Introducción
Desde hace algunos años, un número creciente de investigadores se ha interesado en el papel multifacético del derecho en mundos marcados por el colonialismo1. Según los contextos y las aproximaciones, se han subrayado realidades muy diferentes. Algunos autores han reflexionado, por ejemplo, sobre el papel del derecho en los sistemas jerarquizados de identificaciones, bien sea para resaltar el carácter decisivo de las construcciones legales en el establecimiento de un orden racializado o, al contrario, para señalar el carácter siempre ambiguo e incluso contradictorio de las formas legales de diferenciación racial o étnica2. Otros se han interesado en las relaciones complejas entre las normas y el funcionamiento de la dominación colonial, en referencia a una gran variedad de situaciones. Ciertos autores se han centrado en la existencia de prácticas violentas y coercitivas en contra de los “colonizados”, por fuera de la legalidad. Otros, en cambio, han resaltado el carácter profundamente legal de la dominación colonial, basada en procedimientos formales y regulados. En vez de insistir en las múltiples prácticas arbitrarias y derogatorias de las normas, han mostrado cómo, incluso en los casos de uso de la violencia física, la dominación de los colonizadores se encontraba a menudo legitimada y racionalizada por el derecho y su lenguaje3. Finalmente, hay quienes se han ocupado de los usos múltiples y contradictorios del derecho, como instrumento que no servía únicamente a los intereses de los colonizadores, sino que podía ser movilizado para evitar la actuación arbitraria de los poderes públicos4. En todos los casos, se ha reconocido la importancia de estudiar los procesos jurídicos para entender las dinámicas siempre complejas y ambiguas de los colonialismos.
Estas investigaciones se han centrado más que todo en casos anglófonos y francófonos, bien sea en Asia, Oceanía o África, y han sido poco discutidas para pensar las experiencias históricas latinoamericanas. Tal situación parece ligada al hecho de que el adjetivo colonial hace referencia, en esta parte del mundo, al periodo prerrepublicano. Sin embargo, se puede argumentar que las situaciones de tipo colonial no desaparecieron al final del llamado periodo colonial5. Es evidente que las poblaciones a las que hoy llamamos indígenas siguieron siendo consideradas no solo como diferentes sino como inferiores después de las independencias. En este sentido, se puede argumentar que las nuevas repúblicas prolongaron el proyecto de conquista y explotación de los territorios indígenas iniciado por la Corona española y que, por lo general, no rompieron con un orden social y jurídico marcado por el colonialismo, pues inscribieron en la ley la desigualdad en el trato de ciertas categorías de personas.
En esta lógica, el presente artículo ofrece unas reflexiones sobre el papel ambiguo del derecho en la administración de las poblaciones indígenas en el norte de Colombia durante las primeras décadas del siglo XX. Para tal fin, se estudiará el caso de la Sierra Nevada de Santa Marta, el cual puede pensarse precisamente como el lugar de un “conflicto colonial”, ya que estaba marcado por formas directas o indirectas de confrontaciones entre la población indígena (arhuaca en este caso) y varios agentes externos (misioneros, colonos, agentes del Estado, etc.). Nos interesaremos en el caso de una norma específica: el Decreto 68 promulgado en 1916 por la Gobernación del Magdalena Grande. Este caso nos parece interesante porque refleja directamente algunas de las ambigüedades mencionadas; se trata de un dispositivo jurídico que buscaba ofrecer una protección a la población indígena. Desde el punto de vista de sus promotores, el decreto fue diseñado para contrarrestar una serie de comportamientos -por parte de algunos colonos y autoridades de la región- que habían sido denunciados por los arhuacos como arbitrarios y abusivos. Sin embargo, en contradicción total con los principios y objetivos reivindicados, el decreto condujo a un empeoramiento radical de las condiciones denunciadas por los arhuacos. La arbitrariedad -considerada generalmente como una conducta contraria al derecho- aparecía como inscrita en la norma misma. En este sentido, el artículo se centrará en la siguiente paradoja: ¿Cómo una nueva norma jurídica -que pretendía atender una serie de quejas formuladas por la población arhuaca frente a lo que se percibía como abusos de poder por parte de las autoridades administrativas y económicas- pudo transformarse en el instrumento principal para reforzar la imposición y la dominación por parte de los colonos y de los misioneros?
En este sentido, este texto permitirá reflexionar de manera más general sobre el funcionamiento de lo que podríamos llamar procesos despojadores, a partir de dos argumentos principales. Por un lado, buscaremos resaltar la importancia de los asuntos legales en estos procesos. No se tratará de negar el papel de la violencia física explícita en las dinámicas de usurpación, sino de mostrar que esta constituye solo una de las modalidades empleadas para despojar a las personas y a los grupos. En una gran variedad de casos -como el presentado en este texto- no se pueden entender las formas de desposesión sin relacionarlas con la fuerza del derecho. Así, veremos que los diferentes atropellos a los cuales tuvieron que enfrentarse los arhuacos durante la década de 1920 no se hubieran dado del mismo modo si no hubieran sido previamente legitimados por el lenguaje aparentemente técnico y distanciado de la ley.
Por otro lado, buscaremos reflexionar sobre la conveniencia de conceptualizar el despojo más allá de la cuestión territorial. Si se entiende comúnmente el despojo como el proceso de pérdida o de ser privado de lo que se tiene, es evidente que los pueblos indígenas no fueron afectados únicamente desde un punto de vista territorial o material. Así, como lo veremos a lo largo del texto, en estos años lo que estaba en juego no era solo la posibilidad de mantener su presencia en el territorio, sino más bien se trataba de su capacidad para mantenerse y reproducirse como un grupo autónomo. Ahora bien, mientras que una comprensión restringida del despojo -basada en la sola dimensión territorial- nos invitaría a descartar estos aspectos como irrelevantes, nos parece, por el contrario, esencial incluirlos como aspectos fundamentales de un proceso más general de pérdidas diversas6. Esto no quiere decir que consideramos que todas las modalidades del despojo pueden ser equiparadas o que comparten una esencia común. Es obvio, por ejemplo, que la desposesión de la tierra nativa tiene que ser distinguida de las pérdidas que tienen lugar en otros niveles (en términos, por ejemplo, de independencia política, económica o cultural). Pero el hecho de diferenciar estas modalidades no significa que no puedan pensarse conjuntamente. No solamente porque no siempre es posible distinguir de manera clara las formas de desposesión (ya que, por lo general, se entrecruzan y se superponen entre sí), sino porque los efectos que tienen las unas y las otras no se entienden aisladamente. Si bien nadie puede negar que la cuestión territorial ha constituido un asunto crucial para los pueblos indígenas en el largo proceso de conquista (el cual, como lo hemos indicado, se ha extendido durante el periodo republicano), sería absurdo aislar las formas de usurpación de la tierra de otros procesos que han atentado contra la independencia de los pueblos: en contra de su capacidad para tomar decisiones o para mantener instituciones propias, de su capacidad para ser autónomos en cuanto a la producción de riquezas, y, finalmente, de su capacidad para mantener lo que podríamos llamar un “mundo propio” (caracterizado tanto por prácticas como por representaciones específicas, así como por el uso de una lengua propia, entre otras manifestaciones).
