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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.54 no.1 Bogotá Jan./June 2018

https://doi.org/10.22380/2539472x.381 

Artículos

Combinar etnografía y sociohistoria: de la unidad de las ciencias sociales a la complementariedad de los métodos

Combining Ethnography and Socio-History: From the Unity of the Social Sciences to the Complementarity of Methods

Paul Pasquali* 

* Doctor en Ciencias Sociales de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Ehess). Es investigador del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) y miembro del Centre Universitaire de Recherches sur l'Action Publique et le Politique (Curapp). Recientemente publicó “La política de la ‘historia desde abajo': Edward P. Thompson. Historiador, activista y polemista” (Nueva Sociedad 265 [2016]: 164-172) y “La culture du pauvre: un classique revisité. Hoggart, les classes populaires et la mobilité sociale”, con Olivier Schwartz (Politix 114 [2016]: 21-45). pasqualipaul@gmail.com.


RESUMEN

Este artículo explora los retos historiográficos, empíricos y teóricos de la combinación de los métodos etnográficos con la sociohistoria. Muestra por qué y de qué manera la unidad de las ciencias sociales se despliega en la complementariedad activa de la etnografía y la sociohistoria. El análisis de los aspectos concretos de esta complementariedad permite explorar la cuestión de la interdisciplinariedad, más allá del discurso de las “alianzas” o del “intercambio” entre las disciplinas. Contra el prejuicio de que los archivos les pertenecen a los historiadores y el “campo” a los antropólogos y sociólogos, se trata de contestar la siguiente pregunta: ¿en qué tipo de trabajo historiográfico se origina esta complementariedad de métodos y a qué usos y categorías se refiere concretamente hoy en día?

Palabras clave: etnografía; archivos; interdisciplinariedad; ciencias sociales

ABSTRACT

This article explores the historiographical, empirical, and theoretical challenges of combining ethnographic methods with sociohistory. It shows why and how the unity of the social sciences displays itself in the active complementarity of ethnography and sociohistory. The analysis of the concrete aspects of this complementarity allows us to reformulate the issue of interdisciplinarity beyond the discourse of “alliances” or “exchanges” between the disciplines. Against the prejudice that archives belong only to historians and the “field” to anthropologists and sociologists, we attempt to answer the following question: in what kind of historiographic work does this complementarity of methods originate, and what uses and categories does it refer to today concretely?

Keywords: ethnography; archives; interdisciplinarity; social sciences

A pesar de numerosos intentos por mantener las ciencias sociales separadas, todas comparten la misma base epistemológica, cuyos contornos fueron definidos por Jean-Claude Passeron ([2006] 2011). Esta base común se caracteriza por una estrecha relación de la historia, la antropología y la sociología con contextos espaciotemporales relativamente singulares e irrepetibles. Los científicos sociales no pueden usar el lenguaje formal y universal de las matemáticas o de la física. Necesitan utilizar conceptos que, según Passeron, son “seminombres propios” que sirven para situar sus observaciones e interpretaciones. Pero esta especificidad no reduce el carácter científico de las ciencias sociales, solo requiere que consideremos todas sus implicaciones, empezando por no tratar las investigaciones en ciencias sociales como si fueran experimentos de laboratorio. Además, a diferencia del razonamiento deductivo característico de las disciplinas nomológicas, en las que teoremas e hipótesis previos son requisitos fundamentales, hay que admitir plenamente la centralidad que ocupa el razonamiento inductivo en las ciencias sociales y que opera en las idas y vueltas entre el terreno empírico y la teoría. Podríamos decir que ahí reside el corazón epistemológico de la unidad de las ciencias sociales.

Sin embargo, esta unidad no es nada obvia. Defendida y aplicada en varias formas, desde Durkheim y Mauss hasta Febvre y Bloch, pasando por Braudel y Bourdieu -para limitarnos al caso francés, donde tiene una historia tan rica como tempestuosa (Silva 2007, 17-42)-, en ocasiones esta idea fue utilizada, paradójicamente, para preservar las fronteras entre las disciplinas. Cada vez que un antropólogo, un sociólogo o un historiador, en nombre de la interdisciplinariedad, se esfuerza por delimitar los derechos y las obligaciones de “su” disciplina, admite de hecho la existencia de un dominio reservado, incluso cuando se trata de invocar una “alianza” transdisciplinaria (Bosa 2011). Si muchos llamados a favor de una mayor interdisciplinariedad fueron ignorados, no será porque contribuyen -quizá involuntariamente- a perpetuar la idea de que la unidad de las ciencias sociales se basa en una distribución de funciones complementarias y distintas, en la que cada disciplina está dotada con sus propios métodos y sus propias preguntas. En este contexto, el pasado pertenece a priori a la historia, el presente a la sociología y las sociedades exóticas o “primitivas” a la antropología. Afortunadamente, esta división de tareas está bastante refutada por los hechos: ¿quién puede negar que el pasado les interesa también a los sociólogos y a los antropólogos? ¿Que la “historia de los historiadores”, al menos desde Marc Bloch, se escribe y se inscribe en el presente? ¿O que la antropología ha dejado, desde hace tiempo, de ser la ciencia colonial de los pueblos colonizados? De modo más fundamental, el hecho de seguir hablando de la sociología, de la historia y de la antropología, en singular, genera reificaciones abstractas: el hacer de cada disciplina un país o un continente separado mantiene la ilusión sustancialista de la que hablaba Wittgenstein, que hace corresponder a cada sustantivo su propia sustancia. En lugar de insistir en las diferencias intrínsecas o, aún más, en la idiosincrasia terminológica, se puede señalar toda una serie de analogías metodológicas y de problemas comunes.

De hecho, en el mismo plano de las prácticas de investigación existe un terreno compartido, con los mismos requisitos de establecimiento de los hechos, de administración de las pruebas, de crítica de las fuentes, de explicitación de los términos de la investigación y de generalización por medio de inducciones controladas. En este sentido, la mejor manera de examinar el contenido y medir el valor heurístico de la unidad de las ciencias sociales no consiste en seguir las “buenas recetas” de los manuales, en construir nuevos “paradigmas” o en revivir viejas disputas teóricas, sino en interrogar las operaciones concretas en las que se actualiza esta unidad. Intentaré hacerlo en este artículo mediante varios ejemplos de complementariedad de los métodos etnográficos e históricos en las ciencias sociales. Se trata de una complementariedad mucho más antigua y común de lo que pensamos, aunque todavía es frecuente la asignación de un método privilegiado a cada disciplina: la etnografía para los antropólogos y (cada vez más) los sociólogos, y los archivos para el historiador.

Apoyándome en mis estudios sobre la historia de las ciencias sociales francesas y en mis investigaciones etnográficas sobre las experiencias de movilidad social, voy a tratar de contestar la siguiente pregunta: ¿en qué tipo de historia se origina esta complementariedad de métodos y a qué usos se refiere concretamente hoy en día? Para aportar algunos elementos de respuesta, después de describir brevemente la génesis de las definiciones y de los usos de la etnografía y de la sociohistoria, consideraré algunos problemas empíricos y teóricos de la articulación entre ambos métodos. Asumiré en mi discurso un punto de vista particular, pero no particularista: el de un sociólogo amante de todas las ciencias sociales, miembro de un proyecto pedagógico internacional, cuyo objetivo es crear nuevos puentes transatlánticos y transdisciplinarios entre París, Bogotá y Buenos Aires1. A partir de mis reflexiones sobre la historia y la trayectoria de las ciencias sociales, principalmente en Francia, quisiera plantear un diálogo con las trayectorias académicas de otros países y otros hemisferios.

Definiciones y luchas simbólicas: ¿qué queremos decir con los términos etnografía y sociohistoria?

