Introducción
En un célebre pasaje de la Sección VI de la Parte IV del Treatise of Human Nature, David Hume compara nuestra mente con un teatro. La comparación le sirve para mostrar la naturaleza imaginaria (y por ende derivada, es decir no substancial) de la identidad personal. Ahora bien, en este artículo quisiéramos partir de esta comparación y demostrar dos cosas: 1) es posible leer la metáfora del teatro propuesta por Hume a partir de la obra Sei personaggi in cerca d’autore de Luigi Pirandello, así como la obra de Pirandello a partir del texto de Hume; 2) la metáfora del teatro permite distinguir dos grandes líneas dentro de la filosofía moderna1 a partir de la relación del Autor con la Obra. En este sentido, nos proponemos realizar una lectura simultánea de Hume y Pirandello ya que, más allá de la evidente distancia temporal que los separa, ambos textos, “Of personal identity” y Sei personaggi in cerca d’autore, se iluminan mutuamente. Por otro lado, en un segundo momento, una vez que hayamos explicado la relación íntima que mantienen ambas obras, concluiremos mostrando la pertinencia de pensar a la filosofía moderna a partir de esta metáfora del teatro. Sostendremos que la comparación de Hume hace posible distinguir dos grandes líneas filosóficas: una que concibe al Autor, es decir al Sujeto, como fundamento del pensamiento y de la experiencia, es decir de la Obra; otra que lo concibe como un efecto contingente de una Obra impersonal. Antes de abordar estas dos cuestiones, sin embargo, será preciso explicar los aspectos más generales que caracterizan a la concepción humeniana de la identidad personal.
La identidad personal en el pensamiento de David Hume2
El argumento básico que esgrime Hume en el capítulo del Treatise of Human Nature dedicado a la identidad personal consiste en afirmar que no poseemos ninguna impresión que pueda dar origen a la idea de yo.3 Ya casi en las primeras páginas de la sección, Hume muestra, claramente contra Descartes, la imposibilidad de encontrar una evidencia en la introspección del espíritu, es decir en el movimiento del espíritu hacia sí mismo. Cada vez que intenta penetrar en sí mismo, dice Hume, tropieza con alguna percepción, es decir, cada vez que intenta introducirse en la vida íntima de su conciencia, no puede sino salir de sí y toparse con alguna percepción.
Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo, siempre me tropiezo con alguna u otra percepción particular, de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que no sea la percepción (1960: 252).
Para comprender el sentido profundo de este pasaje es preciso ponerlo en relación con la sexta meditación cartesiana. Es claro que el filósofo escocés le está respondiendo, en una suerte de contrapunto crítico, al pasaje en el cual Descartes muestra la diferencia radical que existe entre la intelección o concepción y la imaginación:
.…el espíritu, cuando concibe, se vuelve de algún modo sobre sí mismo [convertat ad seipsam] y considera alguna de las ideas allí contenidas; pero cuando imagina, se vuelve hacia el cuerpo [convertat ad corpus], y considera algo conforme a la idea que ha formado de sí mismo o que ha recibido por los sentidos (1685: 74)
La concepción o intelección del espíritu se identifica, para Descartes, con la propia esencia humana, con el único atributo que considera, al menos en principio, necesario y esencial a su existencia. A diferencia de la intelección, en la cual el espíritu se vuelve hacia la interioridad de sí mismo, en el caso de la imaginación, en cambio, el espíritu se vuelve hacia la exterioridad del cuerpo. Esta distinción entre la intelección y la imaginación repite la distinción más amplia entre el alma y el cuerpo. Este volverse del espíritu hacia sí mismo o hacia el cuerpo es lo que constituye la verdadera diferencia entre las dos facultades. Descartes lo llama, con una fórmula enigmática, “tensión del alma [animi contentio]” (cfr. 1685: 74). Esta contentio, que ha dado varios dolores de cabeza a los traductores, representa el punto límite en el que la intelección y la imaginación se distancian y distinguen. Descartes lo dice con claridad (y distinción, por supuesto): “…esta tensión del alma muestra con claridad la diferencia que existe entre la imaginación y la pura intelección” (cfr. 1685: 74). La contentio hace referencia a un cierto movimiento o a una dirección determinada del espíritu, a la efectuación de una cierta potencia. El verbo converto, a propósito, designa esta dirección hacia, esta orientación posible. Si el espíritu se vuelve hacia afuera, ad corpus, actualiza la potencia de imaginar; si se vuelve hacia adentro, ad seipsam, actualiza la potencia de concebir. En esta contentio, que por fuerza es tanto una tensión cuanto una torsión, se van a dirimir las principales demarcaciones y cesuras que definen al hombre moderno. En ella, también, en las fuerzas que arrastran, o pueden arrastrar, al espíritu en dos movimientos divergentes [convertat ad seipsam y convertat ad corpus], vemos aparecer los dos grandes planos que dividen al paradigma ontológico y epistemológico de la Modernidad. Las dos grandes corrientes de la filosofía moderna, el racionalismo y el empirismo, se explican, en cierto sentido, por el modo en que piensan esta contentio del espíritu: o bien hacia adentro [convertat ad seipsam], según la primera de ellas, o bien hacia afuera [convertat ad corpus], según la segunda.
