Introducción
El Epítome de Ario Dídimo constituye la exposición más completa, rigurosa y relevante de la ética estoica, ya que presenta toda su problemática en conexión con la exposición de la teoría de las pasiones. Según este compendio, los estoicos definen la pasión (páthos) como “un impulso excesivo y desobediente a la razón electiva, o un movimiento irracional del alma contrario a la naturaleza (todas las pasiones pertenecen a la parte rectora del alma)” (Ar. Did. 10)1. De este modo, Ario Dídimo lleva a cabo una descripción física de las pasiones, según la cual, el dolor es una contracción del alma y el placer una euforia del alma. Dado que el alma es un cuerpo, esta doctrina física resulta fundamental para establecer la definición de las pasiones.
En un primer momento, esta tesis parece dar cuenta del carácter inseparable de las virtudes, lo que permite explicar cómo el sabio puede llamarse con pleno derecho virtuoso en todos sus actos, aunque estos parezcan estar delimitados en cada ocasión por una virtud particular -prudencia (phrónesis), moderación (sophrosýne), valentía (andreía) o justicia (dikaiosýne)-. Ahora bien, si partimos de la arquitectura sistemática de la filosofía estoica, la teoría de la implicación recíproca de las virtudes presenta múltiples ramificaciones. Si las virtudes son inseparables, se debe a que todas ellas son conocimientos o ciencias y que tienen sus teoremas en común, formando un conocimiento único (Ar.Did. 5b5 = LS 61D). Una virtud es un conocimiento y lo propio de un conocimiento es la infalibilidad. Ahora bien, una virtud particular solo puede ser infalible si conoce los teoremas de todas las demás virtudes. La prudencia, en el sentido de virtud cardinal, mantiene una afinidad conceptual con el todo de la virtud, lo que permite al sabio estar libre de caer en las pasiones, al carecer de impulsos excesivos.
En este artículo trataremos de poner de manifiesto la originalidad en la selección y presentación de los argumentos de Ario Dídimo, atendiendo a tres ejes temáticos: la tesis estoica de la carencia y control de las pasiones, la “implicación recíproca” y los “puntos capitales” de las virtudes. Nos proponemos analizar, mediante la selección de algunos textos esenciales del Epítome de Ario Dídimo (5b1, 5b2, 5b5, 5b8, 6e5, 11a), confrontándolos con otros pasajes paralelos de las Vitae philosophorum de Diógenes Laercio (VII 88, 89, 100, 126) y del De virtute morali de Plutarco (440E-441B), los argumentos estoicos que sostienen esta propuesta.
La “carencia de pasiones” (apátheia)
El sabio estoico es el único agente que es “impasible” (apathés) y cuyos estados emocionales son las “buenas emociones” (eupátheiai): “el sabio hace todo de acuerdo con todas las virtudes, ya que toda acción de él es completa, por lo cual no carece de ninguna virtud” (Ar.Did. 5b8). En efecto, conforme a esta teoría, Ario Dídimo mantiene también como principio que el sabio actúa con sensatez y con habilidad dialéctica, ya que no da su asentimiento a una falsa representación (11m), de manera convival y como enamorado (5b9). Para el sabio, la felicidad requiere un control absoluto de las pasiones, pues en las “buenas emociones” se halla un “afecto” desprovisto de la violencia que caracteriza a las páthe. Ahora bien, la apátheia no supone una total indiferencia frente al otro, sino que constituye un escudo protector ante cualquier pasión aciaga que perturbe la felicidad. Por medio de este medio de control integral de las pasiones, útil para lograr la plenitud de la alegría intelectual, los estoicos radicalizan la propuesta aristotélica de preservar el entorno de las pasiones excesivas, tratando de no entristecer a nuestros amigos contándoles nuestras propias penas (Aristóteles, Ethica Nicomachea, IX 11, 1171b6-7; cf.Monteils-Laeng 309-310). La consternación que esto ocasiona no ayuda de ningún modo a aquel del que se siente piedad; por ello Epicteto aconseja escuchar con atención al amigo que sufre una pena, pero no de manera complaciente, es decir, sin que se corresponda a la piedad, pero que tampoco sea totalmente indiferente (cf. Enchiridion, XVI, 1.1-8). En sintonía con esta concepción estoica, Housset afirma:
El ideal de impasibilidad solo puede denunciar la piedad como inútil o peligrosa para el hombre que vive bajo el mando de la razón. [...] Por una parte, su carácter patológico lleva a aquel que la experimenta a estar fuera de sí en un exceso de emotividad, y, por otra, su oscuridad no permite ver cómo salvar al otro de su desgracia. (20)
De ahí que la amistad estoica no exige al otro sufrir por compasión, ya que las pasiones se contagian. Para frenar la expansión patológica, es preciso no dejarse perturbar por las calamidades que padecen otros, pues la causa de la perturbación no es realmente el acontecimiento, sino el juicio que se elabora sobre él. Sin embargo, la apátheia del sabio estoico no debe interpretarse como una manera de ser egoísta e inhumana, sino abierta a compartir la desgracia del otro, pero protegiéndose y controlando las pasiones. Puede, en efecto, sentir compasión por su amigo que sufre, pero sabiendo imitar la piedad sin padecerla, es decir, sin compartir el error de juicio en el que cae el que sufre una pena.
