1. Introducción
En décadas recientes el sector de la educación ha venido acaparando la atención de los organismos internacionales y de los países interesados en perseguir el desarrollo a escala humana y el desarrollo sostenible. Desde que la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) declaró la educación como un derecho humano fundamental que contribuye sustancialmente al ejercicio de otros derechos, la educación comenzó a percibirse como una catapulta poderosa para el desarrollo por su “impacto directo en la reducción de la pobreza, la promoción de la salud, la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental […], ayudando a contrarrestar algunos factores que amenazan la paz, la plenitud humana, el crecimiento económico y la estabilidad” (UNESCO, 2015, p. 34).
La característica central de la educación es que estimula la movilidad socioeconómica ascendente, clave para superar condiciones de pobreza. Por eso, garantizar una educación de calidad, inclusiva, equitativa, y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos, se convirtió en una de las metas estratégicas de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS), agenda 2030. Mientras que los objetivos de desarrollo del milenio (ODM) se concentraban en universalizar la enseñanza primaria, los ODS ampliaron su foco a la educación secundaria y superior, bajo el lema de educar para toda la vida sin dejar atrás a nadie. Esa renovada atención sobre las Universidades o Instituciones de Educación Superior (IES) está ligada a que es un ámbito que puede contribuir a que la sociedad enfrente de mejor manera los retos de desarrollo social y económicos, porque en las IES se dota a las y los jóvenes de herramientas de aprendizaje continuo que facilitarán su tránsito al mundo laboral (UNESCO, 2015).
Bajo este panorama, la demanda hacia la educación superior aumentó sustancialmente en las últimas décadas: se estima, por ejemplo, que para el año 2025 el total de matriculados en las IES será de 263 millones de personas (UNESCO, 2013). Cifra que refleja la eclosión de un fenómeno llamado la “revolución académica en la enseñanza superior” (Altbach, Reisberg y Rumbley, 2009). Se trató, según algunos expertos, de una masificación que respondía a la demanda de movilidad social de distintos sectores poblacionales, convirtiendo a las universidades en empresas competitivas que se expandieron en el mundo a causa de las economías postindustriales, la economía del conocimiento y la ascensión del sector de servicios.
El incremento en la demanda de la educación superior trajo consigo fenómenos que valen la pena subrayar. Por un lado, lo atractivo del mercado ocasionó que en varios países se flexibilizaran los requisitos y trámites para la creación de Universidades, de manera que la existencia de algunas de estas instituciones podría responder más a una lógica comercial que a los beneficios de la educación superior en la sociedad. Aparece, en consecuencia, un sistema de educación heterogéneo, donde coexisten IES organizadas y reconocidas por su excelencia y otras caracterizadas por bajos niveles de calidad (Melo-Becerra, Ramos-Forero y Hernández-Santamaría, 2017). Estas últimas suelen excluirse de los “rankings académicos de universidades” (Elizondo-Lopetegui, Novo-Arbona y Silvestre-Cabrera, 2010), cuyos indicadores hacen parte de un modelo cuantitativo que “mide” a las instituciones para clasificarlas según calidad a nivel nacional e internacional.
Figurar en los “rankings” como estrategia de reactividad más que de sensibilidad social, por parte de algunas Universidades, se volvió una prioridad económica, pues ejecutar procesos de calidad favorece su subsistencia, su vigencia en un mercado internacional que es cada vez más competitivo. Ocupar los primeros puestos en la escala académica es garantía de financiación, sea de fuentes públicas o privadas. Para lograr dicho propósito y estar en sincronía con la dinámica global, las Universidades han tenido que crear e implementar políticas y programas que abarcan distintos temas, uno de ellos la igualdad de género al interior de sus instituciones (Gairín-Sallán y Palmeros y Ávila, 2018), cuestión que como se ha dicho, responde a las exigencias de movimientos sociales de mujeres, las políticas para la igualdad de cada país y a la agenda mundial 2030 de los ODS.
En segundo lugar, pero muy importante para este artículo, es que la mencionada revolución académica detonó un incremento de estudiantes universitarias, el cual ha llegado al 70% (UNESCO, 2019b) respecto a los hombres en algunos países de occidente. Esto se conoce como la “feminización del campo educativo” que induce a una feminización en las aulas o de la naturaleza universitaria respecto al número de estudiantes hombres.
No obstante, esa incorporación de las mujeres en los salones de clase no eliminó de facto aquellos sentidos comunes, esos sentidos culturales que legitiman visiones conservadoras, hetero /patriarcales y machistas al interior de la Universidad. Si se entiende esta como una institución insertada en la sociedad, es lógico que también refleje sus problemáticas. En el sistema académico de las Universidades existen estructuras desiguales que aunque a veces se crea que no existen, si existen, y lo hacen en una matriz muy profunda de la organización del poder y el saber en las academias. En la Universidad también se propagan prejuicios, discriminaciones y prácticas cotidianas que se asientan en la idea de superioridad de uno de los sexos (Dominguez-Blanco, 2004) de lo masculino sobre lo femenino, solamente que se expresan de forma más sutil; en otros casos pasan inadvertidos o son ignorados deliberadamente porque se asume que la IES es un espacio tolerante, intelectual y democrático donde no hay cabida para la desigualdad ni la vulneración de los derechos humanos en razón del género.