Ahora bien, así como Descartes identifica a la esencia o al atributo esencial del alma con el movimiento ad seipsam del espíritu, Hume confiesa ser incapaz de captar su self, a no ser por medio de una percepción. Lo interesante, sin embargo, no es tanto la crítica que Hume le formula a Descartes, sino el modo en el que explica la existencia de la idea de yo. Si es un hecho que poseemos la idea de yo, pero al mismo tiempo es evidente que no deriva de ninguna impresión, ¿de dónde deriva esta idea?, ¿cómo surge la idea de identidad personal? Y por otro lado, ¿en qué consiste la idea de yo? Es en este punto que introduce la comparación con el teatro:
.La mente es una especie de teatro, donde varias percepciones sucesivas hacen su aparición; pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una infinidad de posturas y situaciones. Propiamente hablando, no hay simplicidad en ellas en un tiempo, ni identidad en tiempos diferentes; más allá de la propensión natural que tengamos a imaginar dicha simplicidad e identidad. La comparación con el teatro no debe engañarnos. Sólo las sucesivas percepciones constituyen la mente; no tenemos ni la más remota idea del lugar donde estas escenas son representadas, ni de los materiales que las componen (1960: 253)
Las percepciones aparecen y desaparecen en el flujo perpetuo de la vida psíquica. La estrategia de Hume es asombrosa: no hay ningún yo, ningún sujeto ni centro detrás de las percepciones. Ni siquiera es posible pensar a la mente como el lugar o el escenario en el cual se sucederían esas percepciones. Lo que llamamos yo, identidad, conciencia no son sino efectos imaginarios y ficticios de la sucesión perceptiva. El sujeto es una “operación de la imaginación” (cfr. 1960: 259), el resultado de la asociación de ideas en la imaginación.4 Las percepciones, según Hume, son siempre discontinuas y diferentes. Sin embargo, a partir de las leyes de asociación de las ideas (semejanza, contigüidad y causalidad), las cuales generan un tránsito suave de una percepción a otra, tendemos a imaginar una continuidad, no sólo en los objetos percibidos,5 sino en el sujeto que percibe. “…fingimos frecuentemente un principio nuevo e ininteligible que conecte entre sí los objetos, e impida su discontinuidad y variación. […] y llegamos a la noción de alma, yo o substancia para enmascarar la variación” (1960: 254). Ahora bien, en lugar de suponer que existen percepciones porque hay un sujeto que les sirve de sustrato y unidad, Hume sostiene la tesis inversa, hay un sujeto porque las percepciones, una vez estabilizadas y organizadas por la imaginación, generan la ficción de la unidad. El yo, en este sentido, es el resultado de un proceso imaginario, una “…ficción o un principio imaginario de unión” (cfr. 1960: 262). En consecuencia, el yo no es, como en Kant, el a priori del pensamiento, sino su a posteriori.6 Si para Kant, en una línea por cierto cartesiana, puede haber representaciones en la medida en que soy consciente de la unidad originaria de la apercepción, es decir en la medida en que todas mis representaciones, para ser mías, tienen que poder ser acompañadas del “Yo pienso” (cfr. Kant, 1956, §16: 140-141), para Hume, en cambio, puede haber Yo en la medida en que la imaginación crea la ficción de una identidad estable sobre un flujo perceptivo impersonal y variable. Para Kant, hay representaciones porque hay un Yo al cual se remiten como su condición de posibilidad; para Hume, hay Yo porque hay un flujo de percepciones al cual (el Yo) se remite como su condición de posibilidad. En el primer caso, las representaciones son secundarias y derivadas del Yo pienso; en el segundo caso, el Yo es secundario y derivado de las percepciones. De tal modo que no hay pensamiento y experiencia porque hay Yo (trascendental), sino que hay Yo porque hay pensamiento y experiencia. Lo cual significa conferirle al pensamiento y a la experiencia un estatuto impersonal y a-subjetivo. Para pensar o tener experiencias no es necesaria una apercepción originaria, es decir, la autoconciencia que me hace saber, de forma pura y espontánea, que soy Yo el que pienso o el que tengo una experiencia, sino más bien una suerte de campo impersonal de pensamiento y de experiencia.7
Seis percepciones en busca de un Yo
Creemos que la obra de Luigi Pirandello, Sei personaggi in cerca d’autore, reproduce, en una clave teatral, las mismas ideas que el capítulo de Hume sobre la identidad personal.8 Recordemos brevemente el planteo de Pirandello.9 La obra comienza representando un ensayo teatral. El Director da indicaciones a los Actores para ensayar una obra cómica titulada Giuoco delle parti. Cuando está por comenzar el ensayo, irrumpen seis individuos en el escenario que dicen ser Personajes de una obra sin Autor o cuyo Autor resulta desconocido.
