Introducción: colonización de un maritorio
“No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie”1.
La vasta extensión esteparia de la Patagonia austral, territorio de pueblos independientes, fue transformada de manera radical por la fuerza expansiva del colonialismo de asentamiento en las dos últimas décadas del siglo XIX. El persistente vacío cartográfico de las pampas continentales y la isla Grande de Tierra del Fuego fue saturado por millones de ovejas desembarcadas desde las islas Falkland/Malvinas y concentradas en estancias vinculadas al mercado británico, favorecidas por las liberales políticas de los Estados argentino y chileno. Los pequeños enclaves nacionales, que sobrevivieron pobremente por décadas, se convirtieron entre 1890 y 1910 en activos puertos para los capitales noratlánticos, y con ello, los pueblos indígenas fueron paulatinamente desplazados, en el caso aonikenk, o rápidamente eliminados, en el caso selknam2. A comienzos del siglo XX, la soberanía ovina eliminó el “problema del indio” y favoreció el estallido de la cuestión obrera, definiendo las condiciones sociales para una creciente presencia de los Estados. Los administradores de estancia, británicos, se convirtieron en comisarios de policía y a ellos los siguieron jueces y actuarios y, más tarde, los ejércitos y los guardias fronterizos, vigilantes de una delimitación internacional apenas marcada por alambrados ganaderos3.
Respecto de los pueblos indígenas, y a diferencia del “colonialismo propiamente tal” como ha planteado Walter Hixson, el colonialismo de asentamiento no se desplegó explotándolos económicamente sino removiéndolos4. Esta “lógica de eliminación y no explotación” se ha plasmado historiográfica y patrimonialmente en la noción de “extinción” indígena, naturalizando el exterminio y el despojo como condición de posibilidad del “progreso”5: así, mientras los colonos hacen historia, otros desaparecen de ella, condenados en su prehistoricidad6. Los pueblos originarios de la Patagonia siguen existiendo, sin embargo. En tanto, si bien el genocidio hizo imposible la persistencia de las prácticas socioculturales selknam y supuso una transformación radical para los aonikenk (tehuelches del sur), los pueblos canoeros, yaganes y kawésqar -geopolíticamente marginales en relación con la industria ganadera- persistieron en sus modos de vida más allá de las clausuras propietaria y nacional. La centralidad de la economía ganadera, sin embargo, ha contribuido a producir una historicidad y memoria regional volcadas hacia el interior y alejadas de las circulaciones marítimas, asignando roles protagónicos a los empresarios locales, antes que a los capitales británicos, asumiendo como idénticos los procesos que afectaron a los distintos pueblos indígenas como extensiones del exterminio selknam, e invisibilizando las violencias particulares del proceso colonial en la inmensidad de los canales patagónicos (ver el mapa 1)7.
Fuente: Martin Gusinde, Die Feuerland Indianer; Ergebnisse meiner vier Forschungsreisen in den Jahren 1918 bis 1924 (Mödling: Anthropos, 1931)8
La violencia que sufrieron kawésqar y yaganes no fue coordinada por autoridades de la Iglesia católica, del Estado y del capital, como sucedió en la Tierra del Fuego contra los selknam9. En la Patagonia occidental o marina no existieron comisarios-estancieros, caserías y deportaciones planificadas, ni tampoco instalaciones militares permanentes, sino hasta la década de 1930. Existió, en cambio, un terror creciente practicado fuera del alcance de la ley y favorecido por esta, que situó a los “salvajes” fuera de la nacionalidad e incluso de la humanidad. Este artículo examina esas violencias privadas ejercidas contra el pueblo kawésqar, a partir de la residual información contenida en la prensa local y los registros judiciales durante la etapa de consolidación de la soberanía territorial chilena sobre Patagonia. Junto con ello se analiza la conceptualización jurídico-política del Estado colonial sobre los indígenas canoeros como factor coadyuvante en su crisis sociodemográfica. Como planteó Martinic, en un análisis de la política indígena de los gobernadores de Magallanes hasta 1910, entre estos y los kawésqar sólo existió contacto “ocasional y siempre de carácter punitivo”, dejados “a su suerte mientras no perturbaron la vida o hacienda de los colonizadores”. El Estado sería responsable por omisión, en esta lectura, de las “tropelías y abusos” que sufrieron “a manos de loberos y otros navegantes”10.
Este argumento puede retomarse considerando parte de la documentación conocida y la aquí trabajada por primera vez: por tanto, ampliando el período estudiado, este artículo sostiene que la violencia se extendió por más de un siglo gracias a la conceptualización de los agentes del Estado, quienes consideraron a los kawésqar como salvajes situados fuera del tiempo de la historia y en las fronteras entre humanidad y animalidad. Antes que por omisión, la racialización estatal sostuvo la deshumanización nómade, expresada también en la violencia física privada; de ahí que los documentos de la civilización, o la estatalidad, demuestran la barbarie que favorecieron contra los llamados bárbaros11. Así, a diferencia de otros trabajos que abordan la violencia ejercida sobre grupos indígenas por parte de agentes estatales -en el marco de procesos coloniales y de expansión de las soberanías nacionales-, este artículo se centra en las violencias privadas practicadas al amparo de una indulgente justicia estatal.
Mientras que la zona del canal Beagle constituyó un polo de colonización misional y ganadera desde la década de 1840, los canales occidentales permanecieron como espacio de tránsito de pescadores y cazadores marítimos, con precarias y aisladas ocupaciones ganaderas y mineras hasta comienzos del siglo XX, y aun después. Dada la importancia del Cabo de Hornos para el comercio mundial hasta la masificación del vapor, que abrió la ruta del estrecho de Magallanes, la vida yagán estuvo más expuesta a la influencia de misioneros anglicanos y salesianos, de las estancias y de los puertos argentinos y chilenos. El maritorio kawésqar, por el contrario (espacio marítimo de un sistema socioecológico particular), entre el estrecho de Magallanes y el golfo de Penas (paralelos 54° y 47° S), suele ser considerado aún como “la última frontera interior” chilena12. El uso del término maritorio busca destacar la permanente movilidad kawésqar en espacios marinos, en contraste con sus esporádicas estadías en tierra firme13. A diferencia de lo sucedido en las estepas, donde el cercado de las ovejas definió los contornos de la exclusión indígena, en los canales el colonialismo chileno ejerció más tardía, difusa y lentamente su poder alocativo14. Se trata aquí, más bien, de un “choque de espacios comunes” entre dos formas de trashumancia, la indígena y la colonizadora15. Esta última, en efecto, desterritorializada, efímera, que corroyó la larga estabilidad de la relación entre las parcialidades kawésqar y sus espacios marítimos.
