No hay duda de que el futuro situará en muy altolugar la poética de Carl Einstein. Daniel-Henry Kahnweiler (1995, p. 398)
Carl Einstein y el siglo XX
En 1911, Carl Einstein (1885-1940) pausó su proyecto novelístico del que emergería Bebuquin (1912) y comenzó a escribir en París los ensayos que, reunidos en forma escrita y sintética, compondrían Die Kunst des 20. Jahrhunderts, aparecido en Berlín en el año 1926.1 En ese monumental trabajo, Einstein se propuso esbozar una representación global de la historia del arte desde un conjunto de fragmentos críticos. Alimentado por un fluido diálogo con el ensayista y marchand Daniel-Henry Kahnweiler (Fleckner, 2006), ese trabajo singular -comparado en ocasiones por su radicalidad anacrónica con el de Walter Benjamin (Monnoyer, 1999) se deja leer no como un recuento de hechos históricos ni como una serie de análisis individuales de obras, sino como un nuevo modelo de historización crítica producida desde el punto de vista de la teoría del arte plástico y sin duda valioso para pensar las condiciones de desarrollo historiográfico en otros campos estéticos (Huberman, 1997; 2005).
Las bases de ese proyecto en revuelta (Zeidler, 2016) pueden vislumbrarse ya en sus precursoras lecturas de los programas estéticos de Emil Nolde, Max Pechstein, Lyonel Feininger, Oskar Kokoschka, Max Beckmann, Rudolf Schlichter, Otto Dix y George Grosz, donde reflexiona sobre el origen y la deriva del movimiento expresionista alemán. Esas lecturas dan cuenta en cierto modo de sus inquietudes teóricas en torno a la eclosión de las vanguardias (Meffre, 1989), pero también de su singular metodología de trabajo y de su revolucionaria manera de presentar el fenómeno historiográfico en sí mismo. Einstein lee y describe el paso “evolutivo” del arte: desde la autonomía formal alrededor del 1900 hacia los nuevos mitos y configuraciones del surrealismo y el revolucionario concepto de espacio proporcionado por el cubismo como si se tratara de un necesario retorno a los orígenes y fundamentos del arte.
El hecho de que su manera de mirar la modernidad exceda los límites de la estética es más que significativo, no sólo porque da cuenta de una colocación a contrapelo de las tendencias teóricas de la época, sino también por lo que dicha colocación le ofrece en términos de perspectiva. En la ruptura de correlaciones significantes producida por el surrealismo (a través de los proyectos de André Masson, Joan Miró, Gaston-Louis Roux, Alberto Giacometti, Hans Arp y Paul Klee), Einstein se permite leer sus crisis, no como efectos o consecuencias en las obras de arte, sino como procesos activos, productivos y constitutivos de su marco de visibilidad, creados a partir de técnicas y procedimientos estéticos de saturación, alteración y extenuación del régimen de representación orientado a dar cuenta de una realidad.
Einstein apunta, en efecto, la posibilidad de pensar la historia de las experiencias y configuraciones artísticas a partir de su inespecificidad, término con el que Einstein plantea una determinación no específica de la evolución del arte con relación a las series sociales; es decir, en su estrecha y enriquecedora relación con fenómenos cuya visibilidad compromete a otros campos como los de la sociología y la antropología (Meffre, 2002). Y, en función de ello, propone la forma histórica de tal inespecificidad como fundamento de una nueva disciplina antifundacional, la historia del arte y la literatura en su entrecruzamiento con los estudios de cultura visual (Antelo, 2022).
Hacia el método cubista en la literatura
Sabemos por su amigo, el galerista Daniel-Henry Kahnweiler (1995), que Carl Einstein afirmaba con insistencia que el cubismo no los habría apasionado como lo hizo “si no hubiera sido más que un asunto puramente óptico” (p. 367). En efecto, para ambos el cubismo fue un acontecimiento convocante y transformador (Einstein, 2008). Kahnweiler desarrolló sucesivas reflexiones al respecto durante toda su vida (1995; 2013; 2014), pero en Einstein fue aún más determinante. El singular historiador del arte había sido un fino escritor que, si bien fue generalmente adscripto a la tendencia expresionista alemana, desde muy joven había incorporado una percepción cubista que se realizaba en diversos planos (véase Dethlefs Hans,1988; Oehm, 1976; Penkert, 1970; Riechert, 1992).
