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Revista Colombiana de Antropología
Print version ISSN 0486-6525
Rev. colomb. antropol. vol.52 no.1 Bogotá Jan. 2016
Etnogénesis, desindigenización y campesinismos. Apuntes para una reflexión teórica del cambio cultural y las relaciones interculturales del pasado
Ethnogenesis, De indigenization, and Peasantries: Notes for a Theoretical Reflection on Cultural Change and Intercultural Relations in the Past
Vladimir Montaña Mestizo
Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Colombia
http://vladimirmontana.wix.com/montana
Recibido: 1.° de noviembre del 2015 Aprobado: 16 de mayo del 2016
Resumen
El presente texto explora la interculturalidad y el cambio social en los siglos XVIII y XIX y arguye sobre la importancia de una perspectiva histórica/intercultural al abordar la configuración de las ruralidades contemporáneas. Examina la conexión entre dos representaciones sociales (rurales) normalmente tenidas como referentes identitarios excluyentes: lo indio y lo campesino, cuyas fricciones determinan las variables del cambio sociocultural. El artículo mostrará cómo ciertos esencialismos estatales, académicos y comunitarios, soslayan fenómenos tales como el cambio social, la polisemia en los regímenes de representación, la superposición de identidades y la importancia de las relaciones interculturales en este contexto.
Palabras clave: etnogénesis, desindigenización, campesinado, mestizaje, regímenes de representación.
Abstract
This paper is an exploration of intercultural relationships and social change in the 18th and 19th centuries in Colombia. It approaches two social phenomena that have been generally conceived as inversely proportional: processes of "de indigenization" and the configuration of the Colombian peasantry. This unilinear link invokes an evolutionist interpretation, which has not only prevented an accurate reading of historic intercultural relationships but has also influenced certain contemporary identity dynamics. Essentialisms, from the government, academia and/or communities, overlook the effects of phenomena such as social change, the polysemy of representation regimes, or the overlap of identities.
Keywords: ethnogenesis, de indigenization, peasantry, miscegenation, regimes of representation.
Introducción
Hoy en día no se pone en duda la existencia de un sector de la sociedad denominado "campesino", que vamos a definir, para efectos de una interpretación histórica intercultural, como la población rural que no reivindica una identidad étnica. Para este análisis nos tomamos "el atrevimiento" de situarnos fuera del contexto de las clases sociales, en tanto consideramos que "lo campesino" no siempre ha existido, sino que es un resultado de la modernización de los contextos y de los discursos rurales1. Vamos a decir que en los siglos XVIII y XIX ni la dicotomía ciudad/campo ni la sociedad de clases tenían el carácter estructurante y estructural que se evidencia en las sociedades contemporáneas. Al respecto diría Bejarano (1983):
en cuanto a los campesinos, estos simplemente no existen, existen ciertamente los indígenas, los esclavos, los encomenderos y los terratenientes, es decir, explotadores y explotados por la vía de las instituciones, pero no los hacendados, los trabajadores libres ni los pequeños propietarios, cuya evolución, de nuevo, se sitúa por fuera de las instituciones. (253)
Es por ello que quizá, para empezar, lo más adecuado sea hablar de poblaciones rurales "no indias". El mundo rural del pasado estaría conformado en efecto por un crisol de indios y diversas poblaciones "libres", quienes en cada contexto adquirían una supremacía local que hace relativos los a priori que colocan automáticamente al indio en el lugar del dominado y al no indio en el lugar del ethos dominante. La población "no india", de hecho, estaba constituida por diversas formas de subalternidad y no solo representaba construcciones de hegemonía. Tal como lo observa Mallon (2003), el mundo rural del siglo XIX bien pudo estar conformado por "hegemonías comunitarias", "intelectuales locales", "liberalismos comunitarios" o "nacionalismos populares", que muestran los constantes procesos de apropiación y resignificación de unos proyectos hegemónicos que distan mucho de ser monolíticos y consensuados, tanto en el tiempo como en el espacio2. El presente texto explora teóricamente la pertinencia de asumir una perspectiva intercultural frente al cambio social en los siglos XVIII y XIX. Justifica la existencia de un enfoque alternativo al vínculo hegemonía/ subalternidad como única explicación del cambio sociocultural. Creemos que la transfiguración y las relaciones centro periferia no explican toda la complejidad del vínculo entre "nosotros" y los "otros".
Por lo anterior, este documento no constituye de ninguna manera el resultado de un estudio de caso geográficamente situado; su objetivo no es determinar "el origen" del campesinado en tal o cual parte, sino examinar los diferentes enfoques y metodologías que han analizado (o que podrían ayudar a analizar) la problemática del cambio de representaciones y de las movilizaciones identita rias al fragor de las relaciones interculturales del pasado. Los casos específicos -brevemente descritos aquí- corresponden a las investigaciones de los autores tratados; por ello, si bien el texto pareciera enfocarse en el caso del altiplano central colombiano, esto se debe a que esta región albergó la mayor parte de la población indígena de Colombia hasta principios del siglo XIX (Arrubla y Urrutia 1970) y, por lo tanto, configuró un acervo de información documental que pudo haber atraído a los investigadores. El presente documento constituye, en consecuencia, un artículo de vocación teórica y por ello se permite hacer transiciones espaciales que responden a propósitos estrictamente comparativos. Se divide en dos partes. La primera aborda el cambio social y el "surgimiento" del campesinado a partir del examen de cinco interpretaciones teóricas. La segunda reflexiona sobre las posibilidades metodológicas de encarar el cambio social desde una historia intercultural.
La teoría americanista y el origen del campesinado
A continuación analizaremos el cambio social desde cinco interpretaciones teóricas, preguntando específicamente por un hipotético "surgimiento" del campesinado. Así pues, frente a la demografía histórica, al estructural funcionalismo, a la ecología cultural, al materialismo histórico y a la sociología rural, interrogaremos si en efecto ellas consideran que al campesinado cabe aplicarle un análisis fenomenológico y preguntarse por las condiciones de su surgimiento. ¿Cuándo se comenzó a hablar de "campesinos", según los expertos? ¿Por qué se generó aquel cambio sociocultural, de acuerdo con ellos? ¿Bajo qué circunstancias se relacionan el mundo de las identidades y el de las relaciones sociales, a partir de lo que cada uno sostiene? El interés por abordar esa problemática, la opinión experta a propósito de un fenómeno social (el origen del campesinado), no es soslayable si se piensa que con frecuencia las representaciones sociales del presente (llámense categorías o conceptos) son llevadas al pasado -y al futuro-, lo que genera todo tipo de determinismos. Hoy en día, en medio de los intensos procesos de afirmación identitaria, de etnogénesis y de aquellas movilizaciones referenciales fraguadas al calor de la nación multicultural de 1991, así como de los efectos derivados del giro cultural sobre la epistemología antropológica, la pregunta acerca de cómo han (re)construido los académicos sus propios discursos a propósito del cambio sociocultural resulta un asunto -a nuestro juicio- bastante pertinente.
Vamos a partir diciendo que, en términos generales, las ciencias sociales americanistas parecen haber observado el "origen" del campesinado como un hecho relativamente cierto; esto es: definitivamente hubo un momento o una época en que el mundo rural presenció el advenimiento de una nueva forma de organización social que permitió superar -de cierta manera- el modelo social instaurado por el proyecto colonial español. Esta posición ha carecido de una perspectiva que analice la operación historiográfica (Ricur 2000) de aquella categoría y que la tenga como un objeto de estudio en sí misma. Es así como el "origen" del campesinado ha sido generalmente observado bajo los determinismos históricos del marxismo y del liberalismo, que delimitan el cambio social en un sentido unidireccional, y con ello ubican lo campesino como el estadio intermedio -rural- de los procesos de conformación de sociedades de clases. Cronológicamente al campesino se lo observa como una etapa "posterior", producto de las relaciones interculturales.
