Para todos Berlín es el problema de la división. Desde cierto punto de vista es un problema estrictamente político para el cual, no debemos olvidar, existen soluciones también estrictamente políticas. Desde otro punto de vista, es un problema social y económico (y, por lo tanto, político, aunque en un sentido más amplio): en Berlín, dos sistemas, dos estructuras socioeconómicas, se enfrentan la una a la otra. Aun desde otro punto de vista, es un problema metafísico: Berlín no es sólo Berlín, sino también el símbolo de la división del mundo, e incluso más: un “punto universal”, el lugar donde la reflexión sobre la unidad, simultáneamente necesaria e imposible, se impone a todos y a cada uno de los que allí residen, quienes, a su vez, no solo tienen experiencia de un domicilio sino también de la ausencia del mismo. Esto no es todo. Berlín no es solamente un símbolo, sino una ciudad real en la que tienen lugar dramas humanos desconocidos para otras grandes ciudades: la división es un nombre para el desgarramiento. Esto no es todo. Además, Berlín presenta en términos inhabituales el problema de la oposición entre dos culturas al interior de un mismo contexto cultural, de dos lenguajes sin ninguna relación al interior de un mismo lenguaje, y pone en cuestión, de este modo, la seguridad intelectual y la posibilidad de la comunicación que uno se imagina concedidas a hombres que viven en común, debido al hecho de que comparten el mismo idioma y el mismo pasado histórico. Esto no esto todo.
Tratar o interrogar el problema de Berlín como el problema de la división no puede consistir en la enumeración, lo más completa posible, de las diversas formas en las que se da para nuestra comprensión. En tanto que problema de la división, debemos decir que Berlín es un problema indivisible, a tal punto que cuando aislamos provisoriamente -tan sólo para la claridad de la exposición- tal o cual supuesto de la situación “Berlín”, corremos el riesgo de distorsionar no sólo la cuestión en su conjunto sino también este supuesto particular, el cual es imposible de aprehender sin considerarlo por sí mismo.
El problema de la división -de la fractura- que Berlín plantea no sólo a los berlineses, ni siquiera a los alemanes únicamente, sino, creo, a todos los seres reflexivos -y de manera imperiosa, dolorosa yo diría- es un problema que no podemos formular adecuadamente en su realidad completa si no decidimos formularlo fragmentariamente (lo cual, sin embargo, no significa de manera parcial). Dicho de otro modo, cada vez que nos ocurre de estar enfrentados con un problema de esta naturaleza (después de todo, hay otros), debemos recordarnos que hablar de esto de manera justa quiere decir hacerlo de un modo tal que también le esté permitido hablar a la profunda brecha existente entre nuestras palabras y nuestro pensamiento, dejar hablar, por lo tanto, a la imposibilidad en la cual nos encontramos cuando hablamos en términos que procuran ser definitivos. Esto significa: 1) que la omnisciencia, si fuera posible, no sería de utilidad alguna en este caso: la esencia de una tal situación se le escaparía incluso a un Dios que todo lo supiera; 2) que en general no es posible dominar, controlar o abarcar con una sola mirada el problema de la división, y que en éste como en otros casos la visión panorámica no es la más justa; 3) que la elección deliberada de un fragmento no es un retrato escéptico, una renuncia como consecuencia de la fatiga a una síntesis completa (aunque podría ser el caso) sino un método de búsqueda paciente-impaciente, móvil-inmóvil y la afirmación -además- de que el sentido, la integridad del sentido, no es posible encontrarlo inmediatamente ni en nosotros mismos ni en lo que escribimos, sino que éste está aún por llegar, y que al interrogarlo lo consideramos un puro devenir y un puro porvenir de interrogación; 4) esto significa, para concluir, que debemos repetirnos a nosotros mismos: toda palabra en fragmentos, toda reflexión fragmentaria, exige una repetición y una variación infinita.
