Introducción: Extractivismo como proceso
La extracción de minerales en América Latina ha sido parte de una larga historia de desposesión y degradación ambiental, que literalmente ha producido ciertos territorios de sacrificio (Alimonda 2015; Svampa y Antonelli 2009). El extractivismo es un proceso multiescalar: implica la movilización de grandes volúmenes de recursos naturales, generalmente no procesados, y la especialización en monoproducción de los territorios. Esto conlleva la construcción de infraestructura que conecta sitios de extracción con los puertos, y el aumento de la demanda de energía. Estas transformaciones se sostienen en el discurso del desarrollo, que sostiene que a través del crecimiento de la capacidad de explotación de recursos naturales se podrá generar bienestar social. Por el contrario, diferentes trabajos muestran las disrupciones de comunidades y espacios locales por compañías trasnacionales, o la presencia del Estado-nación en territorios históricamente excluidos, donde gobiernos progresistas o conservadores gestionan la escasa capacidad de distribución de riqueza y la pérdida de acceso y control de recursos de las comunidades locales. El extractivismo ha traído consigo, además, una serie de efectos sobre el trabajo, una serie de impactos sociales, ambientales, y sobre el cuerpo, los géneros y las identidades, y diferentes formas de violencia abierta, sutil y latente (Bebbington 2013; Bebbington y Williams 2008; Bunker 2011; Escobar 2011; Göbel y Ulloa 2014; Gudynas 2015 y 2009). Todo esto constituye lo que Sánchez (2016) ha denominado “la caldera del diablo”, es decir, una serie de contradicciones socioterritoriales que presionan a la sociedad en diversas escalas y que tienen resultados políticos inciertos.
La literatura es abundante, y los casos de todas partes del Sur Global muestran un patrón similar. Por una parte, en conferencias de Geografía, Antropología, Sociología, y Ecología Política se abordan los diferentes aspectos del extractivismo sobre los mundos humanos y las relaciones con lo no humano. Por otra, los movimientos sociales y activistas, donde confluyen las demandas de ambientalistas, indígenas, mujeres, trabajadores precarizados, entre otros, han respondido al extractivismo buscando alternativas bajo rótulos como postdesarrollo, postindustrialismo y postneolibralismo, como formas de cuestionar la modernidad. Es el caso del concepto, aún en construcción, suma qamaña, basado en el conocimiento ancestral aimara, y el sumak kawsay, basado en el conocimiento ancestral quechua, que han sido incorporados, por ejemplo, a las constituciones políticas de Ecuador y Bolivia (Gudynas y Acosta 2011). Sin embargo, en ambos países la presión sobre los recursos naturales, principalmente hidrocarburos, ha aumentado, con consecuencias socioambientales que han generado conflictividad, entre los gobiernos progresistas, con grupos indígenas y ambientalistas (Bebbington 2013).
En Chile, la discusión sobre extractivismo y sus consecuencias ha estado centrada en la gran minería de cobre (Bolados 2014; Bolados y Babidge 2016; Molina 2012 y 2014; Prieto 2014 y 2016; Romero-Toledo y Gutiérrez 2016; Yáñez y Molina 2008 y 2011), litio (Göbel 2013; Göbel 2014), industria forestal (Nahuelpan 2016; Pineda 2014; Richards 2013), hidroelectricidad (Cuadra 2015 y 2016; Romero-Toledo 2014; Namuncura 1999) y salmonicultura (Román, Barton, Bustos y Salazar 2016). Además, los análisis han estado asociados principalmente a la problemática del agua, las luchas indígenas y la gobernanza de recursos (Bustos, Prieto y Barton 2015). El patrón que identifican estos estudios se basa en cómo las desigualdades socioambientales históricas, que se arrastran desde la época colonial, y que se agravaron con la acción del Estado postcolonial, se han radicalizado con el neoliberalismo desde la dictadura de Pinochet (1973-1989). Esto ha ocurrido a través de la privatización de recursos y empresas, y la construcción de normativas ad hoc de desregulación de recursos, que profundizaron el largo proceso de desposesión de comunidades locales, entre ellas, los pueblos indígenas. Territorios y regiones han sido transformados en commodities, alterando de manera significativa el medioambiente y la sociedad. Este proceso de transformación ha sido resistido desde organizaciones locales, las cuales, con mayor y menor éxito, establecen una dialéctica de negociación/resistencia que les permite persistir en práctica históricas y/o adaptarse frente a las transformaciones socioambientales, pero dentro de una lógica de conflictividad que permite, en algunos casos, subvertir ciertos usos de recursos y responder ciertas narrativas territoriales (el caso más emblemático en Chile es la construcción del Wallmapu1 por parte el movimiento social mapuche).
Este artículo analiza desde la geografía crítica cómo la conflictividad socioambiental producida por el extractivismo impulsa procesos donde las comunidades locales politizan sus identidades y territorios. Nuestra hipótesis es que tanto el territorio como las identidades están en un continuo proceso de coproducción, a través de una dialéctica de negociación/resistencia entre diferentes actores y en diversas escalas. El caso que presentamos es el Norte de Chile, y nuestro análisis se centra en cómo la radicalización del extractivismo minero, como producto de políticas neoliberales, estaría siendo respondida por un proceso creativo de producción de identidades y territorialidades aimaras. Para ello, se ilustra cómo las comunidades despliegan una serie de prácticas territoriales materiales y simbólicas, a través de una compleja dinámica escalar y temporal para resistir proyectos mineros, donde se politizan la lucha por el agua y la resignificación de la cultura, al mismo tiempo que se (re)construyen narrativas sobre el territorio y los recursos. En estos términos, los conflictos socioterritoriales se transformarían en instancias productivas y creativas, donde el territorio y la identidad son negociados por una serie de actores e intereses hasta petrificar la idea de que no es posible pensar la minería en el Norte de Chile sin conflicto con los Pueblos Indígenas.