Interpretación racial demográfica
Como primera medida tenemos los estudios demográficos que generalmente han estado fundamentados en encuestas raciales, cuya aplicación, más allá de los tiempos de los "primeros contactos", ha sido responsable de la construcción de visiones "racialistas" (véase Todorov 1989, 114 116) del cambio social. La escuela demográfica de Berkeley, principalmente representada por Woodrow Borah y Sherburne Cook a mediados del siglo XX, habría avanzado enormemente en la construcción de una metodología capaz de encarar el cálculo de la población amerindia durante los primeros días de la Colonia, con el propósito de aproximarse a la deducción de la dimensión demográfica de las sociedades precolombinas. Con el establecimiento de unas llamadas cuentas de contenido demográfico indirecto, particularmente a través de los libros fiscales de exacción a los indios, desarrollaron un método de análisis con el cual fue posible tener un estimado del padrón demográfico indígena en el momento de la llegada de los españoles. Pero al lado de esta metodología -sincrónica en todo caso-, los demógrafos de Berkeley propondrían igualmente un cálculo diacrónico que calculaba unos coeficientes temporales de transformación de la población. En esencia, la idea era comparar los cálculos fiscales de épocas diferentes; es decir, las mencionadas cuentas de contenido demográfico indirecto, y con ello estimar en el tiempo las variaciones demográficas. En términos generales este ejercicio llevó a la construcción conceptual de un fenómeno que reflejaría un vertiginoso descenso de la población representada como indígena. El análisis intentaría demostrar, para el caso concreto del Valle de México, la realidad de un holocausto poblacional llamado catástrofe demográfica indígena (Borah y Cook 1960).
Pero ¿es posible, acaso, contemplar a las sociedades indígenas (coloniales) del siglo XVIII bajo los mismos referentes que se tienen para observar las poblaciones en tiempos de la primera invasión en el siglo XVI? ¿La noción de raza, para el caso, era la misma en el Renacimiento tardío en comparación con la Ilustración, o incluso con la noción racial del siglo XIX derivada del desarrollo de la genética y en particular de la obra de Gregorio Mendel? Situados en el siglo XVIII, por ejemplo, cuando las condiciones políticas y militares se habrían estabilizado en ciertas regiones del circuito colonial, resulta plausible que las tasas de mortalidad indígena se hubieran reducido, entre otros factores, debido a la movilización y la superposición identitaria. La raza, antes de la Ilustración, era fundamentalmente un referente de filiación patrilineal; antes de la genética, la raza era un viaducto de la identidad y un artilugio de la representación.
¿Cuál es el lugar de enunciación de los discursos demográficos que justifican la ahistoricidad de los conceptos raciales? ¿Puede en ese sentido, a través de una visión de larga duración, hablarse de "extinción" (de una raza), de una población, sin suponer que -en los largos plazos- necesariamente debieron haberse construido estrategias de adaptación y resistencia, que habrían obligado a la constante reconfiguración de los regímenes de representación y de identidad? Y es que, en el largo plazo, conceptos tales como catástrofe demográfica indígena (Borah y Cook 1960) o recuperación demográfica indígena (Sánchez Albornoz 1974, 90) invocan ciertamente un racialismo que impide reconocer las dinámicas inherentes al cambio sociocultural. La raza no es una categoría social ahistórica. Resulta pues muy factible que el método demográfico clásico no soporte un examen posestructural, siendo que no tiene en cuenta la existencia de los factores discursivos referentes a los regímenes de representación que intervienen sobre las cuentas institucionales. Resulta entonces que mientras algunos estudiosos como Hannafor (1996) o Banton (1983) han insistido en la mutación histórica de la noción de raza, los métodos cuantitativos parecieran continuar analizando el problema de manera sincrónica asumiendo únicamente los conceptos raciales del siglo XX. La "raza" en la Inquisición, en tanto concepto místico fundamentalmente patrilineal, no es de ninguna manera la misma noción de raza despertada por la biología transformista del siglo XVIII, o por el evolucionismo del siglo XIX.
Una opinión desde lo institucional
Una perspectiva alternativa a la visión racialista del cambio vendría desde la antropología histórica, paradójicamente por medio de otra egresada de Berkeley. A partir de una investigación de corte estructural funcionalista, desarrollada durante los años sesenta, la antropóloga estadounidense Sylvia Broadbent publicó un artículo titulado "The Formation of Peasant Society in Central Colombia" (1981), que puso de relieve aquellos aspectos de la política administrativa de la Independencia que -a su parecer- influyeron en la transformación de las poblaciones agrarias coloniales. Broadbent daba mucha importancia a los efectos derivados del Decreto del 6 de marzo de 1832, por medio del cual la nueva nación aboliría el tributo indígena. Es así como, en su concepto, el colapso de dichas tasaciones bien pudo haber desencadenado la desestructuración funcional de las unidades sociopolíticas denominadas "indígenas" (Broadbent 1981, 265 266). Para Broadbent era clara la función orgánica de los tributos dentro del funcionamiento del régimen colonial español, que era una herencia de las estrategias de redistribución y prestigio social de las sociedades prehispánicas. La refuncionalización de las formas prehispánicas de organización sociopolítica habrían sido de hecho muchas veces apropiadas por el régimen colonial, y fue así como los caciques y demás jerarquías consuetudinarias continuaron desempeñando su papel en la redistribución, solo que esta vez a las órdenes del monarca español.
Pero en aquel año de 1832 los tributos indígenas ya no generaban una mayor injerencia en el PIB (Kalmanovitz 2006). De hecho, una décadas antes, a mediados del siglo XVIII, el visitador Verdugo y Oquendo, con quien se iniciaría la extinción de pueblos de indios, consideró que con respecto a los indios "las personas blancas" podrían generar una mayor rentabilidad fiscal a través del pago de primicias, diezmos y alcabalas, dado que los tributos indígenas apenas se pagaban en camisetas, alpargatas, mantas, lienzos, cobijones que no se podían vender ni aun en la tercera parte de su valor (Verdugo 1963, 155 156).
Sylvia Broadbent, en su particularismo histórico, estaba igualmente ligada a esa historia de los acontecimientos denunciada desde los tiempos de los Anales y consideró que el declive de los pueblos indígenas, así como la generalización de unas sociedades rurales "campesinas", bien podría tener una fecha concreta: 1832. El decreto de eliminación de los tributos de indígenas tendría de hecho varios efectos colaterales: por un lado, eliminaría la función de las encuestas étnicas por parte del Estado (colonial) y, por otro, eliminaría una de las funciones principales de los caciques y capitanes. Dicha argumentación sostiene que la desaparición del tributo implicó la desfuncionalización de los fundamentos ma trilineales de filiación y herencia conservados desde tiempos precolombinos. Así pues, al menos en términos documentales, "pocos años después de 1832 los curas habrían parado de documentar las filiaciones de los indios" (Broadbent 1981, 268). Los indígenas, desde este punto de vista, habrían de perder su capacidad de reproducción social (en tanto indígenas) porque el mencionado decreto eliminaba, justamente, los efectos prácticos de dicho sistema, y específicamente el principio de acumulación y redistribución, fundamento de las sociedades segmentadas, como se supone lo eran las poblaciones del altiplano central colombiano.
Vale destacar en este punto que Broadbent desarrolló sus investigaciones en los archivos parroquiales de la sabana de Bogotá, los cuales tuvieron una transformación sustancial en el mencionado año al "desaparecer" del registro público toda la información pertinente a las filiaciones indígenas. Pero ¿eliminar el registro documental implicó necesariamente la desaparición de los atributos consuetudinarios de la filiación? En este punto surgen preguntas como, por ejemplo, si las prácticas de herencia matrilineal fueron ilegalizadas, o si los indígenas adquirieron de sopetón (lo que no parece posible) un sistema de filiación patrilineal como Broadbent lo sugiere (1981, 268). Con la desaparición de la memoria archivada a propósito de la filiación, Broadbent parece suponer que la desaparición de los registros de filiación implicó la desaparición de las unidades tradicionales de residencia (partes y capitanías). Quizá estaríamos hablando más de una invisibilización.