Aquí se tienen en cuenta las particularidades del contacto colonial, en cuanto a la velocidad y la frecuencia, a los actores y a las formas, que están determinados por las posibilidades económicas de los espacios socioecológicos; ello se relaciona a su vez con la mayor o menor existencia y persistencia de registros continuos para las experiencias de regulación, despojo y violencia en el continente, y en el fragmentado espacio de los canales. Los principales agentes que atentaron contra la mantención del sistema kawésqar fueron particulares en tránsito libre sobre un mar común; en ese espacio desregulado fueron fundamentalmente marinos quienes “transformaron a los pueblos indígenas en refugiados” en su propio territorio16.
Autoridades coloniales y definiciones raciales en los comienzos de la ocupación
El primer gobernador del Territorio de Colonización de Magallanes, el naturalista danés Jorge Schythe, informó en 1854 que los principales obstáculos para la atracción de colonos eran el rudo clima, el suelo infertil, y una población “miserable” de indígenas fueguinos que, por “poco numerosa que sea”, era “molesta, pendenciera y sanguinaria, cuando se cree superior en fuerza”. A juicio de la autoridad, “la parte occidental del Estrecho [...] quedará probablemente de muchos siglos venideros la propiedad exclusiva de una raza ambulante que se halla todavía en el estremo grado de la barbarie, i que se ha demostrado menos susceptible de civilización que toda otra tribu salvaje”17. Para Schythe, los “fueguinos” de los canales, llamados por otros extranjeros pecherais (Bougainville), alikhoolip (Fitz Roy), halakwulup (Gusinde) o alacalufes (por el propio Estado hasta 2018), los kawésqar, eran menos un peligro que una molestia18. La animosidad de Schythe (coleccionista de utensilios indígenas)19 pudo haber sido alimentada por el asesinato de su antecesor, Bernardo Philippi, y otros seis “blancos”, en 1852. Los crímenes fueron atribuidos a indígenas, quienes habrían actuado motivados por la venganza, debido al asesinato de “patagones” y “fueguinos” en la rebelión militar de 1851 que destruyó Punta Arenas20. En 1853, Schythe llevó adelante un proceso que atribuyó la responsabilidad a los “guaicurúes”, una “pequeña tribu, o más bien una sola familia de orijen fueguino”21.
La política seguida hasta entonces en relación con los indígenas era, para el gobernador, “mui imprudente”, provocando que estos fuesen cada vez “más exigentes, altaneros i desconfiados. En vez de respetarnos i temernos como superiores a ellos en fuerza, inteligencia i buen juicio, nos van despreciando como débiles e impotentes”, demandando “tributos periódicos, que vendrán a arrancarnos por la fuerza, si no se les dan voluntariamente”. Recomendaba, por ello, “castigar a los más culpables” y, de no ser posible, a los “menos culpables”: “poco importaría con tal que los que se castigan, sean de la misma tribu, para que vean que no dejamos impunes sus repetidas maldades”. Se quejaba, no obstante, de que con su escasa tropa no estaba en condiciones de “pegarles un golpe” significativo22.
Estas definiciones experimentaron modificaciones menores entre las autoridades locales por décadas. En primer lugar, establecieron una jerarquía racialmente rígida, con superiores e inferiores como categorías estancas, homogeneas, aun correspondiendo obviamente a grupos étnicos que tenían territorialidades y liderazgos distintos, y que presentaban variaciones idiomáticas o dialectales. De acuerdo con Aguilera, a comienzos del siglo XX podían diferenciarse de manera lingüística al menos tres grupos kawésqar, a los que Gusinde en su tiempo atribuyó delimitaciones territoriales rígidas, pero que Aguilera reconoce permeables y cambiantes23. Como sea, los ataques en represalia suponían la identificación de una comunidad como responsable de la conducta de algunos de sus miembros, y el castigo de inocentes que podían no tener relación alguna con los presuntos culpables, no individualizados24. La única relación entre unos y otros era “racial”, es decir, como sujetos a quienes el poder colonizador ha definido como conjunto biológica-culturalmente estable e indiferenciable. La responsabilidad de una comunidad por la acción de alguno de sus miembros no se aplicó jamás, por cierto, en la persecusión de crímenes cometidos por extranjeros o chilenos. Esta sanción indiscriminada o justicia racial perduró al menos seis décadas, a partir de Schythe, y aun sin haber sido sancionada legislativamente, a través de la exclusión del derecho para “una población racialmente definida”25.
Estas exclusiones constituyentes fueron tácitas y explícitas, en el intento de imponer el orden nacional-colonial. Denunciando el asesinato “ejecutado por los indios fueguinos” contra tres tripulantes de un buque inglés, en abril de 1871 el Ministerio de Relaciones Exteriores ofició al Gobernador del Territorio de Colonización de Magallanes demandándole realizar averiguaciones, “obligando a declarar a los indios que puedan ser habidos” para “hacer algún escarmiento a los culpables”26. Dos meses más tarde, el Ministerio reiteraba su prosa amenazante, alentando a “reprimir a los indios fueguinos de sus frecuentes piraterías i para aprehender i castigar a los asesinos”: “una vez habido aunque sea uno solo de los que puedan sospecharse sean los culpables” se le debía tomar declaración y remitirlo a Valparaíso para ser puesto a disposición de las autoridades judiciales27. Si bien no se tiene conocimiento sobre el resultado del proceso, confiado al gobernador Oscar Viel a falta de juzgado, este habría planteado que un indígena explicó que “los hechos se originaron cuando el capitán bajó a tierra y disparó sobre un indio y una india”28. A juzgar por este antecedente, podría tratarse de uno de los muchos casos denunciados de oídas y sin mayores referencias, perdidos en la soledad de los canales, en que grupos canoeros eran atacados para abusar sexualmente de las mujeres, a lo que se hará referencia más adelante.
Poco tiempo después, en 1874, y debido al faenamiento de animales de propiedad fiscal, el mismo gobernador Viel envió una expedición para encontrar a los “fueguinos” que suponía culpables. Los soldados subieron “un escarpado monte en el centro de la península de Brunswick, en cuya cima se hallaban alojados los bárbaros”, que los habrían recibido con flechas y piedras que hirieron levemente a un chileno. La tropa, a su vez, mató a seis hombres y dos mujeres, que contaban con sables “provenientes sin duda de algún naufragio”. Según informaba Viel, “fueron además tomados tres indiesitos pequeños los que si V. tiene a bien, pueden ser remitidos a esa capital para que puedan ser educados en algún establecimiento de beneficiencia”. Esto, dentro de las instrucciones dadas al jefe de la partida, quien declaró que “solo la necesidad le obligó a matar a esos infelices, teniendo encargo de solo tomarlos, para procurar arrancarlos de la barbarie”29. Mientras que en el caso anterior la orden era enviar a los sospechosos a más de dos mil kilómetros de distancia para ser juzgados, ahora la consulta administrativa era si los menores debían ser asimismo deportados para su reeducación. Ignoramos, sin embargo, si los menores fueron enviados “a Chile” (como se denominaba al territorio tradicional de dicho Estado) o entregados a alguna institución local. En cualquier caso, el procedimiento se definía administrativamente, entre el gobernador de Magallanes y el ministro de Relaciones Exteriores chileno, dejando a sospechosos y niños fuera de las garantías de la ley y a disposición de sus representantes.