Este artículo presenta la siguiente estructura: en la primera sección se desarrolla un marco teórico para entender la consolidación política de identidades indígenas y su relación con la conceptualización del territorio. En la segunda sección se presenta el método de estudio, y en la tercera parte se presentan los resultados de la investigación, analizando el caso de los aimaras en el Norte de Chile, a través de un conflicto minero cuprífero y dos conflictos mineros no cupríferos que permiten ilustrar las actuales luchas por el territorio. Finalmente se presentan las principales conclusiones
1. Identidades indígenas y territorios
En los últimos años generamos un grupo de investigación con colegas y estudiantes, al alero de lo que fue el Observatorio Regional de la Universidad Católica de Temuco (2015-2017), el cual centró su trabajo en una lectura desde la geografía del proceso de organización de identidades étnicas indígenas y la reformulación de las políticas sobre el territorio frente al extractivismo. Este artículo se suma a una serie de trabajos que con este grupo hemos venido desarrollando para intentar captar este proceso, tanto en el norte como en el sur de Chile. La Antropología y la Etnohistoria han prestado especial atención a lo que Stevenhagen (2002) llama el “retorno de los indígenas”; y en una búsqueda teórica que aún consideramos abierta para referirnos a este proceso, hemos ido explorando conceptos como re-etnificación (Van Kessel 2003), etnogénesis (Boccara 1999), indigenización (Ballón 2003), articulación identitaria indígena (Prieto 2016; Romero-Toledo, Videla y Gutiérrez 2017), etnicidad (Bello 2004 y 2016; Gundermann 1997), etnización (Restrepo 2013) e indigeneidad (De la Cadena y Starn 2009; García 2005).
Todos estos conceptos, con diferentes matices, plantean que la formulación de identidades indígenas no se trata de un proceso que simplemente recupera una esencia que se perdió, sino que se trata de un proceso político, donde las identidades indígenas se forman y se performan, y donde la identificación con una cultura es una orientación válida, y positiva, para la acción política implícita o explícita de un determinado grupo (Ballón 2003, 2). Se trata de un proceso de formación de sujetos políticos y de producción de subjetividades, donde ciertas poblaciones constituyen “grupos étnicos” en un momento y contexto concretos, a partir de discursos, prácticas, instituciones e imaginarios académicos y políticos (Clifford 1997; Hall 1996; Restrepo 2013). En esta línea, un grupo valora y define su identidad de manera creativa, a la vez que participa/resiste de forma desigual en la manera como el Estado, el mercado, organizaciones no gubernamentales, la academia y grupos activistas producen subjetividades y legitiman ciertos tipos de identidades (Bello 2016; Hale y Millamán 2006). De esta forma, la identidad indígena es producida histórica, política y culturalmente, en múltiples escalas de interacción con lo “no indígena” (Ulloa 2005; Niezen 2002), y movilizada por grupos y organizaciones que utilizan las diferencias culturales como recurso para realizar demandas políticas (Burmann 2016; De la Cadena y Starn 2009; Yeh y Bryan 2015).
Al mismo tiempo que la Antropología y la Etnohistoria desestabilizan las ideas fijas, esencializadas o instrumentalistas de identidad y etnia, la Geografía ha hecho lo propio con el concepto territorio. En la Geografía Política el territorio es entendido como un área geográfica, donde un individuo o grupo influencia, afecta o controla, objetos, personas y relaciones, delimitando y reivindicando dicha área (Sack 1983). Por territorio se entiende principalmente al espacio del Estado-nación, donde se ejercen el poder, la soberanía y la gubernamentalidad sobre la población, mediante tecnologías de la economía política y la ciencia (Elden 2013). Por su parte, en la Geografía Crítica, influenciada por Marx y la producción del espacio de Lefebvre (1991), el territorio puede entenderse como parte del proceso en el cual la naturaleza empezó a ser socialmente producida, en el marco de la economía política capitalista (Harvey 1996; Smith 1984; Swyngedouw 2003, 2007 y 2015; Mitchell 2003). En estas perspectivas, el territorio aparece como resultado de proyectos políticos y ambientales, que hacen y rehacen el paisaje físico y sociopolítico con características propias de la reproducción del modo de producción capitalista y su metabolismo socionatural, creando espacios de desposesión, acumulación y contaminación, que en su conjunto generan injusticias socioambientales severas.
La producción del territorio puede ser entendida desde la argumentación de la economía ecológica sobre cómo el capitalismo demanda la incorporación de más territorios y poblaciones para su reproducción, llegando a desacoplar la esfera económica de los límites sociales y naturales, e induciendo una crisis socioecológica (Altvater 2006; Martínez-Alier 2004). James O’Connor (1988) llama a esto la segunda contradicción del capital, donde el capitalismo socaba la base social y ambiental que lo sustenta generando una degradación de carácter irreversible. Esto produce la emergencia de conflictos ecológico-distributivos a diferentes escalas territoriales a lo largo de la cadena de producción de mercancías, es decir, desde la extracción de recursos, pasando por su transporte, procesamiento, consumo y desperdicio (Martínez-Alier 2004). La expansión geográfica del capitalismo genera dramáticas transformaciones socioterritoriales a través del proceso, en curso, de acumulación por desposesión, que convierten a toda la naturaleza en mercancía, a través, por ejemplo, de la privatización de bienes comunes, la incorporación de nuevos espacios a la producción y el despojo material y cultural de las comunidades locales (Harvey 2005). De esta manera, el territorio está constituido por la contradicción de la expansión capitalista, que implica la degradación de la sociedad y la naturaleza, lo que genera conflictos socioambientales en los territorios en transformación.
Boelens et al. (2012) han analizado cómo los procesos de extractivismo y el crecimiento urbano en América Latina han ido creando territorios hidrosociales, los cuales comienzan a chocar con ciclos hidrocosmológicos de los pueblos indígenas (Boelens 2013) y diferentes lenguajes de valoración y regímenes de representación (Duarte-Abadía y Boelens 2016). De esta manera, el territorio no sólo es el espacio del Estado-nación donde se reproduce el capitalismo, sino también una entidad en profundidad construida por la cultura. Precisamente, en la tradición francófona el territorio no es el espacio del Estado, sino espacios locales, de prácticas y relaciones cotidianas (Del Biaggio 2016), donde lo simbólico, las creencias y los valores toman forman (Bonnemaison 2005; Raffestin 2012). En la tradición latinoamericana, las comunidades establecen relaciones afectivas y amorosas vitales con el territorio, que lo configuran como un espacio o unidad constitutiva de identidad (Giménez y Héau 2007).
En nuestra teorización, el territorio es el resultado de la tensión entre la reproducción capitalista y los espacios cotidianos, afectivos y esenciales de los grupos locales y comunidades indígenas. El territorio, por tanto, no es una cosa, sino una relación, que aparece como el espacio de lucha de los pueblos por la autodeterminación y la preservación de la biodiversidad, y de reexistencias (Porto-Gonçalves 2009). Las luchas políticas son eminentemente luchas territoriales, y, por tanto, los procesos identitarios, étnicos e indígenas tienen un correlato inmediato en el territorio, sobre todo en el contexto del extractivismo y crecimiento urbano. De esta forma, el territorio es más que un espacio geográfico físico, y se trataría de una relación contenciosa, donde la economía política y la cultura, en diferentes escalas, disputan la valoración y representación de lo humano y lo no humano entre diversos actores y grupos étnicos que se articulan políticamente. En estos términos, el territorio está en gran manera politizado, y sus elementos constituyentes, materiales e inmateriales, son formados y performados en desiguales relaciones de poder. En las próximas páginas ilustraremos este proceso.