No existe una definición única y perfecta de estos métodos; más bien existe una diversidad relativa de definiciones que son objeto de luchas simbólicas entre varios autores para imponer una perspectiva legítima de lo que “es” la etnografía o la sociohistoria, o mejor dicho, de lo que debería o no debería ser “normalmente” cada uno de estos métodos. Podemos notar, para empezar, que la palabra etnografía es bastante antigua, mientras que sociohistoria es un neologismo. Pero estos métodos no están vinculados a los mismos problemas ni a las mismas tareas.

La etnografía: de “técnica auxiliar” a “método central”

Antes de convertirse, en Francia, en el “método central” de los antropólogos y, después, de los sociólogos “de campo”2, la etnografía era, a principios del siglo XX, una “técnica auxiliar” de la antropología, con un estatus subalterno y sin mirada científica inmediata. Su uso estaba reservado a unos pocos aficionados (eruditos, coleccionistas, misioneros) y a los representantes del Estado (administradores coloniales, profesores de primaria, diplomáticos) en contacto directo con las sociedades llamadas “primitivas”, ya fueran distantes (en las colonias africanas y asiáticas, en particular) o pertenecientes a la metrópolis (campesinos y artesanos, entre otros).

La etnografía fue primero un modo de recolección de materiales empíricos (objetos, narraciones de mitos, observaciones de escenas folclóricas, etc.). Durante mucho tiempo, esta recolección fue delegada a personas -los etnógrafos- que no tenían el papel de interpretar dichos materiales: esta tarea, considerada más prestigiosa, era reservada a los etnólogos, cuyo trabajo consistía en analizarlos en la escala de un área geográfica, sin pretensión teórica. En cuanto al término antropólogo, este estaba reservado a los investigadores que se otorgaban el derecho de producir amplias síntesis, grandes comparaciones y generalizaciones teóricas. De ahí la expresión “antropología de poltrona” (Weber 2015).

Después de la Segunda Guerra Mundial, la etnografía se convirtió en la base fundamental de una antropología social científica, gracias a una serie de innovaciones que ocurrieron simultáneamente en Gran Bretaña y Francia. A su regreso de las islas Trobriand en 1922, Malinowski marcó un punto de inflexión con su libro Argonautas del Pacífico occidental, donde explicaba las razones y modalidades del estudio de los “imponderables de la vida real”, observados en la larga duración al lado de los aborígenes, sin intérprete ni informante. Malinowski forjó un modelo en el que el antropólogo es también el etnólogo que va a campo para asumir las tareas del etnógrafo. La observación participante y el diario de campo son la herencia directa de esta “revolución malinowskiana”, como se suele llamar, aunque no se trate de una verdadera revolución ni de un cambio limitado únicamente a Malinowski (Stocking 1992). De hecho, en la misma época, la inmersión en campo fue practicada en Francia por otros investigadores, como Robert Hertz, autor de estudios etnográficos redescubiertos hace poco, basados en lo que en Francia se llamaba entonces “investigaciones al aire libre” (Hertz [1913] 2015). Por otro lado, es un poco abusivo hablar de revolución -al menos en Francia-, porque la división del trabajo empírico quedó ampliamente fundada sobre este esquema y porque el libro de Malinowski no fue traducido al francés sino hasta 1963, o sea, 41 años después de su primera publicación en inglés3.

La escuela durkheimiana, por ejemplo, estaba basada en la separación jerárquica entre investigadores de campo e intérpretes teóricos. El privilegio de la generalidad incumbía a la sociología en el sentido de “ciencia social” que le daba Durkheim, al unificar y coronar a todas las disciplinas particulares que analizan la vida de los seres humanos en sociedad. De hecho, la etnografía quedó en un lugar periférico en el ámbito de la sociología francesa hasta los años sesenta. Antes, era una subdisciplina muy importante junto con los estudios rurales, que tenían sus mayores representantes en el Museo de Artes y Tradiciones Populares en París y cuyo principal objetivo era “recolectar” los testimonios de grupos humanos (los campesinos, en particular) considerados como auténticos especímenes de estilos de vida en vías de extinción (Weber 2000). El mismo Marcel Mauss, pese a que enseñó y codificó la etnografía como una noble tecnología científica al servicio de la antropología y de la sociología, nunca hizo una investigación de campo. Tampoco la hizo Paul Rivet, pilar del Museo del Hombre, institución clave de la etnografía francesa de los años treinta a los cincuenta, quien influenció a varias generaciones de investigadores sudamericanos después de su emigración a Colombia (De l'Estoile 2007), donde fundó el Instituto Colombiano de Antropología.

Durante tres décadas, para estos investigadores fue obvio que era preciso salvar del olvido a las víctimas de la urbanización masiva de Francia. Por supuesto, el estilo muy teórico de la antropología de Lévi-Strauss y de muchos sociólogos franceses antes de los años sesenta no permitió superar esta división entre dimensiones teóricas y dimensiones empíricas. En Francia, todo eso cambió radicalmente en los años sesenta y setenta, después de un “redescubrimiento” que contribuyó a evoluciones cruciales. Este redescubrimiento ocurrió en el contexto de las luchas anticolonialistas, donde muchos antropólogos franceses llamaron a romper con la “Gran División” entre los pueblos “Otros” y las metrópolis occidentales colonialistas (Lenclud 1996). Algunos se dedicaron, entonces, a estudiar su propio país y reconocieron por fin a sus colegas nacidos en las sociedades colonizadas -que hasta entonces eran solo sus “informantes”- como investigadores autónomos.

Por su parte, los sociólogos se abrieron poco a poco al trabajo de campo. Aunque entre ellos la estadística era -y sigue siendo- la técnica noble por excelencia, esta perdió su prestigio desde el momento en que se dieron cuenta de las limitaciones de la separación entre la esfera teórica y la esfera empírica, así como entre las estadísticas y las observaciones. En ese contexto, Bourdieu y sus colaboradores desempeñaron un papel importante contra la antropología objetivista de Lévi-Strauss y contra el positivismo hiperempírico que dominaba entonces entre los investigadores franceses y estadounidenses. No hay que olvidar que Bourdieu, conocido hoy mundialmente como un gran sociólogo, construyó sus primeras hipótesis y sus primeros conceptos en el marco de trabajos de campo etnológicos realizados en Argelia (Bourdieu y Sayad 2017) y en el Béarn, la región de Francia donde nació (Bourdieu 2004).

Así que Bourdieu no tiene nada que ver con el filósofo en diálogo permanente con Foucault, Derrida y otros autores, que algunos suelen evocar cuando hablan de la supuesta “French Theory”, creación estadounidense que no tiene ningún sentido en el contexto francés. Bourdieu tampoco reivindicó nunca la herencia empirista-pragmatista de la “escuela de Chicago”, como lo hacen hoy muchos sociólogos franceses que usan exclusivamente la palabra etnografía para definirse a sí mismos. Sus investigaciones se inscribieron, ante todo, en la tradición durkheimiana (renovándola mediante el estudio de Marx y Weber), así como en la reapropiación crítica de Lévi-Strauss y de la etnografía folclorista rural o colonial, que muy temprano quiso conectar con sus lecturas de la antropología culturalista norteamericana (Linton, Benedict y Mead, sobre todo). En este proceso de reapropiación, un autor menos conocido tuvo un papel esencial para Bourdieu: Marcel Maget, uno de los pocos etnógrafos franceses (con Germaine Tillon) que no se había adherido a la ideología reaccionaria del régimen de Vichy4 durante la Segunda Guerra Mundial (Maget 1993). Al parecer, este régimen tenía muchos vínculos con los principales representantes de los estudios rurales, aunque todavía hay muchos debates sobre el tema (Weber 2000).

