Que ella me ampara, que ella me ampara, la Constitución dice que ella me ampara y que acate las leyes de forma clara. No lo prometo…, que luego se descuelgan con un decreto. (Chicho Sánchez Ferlosio y Rosa Jiménez)
Introducción
La violencia epistémica es “una forma de relación social caracterizada por la negación situada histórica y socialmente de la subjetividad, la legitimidad o la existencia de otro individuo o comunidad en tanto sujetos epistémicos” (Pérez, 2021). A su vez, la injusticia epistémica es el tipo de injusticia que se comete cuando una persona o grupo de personas sufre un daño en su capacidad como agente conocedor a causa de prejuicios identitarios (Fricker, 2007, p. 1). Se trata de dos conceptos muy similares, aunque es posible encontrar algunas diferencias; sin embargo, no se trata de dos ideas excluyentes. Ambos fenómenos impiden que las personas o comunidades afectadas participen plenamente en las prácticas de producción, circulación, adquisición o validación del conocimiento, en todas las esferas de la vida social, lo cual les ocasiona daños específicamente epistémicos, así como otra clase de daños secundarios.1 En este artículo se argumenta que también generan daños en la esfera política-institucional, pues comprometen la posibilidad de alcanzar una democracia deliberativa y participativa.
De acuerdo con la literatura sobre el tema, las formas de violencia e injusticia epistémica se entreveran silenciosamente en las prácticas interpretativas y comunicativas de una sociedad (Fricker, 2007; Medina, 2012), contribuyendo a la permanencia “de sistemas de privilegio, tales como el racismo, el sexismo y el cisexismo” (Pérez, 2019, p. 82), y también de sistemas de colonialidad y dominación capitalista (Grosfoguel, 2016; Santos, 2010) en los que el monopolio de lo que se entiende como conocimiento “verdadero”, por parte de una autoridad, se convierte en un dispositivo de opresión y control político y social. Pero, ¿están presentes estos fenómenos en las relaciones jurídico-políticas entre las comunidades y el Estado colombiano? y ¿cómo afectan el desarrollo de una democracia deliberativa y participativa? Este artículo busca contribuir a la exploración académica de estas preguntas a través del estudio de la dimensión epistémica de un problema conocido como leyes del despojo.
Según las denuncias realizadas por líderes y lideresas de comunidades indígenas colombianas (Almendra, 2016; Consejo Regional Indígena del Cauca - CRIC, 2019), el conflicto de las leyes del despojo, en materia minera, es resultado de un proceso histórico de marginación de su voz en los espacios de configuración del “ordenamiento minero”, causado por el interés del Gobierno Nacional en crear un marco jurídico-político propicio (es decir, unificado, estable, competitivo) para fomentar la inversión extranjera. La expresión más grave de este problema consiste en la expedición sistemática de políticas públicas y normas que legalizan procedimientos mineros extractivistas, favorables para los intereses del capitalismo globalizado y las metas de desarrollo económico fijadas por los Gobiernos Nacionales neoliberales de las últimas dos décadas, pero manifiestamente contrarias a la comprensión particular del territorio y del buen vivir de las comunidades indígenas.
La hipótesis central que guió la elaboración de la investigación presentada en este artículo fue que el conflicto ocasionado por las leyes del despojo tiene un alto costo epistémico para las comunidades indígenas colombianas, pues lesiona el nexo enactivo entre conocimiento y territorio, el cual desempeña un rol vital en los sistemas epistemológicos de los pueblos indígenas andinos. El objetivo general consistió en utilizar las herramientas teóricas que proporcionan las teorías sobre la violencia y la injusticia epistémica para dilucidar el rol que tienen ambos fenómenos en este conflicto y así comprender mejor en qué consiste dicho costo.
Este artículo está dividido en cuatro secciones. En la primera se realiza una descripción del conflicto de las leyes del despojo, situándolo en el contexto económico y político en que se desarrollan los conflictos mineros en Colombia; además, se propone una aproximación inicial al análisis epistémico de este fenómeno, desde una lente que lo entiende como un conflicto ocasionado por la disonancia entre dos sistemas epistemológicos respecto de la conceptualización del territorio: el del conocimiento indígena andino (Esterman, 2013) y el occidetanlo-céntrico capitalista (Grosfoguel, 2016), encarnado, en este caso, por el ala neoliberal extractivista. En la segunda sección se explora en qué consiste el nexo enactivo entre conocimiento, práctica y territorio; para ello, se contrasta la manera en que se concibe (y el rol epistémico que desepeña) el concepto de territorio en ambos sistemas epistemológicos. En la tercera sección se analizan algunas de las formas en que el conflicto de las leyes del despojo se manifiesta, a través de ejemplos extraídos del marco legal que regula el ordenamiento minero. Finalmente, en la cuarta sección, se dilucida, con base en todo lo expuesto, en qué consiste el costo epistémico generado por las leyes del despojo, a partir de las herramientas teóricas de la violencia y la injusticia epistémica. Allí se concluye que el caso no puede encuadrarse con facilidad en ninguno de los escenarios formulados en la teoría de la injusticia epistémica, pero que sí reviste características de un fenómeno de violencia epistémica, ya que genera un daño epistémico culpable a las comunidades afectadas; además, para responsabilizar al gobierno por su conducta, se propone utilizar el concepto de insensibilidad hermenéutica (Medina, 2012), derivado de la teoría de la injusticia epistémica; por último, se subraya la importancia vital de conferir un rol activo a las comunidades indígenas en el ordenamiento de su territorio como condición de posibilidad para materializar una democracia deliberativa y participativa.
Nota frente al lugar de enunciación
No pertenezco a las comunidades indígenas y, por ese motivo, tengo el privilegio de no haber sido oprimido directamente por las leyes del despojo; sin embargo, he estado involucrado personalmente, desde hace varios años, en los conflictos asociados a la minería y en los procesos de resistencia en contra de su imposición normativa. En esta investigación intenté tomar precauciones en contra de la revictimización causada por el extractivismo académico, por eso, no busco demostrar o desmentir la existencia del fenómeno de las leyes del despojo, sino profundizar en el estudio del conflicto tal y como ha sido fijado por las comunidades indígenas. Para la realización de este trabajo me basé en las denuncias de los líderes y lideresas indígenas; traté de no hablar en su nombre, y también procuré señalar los puntos en que mis ideas divergen de las suyas. Las conclusiones e interpretaciones que propongo acerca del rol del Estado en el conflicto no buscan diluir su culpabilidad; al contrario, procuran abrir nuevos caminos para la problematización de su acción y, especialmente, de su omisión. Finalmente, debo aclarar que no me considero como alguien que esté sistemáticamente en contra de la minería, sino como alguien que está decididamente en contra de la imposición forzada de una política pública a una comunidad, pues interpreto tal hecho como un intento violento por homogeneizar las diferencias culturales y epistémicas, uno especialmente condenable en tanto se realiza a través del aparato institucional encargado constitucionalmente de proteger estas diferencias.