En un viaje desde Ushuaia hasta Punta Arenas por las islas occidentales de la Tierra del Fuego, el obispo anglicano Waite Stirling se había sorprendido en 1876 del comportamiento disímil que en la relación con su nave establecían yaganes y kawésqar, al sur y al norte del estrecho de Magallanes:
“hasta entonces, los indios [canoeros] nos habían buscado y se habían puesto a la par, mostrando placer por nuestra presencia […] Muchos de ellos habían visitado Ushuaia y todos habían oído del lugar […] Ofrecían pieles de lobo en venta y aceptaban dinero, con total confianza de que al volver a visitar la Misión, o por medio de amigos, obtendrían su valor en bizcochos, ropas u otros artículos”30.
Al norte de la península Brecknock y hasta la colonia chilena, en cambio, sólo encontraron dos canoas kawésqar, que huyeron entre las islas. El misionero había escuchado de un choque de “una nave americana con los indios”, y se explicaba así que existiera “alguna hostilidad”. Stirling pensaba que en las zonas visitadas por loberos, los canoeros eran “maltratados”, y al consultarlo obtuvo una respuesta afirmativa “de boca del gobernador en Punta Arenas. Si es así, es simple la explicación sobre su no aparición”31. Lo que no mencionó Viel, y no preguntó Stirling, es la relación entre las expediciones de escarmiento y el alejamiento de las familias kawésqar. Esta transformación de los indígenas en extranjeros en su propio territorio, obligados a salvarse poniéndose “fuera del espacio y fuera del tiempo” de los asentados y del tránsito colonizador, corresponde a lo que Nikos Poulantzas definió como genocidios: no se trata de discriminaciones, sino de “eliminaciones de los que pasan a ser ‘cuerpos extranjeros’”, de una otredad radical32. Sobre estos pueblos despojados las autoridades se asignaron el derecho de “arrancarlos de la barbarie” o castigarlos como grupo, y los navegantes, el derecho al abuso sexual o a la represalia. Según Martin Gusinde, fueron “los ignominiosos abusos de los blancos” y sus “crímenes que se prolongaron por años” los que desarrollaron en los canales “un encendido odio contra los blancos, cuyas irrupciones derribaron toda resistencia”33. Aunque esos crímenes se habían producido por cierto ya antes de las ocupaciones de Argentina y Chile en la zona (de ello dejaron testimonio tanto Fitz Roy como los misioneros anglicanos, para las décadas de 1830 y 184034), luego de iniciada la colonización las violencias aumentaron, al crecer la circulación marítima e institucionalizarse los discursos racistas.
A lo anterior se suma que hasta comienzos de la década de 1890 no existieron en la colonia de Punta Arenas ni autoridad judicial independiente del representante del poder ejecutivo ni órganos de prensa. Con la fundación del primer juzgado, en 1893, y del primer periódico, El Magallanes, en 1894, las viejas narrativas se oficializaron, reprodujeron y masificaron35. Ello siguió a la expansión continental ovina de la década de 1880 y coincidió con la conquista de la Tierra del Fuego, que produjo un aumento exponencial en el número de colonos, fundamentalmente británicos, que transformaron un espacio de ocupación restringida y esporádica en territorio ganadero. Los inmigrantes europeos formaron, junto con las autoridades nacionales, una cerrada élite que monopolizó las decisiones políticas y económicas, reforzó las divisiones etnorraciales existentes e introdujo otras nuevas. Las memorias de Mauricio Braun, el mayor agente económico local del período, son muy explícitas al respecto: en sus memorias, “los indios” eran infrahumanos carentes de derechos; los chilenos, pobres, y los chilotes, en especial, una clase trabajadora mestiza, material y culturalmente atrasada, sin contacto con los administradores europeos y los capitalistas británicos36. Estas jerarquías se aprecian también en el extenso proceso judicial iniciado en diciembre de 1895 por la captura y deportación de selknams desde la Tierra del Fuego hasta Punta Arenas. Dada la relevancia del caso, en que se involucraron como acusados, testigos y denunciantes decenas de personas (incluidas las autoridades salesianas, gubernamentales y empresariales), las declaraciones fueron en extremo cuidadosas, lo mismo que el tratamiento de la prensa, que se presentó como defensora de los derechos de los indígenas37. No sucedió lo mismo cuando los involucrados fueron colonos pobres, marinos e indígenas canoeros.
Ahora bien, en las dos primeras décadas del siglo XX, cuando el Estado se fortaleció localmente con servicios de cabotaje, aduana, policía y municipalidad, se desarrollaron cuatro procesos judiciales que involucraron a kawésqar. En dos de ellos se investigó la desaparición o muerte de colonos en zonas aisladas, acusándose a canoeros sobre la base de débiles presunciones; en el tercero se juzgó por única vez un crimen contra indígenas; el cuarto caso refiere a un asalto contra una estancia protagonizado, al parecer, por kawésqar y mestizos chilotes. En conjunto, estos procesos permiten analizar la conceptualización racial estatal y, al mismo tiempo, la consolidación de la soberanía territorial chilena.
La civilización: la desaparición de Antonio Teigelacke (1906) y José Plaza (1911)
En mayo de 1906, el principal periódico de la Patagonia austral (ver el mapa 2) informó que una expedición minera se había internado por los canales y que al desembarcar en el asentamiento del alemán Antonio Teigelacke, en Sierra Ballena, “encontraron la casa toda deshecha”, rastros de sangre, un caballo “muerto por heridas de lanza” y huellas que, decían, corresponderían a “indios”. Pese al aislamiento del lugar, la policía estaba “haciendo toda clase de pesquizas”38 y el mismo día de la publicación se inició un proceso judicial. El subdelegado de Puerto Natales, máxima autoridad local, se trasladó al lugar y comprobó que faltaban la provisión de carne, un perro y un bote, pero que las herramientas de trabajo y los enseres domésticos estaban en el lugar. Además, no se habían llevado ni remos ni cueros, ni papas ni parafina39. Nueve caballos y algunos aperos seguían también en el sitio. La autoridad resolvió dejar una guardia por unos días, y luego de eso contrató a un cuidador.