Los arhuacos a inicios del siglo XX
Los arhuacos constituyen -con los koguis, wiwas y kankuamos- uno de los cuatro pueblos indígenas que habitan hoy la Sierra Nevada de Santa Marta. Para la época que nos interesa en este artículo, se estima que la población arhuaca era aproximadamente de 1.500 a 2.000 personas, las cuales vivían en su mayoría cerca del pueblo de San Sebastián de Rábago (hoy Nabusímake), en las faldas meridionales de la sierra7. Si los arhuacos se beneficiaban de una innegable autonomía (que les permitía vivir -en muchos aspectos- de manera independiente frente al resto de la sociedad colombiana), es importante anotar que no se encontraban en situación de aislamiento total. Se puede argumentar que la sierra constituía en este entonces algo así como un “espacio medio” (middle ground8), en el cual interactuaban actores heterogéneos incluyendo indígenas, colonos, funcionarios públicos y misioneros. Se debe recordar en particular que -desde por lo menos la mitad del siglo XIX- San Sebastián de Rábago era un corregimiento encabezado por un inspector de policía o corregidor, quien estaba encargado de ejercer el poder estatal en la región. De hecho, es en gran parte gracias a esta presencia estatal que existen hoy fuentes que nos permiten reconstruir de manera detallada la historia que queremos contar. En efecto, el corregidor de San Sebastián mantenía una abundante correspondencia con autoridades de distintos niveles: en particular, con los inspectores de los diferentes corregimientos vecinos (especialmente de Atánquez y Pueblo Viejo), pero también con sus superiores tanto en Valledupar (donde se encontraban el prefecto de la provincia y el alcalde) como en Santa Marta (donde estaba ubicada la Gobernación del Magdalena).
La campaña de denuncia arhuaca
El primer momento que queremos analizar corresponde a una movilización organizada por los arhuacos a partir de 1915 para denunciar una serie de atropellos de los cuales se sentían víctimas9. Este proceso de resistencia particular culminó con la visita de una delegación arhuaca a Bogotá en 1916, cuyo objetivo era entrevistarse con el presidente José Vicente Concha. Esta comisión estaba liderada por Juan Bautista Villafaña (también conocido como Duane) e incluía a Salvador Izquierdo, Fermín Garavito, Diego Torres, Rafael Izquierdo y Juan Antonio Mejía, todos habitantes de la región de San Sebastián de Rábago. Dos artículos publicados en periódicos bogotanos que relataron la visita nos permiten entender las reivindicaciones arhuacas. Estos textos son particularmente interesantes porque se basan en una entrevista al líder de la delegación, Juan Bautista Villafaña, que fue transcrita en la edición del 5 de noviembre de 1916 del diario Nuevo Tiempo 10.
¿Cuál es el objeto de la venida de ustedes? -le preguntamos al cacique, quien respondió:
-Venimos a entendernos con el señor Presidente de la República para que el Gobierno nos ampare.
-¿Qué les ocurre a ustedes?
-Somos víctimas de los civilizados, quienes nos han arrebatado nuestros derechos.
-¿Qué piensan decirle al señor Presidente?
-Que si no es posible que se mejore nuestra situación, tendremos que emigrar para otra parte donde no tengamos que sufrir tanto pues algunos hacendados nos obligan a trabajar de balde y muchas veces hasta vendernos para no morir de hambre.
-¿Están contentos con las autoridades?
-No, señor; no queremos esas autoridades civi lizadas, porque son enemigas de nuestra raza. Sobre este asunto también hablaremos con el señor Presidente y le pediremos que haga nombrar Corregidor de nuestro pueblo a Adolfo Antonio Garavito o a Carmen Izquierdo, que son indígenas y conocen nuestras maneras de vivir.
-¿Qué diversiones tienen ustedes?
El cacique Villafaña lanzó una exclamación en su idioma y repuso:
-Ninguna porque la que teníamos, por ley tradicional, no la podemos ejercer ahora porque los civilizados nos la prohibieron. Esa diversión se llama “El baile de Casa María” que dura un mes, durante el cual descansa la tribu y se celebran fiestas. Ahora no podemos bailar porque nos castigan. La tribu está muy disgustada por eso.
-Díganos, Villafaña, ¿usted es colombiano?
-Sí, señor. Toda la tribu quiere esta Patria, pero si nos persiguen en la Goajira, nos vamos. Ahora pediremos una bandera nacional al Presidente para la tribu, y las leyes que necesitamos para no dejarnos humillar más12. (“Misión de los indios arhuacos. Hablando con el cacique Villafaña” 1916)
El texto permite entender de manera clara los principales motivos de preocupación de las autoridades arhuacas. Tres grandes direcciones pueden ser identificadas: primero, resaltaban la pérdida de autonomía política al pedir el nombramiento de autoridades propias en los principales puestos administrativos de la región. San Sebastián de Rábago era entonces un corregimiento que dependía de la Alcaldía y de la Prefectura de Valledupar; el corregidor -o inspector de policía- era el principal representante local del Estado. Lo interesante en este caso es que los delegados arhuacos no pedían derechos nuevos sino que anhelaban el retorno a una situación anterior. A contrapelo de una visión lineal de la historia como progreso, los archivos del corregimiento muestran que varios indígenas habían ocupado el puesto de corregidor en los años previos al decreto -en particular, Carmen Izquierdo (a quien Juan Bautista Villafaña mencionaba en su entrevista)-. Sin embargo, en los últimos meses, habían sido reemplazados por colonos (Régulo García F., Víctor Mestre y Juan José Blanco). Es importante anotar que esta reivindicación para acceder a posiciones de autoridad dentro de los pueblos de la Sierra Nevada no se acompañaba de reclamos de independencia como tal; al mismo tiempo que exigían el nombramiento de autoridades propias, los delegados arhuacos pedían una bandera y leyes, y reclamaban así parte de la nación.