El interesante aporte de Sylvia Broadbent comprende tres dimensiones analíticas: 1) se vincula a una historia de los acontecimientos, que se desentiende de una perspectiva de larga duración de los procesos de cambio cultural y, en este sentido, el decreto de 1832 sería una fecha fundacional; 2) asume una perspectiva etnohistórica ligada al particularismo histórico norteamericano, y con ello asume las problemáticas del cambio social desde unos procesos difusionistas; 3) otorga gran importancia a los conceptos de orden e interdependencia, lo cual nos recuerda, en muchos casos, los principios fundamentales del funcionalismo norteamericano. Al respecto, y atendiendo a lo anterior, diremos con Elias ([1970] 2008) que: "contentarse con teorías que atribuyen como mucho a los cambios sociales el papel de fenómenos perturbadores supone privarse de cualquier posibilidad de poner en un contacto más estrecho la teoría y la praxis" (136 137), justamente porque el estado de la sociedad no es la estabilidad sino el movimiento.
El cambio social frente a la ecología política de los Andes centrales
Otra explicación sobre el "origen" del campesinado fue expuesta por Katherin Spalding, también norteamericana, a propósito de las sociedades de los Andes centrales. Formada en la universidad de Berkeley -al igual que Sylvia Broad bent-, y discípula de Woodrow Borah, Spalding (1974) se alejó de una aproximación particularista y asumió una escala suprarregional. Ligada más que todo a la ecología cultural de John Murra, Spalding propone (al igual que Broadbent) que la redistribución económica estimulaba las relaciones sociales y políticas en el mundo precolombino. Al trabajar en el universo de los Andes centrales, Spalding debió, empero, alejarse de aproximaciones muy localizadas, y asumió una lectura amplia del territorio desde el punto de vista de las relaciones políticas y de su vínculo con el medio ambiente; de allí su proximidad con la obra de Murra. Considera ella que tanto los pueblos subordinados por el Tahuantinsuyo como por la Corona española tenían muchas cosas en común, especialmente, en cuanto a los mecanismos de dominación y subordinación; en este punto coincide con Broadbent. Spalding propuso, sin embargo, que la indianidad (si de definirla se tratase) es resultado de la conjunción de procesos políticos macrorregionales puestos en marcha con anterioridad a la invasión española. La organización ndígena de las poblaciones indígenas es, a su juicio, consustancial a una subordinación política inca que permitía -empero- el beneficio de ciertos niveles de autonomía. Según lo anterior, la desarticulación de la "indianidad" sería consustancial al colapso del modelo de la ecología política andina.
Spalding propuso examinar el cambio y la desarticulación de la categoría social india en virtud de la deslegitimación de las élites locales, sobre las cuales reposaba la estructuración de la política interregional. Otorgando mucha importancia al cuadro coercitivo de las unidades de residencia local, los ayllus, allí mismo situó el fundamento de la articulación o desarticulación del mundo indiano y la configuración del ethos campesino. Con todo, atribuyó una importancia significativa al papel de las élites (y por tanto, al igual que Broadbent) a su desarticulación en virtud de su desfuncionalización. Los kurakas, en tanto jefes políticos locales, tenían una importancia más allá del plano local y su desfuncio nalización implicaría el colapso de las sociedades indígenas en tanto entidades políticas dotadas de un cierto nivel de autonomía. En este contexto, Spalding propuso un lugar fundacional (al igual que Broadbent lo había hecho con la ley del 6 de marzo de 1832): la rebelión de Túpac Amaru (1780 1782); sugirió, a partir de allí, que el Estado español, al desatar una política sistemática de desarticulación de los ayllus, aislaba las localidades y con ello ponía fin al sistema de la micro verticalidad andina; es decir, a todo aquello que marcaba el universo práctico del ethos indio en los Andes centrales de Sudamérica. La inutilización política de las élites luego de la revuelta llevaría a la decapitación de las sociedades indígenas y con ello a su estandarización dentro del naciente mundo rural, a la base, diría Spalding. Sin élites no habría más esa autonomía que proporciona la estructuración social interna (Spalding 1974, 192).
Entre los varios aspectos de la obra de Spalding vale resaltar su concepción de clases sociales y, particularmente, del fenómeno de las clases como un reactivo inherente a las sociedades contemporáneas. De hecho, la historiadora considera que la noción contemporánea de pobreza (ligada especialmente al indio) era el componente de una relación dialéctica fundamentalmente inimaginable en tiempos anteriores a la rebelión de Túpac Amaru. Según esto, los movimientos -digamos premodernos- de contestación social no tenían reivindicaciones de clase al incluir en su interior gentes de diferentes orígenes sociales, es decir, tanto indios de la élite como indios del pueblo (Spalding 1974, 145). En este punto resaltamos dos aspectos singularmente interesantes: 1) las clases sociales dentro de las sociedades indígenas son un componente del proyecto colonial y su eliminación implicaría emplear otro tipo de reflexión; y 2) no es posible analizar los procesos del cambio social desde perspectivas muy localizadas, y es entonces necesario ampliar las escalas de análisis.
Aportes desde el materialismo histórico
Tenemos una cuarta vertiente en la explicación de los procesos de formación de las sociedades rurales contemporáneas. Desde su materialismo histórico, Orlando Fals Borda ([1957] 2006, 1961, 1981) ha considerado que las claves del cambio social y, particularmente, de la "campesinización" de las sociedades indígenas, se pueden rastrear en clave de la extinción de las instituciones coloniales y en la transformación de los dominios de uso colectivo en unidades de propiedad y de dominio exclusivo. Refiriéndose básicamente al impacto de la liber alización de los medios de producción, y sintonizándose con las tesis de la Revolución Agrícola (en los términos que lo planteara Marc Bloch [1930]), Fals Borda sugiere que la disolución de los resguardos se realizó a partir de un proceso liberalizante que se inició, casi que paralelamente que en Europa, a mediados del siglo XVIII y principalmente con la expedición de la cédula real de 1754. A continuación, en una recapitulación de decretos (y contradecretos), muestra los altibajos de un proceso que tardaría más de un siglo en agudizarse, lo que es una de las características fundamentales de la historia rural colombiana. Fals Borda retiene entonces los decretos y normas que, desde 1810 pasando por 1821, 1832, 1834 y 1843, condujeron finalmente al éxtasis del radicalismo liberal (1853 1886), cuando de manera generalizada -para el caso del altiplano central colombiano- se determinó la eliminación de todas las formas de uso colectivo así como los bienes de manos muertas (de la Iglesia). Este cúmulo de reformas -señaló- tuvo sin embargo un impacto relativo en razón de las contrarreformas de la hegemonía conservadora subsiguiente (1886 1930), que instauraron nuevamente algunas de estas instituciones coloniales.
Bajo esta premisa, muy vinculada a la concepción de la revolución de los alambres desarrollada por las academias inglesa y francesa de principios del siglo XX, Fals Borda propuso la dinamización de un fenómeno al que llamó formación estructural de grupos ecológicos, en cuyo marco planteó que dicha liberaliza ción sería heterogénea en el espacio. De esta manera, en algunas localidades, los grupos -a los que Fals Borda designa como "blancos"- habrían quedado con el dominio exclusivo (léase propiedad) de las mejores tierras; esto es, los valles y demás zonas de alta productividad o las más cercanas a las vías principales, mientras que las poblaciones restantes, los indios (o sus herederos) quedarían ubicados en las montañas escarpadas y en lugares inaccesibles para la época.