Cuando los prospectores mineros (de la influyente Casa Hoeneisen) regresaron a Punta Arenas declararon más o menos lo conocido sobre este caso, aunque uno de ellos, Christianno Engelmanno, agregó algo significativo: cuando ellos llegaron el caballo seguía vivo, “con tres flechas en el cuerpo”, y por ellas atribuía la desaparición a “los indios”. Tras cuatro meses de inactividad judicial, el capitán de un barco lobero se presentó ante la Gobernación Marítima para informar que habían traído de su expedición dos carabinas inutilizadas y un bote, que habían cambiado por ropa y víveres a “varios indios”. Al mismo tiempo, el cónsul alemán e influyente empresario Rodolfo Stubenrauch informó que una expedición naval enviada en busca de Teigelacke “o de los indios presuntos asesinos” había regresado sin novedades. “En cambio he sabido”, agregaba, que una goleta: “había encontrado en la bahía de Cuarenta Días […] una cantidad de indios, algunos de ellos vestidos de cristianos, que decían que otros indios habían matado a un hombre blanco y que ellos les habían quitado ‘mucha plata’, un bote, un perro y dos rifles, que llevaron a bordo para cambiarlo por tabaco”40.
El capitán, según Stubenrauch, había intentado atrapar a los indigenas, “sospechando que se trataba de un robo o asesinato”, pero estos huyeron. Según esta versión, tres vecinos alemanes de Teigelacke habían indicado que los objetos pertenecían al desaparecido, y reclamaron que se decretara su muerte41. Inmediatamente después se presentó otro de los colonos alemanes de la zona, el capitán Hermann Eberhardt, quien reportó que había encontrado el cuerpo semihundido de Teigelacke, a unos 80 metros de la costa, desnudo y atado por el cuello al fierro que usaba como ancla de su propio bote. Presentaba cortes profundos en los brazos y en la garganta, y heridas en el cráneo. Citado a declarar, el cuidador de la casa describió el cadáver, indicando que en “la parte superior de la frente tenía heridas que parecían como [que] fuesen de balas, pero que [par]a mi no era[n] otra cosa que de punta de lanza”42; el médico de la ciudad, sin embargo, informó que no se podía determinar la causa de las heridas debido al estado de descomposición del cadáver.
A comienzos de diciembre, el subdelegado de Última Esperanza entregó a la policía, y esta al juzgado de Punta Arenas, a dos indias y un indio que “al ser aprehendidos estaban vestidos con la ropa de la víctima”. No se les había tomado filiación ni declaración, pues “sólo hablan su idioma i no se ha podido encontrar intérprete”. A los pocos días se consiguió uno, “el indíjena Pablo Sayao”, a quien era “casi imposible comprenderle, pues apenas posee una que otra palabra del castellano”. Los detenidos, interrogados grupalmente, dijeron desconocer las causas de su captura y explicaron que las ropas se las habían entregado los marineros de un buque en tránsito. Fueron individualizados de la siguiente manera: Juan Kayarka, 1ª vez preso, indio chileno, pescador, no lee ni escribe, viudo, 45 años; Rosa Kayarka, 1ª vez presa, india chilena, pescadora, no lee ni escribe, casada, 18 años; José Marchol, 1ª vez preso, indio chileno, pescador, no lee ni escribe, casado, 30 años. Esa misma noche, su primera en la cárcel de Punta Arenas, fue su última: los tres escaparon, y resultaron “infructuosas todas las diligencias hechas para su captura”. Ni su chilenidad ni sus “estados civiles” presuntos quedaron inscritos en otro registro43.
Con la fuga, y sin novedades en el caso durante dos meses, el procurador fiscal Carlos Cerveró solicitó el sobreseimiento definitivo, considerando que “el sumario no ha podido establecer las circunstancias que mediaron en la muerte”, que no existían pruebas “de que indios salvajes lo asesinaran”, y que cabía la posibilidad de que hubiera fallecido por causas naturales o “asesinado por algún blanco y que los indios se cebaran después sobre su cadáver”. “No obstante”, terminaba su escrito el Promotor, negando la lógica judicial antes expuesta, “todos los indicios” hacían “presumir que fueron los indios que se fugaron de la cárcel”44 los asesinos de Teigelacke. Esos indicios no fueron sintetizados, y sólo los testimonios, todos ellos de alemanes, hacen referencia a dos elementos que podrían indicar la participación de canoeros: el caballo y las ropas. Mientras que Engelmanno afirmó que el animal agonizaba, con tres flechas enterradas, el subdelegado informó que el caballo había sido muerto, aparentemente, a lanzazos (o algún otro objeto corto-punzante). Ese importante detalle no fue objeto de escrutinio, aun cuando era conocida la poca efectividad de las flechas kawésqar contra animales mayores. Por otro lado, las partidas de canoeros que portaban ropas del desaparecido, según Eberhardt, se hallaban distantes a unas ciento cincuenta millas una de la otra. Las herramientas metálicas, los aperos de cuero y el combustible, todos objetos valiosos para los canoeros (más que un perro o un bote ajeno, al menos), no fueron robados, y ni siquiera faenaron los animales. Pese a las declaraciones que inculpaban genéricamente a los indígenas, y a la detención de tres “indios chilenos”, el juez aprobó el sobreseimiento.
La Corte de Apelaciones de Valparaíso ratificó la decisión, considerando que los detenidos no habían declarado en forma y que no se pudo comprobar que sus vestimentas pertenecieran al difunto. Ni el juez ni el tribunal tuvieron en consideración la parte final del alegato del procurador, quien definió la situación jurídica de los kawésqar señalando que la fuga de los “dos machos y una hembra” carecía de importancia en cuanto al castigo, por cuanto, incluso en caso de ser los culpables, procedería el sobreseimiento, en vista de “su completa irresponsabilidad”. Según expresó Cerveró:
“Este Ministerio tiene la íntima convicción de que los indios salvajes que aun habitan en este territorio son enteramente irresponsables […] Son seres que más se asemejan a los brutos que a los hombres.
Si el Derecho Criminal exime de responsabilidad a los menores […], con mayor razón están excentos los indios salvajes que para mengua de la civilización existen todavía en pleno siglo XX, aquí, en los últimos extremos del mundo austral.
Las personas que se vean perjudicadas por las depredaciones de los salvajes, no les queda mas remedio que hacer uso de la fuerza en defensa de sus derechos.