Bourdieu admiraba mucho a Maget y sus principios rigurosos de organización del trabajo de campo. La observación directa de los comportamientos culturales era su método principal para analizar los hechos sociales a escala de los pequeños grupos humanos, cuyos miembros se conocen, si no personalmente, al menos de forma indirecta. Por ello, la guía metodológica de Maget ([1953] 1962) forma parte de los textos citados por Bourdieu, Chamboredon y Passeron en El oficio de sociólogo ([1968] 2008). Aunque con poca influencia a escala institucional, Maget también fue muy importante después de la Segunda Guerra Mundial en la creación de una etnografía de las culturas populares europeas, distinta de los primeros estudios folclóricos de las tradiciones rurales y artesanales locales “típicas” de Francia. Uno de sus aportes que sigue siendo clave, aunque poco citado, es su análisis de las ilusiones típicas de los intelectuales, incluso progresistas, cuando describen los estilos de vida de los grupos dominados (Maget 1968, 1262-1279). Luego, la misma idea estaría en el centro de las reflexiones de Claude Grignon y Jean-Claude Passeron ([1989] 1991) sobre el populismo y el miserabilismo en la literatura y en las ciencias sociales.

La palabra etnografía se difundió en Francia mucho más tarde, en los años ochenta y noventa, para simbolizar un estilo de sociología distinto de la sociología cuantitativa, pero también para marcar la diferencia con la mayoría de las investigaciones cualitativas basadas únicamente en entrevistas dirigidas. Y acabó por perder la fuerza distintiva que tenía al inicio cuando fue finalmente utilizada para describir cualquier tipo de investigación cualitativa. Con la apropiación del método etnográfico, la gran mayoría de los sociólogos cualitativos franceses trató de apropiarse de una imagen positiva que connota la apertura intelectual, la polivalencia y el rigor, en un contexto caracterizado por la pérdida de prestigio del marxismo, de la especialización metodológica y de los grandes modelos teóricos de origen estadounidense: los de Parsons, Merton y Lazarsfeld.

Una definición clara y coherente de la etnografía contemporánea, válida entre la mayoría de los sociólogos europeos y, en el caso de Estados Unidos, entre los autores que publican en la revista Ethnography5, es que esta consiste en un razonamiento inductivo que se caracteriza al menos por cuatro elementos: primero, el largo tiempo que se pasa en un mismo sitio de investigación; segundo, el compromiso constante e íntimo del investigador con la vida cotidiana de los sujetos investigados; tercero, su voluntad de incluirse en el objeto de su investigación, no como un observador neutral e imparcial, sino tomando en cuenta los efectos de su presencia sobre el comportamiento de los investigados; cuarto, la atención prestada a las maneras de percibir el mundo social (en general) de los sujetos investigados desde la perspectiva (particular) de su propio universo, lo que implica reflexionar sobre su discurso y sobre los diferentes papeles sociales que cada uno de ellos desempeña en cada “escenario” de su mundo social (Weber 2001).

En términos más técnicos, la etnografía se define por la importancia de la observación directa, por la redacción sistemática de un diario de campo -materia prima que tiene tanto valor como otras fuentes de primera mano- y por la exigencia de hacer entrevistas de larga duración, poco dirigidas aunque preparadas, acompañadas por observaciones reiteradas, en la medida de lo posible, para tomar en cuenta el efecto de los contextos de enunciación (Beaud 1996b). En esta definición se aprecian dos diferencias importantes con respecto al sentido inicial que se le dio a la etnografía en Francia. Por un lado, ahora los etnógrafos no son todos antropólogos y, por otro lado, son las mismas personas que en principio realizan todas las fases del trabajo: definición de las hipótesis, recolección de los materiales, transcripciones, análisis de datos, conceptualización, redacción final, etc. Por eso mismo, algunos sociólogos prefieren calificarse como etnógrafos.

La palabra etnografía se convirtió en una nueva arma para diferenciarse y oponerse a los investigadores cualitativos que no realizan observaciones de campo y que no trabajan de manera inductiva. Hoy en día, entre los investigadores que mejor encarnan esta etnografía “à la française”, más que estrictamente “francesa” (ya que se inspira en autores de varias nacionalidades), los dos más conocidos son Florence Weber y Stéphane Beaud, autores de una guía de referencia para los etnógrafos (Beaud y Weber 1997) y de numerosos trabajos etnográficos claves (Weber 1989, 2005; Beaud 1996a, 2002). Ellos no representan una escuela unificada, pero enseñaron durante mucho tiempo en la misma institución en París, la Escuela Normal Superior6, que es un lugar fundamental de producción de un saber etnográfico heredero, y a la vez crítico, de Bourdieu y de la tradición durkheimiana.

Florence Weber no tiene vínculo de parentesco con el viejo Max. Hizo su doctorado bajo la dirección del etnólogo Gérard Althabe, después de haber sido alumna de Jean-Claude Chamboredon, coautor de El oficio de sociólogo y principal responsable del primer equipo de Bourdieu hasta mediados de los años setenta. También fue influenciada por Alban Bensa, autor con Jean Bazin de un texto-manifiesto contra Lévi-Strauss y todos los estructuralismos en las ciencias sociales (Bazin y Bensa 1979). Se trata del prefacio a La razón gráfica, obra maestra del antropólogo británico Jack Goody, publicada en francés en 1979 por Bourdieu (Goody 1979). Para muchos sociólogos y antropólogos franceses, este prefacio fue más influyente que el libro mismo.

Stéphane Beaud fue, por su parte, el alumno de Chamboredon, pero también y sobre todo el compañero de trabajo durante muchos años de Michel Pialoux, colaborador de Bourdieu y colega de Jean Bazin y Alban Bensa en la Sorbona en los años setenta. Pialoux tiene la particularidad de haber sido uno de los primeros etnógrafos en la sociología francesa. Realizó un trabajo de campo de muy larga duración (quince años) sobre los obreros de la fábrica Peugeot, con entrevistas biográficas reiteradas y muchas observaciones in situ. Su investigación fue completada por la de Beaud y, después, ambos autores escribieron una obra clásica en Francia, traducida recientemente al español, Repensar la condición obrera (Beaud y Pialoux [1999] 2015)7. Beaud ha sido y sigue estando activo en los debates sobre métodos etnográficos y publicó un artículo que tuvo mucha relevancia para las nuevas generaciones de etnógrafos, titulado “En defensa de la entrevista etnográfica” (Beaud 1996b)8, en el cual insistía en la necesidad de tomar en consideración la trayectoria biográfica detallada de cada sujeto investigado como elemento fundamental de la historia de un grupo social y de una sociedad en su globalidad.

La sociohistoria: un método más allá de las fronteras disciplinarias

La historia de la etnografía no es tan interesante en sí misma sino por el hecho de que, a mediados de la década de los ochenta, la trayectoria de sus representantes más emblemáticos en Francia se cruzó con la de politólogos, historiadores y sociólogos que trabajan con archivos. Esta convergencia dio luz a una nueva corriente intelectual que adhería a un método común, lo que pronto tomaría el nombre de socio-histoire.

A finales de los años ochenta, Beaud y Weber participaron, junto con otros sociólogos, politólogos e historiadores, en la creación de la revista Genèses. Sciences Sociales et Histoire, la que más nítidamente simboliza lo que se suele llamar sociohistoria hoy en día en Francia, y su subtítulo sugiere bien la ambición unificadora de sus fundadores. De hecho, esta revista representa una iniciativa original porque incluye a representantes de todas las ciencias sociales, sin excepción, alrededor de un proyecto común crítico de los varios abusos positivistas o especulativos en las ciencias sociales. No es una casualidad si la misma revista también ha sido fundamental en la promoción de la etnografía “à la française” que acabo de evocar. La convergencia de los proyectos de sus fundadores se explica por su voluntad de combinar etnografía y sociohistoria y, sobre todo, de superar otra “gran división”: la que hay entre el pasado y el presente. Esta división sigue existiendo a pesar de todos los esfuerzos de los historiadores de la revista Annales, quienes encarnaban en las décadas anteriores un ideal interdisciplinario muy ambicioso, aunque ambiguo (Bosa 2011).