Entre las consecuencias de esta dinámica, Fals ([1957] 2006, cap. 4) sugiere la consolidación de unas pequeñas unidades de producción llamadas minifundios, que para el momento de sus pesquisas (años cincuenta y sesenta), aún configuraban la característica primordial (económica y paisajística) del centro del país. La constitución (y paradójicamente la pervivencia) de estas unidades de residencia y de consumo -supone- es una de las consecuencias visibles de los procesos de liberalización de tierras de uso comunal y, por tanto, el contexto natural de las formaciones sociales "campesinas".
Más allá de la reflexión jurídica y de sus efectos políticos, Fals Borda realizó igualmente un estudio de caso inédito sobre los efectos de cambio cultural que bien pudieron haber generado los mencionados procesos de individualización territorial. Situado en la documentación de lo que fuera un pueblo de indios (Chocontá), intentó reconstruir la aplicación (ocurrida en 1839) de la Ley 11 de octubre de 1821, mediante la cual el Congreso de la República pretendió acabar con los resguardos indígenas (Fals 1961, 120). Empero, más allá de una historia territorial o inmobiliaria, advierte unos efectos antropológicos concomitantes y específicamente unas consecuencias derivadas de la transformación de las formas de herencia consuetudinarias. Deja entrever este texto que entre las repercusiones más contundentes de la eliminación de los resguardos, más incluso que las repercusiones sobre las economías domésticas, bien debe tenerse en cuenta el relegamiento de unas pautas matrilineales y la universalización de otras patrilineales. El móvil no sería el control político, sino la herencia de los medios de producción. Individualizada pues la tierra, los regímenes de transmisión de dominio habrían de sufrir una estocada fulminante. Esta aproximación nos permite sugerir (sin que Fals Borda lo señalara de manera directa) que -en teoría-, luego de 1839, el modelo de familia nuclear comenzaría a instaurarse como fundamento de la vida social, de manera diferenciada al sistema de asentamientos locales matrilineales llamados partes y capitanías en tiempos coloniales.
Con la liberalización de los resguardos, sugieren Fals Borda y algunos de sus colegas (Fajardo 1976, 1981a, 1981b; González 1970; Villegas 1977), se "liberarían" las fuerzas de trabajo cautivas bajo el régimen colonial y así se daría comienzo a nuevas formas de explotación de la mano de obra recontextualizadas por la legalización de la migración interna. Los indios, recordemos, eran unos tributarios cautivos en sus resguardos. A partir de allí, los indígenas, o mejor los "exindígenas", constituirían una masa de nuevos trabajadores rurales "libres" que deambularían como cosecheros itinerantes y colonos3. Esta tesis habría de fundamentar otra explicación de las ruralidades colombianas: la liberalización de las fuerzas de trabajo posibilitarían unos procesos migratorios "campesinos", de gentes libres de tributo y de la territorialidad matrilineal, quienes descenderían desde lo alto de la cordillera hacia los valles interandinos y el piedemonte oriental. La movilización identitaria bien pudiera estar entonces fundada en estas movilizaciones en el espacio, que ciertamente eran ilegales en el periodo colonial. Así pues, ya fuera a través de procesos de migración espontánea, o a causa de la atracción generada por las incipientes unidades de producción agraria y, en particular, aquellas del boom tabacalero del valle del Magdalena a mediados del siglo XIX, el cambio social estaría regulado por dinámicas interregionales vinculadas al surgimiento capitalista. Esta tesis despertó controversias, fundamentalmente por Bejarano (1983), quien desde una perspectiva gramsciana, cercana a Thompson y a los estudios subalternos, criticó el abuso del que son objeto las fuentes institucionales, señalando cómo se ha conducido a la superlativización de un fenómeno económico menor en una época de marcado "precapitalismo".
El lado fuerte de la visión del materialismo histórico sobre el "origen" del campesinado se construye frente a la tesis de un surgimiento lento de la hacienda, en principio desvinculada del sistema de la economía mundo y contraria a lo que ocurría en otros puntos de la América hispana. Son notables en este sentido los trabajos de Fals Borda ([1979] 2002), Meisel (1980) y Tovar Pinzón (1975, 1980). El seguimiento del asunto es mucho más precario para el caso del siglo XIX que para el siglo XVIII, no solo por el decrecimiento económico causado por las guerras que comenzaran con la propia independencia (Kalmanovitz 1982), sino por la reconfiguración de un Estado republicano y que en un principio resultaba fundamentalmente cosmético. Aun así, Fajardo (1981b), en un ensayo titulado El Estado y la formación del campesinado en el siglo XIX, elabora un balance de lo dicho por el materialismo histórico colombiano hasta la fecha, y observa cómo la gran mayoría de los trabajos historiográficos recientes que hacen referencia a las transformaciones económicas y políticas ocurridas a mediados del siglo XIX tiende a interpretar los cambios propiciados en la estructura agraria -en la tenencia y explotación de las tierras- y en la esfera política como reformas producidas por el ascenso de un nuevo conjunto de clases al poder. (17)
Esta posición sería contestada en los años ochenta, entre otros, por Ocampo (1984) y Bejarano (1983). Pero, ¿podrían en tiempos pasados, antes de la hegemonía del café, generarse verdaderos circuitos económicos que posibilitaran la circulación de materias primas que hicieran rentables aquellas unidades de producción llamadas "haciendas"? La pregunta clave es planteada por Bejarano, cuando en su réplica a Kalmanovitz advierte que aun cuando existe tanta tierra disponible para colonizaciones no se ha logrado explicar los mecanismos de retención de las fuerzas de trabajo que proporcionarían mano de obra a las haciendas.
Tales mecanismos habrían implicado, siguiendo a Kalmanovitz (1975) y prescindiendo de la pertinencia de las fuentes utilizadas por él a propósito del problema, que
la sujeción de los trabajadores residentes impedía toda conformación de un mercado de trabajadores libres y su racionalidad, su necesidad, se comprende mejor aún por la existencia de mucha tierra no abierta todavía, a la cual hubieran podido dirigirse los campesinos de no haber estado atados a las haciendas. (Citado por Bejarano 1983, 253)
Según esto, la necesidad de retenerlos se explica poco, pues Kalmanovitz apenas dice que deben retenerse para que no se dirijan a las tierras abiertas; es más simple decir que se retienen para que no se vayan, pero no explica, en el marco de la estructura hacendaria, por qué la lógica de esta conduce a la fijación del trabajador y a las formas serviles (citado en Bejarano 1983, 256).