Todo lo contrario, algunas investigaciones han concluido que pese al aumento de la población femenina en las Universidades, este es un escenario en el que las mujeres tienen menos oportunidades, posiciones y recursos en relación con sus pares hombres (Dirección de Producción Editorial, ANUIES, 2018). Para ellas es baja o nula la posibilidad de participar en niveles directivos, suelen enfrentarse a la segregación horizontal según campos del conocimiento, currículos “neutrales” y discriminación (Fuentes-Vásquez, 2016); también la violencia sexual y el hostigamiento por la condición de género son prácticas sistemáticas que afectan a las mujeres en la IES, producto del orden político patriarcal naturalizado y reinante en los entornos universitarios (Martínez-Lozano, 2019).
En añadidura y, recordando que el “género es un principio ordenador de las relaciones sociales basado en la diferencia sexual” (Palomar-Verea, 2005, p. 8), las mujeres pueden verse obligadas a cumplir roles de género insertos en normas culturales que reducen su vida (en la mayoría de los casos) a las tareas del hogar y al cuidado de los otros, potenciales barreras para acceder y permanecer en la educación superior. A esto se le suman los embarazos, los matrimonios a temprana edad, las instalaciones sanitarias deficientes en las instituciones educativas, la inseguridad a la que se enfrentan en la vía pública, la violencia de género, el acoso sexual al interior de las universidades, entre otras situaciones problemáticas que les afectan y que mantienen las brechas de género en el campo de la educación superior.
Allí la tasa de deserción de las mujeres es alta, y quienes logran culminar sus estudios se enfrentan a una baja o nula participación en el campo laboral. La desigualdad de género al interior de las universidades se refleja en la ausencia parcial o total de mujeres en los espacios decisorios, pocas llegan a ocupar cargos directivos relevantes, con frecuencia son minoría en los grupos de investigación y aún no alcanzan paridad en el cuerpo docente en algunas universidades. Sus salarios suelen ser más bajos respecto a sus colegas hombres, tampoco logran mayor reconocimiento en sus carreras académicas y científicas. La desigualdad también se expresa en la división sexual del trabajo según campos del saber, naturalización e impunidad frente al acoso y la violencia sexual en las universidades (Fuentes-Vásquez, 2016).
Esas situaciones o características son el reflejo de la sociedad en el mundo universitario, donde también se evidencian las brechas, las jerarquías, la categorización diferencial de las personas producto del íntimo vínculo que hay entre el género y el poder (Palomar-Verea, 2005). En vista de que las sociedades modernas se sustentan históricamente en la representación del sistema patriarcal, puede entenderse que las relaciones de poder estén más predispuestas a exaltar la masculinidad y la heteronormatividad (Butler, 2008; Lamas, 2013). En consecuencia, la desigualdad y la opresión a la que usualmente están expuestas las mujeres y las personas con orientaciones sexuales diversas en distintos escenarios sociales no puede, según Arruzza (2017), simplificarse a las relaciones interpersonales, por el contrario, en un espectro más amplio deben analizarse en la base del carácter social en el que se reproducen las jerarquías que impregnan la vida social, sus normas e instituciones. En ese sentido las universidades son espacios “de tensión y conflicto de género; situación que se asocia a aspectos territoriales, áreas de conocimiento, diversidad sexual, condiciones académicas, laborales, entre otras” (Garcés-Estrada, Santos-Pérez y Castillo-Collado, 2020, p. 64).
Dichas tensiones y desigualdades, obviamente, no se eliminaron instantáneamente con el aumento de mujeres en las aulas, pero su presencia junto a los feminismos ha logrado ponerles en crisis, en la medida en que se empezaron a cuestionar problemáticas tradicionalmente invisibilizadas, con la pretensión de cambiar los imaginarios y estructuras desiguales (y en ocasiones opresoras) que se decantan en la dinámica institucional universitaria.
2. Reflexión teórico-conceptual
2.1 Igualdad de género en las universidades y desarrollo sostenible
Tal como ha sucedido en otros escenarios sociales, el acceso a la educación superior representa un reto significativo para las mujeres. Pese a los avances producto de las luchas y debates originados en el periodo de la Ilustración respecto a la igualdad y equidad que avivaron al movimiento feminista (Palomar-Verea, 2017), en la Universidad es común encontrar categorías diferenciales para las personas que proyectan un orden social donde persiste la supremacía masculina. No se desconoce que paulatinamente las puertas de las Universidades se abrieron para las mujeres y que su ingreso proyecta una transformación social en el mundo occidental frente al disfrute de sus derechos y libertades individuales, pero no impide pensar que la educación superior es un escenario al que ha costado llegar, justamente porque desde sus inicios, tal como sucedió con el campo de la educación en general, fue pensado como un lugar exclusivo para los hombres.
