1. Introducción
La especificidad y el impacto de la industria manufacturera en el desarrollo socioeconómico ha sido fuente de intensas discusiones y ha dado lugar a un amplio espectro de conceptos originales.
Las consideraciones introducidas por Alfred Marshall y Mary Paley (1879) sobre los rendimientos crecientes, la división del trabajo, la aptitud innovadora, fueron puestas desde un comienzo como atributos de la industria manufacturera. Pero el matrimonio introdujo una distinción relevante en este punto que podría resumirse del siguiente modo: la mayor escala producción no significaba necesariamente la existencia de una única firma gigantesca; incluso, este tampoco se trataría el caso más probable. Por el contrario, estos autores observaron que los sistemas industriales se caracterizan por la existencia de una estructura de diferentes tamaños y roles, con “industrias subsidiarias”, que permiten comunicar y organizar a nivel sistémico el crecimiento de la productividad, definido por el tamaño del mercado (Marshall y Paley, 1879).
Es importante notar que esta multiplicidad de escalas al interior de un sistema encuentra su real fundamento en la forma en que es concebida la actividad empresarial, definida por la “sagacidad secreta” implicada en la toma de decisiones (expresión atribuida a Bagehot por Marshall y Paley, 1879, p. 51). La destreza resulta infinitamente divisible sin que haya límites a priori que restrinjan su efectividad en agentes económicos de distinto tamaño.
Pero los autores agregaron que las industrias de menor tamaño obtienen sus ventajas en la localización y la proximidad (industrias de localización), dado que ello facilita la comunicación y el aprovechamiento de infraestructuras, agudiza la destreza empresarial e incluso la propia habilidad del trabajo (Marshall y Paley, 1879). Marshall (1919) acuñará la idea de distrito industrial para referirse a los sistemas productivos, dotados de una “atmósfera” que no puede reducirse a la sumatoria de las firmas o los trabajos individuales. Incluso, según el propio Marshall (1919), la atmósfera “no puede mudarse” (p. 284).
Es posible situar en este marco los aspectos claves que Marshall y Paley (1879) atribuyen a la industria por oposición a la agricultura: el uso intensivo de la maquinaria, el aprovechamiento de la división del trabajo para lograr rendimientos crecientes a nivel del sistema de producción y la concentración espacial de las firmas y trabajadores. Incluso los autores remarcan que la agricultura tiende a seguir a la industria en estas transformaciones tendenciales (Marshall y Paley, 1879), de modo tal que la especificidad muestra allí una dubitativa fragilidad.
Estas ideas liminares, en torno al problema de la especificidad de la industria manufacturera, abrieron las puertas a discusiones teóricas que incluso revirtieron impugnando (o al menos evidenciando) las limitaciones de las ideas básicas que articularon el pensamiento de Marshall (1919), y en general el desarrollo de la economía marginalista. La tesis central que se intentará mostrar aquí es que todos estos tópicos, derivados de las observaciones anteriores, tienen como horizonte la consideración explícita de relaciones sociales no capitalistas, necesarias para conceptualizar la existencia de los sistemas industriales y sus especificidades, las cuales solo allí adquieren significación.
Para mostrar esto se analizarán tres tópicos característicos que emergen directamente de las proposiciones, o en algunos casos intuiciones, con las que Alfred Marshall y Mary Paley (1879) caracterizaron a la actividad industrial. En primer lugar, la conceptualización de los rendimientos crecientes y su imputación al sistema “como un todo”, así como las consecuencias que ello tiene frente a la definición de la empresa capitalista. En segundo lugar, se mostrará cómo el razonamiento anterior corre el velo de un conflicto distributivo y un proceso de diferenciación social que desborda los límites de las relaciones mercantiles. En tercer lugar, se analizará la naturaleza de la comunidad territorialmente delimitada y su rol al momento de darle un cierre y unidad conceptual a los sistemas industriales. Finalmente, el artículo concluye recuperando una línea de investigación alternativa inspirada en la obra de Max Weber que, por el contrario, pone el acento en la articulación de diferentes formas de autoridad para conceptualizar el desarrollo de sistemas socioeconómicos delimitados territorialmente.
2. La industria “como un todo” y la planificación del sistema
Las expresiones marshallianas que trazaban una relación entre la división del trabajo y los rendimientos crecientes de escala inmediatamente remitían más allá de los límites de la firma individual. Sin embargo, esta última conservaba su estatus teórico autónomo (aislado) bajo restricciones convencionales y generalmente aceptadas por los economistas marginalistas, que afirmaban que una realidad tecnológica subyacente permitía imputar a los factores de producción rendimientos decrecientes cuando el resto de los factores permanecían fijos.
Esta dualidad levantó un conjunto de sospechas que pusieron en tela de juicio la validez de las suposiciones del enfoque subyacente. En esta línea, por ejemplo, pueden ser situados los conocidos artículos de Sraffa (1942; 2010). Sraffa (1942) observaba, en primer lugar, que la representación de la firma como una unidad aislada con utilización de un factor de producción fijo, a la que puede imputarse un rendimiento en relación al nivel de producción, solo puede reclamar cierto realismo en el limitado universo de “esa clase insignificante de mercancías en cuya producción se emplea la totalidad de un factor de producción” (p. 259).
La primera consideración que puede hacerse en relación con este argumento es que pone en evidencia que las condiciones técnicas de producción se definen necesariamente en las interacciones entre diferentes unidades decisoras. En este contexto, las ganancias de productividad atribuibles a la división del trabajo pueden producirse tanto internamente como a nivel del sistema en su conjunto.
Sraffa (1942) extiende este argumento para observar los límites del enfoque marshalliano al momento de captar la especificidad de los rendimientos crecientes. La distinción de base entre “economías externas” y “economías internas”2 tiene como consecuencia el oscurecimiento de la realidad concreta en la que los rendimientos crecientes se producen, cuando estos se sitúan más allá del monopolio natural (que constituye una realidad excepcional) y más acá del progreso económico tendencial (el cual estaría más allá del alcance de la economía política). Las únicas economías externas “que pueden tomarse en consideración serán las que ocupen una posición intermedia entre estos dos extremos; pero precisamente en el medio es donde no se puede encontrar nada o casi nada” (Sraffa, 1942, p. 260).
Desde el punto de vista de Sraffa (2010), aquella arbitraria separación supuso un intento de conservar la conceptualización marginalista del proceso de producción en el marco de las hipótesis subjetivistas de la utilidad y, al mismo tiempo, agregar algo de realismo a una simplificación necesariamente irrealista.
Debe recordarse que, como indicó Sraffa (2010), la tesis según la cual existe “interdependencia entre la cantidad producida y el costo de producción” (p. 221) es una premisa que surge en el “desplazamiento de la base de la teoría del valor, desde el coste de producción a la utilidad” (p. 221). Allí se funda, en analogía y simetría, una conexión entre el plano de la producción y del consumo con el predominio de la utilidad como fundamento del valor. Esto es lo que buscó desandar Sraffa (2010), es decir, romper la “simetría fundamental de las relaciones generales que la demanda y la oferta guardan respecto al valor” (Marshall, 1920, p. 820., citado por Sraffa, 2010, p. 221).
