Introducción
El propósito de este texto es pensar la relación entre la política -o lo que el pensamiento político contemporáneo llama lo político- y la escritura.2 Para ello se recurrirá al trabajo desarrollado por Martín Plot (2008; 2016), quien propone dos movimientos: en primer lugar, recuperar y reinterpretar la categoría lefortiana de régimen (régime) de la política o de lo político para desplazarla y comprenderla a partir del concepto de horizonte; en segundo lugar, y en estricta relación con esto último, intenta dar cuenta, precisamente a partir de este desplazamiento, de la convivencia e incluso de la disputa entre estos horizontes o regímenes por su «hegemonía», porque -a diferencia de lo que planteaba Claude Lefort con la idea de régime- el concepto de horizontes registra el hecho de que estos no pertenecen exclusivamente a un tiempo o época específica, sino que sedimentan y se reactivan de acuerdo con los distintos contextos y circunstancias históricas. Desde este punto de partida teórico, se reflexionará sobre el lugar que posee la escritura en relación con estos horizontes que, siempre según Plot, son posible identificar según aquella noción lefortiana -reformulada- de régime, más precisamente, los horizontes o regímenes de la política -teológico, epistémico y estético-.
Asimismo, se plantea que este lugar de la escritura puede ser problematizado a partir de la reflexión de la filosofía francesa contemporánea sobre el tema de la comunidad, es decir, a partir del debate que tuvo lugar en la década de 1980 entre Jean-Luc Nancy y Maurice Blanchot. Por ende, en los apartados 1 y 2 se desarrollarán estos diferentes horizontes o regímenes de la política, y en el apartado 3 se reconstruirá el intercambio entre Blanchot y Nancy, haciendo particular énfasis en los principales argumentos de ese debate. Este recorrido permite comprender a la escritura como una mise en forme inédita de nuestra coexistencia humana, perteneciente al horizonte estético de la política, y cuya reflexión, en el contexto de aquel debate, no solo surge como reacción a los totalitarismos y a las democracias europeas, sino que posee su propia propuesta teórico-política, la cual es posible pensar, en los términos de Nancy, bajo la fórmula del comunismo literario.
1. Los horizontes o regímenes de la política: la concepción lefortiana y los aportes de Martín Plot
En la reflexión canónica de Claude Lefort, el concepto de régimen político no remite a los diferentes tipos de gobierno, como suele entenderlo la tradición institucionalista de la teoría política, sino a una «cierta puesta en forma (mise en forme) de la coexistencia humana» (Lefort, 2001b, p. 281). Esta mise en forme es, literalmente según Lefort, una puesta en forma de esta coexistencia, es decir, de nuestra existencia colectiva, porque esta involucra su percepción bajo una forma determinada que es, en efecto, la forma a través de la cual la percibimos, poniéndola frente a nosotros como siendo algo y dándole un sentido, por lo que toda mise en forme es también y al mismo tiempo una mise en scène y una mise en sens. Desde luego que toda mise en forme -o casi toda mise en forme- de nuestra existencia colectiva conlleva un entramado jurídico-político, es decir, un tipo de gobierno o de instituciones políticas, de allí la célebre distinción que hace Lefort entre lo político y la política (Schevisbiski, 2014): mientras el primer término alude a la esfera a partir de la cual se instituye y configura esta coexistencia humana, el segundo hace referencia a la esfera que componen las instituciones en las que se ejerce y se disputa el ejercicio del poder y el gobierno.
En sus últimos trabajos, Martín Plot sugiere, inspirado en la tradición fenomenológica, fundamentalmente en el uso que de este hace Maurice Merleau-Ponty (1964b), reelaborar o repensar esta categoría de regímenes de la política a partir del concepto de horizontes (Plot, 2016; 2018a; 2018b). ¿Qué es un horizonte? Un horizonte no solo es lo que separa el cielo de la tierra, es aquello que articula u organiza una mirada, que separa y distribuye lo que vemos. Por ejemplo: cuando apenas comienza el Facundo y Domingo Faustino Sarmiento (2007) describe el origen de la poesía, está pensando precisamente en esto: «¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver… no ver nada? (…( He aquí ya la poesía» (p. 37). Está claro que el origen de la poesía, que bien podría ser el origen de la escritura, no está relacionado con el acto de «clavar los ojos en el horizonte», sino con el hecho que se desprende de ese acto: el de «no ver nada». Sin embargo, ¿por qué el salvaje o el «gaucho», que es a quien hace referencia Sarmiento en la cita, acaba «no viendo nada»? Porque hundiendo los ojos en ese «punto en que el mundo acaba y principia el cielo» (p. 20), el gaucho o el salvaje termina borrando toda referencia que organice y articule lo que está viendo: pierde, dicho en otras palabras, la línea que marca lo que de ese paisaje es cielo y lo que es tierra o firmamento.