Me gustaría agregar dos observaciones (fragmentarias). La intensa abstracción política que representa Berlín encontró su expresión más aguda el día que el muro fue construido, el cual es, sin embargo, algo dramáticamente concreto. Hasta el 13 de agosto de 1961, la ausencia de un signo visible de separación -bien antes de este día, la serie de controles regulares e irregulares había inspirado ya premoniciones del avance enigmático de una línea de demarcación- le dio a la partición un carácter y una significación ambigua. ¿Qué es lo que era? ¿Una frontera? Ciertamente; pero era también algo más: algo menos que una frontera en la medida que masas de personas la cruzaban cada día eludiendo los controles; pero también, algo más, porque el hecho de cruzar no significaba el pasaje de un país a otro, de un idioma a otro, sino el pasaje al interior del mismo país y de la misma lengua, de la “verdad” al “error”, del “mal” al “bien”, de la “vida” a la “muerte”, y esto implicaba estar sometido, casi sin saberlo, a una metamorfosis radical (para poder decidir donde se situaban propiamente el “bien” y el “mal”, tan brutalmente opuestos, uno sólo podía abandonarse a una reflexión parcial). La construcción casi instantánea del muro sustituyó a la ambigüedad que aún no se había decidido por la violencia de la separación decidida. Fuera de Alemania se avizoraban, de una manera más o menos superficial, los cambios drásticos que este evento anunciaba no sólo en las relaciones entre humanos sino también en los dominios económico y político. Pero una cosa, yo creo, pasó inadvertida (quizás incluso ante los ojos de la mayoría de los propios alemanes): el hecho de que la realidad de este muro estaba destinada a precipitar la unidad de una gran ciudad llena de vida dentro de la abstracción, una ciudad que, en realidad, no fue ni es -su profunda realidad consiste precisamente en esto mismo- ni una sola ciudad, ni dos ciudades, ni la capital de un país, ni una ciudad importante, ni el centro, ni ninguna otra cosa sino este centro ausente. De esta manera, el muro logró concretar abstractamente la división al hacerla visible y tangible, y nos fuerza así a pensar de ahora en adelante en Berlín, en la unidad misma de su nombre, ya no bajo el signo de una unidad perdida, sino más bien como esta realidad sociológica constituida por dos ciudades absolutamente diferentes.1 El “escándalo” y la importancia del muro se encuentra en ser, en la opresión concreta que representa, esencialmente abstracto y nos recuerda así lo que continuamente olvidamos, a saber, que la abstracción no es ni simplemente una manera de pensar inexacta ni una forma de lenguaje manifiestamente empobrecida, sino que la abstracción es nuestro mundo, el mundo en el cual, día tras día, vivimos y pensamos.
Mientras tanto, disponemos de una considerable cantidad de escritos sobre la situación en Berlín. Estoy sorprendido de constatar que, entre todos estos textos, dos novelas ofrecen, al menos a los no-alemanes, la mejor aproximación a la situación, dos novelas las cuales no son ni políticas ni realistas. No les atribuyo su mérito exclusivamente al talento de Uwe Jonson, sino también a la verdad de la literatura. La dificultad misma y, para decirlo mejor, la imposibilidad del autor para escribir libros en los que la división está puesta en juego (y así la necesidad, para él, de replantearse esta imposibilidad en el escribir y en la escritura); esto es lo que armoniza la operación literaria con la singularidad de “Berlín”, justamente porque este hiato debe dejar abierto un rigor oscuro y nunca relajado entre la realidad y la aprehensión literaria de su sentido. Quizás el lector impaciente o el crítico dirán que en obras de este género la relación con el mundo y con la responsabilidad de la decisión política que le corresponde permanece distante e indirecta. Indirecta, sí. Pero uno debe precisamente preguntarse si para acceder al “mundo” por medio de la palabra y, sobre todo, por medio de la escritura, una vía indirecta no es justamente la correcta, además de ser la más corta.