Las economías externas pueden ser interpretadas como un intento por retener esta simetría, es decir, donde lo “externo” referiría no solo a lo externo a la firma, sino también a lo que se extiende más allá de los límites que otorgan inteligibilidad a los fenómenos económicos. Según Sraffa (2010), Marshall aceptó sus propias conclusiones a la manera de un:
compromiso tácito entre las necesidades de la teoría de la competencia, que son incompatibles con el decrecimiento del coste individual, y la necesidad de no alejarse demasiado de la realidad, que (al estar alejada de la competencia perfecta) presenta numerosos casos de costes decrecientes de aquel tipo. Que al final las "economías externas" particulares de una industria, que hacen posible la deseada conciliación entre abstracción científica y realidad, resulten ser una construcción puramente hipotética e irreal es algo que se elude a menudo (Sraffa, 2010, p. 239).
En un sentido similar puede leerse la famosa conferencia de Allyn Young (2009), dictada dos años más tarde, en donde indicó que el razonamiento marshalliano, así como iluminaba aspectos novedosos de los rendimientos crecientes, oscurecía otros. La crítica de Young (2009) también acabará orientándose a mostrar la debilidad conceptual de lo “externo”. Se trataría de una referencia que, en la misma medida en que señala un aspecto central de la realidad económica, lo oculta o, en rigor, lo torna ininteligible frente a la hipótesis de base que rige en “lo interno” (Young, 2009, p. 229).
Este aspecto central de la crítica de Young (2009) puede hallarse en la idea de que “el cambio [ocurrido] en este campo externo [a la firma] es cualitativo y a la vez cuantitativo” (p. 229; los agregados entre corchetes son nuestros). En definitiva, el autor reconoce que la división del trabajo que afecta al sistema en lo externo afecta cualitativamente el objeto de los procesos económicos.
La idea de que algo cualitativo ha cambiado, no solo resulta muy sugerente, sino que, sobre todo, precipita una pregunta obvia: ¿qué significa ese cambio cualitativo? Sin embargo, la respuesta de Young (2009) se aproxima bastante a los aspectos más evolucionistas del enfoque de Marshall: el tamaño del mercado, que se realiza o adquiere materialidad tras una demanda acorde, se retroalimenta evolutivamente con la capacidad de producción, la cual se basa en una creciente división del trabajo ligada al aprovechamiento del uso intensivo de maquinaria.
Este autor expone el problema de los rendimientos crecientes, prácticamente como un problema de filosofía social: es el sistema como un todo el que tiene propiedades evolutivas, que pueden ser conocidas y que no se deducen de la sumatoria o la yuxtaposición de acciones individuales (lo que no quiere decir que no existan rendimientos crecientes internos a la firma). Este es, en definitiva, el cambio cualitativo que Young (2009) señala y, por lo tanto, ello plantea la necesidad de observar el proceso en su “totalidad” (p. 234).
Esto mismo señaló Nicolas Kaldor (1984), en su conferencia dictada en la Universidad de Cambridge en 1966, en donde sintetizó los hechos estilizados que caracterizan a las economías en el tránsito hacia “la madurez”. Esta caracterización se basó en la idea de que “el rápido ritmo de crecimiento económico está asociado con altas tasas de crecimiento del sector ‘secundario’ de la economía” (Kaldor, 1984, p. 10).
Esta regularidad básica, con sus antecedentes en el trabajo de Verdoorn (2002) de 1949, será ampliamente popularizada y estudiada en términos empíricos con resultados relativamente satisfactorios (ver por ejemplo: Thirlwall, 2003; o desde una perspectiva diferente: Rodrik, 2006; Szirmai, 2013; Szirmai y Verspagen, 2015).
Sin embargo, al exponerse esta regularidad no necesariamente se alcanza a responder la pregunta que el propio Kaldor (1984) hace al respecto de su significado: “¿Hay alguna razón que haga a la tasa de incremento del producto-por hombre, para toda la economía, dependiente de la tasa de crecimiento de la producción manufacturera?” (p. 12). La respuesta de Kaldor (1984) encuentra nuevamente la clave en los rendimientos crecientes y el tamaño del mercado, pero agrega, apelando a las contribuciones de Young, que es preciso considerar estos rendimientos crecientes ocurriendo en el sistema “como un todo relacionado” (p. 14).
En un artículo posterior, Kaldor (1974) utilizó este argumento para describir, entre otras cosas, la diferenciación entre países o regiones que son capaces de retener los rendimientos crecientes ante la expansión del mercado y aquellos que no, en los que acaban predominando actividades primarias o terciarias de baja productividad. Los sistemas industriales podrían ser pensados, en este contexto, como aquellos espacios en los que es posible poner en marcha el principio del acelerador (Kaldor, 1974, p. 212) y retener los beneficios de la división del trabajo y la maquinización.
Si se sigue el hilo de las argumentaciones anteriores, la tensión con la teoría neoclásica pura se producirá ante el intento, por parte de esta, de conservar la unidad y aislamiento de la firma, separándola del problema tecnoproductivo, que se resuelve exteriormente por dos vías. Por un lado, en la ley de rendimientos provista por la naturaleza y, por otro, en las externalidades (es decir, la realidad exterior a la firma) en las que se organizan y administran los rendimientos crecientes de la industria. Estas premisas están sintetizadas, por ejemplo, en el modelo de aprendizaje por la práctica de Arrow (1962), donde se formalizan.
Como consecuencia, se produce un desplazamiento de las relaciones socioeconómicas que se ponen en juego entre los productores, limitando así la conducta empresaria a la unilateral maximización del beneficio, lo que permite establecer una simetría con la teoría de la utilidad como base moral general que delimita la acción económica.
Pero debe agregarse como una consecuencia adicional que al resolver el problema de la producción como un dato externo, el mundo neoclásico se torna estático en relación con la interacción socioeconómica de los agentes. Los móviles que pueden traccionar los incrementos de escala y poner el sistema a funcionar con rendimientos crecientes, simplemente se disuelven. Así, por ejemplo, la demanda, privada o pública, como principio de tracción del sistema y de las relaciones socioeconómicas que lo articulan, no tendría ningún valor ante el horizonte neoclásico exteriormente determinado y estático.
No obstante, incluso Marshall y Paley (1879) observaron, de un modo más o menos explícito, la existencia de: 1) relaciones de autoridad en diferentes niveles de centralización para manejo de personas y recursos; 2) un interés particular por ser portador de dicha autoridad y de sus frutos en el proceso de jerarquización inherente a toda sociedad conocida; y 3) la existencia de identificaciones que las personas desarrollan con las tareas que llevan a cabo, y en torno a las cuales despliegan destrezas, componiendo una suerte de potencial trayectoria “profesional”.
Desde entonces, se extiende sobre el pensamiento económico la sospecha de que el sistema industrial, aún con decisiones descentralizadas, admite una pluralidad de situaciones con variada capacidad de incidencia en su planificación y ejecución. Sraffa (1942) puso aquí el acento al advertir que es necesario “abandonar el camino de la libre competencia y volvernos en dirección opuesta, es decir, hacia el monopolio” (p. 262).
El sistema se abre así a su verdadero locus problemático, a saber: el proceso de planificación que llevan adelante agentes económicos con grados diferentes de autonomía, articulados o interdependientes, y con la capacidad de producir una realidad sistémica que incide en los resultados o en la trayectoria de la misma.
Pero a esto debe agregarse que la idea de planificación supone el ejercicio de una autoridad y, por lo tanto, ella debe ser definida considerando al menos dos momentos básicos. Por un lado, el horizonte de sentido que moviliza al agente económico (en relación con el cual planifica). Por otro lado, la fuente de su legitimidad, es decir, las relaciones sociales específicas que permiten enlazar, más allá de la pura violencia, a los planificadores y a los planificados.