Naturalmente que las anteriores observaciones no se refieren a los indios civilizados, pero estos son muy pocos. Sabido es que la misión que la congregación salesiana maniene en la isla Dawson ha fracasado lamentablemente. Los indios, al civilizarse, es decir, al adquirir la condición de seres humanos, no pueden subsistir: la tisis y otras enfermedades los diezman, la nostalgia de la vida puramente animal los desespera y los mata”45.
De acuerdo con el planteamiento, la individualización realizada por el Juzgado no correspondía, pues no se trataba de chilenos (no gozaban de ninguna de las garantías de la ciudadanía), como podrían considerarse los “indios civilizados”, que eran muy pocos (por cuanto el acto civilizatorio era coincidente con el de la muerte de la bestia y, luego, de la persona, pues “al convertirse en seres humanos” perecían por enfermedades de blancos o de nostalgia animal). Los “seres más ruines y miserables de la especie humana” eran situados fuera de ella. De su propia consideración, Cerveró reemplazó hombres y mujeres, denominación usada por los testigos y el juez, por machos y hembras, subrayando su carácter de bestias exentas de culpa. En esa condición de depredadores, asimismo, los plenamente humanos que ejercieran la violencia contra ellos serían también inimputables46. A cuatro años del caso Teigelacke, el mismo argumento fue muy difundido en la prensa.
Hasta enero de 1911 El Magallanes no volvió a publicar informaciones sobre contactos con canoeros. Entonces se anunció que “habian aparecido por los canales”, donde realizaba prospecciones una Comision Hidrográfica, “centenares de indios alacalufes, los que pretendieron atacar a la jente”. Esa amenaza se había mantenido en el tiempo, señalaba, debido a “sentimentalismos” y por “amor a la ciencia etnográfica”. “A nuestro juicio”, concluía el editorial, “esos indíjenas deben ser simplemente recojidos, por bien o mal, i traidos a la isla Dawson o internados en un punto donde no puedan causar daño”, haciendo algo “semejante a lo ocurrido en 1895 con los indios onas […] Se les rodea y trae donde no molesten. Mucho peor será estirparlos a bala”. Para entonces ya era claro el destino de los deportados a la misión salesiana de Dawson, abandonada ese mismo año debido a que sólo sobrevivían 36 de los cientos de deportados que pasaron por ella47. A inicios del siglo XX, tanto para El Magallanes como para el Procurador Fiscal, era “una verdadera vergüenza” que persistiera la amenaza de “los naturales”48.
La mala prensa de los canoeros llegó hasta el Atlántico, cuando se informó en Río Gallegos de la desaparición de José Plaza, en septiembre de 1911. La Unión consignó que el comisario Harris (un estanciero inglés que en 1906 acompañó a Eberhardt por los canales) había detenido a diez alacalufes como sospechosos, incluido uno confeso. La noticia resultó falsa49. En realidad, sólo existía una denuncia por el “desaparecimiento” del hombre de 50 años, nacido en Chillán y casado con Carmen Ruiz, quien denunció que el hombre había salido temprano, “como de costumbre, armado de un Winchester, á revisar el ganado y ver si encontraba á los indios que decía le robaban considerablemente el ganado. Son presunciones de la señora Plaza porque en ocasiones anteriores habiendo querido estos desembarcar en la playa mas o menos al frente del rancho de la estancia, este se opuso, en consideración al miedo que causaban los indios á la familia”50.
La policía viajó hasta la estancia, ubicada en la península Barros Arana, pero no encontró pistas. Se interrogó a dos trabajadores y a un niño, quienes “dijeron que no tenían ninguna duda”: Plaza desapareció porque lo mataron “los indios”. El Procurador Fiscal consignó que, “al parecer, Plaza ha sido asesinado por indios nómades de alguna partida de salvajes alacalufes. Mas, el hecho mismo de la muerte de la persona […] no consta”. Por ello, pidió el sobreseimiento temporal. Dicho de otra manera, tanto la prensa como los cercanos, la policía y el procurador atribuyeron responsabilidad colectiva, aunque presunta, para un delito igualmente presunto. La Corte de Apelaciones de Valparaíso sentenció que en el juicio no se había probado “la existencia de un delito”. El caso no fue reabierto y de Plaza nunca más se supo.
Cristianos malos, el Capitán Chico y la mujer sin nombre (1912)
El escampavía Meteoro prestaba servicio de aprovisionamiento a los faros que la Armada de Chile estaba instalando, y ocasionalmente trasladaba grupos de científicos. En junio de 1912 recaló en Punta Arenas, y su capitán, José Bordes, presentó una denuncia señalando que, estando fondeado en puerto Molineaux, en el centro de los canales occidentales, había llegado hasta su buque “una canoa de indios” acusando del asesinato de “dos hombres de su tribu” a “un tal Luciano, tripulante de una goleta chica, de las que matan nutrias i lobos”. Este tipo de casos, expresaba el capitán, “son expuestos por los indios del canal i del Estrecho muchas veces”, pero que al carecer de datos precisos, él no los había denunciado. Así, las presuntas desgracias de “blancos” a manos de “salvajes” eran investigadas a partir de elucubraciones, pero las denuncias de los “indios” ante las autoridades marítimas no llegaban ni a la prensa ni a tribunales.
A comienzos de la década de 1910, la Armada chilena tenía servicios regulares por los canales, y hasta 1914 el estrecho de Magallanes era la ruta más concurrida entre las costas americanas. La regulación de esos tránsitos era escasa, por cierto, pero existía. El Juzgado de Punta Arenas cumplía una década, y la fuerza policial, aunque mal equipada, escasa e indisciplinada, era consistente y bastante obediente de las resoluciones judiciales. En 1911 se instaló, además, un cuerpo militar permanente para dar cumplimiento al servicio militar obligatorio. El Estado, en pocas palabras, no tenía capacidad de ejercer un monopolio efectivo de la violencia, pero lo intentaba. Frente a los asesinatos, violaciones y torturas de indígenas, sin embargo, el Juzgado no había dictado jamás una condena. El célebre proceso de 1895, que documentó decenas de casos de abusos contra hombres y mujeres selknam sin nombre, por parte de hombres con nombre y apellido, cerró con decenas de declaraciones de los últimos y ninguna de sus víctimas51.
