencia condenatoria pasada al gran sabio, absuelto veintiséis años después, aun en su vida, y canonizado posteriormente por la Iglesia Ortodoxa Rusa. Pero también hubo otros conflictos que hallaron reflejo en la historiografía rusa y europea, algunos de ellos culminados con la hoguera, otros resueltos de una forma pacífica, reflejando todos ellos tanto la constante renovación de las normas lingüísticas y estético-literarias de las culturas nacionales en formación, como las formas cada vez nuevas de interpretar (léase comprender) textos, los sagrados incluidos, lo que, forzoso es decirlo, constituye un proceso infinito de reinterpretación de los hechos conocidos, proceso este tan propio de la conciencia humana. Una historia de esa reinterpretación, que se leería como una novela de aventuras llena de enredos y misterios, está todavía por ser escrita.

3. LA TRADUCCIÓN Y LA NATURALEZA DEL LENGUAJE.

La observación del fenómeno de la traducción en sus infinitas vicisitudes nos mueve a preguntar si las numerosas y variadas interpretaciones de un mismo mensaje que se han hecho a lo largo de los siglos (y a veces, en una misma época) tienen por fundamento tan sólo el factor subjetivo –la manera personal y creativa y, a veces, ideológicamente predeterminada de percibir un texto, o a su autor y sus intenciones- o si existe alguna razón más honda y más objetiva que genera y aun hace inevitable la multiplicidad de interpretaciones. Una vez formulada así la pregunta, nos acordamos en seguida de que sí se enunciaron en el siglo XX, en el seno de disciplinas filosóficas diversas, sobre todo de la lógica y de la filosofía del lenguaje, juicios y concepciones que postulaban y argumentaban, desde perspectivas distintas, la llamada “indeterminación del lenguaje”. Para no adentrarse demasiado en esta materia que se ha constituido, debido a su enorme complejidad, en una ciencia aparte, bastaría con remitir al lector a la concepción de “indeterminación de la traducción”, expuesta por el célebre filósofo Willard V. O. Quine en uno de sus libros más famosos y más debatidos: Word and Object.

La tesis fundamental de Quine, expresada en su forma más general, estriba en que cualquier traducción es indeterminada en principio, debido a la multiplicidad de percepciones del universo semántico en que está inserto el ser humano, lo cual hace imposible, entre otras cosas, una sinonimia completa entre los hechos del lenguaje. Ello hace que no se pueda justificar irrefutablemente la preferencia que queramos dar a tal o cual traducción (que el filósofo entiende en sentido lato, como cualquier comunicación del significado de un enunciado mediante otro enunciado, aunque sea formulado en el mismo idioma) frente a otra. En lo tocante a la transferencia del sentido de un idioma a otro, es formulada la siguiente tesis: “Los manuales de traducción de un idioma a otro pueden ser redactados de distinta manera; todos ellos pueden ser compatibles con todo el conjunto de predisposiciones verbales, pero no compatibles uno con otro, por lo tanto no tiene sentido preguntar cuál de los manuales es cierto”.

Para el filósofo norteamericano, sus razonamientos sobre la traducción tienen un carácter secundario, un caso particular supeditado a lo que es fundamental: la tesis de relatividad de cualesquiera teorías que versan sobre el estado objetivo de los fenómenos empíricos y de sus relaciones entre sí y, por lo tanto, del conocimiento humano en general. Nótese, entre paréntesis, que para el propio Quine el objeto principal de contemplación y juicio son las teorías físicas, que no lingüísticas, ni mucho menos traductológicas. Por ello, en lo tocante a la traducción como tal, su concepción es más bien una visión intuitiva, carente de confirmación por hechos del lenguaje o de las letras. Sin embargo, si nos planteamos la tarea de corroborar esta visión con hechos, la historia de la traducción nos los proporcionará en abundancia. Y la primerísima prueba de ello es la propia abundancia de las distintas versiones de un mismo texto (y ante todo, de un texto considerado importante desde tal o cual punto de vista) y las interminables discusiones sostenidas por los autores de dichas versiones, o por sus abogados o apologistas, empeñados en demostrar que la versión propugnada es más “exacta”, “acertada” o “adecuada” que otras, recurriendo a menudo a teorías de lo más exóticas de su propio cuño que nadie más comparte (véase, p. ej., el caso de Lutero mencionado más arriba y su argumentación).