La tesis de la “implicación recíproca” (antakolouthía) de las virtudes
La tesis de la implicación recíproca de las virtudes se sustenta en la definición general de la virtud como “disposición coherente” de un alma “que ha sido hecha para la coherencia de la vida total” (D.L. VII 89 = SVF III 39 y LS 61A)2. Si en la virtud está también la felicidad, ser feliz equivale a vivir “según la virtud” (kat’ aretén) ο “en coherencia” (homologouméno) o, igualmente, en el vivir “según la naturaleza” (katà phýsin), (Ar.Did. 6e1).
Zenón definió la felicidad de este modo: “la felicidad es una suave corriente de la vida”. También Cleantes ha hecho uso de esta definición en sus escritos, así como lo hizo Crisipo y todos sus seguidores3, cuando dicen que la felicidad no es diferente de la vida feliz, aunque dicen que la felicidad ha sido planteada como objetivo, mientras que el fin consiste en alcanzar la felicidad, que es lo mismo que ser feliz. (Ar. Did. 6e5)
Como, para los estoicos, las naturalezas de los hombres son partes de la del universo, alcanzar la felicidad y, por tanto, la virtud, consiste en “vivir en coherencia con la naturaleza, es decir, tanto de acuerdo con su propia naturaleza como con la del universo” (D.L. VII 88). Si la parte solo es parte en tanto que el todo se refleja en ella en cada momento, el todo, que corresponde a la vida del hombre feliz, equivale al acto particular que transcurre en el fluido continuo de la vida, “cuando lleva a cabo todo de acuerdo con la armonía del demon que habita en cada uno de nosotros y la voluntad del administrador del universo4” (D.L. VII 88).
Resaltando el aspecto teorético de las virtudes, Diógenes Laercio (VII 125-126) sostiene la implicación recíproca de las virtudes, debido a que tienen todas en común sus propios teoremas. De hecho, los estoicos consideran las virtudes como conocimientos o ciencias (epistémai) y como artes o aptitudes técnicas (téchnai)5. Para Ario Dídimo (5b1= SVF III 262 y 264, y LS 61H), tanto las cuatro virtudes cardinales - prudencia, moderación, valentía y justicia- como las virtudes que están subordinadas a ellas, son conocimientos. Y, en tanto que conocimiento, la virtud es definida como un “conjunto sistemático” de teoremas o, más exactamente, como “una aprehensión firme e inalterable por la razón” (Ar.Did. 5l = SVF III 112 y LS 42H)6, donde el término “aprehensión” (katálepsis) es utilizado como sinónimo de “teorema” (theórema)7. Así pues, las virtudes tienen sus teoremas en común, y estos teoremas están recíprocamente conectados entre sí formando un todo orgánico o sistema (cf.Brunschwig).
Si las virtudes son inseparables y todas poseen sus teoremas en común, existe una ciencia más general, que constituye a su vez un “conjunto sistemático” del que las diferentes virtudes son sus partes8. Asimismo, como señala Ario Dídimo, para los estoicos “toda virtud es un viviente, puesto que en su esencia ella es idéntica al pensamiento” (5b7 = SVF III 306).
La perfección (teleíosis) implica que la totalidad de las virtudes esté presente, de alguna manera, en cualquier virtud o acción virtuosa particular. Así pues, para los estoicos la perfección conecta con el número y la medida, en conexión con el número y el cumplimiento de las virtudes.