1. El caso de las Leyes del despojo
1.1. Despojo de tierras y territorios: algunas precisiones conceptuales
En el campo de la investigación social sobre los conflictos violentos en Colombia se habla de las violencias (y no solo de violencia política), para resaltar que las causas de estos conflictos son diversas (Cancimance, 2013). Una de las principales causas de violencia en Colombia son los conflictos relacionados con la tierra (Arango Restrepo, 2014). En el caso de las comunidades indígenas que habitan en el país, muchos de estos conflictos se encuadran en una categoría amplia denominada como “despojo de tierras y territorios”, cuyas raíces se extienden hasta la época de la Conquista/ Colonia, pues “todas las formas de propiedad en la Nueva Granada, hasta fines del siglo XVI, surgieron del despojo de las tierras de los indios” (Arango Restrepo, 2014, p. 14). Aunque el despojo de tierras y el de territorios suelen estar estrechamente relacionados, se trata de dos fenómenos diferenciados. De acuerdo con Machado (2009), el despojo de tierras es una categoría que se refiere a conflictos relacionados con la titularidad de predios o bienes inmuebles; este fenómeno ocurre a través de diversas modalidades delictivas como el desalojo forzado, la destrucción de documentos oficiales, las compraventas forzadas, entre otras, llevadas a cabo por diversos actores ilegales en el marco del conflicto armado interno colombiano. Por otra parte, el despojo de territorios se refiere a la privación del derecho fundamental al territorio. Este derecho va más allá de la mera titularidad de las tierras y comprende: “el acceso, manejo y disfrute pleno de los lugares de uso colectivo y de aquellos de uso individual por parte de las comunidades y sus integrantes” (Acción Social, 2010). El despojo de territorios afecta de manera directa la relación especial que tienen las comunidades o los individuos con sus territorios, como un todo.
Una de las premisas más importantes para esta investigación es que, para las comunidades indígenas, el territorio es condición de posibilidad del conocimiento. Debido a la manera en que se encuentran configurados sus sistemas epistemológicos, el territorio como lugar y concepto es el principal catalizador de sus prácticas culturales, identitarias, religiosas, políticas y económicas. En palabras de Jesús Piñakwe, líder indígena Páez:
El territorio no es simplemente el espacio geográfico delimitado por convenio. El territorio es algo que vive y permite la vida, en él se desenvuelve la memoria que nos cohesiona como unidad de diferencias. El territorio, ámbito espacial de nuestras vidas, es el mismo que debe ser protegido por nuestros pueblos del desequilibrio, pues necesitamos de él para sobrevivir con identidad. Existe una reciprocidad entre él y nosotros, que se manifiesta en el equilibrio social que permite un aprovechamiento sustentable de los recursos de que nos provee éste (Piñakwe citado por Echavarría, 2001, p. 7).
Esta idea se explorará con detenimiento en la segunda sección. El despojo de territorios y la forma en que afecta epistémicamente a las comunidades indígenas son los ejes principales sobre los que gira la presente investigación.
1.2. Leyes del despojo: delimitación del problema al ámbito de la minería legal
Según las denuncias de los representantes de las comunidades indígenas, muchos de los casos de despojo territorial del que son víctima son provocados por la acción y omisión del Gobierno Nacional, en connivencia con empresas multinacionales y por causas diversas, como el deseo de impulsar el turismo, la adjudicación de baldíos o la construcción de infraestructura, que causan tensión entre los intereses del Gobierno Nacional y los derechos territoriales de los Pueblos Indígenas. Sin embargo, para los efectos del análisis llevado a cabo en este artículo, se delimitó el problema a los conflictos causados por la minería estrictamente legal.2 En concreto, esta investigación se concentra en el fenómeno conocido como leyes del despojo, el cual, como se mencionó ya, es un problema complejo que se manifiesta en la expedición de normas y políticas públicas económicas que buscan favorecer un modelo de desarrollo extractivista (Consejo Regional Indígena del Cauca - CRIC, 2020; Indepaz, 2012, p. 5). Este modelo de desarrollo compromete la capacidad de las comunidades indígenas afectadas de habitar sus territorios de una manera coherente con su propio pensamiento. En la opinión de los líderes y lideresas de muchas de estas comunidades, esta es la principal amenaza a sus derechos territoriales (Indepaz, 2012, p. 3).
Los Pueblos seguimos defendiendo el territorio porque hemos sufrido atropellos de forma sistemática en nuestros derechos territoriales, por la imposición de un modelo económico neoliberal que va en contra de la naturaleza y el proyecto de vida de las comunidades (Consejo Regional Indígena del Cauca - CRIC, 2019).
Pese a su gravedad, se trata de un problema silencioso, pues el hecho de que los actores de este fenómeno operen en la legalidad, valiéndose de procedimientos jurídico-políticos institucionales, dificulta de manera significativa su visibilización, problematización y solución. Para comprender mejor sus causas, a continuación se exponen algunos aspectos generales del contexto económico y político en que se enmarca el problema de las leyes del despojo en materia minera:
A comienzos de la década del 2000, hubo un incrementó en el precio de varios minerales en el mercado internacional. Esta situación motivó a los gobiernos neoliberales del momento a “apostar fuerte” por la minería y a impulsar una serie de transformaciones jurídicas y tributarias con el fin de convertir a Colombia en uno de los mayores captadores de inversión extranjera en la región. Con ese fin, se diseñaron varias políticas púbicas que servirían de hoja de ruta a los siguientes planes de desarrollo, como las consignadas en el Plan visión Colombia II Centenario (Departamento Nacional de Planeación, 2005), que buscaban, entre otras cosas, triplicar el porcentaje de exploración y multiplicar por siete el volumen de exportaciones de oro en un período de 15 años. Estas políticas fueron concebidas por técnicos y consultores especializados para alcanzar objetivos de desarrollo basados en indicadores económicos enmarcados en una concepción de desarrollo neoliberal, sin que en su formulación se contara con la participación de las comunidades étnicas que habitan en el país.