¿Qué tanto influyen los debates de los historiadores económicos en las lecturas del cambio social? Bastante, creemos, si se tiene en cuenta la opinión de Tovar Pinzón a propósito de que la hacienda bien pudo constituir el escenario de la acción intercultural por excelencia. Infortunadamente las fuentes históricas no nos dicen mucho al respecto y el mismo Tovar Pinzón (1988) lo reconoce cuando intenta describir -sin éxito- a los trabajadores rurales de antaño:
Gentes anónimas que llegaban para permanecer un tiempo relativamente largo o que desaparecían entre los polvorientos caminos del siglo XVIII sin dejar testimonio de su huella angustiosa en los sucios libros de cuentas que, aún hoy, perviven como lenguaje de una relación laboral que no ha dejado ni el rastro ni los rostros de sus protagonistas [... ] había que arar para sembrar los trigos en la tierra fría y se requerían brazos para limpiar y recoger los productos en los tiempos de cosecha. Otros eran atraídos para componer puentes, tapar pasos, amansar caballos o sembrar maíz y turmas. Si la hacienda era ganadera había la necesidad de mayordomos, vaqueros, arrieros y troperos que no solo convivían en ella, sino que también se ofrecían para ir con los ganados, durante las épocas de seca hasta los centros de mercado. (170)
Cambio social y economía política
Continuando con el marxismo, vamos a analizar el tema del cambio social y de la interculturalidad en tanto fenómeno de clases que, de la mano de los estudios poscoloniales, goza aún de gran vigencia4. La aporía etnia/clase constituye de cierta manera el marco lógico de una lectura que observa el cambio social desde el evolucionismo marxista. Desde esta perspectiva, las sociedades étnicas tendrían condicionada la transformación social al viraje de su rol de clase y, específicamente, a su transformación en tanto clase trabajadora en beneficio de las dinámicas del capitalismo (Cardoso [1964] 1972, 64 65). Stavenhagen señalaría al respecto que estos flujos culturales se desarrollan en el ámbito de procesos de colonización interna, y que ello es justamente el rasgo determinante de las llamadas sociedades "subdesarrolladas", cuya característica fundamental consiste en la existencia de siete tipos de producción agraria (1971, 85). Según esto, el colonialismo interno o el endocolonialismo son los procesos mediante los cuales se conforman las sociedades "subdesarrolladas", allí donde en lo fundamental prima el triunfo de la condición de clase sobre las diferenciaciones de tipo étnico.
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, resulta un mal aliciente suponer que las sociedades agrarias no étnicas desempeñan un único papel en beneficio del orden hegemónico. Según estos referentes, el lugar de la frontera interétnica se hallaría ligado a la adopción de nuevas formas de explotación en tanto representación sociocultural, ahora ya no en beneficio del régimen colonial (papel desempeñado por los indios) sino de las nacientes sociedades agrarias liberales. Dicha lectura del cambio social, empero, pareciera controvertir lo ocurrido en los siglos XVIII y XIX, cuando el liberalismo y el capitalismo apenas se vislumbraban en la ficción de la comunidad imaginaria nacional, y cuando el sistema económico rural bien pudiera ser descrito como una suerte de mercantilismo local (Ocampo 1984). En este contexto histórico hablar de sociedades de clases resulta evidentemente inapropiado. Ya nos habría mostrado Colmenares (1975), por demás, que las variaciones entre capital y mercado en los contextos rurales no tuvieron aquella omnipresencia que podría asumirse en tiempos contemporáneos.
Pero por extraño que parezca, si se observa en términos sincrónicos, la interpretación etnia/clase puede resultar bastante divergente y hasta contradictoria. Vale decir que a diferencia de Broadbent y Spalding, quienes suponían que la "desindigenización" es en cierta manera la eliminación de las clases en los grupos indígenas, teóricos como Cardoso y Stavenhagen proponen una lectura singularmente diferente; esto es, que la "desindigenización" correspondería a la inserción de dicho mundo étnico en el seno de una sociedad de clases, en este caso la capitalista.
Ya en este punto nos preguntamos si acaso estamos persiguiendo la argumentación de un discurso historizante (Febvre [1952] 1992), al atribuir el innegable vínculo etnia/clase contemporáneo a unas ruralidades pasadas en las que dichos conceptos simplemente no son aplicables. En este sentido, más que la argumentación fáctica de un postulado teórico, resulta perentorio llevar a cabo el reconocimiento de las identidades y representaciones del pasado de las ru ralidades de los siglos XVIII y XIX, que es justamente cuando -se supone- los contextos agrarios y sus regímenes de representación experimentaron una muy protuberante transformación.
Hacia una interpretación intercultural
La segunda parte de nuestro texto se divide a su vez en dos secciones que buscan reflexionar a propósito de las posibilidades metodológicas de encarar una historia intercultural del cambio social. En un primer momento analizaremos las aproximaciones teóricas anteriores desde una problematización metodológica, intentando con ello extraer algunos aprendizajes. Adelantándonos brevemente, diremos que las perspectivas analizadas resultan profundamente institucionales en tanto se sostienen sobre una memoria archivada de carácter estatal. La memoria académica del cambio social ha tenido una naturaleza fundamentalmente ligada a las ficciones documentales de la Administración pública; Bejarano (1983) llamaba profundamente la atención sobre ello. Y es allí de donde se sirven las posturas descritas en la sección anterior. Pero más allá de una crítica a las hegemonías del discurso, y sin que este texto tenga la pretensión de ejercer una visibilización de las voces subalternas, el análisis intentará ponderar el valor argumentativo de dichas fuentes en virtud de un hecho sorprendentemente pasado por alto: la negación de la ambivalencia jurisdiccional (colonial y poscolo nial), y con ello el poder relativo del Estado para agenciar su propio proyecto nacional. Y es que, desde el mismo Tratado de Tordesillas, la jurisdicción colonial se ejercería en el contexto de una cartografía imaginaria que incluía innumerables sociedades cuyos vínculos con España (y luego con Colombia) no pasaban por lo institucional; allí se generarían contactos interculturales que bien podrían ser leídos como fricciones interétnicas. Otras regiones, cuyas estructuras sociales hicieron entronque con la institucionalidad colonial, demarcarían otro tipo de vínculos interculturales (y ello no en todos los casos) que derivarían en espacios de producción económica precapitalista.
En seguida, abordaremos otra dimensión generalmente soslayada: la diversidad sociocultural de los pueblos implicados en la relación intercultural. En este punto mostraremos que es necesario desuniformizar las representaciones sociales puesto que es perentorio relativizarlas en función de sus respectivos contextos políticos e históricos; la esencialización homogeneizante de "los indígenas", por ejemplo, impide ver las singularidades de sus propios procesos de cambio social así como sus diversas expresiones interculturales. La "mexicanización", "peruanización", "bogotanización" de la representación de los indios tiende a proponer, no solo una generalización inadecuada de las poblaciones, sino que lleva a practicar un paradójico "determinismo centralista" en el que las representaciones sociales se generalizan a partir de las más paradigmáticas experiencias coloniales. La "indianidad" (y la no indianidad) deben ser, en nuestro concepto, también observadas en plural.
Ruralidades sin Estado y la superlativización de la historia institucional
Los enfoques planteados hasta ahora invitan a suponer una superlativización de las políticas públicas y de las dinámicas del capitalismo en el cambio social, presumiendo con ello una eficacia natural tanto en la acción del Estado como del mercado. Pero, ¿es posible que el brazo del Estado colonial y poscolonial resultase lo suficientemente vigoroso como para generar variaciones estructurales y sistemáticas en cuanto a una reorganización de las dinámicas sociales e interculturales?
Nuestra respuesta, proclive al carácter procesual de la historia cultural, en un sentido de larga duración (en tiempos anteriores a la globalización), pone en duda las interpretaciones del cambio cultural venidas desde una historia de los acontecimientos (Spalding y Broadbent) o de una historia institucional (Fals Borda y Broadbent), por las razones que expondremos a continuación. En ellas, para el caso, es fundamental el papel tutelar del Estado, al que se le atribuye una eficacia que definitivamente nos resulta dudosa para el siglo XIX. La historia colombiana es la de un país sin instituciones, las cuales no pueden ser inventadas en beneficio de los discursos historiográficos ni de una historia historizante (Febvre 1992). Así pues, aquella crítica que Clastres (1978) pronunciara frente al papel conceptual del Estado adoptado por las corrientes neoevolucionistas de la antropología, bien valdría aplicarla a una historia institucional que, tal como mencionaba Bejarano (1983), debe concentrarse en las sociedades sin voz, en sus silencios y no solo en el frenético ruido del papeleo burocrático.