Aunque su fuente de inspiración sea la fenomenología, el término con el que Plot intenta reelaborar o repensar el concepto de Lefort de regímenes de la política está estrechamente vinculado a este sentido de la palabra horizonte. Los horizontes de la política son, por ende, los distintos puntos o líneas que articulan las distintas miradas, es decir, las diferentes concepciones sobre lo político, entendido como la mise en forme de los diversos modos de coexistencia humana. En particular, la reelaboración o revisión de esta categoría lefortiana a través de esta última categoría de horizontes responde al intento de superar el déficit con el que la primera solía presentar y comprender estos modos de coexistencia, como mutuamente excluyentes en su existencia espaciotemporal, pues no solo no son excluyentes, sino que conviven y tensionan entre sí como horizontes o regímenes en disputa.3
Según esta tipología que sugiere Plot (2016), los regímenes u horizontes de la política son tres: el primero es el horizonte u régimen teológico de la política. Su origen histórico se sitúa en la Edad Media y configura un tipo de coexistencia humana cuyo correlato histórico son las sociedades del Antiguo Régimen. En particular, el horizonte u régimen teológico se fundamenta en la idea de que esta coexistencia puede ser plenamente representada en una forma determinada, es decir, que su mise en forme es plenamente transparente a la esencia o verdad de esta coexistencia. Esta transparencia, el hecho de percibir nuestra existencia colectiva bajo una forma que no presenta división o fisuras, la forma del Uno, está determinada por una fuente externa que es la que garantiza la unidad de esta forma. En el caso de las sociedades del medioevo, esta fuente externa era Dios, cuyo representante en la tierra era el rey.
Según la célebre comparación de Kantorowicz, retomada frecuentemente por Lefort (1990), el cuerpo del rey tenía una función doble: al mismo tiempo que representaba la unidad del reino su cuerpo encarnaba la unidad del cuerpo social, era también su cabeza puesto que concentraba el poder político. En este régimen u horizonte, en resumidas cuentas, la mise en forme de la coexistencia humana se produce bajo la figura de la encarnación, lo que implica la percepción de esta coexistencia bajo la forma de un cuerpo. Al seguir las huellas de su origen histórico, como hace el propio Lefort y que Plot recupera para caracterizar a este horizonte o régimen político, el tipo de gobierno o entramado de instituciones políticas que le dieron vida fueron las monarquías cristianas, de hecho, Lefort (1990) indica que la doble función del cuerpo del rey como cuerpo mortal e inmortal, como encarnación de la comunidad o el reino y como cuerpo individual, se moldeó primero en la imagen de Cristo, en su doble carácter de hombre terrenal, Jesús de Nazaret, y cuerpo divino o hijo de Dios.
Sin embargo, a pesar de su lejanía en el tiempo y de la desaparición del Antiguo Régimen y del conjunto de instituciones que lo sostuvieron, entre ellas las monarquías cristianas de tipo absolutistas, el horizonte teológico de puesta en forma de nuestra existencia colectiva -y esto es, en buena medida, lo que justifica la incorporación del concepto de horizonte para referirse a esta- persiste en nuestros días y puja o disputa su «hegemonía» en el contexto de una sociedad cuya mise en forme responde a otro horizonte que no es, estrictamente hablando, el teológico-político. Por ejemplo: la apelación en la actualidad a Dios y a la voluntad de Dios, que con frecuencia se observa en los discursos de buena parte o de amplios y cada vez más crecientes sectores de las dirigencias políticas, tanto de los países centrales como de los países llamados «periféricos», es sin duda un síntoma de esta persistencia (Plot, 2018a; 2018b).
El segundo régimen u horizonte -que en sentido estrictamente histórico es, en realidad, el tercero- es el que Plot (2016) denomina epistémico. El principio que articula la mise en forme que rige este horizonte es, como en el caso del régimen teológico, el principio de la encarnación, es decir, la idea de que nuestra existencia como ser colectivo adopta, o encarna en, la forma de un cuerpo unificado sin fisuras ni divisiones internas, esto es, que esa forma es plenamente transparente a «la verdad» de nuestra coexistencia. A diferencia del primero, sin embargo, la fuente de esta encarnación, del principio articulador de la mise en forme epistémica, no es externa al cuerpo que adopta, a su forma, sino que es interna a este: la organicidad del cuerpo social es «producida desde adentro». Muy sintéticamente, esto significa que la representación de nuestra existencia colectiva, su percepción como un cuerpo unificado, se produce a partir del acceso a, o de la posesión de, un saber por parte de una parte de ese cuerpo que, en tanto «sabe» cómo funciona el «organismo social», sus diferentes mecanismos y su dinámica interna es la garantía de ese todo devenido «cuerpo-Uno».
La apelación a Dios, el principio de inspiración religiosa, por lo tanto, ya no organizan o articulan la mirada de esta mise en forme de nuestra coexistencia humana, en su lugar, es decir, en el lugar del cuerpo mortal del rey como lugar de encarnación aparecen, en cambio, las figuras secularizadas del pueblo, la nación, la patria, el proletariado o el partido (Lefort, 1990). Como cabeza de ese cuerpo que forman ahora el pueblo, la nación, entre otros, emerge también la figura inédita del egócrata como aquel que detenta la suma del poder político, porque es precisamente este el que «sabe lo que el pueblo quiere» o bien porque «sabe lo que la patria necesita», entre otros.