Durante los años siguientes, además, se buscó blindar el “ordenamiento minero” en contra de futuros cambios, para alcanzar un umbral de seguridad jurídica que alentara la confianza inversionista (Insuasty Rodriguez, Grisales, & León, 2013; Ruiz Morato, 2016), lo cual condujo a un conflicto jurídico de largo aliento entre representantes del Gobierno Nacional y representantes de comunidades locales que se oponen a la imposición de la minería en sus territorios. El siguiente gráfico (Gráfico 1) muestra el pico en el incremento en la exportación de minerales a partir del año 2005 y la disminución súbita del crecimiento a partir del año 2014, correlacionada, a mi modo de ver, con los conflictos jurídicos y escándalos por corrupción en la entrega de títulos:
Como resultado de estas transformaciones, en las últimas dos décadas la minería se ha reglamentado bajo el impulso de instituciones extractivistas (Castaño, 2015; Garay Salamanca, Cabrera Leal, Jorge Enrique, Negrete Montes, Pardo Becerra, Rudas Lleras, & Vargas Valencia, 2013; Toro Pérez, Fierro Morales, Coronado, & Roa, 2012), mediante un esquema de integración jerárquico y excluyente, que busca concentrar en el Gobierno Nacional3 la potestad para decidir sobre el “ordenamiento minero”. El argumento para respaldar esta interpretación, frecuentemente aducido por los representantes del Gobierno Nacional en intervenciones ante la Corte Constitucional (ver sentencias: C-123 de 2014 o C-273 de 2016), consiste en que la Constitución estableció que el subsuelo pertenece al Estado y que, por tanto, su administración le compete exclusivamente al Gobierno Nacional (y no a las entidades territoriales) como representante de la persona jurídica de La Nación (Pérez, Yepes, & Escobar, 2019). Este contexto y marco normativo ha ocasionado la marginación de las comunidades indígenas de los espacios de decisión sobre el ordenamiento minero y les ha relegado al uso del instrumento de la consulta previa, el cual, como se discutirá más adelante, es insuficiente para garantizar la protección real de sus derechos epistémicos frente al territorio.
Las razones expuestas permiten ver que el conflicto generado en torno a las leyes del despojo es el producto de un fenómeno de opresión sistemático, complejo y estructural, y no el producto de un conjunto de normas accidentalmente lesivas del derecho al territorio de las comunidades indígenas. Este fenómeno se ha convertido en fuente de marginación política y epistémica para las comunidades indígenas (y no indígenas) colombianas que tienen una visión diferente de cómo debería realizarse el aprovechamiento económico de los territorios que habitan, ya que no encuentran caminos institucionales para participar de forma activa (no residual) y democrática en la reglamentación de esta y otras actividades económicas en su territorio.
1.3. El conflicto de las Leyes del despojo desde una lente epistémica: una interpretación inicial
Puesto que el objetivo principal de este artículo es dilucidar en qué consiste el costo epistémico del conflicto de las leyes del despojo, propongo partir de una aproximación que lo entiende como el producto de la disonancia entre dos sistemas epistemológicos: por una parte, el sistema de pensamiento indígena andino, cuyas características se reconstruyeron con base en una abstracción realizada por Joseph Esterman (2013; 2016), y, por otra, el sistema de pensamiento occidentalo-céntrico capitalista sobre el que se apoya el extractivismo económico neoliberal (Grosfoguel, 2016). En principio, las mayores diferencias entre estos dos sistemas estriban en que el primero está basado en una comprensión ontológica de la realidad como “relacionalidad”, en donde no se separa tajantemente lo humano y lo “no humano”, ni lo vivo de lo “muerto”, mientras que el segundo está construido sobre dos grandes dualismos: separación cultura-naturaleza y separación entre norte-sur epistémico. Estas diferencias tienen efectos sensibles en los compromisos axiológicos que se asumen como válidos en uno y otro sistema, y, sobre todo, en la manera como se conceptualizan los elementos que componen el mundo, lo cual incide significativamente en la manera como se estructura el conocimiento. Para los fines de este artículo, se realizará una profundización en las diferencias en la conceptualización del territorio.
1.4 Panorama visual del conflicto a través de mapas4
Antes de pasar a la siguiente sección, presentaré un panorama visual de la magnitud del conflicto a través de cuatro mapas de elaboración propia. La investigación realizada mostró la existencia de 22385 zonas de yuxtaposición entre títulos/solicitudes mineras y territorios/ expectativas de reconocimiento de territorios indígenas, lo que equivale a 2238 potenciales conflictos. A fecha de corte de 2020, los datos de la Agencia Nacional de Tierras registran 785 Resguardos Indígenas cartografiados (Mapa 1), que no representa la totalidad de los Resguardos titulados. Estos resguardos son una figura a través de la cual el Estado colombiano les “otorga” a las comunidades indígenas un título de propiedad colectiva sobre el territorio con carácter inalienable, imprescriptible e inembargable, lo cual, sin embargo, no impide el ofrecimiento y otorgamiento de títulos mineros a particulares en dichas zonas (siempre y cuando se garantice un derecho de prelación en favor de las comunidades étnicas y la explotación se haga bajo procedimientos técnicos que buscan socializar el proyecto y proteger la cultura indígena mediante el derecho a la consulta previa. Más adelante se argumentará que estas “garantías” son insuficientes para aquellas comunidades que se oponen a la realización de estas actividades).
También se incluyeron en los mapas aquellas zonas que están en proceso de solicitud de reconocimiento, conocidas como “Pretensiones étnicas indígenas” (501 registros), entre las cuales se cuentan: las solicitudes de resguardos indígenas coloniales, que son presentadas por aquellas comunidades que fueron reconocidas por la Corona española; las solicitudes de expectativas ancestrales, que son una figura temporal de protección temporal mientras se adelanta la constitución, ampliación o reestructuración de Resguardo; y las solicitudes de resguardo indígena. Adicionalmente, en estos mapas incluí la Línea negra por su importancia, pues es una forma de reconocimiento de los territorios indígenas que trasciende los límites de la figura de resguardo y constituye el único caso de representación legal6 de un territorio tradicional indígena delimitado a partir de los sitios sagrados de los pueblos Arhuaco, Kogui, Wiwa y Kankuamo que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta (Valderrama González, 2016).