Reconocemos de entrada la relatividad de las jurisdicciones y las temporalidades de dominación y, en particular, de las olas de colonización, tanto bajo la situación colonial como bajo el proceso republicano. En este punto no coincidimos con quienes suponen la transformación del mundo rural a partir de la llegada de procesos propiamente capitalistas y, específicamente, del triunfo de la propiedad privada. El Estado y la propiedad, declaraba el mismo Adam Smith, son dos elementos consustanciales. Y es que la tierra, como puede suponerse, al estar disponible para los propietarios absentistas, no contempló -hasta muy tarde- un proceso de capitalización en tanto medio de producción u objeto de transacciones económicas. Colombia era un país despoblado, "desiertos de selvas" dirían los adalides del progreso de aquellas épocas (Montaña 2013), y eran las fuerzas de trabajo el verdadero bien escaso bajo el cual se daría la valorización del territorio; ello es, recordemos, una lógica colonial venida desde las encomiendas.
Para el caso, el historiador chileno Rolando Mellafe (1969, 1970), distanciándose de las teorías de la dependencia, propuso que la noción de latifundio en el Perú era resultado de unas condiciones que cambiaban de región a región y de tiempo en tiempo. Mellafe afirma que el principal agente de transformaciones sociales estuvo dado por la configuración de mercados agrarios dependientes de ciertas condiciones a verificar: la capacidad de consumo de bienes por medio de la compra y la consolidación de un sistema de intercambio local, el uso de moneda u otro valor de cambio, el establecimiento de un sistema unitario de medidas, la consolidación de un sistema legal sobre la noción de propiedad exclusiva y la instauración de ciertos modelos de constreñimiento de mano de obra (Mellafe 1969, 14). Este enorme listado, al que podríamos resumir invocando una "presencia del Estado", no se desarrollaría en torno a la propiedad sino a la subordinación de las fuerzas de trabajo. Mellafe concluye, al referirse al temprano siglo XVI, que incluso allí la acumulación de excedentes no pasaba por la mercantilización de la tierra ni, por tanto, por unas lógicas productivas en un sentido capitalista, sino por un modelo de producción propiamente colonial (Mellafe 1969, 28). A contrapelo, Mellafe consideraba que el principal estímulo del cambio social rural era la disponibilidad de una fuerza de trabajo (no encomendada, es decir, "libre"): "ya fuera como indios libres, indios desarraigados de sus parcialidades, esclavos negros y mestizos o negros libres dispuestos a contratarse en labores del agro" (Mellafe 1969, 20). En el siglo XIX estas lógicas coloniales no variarían en mayor medida, a pesar de que en la historia económica las fuentes institucionales inflen las estadísticas. Deas (1993), justamente, habría mostrado cómo en las zonas cafeteras de los piedemontes habría aún una competencia "desleal" entre los propietarios a fin de lograr para sí unas fuerzas de trabajo escasas. Eran pues los brazos el objeto de una revolución agrícola y no la tierra.
En este contexto, el cambio social llegaría de manera progresiva a partir de una expansión colonizadora basada, paradójicamente, en la improductividad. Todo como resultado -otra vez paradójicamente- de una ausencia institucional. Un Estado real no es de ninguna manera lo mismo que un Estado nominal. En este punto resultan cruciales los aportes de Colmenares, a propósito del latifundio no productivo. El Estado nominal se manifestaría así en la resignificación de las políticas públicas en cuanto a las normas de dominio y ocupación de tierras de realengo que, motivadas por fuentes ideológicas tales como la fisiocracia, buscaban fomentar la ocupación real y no solo nominal de la tierra. El punto es que en realidad ello sería traducido en un incremento estratégico de formas de ocupación no productiva, y por ello la reproducción de ganado cimarrón daría la apariencia legal de un usufructo económico y, con ello, a la luz de las disposiciones de 1754, se reducían las posibilidades de perder los dominios. La importancia de estos procesos no es para nada deleznable, sobre todo si se tiene en cuenta que gran parte del territorio estaba conformado por zonas baldías (LeGrand 1988), y que esas tierras fueron generalmente ocupadas a través de estancias de ganado, en donde bien pudieron desarrollarse unos procesos de formación social independientes a la conformación de un hipotético sistema de producción agrario capitalista.
Este principio, el de una gran propiedad no productiva como elemento crucial de la transformación del mundo rural, se opone en cierto sentido a las interpretaciones que suponen una llegada más temprana de las formas capitalistas, con sus mercados y sus formas de producción y explotación. En este contexto, la estancia (y no la hacienda) constituiría el nodo a través del cual habrían de cambiarse no solo las formas de dominio y de propiedad, sino de la propia jurisdicción estatal5. Fue allí, en estas fronteras, en donde se desataron diversos y fluctuantes frentes de expansión, colonizaciones y fricciones interétnicas. La finca, por su parte, implicaría una forma nueva de dominio inherente a los pequeños colonos, muchos de ellos "ilegales", que ocuparon el territorio bajo formas no productivas y crearon un sistema de subsistencia tachado como primitivo por los gestores del progreso (Montaña 2016). Estas tensiones son justamente el objeto de la acción intercultural narrada ejemplarmente por Eugenio Díaz y buena parte de los escritores costumbristas del siglo XIX.
La interculturalidad en el pasado: diversidades más allá de las luchas entre contrarios
El mundo indígena no es monolítico y suponerlo académicamente implica concordar con la pretensión colonial de la homogeneización. Los neoevolucionistas bien podrían ayudarnos a entender las relaciones interculturales del pasado. Aprendiendo de la lectura de Fals Borda, Broadbent y Spalding, creemos que es preciso diferenciar el cambio social teniendo en cuenta si este se generó a partir de estructuras sociales coloniales derivadas -a su vez- de la organización sociopolítica prehispánica, o si emerge de contactos o fricciones interétnicas entre colonos y sociedades no segmentadas, como es el caso de los pueblos observados por Stavenhagen o Cardoso de Oliveira. Ello plantearía la necesidad de diferenciar dos escenarios muy concretos de análisis para no caer en la tentativa de una centralización del discurso del cambio social.
La diversidad de las sociedades colonizadas y la influencia de sus organizaciones políticas, en sus particularidades, inevitablemente han afectado la variación de las dinámicas de cambio sociocultural. Estamos de acuerdo con Amselle (quien retoma a Edmund Leach), que parte de la dicotomía inicial planteada por Evans Pritchard y Fortes, al sugerir la necesidad de diferenciar sociedades segmentadas y no segmentadas al momento de evaluar el impacto disímil de los Estados colonizadores (Amselle 1990, 99, 107). Cardoso de Oliveira ([1964] 1972, 83), por su parte, asume que bien podría hablarse de tres tipos de cultura de contacto y, por tanto, de cambio cultural: 1) aquella marcada por relaciones intergrupa les simétricas, entre grupos políticamente equivalentes; 2) aquella configurada entre grupos más poderosos que otros sin la mediación de situaciones de orden colonial, y 3) aquella desatada en medio de las típicas relaciones asimétricas de una situación colonial. No es lo mismo en efecto el desarrollo de una situación colonial en una sociedad nómada o no segmentada al que pueda experimentar una sociedad estatal o de jefatura. Si bien estos referentes resultan problemáticos para comprender las dinámicas interculturales contemporáneas, estando estas catalizadas en lo fundamental por el vínculo "étnico" entre las minorías identita rias y el Estado multicultural, pueden ser indicadores de las dinámicas de contacto y colonización en tiempos pretéritos. Así pues, las variables de complejización de aquellas sociedades consideradas -por los neoevolucionistas- como "igualitarias" y "segmentadas" son mucho más que un catálogo de "desarrollo", pues su visualización nos permitiría asumir pragmáticamente (y no solo retóricamente) la multiculturalidad del pasado y, con ello, del presente. Y es que los pueblos "no segmentados" no despertaban el interés de las empresas coloniales en una época en que la riqueza estaba determinada por los metales preciosos o, en su defecto, como ya vimos, por el monopolio de fuerzas de trabajo forzadas. Ellos, en efecto, no garantizarían los excedentes económicos de una sociedad especializada, ni tampoco un conglomerado social estable para reducir las fuerzas de trabajo de una manera permanente y sistemática (salvo en el caso de esclavismos tales como los proferidos por bandeirantes y caucheros).