En esta ocasión, probablemente por la jerarquía de Bordes, conocedor de los canales y sus habitantes, el juez ordenó diligencias. El primero en declarar fue Manuel Vera, un menor chilote, tripulante del vapor Ligure, quien aseguró que, tras desembarcar en la isla Duque de York para recolectar mariscos, habían escuchado dos tiros y visto a un indio corriendo con el brazo ensangrentado. “Supongo que habrá sido por causa de la mujer del indio”, contestó a la pregunta por las motivaciones del hecho: dos marinos “la tenían detrás de un islote hacía ya mucho rato”. Un mes después, Vera ratificó su declaración y fue el turno de Manuel Cárdenas, también chilote y tripulante, quien no había desembarcado pero escuchó la historia de boca de los que retornaban: el cocinero y un marino de un cúter “habían quitado una india […] y que uno de los indios trató de defenderse de tal agresión armándose con un cuchillo y tratando de rescatar a la mujer”, por lo que un tal Méndez le había disparado. Luego declararon el piloto del vapor y otro marino, ambos chilotes, ambos letrados, y ambos presumiendo un ataque sexual. El primero, el piloto Juan Cárdenas, señaló:
“-Sí, señor, estoi seguro que cometieron violación de la india y que esta era mujer ya unida con el indio”.
“-¿Oyó decir si trataban de robarles los cueros ó violar a las mujeres solamente?” [preguntó el juez].
“-Cueros no tenían por que nosotros les habíamos cambiado y solamente el objeto era por las mujeres” [respondió Cárdenas].
En concordancia con la declaración de Cárdenas, el otro marinero agregó que a una india la habían violado durante dos horas. Sin embargo, e ignoramos las razones, por dos semanas no hubo movimiento en la investigación. Entonces compareció de nuevo José Bordes, quien ratificó su declaración inicial, tomando nota el secretario del Juzgado:
“Se pide se deje constancia del proceder inhumano de muchos marineros de goletas y cutters. Estos individuos enfermos de gonorrea i otras enfermedades venereas creen que teniendo relaciones carnales con las indias, sanan de su mal. Por esta causa muchas veces se vé su buque lleno de indios de ambos sexos que acuden presurosos en busca de remedios. También los indios son considerados como simples animales i por cualquier motivo son heridos por los dichos individuos. Que no puede precisar nombre alguno sobre los autores de tales delitos, pues los pobres indios no los conocen, pero afirma que son tratados bárbaramente por haber tenido que curar de heridas, en más de una ocasión, a algunos salvajes”52.
Esta inscripción judicial de la violencia, de boca de un oficial, constituye uno de los escasos testimonios sobre prácticas conocidas, extendidas e impunes. Como señaló Stirling en 1876, los canoeros rehuían el contacto con los buques desconocidos, por la violencia reiterada. En 1907 Carl Skottsberg lo confirmó, navegando junto con José Bordes: los kawésqar huían de los “cristianos malos”, dos “palabras inseparablemente asociadas en boca de un indio de los canales”. Entonces, sólo el despliegue de “toda la elocuencia de Bordes”, respetado por los canoeros, había logrado persuadir a una mujer de abordar el buque y convertirse en intérprete temporal del explorador53.
A las declaraciones de los marineros del Ligure siguieron las de los tripulantes del cúter Volo, embarcación lobera del italiano Antonio Ríspoli. Clodomiro Rojas, melipillano analfabeto de 33 años, declaró haber desembarcado junto con el portugués José Méndez, a cargar agua y a cazar. Que Méndez llevaba la escopeta y se había internado en la isla; que luego escuchó dos tiros; que Méndez regresó y “no viéndole nada, no quise preguntarle”; que sólo de regreso en el buque escuchó algo, contado por Méndez. Este, de 21 años, principió su declaración de igual manera, pero contaba que, tras separarse de Rojas, encontró al “indio Antonio con cuchillo”, quien lo atacó; que al huir se encontró con un “indio chico” que agitaba un hacha, y “conociendo que era un indio malo huyó […] disparando al aire”54 (en esta versión no hay ni mujer ni herido). Los acusados Rojas y Méndez fueron careados con Manuel Vera, negando todo, y quedaron en libertad.
El Juzgado retomó los interrogatorios seis meses después, en una nueva recalada del Ligure. Su capitán, Forment, retornó en enero de 1913 de un viaje por la misma zona y precisó que al día siguiente de los hechos desembarcó para “ver al indio herido, pero ya se lo habían llevado sus compañeros”. Ahora, casi un año después, había encontrado a su mujer en el golfo Trinidad. Ella le dijo que “Capitán Chico” murió por esos disparos. Forment declaró que ahora “estaba plenamente convencido de que Méndez i Rojas violaron a la india i que entonces el indio […] quiso librar a su mujer, i entonces Méndez disparó” con “munición gruesa”, para cazar lobos marinos. Entonces se citó de nuevo a Ríspoli, que declaró que “nada de cierto” sabía, pues no había desembarcado; lo que escuchó, sin embargo, era lo que se decía: “que allí se violaron a una india, mujer del indio Capitán Chico”, quien “era un indio mui bueno y yo hacía cuatro años que lo conocía”. El piloto del Ligure, Domingo Santos, ratificó que era un indio “mui bueno”, y que lo conoció por trece años. Allí se detuvo la investigación, otra vez, por seis meses. En septiembre de 1913 compareció, nuevamente, Ríspoli, quien también había encontrado a la mujer de Chico navegando, quien “dijo que su marido había sido muerto por cristianos”. Fue el cúter de Ríspoli, por cierto, quien agregó: “Méndez es un individuo de malos antecedentes i de mui mal carácter, pero en cambio Clodomiro Rojas es un hombre mui bueno”55. Unos días más tarde, el Volo zarpó de nuevo, a vigilar ovejas en la isla Quartermaster, por dos meses. El Ligure hizo lo propio, por seis meses.
Al regreso declararon otra vez los marinos del Ligure. Un tal Peniche fue el primero. Dijo que con Cárdenas y Vera habían desembarcado a recoger erizos cuando encontraron el bote de Rojas y Méndez:
“[…] vimos que estos dos agarraron a la india mujer del capitán Chico i la violaron, primero el negro i después el chileno Rojas i en seguida entre los dos se la llevaron poco mas arriba; cada uno la tenía tomada de un brazo. Los indiecitos quedaron en la playa. El lugar donde se efectuó la violación primera, que nosotros vimos, está distante como cien metros de la playa”; [allí] “tuvieron a la india […] como dos horas i allí siguieron yaciendo con ella”.