Desde una perspectiva histórica, este régimen u horizonte surge a mediados del siglo xx con el borramiento de los «marcos de certeza» producidos con el advenimiento del régimen u horizonte estético, es decir, con la democracia moderna (Plot, 2008; 2016). En este sentido, los totalitarismos de Europa fueron las sociedades «realmente existentes» a las que hicieron lugar esta mise en forme de nuestra coexistencia humana, sociedades, por otro lado, ampliamente estudiadas por Lefort (1990); (Molina, 2012; Flynn, 2008).4
En la actualidad, sin embargo, la persistencia de este régimen u horizonte no solo convive mayormente con aquél cuya emergencia produjo su advenimiento en Europa bajo el signo de los totalitarismos, es decir, con el horizonte estético-democrático, sino que parece, en efecto, complementarse con este en la medida en que presenta matices distintos en relación con su origen, puesto que ya no implica necesariamente la constitución de instituciones políticas que se correspondan con la figura del egócrata que concentra el poder político, como sucedió con las experiencias totalitarias. Más específicamente, este régimen u horizonte parece estar en consonancia con el surgimiento y la consolidación de las distintas concepciones y los diferentes discursos de las «tecnocracias» nacionales e internacionales que integran las «elites dirigentes» de los Estados nacionales, sobre todo, de los organismos internacionales -el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros- cuyo saber técnico, vinculado principalmente al conocimiento económico-financiero de los mercados globales, se erige como garante de la «gobernanza», de la «estabilidad» de las economías, sobre todo de los países emergentes, y por ende de la cohesión del cuerpo social en su conjunto (Plot, 2018b, Rancière, 2011a).
2. El horizonte estético y la carne de lo social
El tercer régimen u horizonte de la política es el que Plot (2008; 2016) denomina estético. Históricamente, su origen se identifica con el periodo que abarca los siglos xvi, xvii y xviii, o más particularmente con el advenimiento de la Reforma que llevó al cisma de la Iglesia católica. En términos más estrictos, su emergencia se produce por el desplazamiento paulatino de la centralidad de esta última en el marco del Antiguo Régimen, desplazamiento que, si bien se inicia en la época de la Reforma, implica o involucra un largo proceso que culmina con la separación decisiva entre lo teológico y lo político, es decir, con el retiro de la esfera religiosa al ámbito o a la esfera privada, por un lado, y con la aparición de la esfera política como esfera pública en el sentido moderno de la palabra, esto es, como esfera secularizada, por el otro (Flynn, 2008).
Lefort indica que este movimiento, el cual precipita el inicio de la modernidad, es sumamente determinante para comprender la emergencia de este régimen, ya que con esta separación entre lo teológico y lo político, que implica el retiro de la esfera religiosa a la esfera privada, su conversión en ideología, ahora constituido como una esfera secular, comienza a ocupar el lugar simbólico que ocupaba anteriormente aquélla, cumpliendo la función de «gobernar» nuestro acceso al mundo, es decir, convirtiéndose en el ámbito que gobierna nuestra autopercepción o representación de nuestra coexistencia (Lefort, 2001b; Flynn, 2008).
La singularidad de este nuevo régimen u horizonte de la política es que, a diferencia de los dos anteriores, la mise en forme de nuestra existencia colectiva no se produce a partir de la asunción o de la percepción de esta bajo la forma de un cuerpo. Es borrado, dicho de otro modo, el principio o la idea de la encarnación como principio o idea articuladora de este régimen u horizonte. Al recuperar la caracterización de Plot, que en este sentido retoma la reflexión de Merleau-Ponty, el horizonte o régimen estético asume la condición carnal y, por lo tanto, la imposibilidad última de la encarnación de nuestra coexistencia humana bajo la forma de un cuerpo-Uno. La mise en forme de nuestra existencia colectiva ya no es, en suma, la de la corporalidad sino la de la carnalidad: somos, en tanto seres colectivos, carne y no cuerpo. Como indica Plot, la idea de la carne (chair) es particularmente desarrollada por Merleau-Ponty (1964a), cuyo concepto intenta escapar a las viejas dicotomías a través de las cuales se intentó comprender nuestra inscripción en el mundo: las categorías de sujeto y objeto, materia y espíritu, alma y cuerpo. En sentido estricto, la carne es un elemento, en el estricto sentido en el que lo entendían los griegos: como el agua, el aire, la tierra y el fuego, y alude a «una cosa general (une chose générale) (…(, una suerte de principio encarnado que implica un estilo del ser (style de l’être), donde quiera que haya un pedazo del ser» (p. 184).
Como es evidente, con esta idea Merleau-Ponty hace referencia al estilo del ser muy específico, el ser que somos cada uno de nosotros, esto es, al ser carne de nuestros cuerpos, o sea a nuestro elemento (Plot, 2012). La principal característica de este ser carne de nuestro cuerpo o de nuestro ser es la reversibilidad: somos seres bi-dimensiones, seres reversibles compuestos de dos caras, de dos lados o facetas. De allí se deduce, en efecto, el intento por escapar a las oposiciones dicotómicas que atraviesan el pensamiento occidental: ni solo objeto ni solo sujetos, ni solo materia inerte ni solo espíritu animado, somos al mismo tiempo sujeto y objeto, materia inerte y espíritu o conciencia.