Segundo, los arhuacos tenían quejas en cuanto a las relaciones económicas y comerciales, al denunciar las formas de explotación por parte de los colonos (los llamados civilizados) y de los representantes del Estado. Para ellos, las autoridades abusaban de sus poderes, cobraban impuestos indebidos (en particular, derechos de degüello) y obligaban a las personas a trabajar, tanto en obras públicas (caminos) como en las fincas de los principales colonos de la región.
Tercero, tenían reivindicaciones de orden cultural, al exigir el respeto de “las tradiciones y costumbres de nuestra tribu” (y en particular la fiesta de casamaría). Finalmente, se puede resaltar que si bien la defensa del territorio no aparecía de manera central en la entrevista, los delegados advertían que estas diferentes amenazas podían conducir a una salida de la población de sus tierras. Esto quiere decir, por un lado, que los delegados arhuacos sí estaban preocupados por la cuestión de la tierra y, por el otro, que presentaban esta cuestión como directamente relacionada con los otros atropellos que los afectaban. Es en este sentido que queremos postular el carácter heurístico de una concepción amplia del despojo, en la cual las amenazas territoriales no se consideran como un fenómeno independiente.
Como lo hemos dicho, esta visita a Bogotá no constituía un acto aislado: se inscribía en el contexto de una campaña más amplia de denuncias; a través de repetidas cartas, peticiones, diligencias y solicitudes, los arhuacos apelaban en estos años a las autoridades estatales para solicitar la protección de sus derechos como ciudadanos y como indígenas bajo la ley colombiana13. Así, en este mismo periodo, escribieron y enviaron varios memoriales a diversas instituciones (en particular, a la Gobernación del Magdalena en Santa Marta, pero también a la Prefectura y la Alcaldía en Valledupar) donde formulaban una serie de reclamos recurrentes: pedían el nombramiento de autoridades propias y se quejaban de los maltratos cometidos por los llamados “civilizados” en su contra. Uno de estos memoriales fue entregado por Antonio Adolfo Garavito (quien también era mencionado en la entrevista del Nuevo Tiempo) al gobernador del Magdalena en junio de 1916, en el cual se presentaba como comisario de policía y jefe arhuaco (Archivo Histórico del Magdalena Grande 1916, caja 34).
La respuesta del Estado
En apariencia, estas acciones políticas fueron muy efectivas y el Estado parecía reconocer gran parte de las reivindicaciones arhuacas como legítimas. A finales de 1916, la Gobernación del Magdalena, bajo el mandato de Rafael de Armas, emitió un decreto como respuesta explícita a las solicitudes expresadas por los arhuacos14. Este decreto -que contaba con 19 artículos- se presentaba como un intento para reglamentar “la Ley 89 de 1890 en relación con los indígenas de las tribus de la Sierra Nevada y Motilones”. En efecto, esta ley -“por la cual se determina[ba] la manera como deb[ían] ser gobernados los salvajes que [iban] reduciéndose a la vida civilizada” (y que constituía la principal norma en relación con los pueblos indígenas después de la adopción de la Constitución de 1886)- solo había planteado los grandes lineamentos a escala nacional. En el artículo 41 indicaba que los “Gobernadores de Departamento” quedaban “encargados de dictar los reglamentos necesarios en desarrollo de esta ley y llenar los vacíos de la misma sin contravenir sus prescripciones”15. En este sentido, 26 años después de la publicación de la Ley 89, el Decreto 68 era el primero que -desde una escala local- buscaba reglamentar la situación de los pueblos indígenas en el caso del Magdalena16.
Lo interesante en este caso es que si bien la Gobernación había actuado en función de una solicitud expresa del Gobierno nacional17, el texto parecía redactado principalmente para atender las diferentes quejas del pueblo arhuaco. Así, en la exposición de las “consideraciones” que condujeron a la adopción del decreto, se reconocía que, de manera general, los reclamos de los arhuacos habían desempeñado un papel fundamental en la adopción de la norma: “Son frecuentes las solicitudes que los indígenas arhuacos presentan a este Despacho, en que se quejan de no gozar de las garantías que les otorgan las leyes”. El decreto se presentaba en este sentido como una medida progresista, dictada “con el objeto de propender a que los indígenas sean mejor tratados y a suavizarles la acción de la ley y de la justicia, para irlos con sus medidas atrayendo a la vida civilizada y su respeto y acatamiento por las autoridades y régimen administrativo”18.
Los encargados de crear la norma les habían solicitado a otros actores intervenir en su elaboración, pero de manera sorprendente estos guardaron silencio. Por un lado, la Gobernación había invitado a las autoridades religiosas; como el decreto afectaba la situación de las “Tribus residencias de las misiones del Vicariato Apostólico de la Goajira”, la Gobernación había pedido unos “informes al Sr. Vicario, Obispo de Citarizo”. Es importante aclarar la situación al respecto. Desde 1888, un grupo de capuchinos españoles había vuelto al norte de Colombia y el territorio de la sierra había sido incorporado en la jurisdicción de su misión (junto con La Guajira y los Motilones)19. Sin embargo, los misioneros tenían su centro de acción en Riohacha y, hasta la expedición del decreto, su presencia en la sierra así como su impacto en el mundo arhuaco habían sido relativamente limitados (en particular, porque el “sistema ambulante de catequización” utilizado hasta el momento no había dado buenos resultados). Pero la situación estaba a punto de cambiar: en 1914, la Ley 64 para la “reducción y civilización de unas tribus indígenas” había aprobado los fondos para la creación de un “orfelinato” en San Sebastián de Rábago (dos de estos habían sido construidos desde 1910 en San Antonio y Nazaret en La Guajira y un tercero, en la Sierrita), el cual sería efectivamente establecido a partir de 191720. A pesar de esta situación, el Decreto 68 indicaba en sus “consideraciones” que el Vicariato no había respondido a las solicitudes de la Gobernación.