Entre los investigadores más involucrados en la creación de Genèses, se destacan el historiador Gérard Noiriel, el politólogo Michel Offerlé y el sociólogo Christian Topalov. Todos fueron marxistas y militantes del Partido Comunista Francés hasta los años ochenta. Realizaron numerosos estudios y enseñaron luego a varios investigadores que dieron cuerpo a la sociohistoria como método o, mejor dicho, como “modo de hacer” (Buton y Mariot 2009). Como todos los neologismos, el término sociohistoria no tiene una definición completamente estabilizada, incluso entre estos tres investigadores. Así, Gérard Noiriel, autor de un pequeño manual sobre la sociohistoria (Noiriel [2006] 2011), le asigna un campo de objetos bien definidos: las relaciones de dominación “a distancia” típicas de las sociedades burocráticas en el sentido de Max Weber, las cuales sustituyen o complementan las relaciones de poder personalizadas y localizadas que, desde mediados del siglo XX, se han vuelto menos centrales. Por su parte, Michel Offerlé y Christian Topalov ponen mayor énfasis en una concepción de la historicidad de los grupos, de las taxonomías y las prácticas sociales, en ruptura no solo con la obsesión genealógica del “origen” y del “principio”, sino también con el privilegio tradicionalmente otorgado por la historia social a la larga duración y a las entidades colectivas. Por lo tanto, consideran que una serie de requisitos comunes a todas las ciencias sociales forman también la base de la sociohistoria: primacía de los datos empíricos, reflexividad metodológica, combinación de varias escalas de observación, énfasis en las relaciones de dominación y las relaciones entre individuos e instituciones.

Más allá de sus diferencias, estos tres autores tienen en común una crítica a la idea de que la historia les pertenece solo a los historiadores y de que el dominio de los sociólogos es el presente. En la línea de las reflexiones de Marc Bloch y Norbert Elias, la sociohistoria se construyó alrededor de la idea de una pluralidad de historicidades, que no se pueden reducir al pasado, en el sentido de una época antigua poblada por gente muerta. Por lo tanto, se trata de prestar atención no solo al “pasado del presente”, sino también al “pasado del pasado”, sin descuidar todos los “posibles laterales” olvidados o derrotados que constituyen el “presente del pasado” (Buton y Mariot 2009). Noiriel, Offerlé y Topalov insisten en distinguir su enfoque de la historia social y de la sociología histórica: en primer lugar, la sociohistoria nunca se reduce al estudio del pasado distante, cristalizado en un “origen” o un momento inaugural estático; en segundo lugar, el uso de los archivos es una condición necesaria pero no suficiente, ni asimilable a un complemento empírico puntual y secundario de la investigación de campo. Este compromiso con una complementariedad exigente de los métodos está vinculado a una concepción de las ciencias sociales que pone énfasis en las maneras análogas de construir el objeto y una reflexividad presente en todas las etapas de la investigación.

Entre estos autores y los investigadores que formaron o inspiraron la sociohistoria hay un aire de familia, pero no se trata de una verdadera “escuela”. Aunque existen fuertes similitudes entre los estudios que movilizan de manera más o menos abierta la etiqueta “sociohistoria”, el eco encontrado por los métodos sociohistóricos varía en función de las afiliaciones disciplinarias oficiales9. La sociohistoria ha renovado ampliamente los métodos de los politólogos franceses, con lo que ha contribuido a una “sociologización de la ciencia política” a expensas del papel histórico desempeñado por los juristas en esta disciplina. Sus impactos en la sociología y la historia, sin embargo, son menos claros. Hay cada vez más sociólogos, especialmente entre los más jóvenes, que combinan la etnografía y el estudio de los archivos, pero no siempre quieren asumir el término sociohistoria por temor a ser percibidos como “falsos sociólogos” que tampoco son “verdaderos historiadores”. En cuanto a los historiadores, algunos rechazan la sociohistoria, a la que acusan de importar una jerga sociológica innecesaria y potencialmente anacrónica, pero hay otros, en particular entre las últimas generaciones, que erigen la sociohistoria en modelo para analizar los fenómenos culturales y políticos con preguntas, conceptos y métodos tomados de las otras ciencias sociales.

Más allá de los usos explícitos de esta palabra, hay que anotar la gran diversidad de las definiciones implícitas que se pueden leer en varios trabajos que combinan etnografía y sociohistoria. Evocaré por lo menos tres. En primer lugar, se trata de un modo de investigación que mezcla archivos, entrevistas, observaciones directas y a veces estadísticas para estudiar fenómenos antiguos, pero siempre vinculados con el periodo actual y, sobre todo, analizados como procesos de construcción social, como lo hace Bastien Bosa en sus trabajos sobre los aborígenes en Australia (Bosa 2010) y sobre la población arhuaca en Colombia (Bosa 2016). En segundo lugar, es un tipo de historia que intenta reunir la herencia de los Annales y de la microhistoria italiana, pero con un estilo más conceptual que usa nociones tomadas de algunas obras de sociólogos. Es el caso, por ejemplo, del trabajo de Paul-André Rosental (2016) sobre las nuevas formas (totalmente desconocidas hasta hoy) del eugenismo en Francia después de la Segunda Guerra Mundial. El tercer caso remite a una mirada reflexiva sobre la génesis de las categorías y prácticas sociales, oficiales o informales, que circulan en los debates públicos y en la vida cotidiana, como lo hizo Alain Desrosières (1993) en su historia de larga duración del sistema público de estadísticas en Francia.

A pesar de las especificidades de cada opción, todos los sociohistoriadores, sean o no considerados como tales, se caracterizan, en términos de herencia intelectual, por la importancia que les dan a los autores de los primeros cultural studies británicos, como Edward P. Thompson y Richard Hoggart, referencias claves en las ciencias sociales francesas desde hace cuatro décadas (Pasquali 2016; Pasquali y Schwartz 2016). Se puede notar otro punto común que sigue estando oculto en los textos y las declaraciones sobre la sociohistoria: la tendencia a promover un “constructivismo sin estructuralismo”, es decir, una perspectiva que queda a medio camino entre Bourdieu y algunos de sus excolaboradores que se volvieron críticos de su modelo teórico, como Luc Boltanski, Claude Grignon y Jean-Claude Passeron. Así que para saber de qué hablamos cuando hablamos de sociohistoria, hay que saber si ponemos mayor énfasis en la palabra socio o en la palabra historia: cuando la primera es la que tiene más importancia, los aportes de Bourdieu parecen más centrales.

Finalmente, al contrario de la palabra etnografía, la palabra sociohistoria no ha perdido su fuerza distintiva, aunque está en competencia con muchas otras palabras, como sociología histórica, historia social, etnohistoria o antropología histórica. Algunos se arriesgan a hablar de etnografía histórica (Laferté 2009) como nueva bandera para romper con las sociologías cualitativas tradicionales y con la historia más convencional. Y aquí volvemos a la cuestión de la complementariedad de los métodos como parte del programa de unificación de las ciencias sociales, porque este neologismo es una creación de los herederos directos tanto de la etnografía “à la française” como de la sociohistoria.

Los retos empíricos de la articulación entre etnografía y sociohistoria

La historia de los métodos no se reduce a la evolución de las definiciones y de los objetivos de cada uno. También es necesario reflexionar sobre los problemas empíricos de su articulación concreta en las investigaciones de los autores que reivindican la complementariedad entre etnografía y sociohistoria. Antes de evocar las formas de esta complementariedad en mis propios trabajos, quisiera distinguir tres maneras “clásicas” de combinar estos métodos.