Dicen9 que un acto correcto10 es un deber que contiene en su totalidad todas las partes o, como dijimos anteriormente11, un deber perfecto; un acto equivocado es aquel que se hace en contra de la recta razón, o aquel en el cual algún deber ha sido desatendido por un animal racional12. (Ar.Did. 11a)
Diógenes Laercio expone la concepción estoica de lo bello: “Llaman ‘bello’ al bien perfecto porque contiene todos los números buscados por la naturaleza o la proporción perfecta. Las especies de lo bello son cuatro: lo justo, lo valiente, lo ordenado, lo científico; pues en ellas se cumplen las acciones bellas” (D.L. VII 100). Hay cuatro virtudes que corresponden a las cuatro virtudes cardinales. Las dos últimas virtudes que enuncia Diógenes Laercio corresponden, respectivamente, a la moderación y a la prudencia. Asimismo, a cada una de las virtudes principales, que son las cardinales, está subordinado un número de virtudes secundarias, cuyo listado nos ofrece Ario Dídimo (5b2 = SVF III 264). Pero, si hay un número de virtudes, hay también una multiplicidad y, por tanto, en cierta manera, una diferencia entre ellas. Sin embargo, la teoría de la multiplicidad de las virtudes, que se instaura en el Pórtico como preferente a partir de Crisipo, plantea ciertas confrontaciones, desavenencias o discrepancias entre los diferentes miembros de la propia escuela. Así, por ejemplo, Aristón de Quíos13 se enfrenta explícitamente a la tesis de la pluralidad real de la virtud.
Menedemo de Eretria suprimía no solo la multiplicidad de virtudes, sino también sus diferencias, ya que la virtud es y se vale de muchos nombres. En efecto, se quiere decir lo mismo con “moderación”, “valentía” y “justicia”, tal como ocurre con “mortal” y “hombre”. El mismo Aristón de Quíos también hacía a la virtud sustancialmente una y la denominaba “salud”, pero en su estar dispuesta de algún modo las hacía diferentes y múltiples. Es como si uno quisiera llamar a nuestra vista “blanca” cuando se refiere a cosas blancas y “negra” cuando a cosas negras, o alguna otra cosa de esa índole. (Plutarco, De virtute morali, 440E10440F4 = SVF I 201; LS 61B; trad. de BS 26.23)
Así pues, Aristón defiende la naturaleza sustancialmente “una” de la virtud; sin embargo, admite la existencia “en cierta manera”, “de algún modo” (pós) de diferenciación. Ahora bien, en sentido estricto, esta diferenciación no es verdaderamente una, puesto que es fundamentalmente “extrínseca”, como proponen Long y Sedley (34, n. 2): la diferenciación solo se da en la relación (prós ti) de la virtud con su objeto y desaparece para tomar otra forma tan pronto como el objeto mismo es reemplazado por otro. De hecho, las denominadas múltiples virtudes no son más que “las disposiciones posibles de una virtud única (miâs aretês schéseis)” (Plutarco, De Stoicorum repugnantiis, 1033D3 = SVF I 373) o, según el pasaje que nos transmite Diógenes Laercio, Aristón entendió esta única virtud de una manera más precisa, “según lo dispuesto de algún modo respecto de algo (katà tò prós tí pos échein)” (D.L. VII 161 = SVF I 351; LS 31N; BS 26.22), en este caso su objeto14.
Para Zenón hay una pluralidad diferenciada (katà diaphorás)15 de virtudes, pero no da a conocer de qué naturaleza es esta diferenciación16. Por su parte, Crisipo interpreta la propuesta de Zenón en el sentido de una pluralidad real de virtudes, al afirmar que las virtudes se diferencian cualitativamente, según una cualidad propia, como aquellas de las que son portadores los individuos cualificados.
De este modo, para Crisipo, las virtudes competen al orden cualitativo (katà tò poión), es decir, a la segunda “categoría” de los estoicos, y se diferencian cada una de ellas “por una cualidad propia (idíai poióteti)”.