La mayoría de los movimientos sociales de mujeres en el mundo occidental han obtenido frutos en materia de leyes y convenciones nacionales e internacionales que respaldan sus iniciativas, revalidando que los derechos no llegan solos y responden a los esfuerzos de colectivos organizados que han creído firmemente en la equidad e igualdad de género. Se hace esa aclaración porque los logros de los movimientos feministas son uno de los hitos históricos más influyentes para que en la actualidad la igualdad de género sea un tema que se toma en serio en el sector educativo de Occidente.
Han sido las mujeres investigadoras, docentes, trabajadoras y estudiantes las que usualmente vienen liderando las luchas en las universidades, para “que haya un reconocimiento pleno de los derechos de todas las identidades sexo-genéricas” (Martin, 2021, p. 26). Para lograrlo, en lo que respecta al escenario latinoamericano por ejemplo, se han adherido a marcos teóricos como el de Pateman (2018), quien planteó que provocar un desorden de las mujeres incomoda a tal punto de cuestionar profundamente al poder patriarcal, transformando así el sentido de lo político porque se empiezan a politizar las discriminaciones en razón del género. En otras palabras, estos movimientos feministas en las universidades han desarrollado distintas estrategias dirigidas a exponer las discriminaciones y violencias producto de la desigual distribución del poder en ese ámbito, exigiendo a su vez que sean reconocidas como “faltas graves que deben ser investigadas, sancionadas y erradicadas” (Torlucci, Vazquez-Laba y Pérez-Tort, 2019, p. 3).
El feminismo, sus redes locales/globales, y su acción política no solo encendió las alarmas de este tema en las IES, también viene aportando a la transversalización del enfoque de género en las actividades académicas e investigación y en la demanda para la creación de políticas de género universitarias (PGU). Las universidades paulatinamente han empezado a responder con la creación de programas y políticas dirigidos a remediar esas situaciones; sin embargo, es un avance lento por varias razones que se enumerarán posteriormente. No obstante, , por lo pronto se destaca la funcionalidad que ha tenido la denuncia de la problemática en dicho contexto y por otro lado la ruta internacional que la secunda. Pues como se enunció en párrafos anteriores, existen agendas prospectivas que promueven en las políticas educativas “la igualdad de oportunidades y la compensación de las diferencias” (Fuentes-Vásquez, 2016, p. 66) para que todas las personas puedan acceder a la educación, a la formación para la “moderna ciudadanía” y al desarrollo de manera igualitaria.
La igualdad de género como fin concreto y formal en dicho campo parte de los compromisos, acuerdos o lineamientos internacionales que buscan disminuir las brechas de género entre hombres y mujeres en el mundo (De La Campa y Coello-Cremades, 2016). Se inició en la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (1979), expresando que los “Estados Partes adoptarán todas las medidas apropiadas para eliminar la discriminación contra la mujer, a fin de asegurarle la igualdad de derechos con el hombre en la esfera de la educación”.
Estos objetivos se reforzarían años después con la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer de 1995 (ONU Mujeres, 2021) donde se enfatizó en el compromiso de los países adscritos a la ONU para velar por los derechos humanos, y en materia de género crear oficinas o estructuras institucionales encargadas de dar cumplimiento a la normatividad y a la promoción de políticas públicas de acción positiva, para la igualdad de oportunidades (igualdad ante la ley) y de transversalización de la perspectiva de género o mainstreaming que respondan a las demandas en favor de los derechos de las mujeres.
Finalizando la década de los noventa, la UNESCO (1998) elaboró la “Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el siglo XXI: visión y acción” en la cual se invitaba a las Universidades del mundo a incorporar la perspectiva de género en todos sus procesos y dinámicas institucionales, haciendo eco a la transformación exigida por los movimientos sociales de corte feminista y a la demanda internacional (convenciones, declaraciones, congresos, ODM, ODS etc.) de igualdad de género. Fue un llamado a que las Universidades asumieran un compromiso político para estimular cambios que eliminasen las barreras culturales, estructurales e ideológicas que impidan la igualdad de género en y desde el sector educativo. A la educación superior se le instó a perseguir la calidad en sus funciones y ponerlas al servicio de la sociedad, realizando actividades para acelerar el desarrollo económico de sus países (UNESCO, 2019a).
El compromiso gubernamental obedece también a la agenda 2030 de los ODS que entra a reforzarse mutuamente con lo propuesto por la CEDAW, pues acoger los ODS acelera el “cumplimiento pleno y efectivo de la CEDAW para alcanzar la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres en todas las esferas del desarrollo” (ONU mujeres, 2018, p. 4). En los ODS la igualdad de género es un objetivo transversal para todos. El número 5 busca específicamente “lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas”, ya que la igualdad es la vía para el desarrollo inclusivo y sostenible. Para ese objetivo se trazaron 9 líneas de trabajo, mientras que el ODS número 4, que persigue una educación de calidad para todas y todos se desagregó en 10 metas trazadas hasta el año 2030.