Por otro lado, la Gobernación había invitado también a las autoridades civiles a rendir informes preparatorios; en Valledupar, al “prefecto” y al “alcalde” y, a escala local, a los “inspectores y comisarios de corregimientos y caseríos de indígenas”. Aunque ellos tampoco respondieron, se decidió promulgar el decreto debido a la insistencia de los arhuacos (y, como ya lo hemos resaltado, a las presiones de las instancias nacionales de Gobierno). Los dos últimos artículos (18 y 19) indicaban sin embargo que el decreto podía ser modificado una vez recibidos los informes, “si fuere el caso de reformar y adicionar el presente”. Las consideraciones terminaban de la siguiente manera: “Que no se han recibido esos informes aún, pero que habiendo repetido los indígenas sus solicitudes, es del caso disponer alguna reglamentación que podrá adicionarse y reformarse después”21. En este sentido, el decreto parecía reflejar las aspiraciones arhuacas principalmente. De hecho, en sus consideraciones generales, la norma resumía las diferentes quejas presentadas por los indígenas en sus varias delegaciones y memoriales, y la mayoría de los artículos fueron redactados para solucionarlas.
La primera preocupación estaba ligada a la cuestión de las autoridades políticas. Para responder a la inquietud según la cual los arhuacos “mejor servidos estarían con que sus autoridades fueran de la misma casta”, el primer artículo del decreto invitaba a que “los inspectores y comisarios de los corregimientos y caseríos de indígenas de que se trata [sean] nombrados por los alcaldes de los mismos naturales, cuando ellos así lo pidan”. Adicionalmente, un artículo instituía un consejo de indígenas encargado de “resolver asuntos dudosos que ocurran en relación con los indígenas y la administración de sus intereses” (artículo 16).
Un segundo grupo de quejas mencionadas por el decreto estaba ligado al tema de la explotación económica por parte de los civilizados. Como lo señalaban las consideraciones:
- Que se les extorsiona en las transacciones que hacen con los civilizados; que se les obliga a trabajar por un salario ínfimo, y que por pequeñas deudas que contraen y que no alcanzan a responder en el tiempo señalado se les quitan excesivas sumas y sus animales.
- Que los civilizados les llevan licores embriagantes a sus residencias, les dan excesivamente caras las mercancías, y en cambio les toman por menos de su valor el café, cueros o efectos que se producen en su territorio, valiéndose para ello de su ignorancia.
Para atender estas quejas, una serie de artículos pretendían reglamentar el problema de los “contratos”, con el objetivo de prevenir los abusos por parte de los colonos. Por un lado, el decreto indicaba que el “precio de la transacción” tenía que “estipularse con justicia dándoles a las cosas su verdadero valor y de ningún modo despreciando los artículos de los indígenas y si se trata de trabajos de ellos se les pagará al mismo precio que si fuere un civilizado” (artículo 3). Por otro lado, estipulaba que,
[...] cuando el indígena sea obligado a trabajar por concierto que haya hecho o porque se le condene a que pague lo que debe en trabajo, se vigilará para que el dueño del trabajo no vaya a imponerle tarea más gravosa que la que corresponde al día y al salario convenido. (Artículo 10)22
De manera general, el decreto insistía en el establecimiento de procedimientos formales. Toda transacción tenía que ser “presenciada por el inspector o comisarios” y “lo convenido” tenía que ser “escrito ante testigos” (artículo 2)23. Para más garantías, el inspector tenía que “nombrar al indígena de defensor un civilizado, empleo que desempeñará ad honorem consultando para el nombramiento al padre misionero”.
Un tercer eje se relacionaba con los atropellos cometidos por los mismos representantes del Estado y, en particular, con el cobro de impuestos injustos. El decreto reconocía que los arhuacos se habían quejado de haber sido “tratados con rigor” en relación con el “derecho de degüello” (“que se les cobra el impuesto aun cuando el beneficio de la res sea para matar el hambre y no para negocio de vender sus carnes”). Para mejorar esta situación, el artículo 7 obligaba a la “autoridad encargada de hacer efectivos los impuestos” a comprobar que “hay razón para pagar el impuesto” (y añadía que “en todo caso que el indígena se queje de injusticia no se hará efectivo el pago sin previa revisión del Sr. Alcalde, quien decidirá”). Del mismo modo, el artículo 8 buscaba controlar el uso de la mano de obra indígena para las obras públicas, explicando que “en los trabajos para la limpieza de los caminos y de los ejidos del pueblo, se fijará con equidad el servicio que hayan de prestar, y de ningún modo se les obligará a trabajar más de lo necesario”.
Finalmente, el último punto se refería a lo que podríamos llamar atropellos culturales, en el sentido de que se relacionaban con la posibilidad de asegurar la continuidad de una serie de prácticas propias (organizadas alrededor de los mamos). Los arhuacos se habían quejado -indicaba el decreto- “de que en sus fiestas se les prohíbe entregarse a sus bailes y recreos inocentes y tradicionales”. Para remediar esta situación, el artículo 17 precisaba que se les debía permitir “a los indígenas la celebración de las fiestas de costumbres”.
Los efectos (in)esperados de la norma
Esta primera lectura del decreto parece confirmar que se trataba de un texto cuya motivación principal era brindar protección a la población indígena. Sin embargo, un examen más detallado de la norma en su conjunto nos ayuda a entender en qué sentido inauguraba la que iba ser una de las décadas más violentas y trágicas de la historia arhuaca. No solo porque los principales atropellos de los cuales se habían quejado los delegados arhuacos siguieron existiendo (y profundizaron de este modo la pérdida de autonomía política, económica y cultural), sino porque nuevas amenazas aparecieron, ligadas en particular con la institucionalización de la misión (el robo de los niños para que fueran internados en el mal llamado “orfanato” era el símbolo más fuerte de estas nuevas amenazas). Como sucede a menudo, “el diablo está en los detalles” y el texto estaba escrito de tal manera que una serie de condiciones, en apariencia secundarias, producirían efectos prácticos opuestos a las intenciones anunciadas (e invalidarían de manera reiterada las demandas formuladas por los arhuacos). Así, es innegable que la protección que el texto pretendía darle a la población indígena solamente se puede entender en el marco de un entramado cultural particular, que se caracterizaba por una inferiorización sistemática de los pueblos indígenas.