Para ilustrar esta doble condición de nuestro ser, este ser reversible de nuestra carne, Merleau-Ponty (1964a) emplea un ejemplo elocuente: si tocamos nuestra mano derecha con nuestra mano izquierda, podemos sentir a esta última siendo tocada, volviéndose objeto, «descendiendo al mundo de las cosas» (p. 176) -siendo algo tocado- sin perjuicio de poder sentir a la mano derecha tocándola y, por lo tanto, siendo también sujetos que tocamos. Lo que, sin embargo, también destaca Merleau-Ponty (1964a) en relación con esta condición reversible de nuestra carne es que en realidad se trata «de una reversibilidad siempre inminente y jamás realizada de hecho» (p. 194).
El ser reversible de nuestra carne, puesto en otras palabras, nunca es completo y es en este sentido siempre inminente, está siempre a punto de suceder, pero nunca sucede «de hecho» -falla a último momento-, porque en cuanto tal nunca se realiza plenamente, porque jamás podríamos hacer coincidir ambos lados, facetas o caras de nuestro ser o de nuestra carne, es decir, que nunca podríamos hacer coincidir por completo y al mismo tiempo nuestra condición de objeto y sujeto, de materia y espíritu. Siguiendo con el ejemplo de Merleau-Ponty (1964a), esta coincidencia nunca realiza nuestra doble cara de seres que tocan y que al mismo tiempo somos tocados: si bien mi mano izquierda puede tocar la derecha mientras esta toca las cosas, «jamás arribo a la coincidencia» de sentir que toco a esta última mientras esta última es tocada, pues al momento de producirse esta coincidencia, esta reversibilidad en forma total o completa, «ella se eclipsa (…(: o verdaderamente mi mano derecha pasa al rango de tocada, pero entonces su “toma” del mundo se interrumpe, o bien ella la conserva, pero entonces no la toco verdaderamente» (p. 194).
Sin embargo, como indica Plot (2016) -y esta es la clave para comprender la particular mise en forme de nuestra coexistencia que involucra este horizonte o régimen político-, el ser carne de nuestro ser no solo abarca a nuestro ser individual, a nuestro cuerpo particular, sino también al ser que somos y conformamos colectivamente, y por lo tanto a nuestra existencia colectiva: «con la noción de carne (…( (Merleau-Ponty( no sólo está hablando del “estilo del ser” del cuerpo individual (…(. Es por ello que, a nivel intersubjetivo, (esta noción( (…( es igualmente válida para todas las formas de intercorporalidad» (p. 29).
En particular, Merleau-Ponty (1964a) describe a este ser carne en su dimensión colectiva al realizar el pasaje del cuerpo individual al ámbito de la relación de los cuerpos entre sí, es decir, al terreno de la «intercoporalidad» (intercorporéité). Por ejemplo, se pregunta:
Ahora bien: esta generalidad (el ser carne( que hace la unidad de mi cuerpo, ¿por qué no se abriría a los otros cuerpos? El apretón de manos es también reversible: puedo sentirme tocado al mismo tiempo que tocante (…(. ¿Por qué la sinergia no existiría (por lo tanto( entre diferentes organismos, si ella es posible al interior de cada uno? (p. 187).
(…( Con la reversibilidad (…(, lo que nos es abierto es (…(, sino lo incorporal, al menos un ser intercorporal (p. 188).
En primer lugar, nuestra coexistencia humana es reversible porque, como el cuerpo individual, en tanto ser colectivo, somos seres bidimensionales, sujeto y objeto, materia y espíritu, en la medida en que la representación de esta coexistencia como objeto involucra también a la representación del sujeto que se la representa, es decir, a aquellos que la integran, a nosotros mismos: somos parte, en suma, del campo de representación del objeto porque estamos inscritos en el objeto que es representado, porque somos la misma carne, carne de lo social, como la mano derecha es parte del mismo cuerpo, es decir, de la misma carne, que la mano izquierda cuando la primera intenta tocarla. Y en segundo lugar, tal como sucede con el ser carne del cuerpo en su individualidad, la reversibilidad de la carne de nuestra existencia colectiva es también siempre inminente y nunca se realiza de hecho porque nunca podríamos alcanzar la plena representación de esa existencia porque jamás podríamos realizar nuestra doble condición de sujetos y objetos, de seres que al mismo tiempo que vemos somos vistos por aquello que vemos, los otros individuos que forman parte de la sociedad.