De hecho, estaba en su manera de leer. Basta recordar, en este sentido, la singular recensión del Vathek de William Beckford que publica en 1910 y donde se aboca a señalar positivamente aspectos relativos a la configuración de imágenes, el carácter visivo de la composición de escenas, la calculada fuerza rítmica de la estructura narrativa, la geometría de sus paisajes, la evidente plasticidad de la obra de arte y su carácter deliberadamente constructivo (Cfr. Einstein, 1994, pp. 42-43). En efecto, en ese artículo crítico del joven Einstein existen, tal como lo sugiere Juan Andrés García Román, numerosas referencias que apuntan a confirmar la búsqueda de un arte desvinculado del lenguaje del positivismo, de la lógica y de la mímesis -aspectos en los cuales Einstein, como su contemporáneo Walter Benjamin, identificaba un punto de no retorno: el principio de continuismo y perpetuación de un devenir catastrófico y burgués del mundo (Cfr. García Román, 2011, pp. 16-17).
El modelo de percepción cubista estaba, pues, no solo en ese tipo de lectura retroactiva de los tópicos formales, sino en la propia naturaleza de esas primeras lecturas reunidas hoy en el volumen Werke, Berlinier Ausgabe, Band 1 (1907-1918).
Y estaba también activo -acaso de un modo no del todo consciente- en la convulsa determinación de su propia escritura literaria.2 De hecho, Einstein escribió la primera versión de su novela Bebuquin o Los diletantes del milagro en su primera estancia en París entre 1906 y 1909. Que la obra apareciera publicada en Berlín en la revista Die Aktion (dirigida por Franz Pfemfer) en 1912 contribuyó, sin duda, a que pronta y unánimemente se la adscribiera al siempre prestigiado “momento expresionista alemán”. Por supuesto que comparte algunos rasgos salientes de la estructura del sentir en que el expresionismo se hizo posible. Die Aktion -cuyo subtítulo fundacional era “Zeitschrift für freiheitliche Politik und Literatur” (“Revista de la política y literatura libertaria”)- aparecía en efecto como una publicación provocativa y renovadora en un mundo cultural y artístico en plena transformación. Se la leía junto a Simplicissimus, Die Fackel y otras revistas similares; es decir, en el contexto de efervescencia de una Berlín cuya temperatura cultural y densidad espiritual podía hacer confluir en una misma escena -distinguida y violenta- a Franz Marc, August Macke, Vasily Kandinsky, Gottfried Benn, Albert Ehrenstein, Alfred Döblin, Georg Heym y Kasimir Edschmid, pero también a Heinrich Campendonk, Alfred Kubin, Stefan Zweig, Joseph Roth, Robert Walser, Hugo von Hofmannsthal y Karl Kraus, sólo por citar algunos nombres con los que “el Einstein novelista” dialoga implícita o explícitamente.
La intensa crítica cultural, la corrosiva satirización política y la distorsión exasperada de toda configuración social naturalizada en el consenso marcan, como afirma Gottfried Benn (1963), el carácter del que se participa y al que se deplora en Bebuquin. Allí están la aspereza antisentimental, la altivez iconoclasta y la beligerancia desbocada en un afluente psicológico que no cesa de denunciar -con las vacilaciones y los recelos propios de una época que no sabía a dónde dirigirse, pero que seguro no quería quedarse en el lugar de la resignación- un tiempo de envilecimiento y alienación. Tiene razón Benn: la insistente pregunta por la potencia e impotencia del arte para transformar la percepción del mundo es la que sostiene esa novela de tesis, es decir, un tipo de relato alegórico que hace explícita su intención de probar una hipótesis. Pero la forma en que esa tesis se realiza exhibe una estructura de flujo que, sin plegarse a la lógica lineal del pensamiento racional, trabaja prosaicamente en la distinción de ciertas formas tectónicas reconocidas por el propio Einstein en la música (Debussy, el cromatismo wagneriano, la composición rota por el dodecafonismo weberniano) y la pintura expresionista emergente en la época. Como Emil Nolde en Danza alrededor del becerro de oro (1910), Franz Marc en La torre de los caballos azules (1913) y George Grosz en las grotescas caricaturas que anticipan a Metrópolis (1916), Einstein busca producir una descomposición de lo cotidiano en formas elementales con el objeto de distinguir el afecto de la afectación. Y si, como confiesa en una de sus últimas cartas, el horizonte siempre había estado en Las señoritas de Avignon (Picasso) o, mejor aún, en Mujer con mandolina (Braque), es porque había para él un camino y una orientación determinada: había un método. El principio de arbitrariedad (willkürlich) que, como subraya García Román, rige toda la lectura que Einstein realiza del Vathek, es de hecho el principio irrenunciable de la poética desde la que se elabora Bebuquin. Lo arbitrario es aquí lo que ejerce una resistencia frente a lo ya dado, lo determinado o dictaminado. Y es lo que hace posible la diferencia que conduce al reconocimiento y la recuperación de las formas tectónicas, esto es, formas originarias que emergen en procesos artísticos tan diversos como la estatuaria africana o las vanguardias estéticas del siglo XX. En ese sentido, para Einstein existe cierta potencia de las imágenes que las vuelve capaces de echar luz y hacer visibles zonas y aspectos no visibilizados de lo real. La paradoja ratifica la verdad: como en Aby Warburg, sólo la posibilidad de escoger el rumbo puede ser caución de que hay una forma a la vez nueva y originaria a la cual no llegamos ni cesamos de arribar.