Articulados a los ODS se encuentran los lineamentos y disposiciones de figuras antecesoras pero vigentes como la UNESCO, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la Unión Europea (UE), entre otras, que asumen la igualdad de género dentro de sus prioridades en el sector educativo. Si usamos una imagen, la UNESCO (2015) considera la educación un pilar básico para transmitir valores asociados a la igualdad de género, donde se debería reconocer la diversidad de los distintos grupos humanos y en donde se deben adelantar acciones, en este caso, como las políticas de género universitarias (PGU) para que las personas puedan beneficiarse del desarrollo sin perpetuar la desigualdad.
A juicio de Astelarra (2005) las mujeres interactúan en la vida púbica en inferioridad de condiciones (económicas, sociales o culturales), segregándolas a empleos, ocupaciones, y profesiones que por ser aparentemente exclusivas para las mujeres, tienden a ser menos valoradas social y salarialmente. Con el advenimiento de las políticas públicas de género, las políticas educativas se convirtieron en uno de los instrumentos más importantes para la igualdad de oportunidades, dado que la educación formal y cultural es fundamental para que “las mujeres tomen conciencia de que tienen derechos individuales que los pueden ejercer en el mercado de trabajo, la política y la vida social al mismo tiempo” (Astelarra, 2005, p. 75).
En el marco de las políticas públicas para la igualdad, la política de género universitaria (PGU) se torna en una herramienta que viabiliza cambios estructurales a favor de las mujeres. No se reduce entonces a garantizar un lugar en las aulas de clase, es cuestión de transformar los desniveles que por razones de género moran en los diversos mecanismos de reproducción cultural. En esta línea, Fuentes-Vásquez (2016) sostiene que si las IES buscan darle sentido a su “misión social”, deben formular e institucionalizar en su comunidad académica políticas inclusivas con hincapié en género, porque es una estrategia para remediar las desventajas que tienen las mujeres en la universidad y la ciencia; responder a la normatividad internacional y nacional; e ir al ritmo de la tendencia global a favor de la igualdad de género en la educación superior.
El educar y capacitar a las mujeres son medidas de acción positiva que propician oportunidades para ellas, porque repercuten directamente en su autonomía integral. Con ello se inicia el camino para enmendar o modificar las desigualdades de género “enquistadas en relaciones de poder desde el ámbito de la política hasta el doméstico” (Comisión Económica para América Latina y el Caribe [CEPAL], 2017, p. 18); en la medida en que las mujeres a través de la educación podrán tomar más y mejores decisiones para su vida, podrían aspirar a la autonomía económica y en general adquirir el empoderamiento necesario para aportar y gozar del desarrollo sostenible.
2.2 ¿Y esto, cómo se dio en Colombia?
Puntualmente la transversalización de la perspectiva de género en la educación superior colombiana se dio porque al ser país miembro de la ONU, acogió los acuerdos o lineamientos internacionales que desembocaron en planes de desarrollo y un marco normativo que cumple con los estándares concernientes a los derechos de las mujeres, como el derecho a la educación, estar libres de violencias, las políticas de equidad e igualdad de oportunidades, etc. Esas obligaciones o leyes son aplicables en todo el territorio nacional, incluyendo a las Universidades que deberían ser espacios libres de discriminación, seguros y de desarrollo para las mujeres.
Lo más cercano a una directriz estatal para incorporar la perspectiva de género en las universidades es el documento del Ministerio de Educación Nacional (MEN) titulado: “Lineamiento de política de educación inclusiva” (MEN, 2013) que retomando sugerencias de la UNESCO, buscó orientar a las IES para desarrollar políticas institucionales que favorezcan el acceso, la permanencia y la graduación de su población estudiantil, particularmente aquellos que “han sido más proclives a ser excluidos del sistema educativo” (MEN, 2013, p. 5).
Ese texto fue complementado en el 2018 con el de “Enfoque e identidades de género” (MEN, 2018), producto del trabajo mancomunado entre el MEN y el Grupo Interdisciplinario de Estudios de Género (GIEG) de la Universidad Nacional de Colombia. Al igual que su primera versión contiene la perspectiva de género, el concepto de educación inclusiva, añade la perspectiva interseccional y el enfoque diferencial de derechos. Esos documentos se pueden asumir como una suerte de guías para evitar la deserción y disminuir las brechas de género (MEN, 2017), pero no imponen1 a las universidades la transversalización de esta perspectiva. En ese sentido, los avances en la materia podrían considerarse débiles, proyectada en la baja o casi nula existencia de protocolos de atención a las violencias y PGU en el país, y evidenciando “la necesidad de la formación académica al respecto y la incapacidad institucional para abordar estos conflictos” (Jardón y Scotta, 2018, p. 62).
La problemática de la violencia de género (acoso, abuso sexual) continúa victimizando a las mujeres en los campus universitarios del país (Redacción Justicia, 2022; Universidad Libre, 2019). La voluntad política de algunas universidades les permite en algún nivel seguir los lineamientos nacionales e internacionales y responder a los movimientos colectivos que democratizan estas discusiones y que están prestos a activarse para instalar la temática en la universidad en pro de transformaciones estructurales. Precisamente, gracias al interés y compromiso de esas personas se creó a finales del 2016 la Red Nacional Universitaria por la Equidad de Género en la Educación Superior en Colombia (REDEGES, 2019), cuyos objetivos principales son campus universitarios libres de violencia y proyectar la construcción o consolidación de políticas de igualdad en cada una de las IES del país.
