Introducción
Con el siguiente estudio se pretende realizar un somero recorrido en torno a la significativa traslación de la cruz a la esfera como símbolos de totalidad en Occidente. Esta deriva encuentra su reflejo y se formaliza en las artes, en la medida en que expresan explícitamente el proceso que lleva de un orden orientado a lo trascendente a uno en el que el sujeto se entroniza a sí mismo como sui generis divinidad.1 Se reflexionará, en este sentido, en torno al curso tomado por la estética occidental a lo largo del pasado siglo en lo relativo a cuestiones nucleares tales como el decaimiento de un ordenamiento simbólico, la paulatina y tambaleante formalización de uno nuevo, y la incidencia de este hecho en el sentido condensado en la obra de arte.
Nos situamos a finales del siglo XIX, momento en que un concreto espectro simbólico se desmorona a raíz del colapso derivado del proceso de secularización comenzado en el Barroco o incluso algo antes.2 En lo relativo a este acontecer, parece conveniente reparar en el hecho de que, a raíz de este momento crítico se advierte un salto cualitativo en la producción de símbolos axiales esquemáticos, presentados estéticamente desde su total desnudez.3 Así, la exposición austera de formas elementales como el punto, el círculo, la cruz, etc.,4 sin ornato o adherencia alguna, se acentúa en grado tal que hemos de remontarnos a una fase avanzada del Neolítico para observar un fenómeno semejante -sin que al hacer referencia a este último periodo pueda hablarse de una cronología exacta, teniendo en cuenta que se presenta temporalmente disperso pues, ante todo, denota la consecución de un grado determinado de civilización-.5
Resimbolización en la estética reciente
Una serie de símbolos esquemáticos expuestos de modo masivo relativos a una incipiente comprensión del mundo desde parámetros conceptuales da paso, en el curso que separa el periodo megalítico de aquél que Jaspers (2017) denomina Era axial, a un tejido simbólico-conceptual, en este caso, altamente articulado y desarrollado. Se trata de un curso que en Occidente participará de una orientación trascendente y que, con el auge del cristianismo, encontrará en la cruz su símbolo dominante.6 El presente esquema teológico-político alcanzará en el Barroco7 -ya al abrigo de un catolicismo detalladamente codificado- y bajo la aludida imagen de la cruz, su época de esplendor, al tiempo que de incipiente decadencia mantenida hasta finales del siglo XIX -momento en que, más que de decadencia, es preciso hablar de la evidencia de una pérdida de función de dicha imago mundi dado que el conjunto de aspectos sobre los que se apoyaba quedan despojados de vigor. Hacemos, con esto último, alusión a un sentido histórico-teleológico, a un transcendentalismo aunado a dicho sentido, así como a una Iglesia ahora dañada no tanto en sus cimientos esenciales, que la trascienden, sino en su aparato dogmático-.8
Llevando todo ello al terreno de las manifestaciones estéticas, observamos que en esos comienzos del siglo XX las artes se van a abocar a una infatigable poda tendente a rechazar toda adherencia superpuesta sobre las formas esquemáticas. Desde esta deriva podemos advertir la sustitución masiva de símbolos de orientación trascendental por símbolos vinculados con una cosmovisión inmanente, tales como el círculo, la piedra o aquellos otros que, en general, denotan el ensimismado cierre del tejido eidético.9 Este hecho, por otra parte, se solapa con la preponderancia del vacío como objeto compositivo,10 ofreciéndose con ello una clave esencial relativa a una vía de renovación del imaginario. Dado que se trata de una materia abundantemente estudiada, baste con recordar, en lo que a nuestro ámbito de investigación se refiere y por nombrar ejemplos explícitos al respecto, los trabajos de Moore (figura 1), Fontana, Oteiza, Judd, Serra, etc. El vacío, dicho sintéticamente, articula el par inmanencia-trascendencia por vía negativa.