3. Sobre el vínculo entre conocimiento y territorio
El término territorio es polisémico. Se utiliza para referirse a las relaciones entre los seres vivos y el espacio, pero hay muchas formas de articular su significado. En esta sección se busca constrastar la visión jurídico-política clásica del territorio con la concepción indígena, y profundizar en el lazo entre territorio y conocimiento, a través de las propuestas interpretativas de la geografía humanista, la fenomenología y las ciencias cognitivas.
3.1. Visión jurídico-política clásica del territorio: sinergia con el extractivismo económico
En la visión jurídico-política clásica, influenciada por las ideas de autores de la filosofía política como Hobbes, Locke y Rousseau, el territorio hace alusión a la concurrencia de dos elementos: por una parte, una porción localizada y delimitada de espacio, y, por otra, la titularidad o control de una colectividad o ser humano sobre este y sobre lo que allí se encuentra. Esta forma de entender el territorio es reduccionista, pues no contempla sus dimensiones culturales, ecológicas, fenomenológicas y epistemológicas, y lo reduce a una cuestión de poder y administración del espacio. Además es problemática, porque al no incluir tales dimensiones parece desconocer la imbricación entre el espacio y los seres vivos, y el carácter experiencial, recíproco y performativo que caracteriza su relacionamiento. Así, este modo de entender y enunciar el territorio, produce la idea de un espacio abstracto, estático y de una “Naturaleza” objetivada, dispuesta para ser operada desde fuera como un recurso por un sujeto privilegiado y lejano, mediante una lógica de ocupación y dominación instrumental.
Para ser más claro, el problema que se intenta señalar no consiste en que el espacio y lo que existe en él sea objeto de actividad política, económica o de regulación normativa, ni en el hecho que en torno suyo se configuren dinámicas de poder de diversa índole; lo que resulta preocupante es el efecto que tiene la omisión de las complejas dimensiones que intervienen en la relación entre los seres vivos y el espacio en la manera como se configuran esas dinámicas de poder y control. Precisamente, esta conceptualización resulta favorable para los intereses económicos del capitalismo globalizado, pero dañina para la vida epistémica de muchas comunidades ligadas a sus territorios, como el caso de las comunidades étnicas. Puntualmente, por cuanto favorece la justificación de un modelo de explotación económica extractivista pensado en clave de ocupación/dominación colonial:
El extractivismo sigue al pie de la letra el concepto occidentalo-céntrico de “naturaleza”. El problema con el concepto de “naturaleza” es que sigue siendo un concepto colonial porque la palabra está inscrita en el proyecto civilizatorio de la modernidad. Por ejemplo, en otras cosmogonías la palabra “naturaleza” no aparece, no existe, porque la llamada “naturaleza” no es objeto sino sujeto y forma parte de la vida en todas sus formas (humanas y no-humanas). Entonces, la noción de naturaleza ya es de suyo euro-céntrica, occidentalocéntrica, y antropocéntrica. Es un concepto muy problemático porque implica la división entre sujeto (humano) y objeto (naturaleza), donde el sujeto (humano) es el que tiene vida, y todo lo demás es “naturaleza” considerada como objetos inertes (Grosfoguel, 2016, p. 36).
Esta descripción coincide con la lectura realizada por las comunidades indígenas colombianas en el caso de las leyes del despojo, quienes denominan la política extractivista del gobierno, que niega la importancia de la vida y de los demás elementos y seres presentes en el territorio, como: el “patriarca de la muerte” (Almendra, 2016). Este problema es particularmente preocupante porque, pese al surgimiento y alcance de los discursos sobre el medio ambiente, esta manera de entender el territorio es empleada con frecuencia por los discursos de la economía, la ciencia política y el derecho. Esto quiere decir que, hasta cierto punto, y pese a no ser la única posible, se ha institucionalizado y normativizado, lo cual condiciona la manera en que se conducen los debates sobre el desarrollo económico en el plano institucional, y la forma en que se construyen las políticas de ordenamiento ambiental y territorial.
3.2. Territorio, identidad y conocimiento
El concepto reduccionista del territorio ha sido criticado por un amplio sector del “conocimiento occidental”, conocido como la geografía humanística. Esta corriente utiliza herramientas provenientes de la fenomenología, el existencialismo y las ciencias cognitivas para elucidar la dinámica de las interacciones entre espacio y seres vivos, y así poder afirmar la importancia de incorporarlas en la conceptualización del territorio (aunque el término “territorio” es menos frecuente en esta tradición; en cambio, se ha preferido el uso del término “lugar” [Trouillet, 2015]).
Si en la conceptualización jurídico-política clásica del territorio la interacción entre espacio y seres vivos en clave de ocupación/dominación colonial produce una mezcla heterogénea (en la que se encuentran artificialmente separados uno de los otros), la corriente humanística, por el contrario, afirma que ambos componentes están unidos a través de un fuerte enlace conocido como: relación de habitación. En otras palabras, mientras que la ocupación del espacio hace alusión a una conjunción inerte entre el espacio y los seres vivos, la habitación reconoce que ambos interaccionan continuamente, generando fuertes enlaces y reacciones que los transforman continua y recíprocamente (Berque, 2013).
En este orden de ideas, para esta corriente de pensamiento el espacio no puede ser considerado como res extensa, estática, inerte; en cambio, se trata de un lugar hibridado por el pensamiento humano, un pensamiento que a su vez está encarnado en lugares concretos, contextualizado e influenciado por estos. Esta afirmación no equivale a seguir un planteamiento idealista que niegue la existencia material del espacio, sino que constituye un intento por superar el enfoque dualista que enfatiza esa separación entre materia/pensamiento, objeto/sujeto, para acentuar, en cambio, el carácter relacional que vincula los componentes del territorio: el espacio es el correlato de los seres vivos. Por ejemplo, Augustin Berque critica el dualismo modernista que desatiende el lazo que une el paisaje con la sociedad, y realiza un llamado a concebir las relaciones entre el pensamiento y el paisaje de forma eminentemente relacional a través de lo que denomina como pensamiento paisajero:
La relación concreta entre las dos dimensiones de nuestro ser es precisamente la esencia de la trayección: este ir y venir -entre nuestro cuerpo animal y nuestro cuerpo medial, entre nuestro espíritu y las cosas que nos rodean- es aquello de lo que nace la realidad y de lo que nace el paisaje, porque para nosotros, hoy, esto es la realidad (Berque, 2013, p. 68; traducción del autor).