2. Método
El presente artículo recoge una serie de hallazgos que desarrollamos con el equipo del Observatorio Regional de la Universidad Católica de Temuco, en el marco de un proyecto financiado por el Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile (FONDECYT). Nuestra investigación se basa en información primaria, recolectada en cuatro campañas de terreno, de 2014 a 2017, en el Norte Grande de Chile, específicamente en las regiones de Arica y Parinacota y Tarapacá, en el norte de Chile. En nuestras campañas de terreno hemos visitado las ciudades de Arica, Iquique y Alto Hospicio, y las zonas de expansión minera en la precordillera y el altiplano. También hemos podido entrevistar a sesenta personas, entre ellas, dirigentes, activistas, funcionarios públicos, personal de las mineras y profesionales que han trabajado con las comunidades. Las entrevistas han sido transcritas de manera completa y se han seguido los requerimientos éticos de FONDECYT de consentimiento escrito y verbal, y se ha garantizado el anonimato de las fuentes.
Nuestra investigación también utiliza información secundaria, tanto textual como numérica. Se han revisado artículos y libros sobre aimaras, producidos por académicos, informes de instituciones públicas, la información de las mineras que se encuentra en el Servicio de Evaluación Ambiental, y el registro de comunidades de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). En términos numéricos, se trabajó con las bases de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN), y con el pre-Censo 2011. También se ha trabajado con información cartográfica del pre-Censo de 2011, de CONADI, de la Dirección General de Aguas (DGA), del Laboratorio de Geomática y Ecología del Paisaje de la Universidad de Chile (GEP), y las bases cartográficas del Observatorio Regional de la Universidad Católica de Temuco.
a. La producción del territorio minero del Norte Grande
Gran parte del desarrollo minero de Chile se concentra en la sección norte del país, en el denominado desierto de Atacama, cuya extensión más grande fue anexada a Chile como resultado de la Guerra del Pacífico (1879-1883), motivada por el control de la industria de salitre, de los puertos del Pacífico y de las relaciones comerciales con las potencias extranjeras. El ciclo del salitre duró desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX e implicó una transformación socioambiental sin precedentes en el desierto de Atacama. Esto generó la construcción social de la vocación productiva de este territorio, la cual se construyó política e históricamente como orientada a la extracción de minerales, pero también a la instalación de infraestructura necesaria para el desarrollo de la minería, como la construcción de campamentos y asentamientos urbanos, la atracción de mano de obra externa a la región, la captación y concentración de recursos hídricos y su traslado a las faenas productivas y los centros urbanos, y una red de puertos, aeropuertos, redes ferroviarias y caminos para movilizar productos y mano de obra, que conectan la sección andina -donde se localizan los yacimientos- con la costa y los mercados mundiales. Es decir, se produjo el territorio minero del Norte a través de la materialización de la cadena de producción de mercancías, desde la extracción, el procesamiento y transporte, generando diferentes tipos de conflictos en distintos territorios andinos, de pampa y costeros, y con diversos actores, principalmente con comunidades aimaras, que históricamente han habitado espacios andinos altiplánicos, desde donde se extrae el agua para los procesos mineros, y espacios precordilleranos, que es donde se emplazan los yacimientos.
La producción del territorio minero ha conllevado la generación de las condiciones de posibilidad para el desarrollo de la industria minera. Para ello, se fusionaron las características geográfico-físicas, históricas y económicas políticas de esta sección de Chile a fin de poder generar una práctica discursiva unívoca sobre el territorio de extracción. La institución estatal Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) planteó en 1950 una nueva geografía económica de Chile, y para ello bautizó a la sección norte de Chile como Norte Grande. El Norte Grande consiste en un vasto territorio de aridez extrema, que representa el 24% de la superficie de Chile, y que se extiende desde el límite con Perú por el Norte hasta la hoya del río Copiapó por el Sur, y por el Oeste, desde el océano Pacífico hasta la frontera Este andina con Bolivia y Argentina:
Bajo la expresión Norte Grande entendemos en este libro los territorios de las Provincias de Tarapacá y Antofagasta. En ellos dominan condiciones desérticas incontroladas. La actividad económica esencial es la minería y de ella se derivan casi todas las otras actividades que se observan en la región […] la existencia del desierto tiene innumerables consecuencias físicas y humanas: en hidrografía, en vegetación, en suelos, en distribución y actividades de la población, etc. (Corporación de Fomento de la Producción 1950, XXII)
La producción del territorio minero del Norte Grande es resultado de las grandes narrativas político-económicas del siglo XX. En 1966, el gobierno de Eduardo Frei Montalva, perteneciente a la Democracia Cristiana, inició la compra de los yacimientos mineros de cobre para ponerlos en manos del Estado, en el proceso que se llamó la chilenización del cobre. Esto significó la incorporación del cobre como una de las principales fuentes de financiamiento de las políticas sociales. En 1971, y con el apoyo unánime del Congreso Nacional, el gobierno socialista de Salvador Allende promulgó la nacionalización y estatización de la gran minería del cobre, fortaleciendo la importancia del cobre para el futuro del país. La presencia estatal en la producción de cobre no sufrió cambios en el periodo de dictadura militar de Pinochet, que en 1976 fundó la Corporación Nacional del Cobre (CODELCO). Sin embargo, con la aplicación del neoliberalismo se introdujeron reformas para el fomento de las inversiones extranjeras directas (1974), la privatización de la tierra (1979), la privatización del agua (1981) y el desarrollo de la minería (1983). Producto de lo anterior, en treinta años, Chile incrementó su producción de cobre de 14% a 32% a nivel mundial. Por ejemplo, tres grandes yacimientos en el Norte Grande concentran el 15% de la producción mundial de cobre: La Escondida (7%), Chuquicamata (5%) y Collahuasi (3%) (SERNAGEOMIN 2012).
El sector minero representa en la actualidad cerca del 10% del PIB chileno, y la minería de cobre, el 80% de dicho aporte (Centro de Políticas Públicas 2016). El catastro de inversiones, que abarca el período comprendido entre 2017 y 2026, considera 47 iniciativas, avaluadas en US$64.856 millones (65% proveniente de capitales nacionales, a través de CODELCO y Antofagasta Mineral). Para la región de Tarapacá se estima una inversión de US$5.562 millones, que se explica sobre todo por Quebrada Blanca, de la canadiense Teck. En la región de Antofagasta, inmediatamente al sur de Tarapacá, la inversión minera alcanzará US$30.699 millones (COCHILCO 2017).