La imposibilidad de hacer coincidir al mismo tiempo y en un mismo espacio de inscripción el ser vidente con el ser visto, o bien la imposibilidad de poder representarnos lo que vemos incluyendo en esa representación la de los otros, reduciendo o suprimiendo el hiato -lo que Merleau-Ponty llama el quiasma- o la distancia entre seres que son parte de la misma carne pero que no son los mismos seres, es lo que explica este momento de eclipse de la representación como plena o plenamente transparente, de la reversibilidad total y, por lo tanto, de la mise en forme como encarnación bajo la forma de un cuerpo-Uno. La asunción por parte del horizonte u régimen estético de este ser carne de nuestro ser colectivo, de nuestra coexistencia humana es, en efecto, lo que garantiza la pluralidad y la vigencia del principio igualitario (Plot, 2016): ninguna parte puede reclamar para sí la posesión de la verdad sobre esta coexistencia -como en el caso del horizonte epistémico-, como tampoco es posible que alguna fuente externa la posea -como en el caso del horizonte teológico-, porque estrictamente hablando no hay exterior a esta carne, porque somos todos iguales, somos todos la misma carne. La doble función del cuerpo del rey como cuerpo mortal -carne- e inmortal -cuerpo divino o encarnación de Dios- es literalmente borrada como posibilidad.5
La forma jurídico-política que se corresponde con este régimen u horizonte es la democracia moderna (Plot, 2016), la cual incorpora esta pluralidad en su lógica institucional a través del sufragio universal, la alternancia en lo cargos públicos y la periodicidad de los mandatos, es decir, a través de lo que Lefort (2001a) denomina la «desincorporización» del poder y la institución de este como lugar vacío.
3. El horizonte estético de la política y la reflexión sobre el comunismo literario como reacción a las democracias europeas y a los totalitarismos
Siguiendo esta tipología que elabora Plot con base en Lefort e inscribiéndose en la estela que esta misma tipología prefigura, se plantea la hipótesis de la existencia de una segunda mise en forme estético-política de nuestra coexistencia humana, diferente a la forma jurídico-política de la democracia moderna. La exploración de esta segunda mise en forme del horizonte estético se corresponde con el vasto espacio teórico que inaugura la reflexión de la filosofía francesa contemporánea, a propósito del tema de la escritura y la comunidad, en particular, a la reflexión que surge del debate entre Jean-Luc Nancy y Maurice Blanchot en la década de 1980.
En 1983 Nancy publicó en la revista Aléa La communauté désœuvrée, que poco tiempo después se publicó como libro bajo el mismo nombre (Nancy, 2011a). El mismo año Blanchot (2002) escribió una especie de respuesta en otro ensayo titulado La communauté inavouable. Si bien el intercambio entre ambos filósofos comprende, estrictamente hablando, solo a este par de ensayos, Nancy retoma este debate, aunque ya en soledad, con dos textos posteriores en donde realiza un balance y recupera buena parte de los argumentos objeto de ese diálogo y que varias décadas después fueron reinterpretados y leídos en retrospectiva, lo que sin dudas aporta algunas dimensiones decisivas que esclarecen las posturas, implícitas y explícitas de ambos, posturas que, a pesar de sus contrapuntos, ambos reconocían como parte de una misma reflexión que se inserta en un mismo horizonte de pensamiento sobre un modo singular de existencia colectiva o de régimen político. Los textos a los que se hace referencia son: La communauté affrontée (Nancy, 2002), publicado casi veinte años después de la aparición del primer texto de Nancy -incluido por primera vez como prefacio a la traducción italiana del texto de Blanchot- y La communauté désavouée (Nancy, 2016).
La exploración de este vasto espacio teórico que tiene a la escritura ocupando un lugar decisivo para pensar lo político, en el estricto sentido de horizonte que articula una determinada mise en forme de nuestra coexistencia humana, surge como respuesta a los dos tipos de mise en forme «realmente existentes», históricamente situadas, de los dos horizontes que hasta ese momento mantenían y disputaban su «hegemonía» en la Europa de aquella época: la democracia moderna del horizonte estético y el totalitarismo propio del horizonte epistémico. En este último caso, el término a través del cual quedó condensado ese debate, el término comunidad, ilustra muy bien la aspiración por superar las huellas aún vigentes del totalitarismo y del horizonte epistémico en la Europa de principios y mediados de la década de 1980. Porque como bien indica Nancy (2002, pp. 99-100), la palabra comunidad -o mejor aún su concepto- estaba aún muy fuertemente vinculado a la Volkgemeinschaft -comunidad del pueblo- nazi y a su ascendente terminológico, la Gemeinschaft, cuyo uso estaba también asociado al imaginario ideológico del nazismo. Nancy comenta, en efecto, que la traducción de su libro al alemán, que implicaba el empleo de este último término como equivalente del término francés communauté, despertó el rechazo de un periódico de izquierda en Berlín que trató al ensayo, justamente, como «un texto nazi.