Estos son, precisamente, los puntos tematizados por diferentes autores evolucionistas que también mantienen cierto contacto con las aproximaciones marshallianas, sobre todo en la medida en que estas se alejan de las proposiciones utilitaristas (Groenewegen, 2001; Hart, 2013; Hodgson, 1993; Raffaelli, 2003).
Thortein Veblen (1999), por ejemplo, contemporáneo de Marshall y una de las principales figuras de la economía pragmática y evolucionista de los Estados Unidos, introdujo -justo antes de su conocida obra Teoría de la clase ociosa (Veblen, 2005)- una crítica al sentido de la acción económica ajustada a la reducción utilitarista. Veblen (1999) observó en la acción económica cómo el ser humano no solo orienta su acción por hábitos, sino que, además, “asimila mentalmente el contenido de los hábitos (…) y aprecia la tendencia [de estos]”(p. 344), evidenciando una “necesidad selectiva de una proclividad a la acción con propósito” (p. 344).
La predisposición a contribuir al producto social (el trabajo útil) o a la obtención de honores (desde deportivos hasta militares), contrasta con la repulsión al trabajo que aparece como un mero vacío figurado en la pura pasividad del agente utilitarista de la economía dominante. Aquellas son, en todo caso, formas posibles de la previsión, que rigen la acción económica y sobre la que se orienta, incluso se basa, su planificación. Veblen (1999) acaba observando cómo estos “instintos” socioculturales dan contenido a las formas en que las personas se comparan (distancian) entre sí y legitiman determinados criterios de dominación. El proceso evolutivo es leído poniendo el acento en los cambios en los instintos dominantes o en las tensiones entre ellos, que pueden dar lugar, por ejemplo, a un estado de la cultura en el que se jerarquiza la actividad predatoria, el honor militar y deportivo, el consumo suntuoso y la consideración del trabajo útil como lo indeseable (Veblen, 1999), es decir, dar lugar al predominio de la clase ociosa (Veblen, 2005).
Joseph Schumpeter (2005), a comienzos del siglo XX, también desarrollará una interpretación de los motivos que traccionan y sustentan el desenvolvimiento económico, aunque con resultados diametralmente opuestos a los de Veblen. El autor situó la centralidad en la figura del empresario, quien reúne formas específicas de previsión y autoridad.
El empresario “dirige” el cambio tecno-económico (“nuevas combinaciones”), más allá del grado de “dependencia” que tenga de otros agentes económicos. El motivo o el sentido o el horizonte que define al empresario se haya en el dirigir, relacionándose con atributos como “‘iniciativa’, ‘autoridad’, o ‘previsión’” (Schumpeter, 2005, p. 85), más allá del logro técnico en sí mismo, el cual resulta siempre contingente. Dicha predisposición puede aparecer transversalmente en cualquier lugar de la cadena de dependencias en un sistema no centralizado. La separación de la figura del empresario de la figura del capitalista condensa el sentido de esta tesis.
Es importante destacar que lo que define al empresario es su predisposición al mando, en una sociedad en la que el mando legítimo se valida en relaciones mercantiles (considerando incluso la creación de dinero bancario). Como puede verse en el enfoque de Schumpeter (2005), el intercambio puro, es decir, la alusión al mero cambio de manos voluntario de bienes o servicios, no alcanza el estatus de una acción económica inteligible, a menos que se trate de retratar un circuito circular y estable. Algo sencillamente excepcional o inexistente o, en todo caso, meramente abstracto.
El empresario schumpeteriano se conecta directamente con la “sagacidad secreta” que Marshall y Paley (1879) atribuían a los agentes económicos de los sistemas industriales. El ánimo por el mando y el ejercicio de la “decisión” económica se vuelven unidades infinitamente divisibles, permitiendo captar la articulación de redes de suministros de bienes y servicios.
Por otra parte, es la relación mercantil, definida por la autonomización del intercambio de valores expresados en dinero entre dos partes que gozan de la prerrogativa de ser propietarios privados, la que otorga legitimidad al mando. La combinación de ánimo de dirección y de poder mercantil de disposición trazan los límites de la firma, y permiten pensar el sistema industrial como un conjunto articulado de planificadores y planificados.
Puede observarse aquí otro punto de tensión con la formulación neoclásica la cual, por ejemplo, interpretó esta diferencia en los términos de la relación entre el “principal” y el “agente” (Stiglitz, 1989), reducida a un intercambio de factores en los que existe información asimétrica. Allí, no solo la relación de autoridad y la planificación capitalista se disuelven sin dejar rastro, sino que además la asimetría de información inclinaría la balanza en favor del planificado. Esto último puede eventualmente ser cierto, pero no tiene ningún significado si no se lo considera en el marco de la distinción estructural entre planificadores y planificados que las relaciones capitalistas de producción ponen en marcha.
3. La estructura de la diferenciación del capital
Una de las principales características de la relación capitalista es que traza una relación de autoridad unilineal desde el planificador al planificado (que encontrará su forma extrema en el monopolio/monopsonio y en el asalariado desprovisto de atributos), de la que no hay forma de que emerja un espacio social transversal capaz de establecer mediaciones y límites a nivel del sistema. Para ello se requiere alguna otra relación (o forma de autoridad) que participe del proceso de planificación, introduciendo otro tipo de horizonte en la acción planificadora y en las formas de legitimación.
Sraffa (1942) se aproxima a este problema al considerar las razones que permiten segmentar mercados de productos finales. Sin embargo, el razonamiento puede ser extendido a las interdependencias entre proveedores en una cadena de suministros.
Según el economista italiano, situarse en el punto de vista que parte de las relaciones interdependientes entre productores en las que se definen los “costos de producción” permite poner el acento en “determinar como pueden agruparse las diversas fuerzas en acción, de la manera mas homogénea, de tal forma que el influjo de cada una de ellas sobre el equilibrio resultante de su oposición pueda apreciarse con mayor facilidad” (Sraffa, 1942, p. 265). Más adelante agrega que esta perspectiva permite “atribuir la medida correcta de importancia al obstáculo principal que dificulta el libre juego de la competencia aun cuando esta parece predominar y que, al propio tiempo, hace posible un equilibrio estable” (Sraffa, 1942, p. 265; las cursivas son nuestras).
Estos “obstáculos a la competencia”, que sin embargo “estabilizan” el sistema, pueden ser, según el propio Sraffa (1942):
de la mas diversa naturaleza y pueden ir desde costumbres ya antiguas, el conocimiento personal, la confianza en la calidad del producto, la proximidad, el conocimiento de exigencias especiales y la posibilidad de la obtención de crédito, hasta la reputación de una marca o signo, o un nombre con antigua tradición o hasta las especiales características de forma o dibujo de los productos que tengan por principal finalidad el distinguirlos de los productos de otras casas (p. 265).
Para la mirada sraffiana, estas condiciones institucionales parecen recibir un contenido contingente, y no pasan a formar parte del conjunto de relaciones sociales que estructuran la realidad económica. En todo caso, pueden ser consideradas como el objeto de otras disciplinas complementarias, o incluso paralelas, en el campo de las ciencias sociales. Incluso se halla aquí, no sin dificultades3, una línea de continuidad con su obra principal, Producción de mercancías por medio de mercancías (Sraffa, 1966), en donde esta dualidad alcanza su formulación más cabal y permite establecer con mayor claridad el contraste. Se forja allí una distancia ontológica entre la esfera de los precios (regida por las relaciones mercantiles) y la de la distribución (regida por consideraciones institucionales exteriores a la realidad económica), en la que se redefine la naturaleza del objeto de estudio y los límites de lo inteligible para el pensamiento económico.