Hoy la minería del litio se está desarrollando en el desierto de Atacama, en la zona de los salares, incorporando nuevos territorios de extracción que, con Argentina y Bolivia, conforman el triángulo del litio (Göbel 2014). Chile tiene el 52% de las reservas de litio en el mundo, y la extracción es llevada a cabo por las empresas Rockwood Lithium y la Sociedad Química y Minera de Chile (SOQUIMICH). En la actualidad se desenvuelve un conflicto entre las compañías mineras y organizaciones del pueblo indígena likan antai, por la desposesión de recursos hídricos de las comunidades indígenas y las medidas de compensación y mitigación ambiental y social.
Para el despliegue de la minería en el Norte Grande ha sido fundamental la producción de territorios hidrosociales (Boelens et al. 2015; Swyngedouw 2015) generándose alteraciones significativas al ciclo hidrológico por parte de los actores que han desarrollado una serie de infraestructuras, prácticas y significados para la reproducción minera que son resistidos por los grupos locales, sobre todo en el desierto más árido del mundo (Budds 2012; Damonte-Valencia 2015; Prieto 2016). El agua utilizada por la minería en el Norte Grande corresponde a un 44% de aguas superficiales, 42% de aguas subterráneas, ocupando el agua de mar el tercer lugar, con un 8% (Sturla e Illanes 2014, 64). Las mineras capturan agua desde acuíferos, principalmente subterráneos, localizados en la precordillera y el altiplano, por lo que su sobreexplotación afecta a todo el territorio. Al mismo tiempo, existen relaves y depósitos estériles que pueden contaminar fuentes subterráneas y superficiales. La distribución política del agua está caracterizada por la asignación de altos caudales extractivos en un ambiente de poca disponibilidad hídrica, lo cual, además, está atravesado por la imposibilidad de conocer con certeza el uso al que se destinan los caudales, porque dicha información no es una obligación legal. En lo que hemos podido recabar, en la región de Tarapacá las empresas mineras tienen un caudal asignado de 5.261 l/s (que equivale al 68% del caudal regional), de los cuales 3.831 l/s corresponden a agua subterránea (61% del total regional), y 1.430 l/s, a agua superficial (correspondiente al 97% de los derechos de agua de la región). Entre los caudales asignados destacan la Compañía Minera Doña Inés de Collahuasi, con 1.327,9 l/s; SOQUIMICH, con 890,05 l/s; la Compañía Minera Quebrada Blanca S. A., con 708,1 l/s, y la Compañía Minera Cerro Colorado, con 300 l/s (Dirección General de Aguas 2017).
Junto con la captura de agua, la actividad minera afecta directamente al aire. La norma de calidad del aire no aplica a los yacimientos mineros, sin embargo, en 2015 el Ministerio del Medio Ambiente registró que en el campamento minero de la Compañía Minera Cerro Colorado, el material particulado respirable MP10 estaba sobre lo permitido (Centro de Políticas Públicas 2016). Ghorbani y Kuan (2016) han señalado cómo la minería de cobre en Chile afecta las aguas, el suelo, el aire, la biodiversidad, el paisaje y la salud de las comunidades, en un área de impacto que desborda la localización de los yacimientos.
Esta transformación masiva del Norte Grande para la producción minera ha generado que se ejerza una enorme presión sobre los recursos hídricos localizados en territorios donde viven y desde donde provienen comunidades aimaras, quechuas y atacameñas, y que dicho proceso haya sido el resultado de las políticas neoliberales que han permitido la desposesión de agua (Molina 2012; Prieto 2014; Salinas 2012; Yáñez y Molina 2008 y 2011). La Ley Indígena de 1993 incorporó referencias específicas para el territorio y el agua de las poblaciones indígena del desierto de Atacama, reconociendo que para los pueblos indígenas existen derechos y usos comunitarios del recurso hídrico. Dicho de otra forma, el crecimiento de la industria minera en el norte de Chile ha pasado por la desposesión territorial de las comunidades indígenas, lo que habría empujado un proceso de autoidentificación indígena, principalmente en el caso de los aimaras, y que ha motivado el desarrollo de una estrategia etnoterritorial que contesta estas transformaciones socioambientales.
La producción del territorio minero es la producción de la región en su conjunto. Ciudades como Iquique y Antofagasta dependen fuertemente de lo que significa la minería y son muy vulnerables a los vaivenes de esta actividad a nivel mundial. Dichas ciudades han experimentado un acelerado crecimiento urbano, con edificios para ingresos altos localizados frente al mar, pero también, con el crecimiento de campamentos en los sectores periféricos donde se localiza población en extrema pobreza. En 2016, el número de familias que habitaba en campamentos en las principales ciudades de Tarapacá, Antofagasta y Atacama era de 7.206 (González 2018). Estas contradicciones, lejos de verse como fenómenos aislados, pueden ser consideradas como parte del metabolismo socionatural de la minería en el norte de Chile.
b. La población aimara en el Norte Grande
Desde la década de 1980, la literatura comenzó a identificar los impactos de las mineras y la urbanización sobre el pueblo aimara. Una primera hipótesis ha hecho referencia al “holocausto” de las comunidades aimaras frente al progreso, principalmente por la desposesión de recursos hídricos para la reproducción de la minería (Van Kessel 2003; Yáñez y Molina 2008 y 2011). Una segunda línea de argumentación, a la cual adherimos como grupos de investigación, es que el pueblo aimara pasó a un estado de “post-comunalidad”, donde las comunidades aimaras rurales se han extendido hacia las ciudades (Gundermann y Vergara 2009; Gundermann y González 2008). Además, estas comunidades traslocadas pueden ser interpretadas desde la idea de “diáspora” (Clifford 1997), que sostiene la construcción de un “hogar lejos del hogar”, y que utilizaremos para referiremos a cómo una nueva generación de aimaras, principalmente residentes en las ciudades costeras, se estaría pensando así mismo y politizando el mundo andino (Romero-Toledo y Gutiérrez 2016; Romero-Toledo, Videla y Gutiérrez 2017).
De acuerdo con la encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN) de 2015, los aimaras son el 0,6% de la población de Chile. Sin embargo, son el pueblo indígena más numeroso del Norte Grande: representan el 21,2% de la población de la región de Arica y Parinacota (poco más de 35 mil personas), y el 10,6% de la región de Tarapacá (34 mil personas). Según CASEN 2015, la población que se autoidentifica como aimara es de 107.507, y entre 1996 y 2015 la población aimara urbana creció de un 67% a alrededor de un 80%. Los recientes resultados del Censo de 2017 (liberados en mayo de 2018) son aún más sorprendentes: los aimaras son 156.754 personas, transformando a la región de Arica y Parinacota en la región de Chile donde vive la mayor cantidad de población indígena, con un 35%.