El director (volviéndose hacia el fondo): ¿Quiénes son los señores? ¿Qué quieren?
El padre (avanzando, seguido por los otros, hasta una de las dos escalinatas): Estamos aquí en busca de un autor.
El director (entre asombrado e irritado): ¿De un autor? ¿De qué autor?
El padre: De uno cualquiera, señor.
.El director: Pero aquí no hay ningún autor, porque no estamos ensayando ninguna comedia nueva (Pirandello, 1978: 8-9)
Lo interesante es que estos Personajes, que en nuestra comparación representan las percepciones del espíritu a las que se refiere Hume, no remiten a ningún Autor o, más bien, su Autor, aquel que los ha creado, es la fantasía o el espíritu mismo.
.El padre: Y entonces, ¿por qué se maravilla de nosotros? Imagine para un personaje la desgracia que le he dicho, de haber nacido vivo de la fantasía de un autor que haya querido luego negarle la vida, y dígame si este personaje, abandonado así, vivo y sin vida, no tiene motivos como para ponerse a hacer lo que estamos haciendo nosotros, ahora, aquí ante ellos… (1978: 50)
Estos personajes han nacido de la fantasía de un autor. Sin embargo, es preciso retener aquí la idea de que la fantasía no remite a una conciencia o sujeto personal, sino más bien al espíritu entendido como campo impersonal de experiencia. En las primeras páginas de Empirisme et subjectivité. Essai sur la nature humaine selon Hume,10 el texto que Gilles Deleuze dedica al empirismo humeniano, leemos: “El fondo del espíritu es delirio, o, lo que viene a ser lo mismo desde otro punto de vista, azar, indiferencia. Por sí misma, la imaginación no es una naturaleza, sino una fantasía” (1959: 4). Por eso la noción de espíritu, en Hume, así como la de fantasía o imaginación no remiten a un sujeto individual, a un alma personal, como en Descartes. Cuando Hume habla de percepciones del espíritu, así como cuando Pirandello dice que los Personajes han sido creados a medias por la fantasía de un autor, no hay que entender por eso que remiten a una instancia subjetiva o personal, a una suerte de conciencia fundadora. El espíritu es un flujo de percepciones, de ideas, y es a partir de una estabilización u organización de ese flujo que el sujeto o el Yo podrá constituirse. De allí la pregunta fundamental de este primer texto de Deleuze sobre Hume, formulada de cuatro maneras diversas:
1) ¿Cómo el espíritu se convierte en un sujeto?
2) ¿Cómo la imaginación se convierte en una naturaleza humana?
3) ¿Cómo una colección de ideas se convierte en un sistema?
4) ¿Cómo la imaginación se convierte en una facultad?
Estas cuatro preguntas apuntan a mostrar que en Hume, según sostiene Deleuze, “…la subjetividad es determinada como un efecto…” (cfr. 1959: 8), o que “…la subjetividad empírica se constituye en el espíritu bajo el efecto de principios que lo afectan”, razón por la cual “…el espíritu no tiene las características de un sujeto previo” (cfr. 1959: 12). A Hume no le interesa mostrar el origen del espíritu, el cual es una potencia impersonal de percepciones, un puro flujo de vida, muy cercano, en este sentido, al concepto de experiencia pura de William James,11 sino más bien explicar el origen del sujeto. Como dice Deleuze: “El empirismo esencialmente no plantea el problema de un origen del espíritu, sino el problema de una constitución del sujeto” (1959: 15). Por este motivo, en la obra de Pirandello, el Autor de los seis personajes permanece indeterminado y es identificado simplemente con la fantasía. No importa el origen de estos personajes (percepciones), sino el hecho de que estos personajes, de algún modo sin origen, es decir sin Autor, van a constituir y crear al Autor. A diferencia del teatro clásico (o “burgués”, según el término empleado por Antonin Artaud),12 en el cual el Autor crea a los personajes, en el caso de Pirandello, es decir de Hume, los personajes, es decir las percepciones del espíritu, crean al Autor, es decir al Yo. Consideremos el siguiente diálogo:13
El director: ¡Dejémoslo así, dejémoslo así! Comprenderá, estimado señor, que sin el autor… Yo podría recomendarle a alguien…
El padre: Pero no, mire: ¡sea usted!