En los artículos tempranos se sugería que el conflicto distributivo, asociado al grado de monopolio y segmentación de los mercados, podía ser pensado con independencia de las cantidades producidas. En Producción de Mercancías (Sraffa, 1966), la distribución se independiza hasta ubicarse en la definitiva exogeneidad. En palabras de Sraffa (1966):
El tipo de beneficio, en cuanto que es una razón, tiene un significado que es independiente de cualquier precio, y puede ser, por tanto, <<dado>> antes de que los precios sean fijados. Es así susceptible de ser determinado desde fuera del sistema de producción, en especial, por el nivel de los tipos monetarios de interés (p. 56).
Esta exogeneidad puede ser interpretada como la autonomización, en tanto objeto de estudio, de la relación capitalista de producción. Ello es así, en la medida en que, por sí misma, ella es el principio de intelección de las diferentes posiciones que intervienen en la puja por el producto excedentario.
En Sraffa (1966), la objetividad de la relación capitalista se asume mediante la polaridad de dos posiciones estructurales: el capital y el trabajo. Ya no serían factores de producción con atributos físicos-sustanciales, sino posiciones producidas por una relación social específica e histórica. Sin embargo, si consideramos las posibilidades abiertas por esta particular relación, es posible observar que se trata de un caso particular en el que se asume un tipo de beneficio y un salario uniforme. Estas suposiciones no hacen más que simplificar la estructura definida según la distinción entre los que planifican y los que son planificados en el proceso de producción. Entre los primeros, los propietarios de los medios de producción, rige una equivalencia total que se enfrenta a una total oposición con los últimos, que no tendrían más que la capacidad de realizar actividades humanas “uniformes en calidad” (Sraffa, 1966, p. 26).
Esta simplificación no es en absoluto problemática, ya que puede ser complejizada para considerar las posiciones que derivan del poder de disposición mercantil que los agentes económicos tienen sobre multiplicidad de recursos estratégicos en relación con el funcionamiento y la reproducción ampliada del sistema. Allí se sustenta el grado de incidencia que cada posición tiene al momento de planificar o ser planificado en el sistema de producción, lo cual tampoco mantiene un vinculo ontológico-sustancial-necesario con las condiciones técnico naturales imperantes. Al contrario, lo independiza aún más, alcanzando el caso especial modelizado por Sraffa (1966).
Una de las consecuencias más resonantes de esta autonomización es exponer la arbitrariedad que implica asumir cualquier realidad substancial, asociada al proceso de producción, regulando de un modo no observable los conflictos distributivos. La “productividad” de la tierra, el valor-trabajo, la función de producción subrogada no serían meras representaciones, sino que se extralimitarían al asumir la presencia de realidades pre-sociales, capaces de regular la relación entre agentes económicos socialmente diferenciados, es decir, que sus diferencias provienen de la relación social misma y no de una realidad natural dada o exógena.
Sin embargo, esta potencia crítica expone, al mismo tiempo, la principal limitación que este enfoque enfrenta: la incapacidad que la relación mercantil, por sí sola o unilateralmente, tiene para otorgar inteligibilidad a las relaciones que “cierran” el sistema, es decir, que definen el borde que contiene y estabiliza el conflicto distributivo de los agentes o las clases sociales.
En este sentido, por ejemplo, Davis (2017) argumenta que la ruptura definitiva de Sraffa con su ligazón marshalliana, se explicita en un manuscrito no publicado, redactado en 1931, en donde el autor cambia precisamente la noción misma de “objetividad”. Davis (2017) sintetiza la estructura de la objetividad en Sraffa a partir de la idea de que “la producción de mercancías constituía un "sistema cerrado" sobre el que actuaban en su conjunto causas externas a ese "sistema cerrado" asociado a la distribución del excedente” (p. 159). Paradójicamente, el “sistema cerrado” que constituiría el “campo económico” sería completamente ininteligible sin la “determinación” que la distribución entre capital y trabajo impone y, en el mismo momento en que ello ocurre, el sistema se abre a la contingencia y a la “comunicación con el mundo” (Sraffa, D3/12/7: 161: 5, citado en Davis, 2017, p. 159).
En definitiva, la unilateralidad de la relación capitalista o mercantil precipita al enfoque sobre una sorda contingencia, expresada en la infinidad de soluciones distributivas posibles. Nuevamente, los aspectos claves o decisivos del sistema industrial quedan fuera del campo de visión, ya que, paradójicamente, su representación se reduce a una estructura formal de coeficientes técnicos que simplifican (siempre con un grado irreductible de arbitrariedad) una realidad contingente.
Cada posición negociadora encontrará en la estructura institucional exterior los límites de la competencia o, más aún, el perfil de las clases intervinientes y, finalmente, el límite exterior de los que pertenecen al sistema industrial. En otros términos, el sistema institucional no es inocuo en la definición de la estructuración concreta del sistema industrial y es requerido, necesariamente, por la relación capitalista de producción para conseguir un cierre.
Esta particular condición de necesidad y exogeneidad puede ser pensada como una suposición en sí misma que afirma la separabilidad entre la relación capitalista y el resto de las relaciones sociales que componen el sistema de producción. Esta separabilidad implica que las diferenciaciones sociales concretas serían el producto de una superposición de relaciones (en este caso, capitalistas más otras contingentes). Sin embargo, es posible preguntarse si esta es una aproximación adecuada para captar la articulación de relaciones sociales que, de modo ubicuo, producen y delimitan formas de producción cualitativamente diferentes. Desde la perspectiva aquí desarrollada, esta separabilidad conduce necesariamente o a la ininteligibilidad o a la jerarquización de la contingencia.
4. El contenido de la atmósfera industrial
El cierre o límite del sistema industrial tendrá a su cargo un doble y simultáneo problema: contener tanto la creciente división del trabajo como las tensiones distributivas que emergen de su planificación en el marco de la relación capitalista.
El propio Marshall (1919) insinuó, con la metáfora de la atmósfera industrial, la presencia de una realidad sociocultural territorialmente delimitada, capaz de producir el cierre faltante. Esta realidad, extensamente discutida, dio lugar a una literatura especializada que, sin embargo, tuvo dificultades para poder definir esta “pegajosa” sustancia que mantiene una unidad espacial “resbaladiza” (Markusen, 1996).
Para abordar este problema es posible volver sobre las contribuciones pioneras que tomaron como punto de partida la atmósfera marshalliana. Sforzi (2008) observó cómo, a comienzos de la década de 1960, Giacomo Becattini (1979; 1989) inició las investigaciones sobre los distritos industriales, intentado separa la filosofía social implícita en la obra de Marshall. Posteriormente, ello derivó en el reconocimiento del “distrito industrial” como un objeto de estudio con relativa autonomía (Becattini, 1979) y, finalmente, a fines de la década de 1980, el autor sintetizó el concepto, definiéndolo como un objeto de carácter “socio-económico” (Becattini, 1989).
En este último balance, Becattini (1994) define al distrito dotado de una atmósfera industrial como una “entidad socio territorial caracterizada por la presencia activa de una comunidad de personas y de una población de empresas en un espacio geográfico e histórico dado” (p. 40).