La mayoría de la población aimara no reside en el altiplano y la precordillera, su localización ancestral, sino en zonas urbanas, especialmente en las ciudades puertos de Arica, Iquique, y en Alto Hospicio. En las unidades urbanas menores como Putre, Pozo Almonte, La Tirana y Pica se encuentran aimaras que practican la agricultura, por ejemplo, a través de derechos de agua inscritos a nombre de asociaciones indígenas. La urbanización acelerada de la población indígena y el crecimiento de población urbana que se autoidentifica como indígena no son un fenómeno solamente chileno. Por ejemplo, Perrault y Green (2013) y Postero (2007) han registrado el fenómeno de la urbanización indígena en Bolivia, mientras que Peters y Andersen (2013) editaron el libro Indigenous in the City, con casos de Canadá, Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda.
En Chile, con la fundación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) en 1994, comenzó un acelerado proceso de inscripción y legalización de comunidades aimaras, muchas de ellas históricas, pero que ahora se encuentran compuestas por miembros que viven en la diáspora urbana. Según el catastro de CONADI de 2015, en la región de Tarapacá se contabilizaron 106 comunidades indígenas aimaras, generalmente asociadas al poblado andino rural, y 268 asociaciones indígenas aimaras, sobre todo en zonas urbanas. Como es de suponer, no toda la población que se autoidentifica como aimara pertenece a comunidades indígenas aimaras. Las comunidades aimaras de CONADI son organizaciones sociales funcionales, que tienen un número de miembros mínimo para funcionar, y una directiva electa, que tensiona las formas ancestrales o históricas de organización socioterritorial aimara, ya que inscribe a miembros de las familias que están vinculados, por residencia o por filiación, a un poblado andino. De esta forma, la comunidad indígena reconocida por CONADI está compuesta por personas que residen en el poblado andino y en la diáspora. Las asociaciones, por su parte, son organizaciones funcionales indígenas que cumplen o participan en actividades específicas: agricultura, transporte, cultura, religiosidad, entre otros. Sus miembros, principalmente, viven en la diáspora.
A través de CONADI se crearon las Áreas de Desarrollo Indígena (ADI), donde es posible identificar la producción de territorialidad indígena por parte del Estado y su política neoliberal multicultural. Una ADI es una unidad territorial donde se focalizan recursos para las comunidades, basada en la ocupación ancestral del territorio, la alta densidad de población indígena, la homogeneidad ecológica y la dependencia de recursos naturales como la tierra, el agua, flora y fauna. Las ADI tienen como objetivo la superación de la pobreza, el rescate de la cultura, y acoger las demandas de tierras, aguas y organización. En el Norte Grande se han constituido las siguientes ADI aimaras: Alto Andino, en la región de Arica y Parinacota; Jiwasa Oraje, en la región de Tarapacá, y Alto Loa y Atacama La Grande, en la región de Antofagasta.
De esta forma, el Estado ha producido una nueva geografía aimara, a través de la aplicación de la política pública indígena: por una parte, ha aumentado el número de comunidades y asociaciones indígenas que conectan el territorio originario del altiplano y la precordillera con la población indígena que vive en zonas urbanas, como Iquique y Alto Hospicio. Por otra parte, se reconoce a las comunidades como organizaciones que tienen presencia territorial y que demandan el control de la tierra y el agua, fuertemente presionadas por el crecimiento urbano y el boom minero. Por último, se crean las ADI como forma de reconocer un territorio para la población indígena, donde se focalizan recursos para mejorar la calidad de vida de las comunidades y, al mismo tiempo, la sustentabilidad del territorio. Como muestra la figura 1, la mayor cantidad de población que se autoidentifica como aimara no vive en las ADI rurales y precordilleranas, sino en las zonas urbanas costeras. Esto nos parece un hecho central, dado que el espacio de reproducción de la cultura aimara hoy está anclado con fuerza en las ciudades, pero siempre con referencia a la zona andina, donde está el territorio con el que tienen un lazo afectivo y religioso.
Dentro de la ADI Jiwasa Oraje se encuentra el yacimiento minero de cobre Cerro Colorado. En las inmediaciones de la obra se emplazan poblados precordilleranos como Parca y Mamiña. Además, en esta zona se está desarrollando el proceso de organización de los quechuas, específicamente en Mamiña, Macaya y Quipisca. Fuera del área de esta ADI, hacia el sur, se encuentran los yacimientos de cobre Doña Inés de Collahuasi y Quebrada Blanca. Este último impacta a comunidades aimaras y quechuas, especialmente en el poblado de Huatacondo. Es decir, parte importante de los proyectos cupríferos se encuentran en, o colindan con, áreas destinadas por el Estado para el desarrollo de los pueblos indígenas.
Es en este escenario donde han ocurrido eventos significativos para entender la conflictividad de la minería en Chile en tierras indígenas, entre ellos, el desecamiento de un cuerpo de agua, el impacto sobre los recursos hídricos en las quebradas, y el proceso de organización de aimaras y quechuas (Romero-Toledo, Videla y Gutiérrez 2017). En el sector precordillerano y altiplánico es donde se localiza el poblado andino, el cual es central para la resignificación cultural: por una parte, es el referente como territorio de origen, pero además, en él viven parte de las familias y los miembros de las comunidades, principalmente de la tercera edad, lo cual genera una serie de compromisos y relaciones contradictorios entre los que se quedaron y los que se fueron, y que afectan el poder de decisión sobre el devenir de las comunidades. La acción de las mineras y las relaciones de negociación/resistencia que han desplegado las comunidades han agravado la relación entre diferentes actores en el poblado andino. Sin embargo, la fiesta patronal y las actividades ecológico-culturales y ritualísticas que aún persisten fortalecen los vínculos entre la población aimara rural y urbana. Por ejemplo, un poblado que durante el año tiene menos de diez habitantes puede ser visitado por miles de personas para alguna fiesta. Durante este tipo de actividades, las organizaciones urbanas se articulan de acuerdo con sus propios intereses respecto al espacio rural revitalizando prácticas y narrativas. Este tipo de territorialidad nos parece central para entender la conflictividad minera en el Norte Grande.