Así pues, en la conceptualización del territorio informada por la geografía humanística, el espacio es, ante todo, uno de los nodos de la relación de habitación; una relación que se caracteriza por la profunda interconexión e interacción entre sus partes. Estas interacciones son plurales, asimétricas, variables y ocurren en diferentes planos (emocional, físico, estético, metafísico, epistémico etc.). El territorio, en consecuencia, se define por el alcance y forma concreta de estas interacciones en cada caso particular y no con base en criterios abstractos-apriorísticos, pues su concepto no solo está condicionado por la interdependencia de sus componentes, sino que efectivamente es esa interdependencia, lo cual convierte el territorio en “nodo de significaciones vivas y no la conjunción de un número de términos covariantes”, para utilizar una idea de Merleau-Ponty (1945, p. 177; traducción del autor). Teniendo en cuenta lo anterior, según Debarbieux, el territorio es: “La articulación de recursos materiales y simbólicos capaz de estructurar las condiciones prácticas de la existencia de un individuo o grupo social y de informar a su vez a este individuo o grupo sobre su propia identidad” (Debarbieux, 2003, p. 910; traducción del autor).
El territorio, así entendido, juega un papel clave en la experiencia de la realidad y en la construcción de los sistemas de conocimiento. En el plano epistémico, el reconocimiento de la compleja dinámica de interacción entre los seres vivos y el espacio ha suscitado nuevas críticas a la separación cartesiana (disyuntiva) entre sujeto cognoscente y mundo/objeto conocido, que fundamenta diversos modelos epistemológicos (dentro de los cuales se cuenta el sistema epistemológico occidentalocéntrico), y algunas teorías de la cognición basadas en el canon más tradicional de la filosofía occidental.7 En esa clase de modelos, la praxis se entiende como una instancia diferenciada y devaluada frente al pensamiento teórico abstracto (a menudo elevado a la categoría de sinónimo de lo racional). En otras palabras, en esta tradición el conocimiento es una cuestión principalmente teórica, universal y desencaranada de las condiciones concretas de la experiencia.
En contraposición a esta posición tradicional, en la epistemología contemporánea han surgido teorías afines con las reflexiones sobre el territorio realizadas por la geografía humanística, que han mostrado la existencia de un continuum entre conocimiento y práctica, como las construidas a partir de las investigaciones de Latour (2001) o las teorías de la mente corporizada (Castillo Ossa & Bedia, 2016). En estas se argumenta que, esencialmente, el aprendizaje se logra a partir de una serie de acciones y que el conocimiento adquirido está íntimamente relacionado con la repetición/realización performativa de estas. Por otra parte, autores como Humberto Maturana y Francisco Varela, han planteado la teoría del enfoque enactivo en el campo de las ciencias cognitivas, en donde el conocimiento es entendido como “acción en el mundo”, un vivir-actuar que acontece (en una dimensión individual) a través de saberes encarnados, corporizados. Refiriéndose al trabajo sobre biología fenomenológica de estos autores, Escobar (2000) señala que:
Al rechazar la separación del conocer y el hacer, y éstas de la existencia, estos biólogos nos ofrecen un lenguaje con el que se puede cuestionar radicalmente las relaciones binarias y las asimetrías de la naturaleza y la cultura, y la teoría y la práctica; también corroboran las percepciones agudas de aquellos que documentan etnográficamente la continuidad entre la naturaleza y la cultura, y los aspectos corporeizados del conocimiento, como en las ideas de desarrollo de habilidades y performatividad. La ecología se convierte en el vínculo entre el conocimiento y la experiencia (la ecología como la ciencia de la experiencia transformativa, basada en el reconocimiento de la continuidad de la mente, el cuerpo y el mundo), y esto, a la vez, tiene consecuencias en la manera como establecemos los vínculos entre la naturaleza y la experiencia (2000, pp. 123-124).
Yo agregaría que, al vincular estas ideas con el territorio en una dimensión colectiva, es posible concebir la idea de la existencia de conocimientos territorializados,8 es decir, conocimientos que solo se pueden comprender plenamente y solo tienen sentido como acto de vivir desplegado en un territorio concreto (territorio entendido de acuerdo con la noción explicada anteriormente y no solo como un límite cartográfico).
3.3. El territorio ancestral de los pueblos indígenas andinos y la filosofía andina
Hasta este punto, he hablado del conocimiento indígena andino en términos muy generales. No obstante, es el momento de realizar algunas precisiones frente a la intención y alcance de este uso. Como señala Esterman (2016), ningún concepto genérico puede subsumir todas las variaciones epistémicas presentes en las numerosas comunidades indígenas9 que habitan Abya Yala,10 y la intención de este artículo no es negar ni invisibilizar estas diferencias.
El logos en las comunidades indígenas está constituido por la combinación particular de diversos elementos como el lenguaje, el arte, la religión, el mito, los ritos, la política, etc. (Oses Gil, 2009). Cuando estos elementos se articulan en formas histórica y culturalmente situadas, dan lugar al surgimiento de identidades comunitarias diferenciadas, con sus propias prácticas de conocimiento, lenguaje y formas de comprender/relacionarse con su entorno. No obstante, debido a su cercanía y contacto, muchas comunidades indígenas comparten algunos criterios epistémicos, saberes y aspectos culturales, así como identidad de posturas frente a algunos asuntos (Deruyttere, 2001). Esta convergencia permite hablar de la existencia de sistemas epistemológicos o de pensamiento indígena. En concreto, tomo como referencia la propuesta del filósofo suizo Josef Estermann (2016) sobre filosofía andina. Con base en su experiencia de convivencia con las comunidades indígenas que habitan los territorios de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, Esterman construye puentes hacia el sistema de conocimiento occidental, que permiten un acercarmiento propedéutico a los rasgos generales del pensamiento indígena de muchas comunidades que habitan la región andina.
De acuerdo con Estermann, en el pensamiento indígena andino tiene gran importancia el principio de relacionalidad, el cual se basa en un axioma, según el cual “la relación antecede a la sustancia y al ente particular, o en otras palabras: que todo tiene que ver con todo” (Estermann, 2013, p. 6). La inter-existencia de todo (Escobar, 2016), como también se le conoce, tiene grandes consecuencias en la conceptualización del territorio (y en su aprovechamiento económico), pues lleva la interrelacionalidad entre el espacio y los seres vivos (sobre la que hablé en la sección anterior) un paso más allá, al punto en que las mismas divisiones entre ambas categorías pierden sentido: todo lo que existe, que se conoce como Pacha (Viasús Figueredo, L. R., Posada Arrubla, A., & Díaz Perdomo, H. J., 2016), se funde como parte de un gran oikos11 o una gran familia (Morón Tone, 2009):
No existe vida fuera de la red de relaciones, sean estas de índole religioso, social, económico, ecológico o personal. La “vida” se define, en los Andes, prácticamente por la relacionalidad, y la muerte -si existiera en forma absoluta- sería la expresión de la más absoluta falta de articulación y relación, el aislamiento o solipsismo total (Estermann, 2013, p. 5; cursiva del autor).