En este caso, la “comunidad de personas” se sobrepone a la población de empresas, y constituye la relación que da cierre (cultural y espacial) al sistema industrial. Esta delimitación puede precisarse a partir de tres atributos:
En primer lugar, las personas se relacionan identificándose entre sí mediante un conjunto de significaciones que dan sustento a conductas o interacciones de los pertenecientes. En segundo lugar, existe una identificación principal que establece la unidad del sistema y que puede convivir con identificaciones internas parciales, capaces de introducir diferenciaciones al interior de la comunidad.
En tercer lugar, la identificación principal tiene una territorialidad intrínseca, es decir, se define por su delimitación espacial o en la explicitación de bordes geográficos en los que la identificación tiene efectividad.
Esto permite una simetría más o menos directa con la lectura sraffiana del mismo problema, desarrollada por Sheppard y Barnes (2015), donde la conflictividad intraclase e interclase encuentra un cohorte oblicuo, a partir de una unidad cultural localizada (comunidad). Desde el punto de vista de estos autores, esto podría dar fundamento a la formación de un horizonte subjetivo de la acción colectiva y marco de las condiciones distributivas que regirían en cada espacio económico (Sheppard y Barnes, 2015).
Es posible observar cómo esta noción de comunidad localizada de personas se define, nuevamente, en relación con un contenido contingente, tanto en lo que respecta a las significaciones que median la identificación principal, así como las diferenciaciones internas o la especificación geográfica del espacio social.
Pero puede ser destacado un segundo aspecto, quizá menos evidente. La comunidad, definida como una serie concatenada de identificaciones, es intrínsecamente estática, ya que de dicha identificación no surge ni puede surgir cambio, conflicto o transformación alguna. Una vez definida la identificación con el espacio social, se alcanza un estado de plena conservación cuya transformación, en todo caso, solo puede provenir desde el exterior. En otros términos, el horizonte de significación que la comunidad proyecta es la conservación misma de las distinciones internas y externas que la definen.
En este contexto, la tensión distributiva queda enmarcada en un sistema de identificaciones que tiende a conservarse y a evitar su disgregación. De modo que, en la medida en que estas identificaciones tengan la efectividad suficiente, el conflicto distributivo tendería a morigerarse, y las condiciones de vida de los agentes económicos planificados serían parte del interés de los agentes planificadores. Por otra parte, podría suponerse también que el sistema de identificaciones permitiría a los agentes económicos priorizar relaciones internas, favorecer la retención de tareas creadas en el proceso de división del trabajo, así como también aprovechar las ganancias asociadas a la concentración espacial. Finalmente, puede argumentarse también que, ante cambios en la composición de la demanda o cambios tecnológicos externos o cualquier otro cambio exógeno, la identificación puede contribuir para facilitar los cambios necesarios (flexibilidad) para la supervivencia del sistema (Brusco, 1985; Brusco y Sabel, 1981; Piore y Sabel, 1986).
De un modo muy extendido, el enfoque de los distritos industriales priorizó el estudio de los incrementos de productividad definidos como mejoras de eficiencia, aprendizaje y adaptación tecnológica, aspectos que la literatura económica convencional aceptó bajo la forma de economías externas, o los componentes residuales del crecimiento económico (Becattini y Musotti, 2008).
Sin embargo, ninguna de estas hipótesis es necesariamente cierta, ni teórica ni empíricamente. La variedad de posibilidades teóricas permanece subordinada a la contingencia del contenido concreto de las identificaciones culturales. Al mismo tiempo, las experiencias empíricas son sumamente ricas en matices y en variedad como para convertirse en base firme de generalizaciones. Pero, sobre todo, el principal problema radica en que no provee conceptualización alguna sobre la fricción misma, es decir, el momento en el que estas relaciones se encuentran y articulan entre sí, permitiendo estabilizar el conflicto capitalista y dinamizar las identificaciones comunitarias.
Las investigaciones sobre los distritos industriales aportaron un concepto novedoso para cubrir esta falta. Se trata de una adición que suele aparecer ex nihilo y bajo formas diferentes pero, en todos los casos o al menos en la mayoría, asume la función de vehiculizar teóricamente el dinamismo y la creatividad en un sistema fijo entre dos relaciones sociales contrapuestas que, sin embargo, permanecen mudas y sordas una frente a la otra.
Es posible observar modalidades en las que se enfatizan diferentes aristas. Por ejemplo, entre los autores italianos, nociones como la solidaridad (Becattini, 1994), o la confianza y la reciprocidad (Ottati, 1994a), sentarán las bases de la cooperación como el tercer componente clave de los distritos industriales (Bellandi, 1996; Brusco, 2001; Ottati, 1994b). Esta cooperación puede ser interpretada como el ejercicio consciente y deliberado de la pertenencia a la comunidad, es decir, la actitud proactiva de coordinación, entendimiento y compromiso entre los agentes miembros, un pasaje de la inmediata identificación de la acción que media entre dos posiciones a la vez homogéneas como diferenciadas. Cooperar es el término que se utiliza para nombrar este salto cualitativo en la subjetividad, al que inmediatamente se rodea de “reglas” que rigen las “precauciones” y las “sanciones” ante eventuales quiebres en esta particular forma de “interacción” (Brusco, 2001, pp. 22-26).
Con la cooperación se introduce un modo de ser de la subjetividad que permite que dos agentes -enfrentados en un plano, coincidentes en otro- abandonen la estática yuxtaposición y pasen al plano de un entendimiento que da fundamento a una acción coordinada (explícito o implícito). Esta vinculación, sin embargo, no es producida por las relaciones anteriores (ni por la comunidad, ni por la relación capitalista), tampoco por la “fricción” entre ambas relaciones. Por el contrario, constituye un postulado separado que intenta resolver dicho contacto, buscando evitar que el modelo de análisis se paralice en una representación dislocada de los sistemas industriales.
En un sentido similar y convergente, pueden mencionarse los aportes angloamericanos que han utilizado fundamentalmente el lenguaje de la teoría de redes y los sistemas complejos para conceptualizar el sistema de relaciones que integra (delimita) un distrito industrial (Amin y Thrift, 1992; 1995; Cooke y Morgan, 1993; Richardson, 1972; Staber, 2001). En este caso, la comunidad es retraducida como un sistema reticular que concentra densidad y complejidad en un espacio local o delimitado.
Bajo esta forma, aún más pegajosa y resbaladiza (Markusen, 1996) de interpretar la comunidad local que embebe a los sistemas industriales, se repite simétricamente el mismo problema y equivalente solución. La flexibilidad que el grafo habilita no exime a estos autores de la necesidad de adicionar un principio, con el objetivo de movilizar a los actores-en-la-red y superar la escisión entre ambos mundos relacionales. La noción de confianza toma un papel destacado y, en términos generales, se acepta que las relaciones de reciprocidad se encuentran en la base de confianza (Gambetta, 2000; Powell, 1990; 1996). Sin embargo, difícilmente son conceptos separables.
La noción de reciprocidad marca una convergencia con las investigaciones francesas sobre los distritos industriales (Brousseau, 2000; Brousseau et al., 1997; Dupuy y Torre, 2004; Gilly et al., 2000; Neuville, 1997). Los aportes condensados en el número 4 de la Revue de Mauss, titulado A qui se fier? - Confiance, interaction et théorie des jeux, exponen la base de esta liaison entre la reciprocidad y la confianza (Caillé, 1994).