Pero la razón más profunda del fenómeno observado reside en la propia naturaleza del lenguaje. No es este el lugar adecuado para tratar a fondo esta cuestión que merece una discusión (o muchas discusiones) aparte. Bástenos señalar las dimensiones más importantes de esta naturaleza que convergen en la inmensa mayoría de enunciados auténticos generados por los hablantes reales de cualquier lengua:

    a) La indeterminación del sistema gramatical, que se traduce en el polisemantismo de cualquier categoría morfológica o sintáctica.
    b) La indeterminación del léxico, que se traduce en el polisemantismo de cualquier lexema y en la profusión de recursos sinonímicos de cada lengua; de una sinonimia, añadamos, asistemática y siempre imperfecta.
    c) La indeterminación del universo semántico en general, existente tanto dentro de cada lengua, como entre todo el conjunto de ellas, que se traduce en el carácter extremadamente borroso y fluctuante de su delimitación interna y en la abundante sinonimia interestrática de los recursos lingüísticos (léxicos, fraseológicos, gramaticales y mixtos), sinonimia esta también asistemática y amorfa.
    d) La profusión de percepciones subjetivas de los hechos del lenguaje, ya sea de carácter individual o grupal, que genera gran variedad de idiolectos y sociolectos, todos contradicentes entre sí (véase, p. ej. los lenguajes de las distintas corrientes literarias, científicas e ideológicas que toman prestados los recursos de la lengua general para impregnarlos de significados que no expresan sino su propia y peculiar visión del mundo).
    e) La indeterminación de los textos resultante no sólo de la realización en ellos de todos los fenómenos intralingüísticos mencionados, sino también del hecho de que cada texto, sobre todo cada texto literario (y extrapolándolo, la obra de cada autor en su conjunto), crea un universo propio, estableciéndose entre sus diversos elementos vínculos estructurales originales y llenándose los elementos de significados adicionales, dependientes todos ellos de la peculiar cosmovisión del autor, plasmada en ellos consciente o inconscientemente, todo lo cual hace del texto un fenómeno complejo y multidimensional, abierto, por lo tanto, a un sinfín de interpretaciones posibles condicionadas por la subjetividad de cada uno de los destinatarios.
    Se podría seguir razonando sobre el tema abordado, pero lo dicho parece suficiente para justificar por lo menos su planteamiento. En otras publicaciones hemos considerado y seguiremos considerando de manera específica los peculiares problemas y conflictos y hasta procesos judiciales e inquisitoriales que la indeterminación de los textos de partida y/o de los recursos de la lengua de llegada motivó en los distintos períodos y episodios de la historia que nos interesa. Por ahora sólo cabe señalar que esta problemática ya ha sido estudiada en parte y sigue siendo estudiada por aquella rama de la traductología que se dedica a investigar la llamada “manipulación de textos” (sobre todo, los literarios) que tuvo lugar en la historia y que tiene raíces en algunos de los fenómenos lingüísticos y linguoculturales que acabamos de mencionar.
    Concluiremos diciendo que, por supuesto, no todas las líneas argumentales de la futura historia de la traducción, ni todos los aspectos de su temática, han hallado reflejo en este breve ensayo. Este ha sido pensado para delinear apenas el variado conjunto de problemas que va planteando la disciplina en cuestión, mientras se va profundizando en ella y mientras más episodios de esta convulsionada historia van abriéndose ante el observador atento y juicioso. Es nuestra convicción que la propia disciplina está todavía en pañales y tiene sus grandes descubrimientos por delante.

REFERENCIAS

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