El director: ¿Yo? ¿Pero qué dice?
El padre: ¡Sí, usted, usted! ¿Por qué no?
El director: ¡Porque yo nunca he sido autor!
El padre: ¿Y no podría serlo ahora, le pregunto? No tiene que hacer nada. ¡Lo hacen tantos! Su tarea está facilitada por el hecho de que estamos acá, todos, vivos ante usted.
El director: ¡Pero no basta!
El padre: ¿Cómo que no basta? Viéndonos vivir nuestro drama…
El director: ¡Ya! ¡Pero se necesitará siempre a alguien que lo escriba!
El padre: No… que lo transcriba, en todo caso, teniéndolo así delante, en acción, escena por escena. ¡Bastará comenzar lentamente, con un trazo apenas, y probar!
El director (subiendo, tentado, sobre el escenario): Eh… Casi casi que me tienta… Casi como un juego… Se podría realmente probar…
El padre: ¡Pero sí, señor! ¡Verá qué escenas surgirán! ¡Se lo puedo garantizar ahora yo mismo!
.El director: Me tienta, me tienta… Probemos un poco… Venga conmigo a mi camarín… (1978: 25)
Como se ve, son los personajes los que le dictan la obra al Director, es decir quienes crean, de algún modo, al Autor de una obra preexistente, quienes convierten al Director en Autor. Lo cual significa que el sujeto, en el caso de Hume, es un efecto y no una esencia previa. El sujeto, o sea el Autor, debe ser creado, constituido.14 El espíritu no tiene naturaleza, mucho menos una forma humana, es una mera colección de ideas, una experiencia pura, pero no un sistema. “Sin cesar Hume afirma la identidad del espíritu, de la imaginación y de la idea. El espíritu no es naturaleza, no tiene naturaleza” (Deleuze, 1959: 3). Para volver a Pirandello, habría que decir que el sujeto, el Autor, en este caso, no es quien escribe sino quien es escrito por los personajes.15 No se trata de una verdadera escritura, sino de una transcripción. Los Personajes le dictan al Director la obra. El apuntador transcribe los diálogos de los Personajes, y el Autor, entonces, surge como una suerte de efecto de esa transcripción. La verdadera obra, pues, consiste en el proceso a través del cual el Autor es creado.
.La hijastra (al Padre): ¡Y usted entre! ¡No tiene necesidad de girar! ¡Venga aquí! ¡Finja haber entrado! Muy bien: yo estoy aquí con la cabeza baja, modesta. ¡Y arriba! ¡Saque la voz! Dígame con voz nueva, como uno que viene de afuera: “Buen día, señorita”
.El director (descendido ya del escenario): ¡Oh, mire usted! Pero al final, ¿dirige usted o dirijo yo? (1978: 37)
Y un poco más tarde:
El director (despacio, deprisa, al Apuntador en el agujero): ¡Y usted, atento, atento a escribir, ahora! (ibid.)
[…]
.El director (interrumpiendo, vuelto al Apuntador en el agujero y subiendo sobre el escenario): ¡Espere, espere! ¡No escriba, traduzca, traduzca esta última frase! (1978: 39)
Para que surja el sujeto, para que el espíritu se convierta en una naturaleza humana, es preciso que ese flujo perceptivo, la obra que representan los personajes, se organice a partir de ciertos principios asociativos, es preciso que el delirio fantástico del espíritu se estabilice a partir de una continuidad en el flujo de percepciones; es preciso, pues, que el apuntador escriba la obra, que el flujo de las situaciones vividas por los personajes se estabilice en un guión. Veamos cómo se muestra este proceso de constitución del sujeto en la obra de Pirandello:
El primer actor: ¿Y nosotros qué debemos hacer?
El director: ¡Nada! ¡Por ahora sólo escuchar y observar! Cada uno, luego, tendrá su parte escrita. ¡Ahora mejor se hará un ensayo! ¡Lo harán ellos!
.Indicará los Personajes
El padre (como caído de las nubes, en medio de la confusión sobre el escenario): ¿Nosotros? ¿Qué quiere decir con, discúlpeme, un ensayo?
El director: ¡Un ensayo, un ensayo para ellos!