Precisamente por esta razón, la definición jurídico-clásica del territorio resulta diametralmente contraria al proyecto de vida de muchas comunidades indígenas; en consecuencia, la política extractivista del gobierno, que desconoce la importancia de la inter-realacionalidad y rompe el nexo entre el territorio y quienes lo habitan, ha sido denominada, por estas comunidades, como la política de la muerte (Almendra, 2016). En el sistema epistemológico andino, el principio de relacionalidad se simboliza con el concepto andino de Chakana, cuyo significado en quechua es “cruce entre dos puntos”, “puente” o ”puente cósmico” en aimara (Morón Tone, 2009). Para entender cómo se relacionan las comunidades indígenas con su territorio, Esterman resalta la importancia de comprender el lugar del concepto de Chakana en sus sistemas epistemológicos, pues es el mecanismo articulador y posibilitador de un relacionamiento armónico con todo lo que existe. En otras palabras, y para situar la discusión en el tema de este artículo, la gestión territorial en general, y el desarrollo económico en particular, se concibe a partir de estas relaciones y no a pesar de ellas.
Como se ha indicado, para el pensamiento indígena, el territorio no consiste en el relacionamiento de entidades ontológicamente separadas con base en reglas lógicas occidentales, sino de una práctica de mediación y equilibrio que es, al mismo tiempo, condición de posibilidad de la existencia misma. Estas prácticas están orientadas a partir de principios epistémicos propios como la correspondencia, complementariedad, reciprocidad y ciclicidad (Estermann, 2013, p. 5) (aunque no son los únicos), los cuales buscan propender por la comunión y el equilibrio entre el ser humano y el espacio habitado para el bienestar de toda la comunidad12 (Escobar, 2016; Estermann, 2013).
Así tenemos que Chakana, además de ser símbolo, es realmente lo simbolizado, o sea, “puente”, lo que “con-centra” y “une” y, por ende, un canal importante de “conocimiento”. En el pensamiento andino, “conocer algo” significa primordialmente realizarlo celebrativa y simbólicamente (Morón Tone, 2009, p. 8; cursiva del autor).
El pensamiento relacional intensifica, pues, la conexión entre el conocimiento, praxis y el territorio. La madre tierra está presente en todo lo que existe, o mejor, sin ella no puede concebirse la existencia. La estructura del conocimiento indígena está imbricada en el territorio: el espacio es el lugar desde el que se construyen los conocimientos, sobre el que se proyectan, y en el que se practican. Solo así tiene sentido hablar de conocimiento indígena:
El pensamiento indígena no enuncia los saberes ni piensa su conocimiento sin antes instalarse en los fenómenos de la naturaleza. Este es un principio arraigado en la indigenidad, más allá de la tenencia de la tierra; por tanto se considera el mundo como cuerpo con espíritus. Para el indígena, la "naturaleza es la única maestra y fuente de sabiduría" (Lame, 2004). Los espíritus dan vida a la naturaleza o todo lo que hay en ella y otorgan vida a los sujetos. Así, la tierra-naturaleza se constituye como madre-tierra en torno a múltiples espíritus que dan sentido a los lugares, los que a su vez se entienden como materia-espíritu (Lame, 2004, p. 155) (Piñacué Achicue, 2014, p. 164).
Las razones mencionadas en esta sección contribuyen a comprender mejor por qué es tan importante para las comunidades indígenas poder ejercer sus derechos territoriales a través de la participación activa (que les permita construir políticas coherentes con su pensamiento) en el ordenamiento territorial en general y minero en particular. En este orden de ideas, fenómenos como las leyes del despojo no solo son expresiones de un proceso de colonización económica de los territorios, sino que, además, constituyen un intento de colonización ontológica y epistemológica.
4. Algunas expresiones de las Leyes del despojo
A continuación se analizarán dos situaciones denunciadas por las comunidades indígenas que, de acuerdo con lo expuesto previamente, tienen un rol en el conflicto de las leyes del despojo.
4.1. Remoción de la exigencia de licencia ambiental en la etapa de exploración. Incremento en solicitudes de títulos y en titulaciones mineras, años 2003 y 2010
Como se mencionó en la primera sección, los Gobiernos Nacionales de las últimas décadas han establecido el sector minero como una de las cinco “locomotoras”13 elegidas para jalonar el desarrollo económico del país (Congreso de Colombia, 2011). Para lograrlo, han impulsado una serie de reformas legislativas en aras de cumplir las metas económicas plasmadas en diversos planes de desarrollo desde el año 2005. Una de estas reformas consistió en la remoción de la exigencia de licencia ambiental para la etapa de exploración (en Colombia la minería se realiza en tres etapas: exploración, construcción y montaje y explotación).
En vigencia del anterior Código de Minas: Decreto 2655 de 1988, se requería tramitar una licencia de exploración (artículo 24 del citado Código) para poder realizar los estudios técnicos tendientes a establecer la existencia de depósitos y yacimientos de minerales. Sin embargo, esta exigencia fue derogada por el actual Código de Minas: Ley 685 de 2001 para impulsar las metas de aumento de exploración. En consecuencia, en Colombia solo se requiere tramitar esta licencia en las fases de construcción y montaje y explotación.14 Esta situación es preocupante, ya que, de acuerdo con la Guía para evaluar EIAs (Estudios de Impacto Ambiental) de proyectos mineros de la Alianza Mundial de Derecho Ambiental (ELAW) (2010), en la etapa de exploración se realizan varias actividades que pueden afectar el medio ambiente, como la construcción de vías para el ingreso de maquinaria pesada. Estas actividades pueden tener impactos sobre la vida silvestre y las comunidades indígenas, especialmente si “atraviesan zonas ecológicamente sensibles o pasan cerca de comunidades indígenas que hasta entonces estuvieron aisladas” (Alianza Mundial de Derecho Ambiental [ELAW], 2010, p. 16).