El método es lo que ocurre entre el diletante y el milagro. Por eso la metáfora central de la novela es la del espejo distorsionante que lejos de producir opacidad deconstruye lo sobreconstruido en la mímesis, denunciando la puerilidad moral de identificarse en su régimen y la imposibilidad real de apartarse completamente de ella. En ese sentido, la antimímesis es tan marcada como la pura artificialidad que decanta en los criterios que sostienen la autonomía absoluta. Por eso, el método cubista se presenta como una liberación de la realidad mimética en favor de lo real tectónico y es a la vez una alternativa al esterilizante sueño de lo paramimético [el “abstractismo”]: “goza del paraíso de lo ficticio habiendo renunciado a lo ‘bello’”, dice García Román (2011, p. 22). Por esa razón, la novela de Einstein está escrita en resistencia a las dos fuerzas que fundamentan la determinación positivista: la representación mimética y la relación contemplación-análisis que agencia y separa “conciencia y mundo”, “productor y producto”. Así se sustrae a la estructuración sujeto-objeto, se quita del esquema de encadenamiento comunicativo (emisor- receptor) e impone la estrategia del diálogo como interlocución en un ahora (jetztzeit) que se realiza como simultaneidad (gleichzeitig) y milagro (wunder). De ahí que la “novela” de Einstein sea una “anti-novela”: una composición que yuxtapone escenas que exhiben discontinuidad y falta de armonía en tanto se apartan de los principios lógicos que vertebran el modelo de producción de la realidad social. O mejor aún: una farsa que se vuelve verdadera al no rechazar su artificio y al no simular tragicidad. Por esa razón es un relato que apunta no a representar sino a mostrar (zeigt sich) fundamentalmente la figura de un personaje grotesco (Bebuquin) cuyo nombre surge de la articulación de bébé y mannequin; esto es, de lo que siendo vida todavía no se sabe vivo -es decir, mortal- y lo que hay como prótesis que no deja de señalar su ausencia. En síntesis: de lo que ha sido antes y lo que todavía no es; o, mejor aún: de lo que vive sin lenguaje (la in-fancia) y lo que es lenguaje ya sin vida (la representación).3
Pero, como bien señala Liliane Meffre, Bebuquin no es sólo una “anti-novela”. Es de hecho un ejercicio que da cuenta de una experiencia de transformación que conmociona a la vez su horizonte y su paradigma de lectura y de escritura einsteiniano. Forma parte de “una especie de conquista del lenguaje y la expresión de una nueva percepción de la realidad semejante a la que descubre simultáneamente en los cubistas” (2002, p. 14). Lo que la aguda lectura de Meffre hace notar, sin notar las consecuencias, es que la prosa de Einstein no sale indemne de la experiencia cubista porque lo que ha sido trastocado por ella es su manera de pensar. Y eso ratifica dos puntos especialmente sensibles en la formación política y estética de Carl Einstein: 1) la convicción en la necesaria y rigurosa articulación entre el campo de lo proposicional de un pensamiento y el régimen de su enunciación; y 2) la certeza de haber identificado lo radicalmente transformador de la experiencia cubista no en una apuesta estética sino en las consecuencias antropológicas de su operación teórico-cognitiva (Antelo, 2022).