En un orden próximo de cosas, y retomando lo atrás indicado, a la significativa alteridad entre un plano vertical-trascendente y uno sustancial, encontramos en El origen del mundo (1924), de Brancusi, un modelo explícito que encuentra su acomodo natural en el organicismo y el materialismo que prepara un posterior despertar simbólico (figura 2). En este sentido, trabajos como los de Maria Martins o los de Jean Arp son explícitos en lo referente a estas búsquedas, sin dejar de lado la natural existencia de variantes de sentido opuesto como parte de lo que ha de comprenderse como un proceso sistémico. Esta misma intención de formatividad circular la advertimos, por citar algunos otros ejemplos tomados de diferentes expresiones estéticas, en la música de Scriabin, en la de Scelsi, así como, en el ámbito de la literatura y por ceñirnos a un territorio hispanohablante, en la poesía de Juan Eduardo Cirlot.11
Todavía en el ámbito de las letras, resulta de interés acercarnos, en este mismo sentido, al ideario de Georges Bataille,12 quien hacia mediados de los años treinta creará una revista -además de una sociedad secreta- de nombre Acéphale, vinculada a un retorno a lo no diferenciador, a lo no asimilable mediante categorías. Se celebra, en otras palabras, la prevalencia de lo no sometido a régimen regulador alguno.13 La creencia de Bataille en los cometidos propugnados desde esta sociedad es algo que queda en entredicho, si bien no por ello deja de resultar menos sintomático del fenómeno que vamos comentando, o incluso, justamente por ello, se revela como altamente significativo en tanto que remite al concepto de simulacro. Bataille juega, recordemos, con la idea de llevar a cabo un sacrificio humano, topándonos con ello con la idea de la transferencia simbólica -cuyo mayor exponente en nuestra cultura lo encontramos en la figura de Cristo- en tanto que el sacrificio de un solo sujeto redime -en este caso desde la inversión de valores respecto del modelo de partida- a la colectividad. Simulacro o delirio, el sacrificio, en sentido estricto, no se consumó. Apuntamos, sin entrar en ello, que el concepto de simulacro no necesariamente se identifica con una desacralización estética, sino que puede incluso comprenderse como elemento inherente al rito.
Podemos advertir, prosiguiendo con nuestro discurso, cómo un orden trascendente altamente dañado en sus cimientos a inicios del pasado siglo deja paso a la prevalencia de los dictados del inconsciente.14 Esta traslación se explicita, en lo que atañe al imaginario, desde el aludido rechazo al simbolismo de la cruz, así como desde el acogimiento de una serie de símbolos vinculados a una esfera cerrada sobre sí misma.15 El hasta entonces imperante orden eidético de orientación trascendente,16 queda sustituido por la prevalencia de un fundamento telúrico, sustancial, explorado por la psicología freudiana y, más adelante -instalados en unos estratos más elementales, colectivos e irracionales-, por la psicología arquetípica y sus posteriores proyecciones -si bien, tal como hoy nos parece, todas ellas no dejan de tener por fundamento inercias racionalizadoras en cierto modo enmascaradas-.
Conforme a esta traslación, encontramos que la cruz que sostenía nuestro ordenamiento simbólico -sobre la que éste coagulaba- viene a derrumbarse.17 Orientando todo ello nuevamente hacia el ámbito de la estética, observamos cómo el vector estético dominante desde el Renacimiento, vinculado precisamente con una jerarquía de valores que poco después comenzará a deteriorarse -esto es, vinculado con una concreta noción de verdad, de bien y de belleza-, queda en el siglo XX entregado a tantos perspectivismos como aproximaciones a lo real el sujeto es capaz de comprender, crear o simplemente iluminar. Este hecho, nítidamente definido desde los presupuestos teóricos del cubismo y demás movimientos relativistas orientados a destacar la inoperancia o falsedad de un exclusivo punto de vista, dará paso a una exploración y expresión de lo real -de lo que en un momento u otro tomamos como real- desde un orden sustancial, onírico y arquetípico, es decir, desde todo aquello que, ante todo, engendra. Dicho de otro modo, desde todo aquello que no ofrece cristalizaciones conceptuales pero, sin embargo, las posibilita. El asentamiento de tensiones en un orden sustancial, es sabido, impide antagonismos conceptuales, pero también la definición de un sentido histórico, esto es, de toda noción teleológica. La carga energética de un orden de realidad queda en tales casos acumulada en un estrato telúrico, a la espera de su imprevisible despertar.