A la expedición del nuevo Código de Minas le siguió un incremento notorio en las solicitudes de títulos15 (Gráfico 2) y en las titulaciones mineras (Gráfico 3) entre los años 2003 y 2010. En las siguientes gráficas puede observarse dicho incremento:
El Gráfico 3, que elaboré a partir de los datos oficiales de la Agencia Nacional Minera disponibles, no refleja de manera exacta el total de títulos, pues se realizó a partir de la información de 7480 registros y, de acuerdo con esta misma entidad, para el año 2018 los títulos vigentes eran 8207 y las solicitudes de títulos 11767 (Agencia Nacional de Minería, 2018).
El aumento en los índices de solicitudes y titulación puede interpretarse como un éxito rotundo desde el punto de vista de una política económica minera que buscaba justo eso; sin embargo, diferentes estudios16 (Defensoría del Pueblo, 2015; Garay Salamanca et al., 2013) han advertido que la celeridad no es el enfoque ideal para reglamentar y realizar una minería responsable, pues el volumen de solicitudes de títulos no se corresponde con la capacidad que tiene el Sistema Nacional Ambiental colombiano para garantizar la protección del medio ambiente (entre otras razones porque el presupuesto que destina el Estado para las protección ambiental ha disminuido: en el 2002 era cercano al 0.5% del PIB y en el 2020 equivale al 0.13% del PIB). Además, como se argumentó en la sección anterior, este desequilibrio entre las metas económicas y la protección de la biodiversidad del territorio no es una circunstancia compatible con la visión del territorio en el sistema epistemológico indígena andino. En cambio, es una manifestación de la sinergia entre una conceptualización reduccionista del territorio (que allana el camino para justificar la validez de procesos coloniales y antiecológicos de apropiación, control, explotación y dominación del espacio), y las políticas económicas extractivistas orientadas por principios como eficiencia, eficacia, economía y celeridad.
4.2. La insuficiencia de la consulta previa como mecanismo de participación en el ordenamiento territorial
La consulta previa es uno de los instrumentos jurídicos más importantes con el que cuentan las comunidades étnicas para defender su derecho fundamental al territorio; consiste en el derecho a ser consultadas cuando se toman medidas que pueden afectar su integridad social, cultural y ambiental (como los proyectos mineros); en Colombia, además, se protege también el derecho al consentimiento previo libre e informado (CPLI). Este último es más estricto y sólo opera en los casos de: i) el traslado o reubicación del pueblo indígena o tribal de su lugar de asentamiento; ii) medidas que implican un alto impacto social, cultural y ambiental que pone en riesgo su subsistencia; o iii) las relacionadas con el almacenamiento o depósito de materiales peligrosos -tóxicos- en sus tierras y territorios. Sin embargo, en la práctica, la implementación de ambos derechos ha estado llena de dificultades (Consejo Regional Indígena del Cauca - CRIC, 2020). Muchas tienen que ver con obstáculos presupuestales, institucionales y extrajurídicos para la puesta en práctica del procedimiento (Orduz Salinas, 2014), lo cual ha ocasionado que se adelanten proyectos mineros sin la realización de la consulta. No obstante, estos obstáculos, comunes a la implementación de cualquier derecho, no son la principal razón por la que se argumenta que la consulta previa y el CPLI son insuficientes para hacer frente al problema de las leyes del despojo. El problema fundamental consiste en la forma en que han sido marginadas del proceso de construcción del “ordenamiento minero”.
Aunque la consulta previa y el CPLI son instrumentos importantes, su realización no es suficiente para proteger la integridad cultural, social y económica de las comunidades indígenas, pues no es un mecanismo pertinente para agenciar de forma planificativa e integral su territorio, ni es previa desde este punto de vista, pues está al final de un proceso de ordenación territorial mucho más largo del que se ha privado de participar activamente a estas comunidades. Una solución responsable y efectiva, que proteja sus derechos, requiere que sean tratadas de forma participativa, no administrativa, pues, como se argumentó en la sección anterior, el agenciamiento de sus territorios es necesario para proteger su bienestar epistémico (concepto construido a partir del nexo enactivo conocimiento-territorio que he denominado como conocimiento territorializado); por eso, las comunidades indígenas exigen la realización de transformaciones afirmativas que les permitan tener un rol activo en el ordenamiento ambiental y territorial, especialmente en materia minera, tanto en el proceso de planeación, como en el de administración, supervisión o prohibición de esta clase de actividades. Infortunadamente, estas exigencias han sido desoídas sistemáticamente, al punto que las autoridades indígenas tuvieron que expedir la Sentencia N.001 del 19 de octubre de 2020, en el marco del Juicio por la vida, la paz, la democracia y el territorio, para exigirle al presidente Ivan Duque Márquez, como representante del Gobierno Nacional, entre otras cosas:
Quinto: Adoptar e implementar modelos y planes propios de planificación territorial comunitarios, urbanos y rurales con fundamento de la cosmovisión y concepción de los pueblos, y alternativas políticas y jurídicas frente al modelo neoliberal extractivista que atenta contra la vida.
5. Consideraciones finales, conclusiones y asuntos pendientes
En los últimos 15 años, autores como Moira Pérez, Miranda Fricker, Kristie Dotson, Galie Polhouse, José Medina, y muchos más, han estudiado aquellas formas de relacionamiento social que lesionan la agencia epistémica, es decir, la capacidad de alguien para operar con el conocimiento y participar en la práctica de construirlo, usarlo o transmitirlo, y han articulado y desarrollado las teorías conocidas como injusticia epistémica y violencia epistémica. De acuerdo con estos autores, la injusticia epistémica se presenta en varias modalidades: Fricker postuló originalmente la existencia de dos: la injusticia testimonial y la injusticia hermenéutica, que consisten en un déficit injusto de credibilidad y en un déficit injusto de intelegibilidad, respectivamente. Con el tiempo, diferentes autores (Fricker, 2017; Hookway, 2010; Kidd, I. J., José, M., & Gaile Pohlhaus, Jr., 2017; Medina, 2012) han refinado, expandido y pluralizado la teoría, para que abarque otras formas de relacionamiento social que configuren injusticias/violencias epistémicas.
Pero, ¿es posible caracterizar el conflicto de las leyes del despojo que se ha descrito en este artículo como un caso de violencia o injusticia epistémica, o es una mera y desafortunada disonancia entre sistemas epistemológicos? En mi opinión, no es fácil encuadrar este conflicto en alguno de los casos paradigmáticos formulados hasta el momento en ambas teorías, al menos no de forma precisa; sin embargo, esto no quiere decir que las herramientas conceptuales que proveen estas teorías no sean pertinentes para el análisis del caso. Al contrario, teniendo en cuenta que la principal razón por la cual no es fácil encuadrarlos en la teoría es porque no se ha analizado a profundidad la existencia de estos fenómenos en esferas institucionales, es muy pertinente el ejercicio de aplicarlas.