La primera consiste en analizar los efectos actuales de un fenómeno bastante antiguo. Por ejemplo, cuando Luc Boltanski (1982) estudió los estilos de vida y las trayectorias de los ejecutivos en Francia, hizo por supuesto entrevistas, observaciones y análisis estadísticos. Pero también se acercó a varios archivos para ver cómo, desde los años treinta, se llevó a cabo la construcción simbólica de un grupo específico llamado Les Cadres (Los Ejecutivos), que poco a poco llegó a ser reconocido legal y políticamente como tal, hasta convertirse en una categoría oficial del sistema francés de estadísticas públicas.

La segunda manera de combinar etnografía y sociohistoria consiste en analizar un evento del pasado remoto y, luego, hacer un trabajo de campo sobre los descendientes de quienes vivieron aquel evento para entender cómo puede sobrevivir el pasado en sus representaciones, prácticas y costumbres. Por ejemplo, Nathan Wachtel ([1971] 1976) analizó la experiencia del trauma que vivieron los indios peruanos en la época de la Conquista. También puso de relieve la doble herencia de los descendientes de los pueblos colonizados en los años sesenta y setenta que son, por un lado, los herederos de la memoria del trauma de la conquista y, por otro lado, los herederos de la cultura española. Esta mezcla se nota hasta en las estructuras económicas y familiares de las comunidades indígenas contemporáneas.

La tercera articulación se centra enteramente en el periodo actual, pero moviliza algunos saberes metodológicos de la historia. Se trata de usar archivos recientes para hacer una historia del presente inmediato. En su investigación de campo sobre la renovación urbana en curso en un barrio de vivienda social, Emilia Schijman usó un cuaderno de peticiones (de los habitantes) en una ventanilla pública y cartas de inquilinos encontradas en los expedientes de arriendo, para analizar una diversidad de puntos de vista y temporalidades biográficas entre los habitantes, muy lejana del grupo estático y homogéneo que suelen reflejar las estadísticas y los discursos oficiales. Como “soporte de una comunicación entre individuos e instituciones que se produce por fuera de la intervención del sociólogo”, estos “archivos menores”, articulados con las observaciones y entrevistas, sirven para “cuestionar la censura interna a las ciencias sociales entre el historiador, ‘experto' en archivos y documentos personales, y el sociólogo, ‘experto' en interacciones cara a cara” (Schijman 2010, 283-284).

Sin embargo, en este tercer tipo de articulación, el papel de la historia puede ser muy diferente en función de la problemática de investigación y del material disponible (Haney y Horowitz 2008). En primer lugar, la historia puede servir como “contexto”. Se trata, a partir de fuentes de segunda mano, de esbozar un panorama diacrónico (casi siempre cronológico e introductorio) de un grupo, un lugar, un fenómeno o una práctica. Eso permite tomar un poco de distancia del sitio o del objeto de investigación, lo que ya es un gran logro, porque al menos nos lleva a evitar el presentismo de varios sociólogos o antropólogos que suelen ignorar la dimensión temporal de sus preguntas y categorías de investigación.

Un buen ejemplo de esta “historia como contexto” se encuentra en Learning to Labour (Willis 1977), donde el autor empieza ofreciendo un panorama histórico del sitio en el que llevó a cabo su investigación sobre los mecanismos sociales y culturales a través de los cuales los hijos de los obreros aprenden su futura condición de obreros. Una vez descrito el contexto, Willis desarrolla su demostración presentando los datos etnográficos a partir de los cuales analiza cómo estos jóvenes participan activamente (pero sin saberlo) en su propia marginación, al movilizar una “cultura antiescuela” que reproduce de manera implícita su posición social de origen, aunque les permite sentirse dignos. Willis pone este proceso en relación con un “contexto” sociohistórico particular, muy favorable a estos comportamientos en la clase obrera inglesa de los años setenta.

Otra opción, según Horowitz y Haney, es tomar la historia “como un proceso”. Se trata de usar archivos para estudiar los microprocesos en el pasado que contribuyeron a un fenómeno más amplio, observado en el presente. Esta “historia como proceso” es un enfoque que se encuentra con más frecuencia entre los autores que se refieren explícitamente a la sociohistoria, como Noiriel y Offerlé. Posibilita, entre otras cosas, desnaturalizar tendencias sociales que parecen hoy “evidentes”, pero que no lo eran en otras épocas. Por ejemplo, Offerlé (1984) escribió un artículo importantísimo sobre el problema de la ilegitimidad de los portavoces obreros en los debates políticos franceses antes de 1914 y sus estrategias para legitimarse. Esta cuestión suena muy “actual” pero es el resultado de una larga historia, o mejor dicho de un “proceso” (sin comienzo y sin fin) que no es para nada un “punto de partida”.

Una última opción es usar la historia como “fuente de comparaciones”. No se trata en este caso de describir un contexto o analizar el tiempo como una serie dinámica de microprocesos, sino, más bien, de usar la sociohistoria de manera separada o paralela a la etnografía para analizar otros aspectos del objeto de investigación, sin relación directa con él, y que (ya) no se pueden observar mediante el trabajo de campo. Esto hace posible aclarar el carácter “reciente” o “antiguo” de un problema o de una situación, sin profundizar en las raíces históricas de las variaciones y de las constancias entre dos contextos. Aquí el pasado sirve para subrayar la radical novedad de un fenómeno o, al contrario, poner en relieve sus avatares sucesivos. Este último tipo de articulación no implica hacer un relato cronológico ni una monografía basada en archivos. En general, esta manera de combinar los métodos se encuentra, sobre todo, entre los antropólogos o sociólogos que trabajan poco con archivos y prefieren investigar la “memoria”, oficial o informal, de un grupo social, un barrio o una organización a través de los recuerdos colectivos y relatos individuales grabados durante las entrevistas.

En Francia se pueden mencionar, entre varios ejemplos, el estudio etnográfico de Anaïs Collet (2015) sobre las formas y consecuencias de la “gentrificación” urbana en antiguos barrios populares en Lyon y en la región parisina. Mediante sus entrevistas con nuevos habitantes de aquellos barrios, oriundos de la burguesía, Collet muestra cómo las transformaciones materiales y sociológicas de estos espacios urbanos implican, al mismo tiempo, una apropiación simbólica del “pueblo” de los tiempos anteriores, artesanos y obreros que, para la gente culta recién instalada, ya no son más que referencias imaginarias que encarnan un supuesto “espíritu rebelde”.

Una mirada reflexiva: sociohistoria y etnografía de las movilidades sociales

Todas estas maneras de combinar los métodos pueden ser usadas en una misma investigación. Para ilustrarlo, tomaré ahora algunos ejemplos de mi tesis doctoral sobre las experiencias de movilidad social de estudiantes de barrios pobres en Francia, que ingresan a universidades de élite -llamadas “grandes écoles”- mediante programas específicos de “acción afirmativa” después del bachillerato (Pasquali 2014). Cuando debo presentar brevemente mi investigación, suelo decir que se trata de una “etnografía longitudinal” que se apoya esencialmente en entrevistas a profundidad y observaciones in situ. Pero, en realidad, usé también los métodos sociohistóricos y cuantitativos para analizar “el pasado del presente” y “el presente del pasado”, al investigar varios intentos de reforma del sistema de educación francés desde los años cuarenta hasta hoy.

Precisamente, la dimensión etnográfica de mi trabajo consiste, primero, en 77 entrevistas repetidas al menos dos veces con la mitad de los estudiantes a quienes llegué a conocer en el marco de mi investigación; segundo, en varias observaciones directas que hice durante dos años; tercero, en la recolección de textos (que son “archivos etnográficos”) escritos por algunos de estos jóvenes como reacción a una conversación o a un acontecimiento privado. Las estadísticas también pueden servir para articular etnografía y sociohistoria. En mi caso, recurrí a los expedientes escolares de los estudiantes, conservados en sus colegios de origen, que me permitieron conseguir informaciones esenciales para hacer una descripción de 10 años del perfil social y escolar de estos jóvenes. Pude ubicarlos también en el espacio de los estudiantes que preparan los exámenes de selección de las “grandes écoles”, haciéndoles llenar un cuestionario a ellos y a otros 500 estudiantes que se preparan para estos exámenes cursando carreras clásicas preuniversitarias llamadas “classes préparatoires aux grandes écoles”.