Esta reacción contra el horizonte epistémico tenía como objeto al único de los totalitarismos todavía vigente en la época, el comunismo: «para caracterizarla con una fórmula, digamos que esa reflexión (de Blanchot y del propio Nancy sobre la comunidad( nacía, sin azar alguno, del agotamiento de lo que habíamos llamado el “comunismo real” y ponía en juego el pensamiento que ese “real” había desfigurado» (Nancy, 2016, p. 16). De hecho, al inicio de La communauté désœuvrée se describe este agotamiento haciendo referencia al «penoso testimonio del mundo moderno» (Nancy, 2011a, p. 13), el de la disolución, la dislocación o la pérdida de la comunidad, reflejado en la promesa que encarnaba el proyecto comunista: «la palabra comunismo emblematiza el deseo de un lugar de la comunidad encontrado o vuelto a encontrar tanto más allá de las divisiones sociales como más allá de la servidumbre a una dominación tecno-política y, por ello, más allá también del marchitamiento de la libertad, del habla, o de la simple felicidad» (p. 13). En otras palabras, de lo que se trataba era de discutir la proposición sartreana del comunismo como «el horizonte insuperable de nuestro tiempo», o para el caso particular de Blanchot, de inaugurar «un nuevo comunismo de pensamiento» (Garcés, 2013).
La reacción de este pensamiento -y de su realización como mise en forme de nuestra coexistencia en la escritura- contra el horizonte epistémico tiene una historia más larga que la de ese debate o intercambio, la cual tiene en Georges Bataille y en su pensamiento su punto de partida u origen (Alvaro, 2017). Las reflexiones que Nancy primero y Blanchot después elaboran en ambos textos se inspiran explícitamente en la obra de Bataille, particularmente, en las fórmulas batailleanas, siempre enigmáticas, sobre «la comunidad de los que no tienen comunidad» -fórmula que Blanchot (2002, p. 11) eligió como epígrafe de su texto- y sobre «la comunidad de los amantes» -utilizada también por Blanchot (2002, p. 52) como título para la segunda parte de su libro-.
Estas fórmulas, que de acuerdo con los autores no conformaban fórmulas aisladas, sino que forman parte de uno de los nudos centrales del pensamiento de Bataille sobre los distintos modos de existencia colectiva, es decir, sobre el tema de la comunidad, tienen su origen en el contexto de una reflexión que encuentra a Bataille alejado de y como un crítico acérrimo del fascismo. Este alejamiento, que Nancy (2016, pp. 35 y ss.) describe como una retirada del pensamiento de Bataille de lo político, tuvo en sus intervenciones en las revistas Contre-Attaque y Acéphale -esta última, una revista que, dicho sea de paso, implicaba la formación de una «sociedad o comunidad secreta» que refleja precisamente este alejamiento-, por un lado, y en su participación en el Collège de Sociologie y en su reflexión en torno a la elaboración de una «sociología sagrada» (Ramos, 2019), por el otro, su más notoria presencia. Después de la década de 1930, de hecho, ese alejamiento viró hacia la despolitización del concepto de soberanía (Bataille, 1996).
En resumidas cuentas, la decisiva influencia de Bataille en el intercambio que protagonizan Blanchot y Nancy se produce a partir del intento del primero por pensar un tipo de coexistencia humana -la de la comunidad de los amantes o de las pasiones, y la de la comunidad de los que no tienen comunidad- que refleja el interés de Bataille por superar la mise en forme de la existencia colectiva que, en aquel momento, aspiraba a convertirse -si ya no lo era- en «hegemónica», la del fascismo europeo.
Este tipo de coexistencia humana que Bataille intentaba explorar a través de estas fórmulas comunitarias -que de hecho había llevado al ensayista francés a intentar materializar con la fundación de una «sociedad secreta», Acéphale- estaba, en buena medida, expresada en la oposición batailleana «sociedad de consumición» y «sociedad de adquisición», esta última identificada con el Estado totalitario. Sin embargo, esta exploración o búsqueda es desplazada, y en Nancy y Blanchot hace foco en el tema de la escritura. Asimismo, la reflexión, a propósito de esta segunda mise en forme estético-política, surge como respuesta al «desencantamiento profundo» que habían producido las experiencias democráticas, sobre todo en Blanchot: «que ese desencantamiento esté en juego es algo que no se puede dudar si se leen atentamente las secciones del libro (La communauté inavouable( tituladas “mayo 1968” y “Presencia del pueblo”: al hablar del pueblo, Blanchot evita pronunciar la palabra “democracia”» (Nancy, 2016, p. 40).6 En efecto, el interés de Blanchot en Bataille era un intento por recuperar no solo el modo de objetar el fascismo por parte de este último, sino el modo de objetarlo «de una manera distinta al modo simplemente democrático (jurídico, republicano, humanista)» (p. 39). En Nancy (2002), por otro lado, este desencantamiento operaba como un rechazo al «individualismo demócrata o republicano» (p. 101).