Sin embargo, los avances de las universidades colombianas en este tópico son calmosos. En lo referido a los protocolos de atención a las violencias, una investigación reciente concluyó que de 44 universidades colombianas abordadas, 28 no poseen ningún protocolo de atención para el acoso sexual, 17 tienen protocolos que abordan las violencias basadas en género, 11 de las cuales explicitan el concepto de acoso sexual (Dávila-Contreras y Chaparro-González, 2022). Es una cifra baja, si se tiene en cuenta que en Colombia existen 83 universidades, de la cuales 49 son privadas y 34 públicas o estatales.
Algo similar ocurre con las políticas de género universitarias (PGU); su panorama general no es tan alentador ya que de las 83 universidades asociadas al ASCUN (Asociación Colombiana de Universidades) sólo 10 parecen tenerlas porque están referenciadas explícitamente en sus páginas web oficiales (Álvarez-Henao, Galeano-Cadavid y Arias-Rodríguez, 2021). En la Tabla 1 se puede apreciar la universidad y el año de creación2 de las PGU; en la Figura 1 el porcentaje de universidades públicas y privadas en Colombia que poseen actualmente PGU.
2015 | 2017 | 2018 | 2019 |
---|---|---|---|
Universidad del Valle (Cali) | Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) | Universidad de la Salle (Bogotá) | Universidad del Bosque (Bogotá) |
Universidad de Antioquia (Medellín) | Universidad Cooperativa de Colombia (Cali) | ||
Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá) | Universidad Tecnológica de Pereira (Pereira) | ||
Universidad Industrial de Santander (Bucaramanga) | Universidad de Caldas (Manizales) |
Fuente: elaboración propia a partir de investigación de Álvarez-Henao et al. (2021)
En este orden de ideas, se resalta que es la voluntad política de las universidades lo que hace posible la existencia de las PGU; es dicha voluntad la que permitiría atender la urgencia de PGU en el país, ya sea por cumplir con indicadores de calidad que mejoren su puntaje para los rankings internacionales o porque realmente ven la igualdad de género como un propósito acorde a sus ideales, valores, modelos pedagógicos o proyectos institucionales. Se enfatiza en que los protocolos, las PGU para la igualdad de género o la misma transversalización de la perspectiva de género no son obligatorias para las universidades en Colombia, ya que en el país no existe una resolución, ley u otra figura que imponga su implementación en ese contexto, dejando a la libre elección de las universidades adaptar sus reglas internas a las obligaciones derivadas de leyes o decretos nacionales.
2.3 La política de género universitaria: alternativa para la transformación
Similar a lo que sucede con las políticas públicas, el ciclo de una PGU para la igualdad de género inicia con su agendamiento, es decir, cuando un grupo de personas detecta o denuncia un problema que merece ser intervenido a través de un proceso o cuando por voluntades políticas institucionales se decide transformar el rumbo de una situación de interés. En cualquiera de los casos, una PGU es una alternativa para que los actores que integran la comunidad educativa resuelvan los conflictos provenientes de la desigualdad en sus campus universitarios.
Desafortunadamente, en varios países latinoamericanos, entre ellos Colombia, la inactividad en la creación e implementación de PGU es alarmante porque en las comunidades universitarias “prevalece la convicción de que las políticas de género son algo innecesario dentro del ámbito universitario” (Ortiz-Ortega, Góngora-Soberanes y Alonso-González, 2018, p. 41); existe una suerte de escepticismo acerca de la envergadura de esta problemática al interior de las universidades, por considerarlos como espacios conformados por personas pacíficas, educadas, progresistas y conscientes, donde el género aparentemente no interfiere en las relaciones humanas que ahí se establecen.
De acuerdo con Chan de Ávila et al. (2013 citado en Fuentes-Vásquez, 2016), la mencionada dificultad también obedece a que: a) no hay diagnósticos que permitan identificar la discriminación, la exclusión y la inequidad en las universidades; b) no existen indicadores interseccionales que brinden una imagen más exacta de la exclusión social; c) no hay personas expertas, ni con enfoque interseccional que lideren y ejecuten las PGU; d) articulado con lo anterior, no hay planes de formación de personal para asumir dichas tareas y e) no existen procedimientos para estandarizar los datos e indicadores interseccionales.