En cuanto a la cuestión de la representación política, es evidente que la implementación del decreto condujo -desde el punto de vista arhuaco- a una pérdida clara de autonomía, al otorgarles a los misioneros y a las autoridades civiles nuevas competencias y un poder caracterizado por su alto nivel de discrecionalidad. Primero, si bien el decreto invitaba a nombrar inspectores y comisarios arhuacos, indicaba más adelante que “la petición” tenía que venir “con el dictamen del misionero residente de la misión” y resaltaba que, en el caso de que “ninguno de los indígenas estuviere en capacidad de prestar esos servicios”, el misionero tendría que “indicar el civilizado a quien debe nombrarse”. De este modo, los efectos producidos por el decreto fueron exactamente contrarios a lo que podríamos considerar como el espíritu de la norma. En vez de fortalecer la autonomía reivindicada por los arhuacos, su aplicación otorgaba un poder exorbitante a la Iglesia y a los colonos. Mientras que varios arhuacos habían ocupado el puesto de corregidor antes del decreto (principalmente los mencionados Carmen Izquierdo y Antonio Garavito), un examen atento de los archivos del corregimiento de San Sebastián muestra que casi todos los inspectores de policía de la década de 1920 fueron colonos. Las autoridades civiles y religiosas consideraban sencillamente - como se lo permitía el decreto - que ningún arhuaco estaba en capacidad de asumir estas posiciones de autoridad24.
La creación del Consejo Indígena -establecida por el artículo 16- no ofrecía gran consuelo al respecto; se trataba de una institución sin poder de decisión, directamente subordinada al inspector de policía y al padre misionero (quien la presidía). De esta manera, si el decreto parecía otorgar un nuevo espacio de participación política para los arhuacos, el hecho de que esta instancia fuera puramente consultiva contribuía a institucionalizar aún más la sujeción de los indígenas frente a las autoridades estatales y religiosas. Si bien el Consejo fue creado desde los primeros meses de 1917 y se reunió a lo largo de la década de 1920, sus prerrogativas se limitaban a resolver asuntos civiles y disputas menores, cuando así lo solicitaban el inspector o el director del orfelinato. En este sentido, se puede argumentar que la primera dimensión de la dinámica despojadora a la cual los arhuacos tuvieron que enfrentarse en estos años, se relacionaba con la pérdida de la capacidad para gestionar de manera autónoma los asuntos internos de la comunidad y para tomar decisiones políticas propias.
Algo muy similar sucedía en relación con las cuestiones económicas. Como lo hemos visto, una sección entera del decreto (artículos 2 a 6) estaba dedicada al problema de los contratos y buscaba prevenir los abusos por parte de los colonos. Pero, como en el caso de las autoridades políticas, es evidente que el decreto no condujo a reequilibrar las relaciones de poder. En efecto, la medida principal contemplada para regularizar las formas de contratación consistía en instaurar procedimientos formales. Ahora bien, en tanto los colonos y los misioneros aparecían como los garantes de estos procedimientos, el decreto solo podía contribuir a reforzar el poder de estos actores. Paradójicamente, el decreto pretendía proteger a los trabajadores arhuacos frente a los atropellos de los “civilizados”, pero tanto el inspector de policía (encargado de “presenciar las transacciones”) como el “civilizado defensor” de los indígenas, por lo general eran escogidos entre los mismos “patrones”. Así, los archivos del corregimiento de San Sebastián indican que los tres primeros “personeros” o “voceros” (Régulo García, César Mestre y Ernesto Pavajeau) eran todos dueños de fincas que contrataban a los arhuacos como mano de obra, utilizando el sistema de “matrícula”25. No es difícil en este contexto entender que no estaban en la mejor posición para “representarlos en todos sus compromisos y controversias”26.
Pero si el decreto pudo servir a propósitos directamente opuestos a los que defendía oficialmente, fue sobre todo porque había sido redactado con fórmulas demasiado imprecisas, que dejaban un margen considerable para quienes estaban encargados de su interpretación y de los arbitrajes (como en el caso de la evaluación de las capacidades requeridas para ocupar el cargo de inspector). No es extraño que las normas jurídicas se caractericen por su indeterminación y su elasticidad; como lo ha mostrado Pierre Bourdieu (2000), se trata en general de “textos cuyo sentido no se impone jamás de manera absolutamente imperativa” (162). Sin embargo, estas imprecisiones e incertidumbres eran particularmente asombrosas en el caso del decreto. El artículo 3 establecía por ejemplo que el “precio de la transacción” tenía que estipularse “con justicia dándoles a las cosas su verdadero valor y de ningún modo despreciando los artículos de los indígenas”. De la misma manera, el artículo 10 indicaba que, en el caso de los indígenas que trabajaban por “concierto”, “se vigilará para que el dueño del trabajo no vaya a imponerle tarea más gravosa que la que corresponde al día y al salario convenido”27. Si bien estas disposiciones parecían proteger los intereses de los indígenas, es evidente que los colonos, los misioneros y los arhuacos tenían maneras diferenciadas -para no decir opuestas- de entender el “precio justo” o el “valor verdadero” de un objeto. Tenían también interpretaciones distintas de lo que constituía una “tarea más gravosa que la que corresponde al día y al salario convenido”. Y es más evidente aún que no todos iban a ser reconocidos como intérpretes autorizados y legítimos de la norma; en esta lucha por el monopolio de la interpretación, los arhuacos se encontraban en una situación de clara desventaja28. Las autoridades regionales repetían regularmente que su “principal objeto” era “atender en preferencia a los ramos de agricultura y cuando se trata de matriculados con mayor razón”29. En este contexto, una carta en la cual el alcalde de Valledupar le ordenaba al corregidor de San Sebastián remitir “sin demora alguna, todos los indios que tengan compromiso por trabajo” permite entender, sin duda alguna, que las autoridades encargadas de la aplicación del decreto privilegiaban algunos intereses sobre otros:
Pues es un deber. Toda autoridad constituida prestarles garantía a las personas que se dedican a un ramo de industria pecuaria y agrícola, así como todo ciudadano que necesita el apoyo de la autoridad.30
No se requiere una interpretación muy profunda para entender que estos ciudadanos que requerían el apoyo y la protección de la Administración pública no eran precisamente los trabajadores arhuacos.