Ahora bien, si en el caso de Bataille -cuya influencia fue decisiva en la reflexión de Nancy y Blanchot de aquella época- la búsqueda de nuevas formas comunitarias, de nuevos modos de existencia colectiva, lo condujo a privilegiar el vínculo amoroso y el «compartimiento de una experiencia de los límites» (Nancy, 2016, p. 111), lo que Bataille denominaba «experiencia extática», reservando esta búsqueda al ámbito «de una intimidad para la cual la política era inaprensible» (p. 103), en el caso de Nancy y Blanchot esa búsqueda los condujo hacia un punto de llegada bien distinto, aunque reconociéndose en la herencia de la reflexión batailleana (Alvaro, 2017). Para ambos, la exploración de esta alternativa tenía, muy por el contrario, una exigencia política, la cual fue encontrada en la mise en forme de la coexistencia humana que hacía posible el vínculo y el lazo singular de la escritura. Nancy (2011b) describió muy bien, varias décadas más tarde, en Maurice Blanchot. Passion politique, la interrogación fundamental que definía esta exigencia política de la que venía a dar cuenta la escritura: «una interrogación fundamental sobre lo que “política” quiere decir cuando ya no es más posible de ver allí la asunción de una existencia colectiva. Es la política como “destino de un pueblo”, como “soberanía de una nación” y como “identidad de la comunidad” la que se encuentra sacudida”» (p. 24).
La escritura aparecía, puesto de otro modo, en el horizonte de una política que se ofrecía como una respuesta radical, en el límite mismo del pensamiento político y de la filosofía política, frente al «desencanto» por la democracia y frente a las huellas aún vigentes del totalitarismo en Europa (Garcés, 2013). En primer lugar, porque ni Nancy ni Blanchot forman parte de, o pueden ser fácilmente identificados con, la tradición de la filosofía y la teoría política. Su inscripción como filósofos resulta, sin duda, mucho más transparente en relación con el recorrido intelectual de ambos. Y, en segundo lugar, porque esta otra mise en forme del horizonte estético, la escritura, «borra» la dimensión de la política, entendida en su sentido restringido como la dimensión institucional o como la forma jurídica-política de un determinado tipo de coexistencia humana. En algún punto, lo que unos pocos años antes de este debate Nancy y Lacoue-Labarthe (1983) denominaron el retrait, es decir, la retirada y el re-trazo -en este doble sentido que tiene el término en francés- de lo político tiene que ver con esto.
Se trataba, en suma, de una búsqueda por «una experiencia literaria de la comunidad» (Nancy, 2011a, p. 24) que Nancy resumió o sintetizó con la fórmula de un «comunismo literario»:
Cada escritor, cada obra inaugura una comunidad. Hay así un irrecusable e irreprimible comunismo literario, al que pertenece cualquiera que escriba (o lea), o intente escribir (o leer) exponiéndose (…(. Pero el comunismo, aquí, es inaugural, no final. No está acabado, está hecho, por el contrario, de la interrupción de la comunión mítica y del mito comunitario. Esto no quiere decir que fuese, en una leve retirada del mito en un sentido fuerte, simplemente «una idea». El comunismo (…( de la escritura (…( no es una idea, ni una imagen -ni un mensaje, ni una fábula-, ni una fundación ni una ficción. Consiste, enteramente, -en ello es total, no totalitario- en el gesto inaugural, que cada obra retoma, que cada texto retraza (pp. 125-126).
Este pasaje es fundamental porque recupera en pocas líneas los elementos claves de lo que estaba en juego en aquel momento. En primer lugar, la expresión con la que Nancy (2016, p. 22) elige referirse a esta búsqueda se enmarca en el intento deliberado por «disputarle» al horizonte epistémico el sentido del «proyecto comunista», con el objetivo de sustraerlo como proyecto para convertirlo en el simple gesto inaugural que abre el escritor y el lector, es decir, que abre el «espacio de la escritura y del texto». En segundo lugar, y en estricta relación con esto último, el rechazo a comprender este espacio y este gesto, y por lo tanto a la mise en forme de la existencia colectiva que inaugura el comunismo literario o la escritura, bajo la figura de la mise en forme epistémica, esto es, como encarnación en un cuerpo.
Este rechazo se refleja, de hecho, en diferentes niveles: en primer término, como rechazo al «inmanentismo» (Nancy, 2011a; Benavides, 2019) que forma parte no solo de buena parte de la tradición moderna de la filosofía y del pensamiento de la comunidad, como es el caso de Hegel y Marx, sino fundamentalmente de «todos los comunismos de oposición, (de( todos los modelos izquierdistas, ultraizquierdistas o consejistas» (Nancy, 2011a, p. 15).7 Este inmanentismo consiste, en lo fundamental, en la idea de que el hombre produce «por esencia su propia esencia como su obra» (p. 15), y este devenir obra de la esencia del hombre bajo la forma pueblo o nación es «lo que hemos llamado totalitarismo y que, tal vez, sería mejor denominar “inmanentismo”» (p. 16). En el corazón de este rechazo se encuentra la característica decisiva de esta forma de existencia colectiva que vendría a designar el comunismo literario o la escritura, la de una mise en forme que no encarna en ninguna forma concreta o cuya forma ya no es la de la corporalidad o la de la «fusión política» (Nancy, 2011a, p. 16).