La dimensión sociohistórica de mi investigación tiene que ver con cada uno de los tres usos de la historia que acabo de mencionar. Primero, una “historia contexto”, basada en archivos y otras fuentes escritas de segunda mano, pues se trataba de proponer un panorama de las políticas educativas francesas para enfatizar la imposibilidad de reformar las “grandes écoles”, a través del relato de los proyectos de reforma que fracasaron. Segundo, una “historia proceso”, mediante los archivos de instituciones locales de enseñanza secundaria o superior, para analizar el papel de una multitud de actores clave de las reformas más recientes, poco (re)conocidos como tal. Finalmente, una historia comparativa, con casos análogos de estudiantes en ascenso social que vivieron en otras épocas y dejaron huellas de sus experiencias en archivos. Esta comparación me permitió entender las particularidades de los jóvenes de las últimas generaciones, cuyos descubrimientos culturales y desplazamientos en el espacio social suceden más tarde que en otras épocas, lo que impide hablar mecánicamente de experiencias de “desarraigo social”, como se suele decir a propósito de los “tránsfugas de clase” entre los años 1900 y 1950 en Francia.

Límites y dificultades empíricas de la complementariedad

Por supuesto, la etnografía y la sociohistoria no siempre son compatibles y a veces puede resultar muy difícil combinar ambos métodos. Además, hay situaciones en las que una descripción etnográfica puede integrar una dimensión procesual o longitudinal sin que se trate de una articulación entre etnografía y sociohistoria. Por ejemplo, en mi investigación, usé una parte de los archivos de manera estrictamente etnográfica sin referirme de ningún modo a la sociohistoria. Analicé las cartas de motivación solicitadas a los aspirantes para ingresar a esta preparación, en el marco del proceso de selección, porque quería entender mejor su relación con el futuro antes de que entraran en una “gran escuela”. Eso también me permitió comparar sus testimonios durante las entrevistas que realicé y lo que escribieron en las cartas de motivación que los profesores leen y evalúan en el proceso de selección. Me parece importantísimo, entonces, subrayar que, para los etnógrafos, usar archivos no implica necesaria y sistemáticamente hacer un trabajo sociohistórico: todo depende de la problemática de investigación.

A veces los obstáculos empíricos para la articulación de estos métodos son aún más importantes. En ciertos casos, etnografía y sociohistoria se vuelven incompatibles. Si uno trabaja sobre una época que podemos considerar como totalmente acabada y que no dejó ninguna huella escrita, solo se puede realizar una etnografía de la memoria de un evento o un contexto pasado. Eso ya es mucho, porque sabemos que muchas “historias orales” de grupos o pueblos dominados son a menudo olvidadas o marginadas en las historias escritas, tanto oficiales como académicas. Pero incluso cuando no hay muchos conflictos sobre la memoria y la historia de eventos ya lejanos, un trabajo de campo no siempre permite el acceso a archivos, y aun cuando existen archivos y son accesibles al investigador, no siempre ofrecen informaciones pertinentes con respecto a la problemática planteada, sobre todo si uno considera la historia como algo fijo, en vez de explorarla como un conjunto de dinámicas sociales pasadas y presentes que se actualizan en momentos y contextos particulares.

Además, cuando la articulación es posible, esta puede resultar incompleta: los periodos que podemos construir a partir de los archivos no son siempre los mismos que los que estructuran las biografías individuales o colectivas de las personas entrevistadas, y los archivos a veces son silenciosos sobre realidades que también son tabúes en las entrevistas; en este caso, no tenemos una solución para obtener resultados hasta que la gente quiera hablar. Tal fue el caso de los deportados judíos, cuyos testimonios orales fueron recolectados de forma sistemática en Francia solo treinta años después de la Segunda Guerra Mundial, por el Instituto de Historia del Tiempo Presente, gracias a sociólogos-historiadores como Michael Pollak (1990, [1993] 2006). Finalmente, no basta con disponer de archivos para que sean integrados de forma inmediata al trabajo de campo: cuando el sociólogo no conoce suficientemente los debates historiográficos, o con mayor razón, cuando no está muy enterado de los acontecimientos históricos, se le dificulta encontrar archivos.

Incluso cuando tiene un buen conocimiento de los hechos y debates, siempre debe romper con la ilusión de la transparencia de las fuentes escritas para evitar cualquier positivismo, mediante una crítica rigurosa tanto de las fuentes como de sus propias categorías de interpretación. La importancia de la cultura escrita en las sociedades occidentales es tan grande que los que se basan en archivos tienden a menudo a tener una confianza excesiva en las fuentes escritas, supuestamente más fiables que las fuentes orales. Lo mismo se puede decir de los etnógrafos que solo se fían de las observaciones directas y sospechan de los testimonios, orales o escritos, por ser demasiado subjetivos o artificiales (Lenclud 2013, 25-68).

Los retos teóricos de la articulación entre etnografía y sociohistoria

La complementariedad de los métodos es a menudo considerada, sobre todo entre los etnógrafos más “empiristas”, como una cosa puramente pragmática, que se deja a la improvisación, o quizá peor, como un territorio separado, reservado a unos especialistas de las “cuestiones teóricas”. Esta es una idea peligrosa que tiende a olvidar que en las ciencias sociales todo trabajo empírico tiene una dimensión teórica. Para contestar preguntas básicas, siempre hay que elegir opciones teóricas claras que sean compatibles con las fuentes empíricas o, por lo menos, si uno no quiere manejar un marco conceptual sistemático debe emplear algunos conceptos. Sin opción teórica clara, un trabajo empírico resulta poco interesante en sí mismo. Su interés heurístico, en efecto, depende menos de sus “conclusiones” que de la fuerza lógica e interpretativa de las problemáticas que permite abrir, reabrir o desplazar, más allá de un caso particular. Aquí los retos teóricos de la etnografía son exactamente los mismos que los de la sociohistoria (Weber 2009, 48-73). Se trata, por un lado, de saber para qué sirven los conceptos en ciencias sociales y, por otro lado, de entender cómo se pueden hacer generalizaciones en estas ciencias. En ambos casos, nunca se debe olvidar que el propósito fundamental de cualquier concepto es entender cómo vive y actúa la gente.

¿Para qué sirven los conceptos en las ciencias sociales?

La conceptualización, en todo caso, se define siempre como una manera original de nombrar realidades que no tenían, hasta entonces, una denominación clara o un nombre que nos permita pensar un fenómeno con más rigor y pertinencia. Conceptualizar no es “teorizar” sin ningún vínculo con la realidad empírica, y los conceptos no son puras palabras ni una jerga inútil. Un concepto es como la luz que uno necesita de noche cuando quiere abrir una puerta: aunque se tuviera las llaves adecuadas, de noche y sin luz, la puerta quedaría cerrada pues ni siquiera se podría ubicar la puerta o la chapa. Por cierto, las “soluciones” a nuestros problemas “empíricos” o “metodológicos” no son todas teóricas. Pero trabajar con conceptos adecuados al tema de investigación ayuda a resolverlos, gracias a una doble operación de desingularización y resingularización del objeto. Por ejemplo, en la sociohistoria, uno de los problemas más frecuentes es el de las periodizaciones: ¿quién las construye? ¿Las instituciones o el investigador? ¿Acaso son pertinentes para todos los grupos sociales o solo para los más poderosos? ¿En qué medida podemos pensar que acontecimientos como una elección o un golpe de Estado tienen tanta importancia biográfica en la vida de un sujeto dado como un nacimiento o un fallecimiento? Para contestar este tipo de preguntas hay que conocer las técnicas, los debates y los “trucos del oficio” que nos permiten comprender cómo funcionan y suceden las realidades sociales que queremos entender y hacer entender (Becker 2009). Pero, sin conceptualización, resultaría difícil entender y hacer entender por qué hemos dado tal o cual respuesta a tal o cual pregunta.