.Indicará los Actores
El padre: Pero si los personajes somos nosotros…
El director: Y está bien: “los personajes”; pero aquí, estimado señor, no actúan los personajes. Aquí actúan los actores. ¡Los personajes están allí, en el guión
-indicará el agujero del Apuntador-
cuando hay un guión!
.El padre: ¡Justamente! Puesto que no lo hay, y los señores tienen suerte de tener a los personajes aquí vivos adelante… (1978: 29)
Pirandello distingue aquí entre los Personajes, es decir entre las percepciones que no remiten a ningún Yo, sino al delirio del espíritu, a la fantasía, y los Actores de la Compañía, es decir las percepciones que serán organizadas en un Yo, en un sujeto, y que pueden ser consideradas percepciones de ese sujeto. En este caso, en lugar de ser el Autor el que escribe el guión, y al escribirlo crea los personajes, son los mismos personajes los que le dictan el guión al Director, y al hacerlo lo crean en tanto Autor. Quien resulta creado, en esta escritura del guión, es el Autor. Los personajes son los Autores del Autor. Sin embargo, en tanto Autores múltiples, nunca pueden ocupar el rol de una Identidad homogénea e inmutable.
.El padre: El drama para mí está todo aquí, señor: en la conciencia que tengo, que cada uno de nosotros -vea- se cree “uno” pero no es verdad: es “tantos”, señor, “tantos”, según todas las posibilidades de ser que están en nosotros: “uno” con este, “uno” con aquel… ¡diversísimos! (1978: 22)
Lo cual significa afirmar que en el fondo de lo humano, como sugiere Deleuze, está el delirio; el fondo de lo humano es la imaginación, la fantasía. Por eso Deleuze puede afirmar que “La naturaleza humana es la imaginación, pero que otros principios han vuelto constante, han fijado” (1959: 5). Lo que se revela finalmente es que el Autor no es sino el efecto de las indicaciones ofrecidas por los Personajes, es decir que los Personajes, a su modo, son más reales que el propio Autor. Recordemos que para Hume el Yo o la identidad personal no es sino “…una ficción de la imaginación” o un “principio imaginario de unión”.
El padre: No, no. No quería decir esto, de hecho. La invito más bien a salir de este juego
mirando a la primera Actriz, como para prevenir
-
¡de arte! ¡de arte!, que usted está habituado a estar aquí con sus actores; y vuelvo a preguntarle seriamente: ¿quién es usted?
El director (volviéndose casi sorprendido, y a la vez irritado, a los Actores): ¡Oh, pero mirad que se necesita ser cara dura! ¡Uno que se vende como personaje, venir a preguntarme quién soy!
.El padre (con dignidad, pero sin altanería): Un personaje, señor, puede siempre preguntarle a un hombre quién es. Porque un personaje tiene verdaderamente una vida propia, marcada por características propias, por las cuales es siempre “alguien”. Mientras que un hombre -no digo usted, ahora- un hombre en general, puede ser “ninguno”
El director: ¡Ya! ¡Pero usted me lo pregunta a mí, que soy el Director! ¡El director! ¿Comprende?
El padre (casi en sordina, con meliflua humildad): Sólo para saber, señor, si verdaderamente usted, como es ahora, se ve… como ve, por ejemplo, a distancia de tiempo, aquel que era una vez, con todas las ilusiones que entonces se hacía; con todas las cosas, dentro y en torno a usted, como entonces le parecían -¡y eran, eran realmente para usted!-. Y bien, señor: repensando en aquellas ilusiones que ahora no se hace más, en todas aquellas cosas que ahora no le “parecen” más como “eran” para usted en un tiempo; ¿no siente que le falta, no digo estas tablas del escenario, sino el terreno, el terreno bajo sus pies, argumentando que igualmente que “esto” que usted se siente hoy, toda su realidad así como es hoy, está destinada a parecerle una ilusión mañana?
El director (sin haber comprendido bien, en el mareo de la engañosa argumentación): ¿Y bien? ¿Qué quiere concluir con todo esto?
El padre: Oh, nada, señor. Hacerle ver que si nosotros (indicará de nuevo a sí mismo y a los otros Personajes), además de la ilusión, no tenemos otra realidad, es bueno que usted también desconfíe de su realidad, de esta que hoy respira y le toca, porque -como la de ayer- está destinada a parecerle una ilusión mañana.
El director (tomándoselo en broma): ¡Ah, muy bien! ¡Y puede agregar que usted, con esta comedia que acaba de representarme aquí, es más verdadero y real que yo!