La historia del contexto en que ha surgido el conflicto de las leyes del despojo y los ejemplos discutidos en la sección anterior, muestran que la tensión surgida de la disonancia entre el sistema epistemológico indígena andino y el occidentalocéntrico no ha podido resolverse en forma dialógica en los espacios democráticos institucionales; al contario, esta tensión ha tenido una resolución negativa e injusta con el sistema epistemológico indígena andino, debido a la marginación de las comunidades indígenas de los escenarios de creación de políticas públicas y decisión institucional sobre el “ordenamiento minero”, causada por el interés del gobierno nacional en impulsar el sector mediante políticas extractivistas. Como se ha venido señalando, esta marginación no es “simplemente política”, también tiene consecuencias en el plano epistémico.
Teniendo presente que la violencia epistémica es “una forma de relación social caracterizada por la negación situada histórica y socialmente de la subjetividad, la legitimidad o la existencia de otro individuo o comunidad en tanto sujetos epistémicos” (Pérez, 2021), en mi opinión, existen al menos tres razones por las cuales el caso de las leyes del despojo puede caracterizarse como un fenómeno de violencia epistémica por parte del Estado en contra de las comunidades indígenas. En primer lugar, puesto que ha existido un silenciamiento (negación) de su subjetividad en tanto sujetos epistémicos. De acuerdo con el recuento presentado en la primera sección, los casos de flexibilización normativa y el crecimiento súbito en el volumen de solicitudes y titulaciones no son fenómenos aislados ni incidentales, sino que forman parte de un proceso estructural de marginación política de las comunidades indígenas del “ordenamiento minero”, que les ha impedido construirlo de acuerdo con sus recursos epistémicos propios. En consecuencia, la configuración jurídica original de dicho marco normativo validaba el recurso hermenéutico extractivista, en detrimento del indígena (situación que, aunque ha cambiado con ocasión a diversas acciones litigiosas, sigue estando presente en la actualidad).
En segundo lugar, porque existen elementos para concluir que dicho proceso de marginación política ha ocasionado un daño epistémico concreto a estas comunidades: las leyes del despojo han generado un contexto opresivo con los recursos epistémicos de las comunidades indígenas, en el que deben enfrentarse a un marco regulatorio de la actividad minera (que determina quién tiene la autoridad, cómo se otorga un título, cuáles son las razones válidas para oponerse y cuándo pueden hacerlo) creado de acuerdo a los copromisos axiológicos de una forma de pensamiento contraria y hostil con la suya propia. Este contexto les ha dificultado, injustamente, la posibilidad de participar en la construcción del marco regulativo de las actividades mineras, lo cual, como se señaló en la segunda sección, genera un daño epistémico (que se intersecta con otros tipos de daño más conocidos), pues, al producir obstáculos indebidos para participar en el ordenamiento territorial en materia minera de manera activa (con potestad normativa), también se obstaculiza la puesta en práctica de su pensamiento relacional, rompiendo el vínculo entre conocimiento y territorio.
En tercer lugar, porque se trata de una situación en la cual el Gobierno Nacional ha tenido responsabilidad directa. Para las comunidades indígenas es claro que esta responsabilidad proviene de una omisión intencional y negligente por parte de los Gobiernos Nacionales, pues han sido muchas las ocasiones en que han denunciado el problema sin que se les haya tenido verdaderamente en cuenta; yo estoy de acuerdo con este juicio. Sin embargo, en mi opinión, no es necesario llegar a demostrar la intencionalidad del Gobierno (algo que, desde mi punto de vista, dificulta significativamente el proceso de problematización), para atribuir culpabilidad a su conducta. Considero, en cambio, que es posible argumentar que, en un país tan diverso como Colombia, el Gobierno Nacional tiene una gran responsabilidad epistémica (es decir, responsabilidad de informarse acerca de la pluralidad de recursos epistémicos de las comunidades que habitan el territorio), más aún cuando se beneficia por la ignorancia perniciosa (Dotson, 2014).17 Esta responsabilidad está estrechamente conectada con los fines esenciales del Estado, pues la capacidad de ser reconocido como un agente conocedor está decididamente conectada con la dignidad humana y con la posibilidad de alcanzar una praxis política verdaderamente participativa y democrática, que no base la legitimidad de su ejercicio en cuestiones cuantitativas o tecnicismos frente a quién tiene el poder para decidir sobre un asunto, sino que se concentre en cómo se ejerce dicho poder y qué consecuencias trae.
El reconocimiento de la existencia de esta responsabilidad, como un deber en cabeza del Estado, abre una nueva vía para responsabilizar al Gobierno Nacional, y asignarle culpabilidad ética y política, por su conducta u omisiones; una que no requiere demostrar la existencia de una agenda violenta o de un actuar doloso, sino que traslada la carga de la prueba a quien, hayándose en una posición de poder político, ha fallado en incorporar estos recursos en sus prácticas y políticas públicas. En concreto, una de las formas en que considero que la teoría de la injusticia epistémica puede contribuir a problematizar la omisión del gobierno, tiene que ver con lo que Medina (2012) ha denominado insensibilidades hermenéuticas. Este concepto, surgido en el contexto de la teoría de la injusticia epistémica, describe algunos casos de ignorancia culpable,18 en los que existe falta de disposición por parte de un agente, en este caso el Gobierno Nacional, para conocer y validar los recursos epistémicos compartidos desde otros sistemas, ocasionando un daño epistémico. Así pues, es posible afirmar que, con independencia de su intencionalidad, el Gobierno Nacional, hermenéuticamente “adormecido”, está jugando un papel clave en la opresión epistémica de los sujetos víctimas de las leyes del despojo, y con ello está vulnerando un deber epistémico.
Cuando los Estados desconocen la obligación de ser epistémicamente responsables en el diseño y ejecución de sus políticas, como en este caso, construyen políticas con base en una idea de conocimiento monolítica, que niega su carácter encarnado, y bajo una idea de conocimiento desterritorializado; al hacerlo, dejan de ser un agente de cambio social, encargado de velar por la prevalencia del interés general y la protección de la dignidad humana de las personas y de los pueblos que conforman el Estado, para convertirse en una empresa privada más, que opera en el competido mercado internacional bajo el destructivo esquema de funcionamiento deshumanizado y desencarnado que caracteriza el capitalismo en nuestro tiempo.