Los testigos agregaron que el “Capitán Chico se vino hacia nosotros i nos dijo ‘Mujer mía, cristianos malos se la han llevado’”, y justificaron su no intervención por el “miedo de las consecuencias”. Según Peniche, él le dijo: “‘anda a buscar a tu mujer’ i entónces él fué donde estaban Méndez i Rojas”, pero el primero le salió al encuentro y le disparó dos veces. Chico “arrancó gritando i pasó cerca de nosotros siguiendo por la playa abajo i sus hijos se le juntaron i siguieron”. Entonces los marinos se subieron a su bote y luego llegaron Rojas y Méndez. Manuel Vera, dice Peniche, “le retó i en un momento de indignación le quería pegar pero yo se lo impedí”. Méndez se disculpó con ellos, explicando que había sido atacado con un cuchillo. Llegados a bordo, los testigos informaron lo ocurrido al capitán Ríspoli, pero “no nos creyó”. La última vez que vieron a Chico pasó con un brazo colgando y una gran mancha de sangre en el pecho, sangre que le corría hasta los pies. Manuel Vera ratificó estos dichos, agregando que “cuando esto ocurrió, Méndez nos dijo ‘matar a un indio no es nada’ i que además el indio llevaba un cuchillo”56. Se hizo un nuevo careo y Méndez volvió a negar todo.
Aun cuando la india nunca tuvo nombre ni hubo cuerpo del crimen, el Juez condenó a Rojas y a Méndez. El primero falleció durante el juicio, y el segundo, un “negro” portugués, fue sentenciado a diez años y dos días por las heridas contra Chico y contra otro marinero del Ligure (denuncia que se agregó a la causa), y a cinco años por violación. Méndez argumentó que no existía prueba alguna en su contra, y que ni siquiera había constancia de los delitos. A pesar de ser ello cierto, fue de los pocos condenados que llegó a cumplir ocho años en la precaria cárcel de Punta Arenas: no se había incautado un arma ni se había encontrado un cuerpo; la mujer no había sido identificada ni había prestado declaración; no hubo autoridad militar, policial o judicial que se constituyera en el sitio de los presuntos sucesos. Y quizás más importante aún: no existía jurisprudencia que indicara que matar a un indio o violar a una india constituyese delito o, dicho de otra manera, que un indio y una india fueran sujetos de derecho. No eran contados en los censos, ni se registraban sus nacimientos o sus muertes. Por carecer de tiempo, tampoco tenían lugar: su maritorio había sido convertido en territorio fiscal del Estado, y la navegación, pesca y caza en los canales eran libres y respaldadas por la Armada, salvo para los kawésqar. La única persona que cumplió condena por violencia contra ellos en todo el ciclo inicial de la colonización fue un “negro portugués”.
Barbaries mestizas, o los bandidos del mar (1919)57
En el centro del actual Parque Nacional Kawésqar (hasta 2018 Reserva Nacional Alacalufes) se emplazó en la década de 1910 la cuprífera Compañía Minera de Bahía Oración, como nodo de colonización extractiva en los canales que se desparraman frente a Puerto Natales, un “fundo” de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego que había avanzado absorbiendo las primeras estancias de colonos alemanes58. La Explotadora tenía en operaciones el inmenso frigorífico Puerto Bories, que incluía un cuartel policial, y para 1919 se construía un segundo frigorífico. Natales era cabeza de una subdelegación, ejercida por un militar, y su preocupación principal era la creciente movilización de la Federación Obrera de Magallanes (FOM)59. En enero, un conflicto laboral derivó en un enfrentamiento, en el que murieron seis trabajadores y cuatro carabineros, tras lo cual la FOM se hizo con el control del pueblo. Este motín terminó con el ingreso a la región de tropas argentinas y chilenas, la detención de casi treinta personas y el inicio de un extenso juicio. Ocho meses después reaparecieron violencias más antiguas60. Desde Bahía Oración se dio aviso de la amenaza que representaba un grupo de “indios canoeros” para los colonizadores. El administrador de la Mina informó al comandante de la estación naval de Magallanes:
“Viendo fuegos de indios cerca de la boca de Bahía Tranquila por 3 o 4 dias, mandé unos peones para investigar en el bote grande. Volvieron diciendome que había unos 20/30 indios que habían formado campo ahí, i que estos habían encontrado dos ó tres barriles de vino en la playa [y…] estaban todos borrachos, hombres, mujeres i niños, peleando entre sí todos cubiertos de sangre, mi jente no fué a tierra porque habían indios armados de escopetas i rifles. Dos ó tres noches más tarde estos mismos indios atacaron a los dos hombres de la estancia en Ancón sin Salida i los echaron de su casa después de haberse cambiado muchos tiros. Los dos hombres llegaron aquí á pié después de caminar dos dias i noches, i aquí llegaron hasta la llegada del Porvenir. El Capitán acordó ir a ver si la casa se habría incendiado como era de esperar. A la llegada encontramos que […] no habían quemado la casa, pero había[n] robado absolutamente todo, comida, camas, cueros, todo lo que había i se habían marchado. El comandante del Porvenir dejó á los hombres dándoles víveres, rifles i munición, i á la vuelta los va a buscar. Hai un chilote llamado Morfino viviendo junto con los indios que está implicado i otro llamado Pedro. Morfino demostró su picardía sacando de los cajones de los muebles de la casa el dinero i relojes, de que los indios no tienen uso”61.
Desde Isthmus Bay, un administrador de estancia escribió a uno de sus propietarios, Antonio Franolich, a inicios de septiembre, que sus trabajadores se habían “salvado milagrosamente” al huir de la estancia Ancón sin Salida luego de “que por falta de armas i balas se bieron obligados a retirarse bajo un vivo tiroteo” contra veinticinco indios que se desplazaban en cuatro canoas. Que días antes, esos indios habían realizado un intercambio en las minas de Oración, consiguiendo muchas balas y un Winchester, que usaba el “indio Pedro”, “conocido criminal”. Por ello, le pedía: “por gran favor que vea si puede sacarme un permiso para yo poder castigar algunos de estos indios en caso que ellos me atacen i otro para su gente […] Porque no es justo [que] un hombre como nosotros tenga que sufrir 8 ó 9 años de cársere por via de un[os] vagabun[dos] como los indios”62.
Todo indica que la condena a Méndez circuló entre los colonizadores, quienes ahora solicitaban una autorización, que no requerían, para actuar en defensa propia. Los indios, en esta caracterización, como “nómades del mar”, cabían dentro de la categoría vagabundos y, por lo mismo, en la de peligro contra lo supuestamente fijo y permanente (la estancia, la mina), definido por la propiedad pues, como queda claro, los trabajadores, cazadores y marineros “no indios” eran igualmente sujetos en tránsito, peones gañanes, más que colonos. Esa misma idea apareció más tarde, cuando la comandancia marítima informó al Gobernador, y este al Juez, que un buque de la Armada comunicó el mismo asalto tras recibir a bordo a dos cuidadores de la estancia Aurora. Los trabajadores atribuyeron el robo, avaluado en 5 mil pesos, a indios que “parecen haber venido del norte pues […] no son los que habitan en los canales de Última Esperanza”. Lo mismo habría sucedido el verano anterior, con el arribo hasta la península Muñoz Gamero “de 40 indios, de los que viven al norte del Puerto Bueno”, lo que podía “constituir un peligro para los guardianes de las Carboneras” 63 que surtían a los vapores.
