Introducción
Toda resistencia política necesita de una resistencia epistemológica (De Sousa Santos, 2009). No es usual encontrar en la literatura especializada sobre negociación y construcción de paz referencia a las asambleas constituyentes territoriales (en adelante ACT) de Mogotes, Micoahumado y Tarso, aunque si suelen ser destacadas como ejemplos de gobernabilidad y democracia participativa. Estas son experiencias de resistencia civil no violenta (en adelante RCNV) de las que se pueden extraer lecciones para procesos territoriales y nacionales de construcción de paz.
Los procesos de las ACT mencionadas lograron condiciones de paz territorial para sus comunidades, a pesar de haber sido deslegitimadas por parte de los gobiernos locales y el nacional con base en la Política de Seguridad Democrática en la que fueron interpretadas como figuras extralegales no reguladas por la Constitución Política (a diferencia de la Asamblea Nacional Constituyente), que contradecían la política criminal y de seguridad nacional del Estado frente al relacionamiento con los actores armados ilegales (Díaz, 2008).
Las dinámicas de abandono estatal/presencia diferenciada del Estado1 en las regiones de Colombia y los efectos del conflicto armado llevaron a estas comunidades a pactar con sus victimarios condiciones de vida, lo cual dio como resultado el disfrute de periodos de paz en sus territorios. La realidad es que estas prácticas no son tenidas en cuenta como referentes a la hora de negociar la paz a nivel institucional-central, y tampoco suelen ser documentadas a nivel académico como fuentes de conocimiento válido para estos efectos. De allí que el propósito del presente artículo sea reconocerles el espacio epistemológico que les pertenece por el hecho de ser prácticas democráticas instituyentes y no la mera reproducción de prácticas institucionalizadas.
En el presente artículo se estudian con enfoque cualitativo tres casos representativos de resistencia civil, a saber: los de Mogotes, Micoahumado y Tarso. La recopilación de la información base se hizo a través de una revisión bibliográfica y la contrastación de fuentes. Una vez recopilada y sistematizada esta información, se construyó una propuesta epistemológica que conjuga las lecciones que cada experiencia territorial ofrece desde la práctica, haciendo uso del método inductivo. Para llegar a esta propuesta, en primer lugar, se hará un recorrido teórico por el concepto de resistencia civil, poniendo énfasis en aquella de carácter no violenta; luego, se expondrán los parámetros conceptuales de construcción de paz que se derivan de cada una de las experiencias locales de RCNV analizadas; y finalmente, se intentará organizar dichos parámetros de una manera lógica, con el fin de contribuir a la consolidación de una epistemología contrahegemónica en los términos De Sousa Santos (2009).
Este autor ha cuestionado los modos tradicionales y hegemónicos de crear y validar el conocimiento, los cuales han venido excluyendo las prácticas cognitivas de los "vencidos", de los grupos históricamente victimizados, explotados, oprimidos y dominados, en nuestro caso, por el capitalismo global, el conflicto armado y la ausencia o negligencia del Estado en los territorios. Por ello, el procedimiento de la sociología de las ausencias, que él mismo propone, es aplicado en el presente artículo para visibilizar el conocimiento de los tres procesos estudiados, pues este permite concebir "lo que no existe, o cuya existencia es socialmente inasible o inexpresable, como el resultado activo de un proceso social dado" (p. 233).
En el escenario particular de las ACT de Mogotes, Micoahumado y Tarso, la sociología de las ausencias propone superar la invisibilización de estas iniciativas sociales y políticas en el terreno de los modelos de negociación y construcción de paz hegemónicos, que en Colombia han implicado que la paz se hace desde Bogotá y el diálogo y acuerdo lo protagonizan el gobierno de turno y los actores armados, relegando la participación comunitaria a un segundo plano y desconociendo que las comunidades poseen una tradición epistemológica en este campo que no ha sido lo valorada con suficiencia.
La Resistencia Civil
Evolución histórica del concepto
El concepto de resistencia civil ha sido históricamente pensado en términos de la relación gobernante-gobernados que se concretó en la figura del Estado (Silva, 2011). Es frecuente encontrar autores que confunden -quizá a propósito- el concepto de resistencia civil con el de desobediencia civil, debido a que ambos, casi siempre, son manifestaciones de aquella relación política.