El método cubista y las formas tectónicas
Einstein (1928) había reconocido en el cubismo la posibilidad de trabajar en un campo de acción no sólo orientado al despliegue estilístico sino sobre todo al desarrollo de una reflexión teórico-cognitiva a partir de la experimentación formal. Los cubistas, sintetiza en uno de sus últimos ensayos sobre Picasso, “repartieron y dividieron en estadios ópticos las experiencias con relación al espacio y los objetos. Así articularon una percepción dinámica a través de campos formales simultáneos y los unificaron a partir de la relación de las partes entre sí en una totalidad plana y tectónica” (p. 77). Había comprendido rápida y cabalmente que lo que en un trabajo poético se ejercía como atentado contra la sintaxis de la lengua, en el plano de las experimentaciones visuales debía afirmarse como alteración de los códigos de referencia sobre los que se asimilaba y naturalizaba epistemológicamente el modelo de percepción positivista de fines del siglo XIX. Sobre este punto en especial, Uwe Fleckner (2008) ha señalado que Einstein “estaba firmemente convencido de que el cubismo no era uno de los muchos fenómenos estilísticos de la modernidad, sino una forma visual forzosa de la crítica del conocimiento” (p. 16). El propio Einstein parecería haber tomado conciencia de ello al momento de redactar los “Aforismos metódicos” publicados en Documents (1929), donde afirma que la historia del arte no podía concebirse desde un paradigma de autonomía y especificidad (ver Einstein, [1929]1991, p. 32). Por el contrario, a su juicio, la historia del arte era una lucha, pero no una lucha entre las poéticas y los estilos por conseguir la hegemonía en un campo excluido, sino la lucha de las experiencias de visibilidad propiciadas por la mediación de las obras frente al mundo.
Einstein articuló ese mismo protocolo de experiencia dentro de su programa de lectura historiográfica del arte del siglo XX. El resultado es de hecho una obra absolutamente singular, que -como dice Didi-Huberman (1997) - ha llevado su pensamiento a cierto grado de “ilegibilidad” y de “olvido” (p. 151).4 Aun cuando reconoce que la pérdida de documentos y periódicos de vanguardia, donde Einstein colaboraba, a manos de los nazis y el carácter disperso de los materiales sobrevivientes constituyen evidentes obstáculos a la hora de establecer un corpus fuente integral de la obra einsteiniana, no son esas las razones materiales e intelectuales a las que Didi-Huberman (1997) atribuye su marginación. Las causas reales de esa desconsideración, afirma en Lo que vemos, lo que nos mira, deben ligarse más bien tanto a “la complejidad intrínseca de su escritura” como a “la vasta cultura teórica a la que elípticamente se refiere (pienso en particular en Georg Simmel, Dietrich von Hildebrand o Konrad Fiedler), pero que, en general, ha sido olvidada casi en su totalidad por los historiadores del arte contemporáneos” (p. 152). A eso se suman eventualmente la manera en que Einstein ejerce “la violencia crítica en sus análisis”, comprimiendo los argumentos en un tono tajante y resueltamente antiacadémico de sus proposiciones y, last but not least, el carácter radical de su simultáneo compromiso artístico (con el cubismo como antropología de la forma)5 y político (con la izquierda como acción de transformación de la estructura social).6
Como colaborador activo de las revistas Die Aktion, Querschnitt y Kunstblatt, Einstein comprendió la compleja dimensión formal que la obra de Picasso había abierto y fue el primero en describir al cubismo como un movimiento independiente del resto de aquellos que sólo se solazaban en exponer-denunciar las formas de representación en crisis. De ahí que al comienzo de Die Kunst des XX Jahrhunderts (1926), en el apartado titulado “Die vorbedingungen” (“Las condiciones previas” o “Las pre-condiciones”), Einstein haga especial hincapié en el derrumbe que las nuevas experiencias pictóricas e históricas produjeron en los albores del siglo XX. Que esas nuevas experiencias, que “en un principio parecían imposibles de clasificar en los esquemas heredados” (p. 9), encontraran condiciones de enunciación [literatura] y visibilidad [pintura] no fue gracias al movimiento general que denunciaba sus límites. La tesis de Einstein es clara: el impresionismo (con Henri Matisse y Pierre-Auguste Renoir) había desatado una revuelta, que el posimpresionismo (Paul Cézanne, Paul Gauguin, Harry Lachman, Georges Seurat, Henri de Toulouse-Lautrec, Vincent van Gogh), el expresionismo alemán y las primeras vanguardias habían extendido; pero sólo con la llegada del cubismo se abrió el campo epistemológico de la experiencia estética. En palabras de Einstein: el cubismo aporta “una concepción diferente de la forma […]. Emerge del mundo del arte para, reencontrándose en él, enriquecer cada vez el concepto de forma, para que ella pueda producir una objetualidad más completa” (p. 68).