En este sentido, se puede argumentar que el decreto no contribuyó a reducir la explotación económica de los arhuacos, sino más bien a institucionalizarla y a inscribirla en la ley. Las prácticas de los colonos no sufrieron grandes cambios (en términos de pagos por tarea, endeudamiento, compromisos de trabajo, condiciones laborales, etc.), pero ahora se realizaban de acuerdo con el derecho, en el marco de los “contratos con cláusulas establecidos por el señor prefecto”. El sistema de mozos matriculados -que seguía vigente después de la adopción del decreto- constituía sin duda una práctica a la vez muy legal y muy violenta, la cual colocaba sistemáticamente a los trabajadores arhuacos en una situación de subordinación y de dependencia frente a los colonos de la región. Así, el estudio meticuloso que hemos realizado de la correspondencia entre el corregidor de San Sebastián de Rábago y el de Pueblo Viejo indica que, durante la década de 1920, gran parte de su actividad seguía girando alrededor de la necesidad de entregar a los “indios pedidos” a sus “respectivos patrones”. Y para obligar a los arhuacos a cumplir con sus “compromisos de trabajo” -adquiridos a raíz de un complejo sistema de deudas- los funcionarios no dudaban en utilizar todas las herramientas de la fuerza pública que tenían en su poder: fianzas, multas, comisiones de búsqueda compuestas por semaneros31 y colonos, arrestos, días de cepo, etc. Entonces, la segunda dimensión de las dinámicas del despojo que hemos intentado identificar se relacionaba, a nuestro modo de ver, con la institucionalización de estas formas de explotación laboral, que impedían indudablemente la continuidad de un modo de vida autosostenido.
Del mismo modo, podemos argumentar que el decreto no ofrecía muchas garantías para los arhuacos en cuanto al respeto por sus prácticas culturales, las cuales constituían la tercera dimensión en juego en las dinámicas de despojo. Si bien, como lo hemos dicho, el artículo 17 les reconocía oficialmente el derecho a celebrar sus “fiestas de costumbres”, esta protección estaba condicionada. Solo serían toleradas -enunciaba la norma- las tradiciones “inocentes”, que no proporcionaban “desagrados ni ultraje a la moral y buenas costumbres”. De nuevo, el decreto no incluía precisiones sobre los criterios concretos de definición, y les dejaba a las autoridades civiles y religiosas una autonomía muy amplia para establecer los límites de la moral y de la inocencia. Una vez más, la ausencia de reglas claras perjudicaba a los arhuacos. Como en los casos anteriores, las interpretaciones de las autoridades estaban basadas en ciertos principios éticos que reflejaban no unos valores universalmente compartidos sino una posición particular en el mundo, así como una visión situada. Durante la década de 1920, los misioneros emprendieron una lucha feroz contra las prácticas culturales arhuacas y, en especial, contra la acción de los mamos, a quienes consideraban abiertamente como sus enemigos. Los capuchinos se instalaron en San Sebastián con el objetivo claro de defender unos ideales de vida pensados como absolutamente contrarios a los de los arhuacos (caracterizados, desde su perspectiva, por “la indigencia, la barbarie y la verdadera esclavitud”32). El decreto sería utilizado, en este contexto, como un arma más en el proyecto de transformación radical de la nación arhuaca. La entrada en el supuesto mundo de la civilización -representado por el orfelinato- empezaba con transformaciones físicas y simbólicas: los misioneros cortaban el cabello de los niños, les quitaban el traje arhuaco y les prohibían hablar su lengua, el iku. Estos cambios en la apariencia exterior, que buscaban diferenciar claramente a los alumnos de la misión del resto de la comunidad, constituían un primer paso hacia la transformación de las mentes; las “alas protectoras” del orfelinato debían liberar a los estudiantes “de la ignorancia y supersticiones indígenas”33.
Finalmente, es importante resaltar que varios artículos del decreto -quizás los más significativos- no respondían a las quejas formuladas por los arhuacos. Primero, a pesar de que el vicario apostólico no había intervenido en la elaboración del decreto, este parecía escrito para preparar la pronta llegada de la misión. Así, varios artículos ponían explícitamente a las autoridades estatales al servicio de la futura misión34. El artículo 14 lo hacía en relación con una cuestión muy específica: la escolarización de los niños. Estipulaba que los inspectores y comisarios estaban en la obligación de
[...] requerir a los niños y niñas para que todos los días asistan a la escuela si la hubiere, y en los días de fiestas y domingos a la Santa Misa y demás prácticas piadosas que en el pueblo tengan lugar.
Si bien una escuela había funcionado en San Sebastián de Rábago desde el siglo XIX35, esta no parecía ser la verdadera preocupación del decreto. Como lo hemos señalado, los misioneros estaban a punto de construir un orfelinato en San Sebastián, para el cual iban a requerir el apoyo de las autoridades. No solamente para que los niños asistieran a la escuela, como lo indicaba el decreto, sino para que fueran internados y separados de sus familias. Y es en este sentido que las autoridades interpretaron el texto de la norma36. Así, por ejemplo, en una carta escrita en 1922 al inspector de policía de Atánquez, el inspector de San Sebastián hacía una referencia explícita al decreto para solicitar su colaboración en la persecución de “los niños y niñas que se fugan de este orfelinato” y que habían salido de su jurisdicción37. A lo largo de la década de 1920, este artículo se siguió aplicando con todo su rigor, en el marco de una guerra entre las familias arhuacas y las autoridades civiles y religiosas. Como las primeras se negaban a mandar a sus hijos al mal llamado orfelinato y hacían todo lo posible para ayudarlos a escaparse, los inspectores de policía eran solicitados de manera casi permanente para buscar a las decenas de niños que habían escapado. Para tal fin, conformaban comisiones -compuestas por colonos y semaneros- encargadas de recorrer el territorio hasta encontrar a los menores38. En 1926, por ejemplo, el corregidor Romelio Borrego le indicaba de manera muy clara al secretario de Gobierno en Santa Marta, que él cumplía “al pie de la letra el decreto de la Gobernación”:
Comoquiera que la mayor parte de los indios son refractarios a poner sus hijos en este Orfelinato, es lo que más les induce a presentarse ante Usted. Pero, yo, en todo caso, al fugarse cualquier niño perteneciente al Orfelinato, soy estricto en darle cumplimiento al artículo 1[4] del mismo decreto39.