Ahora bien, conceptualmente la política de género universitaria para la igualdad de género se entenderá como: “un instrumento de planificación estratégica que recoge los fundamentos básicos para la transversalización del enfoque de género en el quehacer de la institución universitaria con el fin de garantizar una igualdad y equidad real” (Federación Iberoamericana del Ombudsman, 2014, p. 10) o como:
un instrumento de intervención que recoge un conjunto de objetivos, medidas y acciones, debidamente planificadas, con coherencia interna y que responden a las desigualdades detectadas en el diagnóstico y a los aspectos que se pueden mejorar en la Universidad para integrar la igualdad, por lo tanto se ajustan a la realidad y necesidades de la Universidad en materia de igualdad entre mujeres y hombres. (Instituto Andaluz de la Mujer, 2018, p. 37)
Su principal propósito es que desaparezcan los sesgos de género en la normatividad, la proyección institucional o las acciones articuladas a su visión o misión universitaria. Como herramienta planificadora, la PGU se desarrolla en un ciclo, en una sucesión de etapas (Subirats-Humet, Knoepfel, Corinne y Varone, 2008; Pastor-Albaladejo, 2014), a mediano y largo, plazo enfocadas en incidir, entre otros, en la cultura institucional de género para la igualdad en la comunidad universitaria. El ciclo se entenderá teóricamente como un “tipo ideal” que eventualmente sobrepasa un esquema lineal (Nakamura 1987, citado en Pastor-Albaladejo, 2014), que puede inclusive renovarse o transformarse según la coyuntura de la realidad institucional, ocasionando que una misma política tenga o haya tenido distintos ciclos o momentos en el transcurso de su existencia.
Es común que las PGU para la igualdad empiecen desde cero, dando pequeños grandes pasos desde la transversalización de la perspectiva de género hacia el objetivo más ambicioso que sería impactar las estructuras institucionales. En el camino la PGU se va sedimentando situadamente como herramienta para la transformación de la universidad porque depende de la institución, de la micro - macro región en la que opera, de la realidad particular de cada IES, de sus recursos, de sus antecedentes y hasta de las modificaciones normativas / relacionales que estén dispuestas a asumir.
Un tipo ideal de PGU en este punto sería aquella que proyecte una universidad que incorpora la igualdad de género como un valor sentido, un valor deseable que transcienda un discurso o el cumplimiento de indicadores de calidad, para generar impactos más profundos tanto en las personas como en las distintas esferas institucionales.
Cabe anotar que no todas las acciones o actividades pro igualdad de género en las IES son consideradas PGU, en la medida en que una política se caracteriza por su complejidad, porque obedece a una sucesión de etapas contenidas en un programa de intervención que permanece en el tiempo y que usualmente proviene de un proyecto político construido entre diversos actores (Subirats-Humet et al., 2008). Se anota porque, comúnmente, las universidades que se apropian del tema de género lo hacen inicialmente a través de la creación o desarrollo de protocolos para la atención y prevención de violencias basadas en género en el sistema universitario, protocolos que suelen respaldarse en las leyes que cada país tiene en esa línea. Los protocolos han sido instrumentos útiles para denunciar la violencia de género en varias universidades del mundo, incluidas las colombianas, pero podría decirse que son la “punta del iceberg” en lo que respecta a la igualdad entre hombres y mujeres en el contexto universitario. Los protocolos no son políticas de género universitarias pero pueden constituirlas como parte de un proceso más integral.
Normalmente las IES que dan el salto a las PGU son aquellas que habiendo avanzado en los protocolos desean trabajar a fondo el tema de la igualdad (Torlucci et al., 2019), pues es el impulso que necesitan las universidades para atender cuestiones de género más allá de las denuncias de violencia. Entendiendo las PGU desde las teorías de género, podrían considerarse una herramienta planificadora útil para prevenir los estallidos de violencia hacia las mujeres en las IES, ya que su máximo objetivo es transformar las estructuras desiguales del sistema académico universitario.
Es sabido que las IES como escenario de interacción entre hombres y mujeres también reproduce dinámicas externas de un sistema social que jerarquiza y somete pero, por los rasgos asociados a la academia (entorno científico, neutral, objetivo, intelectual, etc.), se puede ocultar la abierta discriminación hacia las mujeres. La discriminación, el acoso, la violencia hacia ellas se pueden mimetizar en una cultura institucional en donde el orden patriarcal es normalizado. Las universidades son organizaciones, y como tal son espacios “generizados” (Acker, 1990, 1999, 2000), es decir, allí el género no es un elemento neutro, por el contrario hace parte integral de las mismas.
Para Acker (1999, 2000) las organizaciones modernas tienen una “subcultura de género”, sustentada en la premisa de un ideal hegemónico masculino, en el que el buen trabajador es aquel que cumple a cabalidad sus tareas priorizando su vida laboral sobre la vida privada/familiar. Esto se soporta en los sesgos de género que se originan en los estereotipos y roles que culturalmente e históricamente se le ha asignado a hombres y a mujeres, en los que usualmente el hombre se concentra en la producción, en el trabajo, en proveer, mientras que las mujeres se quedan en el ámbito privado, en lo doméstico, asociado a la reproducción y/o cuidado de los otros. La misma autora señaló que el género se reproduce en las organizaciones a través de procesos adecuados a la distinción que en ellas se tiene de lo femenino y lo masculino (Acker, 1990). Las actividades y procesos laborales están permeados de imaginarios sobre el género que se proyectan o evidencian en la interacción humana, en el lenguaje, los símbolos, etc., los cuales representan y reproducen comportamientos que a su vez reforzarán las estructuras genéricas de la organización.