Los artículos allí condensados tienen la particularidad de sintetizar una convergencia teórica basada en las influencias cruzadas del pragmatismo, la lingüística estructural, el interaccionismo simbólico, el evolucionismo social, entre otras corrientes que, dicho de un modo general, tienden a jerarquizar la estructura formal de una relación (simetría, centralización, densidad) frente a su contenido, normalmente contingente. Esta convergencia encuentra su más clara expresión angloamericana en la emblemática obra colectiva de Gregory y Urry (1985), Social relation and spatial structure.
Powell (1990), por ejemplo, en base a Mauss, define la reciprocidad como la obligación de dar, recibir y devolver, apoyada en una cultura compartida. Sin embargo, de estos intercambios no mercantiles no puede deducirse la cooperación económica que conecta la diferenciación producida por la relación capitalista y las diferenciaciones internas y externas de integración comunitaria. Dos formas de intercambio se enfrentan oblicuamente sin que nada pueda decirse del encuentro a partir de las propias relaciones.
En todos los casos se torna necesario adicionar una aptitud dialógica transversal (Amin y Thrift, 1992) o una reflexividad (Amin y Thrift, 1995; Cooke, 1997; Mathews y Stokes, 2013; Storper, 1997) que fracture tanto a la posición de clase como a la estructura institucional o el espacio relacional. De esta manera, hace posible el pasaje de la comunidad a la cooperación, uniendo ex nihilo dos mundos simbólicos tan yuxtapuestos como escindidos o dislocados entre sí: el mercantil, determinado, y el comunitario, contingente. Es notable la evolución teórica de Barnes (1996), quien hizo de la dislocación y de la contingencia el fundamento de una crítica contra el “esencialismo ilustrado”, ubicando a Sraffa, a Harold Innis y a Fred Lukermann como investigadores que encarnaron dicha crítica.
Sin embargo, este salto moral hacia la cooperación constituye una nueva forma de contingencia, pero sutilmente diferente. No se trata tanto de una contingencia empírica, sino una apertura ontológica que afirma la posibilidad de una acción comunicativa no condicionada. Una suerte de libertad genérica y vacía sobre cuya presencia o sus atributos nada puede decirse, mientras que, simultáneamente, funciona como la clave que permite recomponer la inteligibilidad del sistema industrial. Su presencia determina que un sistema industrial funcione (o simplemente pueda existir), pero, al mismo tiempo, su origen y persistencia permanecen enigmáticos.
Puede verse aquí cómo, a pesar de la diferencia de base que separa a los enfoques relacionales de los utilitaristas, hay también cierta similitud en el carácter emergente de la cooperación, es decir, en su aparición espontánea en el marco de relaciones sociales que no pueden preverla. Tómese el caso de dos perspectivas emblemáticas, como son, por ejemplo, la cooperación como emergente del “murmullo” de múltiples interacciones (Storper y Venables, 2004), o como el resultado de una “mutación” plausible luego de realizar ciertas suposiciones impuestas al comportamiento egoísta con criterios evolutivos, en el marco de juegos iterados (Axelrod, 2004).
El cierre de los sistemas industriales alcanza, en este contexto, el último peldaño de la separabilidad de las relaciones sociales que, en su articulación, dan fundamento a la variedad y delimitación de los sistemas industriales. La consecuencia de dicha separabilidad será, en definitiva, sellar la contingencia y una particular indeterminación ontológica como la base de la aprehensión de dichas articulaciones.
5. La estructura de la comunidad y los sistemas industriales
En los enfoques precedentes, el lenguaje de la teoría de redes permitió componer nociones precisas, pero contingentes, de lo que podría ser señalado como una comunidad cultural, incluso con su estratificación interna -para una síntesis de investigaciones sobre la naturaleza e incidencia de la estratificación ver Ravlin y Thomas (2005) - y su incidencia en la formación de culturas organizacionales en empresas o en sistemas de empresas -un ejemplo paradigmático puede verse en las investigaciones empíricas de Hofstede et al. (1990) sobre la dimensiones culturales que facilitan los procesos de crecimiento-. De este modo, la introducción de una relacionalidad diferente a la capitalista se logró al costo de establecer una distancia inconmensurable entre ambas relaciones, desplazando la conceptualización de sus articulaciones a condiciones contingentes.
En consecuencia, superar esta unilateralidad (o, en rigor, separabilidad) requerirá modificar la forma en que se definen las relaciones intervinientes, de tal modo que ello se subordine a una determinación mutua. Dicho de otro modo, aun cuando ciertos atributos de cada relación se conserven con independencia, cada relación no podrá ser correctamente definida sin que la otra intervenga.
Esto permite pensar la conceptualización de la realidad socioeconómica como el conjunto de formas que es posible prever a partir de relaciones sociales especificadas en su interrelación y bajo un horizonte histórico cultural común. En los términos del problema que aquí se considera, se trata de hallar las posibles formas, cualitativamente diferentes y delimitadas, de planificación y ejecución de la reproducción ampliada de un sistema socioeconómico. Puede agregarse luego la distinción de aquellas formas que, con mayor probabilidad, resulten las más adecuadas para la contención de actividades con los caracteres, contingentes pero decisivos, de la industria moderna: maquinización y retención de los frutos de la división del trabajo, concentración espacial de los agentes económicos, desarrollo relativo, conocimiento incorporado y compartido por los agentes económicos locales.
Es posible avanzar en este sentido, a partir de un leve giro en la definición de lo que se entiende por comunidad, y enfatizar que no se trata solo de una mera relación identitaria (por compleja, asimétrica e internamente diferenciada que sea), sino, sobre todo, de una forma específica de autoridad capaz de intervenir y combinarse con aquellas que se desarrollan (legitiman) en las relaciones capitalistas, al alcanzar el proceso de producción, su planificación y control.
Una de las contribuciones más destacadas que iluminan esta forma de autoridad, articulando los procesos de industrialización, fue realizada por Reinhart Bendix (1966), en la obra Trabajo y Autoridad en la Industria. Allí el autor, siguiendo en buena medida una interpretación weberiana de autoridad, observa cómo las relaciones industriales, en particular la autoridad ejercida sobre la fuerza de trabajo no puede ser simplemente reducida a una emanación de la propiedad de los medios de producción (Bendix, 1966). Por el contrario, la propia industrialización requeriría de relaciones de otra naturaleza que, simultáneamente, permitirían que se sostenga y evite el colapso de la comunidad política en la que se desarrolla.
Luego, si volvemos sobre la idea de que comunidad es una forma de autoridad específica, entonces debe cumplimentar los dos mismos requerimientos que fueron expuestos para la relación capitalista, a saber: el sentido que esta autoridad moviliza y las bases de su legitimidad. En cuanto al primer aspecto es posible, siguiendo al propio Weber, observar en la comunidad una relación de autoridad cuyo horizonte se define en “el sentimiento de formar un todo” (Weber, 1964, p. 34) que contiene el logro y la conservación de un determinado “orden” de valores o moral. Este, a su vez, tiene en el límite lo prohibido y lo obligatorio, algo así como una lucha por el monopolio de las buenas costumbres (Weber, 1964).
En cuanto al segundo aspecto, inescindible del anterior, es posible pensar la legitimidad de esta particular relación de autoridad basada en su propia unidad, que implica reconocer en la totalidad de los miembros una dignidad mínima equivalente a la que podría llamarse condición de vecino -ese rasgo originario que Weber (1964) observa en la comunidad vecinal como proto asociación que puede, luego, transformarse en una comunidad política-. Este piso de igualdad genérico tiene por implicancia principal el reconocimiento de la voz o la palabra del miembro de la comunidad que se traduce en una probabilidad más o menos aceptada -donde Weber (1964) observará su carácter “consensual”- de poder, frente al “orden moral”, impugnarlo y cambiarlo, defenderse de él y defenderlo de los exteriores.