De esa forma, el espacio rural andino es el escenario de la contradicción territorial entre el desarrollo y expansión de la inversión minera y la transformación del territorio, y el proceso de organización de las comunidades indígenas. Es en este lugar donde se genera la articulación, por un lado, entre la agencia de las propias comunidades, la política pública indígena con las comunidades CONADI y las ADI, y las estrategias de relación comunitaria de las mineras. Es decir, el territorio aimara andino se transforma en un espacio donde diferentes actores e intereses disputan y negocian y coproducen el territorio y las identidades.
3. Las luchas aimaras por el territorio frente a los proyectos mineros
Como hemos argumentado, la producción del territorio minero conlleva, por un lado, la construcción de un discurso sobre la vocación productiva del territorio, una serie de leyes y concesiones de corte neoliberal, que ha potenciado la exploración y explotación de yacimientos, la instalación de infraestructura, campamentos, vías de transporte, y un ciclo hidrosocial que ha distribuido el agua concentrándola en manos de las mineras, sobre todo a través de pozos de extracción de agua subterránea, y también contaminando a través de relaves y residuos sólidos y líquidos. Además, se despliegan profesionales e instituciones, y una población eminentemente masculina, que mueve materia y energía en el desierto de Atacama desde lo profundo de la cordillera de los Andes hasta los puertos del Pacífico.
Pero al mismo tiempo, el territorio minero está constituido por las luchas de los pueblos indígenas por el daño socioambiental causado por la minería, que ha empujado el proceso de organización de aimaras, quechuas y likan antai, ahora reconocidos por el Estado como sujetos de políticas públicas, en el marco de acuerdos internacionales, y como beneficiarios de proyectos comunitarios de compensación y mitigación impulsados desde las propias mineras. Se establece así una dialéctica de negociación y resistencia entre extractivismo, políticas de reconocimiento, una rápida urbanización y una articulación etnoterritorial sin precedentes de los aimaras, que en su conjunto han ayudado a quebrar la hegemonía territorial de la minería.
A continuación, presentaremos tres casos que ilustran cómo el conflicto socioambiental minero en la región de Tarapacá desató un proceso productivo en términos etnopolíticos y territoriales.
a. Cerro Colorado
La Compañía Minera Cerro Colorado (CMCC) de BHP Billiton afectó a inicios de la década de 2000 el humedal de Lagunillas, desde donde extrae para sus procesos industriales. Dicho humedal es reivindicado por la comunidad aimara de Cancosa, localizada en el altiplano de la región de Tarapacá. El conflicto es tal vez uno de los más importantes en Chile, debido a que generó la institucionalización de la relación entre las comunidades y la empresa, y permitió a las comunidades aimaras organizarse, aprovechando los instrumentos de Ley Indígena para la defensa de los recursos naturales, el patrimonio cultural ancestral y las medidas de compensación y mitigación por los impactos y alteraciones que genera la actividad minera. La comunidad aimara apareció como una organización donde el poblado andino representa el territorio afectivo y esencial, desde donde ellos viven o desde donde provienen, lo que a su vez permitió la integración de la parte de la comunidad que había migrado a las ciudades.
Producto de las negociaciones entre la CMCC y la comunidad Cancosa se emprendió un trabajo de recuperación del humedal de Lagunillas y se logró en 2008 un acuerdo extrajudicial. La comunidad, en conjunto con la empresa, establecieron un plan de trabajo para continuar la recuperación del ecosistema, y de apoyo al desarrollo socioeconómico y en materia de educación de los miembros de la comunidad aimara (Salinas 2012). Este conflicto estableció un sistema de negociación basado en la compensación económica, donde la empresa minera asumió un rol subsidiador con las comunidades indígenas, dotándolas de servicios básicos, incentivos y fondos concursables.
A partir de este conflicto y sus consecuencias en la zona precordillerana y altiplánica de la región de Tarapacá fueron tomando forma las comunidades indígenas traslocadas, reconocidas -en cuanto a su existencia y ocupación territorial ancestral y actual- por parte del Estado, que encontraron en la dinámica de negociación/resistencia un nuevo escenario enormemente productivo. En este escenario, nuevas comunidades comenzaron a organizarse, debido a que el daño ambiental sobre los recursos hídricos por parte de las mineras se transformó en un potente discurso de reivindicación de sectores indígenas y ambientalistas. Las medidas de mitigación/compensación se convirtieron en la forma de relación ente comunidades y empresas. Las mineras reaccionaron construyendo sedes comunitarias para las organizaciones indígenas, financiando estudios arqueológicos, históricos y patrimoniales para las comunidades, creando fondos concursables, apoyando el mejoramiento de los pueblos a través de la construcción de infraestructura, instalando paneles solares, conectando a los poblados a la electricidad y a la televisión celular. Todo esto ha permitido, sin duda, que el poblado andino mejore sus condiciones de habitabilidad. Sin embargo, el impacto en materia de políticas de desarrollo local para las comunidades andinas y precordilleranas ha sido limitado.
A lo largo de nuestra investigación hemos ido observando diferentes tipos de impactos sobre las comunidades:
- Extracción de agua, que afecta a las comunidades altiplánicas.
- Escasez de agua, que afecta a comunidades que se encuentran aguas abajo de la zona de extracción.
- La escasez de agua habría acelerado el proceso de migración de las comunidades aimaras hacia zonas rurales.
- Polvo en suspensión y su impacto sobre el agua, la tierra y los seres vivos, por el transporte de minerales y residuos en comunidades cercanas al yacimiento.
- Impactos sociales en algunos poblados, como Mamiña, por haber sido especializado como campamento minero.
Sin embargo, a lo largo de nuestra investigación con el grupo del Observatorio Regional no encontramos, hasta concluido el proyecto en noviembre de 2017, un conflicto socioambiental abierto con las cupríferas, sino latente, caracterizado por la molestia por situaciones no resueltas con el Estado y las mineras, tensiones internas, diferencias entre aimaras y quechuas, y políticas de responsabilidad social de las mineras hacia las comunidades, que parecen contener el descontento de manera provisoria. En lo que hemos observado, el conflicto no ha sido necesariamente algo malo, sino que parece ser muy productivo, en términos de los niveles de organización y en las negociaciones que se han llevado a cabo, y que han situado el tema del agua como central para los pueblos indígenas, no sólo en la región de Tarapacá, sino en todo Chile (Yáñez y Molina 2008 y 2011).