Vale en este punto introducir el concepto de frentes de expansión desarrollado por Ribeiro (1974). Esta noción, que se construyó como alternativa al concepto de frontera pionera (Taylor 1956; Turner 1921) con la cual se observó la colonización del far west norteamericano, permite observar el cambio socio cultural más allá de una relación entre sociedades "premodernas" y capitalistas. Vale la pena recordar aquella generación (Galvão 1979; Ribeiro 1974; Shaden 1965) que desde de los años sesenta construiría una aproximación alternativa a la interpretación del cambio social y político de las sociedades amazónicas. A partir de allí, los procesos de transformación social se observarían en el marco de relaciones interculturales, como el resultado de la confluencia de diversos factores económicos (explotaciones extractivas, pastoriles o agrícolas), sin que por ello tuviesen que ser consecuencias directamente vinculadas al surgimiento del capitalismo. Así pues, diferenciándose de la aproximación tourniana y particularmente de su concepto de frontera pionera, los frentes de expansión constituyen una noción que permite observar de otro modo los flujos y las intermitencias entre "nosotros" y los "otros" (Ribeiro 1974)6. En efecto, la noción de frentes de expansión aplica variables contextuales, diferencias en el tiempo y en el espacio, incluyendo además factores ecológicos, condiciones estratégicas (económicas y políticas), así como variables socioculturales específicas de aquellas sociedades que están siendo objeto de conquista, invasión o colonización. Los frentes de expansión son, pues, los bornes donde se desarrolla el cambio sociocultural que dista de ser un fenómeno homogéneo.
Podría decirse que los frentes de expansión no requieren (o no implican) la presencia de ejércitos, de Gobiernos o de otros agentes representantes de un poder institucional mayor, y por ello se enquistan en las experiencias de colonización espontánea, muchas veces motivadas por procesos de desplazamiento o migración forzada, en donde las regulaciones estatales son simplemente inaplicables. Los colonos son, no puede olvidarse, unos desplazados del capitalismo y no necesariamente sus agentes de expansión. Ya aquí nos valemos del concepto de transfiguración étnica (Ribeiro 1974), que muestra la importancia de unos contactos indirectos y fluctuantes, de pulsiones bióticas y ecológicas diversas (epidemias o transformaciones del medio ambiente que implican modificaciones en la dieta), así como contactos esporádicos (algunas veces violentos) que desencadenan transformaciones tanto en la cultura material y en las formas de producción, así como en las mismas estructuras sociales de las culturas locales implicadas. Esos contactos esporádicos o intermitentes se transforman en una vecindad permanente que implica, ahora sí, la configuración de una sociedad de servidumbre en donde los miembros de las "tribus", desde entonces representados como indígenas, entran a conformar parte de las fuerzas de trabajo. Esta secuencia es resumida de la siguiente manera por José de Souza Martins (1996):
[...] adelante de la frontera demográfica, de la frontera de la civilización, están las poblaciones indígenas sobre cuyos territorios avanza el frente de expansión, esto es, el frente de ese populacho no incluido en la frontera económica. Atrás de la línea de la frontera económica está la frontera pionera, dominada no solo por los agentes de civilización sino por los agentes de una modernización fundamentalmente económica; se trata de agentes de una economía capitalista dotados de una mentalidad urbana y emprendedora (no solo agentes de una economía de mercado). (31)
Frente a la transformación de las sociedades rurales del pasado es preciso observar el lugar del colono y su pretendida situación hegemónica. Debe pues tenerse en cuenta que los niveles de oportunidad son diversos y así, por ejemplo, nociones como aquella diferencia tecnológica entre indios y no indios debe ser relativizada, pues los actores étnicos no son los únicos poseedores de la tradición ni los actores rurales no étnicos son los únicos poseedores de la tecnología de explotación. La disparidad material objetiva -tal como la llama Ribeiro- no puede plantearse sin tener en cuenta variables espaciotemporales; la presencia de colonos, de este modo, no necesariamente representa una inyección de nuevos saberes/haceres o de nuevos monopolios tecnológicos (Ribeiro 1974, 340). Distante de Elias ([1939] 1987), Ribeiro (1974, 269, 339) nos invita a mirar críticamente la noción de "civilización" cuando se aplica a colonos que llevan la famélica vida de un cauchero (recolector de látex), un boga, un pescador, un pastor, un yerbatero, un leñador o un artesano. El colono colombiano tampoco ha sido el hacendado capitalista y el capitalismo no solo ha llegado por la acción tránsfuga de colonos, caboclos y ladinos.
Para observar las relaciones interculturales del pasado, así como el cambio sociocultural, es necesario dejar de suponer que el sujeto no étnico representa siempre un actor hegemónico; la interculturalidad debe pues estudiarse "en tanto juegos de recepción, invención y luchas de representación" (Vovelle 1999). En los contextos rurales ciertamente existieron estructuras políticas de asimetría social, mucho más en el marco de una sociedad como la colonial, pero tal cosa no podría proyectarse hacia una generalización tal como que todos los "campesinos españoles" (o los "campesinos colombianos") provengan de un monolito hegemónico. Debemos recordar que los latifundistas eran un grupo generalmente absentista (no campesino); es el caso de aquella ciudad letrada que planteara Ángel Rama (1984). Vale recordar la existencia de unos trabajos considerados como "despreciables" (Zambrano 1998), y que a ciencia cierta corresponderían a los trabajos mecánicos de los que habla Sergio Buarque de Holanda ([1936] 2004) para el complejo cultural ibérico.
Reflexiones finales
La utilización de la representación "campesina" para referirse a las poblaciones rurales no indias es, por lo dicho hasta ahora, un hecho que invita a realizar lecturas culturales de larga duración. La complejidad de los factores inmiscuidos, las ideologías contrastantes, los contextos y las vicisitudes espaciales y temporales, así como las diversas resignificaciones de los discursos de hegemonía, muestran la necesidad de superar las lógicas unilineales que observan al campesinado como una consecuencia de la "desindigenización". La lectura intercultural, por el contrario, no admite ver a los campesinos y a los indígenas como sucesiones de una cronología única; son representaciones sociales cuyo contenido semántico cambia en el tiempo y en el espacio7.
Pero ¿quiénes eran los "nosotros" y los "otros" de aquella época, cuando las nociones de etnia y clase resultaban tan desconocidas como inaplicables? Desde los tiempos de Durkheim (1898), Durkheim y Mauss (1903) y Halbwachs (1950), se ha dicho que los procesos identitarios son los propios generadores del binarismo etnocéntrico (Goody [1985] 2008) sobre los cuales se construyen las relaciones interculturales; sin los otros no hay identidades, ni mucho menos etnocentrismos8. Tal como señaló Hartog (1980) a propósito del ejercicio antropológico que estableciera Heródoto al representar a los scythes, la aparición de todo ethos nuevo y diferente es, ante todo, un acto de autorreconocimiento. Así pues, al igual que ocurre en el retrato de Montaigne descrito por Blanchard (1990), o como el salvaje en el espejo de Bartra ([1997] 2000) a propósito de los "salvajes", las representaciones sociales no son una construcción objetiva sino que referencian la contraparte indisoluble de una identidad que se construye permanentemente (incluida la de los investigadores). Representar a los indios, a los campesinos, a los otros es de hecho un proceso de reafirmación, ya sea teórica o retórica. Así pues, cuando los académicos representan, del mismo modo se representan y es justamente lo que nos muestra el célebre artículo de Jaramillo Uribe (1965), en el que afirmó que sin el mestizaje Colombia tendría menos posibilidades de formar una nación.