.El padre (con la misma seriedad): ¡Pero eso sin duda, señor! (1978: 49-50)
Como podemos observar, los Personajes son más “reales” que el Autor, es decir, en los términos de Hume, las percepciones son previas a la constitución del Yo y no necesitan de ninguna substancia que las sostenga en su existencia.
.Pero todavía más: ¿en qué tendrían que convertirse todas nuestras percepciones particulares, de seguir esa hipótesis? Todas ellas son diferentes, distinguibles y separables entre sí, y pueden ser consideradas por separado y existir por separado: no necesitan de cosa alguna que las sostenga en su existencia. ¿De qué manera pertenecerían entonces al yo, y cómo estarían conectadas con él? (Hume, 1960: 252)
Intentemos ahora resumir la serie de analogías que hemos propuesto hasta aquí entre el texto de Hume y el de Pirandello: los Personajes son las Percepciones impersonales, es decir aún no reconducidas a la figura de un Yo; los Actores son las Percepciones que remiten, luego de haber sido estabilizadas y organizadas por las leyes de asociación de las ideas, a un Yo; el Director es el Yo, el Sujeto; el Autor es la creación de los Personajes; el Guión es la organización efectuada por las leyes de asociación de las ideas; el devenir Autor del Director es la constitución del Sujeto o de la identidad personal.
Teatro de Autor y teatro sin Autor
A partir de las analogías que hemos venido desarrollando hasta ahora, es posible ver con claridad la diferencia entre dos formas diversas de pensar al teatro (y, a la vez, de teatralizar el pensamiento): un teatro sin Autor (por ejemplo el caso de Hume), en el que los Personajes (las percepciones) crean al Autor (al Yo); un teatro de Autor (por ejemplo el caso de Descartes o Kant), en el que el Yo (el Autor) crea los Personajes (las diversas actividades de la mens). Recordemos que en la II meditatio Descartes indica la pertenencia de todas las formas del pensamiento a un ego o sujeto pensante que las vuelve posible. Luego de enumerar los diversos modos del pensar, agrega: “No son éstas pocas cosas si me pertenecen todas. Pero ¿por qué no habrían de pertenecerme? ¿No soy yo mismo quien duda ahora de casi todo, quien entiende algo…?” (1685: 29; el subrayado es nuestro). Vemos que en este teatro cartesiano, la relación entre el Autor y los Personajes es una relación de propiedad y de pertenencia. Las ideas, las sensaciones, las imaginaciones, las diversas percepciones pertenecen al Autor, al Yo. El cogito es siempre un ego cogito. Por eso este teatro, en la medida en que asegura la pertenencia del pensamiento a un sujeto, y en la medida en que constituye a esa pertenencia en el aspecto esencial del hombre, forma parte de lo que Roberto Esposito ha llamado el dispositivo de la persona.16 En el caso de Hume, esta relación entre el pensamiento y el sujeto no se funda en una inherencia esencial, sino en un principio imaginario de unión. En este caso, como veíamos en Pirandello, lo ficticio es la idea del Yo, no las percepciones; lo ficticio es el Autor, no los Personajes. Lo que se encuentra desactivado, entonces, es la relación de pertenencia o propiedad entre el pensamiento (las percepciones) y el Yo. El Yo no puede ser el propietario de las percepciones porque, como aclara Hume, éstas “…no necesitan de cosa alguna que las sostenga en su existencia” (cfr. 1960: 262).