En cuanto a Crisipo, en cambio, que consideraba que la virtud se constituye debido a una cualidad propia en el individuo cualificado (katà tòn poiòn aretèn idíai poióteti synístasthai), le pasó inadvertido -a pesar de estar despierto- el no habitual e incluso no conocido “enjambre de virtudes (smênos aretôn)” del que habla Platón. (Plutarco, De virtute morali, 441Α11-Β3; trad. de BS 26.23)
Plutarco objeta el modo en que Crisipo describe la unidad de la virtud y le reprocha “llenar la filosofía de muchos y absurdos nombres que eran innecesarios” (441Β9-10). En su crítica de esta interpretación señala que Crisipo produce “un enjambre de virtudes (smênos aretôn)”, retomando la expresión utilizada por Sócrates en el Menón (72a) para describir irónicamente las múltiples virtudes que produce el esclavo cuando afirma que hay tantas virtudes como seres diferentes (hombre, mujer, muchacho, anciano...) o actividades. Para Plutarco, al diferenciar cualitativamente entre sí las virtudes por medio de una cualidad propia, Crisipo produciría al mismo tiempo una multiplicidad potencialmente infinita de virtudes, donde cada virtud constituiría una especie de corolario de una u otra cualidad psíquica: en el hombre valiente la valentía, en el manso la mansedumbre, en el justo la justicia, en el agradecido el agradecimiento, en el grande la grandeza, en el noble la nobleza, etc.
Los “puntos capitales” (kephálaia) de las virtudes
Las virtudes son conocimientos o ciencias y, por ello, se constituyen a partir de cierto número de “teoremas”, “reglas de conducta” o “principios teóricos” (theorémata). Considerados de una manera global, estos teoremas forman lo que podríamos denominar la materia común de las virtudes. Ahora bien, cada virtud posee un ámbito de aplicación particular, específico y propio por el que se diferencia en consecuencia de las otras.
Todas las virtudes, que son conocimientos y técnicas, tienen principios teóricos comunes y el mismo fin, como se ha dicho17, y por esto son inseparables; ya que quien tiene una virtud las tiene todas, y quien actúa según una virtud actúa según todas. Sin embargo, se diferencian unas de otras en sus puntos capitales. (Ar.Did. 5b5 = SVF III 280 y LS 61D)
Así, por ejemplo, el ámbito de la prudencia, en cuanto a sus “puntos capitales” (kephálaia), es: en primer lugar, la teoría y la práctica de lo que hay que hacer y, en segundo lugar, la teoría de lo que se debe distribuir (la justicia), lo que se debe elegir (la moderación) y lo que se debe soportar (la valentía), para llevar a cabo sin fallos lo que hay que hacer. Si las virtudes son inseparables las unas de las otras, ya todas son conocimientos y poseen sus teoremas en común, formando un conocimiento único.
En efecto, la virtud es conocimiento, pero no un conocimiento intelectual, sino también práctico. Cada una de las cuatro virtudes cardinales se diferencia de las otras por sus “puntos capitales” (kephálaia), es decir, por un carácter específico que, de modo prioritario, se aplica a su ámbito propio, lo que constituye, según nos reseña Ario Dídimo, su “punto propio y capital” (ídion kephálaion). A este punto, aplicando la terminología categorial, Crisipo lo denomina “cualidad propia” de una virtud. Ahora bien, una virtud no se agota en la “cualidad propia” que la diferencia, ya que necesita siempre, aunque de manera secundaria, poder tener en cuenta los teoremas que incumben a los otros ámbitos de aplicación de las demás virtudes. Por ello, para definir de manera completa y satisfactoria una virtud es preciso recurrir a las otras virtudes. En efecto, el “punto propio y capital” de cada virtud particular se aborda siguiendo un mismo procedimiento: en primer lugar, es decir, haciendo referencia a lo que trata de una manera prioritaria (proegouménos); y, en segundo lugar, es decir, haciendo referencia a lo que trata de una manera secundaria (katà tòn déuteron lógon).
Si una virtud es un conocimiento y lo propio de un conocimiento es su infalibilidad, una virtud particular solo puede ser infalible si conoce los teoremas de todas las demás virtudes, es decir, es necesario que emplee los teoremas pertenecientes a otros ámbitos de aplicación secundarios. La prudencia, por ejemplo, en cuanto virtud particular, no podría “llevar a cabo sin fallos lo que hay que hacer (hó poietéon)”, es decir, lo que define su ámbito propio de aplicación, si no conociera también la teoría de “lo que se debe distribuir”, “lo que se debe elegir” y “lo que se debe soportar”, es decir, respectivamente, los ámbitos propios de aplicación de la justicia, de la moderación y de la valentía.