Las identidades se construyen necesariamente en plural, pero también las representaciones. Identidad y representación son las dos caras de una misma moneda y no hay razón para suponer que mientras la primera cambia la segunda permanecerá inalterable. La pregunta subsiguiente en este sentido sería: ¿dichos movimientos de cambio social se hacen de manera colectiva o individual? A propósito, los analistas parecieran inclinarse por la segunda opción suponiendo un cierto tipo de reduccionismo al negar el peso de la cultura en las construcciones identitarias de los propios investigadores. Ribeiro (1974, 375) sostiene que una verdadera "desindigenización" solo se desata de manera individual en tanto una etnia no se acultura, se transfigura: "no hubo asimilación de las entidades étnicas, sino absorción de individuos desgarrados al punto que estas entidades étnicas desaparecían o se transfiguraban para sobrevivir" (424). Cardoso de Oliveira por su parte opina que estos flujos denotan la funcionalización de unas racionalidades particulares, que finalmente son las que van a guiar los flujos y las relaciones interculturales. En tal medida se daría lugar al desencadenamiento de una tipología (comparable a la biopolítica colonial); un cierto dégradé social cargado de lógicas individualizantes de apropiación y manipulación de identidades en beneficio de la condición de clase (Cardoso [1976] 2007, 215 216). Desde nuestro punto de vista las representaciones se entienden, por el contrario, como una síntesis de lo individual y de lo colectivo, lo que es variable tanto en el tiempo como en el espacio. Guerra y Annino (2003) dirían que cada expresión política aporta una forma diferente de representar, sobre todo cuando es construida en la confluencia de intereses individuales en los contextos de nuevos derechos y sus negaciones.
Consideramos finalmente que algunos aportes posestructuralistas bien podrían orientar el estudio de uno de los problemas clásicos de la disciplina antropológica, y así ayudarnos a salir del evolucionismo liberal y marxista en la interpretación de un cierto "origen" del campesinado, cuyo planteamiento ya advierte un raciocinio evolutivo. Suponer una "etnogénesis" de lo campesino pareciera en este punto una suerte de contradicción si se tiene que lo "campesino" fue, justamente, un proyecto político cuyo resultado fue la construcción de una comunidad nacional en oposición a los rasgos particulares de la disidencia cultural (Salomon y Schwartz 2008). Será preciso entonces no solo rastrear "arqueológicamente" los propios vocablos y conceptos académicos, sino poner atención a todos los momentos y escenarios de una operación historiográfica de la cual no escapa ni siquiera el investigador (Ricoeur 2000). El vínculo identidad y representación, los "nosotros y los otros" de Todorov (1989), dispuestos más allá de la frontera intercultural de Barth (1969), no son hechos objetivos sino que constituyen construcciones de alteridad que se vinculan con aspectos tan diversos como los procesos de selección de la memoria o la propia representación historiográfica de la que nosotros hacemos parte.
Notas
1 El vínculo entre etnia, raza y clase -que constituye las bases del racismo contemporáneo- no es aplicable a los siglos XVIII y XIX (Balibar y Wallerstein 1991). No solo por el problema de la ambigüedad de las jurisdicciones más allá de las fronteras agrícolas (como se explicará), sino por la misma mutabilidad de esos conceptos, que serían luego resignificados, como lo muestran las obras de autores como Darwin, Renan o Marx. Con anterioridad al desarrollo de las ciencias sociales modernas, la interpretación de la segmentación social se ejercía bajo otras representaciones, cuyos atributos semánticos han variado en el tiempo (Montaña 2016).
2 Así, por ejemplo, un enfoque intercultural observará que en los contextos rurales de los siglos XVIII y XIX no se habría tenido una segmentación biopolítica similar a la ocurrida en los contextos urbanos (Castro Gómez 2005; Dueñas 1997). Allí, para el caso, el mestizaje y las castas, influidas a su vez por la taxinomia lineana, habrían de desempeñar un papel fundamental en la diferenciación social entre criollos y españoles, justo donde el mestizaje ejercería la función de garantizar el disenso social. El mundo rural, experimentando las condiciones del tiempo lento, en el sentido que propusieran Braudel y Colin (1987), estaría desprovisto de la álgida multiculturalidad urbana. Allí, de hecho, no se jugaban las mismas jerarquías y luchas de interés ni la segmentación social que dieron lugar a la bien conocida "pigmentocracia" urbana. Los regímenes de hegemonía tendrían así una faceta bien diferente en el mundo rural y ello insta a particularizar los análisis a propósito del cambio sociocultural.
3 Un testimonio de Malcolm Deas (1993, 240 241, 246) afirma que del único lugar del cual provenían los trabajadores de una hacienda cafetera en Sasaima era del altiplano central, aunque reconoce que la tierra caliente para las gentes de tierras frías no era tan atractiva por lo insalubre, un fenómeno que describe el escritor Eugenio Díaz ([1858] 1967) en su novela Manuela.
4 La relación intensa entre las nociones de etnia y clase ha sido apuntalada desde muy temprano y así aparece en las ideas del precursor del marxismo latinoamericano José Carlos Mariátegui, quien proponía la impostergable transformación de los indígenas en proletarios siguiendo un orden histórico preconcebido por el materialismo histórico.
5 La figura legal a través de la cual, desde el inicio mismo de la invasión, se dinamizaria esta dimensión tan importante de la vida rural europea fueron unos dominios híbridos denominados estancias, por medio de los cuales las sociedades agrarias se fueron aproximando a la mercantilización de los medios de producción. En México, dichas atribuciones daban lugar a "peonías" y "caballerías" (para una definición véase Ots Capdequi [1959, 21, 25] y Chevalier [[1953] 1999, 135]. Góngora [1951, 146], para el caso de Chile, se refiere a tierras de labor para distinguirlas de las estancias). La estancia de ganado era entonces el fundamento mismo de la colonización. Vergara y Velasco (1892, DCLV) anotaría que otro nombre de la estancia era cortijo, donde la actividad principal era la roza, es decir, el romper el bosque. La importancia que adquirían los cultivos de pastos artificiales, según Vergara y Velasco, se debía a la escasa estabilidad de los mercados internacionales que impedían el ingreso del país al sistema de economía mundo y hacía siempre más rentable tumbar un cafetal o un cañaduzal para sembrar pasto (1901, 739). En este punto se concluye que las estancias podían ser de ganado mayor (bovinos) y de ganado menor (ovinos, porcinos y caprinos) y caballerías (equinos).
6 Ribeiro los ejemplifica en el caso de los kaigán paulistas que expresan la realidad de un proceso de dominación muy diferente al que pudieron haber vivido las sociedades complejas andinas (Ribeiro 1974, 267).
7 En este punto retomamos la aproximación de Cardoso de Oliveira (1972) y de Amselle (1990), quienes, ahondando en la noción de frontera interétnica de Barth (1969), otorgan importancia al vínculo entre el contexto político y las dinámicas identitarias, que son variables tanto en el tiempo como en el espacio. Es allí donde metodológicamente se debe recurrir a diferentes niveles de análisis que van desde lo local hasta lo global, lo que genera la necesidad de aplicar el más variado "juego de escalas" (Revel 1996).
8 Concordamos con Domínguez (2006) en cuanto al sentido de la complementariedad de las aproximaciones de Foucault y Durkheim: "Mientras para el primero las estructuras de conciencia surgen y dominan a los hombres por encima de su voluntad, de su actividad material y cultural, y aun en contra de ellas -como una partitura subyacente frente a la cual lo único que podemos hacer es ejecutarla-, de la propuesta de Durkheim se desprende fácilmente el origen de las representaciones: la fuente está en la actividad social misma en todas sus expresiones" (77).
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