El término francés désœuvrement, con el que Nancy tituló su primer ensayo sobre el tema en 1983 y a través del cual decidió definir el tipo de comunidad a la que aludía con ese ensayo -y que retomó en sus textos posteriores-, ilustra muy bien este repudio al inmanentismo como encarnación de la esencia del hombre en un cuerpo colectivo, en un tipo de coexistencia humana como la de los totalitarismos. De imposible traducción al español, la palabra francesa désœuvrement, que Nancy toma de Blanchot, particularmente del l’Espace littéraire -texto muy anterior al intercambio que ambos tienen en la década de 1980-, significa inacción. Pero ambos autores la emplean haciendo un juego de sentido con la literalidad del término: désœuvré es literalmente «des-obrado».
La escritura designa así a un tipo de existencia colectiva, de lazo, vínculo o relación que no hace obra porque su mise en forme no es la de la encarnación, porque el espacio del texto es un espacio «virtual» que estrictamente hablando no tiene lugar, no tiene corporalidad, los que lo integran «no están presentes, están ausentes a título provisorio o definitivo» (Nancy, 2016, p. 22).8 Pero al mismo tiempo, esta condición de la escritura como particular mise en forme de nuestra coexistencia humana rechaza también la mise en forme que hasta ese momento hegemonizaba el horizonte estético, particularmente, su proyección institucional (Garcés, 2013): no solo descartaba, puesto de otro modo, la posibilidad de configurar «un orden instituido (cualquiera que sea( sino también toda proyección instituyente» (Nancy, 2002, p. 40).9
En este sentido, esta particular mise en forme a la que hace lugar la escritura es, en otras palabras, más radical en su asunción de la carnalidad de la coexistencia humana: si la forma democrático-política asume el ser carne de esta coexistencia en una forma institucional, la de la democracia moderna, la escritura o el comunismo literario como régimen u horizonte de lo político carece de cualquier forma «jurídico-institucional». Pero ello no significa que carezca de toda forma, puesto que todo régimen u horizonte pone en juego alguna mise en forme que es finalmente la que le da existencia -y sentido- y que le da, además, un espacio de aparición y de percepción (Plot, 2016). En el caso de la escritura, este espacio de aparición de lectores y escritores es el de la inscripción: «la escritura (…( vendría a inscribir (…( la duración colectiva (…( en el instante de la comunicación» (Nancy, 2011a, p. 74-75).
Ahora bien: ¿qué es lo que se inscribe en el espacio del texto? Ni más ni menos que lo común, lo común inconfesable para Blanchot (Rodríguez, 2011), lo común que no hace obra para Nancy (2006), es decir, lo que compartimos como seres iguales y al mismo tiempo distintos, esto es, como seres singular-plurales.10 Un común, en efecto, que según Nancy (2011a) «sólo puede inscribirse, o sólo puede ofrecerse, a través de la inscripción» (p. 74). De lo que se trata, en suma, es de la inscripción de nuestra carne o de nuestro elemento como texto en un espacio que es el del texto y el de la escritura.11
Palabras finales
A lo largo de este texto se intentó explorar la relación entre la política -o lo que el pensamiento político contemporáneo llama lo político- y la escritura. Para ello se siguieron dos caminos convergentes: en primer lugar, se recuperó la reelaboración que realiza Martín Plot de la categoría de régime de Lefort y la tipología que para pensar lo político este último formula a partir de esa misma categoría, los tres horizontes o regímenes de la política; y, en segundo lugar, se revisó el debate que tuvo lugar en la década de 1980 entre Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy, a propósito del tema de la comunidad. En este debate, en efecto, la reflexión sobre la escritura surge en ambos autores como una reacción a los dos horizontes que en aquel momento hegemonizaban la escena política europea: el horizonte epistémico, encarnado fundamentalmente en la persistencia del comunismo en la Europa Oriental, y el horizonte estético-político, encarnado en la democracia moderna, vigente en la mayoría de los países de Europa Occidental.
La recuperación de los principales argumentos de este rechazo o reacción contra ambos horizontes permitió reconstruir la principal propuesta teórico-política de ambos autores para pensar la escritura: la de la existencia de una segunda mise en forme del horizonte estético político diferente a la democracia moderna. Esta propuesta tuvo, en términos de Nancy, un nombre concreto: comunismo literario. Este aparece en la reflexión de ambos autores como una alternativa política al agotamiento que sufría la democracia europea, por un lado, y el comunismo, por el otro.
Se destaca, finalmente, que este vasto espacio teórico que abre el pensamiento y el debate de Blanchot y Nancy no se cierra, de ningún modo, en ese debate y con ambos autores. En la actualidad, la relación entre lo político y la escritura es fuertemente tematizada por uno de los representantes más importantes del pensamiento político contemporáneo, Jacques Rancière.
Las contribuciones de este texto pretenden servir de apoyo para articulaciones teóricas futuras entre los tres autores y, fundamentalmente, para repensar el vínculo entre democracia y escritura, cuya resonancia en los debates actuales es, sin duda, decisiva en virtud de las formulaciones de Rancière (2011b) a propósito del tema. Es en este sentido que es posible afirmar que el comunismo literario, como propuesta teórico-política, posee para el campo de la filosofía y la teoría política la misma vigencia que tuvo para la filosofía el debate que le dio origen en los primeros años de la década de 1980.