Es importante traer a colación aquí la distinción que Weber (1964) introduce entre la asociación de vecinos y el pasaje a la comunidad política. En este último caso, los medios de representación y coacción que pretenden conservar, reparar o cambiar el orden moral que totaliza la vida en común se han convertido en un “orden jurídico” o legal, objetivándose en una realidad institucional con autonomía, es decir, en el “Estado racional” (Weber, 1964).
Debe observarse que los medios autonomizados de coacción y representación son tanto la afirmación como la negación del derecho que subyace como fuente de legitimidad en el ciudadano. En dicha autonomización se objetiva también la tensión entre unidad y diferenciación propia de la relación de autoridad comunitaria. La integración y exclusión se explicitan en los órganos de representación y gobierno, en la policía, la justicia y las fuerzas armadas profesionales. El vecino devenido ciudadano, a la vez que es integrado de un modo genérico, es desplazado (o absuelto) de dichas funciones. Weber (1964) observa que en la medida en que la integridad de la “comunidad política” esté en juego, o cuanto más profundamente lo esté, estas funciones pueden ser retomadas para el ejercicio directo por parte del ciudadano, en el tránsito a la posible recomposición de un orden estable.
En el presente y particularmente en el mundo occidental, la comunidad política constituye la unidad relacional comunitaria generalizada. Incluso si se trata de analizar una pequeña comunidad de vecinos, se encontrará inmediatamente alguna forma de administración autonomizada y, mediatamente, la trama de instituciones estatales producto de la integración de comunidades a comunidades políticas más amplias, que hallarán su límite en las instituciones soberanas del Estado Nación (Bendix, 1960b). El orden moral, el orden jurídico, y los medios autonomizados de coacción y representación estructuran las posiciones de estatus, que cristalizan la lucha por el monopolio de las buenas costumbres, es decir, el gradiente de diferencias y las formas particulares de la estratificación propias de la comunidad política.
Llegados a este punto puede verse cómo, si bien la comunidad ha sido presentada como una relación de autoridad, todavía se encuentra definida en un camino paralelo al de la relación capitalista. Es necesario arrojar luz, lo más directamente posible, sobre el modo en que estas relaciones se articulan, no a posteriori, sino en la definición misma de su objetividad.
Para ello, es posible pensar esta articulación a partir de la incidencia que cada relación tiene sobre la otra, al momento de pasar de la abstracta unilateralidad a su realización concreta. Lo primero que puede observarse es que la realización cabal y unilateral de cualquiera de estas relaciones implica, necesariamente, una negación del principio de legitimidad que da sostén a la otra relación. Puesto de otro modo, cuando una relación se materializa, se ejerce o ejecuta, niega oblicuamente la legitimidad de la otra relación, su núcleo histórico-moral.
Así, por ejemplo, la planificación de otro en la relación capitalista tiene por objetivo, precisamente, suprimir la voz del planificado en el proceso de producción y acumulación. Por otro lado, el monopolio de la moralidad tiene por objetivo directo suprimir la soberanía del propietario frente a la realización material de su deseo. La tensión entre ambas relaciones constituye una fuerza que va desde el ejercicio de una al fundamento de la otra y que sacude las bases mismas de la organización institucional de los sistemas económicos.
En este cruce mantiene una evidente simetría con la dicotomía elaborada por Hirschman (1977) entre dos principios morales que se ponen en tensión ante la transformación de un sistema productivo, con la consecuente mutación o supresión de sus agentes. La salida implica un descarte o desgarro, resultado de la lógica de la competencia económica, mientras que la voz que implica una conservación propia de la política, eleva el sistema a un nuevo estadio, absorbiendo los costos de la conservación (Hirschman, 1977).
Retraduciendo lo anterior en el marco de la perspectiva aquí desarrollada, es la tensión misma la que se pone en movimiento en los sistemas industriales, mientras que las formas específicas en que ello cierra, o estabiliza el sistema, define sus caracteres institucionales y su capacidad para retener los atributos tecnológicos de la industria manufacturera.
Es posible observar algunas consecuencias macroscópicas de este elemental enlazamiento relacional, apelando a los resultados encontrados por Bendix (1966) sobre las transformaciones en las estructuras de autoridad provocadas por la industrialización en diferentes ejemplos. Bendix (1960a) describe, de un modo general, un movimiento de integración de población a las relaciones de autoridad que se ejercen en la industria (el contrato capitalista), que rompe con las relaciones de autoridad basadas en la tradición. Sin embargo, ello requiere el restablecimiento de, por un lado, “ideologías” que sustenten y legitimen dicha autoridad y, por otro lado, simultáneamente, la conversión de esta población (integrada a la industria) para que “se les hiciera reconocimiento público de su status igual como ciudadanos” (Bendix, 1960a, p. 280). Se trata, en definitiva, de una relación de autoridad nueva, comunitaria, pero ya no tradicional, sino específicamente moderna, que puede limitar y complementar, contener e incluso permitir el ejercicio de la autoridad mercantil.
Bendix (1960a) agrega: “la utilización política de estos derechos civiles podía conducir a un reconocimiento de derechos sociales básicos” (p. 281). En definitiva, establecer “los términos en que una sociedad que se industrializa incorporará su recién creada fuerza industrial obrera dentro de la comunidad económica y política de la nación” (Bendix, 1960a, p. 281).
Estas dos formas de autoridad pueden ser evaluadas en relación con uno de los problemas básicos de definición de los sistemas industriales, particularmente, ante el aumento de la escala de producción, la intensificación del uso de maquinaria y la división del trabajo a nivel del sistema.
Así, por ejemplo, puede tomarse la siguiente observación de Bendix (1960a):
Los problemas de la administración sistemática de los obreros pasan a un primer plano de atención allí donde la complejidad creciente de las empresas económicas hace que su operación dependa más y más de una ética del desempeño en el trabajo. Esta ética requiere hasta cierto punto una tesonera intensidad de trabajo, una razonable precisión, y el cumplimiento de normas generales y órdenes específicas que cae en algún lugar entre la obediencia ciega y el capricho sin posible predicción (p. 285).
Se observa, en todo caso, que cuando la orden directa basada en la autoridad capitalista no es suficiente para contener el proceso de acumulación o aprovechar la ventajas del crecimiento y la división del trabajo al interior del sistema, se requiere la emergencia de una voz, una intención y un propósito, reconocida, aceptada e integrada tanto por los planificadores como por los planificados que pugnan en el marco de la relación capitalista. Los planificados recuperan aquí la acción de la que habían quedado excluidos parcial o totalmente.
En una direccionalidad opuesta, puede incorporarse la tensión distributiva, ya que en los sistemas económicos modernos la autoridad comunitaria pierde el control de los medios de acceso a los bienes y servicios que estructuran los modos de vida y los niveles de bienestar y, por extensión, no puede asegurar por sí misma la protección (supervivencia) de los estratos subalternos. Todo lo cual queda atado a los resultados de la negociación distributiva dentro del sistema industrial. Como se vio previamente, la relación capitalista no garantiza, en su incondicionada negociación, el marco para la reproducción de la comunidad y su estructura interna, de modo que ello requiere que la comunidad política reconozca el estatus de propietario de todas las clases en la pugna distributiva, legalizando cierta capacidad de negociación y aceptando cierta autodeterminación en la formación y satisfacción del deseo por parte de las clases moralmente subalternas. La plebe, el vulgo, tiene ahora la posibilidad de recuperar una soberanía perdida ejerciendo el poder de compra que el dinero, cristalización de la unidad del sistema económico, le permite movilizar.