Lo anterior explicaría el porqué, pese a que en varios países del mundo occidental la discriminación explícita hacia las mujeres está prohibida, aún existen códigos de género (Ballarín-Domingo, 2015) en las IES que perpetúan relaciones de poder ancladas en una cultura androcéntrica que mantiene los privilegios para los hombres, y que hacen de la universidad un espacio al que cada vez acuden más mujeres pero que es el menos habitado por ellas. En las Universidades pueden darse situaciones que aluden a:
estructuras sociales e institucionales diseñadas desde una tajante división entre lo masculino y lo femenino, en las que se reproducen las desigualdades por medio de mecanismos menos visibles […] incluso cuando sus estructuras se han planeado sin la intención de generar efectos negativos sobre los individuos que se rigen por la normatividad institucional. (Buquet-Corleto, Copper y Rodríguez-Loredo, 2010, p. 16)
Hipotéticamente, las PGU se crean para modificar dichas estructuras, para que las experiencias de las mujeres en la universidad sean vividas sin discriminación, sin violencias y sean más igualitarias. Este tipo de políticas tienen el sello de la perspectiva de género que facilita visibilizar formas de marginación sistémica hacia las mujeres que en la IES son explícitas o contrariamente no son evidentes, directas o intencionales, como la ceguera de género3, la segregación horizontal4 y vertical u otras formas discriminatorias que generan desigualdad, pudiendo limitar las oportunidades de las profesionales (docentes, investigadoras, empleadas administrativas), llevar a las estudiantes a desertar y/o afectar su bienestar durante su paso por la universidad. Una PGU puede ayudar a “integrar el principio de igualdad entre mujeres y hombres en el funcionamiento de la Universidad, es decir, en la docencia, la investigación y la gestión académica, eliminando posibles desigualdades de género que puedan influir negativamente en el desarrollo de la misma” (Instituto Andaluz de la Mujer, 2018, p. 15).
Además, si se construyen desde la lógica cíclica y funcional de una política pública (Aguilar-Villanueva, 1992) en la que haya una fase para crearla, involucrando a distintos actores con sus respectivos intereses, una fase para implementarla, donde se tracen unas metas y se disponga de unos recursos (financieros, humanos, materiales, etc.) y una fase para evaluarlas, las PGU podrían convertirse en una apuesta que haga frente a las violencias, la discriminación y desigualdad dentro de las IES colombianas y a su vez reflejarían el compromiso de las estas para con la sociedad.
La urgencia de abordar la igualdad de género en las universidades colombianas desde las PGU no debe impedir aprender de la experiencia de otros países que llevan un tiempo mayor en ese proceso. Para citar un ejemplo, en España existe un marco jurídico como la Ley Orgánica 3/2007 que obliga a las universidades a implementar planes de igualdad; proyectos que si bien han mejorado las estadísticas respecto a cupos de mujeres en las carreras de pregrado, aumento en las tasas de graduación femenina, incremento de catedráticas en la planta docente y en las áreas administrativas institucionales, tras casi 15 años de trabajo con los planes de igualdad, se mantienen los desniveles estructurales de fondo en la universidad (Instituto Andaluz de la Mujer, 2018; Pastor-Gosalbez y Acosta-Sarmiento, 2016) que impiden que las mujeres gocen del pleno desarrollo, tanto de su proyecto de vida académico/personal, como del desarrollo sostenible. Entonces resulta inevitable preguntarse ¿por qué persiste la desigualdad de género en las universidades tras tantos años de empeño para erradicarla de lleno en las IES españolas?
Sin ánimo de simplificar la respuesta, ni ahondar en un tema que tiene mucho de largo y ancho, la persistente discriminación por razón de sexo en las universidades puede deberse a la vigencia de un problema mucho más grande: que el modelo científico continúa siendo un modelo masculino (Martínez-Lozano, 2019), y esta es una realidad tan imperiosa que pese a los múltiples esfuerzos de mujeres y personas convencidas de que en la universidad debe haber igualdad, es algo que no se ha podido modificar, a pesar de todos los tipos de programas, políticas y modelos que existen. Con esto no se pretende negar que la desigualdad en las universidades es también un fenómeno multifactorial, relacionado con el marco jurídico de los países, con las políticas públicas para la igualdad, con sus realidades territoriales, con los índices de techos de cristal, de segregación horizontal o vertical a nivel nacional, regional, etc.; inclusive de la misma gobernanza, estructura, cultura, recursos, instrumentos, personal y hasta la buena voluntad que tengan las IES para implementar las PGU.
Claramente, la transformación estructural de todo un sistema universitario no depende únicamente de las PGU pero es un buen inicio. En este orden de ideas, se propone para el caso de Colombia o para otros países Latinoamericanos donde las PGU es un tema emergente, que:
Dichas políticas universitarias se construyan desde el consenso pleno, involucrando el mayor número de actores de la comunidad universitaria, como son el personal administrativo y de servicios, estudiantes, profesorado, representaciones sindicales en el escenario universitario, colectivos feministas, etc., es decir, a todas aquellas personas que desde su lugar en esa comunidad pueda aportar en la elaboración de PGU más integrales.