Si la historia en general, y la historia de la filosofía en particular, como ha mostrado Friedrich Nietzsche, no es sino un carnaval de máscaras, un theatrum philosophicum, para utilizar una expresión de Michel Foucault,17 podrían distinguirse dos teatros o dos concepciones diversas del teatro filosófico moderno: por un lado, un teatro de Autor, un teatro psicológico (Descartes-Kant-Hegel); por otro lado, un teatro sin Autor, un teatro ontológico o imaginario (Hume-Spinoza-Nietzsche).18 Pero ¿qué significa aquí teatro de Autor y teatro sin Autor? La primera perspectiva hace referencia al aspecto personal y subjetivo del pensamiento y de la experiencia que aparece declinado de diversos modos en estos tres autores, Descartes, Kant y Hegel, es decir a lo que Foucault ha llamado, como hemos visto, “la función fundadora del sujeto” o lo que Esposito ha llamado “el dispositivo de la persona”. Según esta línea, puede haber experiencia y pensamiento porque hay un sujeto, un Yo, que realiza la experiencia y que piensa. Poco importa si ese sujeto es concebido como ego, como Yo trascendental o como conciencia histórica; lo que importa es que, más allá de estas diversas concepciones, sigue funcionando como fundamento de la experiencia y del pensamiento. Para utilizar la metáfora de Hume: hay Obra porque hay Autor. En Descartes, como vimos, esta “función fundadora del Sujeto” se hace evidente cuando remite al ego, como a su sustrato necesario, las diversas potencias (de dudar, de concebir, de imaginar, de sentir, etc.). “Pues es evidente que soy yo el que duda, el que entiende, el que quiere, y no hay necesidad de agregar nada para explicarlo” (1685: 30). El ego no sólo funciona como sustrato de las diversas potencias del pensar, sino también como su fundamento. Sólo porque hay ego, es decir porque el espíritu, a partir de Descartes, ha adoptado la forma del ego, de la conciencia, el pensamiento es posible. “El pensamiento es lo único que no puede ser separado de mí. Yo soy, yo existo, esto es evidente” (1685: 28). Esta substancia fundamental (y fundadora), a la cual remite, hasta identificarse con ella, el cogito; esta identidad, de la cual el cogito mismo no puede separarse; este “a mí” [a me, en la versión latina; de moi, en la francesa], al cual parecen remitirse todas las actividades de la mens, designa precisamente el inicio de lo que entendemos aquí por Modernidad. Con Kant, ya en el siglo XVIII, es decir, en plena Ilustración, el ego cartesiano sufre un ostensible desplazamiento. El ego cogito se transforma, en la Kritik der reinen Vernunft, en la apercepción pura que acompaña, por necesidad, todas las representaciones. El ego cogito de la conciencia trascendental se convierte en el fundamento de todo conocimiento, es decir, en la unidad de la conciencia que constituye el referente necesario de todas las representaciones y que, en razón de esa necesidad, les confiere su validez objetiva. “…las múltiples representaciones (…) tienen que poder ser enlazadas en una conciencia, pues sin ésta nada puede ser pensado o conocido…” (1956, §17: 139). Como vemos, la conciencia trascendental está muy lejos (y, en algún sentido, muy cerca) de la conciencia cartesiana; no obstante, el aspecto fundador del ego sigue funcionando en Kant de la misma manera. Más allá de las diferencias indudables que separan al sujeto cartesiano del sujeto trascendental kantiano, la función fundadora de la subjetividad, el lugar de referencia, y a la vez de legitimación, que posee el ego en el proceso cognoscitivo sigue estando asegurado. Lo mismo sucede con Hegel, quien transforma la conciencia kantiana, desplazándola al campo de la negatividad, en conciencia histórica. A ella se remiten, como las potencias de la mens en Descartes o como las representaciones en Kant, las diversas experiencias que conforman la historia humana. No obstante este desplazamiento (fundamental, por supuesto), la función fundadora del Sujeto permanece invariable. Y no sólo eso, sino que, en algún sentido, este lugar fundador del ego cartesiano, ya reconfigurado en el pensamiento trascendental de Kant, adquiere, con Hegel, un estatuto absoluto. La conciencia, que comenzaba a ejercer una función determinante en las Meditationes de prima philosophia, se convierte, en la fenomenología hegeliana, en aquella realidad dinámica que, en su propio devenir, se produce a sí misma y se revela, al final de su recorrido, como Espíritu, como libertad. Esta conciencia, en las Vorlesungen über die philosophie der Geschichte pero también en muchos otros textos, aparece directamente identificada con el yo. “El pensamiento que se es un yo constituye la raíz de la naturaleza del hombre. El hombre, como espíritu, (…) es un ser que ha vuelto sobre sí mismo. Este movimiento de mediación es un rasgo esencial del espíritu” (Hegel, 1997: 64). Esta función del Sujeto, por otro lado, se prolonga hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, es en el período que va de Descartes a Hegel que se establecen las coordenadas esenciales de esta concepción del sujeto como fundamento o del fundamento como Sujeto.