Como puede observarse, en la realización unilateral de cada relación se abre un horizonte de disolución que es capaz de quebrar, en algún punto, su propia estructura y permitir el ingreso de un principio de legitimidad ajeno. Es precisamente la efectividad con la que este proceso se alcance lo que determina la estabilidad del sistema y otorga el marco general para el análisis de las particularidades de la estructuración de cada sistema industrial, junto con la capacidad para retener actividades, cohesionar una comunidad de vecinos y desarrollar conocimientos estratégicos compartidos por las clases y estamentos.
Finalmente, es posible preguntarse cómo estas dos formas de autoridad legítima pueden convivir, combinarse y entrar en tensión, es decir, qué proceso histórico-cultural puede contener estas relaciones sociales, en cuya realización se encuentran enlazadas.
Este problema remite a la especificación misma de los tiempos modernos, en los que novedosas relaciones de autoridad han desplazado a las antiguas y en el que debe darse inteligibilidad a las “múltiples modernidades” (Eisenstadt, 2013). Es evidente que este problema no puede resolverse de forma breve y excede largamente los límites del presente trabajo, pero sí es posible explicitar un marco básico en el que las tesis aquí desarrolladas se sitúen, evitando así dejar este aspecto en un absoluto silencio.
Este proceso histórico más general fue denominado por Weber (1942) como “racionalización”4 (p. 196), y caracterizado por la disolución del mito trascendente como fundamento legítimo de las relaciones de autoridad. Puesto en otros términos, se trata de la disolución de las mitologías cuyo fundamento se halla en un más allá de lo propiamente humano. Esto puede interpretarse como una mundanización de las fuentes de la autoridad, lo que, desde luego, no significa la supresión del mito. El mito pervive pero mundanizado y, en particular, dos pueden ser observados en las relaciones estudiadas: tanto el individuo, como la propia comunidad. Es posible encontrar en Weber (1942) una expresión notable al respecto:
Quebrantar la fuerza de ésta [la magia] e impregnar la vida con el racionalismo sólo ha sido posible en todos los tiempos por un procedimiento: el de las grandes profecías racionales (…). Las profecías han roto el encanto mágico del mundo creando el fundamento para nuestra ciencia moderna, para la técnica y el capitalismo (p. 200, las cursivas son nuestras).
Bajo esta perspectiva no se suprime la contingencia que puede operar e incidir en la formación concreta de distintos sistemas industriales. Sin embargo, la contingencia no constituye el principio de comprensión de la articulación de ambas relaciones. Por el contrario, desde este punto de vista, se abre el campo de posibilidades teóricas a la identificación de formas posibles de estratificación socioeconómica, en las que se articulen con mayor o menos funcionalidad las diferenciaciones producidas por ambas relaciones de manera conjunta. Incluso puede intentar preverse en dicho contexto la especificidad de las tensiones que anidan en cada estratificación, abriendo un espectro de posibilidades de transformaciones futuras. De este modo, en definitiva, es posible evaluar las posibilidades abiertas en un sistema económico de retener en su interior la maquinización y la división del trabajo, la concentración espacial de los agentes económicos, y el desarrollo relativo de conocimiento incorporado y compartido por los agentes económicos, logrando allí una creciente y estabilizada integración económica, cultural y cívica.
6. Consideraciones finales y agenda de investigación a futuro
El trabajo se planteó como objetivo principal analizar los problemas conceptuales que desata la especificidad de los sistemas industriales en el marco del pensamiento económico. Para lograr este objetivo se analizaron tres tópicos característicos que emergen directamente de las proposiciones, o en algunos casos intuiciones, con las que Alfred Marshall y Mary Paley (1879) caracterizaron a la actividad industrial.
En primer lugar, se mostró cómo el problema de los rendimientos crecientes se basó en la observación de que los mismos se definen y están contenidos en la industria “como un todo”, o a nivel sistémico. Ello s upuso aceptar la interacción de agentes económicos de diferentes tamaños sobre la base de una relación social que traspase la frontera de la empresa capitalista. Luego se observó, con la ayuda de Veblen (2005) y Schumpeter (2005), que la empresa capitalista puede ser pensada como unidad de planificación, que tiene por horizonte el ejercicio de la autoridad en el control de los medios de producción y de las actividades humanas que allí intervienen, con su base de legitimidad en el contrato mercantil voluntario.
En el segundo apartado, se analizó la crítica de Sraffa (1942; 2010) al problema de los rendimientos crecientes en la industria, la cual puso en evidencia que, más allá de las particularidades tecnológicas y localizacionales que se quieran destacar, cualquier sistema productivo se apoya en un conflicto distributivo irreductible. Se argumentó que aquello reflejaba la diferenciación social estructural propia de la relación capitalista de producción y que el cierre de esta distribución, considerada unilateralmente, cae en la exogeneidad, haciendo de la contingencia el fundamento de la diferenciación interna de los sistemas industriales.
En el tercer apartado, se analizó la “atmósfera” marshalliana de los distritos industriales, la cual fue retraducida como una relación comunitaria basada en la identificación de las personas con una cultura compartida, territorialmente delimitada y contingente en relación a su contenido. Sin embargo, la conexión entre las dos realidades exteriores, la comunidad y la relación capitalista, se resolvió mediante la noción de confianza y cooperación, a la manera de una disposición moral dialógica y reflexiva que emerge ex nihilo y sin determinación, y que, sin embargo, tiene la responsabilidad de ser el principio de interpretación distintivo de la realidad de los sistemas industriales.
Finalmente, frente a lo anterior, se resumió una postura alternativa de inspiración weberiana, que parte de la comunidad/política como una relación de autoridad legítima, que tiene por horizonte el dominio en un “orden moral/legal” y su base de legitimidad en la condición de vecino/ciudadano que le es reconocida a la totalidad de los miembros. Se mostró que estas dos relaciones de autoridad se ponen en tensión mutuamente, al tiempo que se requieren para poder adquirir realidad sin socavar la unidad del sistema social.
En este marco, se buscar evitar que la articulación entre ambas relaciones caiga en la pura contingencia. Ello no quiere decir que no existan aspectos contingentes que puedan incidir en la trayectoria de un sistema industrial, pero adquirirían allí significado e inteligibilidad.
Con la mirada puesta en futuras investigaciones, esta perspectiva puede ser prometedora a la hora de abordar los procesos de estructuración social de los sistemas económicos en general e industriales en particular, incluso ampliando el horizonte a la consideración explícita de las instituciones estatales, la articulación de diferentes niveles o escalas de análisis, y la formación de espacios centrales y periféricos, o dominantes y subalternos. La perspectiva abre la posibilidad, en definitiva, de la construcción de hipótesis simplificadas sobre posibles formas de estratificación de los sistemas industriales. Es decir, los atributos que definen y las relaciones que median entre los diferentes grupos socioeconómicos dominantes y subalternos en una unidad territorial, y la probabilidad teórica de convertirse en sistemas industriales capaces de contener los beneficios de la maquinización y la división del trabajo, el logro y el mantenimiento de compromisos distributivos, y el desarrollo de conocimientos compartidos y de carácter estratégico.