Eso quiere decir que, a veces, necesitamos inventar conceptos cuando no existen todavía o cuando los preexistentes no convienen. Además, a veces la conceptualización no necesita apoyarse en una multitud de conceptos teóricos. De hecho, muchos etnógrafos prefieren usar nociones que son poco distintas del lenguaje común, como una manera de evitar la jerga puramente escolástica. Sin embargo, el hecho mismo de construir un sistema de nociones clave a partir de las categorías de percepción y de discurso de los sujetos investigados puede ser visto como un trabajo conceptual. No hace falta citar a Spinoza, Wittgenstein, Marx o Foucault para conceptualizar en ciencias sociales.

Podemos mencionar acá dos posiciones posibles en cuanto a la relación de la etnografía y de la sociohistoria con el lenguaje ordinario. Por un lado, una conceptualización deflacionista, que utiliza algunos conceptos solo para plantear la problemática de investigación y únicamente si los “hechos” son descritos de manera densa, bien contextualizados e interpretados reflexivamente. Por otro lado, tenemos lo que se puede llamar una postura “narrativista”, que consiste en borrar todo concepto para dejar todo el espacio a los materiales y al relato detallado de la investigación, cuya problemática queda implícita, “dentro” de las descripciones. Esta segunda opción me parece muy peligrosa (aunque más rentable en términos comerciales o pedagógicos) porque tiende a olvidar que toda descripción, incluso la más “factual”, es una interpretación guiada por consideraciones teóricas, conscientes o no (Bazin 1998). En cuanto a la sociohistoria, el problema es análogo, pero quizá aún más grave, dado que la historia como disciplina siempre ha tenido un estilo menos teórico que las demás ciencias sociales. Precisamente por eso, los sociohistoriadores suelen usar muchos conceptos sociológicos y filosóficos.

Entonces, la cuestión más importante, tanto para los etnógrafos como para los sociohistoriadores, es la siguiente: ¿para qué sirve un concepto? O mejor dicho: ¿en qué medida un concepto particular permite aumentar el grado de conocimiento de un fenómeno determinado y, al mismo tiempo, fortalecer los otros conceptos disponibles? Como lo señala Passeron ([2006] 2011), en ciencias sociales, un concepto es un instrumento esencial para generalizar los resultados empíricos sin quedarse encerrado dentro del marco estrecho de un objeto de estudio, y así tratar de resumir en pocas palabras claras un fenómeno complejo para que otros puedan hacer analogías o comparaciones.

De hecho, en las ciencias sociales, la generalización mediante conceptos es la única manera de “formalizar” propuestas científicas sin borrar la historicidad de los hechos sociales analizados. El “razonamiento sociológico”, común a los historiadores, antropólogos y sociólogos, no tiene mucho que ver con las leyes de la física. Esto se da porque los objetos de las ciencias sociales no son fenómenos que se repiten de la misma manera, en toda época y en cualquier lugar. Pero eso no quiere decir que los métodos etnográficos y sociohistóricos sean menos objetivos que los métodos cuantitativos: en las ciencias sociales, todas las estadísticas también tienen que ver con hechos que nunca pueden ser totalmente aislados de su contexto geográfico, social y temporal específico.

¿Cómo generalizar en las ciencias sociales?

Por lo tanto, la generalización en ciencias sociales no consiste en decir cosas generales sobre realidades particulares, sino en decir cosas particulares sobre realidades generales. Pero, concretamente, ¿cómo generalizar a partir de un trabajo que combina etnografía y sociohistoria? Lo más importante aquí es preguntarse cuál es el estatus y el sentido de cada caso, etnográfico o histórico, en el marco de una problemática de investigación. Aquí, generalizar no quiere decir usar inmediatamente grandes conceptos para cada resultado empírico. Generalizar surge más bien poco a poco en campo o en la sala de archivos, a través de una “saturación” de los datos que se produce cuando la acumulación de entrevistas, observaciones o archivos nos da claramente la impresión de haber ido lo más lejos posible.

Digo “nos da la impresión”, porque no somos computadoras y no existe un umbral cuantitativo exacto y universal para saber si tenemos suficiente materia prima para pensar que sí hay saturación y que ya podemos enunciar conclusiones generales. Es una cuestión de rigor, de paciencia, de lucidez y de haber pasado tiempo en campo y en los archivos. Por eso, una buena investigación cualitativa en ciencias sociales no se define nunca por un número máximo de datos. Sin embargo, hay que tener como horizonte ideal una cantidad de tiempo pasado en el mismo sitio que sea significativa, una cantidad de situaciones comparadas y personas investigadas con perfiles variados que también sea significativa, y una lectura sistemática de varias publicaciones con el fin de tener puntos de referencia (para evitar toda “reducción monográfica”, es decir, la tendencia a hacer como si un territorio o un objeto de investigación fuera una isla perdida en el Pacífico).

Así, incluso una investigación de “pequeña escala” puede producir resultados muy generales. Y pocos casos bien descritos y contextualizados tienen tanto valor como un trabajo que recurre a una gran base estadística, que permite estudiar fenómenos sociales a partir de datos agregados. Como lo explican Passeron y el historiador Jacques Revel, en las ciencias sociales, un caso empírico es siempre más que un puro ejemplo ilustrativo: permite condensar, bajo una forma más o menos singular, las regularidades y transformaciones sociales que son incorporadas por los individuos, y cristalizadas en las instituciones (Passeron y Revel 2005).

Aquí se abre, obviamente, el campo a la expresión de una forma de subjetividad. Pero esto sucede también en el marco de un trabajo cuantitativo, desde la fase de definición y codificación de las variables, hasta las operaciones más técnicas, que necesitan siempre algo más que las competencias matemáticas o informáticas del sociólogo. Lo mismo pasa en el trabajo de un historiador que debe necesariamente privilegiar algunas cajas o pilas de documentos y descuidar otras, como bien lo dijo la historiadora Arlette Farge en su emocionante libro La atracción del archivo ([1989] 1991).

Contra todos los positivismos y los posmodernismos -cómplices estructurales-, hay que recordar que la idea o el ideal mismo de objetividad científica tiene una historia (Daston y Galison 2007). Esta historia es ante todo la de los instrumentos del conocimiento, pero también la de sus “economías morales” y de saberes prácticos que no tienen nada de un software informático. Hay que medir todas las consecuencias, empíricas y teóricas, de una verdad que, desgraciadamente, raras veces sale fuera de los debates epistemológicos: ya que nunca estamos completamente afuera de nuestros objetos de investigación, sino en su propio centro, en el mismo plano, hay que hacer un doble trabajo de objetivación para garantizar el carácter científico pleno de las ciencias sociales. Objetivación de las realidades estudiadas, pero también de la mirada de los estudiosos sobre estas realidades, es decir, nosotros mismos, e incluso el conjunto de la “comunidad académica”.

Ahí está la contribución de un “socioanálisis” que no se reduce a un monólogo narcisista entre el investigador y sí mismo. Según lo escrito por Renán Silva (2016), hay que darle todo el lugar que se merece a

[...] una operación que puede designarse como el trabajo sobre sí, pero solo en la dirección que investiga las propias apetencias, los propios deseos e intereses comprometen nuestra comprensión del objeto. Aquí la idea básica es la de que cuanto más se ignoran nuestras relaciones profundas con el objeto, más se está en situación de que esa ignorancia se convierta en una fuente permanente de errores [...] Se conoce mejor el mundo social a medida que nos conocemos mejor [...]. (172)

Aquí, un historiador profesional habla de un sociólogo y señala una ambición y un requisito común para todas las ciencias sociales: más allá de su significado intrínseco, se puede ver ahí una invitación a desconfiar al mismo tiempo de las fronteras disciplinarias y de las falsas transgresiones, a abrir la caja negra de la investigación sin sacrificar las exigencias del “oficio” (Silva 2014, 152-153).