El artículo 15 fortalecía todavía más esta alianza entre el Estado y la misión capuchina a escala local. Redactado con un grado de indeterminación aún mayor al de los otros artículos, el texto indicaba que los inspectores y comisarios estaban en la obligación de “darle apoyo al padre misionero en todo caso que se le pidiere para cumplir lo que le corresponde en relación con la misión”. Esto quiere decir que, formalmente, no había límites en lo que los representantes de la Iglesia podían pedir a las autoridades. En este sentido, este y los otros artículos ya mencionados (los que daban, por ejemplo, al director del orfelinato una influencia decisiva sobre todos los nombramientos o que le permitían actuar como presidente del Consejo Indígena40) otorgaban a los misioneros españoles una posición insoslayable en todos los aspectos de la vida local. Como lo hemos señalado, estos habían tenido hasta este momento un impacto muy limitado sobre los habitantes de la Sierra Nevada (ya que su principal técnica de evangelización consistía en organizar, desde su sede central en Riohacha, excursiones breves a diferentes pueblos, incluso a San Sebastián de Rábago). Sin embargo, el decreto anunciaba un cambio radical que implicaría, desde el punto de vista de los arhuacos, una mayor intervención estatal y misionera en sus vidas, así como un asalto muy profundo a su autonomía cultural y política: si, en este contexto, la pérdida del derecho a educar a sus propios hijos representaba indudablemente la forma más extrema de agresión cultural, el contexto general apuntaba a una transformación profunda de la sociedad arhuaca, la cual se veía entorpecida en su capacidad de reproducirse a sí misma41. Una carta del prefecto de Valledupar (José María Quiroz) al corregidor de San Sebastián de Rábago, escrita algunos meses después de la llegada de la misión, confirma que las autoridades tomaban este artículo muy en serio: “Cualquier aviso del misionero, debe Usted atenderlo y proceder”42.
Esta alianza entre las autoridades civiles y religiosas (así como la pérdida de autonomía de las autoridades arhuacas) aparece también de manera clara en un convenio firmado en agosto de 1918 entre el vicario apostólico de La Guajira y Sierra Nevada y el colono José María Sequeda, quien, como “Corregidor de este corregimiento de San Sebastián”, podía actuar “en representación y nombre de los indígenas de este pueblo” y como “fiel cumplidor de su voluntad”. El decreto indicaba que los arhuacos se comprometían a ceder “gratuita y espontáneamente al señor Vicario Apostólico de la Goajira dos casas de bahareque y barro con techo de paja [...] destinadas para habitación de los niños y niñas respectivamente del Orfanato de esta población”, así como a “componerlas siempre que sea necesario, sin retribución alguna”43.
Finalmente, el decreto instauraba una serie de restricciones a la autonomía arhuaca. La principal se relacionaba con la venta de licores, que era permitida en el caso de los arhuacos únicamente “para la aplicación benéfica de ellos como para remedio, alimentación, desinfección” (artículo 5). En caso contrario, indicaba el decreto, “el que haya vendido licor, lo perderá, y el indígena será reconvenido, y si se embriagare se les castigará correccionalmente de acuerdo con el Código de Policía” (artículo 6). Como en casos anteriores, estas medidas eran presentadas como beneficiosas para la población arhuaca y como una manera de atender a sus solicitudes. En la práctica, sin embargo, el efecto sería una profundización de las intromisiones por parte de las autoridades civiles y religiosas en sus vidas. Así, en septiembre de 1917, el corregidor de San Sebastián publicó un nuevo decreto44 en el que insistía en que “el uso específico que [los arhuacos] hac[ían] del aguardiente” los conducía a “malemplea[r] su dinero producto de su trabajo, mal gasta[r] su tiempo y entorpec[er] su avance por el camino de la civilización”. Confirmando la reconfiguración de las relaciones de poder a escala local, el decreto había sido adoptado para responder a las quejas formuladas por “la misión capuchina directora del orfelinato de San Sebastián”, la cual consideraba que “el fomento de ese vicio de los indios” era “pernicioso para la obra de la regeneración moral e intelectual de la tribu arhuaca que ellos han emprendido”. En este sentido, la insistencia en la cuestión del licor contribuía a reforzar las capacidades de control de las autoridades tanto civiles como religiosas. El decreto indicaba así que “ninguna de las ventas legalmente establecidas podrá dar al consumo sus licores a los indígenas arhuacos sin el previo permiso escrito en cada casa; firmado por esta inspección y el misionero capuchino residente en este lugar”.
Conclusion: “Más leyes, menos justicia..."
Este artículo buscó reconstruir una historia singular y paradójica: la de cómo un decreto que pretendía atender a una serie de quejas presentadas a las autoridades por los líderes arhuacos -basándose en una retórica de justicia y de equidad- se transformó en el instrumento que condujo, desde el punto de vista indígena, a una descomunal pérdida de autonomía45. Si bien todas las solicitudes formuladas por los arhuacos -en términos de reconocimiento de sus autoridades propias, de protección en contra de la explotación económica por parte de los colonos o del fortalecimiento de la autonomía cultural- parecían haber sido acogidas en el texto del decreto, las consecuencias prácticas de la norma fueron directamente contrarias a estas peticiones. En los años siguientes a la publicación del decreto, la región estuvo marcada por una compleja reorganización de las relaciones de poder y la década de 1920 se caracterizó por una profundización sistemática de los asaltos en contra de la autonomía arhuaca. Ahora bien, estas formas distintas de desposesión (en términos políticos, económicos y culturales) pueden pensarse como aspectos de una dinámica despojadora compleja y multidimensional, la cual no sucedió en ruptura con la legalidad sino, por el contrario, con todo el respaldo de la ley.