El proceso aquí tratado no se va a exponer tan sólo linealmente, aun manteniendo una directriz fundamental -en este caso, la recién mencionada sustitución de la cruz por la esfera-, pues así como la consolidación de una orientación existencial de sentido trascendente convivió en el ámbito occidental por espacio de siglos con reductos más limitados de pervivencia de una cosmovisión inmanente, encontramos recíprocamente en el pasado siglo tendencias opuestas llamadas a dotar de carácter sistémico aquello en apariencia comprendido como irreconciliable. Esto último es, sin ir más lejos, cuanto observamos en los modelos delatores de un monismo trascendental,18 tipología eidética conforme a la que se recompone el imaginario contemporáneo. Esta orientación, en líneas generales, es expuesta desde el ámbito de la estética en todos aquellos objetos o imágenes sustentados tanto sobre su materialidad como sobre su idealidad, tal y como podemos advertir, por destacar un gráfico ejemplo, en la obra plástica de Tony Cragg (figura 3), refiriéndonos con ello a los trabajos pertenecientes a su periodo de madurez.19
Llegados a este punto, cabe comprender que la suplantación de un orden eidético por uno sustancial viene, ante todo, a exponer la falta de articulaciones capaces, en un momento dado, de aunar las aparentemente contradictorias aproximaciones a lo que comprendemos como lo real. La nivelación por lo bajo se presenta, visto con perspectiva, como estado natural de todo periodo inicial de renovación de ideas. Si, por una parte, con este giro hacia lo sustantivo nos situamos en la base de un concreto ordenamiento, esto es, en un estrato en que los sedimentos culturales se ven reducidos a su expresión elemental, a su vez sólo desde este necesario grado cero es posible recomponer desde la raíz una imagen del mundo óptima para canalizar tensiones inherentes.
El estado actual
A lo largo del pasado siglo el sujeto se vio fundamentalmente abocado a participar de niveles en alto grado asimbólicos de existencia, en el sentido de relativos a intuiciones de lo real esquivas a incorporarse a definidas y amplias estructuras eidéticas. Advertido todo ello desde el ámbito de la estética, cabe entender que la convivencia de perspectivas permitió un enriquecimiento de orientaciones proyectadas desde distintos órdenes de la realidad, pero a cambio una imago mundi, para bien o para mal, quedó imposibilitada. Todo ello no derivó en una verdadera cohesión y aceptación de las distintas participaciones de lo real, pues la dominante no dejó de recaer en un componente de indiferenciación. El lazo entre las pluralidades quedó establecido sobre la base de una común organicidad, pero no sobre la de un fenómeno de óptima integración de diferencias conceptuales.
Tras un momento de recomposición y ablución de sentidos de realidad fermentan hoy brotes simbólicos ajustados a nuevas redefiniciones del par inmanencia/trascendencia. Todo ello nos pone frente a frente con un renovado monismo-trascendente. Conviene, ante de concluir, recalcar nuestra comprensión de que todo ordenamiento humano, a poco que se autorregula, deriva en una progresiva estratificación de idealidades. En este aspecto, así mismo, recordamos que si bien una carencia de valores objetivados hunde al individuo en estratos aptos para el surgimiento de todo tipo de propuestas pero no para la consolidación de nuevos sentidos, una hipertrofia de estos últimos, necesariamente, incorpora un principio de enajenación resultante de un exceso de tensiones no articuladas -esto es, incorpora un principio de decadencia-. Todo este curso, según hemos visto, queda evidenciado desde la actividad estética.
Podemos decir, a modo de corolario, que en el arte, como en la vida, un estado de correcta articulación y cohesión se genera en relación con nociones y realidades divergentes si bien conceptualmente integradas, y no ya conforme a su homogeneidad o identidad elemental -siendo precisamente en estos casos cuando lo fragmentado y fragmentario ejerce su prevalencia-. Más allá de ello, y esto resulta algo evidente, la recomposición de un orden simbólico genera en el sujeto tanta ansiedad como expectativas, condición natural del sujeto y, por derivación, de la experiencia estética.