Diferente es el caso de la otra línea que estamos aquí considerando. Tanto en Hume como en Spinoza19 o en Nietzsche hay obra, es decir hay percepciones y pensamiento sin necesidad de que exista un Autor. Citemos un pasaje de Nietzsche para ejemplificar esta otra perspectiva. Se trata del parágrafo 17 de Jenseits von Gut und Böse:
.En lo que respecta a la superstición de los lógicos: yo no me cansaré de subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que esos supersticiosos confiesan de mala gana, - a saber: que un pensamiento viene cuando «él» quiere, y no cuando «yo» quiero; de modo que es un falseamiento de los hechos decir: el sujeto «yo» es la condición del predicado «pienso». Ello piensa: pero que ese «ello» sea precisamente aquel antiguo y famoso «yo», eso es, hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una «certeza inmediata». En definitiva, decir «ello piensa» es ya decir demasiado: ya ese «ello» contiene una interpretación del proceso y no forma parte de él. Se razona aquí según el hábito gramatical que dice “pensar es una actividad, de toda actividad forma parte alguien que actúe, en consecuencia…” (Nietzsche, 1886: 21)
Como podemos observar, afirmar que el sujeto “yo” es la condición del predicado “pienso” es una aseveración apresurada (una ficción necesaria para la conservación de la vida, dirá en otros textos); en todo caso, nunca, como en Descartes, una certeza inmediata. El yo más bien es un efecto de un proceso impersonal de pensamiento.20 Lo mismo sucede en el caso de Hume. Las percepciones hacen su aparición en la mente como si fuera un teatro, pasan, adoptan ciertas posturas, viven determinadas situaciones y luego se desvanecen. Sin embargo, Hume aclara que la mente no es una suerte de lugar previo a las percepciones, sino que son las mismas percepciones las que constituyen la mente. En el caso de Hume, a diferencia de Descartes o Kant, las percepciones no son los personajes creados por un Autor que sería el Yo, sino más bien personajes sin Autor o, en todo caso, en busca de un autor.
Conclusión
A lo largo de este artículo hemos mostrado de qué manera es posible realizar una lectura conjunta de dos obras separadas por casi dos siglos: el capítulo “Of personal identity” del Treatise on Human Nature de David Hume y la obra teatral Sei personaggi in cerca d’autore de Luigi Pirandello. Esta lectura paralela, hemos sostenido, permite comprender con mayor amplitud, y a la vez profundidad, algunas de las tesis contenidas en ambas obras en lo que respecta al problema de la identidad personal. El punto más importante, en este sentido, es la idea de que el sujeto no funciona como fundamento de la experiencia y del pensamiento, sino como un efecto contingente que, como tal, debe ser construido. En el caso de Hume, el Yo (el Sujeto) surge como un efecto de la organización y continuidad perceptiva generada por la imaginación a partir de las leyes de asociación de las ideas. En el caso de Pirandello, el Autor (el Sujeto) surge como un efecto o una creación de los Personajes, cuya existencia es previa e independiente a la del Director/Autor. Así como en Hume las percepciones del espíritu, una vez organizadas y estabilizadas por el trabajo de la imaginación a través de los principios de asociación de las ideas, producen, como un efecto derivado, la idea de Yo, es decir de un centro simple y continuo más allá de la fluctuación de las percepciones, asimismo la obra que representan los Personajes de Pirandello, una vez transcripta, es decir organizada y fijada en un guión, produce o crea, también como un efecto derivado, al Autor. En ambos casos, las percepciones del espíritu o los Personajes son previos y exteriores al Yo o al Autor.
Este análisis de la comparación de la mente con el teatro que propone Hume en el texto examinado, además, hace posible también individuar dos líneas diversas en la filosofía moderna: una que hemos llamado teatro de Autor, otra que hemos llamado teatro sin Autor. En la primera de ellas hemos incluido, aunque los nombres podrían multiplicarse, a Descartes, Kant y Hegel. En todos estos casos, más allá de las obvias diferencias que los distinguen, la función fundadora del Sujeto sigue estando garantizada. Esto significa que en esta línea de análisis el pensamiento y la experiencia (histórica o no) son posibles porque existe un Sujeto, un Yo, que crea las condiciones necesarias para que algo pueda ser pensado y experimentado. En la segunda línea que hemos indicado, en la que hemos ubicado a Hume, Spinoza y Nietzsche (y aquí también los nombres podrían multiplicarse), la relación del Sujeto, del Yo, con el pensamiento y la experiencia parece de algún modo invertida. En este caso, el Yo no funciona ya como fundamento del pensamiento y de la experiencia, sino más bien como un efecto o una derivada. Puede haber sujeto o yo porque un flujo de percepciones (una experiencia pura, diríamos empleando el terminus technicus de William James) crea las condiciones para que una formación subjetiva pueda constituirse. Esta última tesis no significa, por supuesto, negar la existencia y la necesidad del sujeto; pero sí desplazarlo de su lugar fundamental y originario. Para decirlo con los términos de la metáfora que hemos analizado aquí a partir de Hume y Pirandello: no es que exista una Obra (experiencia o pensamiento) porque hay un Autor (Yo o Sujeto) que la crea, sino que existe un Autor porque hay una Obra que lo crea. En términos deleuzianos: no se trata ya de un sujeto trascendental, sino de un empirismo trascendental;21 lo trascendental no es, como en Kant, el sujeto, sino, como en Hume, la experiencia.