En atención a los antecedentes, el Juzgado ordenó la realización de averiguaciones, y que las autoridades políticas tomaran precauciones; además, abrió sumario. Dos años más tarde, en noviembre de 1921, una nueva presentación se adjuntó a la causa, que permanecía sin movimiento. Allí se decía que el nuevo juzgado abierto en Puerto Natales “no ha ejecutado ninguna dilijencia”, y pedía una “orden de detencion en contra del chilote Morfino i otro llamado Pedro”, lo que el Juzgado hizo, en mayo de 1922. La orden llegó a la policía en agosto, que la devolvió en septiembre, “sin darle cumplimiento, por cuanto estos individuos no se encuentran en el territorio”. Unos días más tarde se declaró el sobreseimiento: había “indicios suficientes para estimar cometidos los delitos denunciados, pero no los hai para estimar a determinada persona como autor, cómplice o encubridor”64. Se trataba de una nueva violencia, dotada de armas de fuego, con participación, al parecer, de mestizos chilotes e indígenas kawésqar de áreas lejanas.
El mestizaje, que empieza a aparecer en la literatura en la década de 1930, marca el cierre del ciclo inicial de la colonización. A ello refiere también el carácter de la expedición de Martin Gusinde, auspiciada por el Ministerio de Instrucción Pública de Chile. Según informó El Magallanes a comienzos de 1924, como resultado de sus “excursiones entre los indios”, había comprobado que los “alacalufes son los más antiguos pobladores de la Tierra del Fuego”. Gusinde declaraba que llevaría a Santiago “un abundante material” de uso cotidiano, “fotografías descriptivas de los tipos característicos”, y “dos cilindros fonográficos con cantos típicos de los indios y una serie de medidas antropológicas”65 . El diario (que sólo trece años antes los calificaba de “vergüenza” que debía ser confinada) anunciaba que por primera vez, “dichos indios, ya muy escasos” iban a ser “estudiados científicamente”. Desde entonces dejaban de ser amenaza para convertirse en reliquia o patrimonio (“nuestros pueblos indígenas”) en el discurso oficial, iniciando el asentamiento permanente de misioneros y estaciones de las Fuerzas Armadas en el maritorio kawésqar.
Conclusiones
La “evolución demográfica de los alacalufes”, calculaba Jacqueline Ducros basándose en documentos inéditos de Robin y Emperaire, había caído de 101 personas en 1946 a 47 en 1971. A mediados de la década de 1940, el etnólogo francés Joseph Emperaire se había instalado por dos años entre una minoría “aislada, miserable y condenada”, cuyos miembros, “contrariamente a sus hábitos nómades, tienden a agruparse de una manera estable y, hallando más fácil pedir que buscar, se degradan progresivamente a la condición de mendigos”, junto a una instalación de la Fuerza Aérea en Puerto Edén. En el libro más influyente que se haya escrito sobre estos “nómades del mar”, el antropólogo declaraba que se precipitaban “por los caminos rápidos y paralelos de la asimilación y de la desaparición”66. Seis décadas después, y muchas veces anunciada la muerte del último o la última kawésqar, los censos indican que estaba equivocado: 2.622 personas se reconocieron como tales en 2002; y en el Censo 2017, 3.50067.
El trabajo de Emperaire proyecta los procesos analizados en este artículo, por cuanto la violencia continuaba definiendo la relación entre cazadores y pescadores chilotes y kawésqar a mediados del siglo XX. De acuerdo con el antropólogo, los móviles de los frecuentes asesinatos de los kawésqar eran “el robo y el amor” (sic): “Un indio ha robado una chalupa, un fusil o algún instrumento. Entonces, lo matan a él y a toda su familia con él, si la ocasión se presenta”. Es decir, “una masacre sin que pudiera ya distinguirse inocentes y culpables”. Familias completas eran exterminadas de esta forma, denunciaba, informando sobre los frecuentes “raptos de mujeres y muchachas, y aun de muchachos [kawésqar] para hacerlos marineros”, lo que que significó que un “número considerable de alacalufes fueran así transplantados a Chiloé, Puerto Montt y Punta Arenas”68. Por cierto, estas prácticas remitían a las instrucciones de Schythe, el primer gobernador de Magallanes, un siglo antes, y a las elucubraciones jurídicas de la Procuraduría en la década de 1910. Ahora, sin embargo, la asimilación era la política oficial de Estado.
La violencia por particulares ha sido ejercida históricamente en un marco político-jurídico de continuidad colonial; el Estado ratificó la negación de humanidad presente en los actos de colonización inicial, que transformó a los pueblos indígenas en refugiados en un territorio desde entonces ajeno. La justicia racial del Estado eximió a “los indios” de toda responsabilidad jurídica, como incapaces absolutos, al mismo tiempo que favoreció el salvajismo contra mujeres y hombres que, como extrahumanos, no podían ser sujetos de derecho. Las tentativas de reeducación o civilización forzada (para “adquirir la condición de seres humanos”) condujeron al etnocidio, esto es, a la eliminación (incompleta) de una cultura y a su reemplazo (precario) por otra. Ni la única condena judicial por violación (de una mujer sin nombre) y asesinato (de un muerto sin cuerpo), ni tampoco el establecimiento de bases militares, impidieron la prolongación de las viejas violencias ni el surgimiento de otras nuevas, como documentó Emperaire, asociadas a la pauperización. Allí, la colonialidad chilena es renovada en los procesos de control y dominio de un saber occidental, que instala en la racialización uno de los pilares más sólidos de su perenne colonialismo. La modernidad de los procesos coloniales llevó a justificar desde las nuevas estatalidades la alianza público-privada, formal o indirecta, que menciona el artículo.
La barbarie recurrente, a medida que aumentaron los contactos con pescadores, cazadores y navegantes, forzó a los kawésqar a acrecentar los tiempos de sus estancias, alejándose de la trashumancia y buscando refugio, sedentarizándose, en isla Wellington (Jetarkte, transformado por el Estado en Puerto Edén en 1936) y en las ciudades de Punta Arenas y Puerto Natales. Este proceso de transformación radical no condujo, sin embargo, a la extinción “alacalufe”; los combates kawésqar contemporáneos por la memoria, reivindicando una historicidad inscrita en un sistema socioecológico histórico -el maritorio patagónico-, así lo demuestran.