Tanto en Die Kunst des XX Jahrhunderts como en sus ensayos posteriores, Einstein profundizará el análisis de la transformación en la percepción del espacio abierta por el cubismo y se concentrará en el estudio de la representación de la imaginación y la alucinación (o “transvisualidad” - Transvisualität).7 Einstein comprime el proceso esquematizando trazos e hipertrofiando rasgos. La propia arquitectura del libro fuerza los contrastes y sintetiza momentos en esa novedosa apertura de la visibilidad. La primera forma es la que se configura en los antecedentes, y los puntos en esas líneas son rígidos e irregulares. Matisse, Derain, Modigliani, Kisling, Rousseau, Rouault y Utrillo deshacen la imaginación clásica. Pero Picasso, Braque, Gris y Léger la reducen a su condición mínima y desde esa reducción Einstein distingue las formas tectónicas que nunca habían sido sepultadas por la afectación esteticista en el Negerplastik. El futurismo es una forma fallida que confunde los efectos con las causas. Por eso Boccioni, Severini, Carra y de Chirico sostienen su imaginación ligada a un orden de forma y velocidad exterior a la percepción transvisual y quedan atados a la limitación de un criterio evolucionista.
Desnaturalizando más aún la estructura historiográfica tradicional, Einstein reúne en el cuarto bloque un conjunto de obras en las que encuentran rasgos del cambio consolidado por la experiencia cubista. Los reúne a partir de los contextos particulares (Alemania, Rusia) en que sus obras acogieron ese impacto en diversos planos de las artes plásticas. El orden no sigue el criterio cronológico. Emil Nolde, Die “Brücke”, Erich Heckel, Max Pechstein, Karl Schmidt-Rottluff, Ernst Ludwig Kirchner, Lyonel Feininger, Carl Hofer, Paula Modersohn-Becker, Franz Marc, August Macke, Wassilij Kandinsky, Paul Klee, Oskar Kokoschka, George Grosz, Max Beckmann, Otto Dix y Jules Pascin acreditan la profundidad de ese impacto en Alemania en la “convulsión transvisual” que constituyó el expresionismo; Marc Chagall y los artistas posteriores a la Revolución hacen lo propio en Rusia. No contento con eso, a continuación, en el bloque titulado “Zur plastic”, Einstein realiza un hipertrofiado mapa de signos de transformación en el orden perceptivo hacia lo transvisual en las obras incipientes de otros jóvenes artistas que no necesariamente se reconocía dentro de ese movimiento artístico como Aristide Maillol, Hermann Haller, Ernesto de Fiori, Wilhelm Lehmbruck, Constantin Brancussi, Ernst Barlach, Alexander Archipenko, Jacques Lipchitz, Henri Laurens y Rudolf Belling. Finalmente, el libro se completa con un bloque de 364 páginas de imágenes que, como ajustado correlato de los ensayos, van desde Matisse a Belling.
El cubismo como método historiográfico
A nivel formal y estructural, el libro y la lectura que en él desarrolla Einstein es una respuesta cubista y revolucionaria a la estratificación historiográfica burguesa. Desde el concepto de inespecificidad rompe la linealidad progresiva y cronológica de la serie autorregulada por la relación derivativa. No ordena el mundo en la lógica del árbol de dependencias. Lee y escribe su lectura transvisualmente, inmerso en una lógica alucinatoria que no se prohíbe la asociación a través de saltos, discontinuidades, anacronismos y formulaciones retroactivas. De ese modo consigue redisponer visibilidades en función de una transformación del sentido que excede los límites de lo estrictamente estético. No debe sorprendernos que en sus últimas páginas de texto concluya diciendo:
la Revolución perfora la historia y la tradición. La crítica activa intenta salvar una utopía que puede resultar más fuerte que lo que es convencionalmente eficaz. La tradición recordada se recoge en objetos. Así que la tarea de toda revolución es: destrucción del objeto, redención a favor de una utopía (Einstein, 1926, p. 173).
Por todo esto, respecto de Carl Einstein (de su singular Bebuquin y de su extraordinario Die Kunst des XX Jahrhunderts) puede decirse lo que él bien apuntó con referencia a Picasso: “las formas arden y mueren para él en el resplandor de los rostros apresurados; él, como ningún otro, ha destrozado los confines del arte: su estrechez maníaca” (Einstein, 1926, p. 87).