Fortalecimiento de la gobernanza institucional para que los grupos, oficinas, centros de estudio de género o quienes estén a cargo de las PGU puedan empezar a tomar decisiones de envergadura para la transformación institucional; no limitarse únicamente a realizar investigaciones, socavar datos estadísticos o asesorar (interna o externamente) en temas articulados a la perspectiva de género, sus funciones y poder deberían de ampliarse, porque cuando no se toman decisiones la capacidad de acción se ve limitada.
Debe existir mayor articulación entre la unidad de igualdad (en aquellas universidades donde exista esta figura) con las diferentes áreas de la universidad, incluyendo por supuesto a sus líderes y altos mandos, con el fin de que exista un lenguaje común que facilite la promoción de una cultura organizacional universitaria a favor de la igualdad de género. Una cultura que propicie valores, acciones, decisiones en pro de esta, como un valor sentido y no únicamente como un indicador de gestión de calidad.
La creación e implementación de las PGU deben soportarse en actividades o programas de capacitación, sensibilización, formación frente al género; sin esto, la transversalidad de esta perspectiva y la igualdad se vuelve un intangible. Porque se pueden tener las mejores políticas, los mejores diseños, pero si la comunidad universitaria no se sensibiliza, no se forma, no saben de qué tratan los estudios feministas y la perspectiva de género, tanto la igualdad de género como las mismas PGU van a seguir encontrándose con obstáculos.
Pese a que no les corresponde directamente a las IES, es muy importante que en Colombia exista una directriz clara y directa por parte del Ministerio de Educación Nacional y afines que comprometa a las universidades a crear e implementar PGU para la igualdad, ya que dejarlo a la voluntad política de las IES limita notoriamente su estructuración y establecimiento. Aunado a esto, las universidades tienen el reto de incorporar el valor de la igualdad de género en su “ethos” institucional, para que al momento de desarrollar la PGU ésta encuentre sentido y acogida desde y en la cultura organizacional de la universidad.
Es primordial que la universidad establezca redes y compromisos con otros centros, instituciones educativas, sector público, privado, movimientos sociales, ONG etc., para la excelencia universitaria. Las redes (territoriales, nacionales, internacionales) proporcionan insumos de buenas prácticas de las que se puede aprender, y cuando de PGU se trate, el conocimiento no tenga que derivarse únicamente de ese proceso largo y costoso como es la evaluación de las medidas, sino que se pueda descubrir colectivamente de los aciertos y desaciertos que otras universidades, instituciones o entidades hayan tenido.
Asumiéndolo como un desafío complejo pero no imposible, empezar a involucrar el enfoque interseccional en las PGU, para que en su diagnóstico y diseño se identifiquen los cruces y las nuevas desigualdades que se van produciendo en la realidad material en la que vivimos. La interseccionalidad puede viabilizar la construcción de nuevos indicadores de medición, que tienen que ver en cómo se hace ciencia, pero también en qué tipo de información se produce, qué nuevos resultados arrojan, qué nuevos diagnósticos se obtienen para mejorar la eficiencia y eficacia de las PGU a favor de la igualdad de género en las universidades.
Relacionándolo con el punto anterior, las PGU deberían de ser una oportunidad para que las Universidades revisen cómo están viendo a las mujeres, cómo ven a las personas de distintas etnias, o aquellas que no “encajan” en la “matriz heterosexual” (Butler, 2008). Sería interesante pensar las PGU desde un sentido plural, tanto binario como no binario para que esa herramienta para el cambio recogiera el verdadero sentido de igualdad para todas, todos y todes.
3. Conclusiones
El ingreso de las mujeres a la universidad refleja las paulatinas transformaciones que ha tenido el orden de género en el mundo occidental, tradicionalmente basado en la subordinación femenina. Sin embargo, como es una tarea aún inacabada, la IES se convierte en un espacio que debería educar sujetos coherentes con las nuevas exigencias del milenio y donde, a la par de incrementar el número de mujeres en sus salones de clase, asuma la igualdad de género como una deuda a saldar. La educación universitaria contemporánea tiene el encargo moral de reflejar los ideales de los derechos humanos, de las metas de los ODS y acorde al aumento de estudiantes universitarias debería ser una institución emancipadora para todas y todos.
Por otro lado, no hay que perder de vista el impacto social que tienen las Universidades, puesto que son catapultas para el desarrollo sostenible y actores claves para el cambio; pero para transformar se debe conocer, y es por eso que las Universidades, antes de iniciar cualquier PGU debería de introducirse en la perspectiva de género, institucionalizarla en todas sus áreas, procesos y dinámicas. Se esperaría que movilizando transformaciones internas en la comunidad universitaria, en el modelo pedagógico, etc., las y los futuros profesionales saldrán a la sociedad a generar y a liderar cambios a través de su accionar, impulsando, promocionando o profundizando en temas de igualdad de género.
El reto de las IES colombianas en este momento no es sólo superar las brechas de género, deben reconocerlas y asumirlas como una oportunidad de mejora para la calidad universitaria y para con su ejercicio de responsabilidad social con las regiones donde tienen presencia, con el país en general. Y esto es algo que se puede alcanzar por medio de las PGU, dando cuenta de universidades que le dan un valor distinto al orden social de género y que pone en la agenda una temática que venía siendo algo más del borde que de la centralidad institucional universitaria.