Conclusión

Al destacar los desafíos históricos, empíricos y teóricos de la combinación de métodos sociohistóricos y etnográficos, traté de delimitar un espacio de trabajo común para todas las ciencias sociales sin ceder al “mito interdisciplinario”. La unidad de las ciencias sociales no es un problema de diálogo, de colaboración o de intercambios entre varias disciplinas, sino un enfoque que implementa y promueve su integración en un conjunto coherente de saberes teóricos y prácticos. La mejor manera de lograrlo es experimentar esta complementariedad de métodos en campos similares y sobre objetos comunes. Pero eso requiere conocer y reconocer, por un lado, la historicidad de nuestros métodos, nuestras preguntas y nuestras terminologías y, por otro lado, todas las consecuencias, visibles o no, de la imposible exterioridad del sujeto de la objetivación con respecto a su objeto de investigación.

No puedo negar, sin embargo, que hoy como ayer, existe una serie de obstáculos que vuelven a dificultar la aplicación de esta complementariedad de métodos. Se trata de obstáculos institucionales, económicos o intelectuales aún más perniciosos, que a menudo se disimulan detrás de afectos que llevan a cada especialista no solo a favorecer su especialidad (lo que es comprensible), sino incluso a excluir o despreciar a las demás (lo que es más problemático). Habría que analizar, precisamente (este artículo no pretende hacerlo), las varias formas de resistencias individuales o colectivas a la unidad de las ciencias sociales, que vienen de los propios investigadores, incluso a veces de los mismos que reclaman las confluencias de disciplinas, pero no se atreven a dar un paso adelante en esa dirección.

Creo que no existe una cura milagrosa para salir de esta situación. No obstante se puede invitar a un cambio de enfoque mediante la inversión de la perspectiva habitual: la unidad de las ciencias sociales, lejos de ser un “proyecto” o un “ideal” para lograr en el futuro, en contra de tendencias recientes al repliegue disciplinario, es una realidad que históricamente siempre coexistió con todos los intentos de separarlas. Incluso, se podría argumentar sin mucha exageración que esta unidad antecedió cronológicamente a dicha separación, si uno se refiere a las ciencias sociales tal como fueron practicadas por sus fundadores, antes de ser institucionalizadas y progresivamente redefinidas en vista de la necesidad de enseñarlas a un público compuesto, en parte, por no profesionales.

A menos que queramos olvidar el legado que nos dejaron Marx, Weber, Durkheim y otros, seríamos herederos indignos si creyéramos que esta unidad era solo un sueño o un proyecto un poco ridículo o ingenuo frente a cuestiones más “urgentes” como la utilidad social y política de las ciencias sociales. Es cierto que nadie puede “hacerlo todo” o “saberlo todo”. Pero la complementariedad de métodos de la que hablo no tiene nada que ver con un ideal enciclopédico o una lucha romántica (aunque estoy convencido de que siempre se requerirá un poco de romance para hacer progresar a la ciencia). Las luchas que hay que llevar a cabo hoy y mañana solo continúan las batallas de los que ayer dieron densidad, sentido y relieve al mundo social, lo que vuelve tan atractivo para nosotros el oficio de estudiarlo.

Combinar los métodos etnográficos y sociohistóricos es también intentar realizar una doble apuesta: con Marc Bloch, la de promover una única “ciencia de los hombres en el tiempo [...] que necesita constantemente unir el estudio de los muertos con el estudio de los vivos” (Bloch [1942] 2006, 881); y con Marcel Mauss, la de explorar la posible inteligibilidad de los “hechos sociales totales”, tanto en las sociedades más distantes como en la más cercanas (Mauss [1925] 2007). No es casualidad si cito aquí a estos dos autores conjuntamente: hay muchos fantasmas en la historia de las ciencias sociales, pero estos dos están más vivos que nunca.

Traducción al español por Hervé Do Alto y Marc Saint-Upéry

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1 En octubre y noviembre del 2016 fui invitado a dictar un ciclo de conferencias en la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, en el marco de un proyecto internacional sobre la unificación de las ciencias sociales, financiado por el programa de intercambio Prefalc (FMSH de París-Ministère des Affaires Étrangères-Ministère de l'Enseignement Supérieur et de la Recherche). Quisiera agradecer a Bastien Bosa, profesor de la Universidad del Rosario, por su invitación, y a todos los colegas con quienes he tenido conversaciones muy estimulantes en Bogotá, entre ellos Margarita Chaves (ICANH), Renán Silva (Universidad de los Andes) y Hugo Ramírez Arcos (Universidad del Rosario).

2 Así se suele llamar en Francia a los sociólogos que hacen investigaciones de campo, es decir, entrevistas y observaciones directas de larga duración, mientras que en otros países la palabra antropólogos sería más pertinente. Como lo explico más adelante, a diferencia de lo que sucede en varios países latinoamericanos, la distinción entre sociología y antropología, en calidad de disciplinas, no tiene sentido en el contexto francés de las tres últimas décadas. De hecho, actualmente en Francia muchos estudiantes y profesores de antropología y sociología comparten los mismos métodos y los mismos marcos teóricos.

3 Sin embargo, algunos estudios insisten en una posible influencia directa de Malinowski sobre los etnógrafos franceses después de su encuentro, breve pero impactante, con un equipo de etnógrafos folcloristas del que hacía parte, entre otros, Marcel Maget, en la región de Sologne en 1938. Véase Müller y Weber (2003, 54).

4 En 1940, tras la derrota militar del ejército francés contra la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, se instauró en Francia un régimen político autoritario por parte del mariscal Pétain y otras personalidades inspiradas en el fascismo o el nazismo. La capital de este régimen fue la ciudad de Vichy, ubicada en la “zona libre” al sur del país, mientras que la zona norte (incluso París) estaba bajo el control directo de la Alemania nazi. El régimen de Vichy cayó finalmente en agosto de 1944, y Francia volvió a ser una república democrática y constitucional, como lo había sido desde 1870 hasta la Segunda Guerra Mundial.

5 Esta revista no es una entidad homogénea pero existe un aire de familia entre los trabajos que publica. Los ejemplos más representativos se encuentran en las investigaciones de etnógrafos como Philippe Bourgois, Loïc Wacquant y Paul Willis.

6 Fundada en 1794, la École Normale Supérieure (ENS) forma parte de las instituciones francesas de enseñanza superior más prestigiosas, antiguas y selectivas de Francia. La gran mayoría de los intelectuales franceses más famosos del siglo XX fueron egresados de la ENS: Emile Durkheim, Maurice Halbwachs, Marc Bloch, Lucien Febvre, Raymond Aron, Jean-Paul Sartre, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Jacques Derrida, entre otros.

7 Véanse el prefacio y el epílogo de la versión en español en: http://www.idaes.edu.ar/pdf_pa-peles/Pages%20from%202014n12_revistaDeTrabajo.pdf.

8 Traducción al español publicada en la sección “Cuestiones de método” de este volumen.

9 Los elementos que siguen provienen de una presentación de François Buton y Nicolas Mariot en un simposio organizado en Amiens el 13, 14 y 15 de enero del 2016, con ocasión de los cuarenta años de las publicaciones del laboratorio Centre Universitaire de Recherches sur l'Action Publique et le Politique (Curapp), del que ambos investigadores hicieron parte.

Recibido: 15 de Febrero de 2017; Aprobado: 11 de Julio de 2017

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