Donde sí encontramos conflicto abierto fue con las mineras no cupríferas, y fuera del área de expansión de ellas. La actual conflictividad aimara se ha concentrado en la cuenca del Lluta, la de mayor presencia de aimaras rurales en Chile, con el proyecto Los Pumas, de manganeso, y en la quebrada de Tarapacá, con poblados aimaras rurales que están habitados, y contra el proyecto Paguanta, de zinc, plata y plomo. En ambos conflictos, lo rural y lo urbano aparecen como mutuamente constituyentes. En otras palabras, el conflicto abierto no es hoy contra el extractivismo de cobre, sino contra los otros extractivismos, que no cuentan con la atención y amplificación del movimiento global antiminería, y que, por tanto, son desconocidos en Chile, y sólo son un punto más en la cartografía de conflictos que ha proliferado en los últimos años. Por esta razón, los revisaremos con un poco más de detención.
El Proyecto Los Pumas
El proyecto Los Pumas, desechado en la actualidad, ingresó al Sistema de Evaluación Ambiental en 2010. Pertenece a la empresa Minera Hemisferio Sur S. C. M., e involucraba una superficie de alrededor de 362 hectáreas, para explotar 400 mil toneladas de manganeso al año, con una mano de obra de 231 personas en su etapa de operación, y una inversión inicial de US$50 MM, y posteriormente US$100 MM, con el fin de producir concentrado de manganeso para mercados internacionales. El proyecto se localizaría al noroeste del Complejo Volcánico Taapacá, a un kilómetro del Parque Nacional Lauca, y en medio de la ADI Alto Andino. A diferencia de la región cuprífera de Tarapacá, donde se encuentran Cerro Colorado, Collahuasi y Quebrada Blanca, la región de Arica y Parinacota no ha sido atractiva para el capital minero hasta el momento. Sin embargo, el discurso de las autoridades ha apuntado hacia la atracción de capital para explotar concesiones mineras, como estrategia clave para el desarrollo regional. Por ejemplo, en 2014 se celebró por primera vez en la región “el Día del Minero”, en honor de san Lorenzo. En este contexto, el proyecto Los Pumas se mostraba con un emprendimiento innovador de minería metálica no convencional, que contribuiría al desarrollo económico de la región y al comercio transfronterizo. Frente a la eventual llegada de la minería a la región, los precios de los arriendos de vivienda y departamentos en la ciudad de Arica tuvieron un aumento sin precedentes.
El informe del Servicio de Evaluación Ambiental señala que el impacto de Los Pumas en el medio humano se concentraría en sitios arqueológicos y en las comunidades aimaras de la localidad de Putre y sus alrededores, por el impacto demográfico que el proyecto podría generar. Para mitigar esto, la empresa se comprometió a crear una Fundación, cuyo objetivo fundamental fuera apoyar proyectos de la comunidad en agricultura, ganadería, y en el rescate de los valores culturales de los habitantes indígenas. Al mismo tiempo, se mencionan el ruido y la calidad del aire como impactos indirectos. En términos medioambientales, los impactos se concentrarían en la extracción de agua y sobre especies de flora y fauna protegidas.
La Coordinadora Aymara de Defensa de los Recursos Naturales de Arica y Parinacota (CADRN), fundada en 1999, organizó la defensa del Parque Nacional Lauca y se enfrentó desde un primer momento al proyecto Los Pumas, principalmente por una oposición hacia las consecuencias sociales y ambientales que ha tenido la minería en las regiones vecinas, en especial sobre las comunidades aimaras y likan antai. La CADRN realizó reuniones con las comunidades aimaras de Putre, Socoroma, Zapahuira, Trigopampa, Parinacota y Alcérreca, y la Junta de Vigilancia del Río Lluta y sus Tributarios, que es una organización poderosa no indígena, con recursos para contratar abogados (Rodríguez 2016). En 2010 se creó la Red por la Defensa del Medio Ambiente de Arica y Parinacota (formato que también se ha organizado en otros territorios del país frente a conflictos con procesos extractivistas, y donde la indigenización de la protesta ha sido central), donde confluyeron una serie de organizaciones y actores principalmente urbanos. Todas estas organizaciones comenzaron un activo proceso de movilización, donde concurrieron la defensa del medioambiente y el rechazo a la minería de todo tipo, y en general al extractivismo, la defensa de los derechos de agua (lo cual puede llegar a ser contradictorio, ya que dichos derechos fueron creados y entregados a partir del Código de Agua impuesto en la dictadura de Pinochet), la oposición política al gobierno de la época de tendencia centro-derechista, la esencialización estratégica de los aimaras y la movilización de la política indígena global, por ejemplo, a través de la discusión sobre la ausencia de consulta previa, libre e informada.
El agua, principalmente la del río Lluta, pero también la subterránea, se transformó en el elemento clave de politización; y su posible captura, sobreutilización y contaminación, con las consecuencias que esto traería para la cosmovisión aimara, se convirtieron en uno de los argumentos más fuertes. Esto permitió la invocación del Convenio N° 169 de la OIT y la Declaración de las Naciones Unidas sobre Pueblos Indígenas. Sin embargo, la comunidad aimara Juan de Dios Aranda manifestó su respaldo a Los Pumas, principalmente por lo que significaba la posibilidad de empleo y frenar el despoblamiento aimara de la cordillera. Durante 2013 se llevaron a cabo una serie de manifestaciones, entre ellas, marchas, intentos de ocupación de instituciones públicas, cartas abiertas, acciones legales, y el lobby con autoridades políticas, principalmente opositores al gobierno de la época. La Iglesia católica, al igual que en otros conflictos socioambientales, se hizo parte, vinculando la defensa del medioambiente, la naturaleza y el agua con Dios.
Por último, en 2015, con el nuevo gobierno de centro-izquierda, tras una serie de acciones legales a nivel regional y nacional, y la masificación de las protestas a escala regional -donde la demanda ambiental funciona como un paraguas de otras demandas-, el Comité de Ministros de Estado (Medio Ambiente, Salud, Energía y Minería) revocó el permiso ambiental del Proyecto Los Pumas, sustentado en la falta de estudios hidrológicos, sísmicos, y el incumplimiento del Convenio N° 169 de la OIT (Resolución Exenta N° 130/2015). El ministro del Medio Ambiente, Pablo Bandier, declaró que la revocación se debió “básicamente a aspectos que consideran información insuficiente de línea base en la dimensión antropológica para poder evaluar un efecto significativo adverso frente a las comunidades indígenas afectadas” (“Comité de Ministros revoca” 2015). De esta forma, la articulación entre la reconstrucción del territorio aimara -desde la vinculación entre las zonas rurales andinas y la población aimara que ha crecido y se ha autoidentificado desde los sectores urbanos-, más la politización del agua y ecologías culturales aimaras, y las demandas locales indígenas fuertemente vinculadas con el reconocimiento internacional de los derechos de los Pueblos Indígenas, contribuyeron a frenar el desarrollo del proyecto Los Pumas.