En el Epítome (5b5) Ario Dídimo define la prudencia, en cuanto virtud cardinal particular, empleando la misma definición que Crisipo, según el testimonio de Diógenes Laercio, aplica a la virtud general: “el hombre virtuoso conoce la teoría y la práctica de lo que hay que hacer (tôn poietéon).” (D.L. VII 126; cf.Collette-Dučić 256-258). A continuación, Diógenes Laercio especifica lo que incluye particularmente el ámbito de “lo que hay que hacer” (tà poietéa). Se trata, precisamente, de cuatro clases, que corresponden a las cuatro virtudes cardinales: “lo que hay que elegir” (tà hairetéa), “lo que hay que soportar” (tà hypomenetéa), “aquello en lo que hay que permanecer fiel” (tà aponemetéa) y, por último, “lo que hay que distribuir” (tà emmenetéa). De este manera, el ámbito del hombre prudente y, por tanto, de la prudencia, es hacer las cosas “eligiendo bien”; el del valiente y, por tanto, de la valentía, hacer las cosas “soportando”; el del justo y, por tanto, de la justicia, hacer las cosas “distribuyendo”; y, por último, el del moderado y, por tanto, de la moderación, hacer las cosas “permaneciendo fiel” (D.L. VII 126)18. Desde esta perspectiva, la virtud en general -o el todo de la virtud- es un conocimiento único cuyo objeto se especifica bajo la forma de cuatro virtudes particulares. Ahora bien, no es posible poseer una virtud particular sin poseer al mismo tiempo todas las demás, porque cada una de las virtudes tiene como objeto un ámbito particular que le es propio de lo que hay que hacer, y el conocimiento de todo lo que hay que hacer conlleva el conocimiento de todos los ámbitos particulares que les son propios a cada virtud.
Por ejemplo, al final del texto, Diógenes Laercio presenta la definición de la prudencia y de la valentía, dos de las cuatro virtudes cardinales. La prudencia corresponde “a lo que hay que hacer, lo que no hay que hacer y lo que no es ni una cosa ni otra” (D.L. VII 126). Esta definición es similar a la primera definición específica que aporta Ario Dídimo, en sintonía con las propuestas del Pórtico “ortodoxo”, configurado a partir de Crisipo: “Prudencia19 es conocimiento de lo que hay que hacer, de lo que no hay que hacer y de lo que no es ni uno ni otro” (Ar.Did. 5b1). Sin embargo, la segunda definición de Dídimo puede coincidir con la empleada por Aristón, siguiendo probablemente la tradición del Cármides20 de Platón, para designar el conjunto de la virtud21: “o [la prudencia] es un conocimiento de las cosas buenas, de las cosas malas y de las cosas que no son ni una cosa ni otra, propias de un viviente político por naturaleza” (Ar.Did. 5b1).
Para llevarse a cabo, “de una manera infalible” (adiaptótos)22, cada virtud particular implica la totalidad de las demás virtudes. Pero, si se la concibe separadamente de las otras, cada virtud particular constituye, en cierto modo, un “todo”, ya que es el conocimiento de un ámbito particular y propio y posee un conjunto definido de teoremas que se ocupa directamente de ese ámbito. Sin embargo, si se la considera aisladamente de las otras, la virtud no queda suficientemente definida, ya que su cualidad propia no basta para definirla de manera completa. “Todas las virtudes atienden, de hecho, a lo que es propio de todas ellas y a los aspectos que están mutuamente subordinados.” (Ar.Did. 5b5 = SVF III 280 y LS 61D). Por tanto, las virtudes son inseparables y forman juntas un todo del que ellas son las partes. No obstante, ese todo no queda restringido a la suma de sus partes, pues cada parte, en cierto modo, es en sí mismo el todo. Ahora bien, entre las virtudes cardinales, una de ellas, la prudencia, desempeña una función relevante. Si la prudencia se ocupa de lo que hay que hacer23, y si, en términos generales, las virtudes cardinales son ellas mismas partes o especies de lo que hay que hacer, entonces es posible establecer que la virtud cardinal de la prudencia se comporta, en cierto modo, respecto a las otras virtudes, como un todo respecto a sus partes o como un género respecto a sus especies.