Por todo lo anterior, este caso ilustra de una manera ejemplar la idea de que el derecho constituye un “instrumento dócil, adaptable, ágil, polimorfo” (Bourdieu 2000, 178). La norma -debido a su imprecisión misma- requería un trabajo de interpretación para ser aplicada y esta lectura jurídica del decreto era necesariamente, al mismo tiempo, una lectura orientada por una serie de principios morales y políticos46. De este modo, las consecuencias prácticas del decreto no se desprendían del texto como tal sino más bien de la labor de interpretación necesaria para resolver estos malentendidos. En la medida en que el decreto había sido promulgado en el marco de un conf licto directo entre grupos cuyos intereses eran irreconciliables y cuyas normas (éticas, políticas o religiosas) eran a menudo antagónicas, la interpretación dominante del texto no podía complacer a todas las partes. Como lo hemos visto, las mismas palabras - equidad, justicia, buenas costumbres, etc.- podían ser empleadas para referirse a cosas y situaciones radicalmente diferentes. Ahora bien, esta batalla en la interpretación no se daba entre sujetos iguales: si los arhuacos habían logrado -a punta de enviar memoriales y quejas a las autoridades locales, regionales y nacionales- inscribir algunas de sus reivindicaciones en el decreto, la relación de fuerza con las autoridades civiles y religiosas los excluía de la interpretación del texto y de su aplicación. Lejos de ser imparciales, los encargados de dar una realidad práctica al texto utilizaron toda la autonomía y el poder discrecional que el decreto les otorgaba para transformar este último en un instrumento al servicio de los intereses de la misión y de los “civilizados”. Como en muchas situaciones coloniales, el derecho servía como dispositivo de poder para proteger el orden y la seguridad, pero solamente para algunos actores. Para los otros, no solamente se intensificó la violencia, sino que se volvió legal. En este sentido, el decreto contribuyó a fortalecer -utilizando la fuerza del derecho- un orden sociorracial basado en la institucionalización de una desigualdad profunda entre personas inscritas en grupos diferenciados.
Frente a los múltiples atropellos, sin embargo, los arhuacos no se quedaron como víctimas pasivas. Durante las siguientes décadas, varios de ellos -empezando por Juan Bautista Villafaña- se siguieron organizando y libraron más campañas para oponerse a la presencia misionera y a los abusos por parte de las autoridades y de los colonos47. En el marco de estas nuevas movilizaciones, los arhuacos introducirían en su vocabulario una nueva palabra para denunciar la situación que el decreto había hecho posible: la de despojo48. Si bien los líderes arhuacos utilizaron principalmente esta categoría -a lo largo del siglo XX- para hacer referencia a los procesos de usurpación, legal o ilegal, de tierras de los cuales eran víctimas, la historia que hemos contado nos invita a pensar el despojo como un proceso situado y multidimensional, en donde la cuestión territorial puede tener un papel fundamental pero no exclusivo. Es en este sentido que nos parece útil distinguir los usos nativos de la categoría -centrados generalmente en la cuestión de la tierra- de otros usos analíticos posibles, basados en una definición más amplia.
Por razones entendibles, las luchas indígenas -que se inscriben en una historia larga que se remonta a la Conquista misma, a la época de las encomiendas y del repartimiento de indios- han hecho de la defensa del territorio un eje recurrente y esencial de sus procesos de resistencia. Sin negar este carácter crucial de la tierra, una perspectiva historizada nos invita a resaltar el hecho de que los procesos y mecanismos de despojo han ido variando. Como lo hemos visto a partir del caso estudiado en este artículo, la categoría de despojo puede ayudarnos a pensar procesos complejos que -tanto dentro como fuera de la ley- involucran una variedad de atropellos en distintos niveles políticos, económicos y culturales. Esta ampliación de la definición nos lleva a pensar conjuntamente diversos fenómenos y situaciones que -desde nuestro punto de vista- merecen ser analizados como partes de una misma dinámica general de desposesión, pero que tienden a ser considerados de manera separada. En nuestro entendimiento, la pérdida de la capacidad de nombrar a sus autoridades propias, las formas institucionalizadas de explotación laboral, así como la voluntad sistemática de acabar con una serie de prácticas culturales (en particular, gracias a la tecnología de los orfelinatos) pueden ser conceptualizadas como diferentes facetas de un mismo proceso histórico. No obstante, el hecho de construir el concepto de una manera más amplia no quiere decir que estas diferentes dimensiones se confundan entre sí (o que todo pueda ser pensado como despojo indiscriminadamente). Es evidente, por ejemplo, que el despojo de bienes (como tierras y ganados) obedece a lógicas muy específicas e involucra mecanismos singulares en relación con las demás formas de pérdidas que hemos identificado como dimensiones de las dinámicas despojadoras. Pero, si bien cada dimensión tiene su particularidad, no se pueden concebir de manera totalmente independiente y aislada.
Queremos argumentar, en efecto, que las diferentes formas de pérdidas involucradas en las dinámicas despojadoras se vienen combinando y articulando de distintas maneras entre sí y que existen entre ellas ciertas continuidades. En este sentido, según los contextos históricos, se pueden trazar lo que podríamos llamar configuraciones de despojo en las cuales la propiedad de la tierra y las formas de acaparamiento tienden a desempeñar un papel central, pero que se pueden combinar con otras formas de desposesión política, económica y cultural. De este modo, la noción de configuraciones de despojo invita a pensar -en un mismo marco analítico- fenómenos que se parecen entre sí pero que no comparten una esencia común. Siguiendo una concepción del trabajo conceptual basada en la idea de “parecidos parciales”, más que en el modelo aristotélico de la definición -el cual apunta a la identificación de condiciones necesarias y suficientes49-, se trata de reconocer que los fenómenos a los que llamamos despojadores se caracterizan por ciertas similitudes, pero que no es necesario ni posible suponer que existe entre ellos una homogeneidad total. Así, si bien hay una serie de pérdidas o desposesiones que aparecen de manera recurrente en los procesos despojadores, estas no ocurren nunca de la misma manera en todos los casos -en algunas situaciones, por ejemplo, la dimensión cultural es central y, en otras, no-. Como lo hemos visto, las diferentes dimensiones a través de las cuales opera el despojo (y que no se reducen exclusivamente a la cuestión territorial) se entrecruzan y se superponen de un modo siempre específico que, en últimas, determina la singularidad de cada dinámica despojadora, la cual está históricamente situada. En este sentido, pensar el despojo a partir de esta idea de configuraciones diferenciadas nos invita a investigar empíricamente cómo diferentes formas de desposesión se relacionan unas con otras para conformar una red compleja de “semejanzas de familia”. Así, la dinámica despojadora que hemos intentado describir aquí -en relación con el caso particular de la Sierra Nevada en la década de 1920- se caracterizaba, por un lado, por su fuerte dimensión legal y, por el otro, por la articulación de agresiones y afrentas en varios niveles (culturales, económicos y políticos) más allá de la sola tierra.