El Proyecto Paguanta
En noviembre de 2014, los Pueblos Indígenas Unidos de la Cuenca de Tarapacá, Quebrada de Aroma, Coscaya y Miñi-Miñi ingresaron al Tribunal Ambiental una reclamación contra la decisión del Comité de Ministros que aprobó el Estudio de Impacto Ambiental (EIA) del proyecto minero Paguanta. Ubicado en la comuna de Huara, en la región de Tarapacá, y en la ADI Jiwasa Oraje, el proyecto Paguanta, de la compañía minera que lleva el mismo nombre, consiste en una serie de prospecciones en búsqueda de zinc, plata y plomo, por US$50 MM.
Las observaciones presentadas por las comunidades aimaras en 2013, en el marco del proceso de participación ciudadana de la Evaluación de Impacto Ambiental, señalaron que el área de influencia era el territorio que corresponde a los “Pueblos Indígenas Unidos de la Cuenca de Tarapacá”, sumando a todos los aimaras que viven en los sectores rurales y en la gran zona urbana de Iquique y Alto Hospicio. Esto permitió construir el argumento de que se habría vulnerado su derecho a consulta consignado por el Convenio N° 169 de la OIT como territorio, y “(A)demás solicitamos se dé resguardo a nuestros derechos a administrar, conservar y participar de los beneficios y utilidades de los recursos naturales en nuestros territorios” (“Observaciones a Paguanta” 2013, 1). En las observaciones se deja claro que el proyecto se emplazará en territorios reivindicados por las comunidades de la cuenca, y que existe una relación material y espiritual con el territorio y sus recursos, en especial con el “recurso hídrico, que es la base de nuestras culturas” (“Observaciones a Paguanta” 2013, 2), y que las operaciones de Paguanta ya han dañado sitios arqueológicos que constituyen el patrimonio cultural de las actuales comunidades aimaras. De esta forma, se produce un escalamiento: de comunidades asociadas a poblados andinos específicos se pasó a una cuenca superior, con sus respectivos drenajes aguas arriba. Al mismo tiempo se integró a los aimaras urbanos y se trasladó el conflicto hasta la capital regional. También se conectó la lucha local a la lucha global de reconocimiento y autonomía de los Pueblos Indígenas. Por último, el escalamiento no sólo es espacial, sino también temporal, donde se reconecta a las actuales comunidades aimaras surgidas desde la política indígena postdictatorial con la ocupación ancestral de las culturas andinas.
Los Pueblos Indígenas Unidos de la Cuenca de Tarapacá subvirtieron el informe antropológico de Evaluación Ambiental de Paguanta, realizado por la consultora internacional POCH Ambiental, señalando que en la documentación se reconoce “un territorio unificado desde tiempos inmemoriales por relaciones sociales, de consanguineidad y compadrazgo, culturales, históricas, religiosas, económicas, por flujos de comunicación y transportes y la común dependencia de servicios públicos” (“Observaciones a Paguanta” 2013, 4). Además, la extracción de 100 litros por segundo afectará a toda la cuenca aguas abajo, incluso impactando el abastecimiento de agua de la ciudad de Iquique. La disminución de agua impactará de un modo directo la agricultura, y a su vez, impulsará la migración aimara hacia las ciudades. Con respecto a la relación de los pueblos aimaras con el agua, se citó directamente el informe antropológico de POCH Ambiental: “el agua es el elemento que sostiene y justifica la vida de los seres humanos en el mundo de acá, por lo que su relación con el pueblo Aymara no puede ser entendida solamente desde un punto de vista económico o material, sino más bien como sustento de una identidad étnica forjada sobre la base de la presencia -o ausencia- del recurso hídrico” (“Observaciones a Paguanta” 2013, 7).
Las “Observaciones a Paguanta”, además, permiten ir reconociendo el proceso de (re)apropiación de los aimaras contemporáneos de su geografía sagrada y su ecología cultural, desde la lucha socioambiental: los cerros tutelares o Malkus y T’allas, los cúmulos de piedras o Apachetas, las fiestas y los rituales, como la limpia de canales, qulla de las chacras, culto a los cerros y las aguas, wilanchas y pawas, culto a la Pachamama, entre otros. Es decir, los aimaras, desde la dialéctica del conflicto, presentan un territorio vibrante y central para su resignificación identitaria. Sin embargo, el Tribunal Ambiental concluyó que las observaciones de los pueblos indígenas de Tarapacá sí fueron consideradas en la evaluación, y que, siendo un proyecto de exploración de reducido alcance, sólo afectaría a la comunidad de Cultane y no a las comunidades reclamantes. En la actualidad, los inversionistas abandonaron el proyecto, y tienen cinco años para ejecutar las obras de una resolución de calificación ambiental; de lo contrario, debe volver a ser presentado.
Conclusiones
Este artículo ha expuesto seis argumentos principales: 1) Los territorios son material, social y simbólicamente construidos en el proceso de largo aliento que es el extractivismo, mediante prácticas y discursos dominantes, que permiten la explotación de determinados recursos. Sin embargo, dichos procesos son respondidos por organizaciones locales, que movilizan un amplio repertorio de acciones a diferentes escalas. 2) La producción de territorios, como el territorio minero, es el resultado de contradicciones. Hoy en Chile es imposible pensar el territorio minero sin la conflictividad indígena asociada a recursos hídricos y a la conservación de su cultura. Tanto la extracción de minerales como las resistencias aimaras rurales y urbanas constituyen la geografía del extractivismo. 3) La identidad y el territorio no son elementos dados, sino que se constituyen a través de contradicciones y articulaciones en diferentes escalas espaciales y temporales. 4) A través de los conflictos socioambientales, las comunidades indígenas van aprendiendo cómo organizar su resistencia, siendo un elemento importante de lucha la indigenización del territorio. Esto no sólo permite sumar a otros actores, sino también recuperar y reapropiar las geografías indígenas (materiales e inmateriales), y poner al territorio y los recursos en valor simbólico y patrimonial de las comunidades, como formas de disputar significados hegemónicos. 5) A través de la conflictividad se genera una estrategia etnoterritorial, que permite transitar desde el poblado andino aislado hasta una conformación de Pueblo Aimara, que habita amplios territorios, incluso más allá de la división que ejercen las fronteras geopolíticas de los Estados, donde se reivindica la presencia ancestral andina, pero también la moderna urbana. 6) El extractivismo, en este caso de cobre, y su importancia para un país como Chile pueden no dejarnos ver las otras luchas que se están dando, y que contribuyen enormemente a la desestabilización de las narrativas de los commodities.