Antes de que aparecieran en escena los autores a los cuales se les reconoce el haber dotado de importancia teórico-práctica a la noción de resistencia civil, como Thoreau2 (1849), Tolstoi3 (1867) y Gandhi4 (1951), ya Locke5 (1689) le había dedicado tiempo al tema: para él, la desobediencia configura un derecho cuyo fundamento es la "salvaguardia de la vida, la libertad y las posesiones de las personas" (Godoy, 2004, p.279), en los eventos en que exista un uso ilegítimo del poder. Pero quien primeramente destaca el sentido de la resistencia civil como una alternativa política posible es Etienne De La Boetie (1548), en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, en la que propone, epistemológicamente, la pertinencia de que la sociedad ponga en cuestión la aceptación histórica de la relación de dominación entre gobernante y gobernados6.
Por otro lado, "Locke está plenamente consciente que el derecho a la resistencia es un derecho a la revolución. Y que la revolución es un plano inclinado a la anarquía, que es la peor enfermedad que puede experimentar una comunidad política" (Godoy, 2004, p. 279). Por este motivo, propone condicionamientos para su ejercicio, como el que para que este derecho sea válido deba existir una vulneración de sus propios fundamentos (vida, libertad y posesiones).
A Thoreau (1849)7 se le atribuye haber dotado de trascendencia política al concepto de desobediencia civil por haberla relacionado con valores sociales fácilmente identificables:
El recurso a la desobediencia civil se dirige hacia la crítica a todo gobierno y Estado que viole la individualidad de las personas, haciendo residir la justicia en el conjunto de valores y principios éticos que guían la conducta de las personas: la consciencia de los hombres consigo mismos es la instancia definitoria de la acción virtuosa y justa. (Silva, 2011, p.155)
Los desarrollos ulteriores al pensamiento de Thoreau, llevaron a la concepción de la no violencia8 como forma legítima de oposición. Vale aclarar que el contexto geopolítico bajo el cual el autor construye sus ideas, corresponde a unos conflictos y estrategias concretas de carácter no violento como: el no pagar impuestos, el negarse a obedecer mandatos contrarios a la consciencia o al ejercicio libertario que los ciudadanos asumen contra el mal funcionamiento del Estado, entre otros (Silva, 2011).
En el siglo XX, con Mahatma Gandhi9 y Martin Luther King10 se termina de configurar el pensamiento pacifista de Thoreau, cuyas luchas tuvieron como objetivo no sólo la deslegitimación de situaciones raciales de dominación, sino que estuvieron enfocadas en la transformación tanto jurídica como política de sus respectivos contextos (Silva, 2011; Hernández, 2016). Se destaca en este punto de la historia una nueva dimensión de la resistencia civil: las sociedades del mundo están preocupadas no sólo por defender sus bienes más preciados en oposición al uso ilegítimo y arbitrario del poder (como apuntaba Locke), sino también por transformar sus realidades, emprendiendo para ello luchas políticas a través de las resistencias.
Con base en lo anterior, quedan en evidencia al menos dos modalidades de resistencia civil generalmente aceptadas en la doctrina y sobre las que se ampliará en su respectivo apartado:
La resistencia civil no violenta: una discusión vigente
No resulta fácil delimitar el concepto de resistencia civil. Este es un concepto de carácter transdisciplinar en la medida en que es estudiado por diversas disciplinas, como el derecho, la política y la sociología, y, sin embargo, trasciende los límites de cada una en una necesaria relación de interdependencia. En el presente artículo se privilegiará lo ofrecido por las perspectivas políticas y sociológicas y se resaltarán contadas apreciaciones provenientes desde el campo jurídico, cuyo aporte resulta valioso para la discusión actual.
Hoy se puede afirmar que la resistencia civil entraña dos dimensiones: una teórica y una práctica (Hernández, 2017). La primera aboca a un terreno complejo, pues en la literatura especializada, la resistencia civil no ha sido un concepto de apacible construcción. Tal como se mencionó, el estudio de la evolución del término indica que la resistencia civil guarda una estrecha relación histórica -y a veces confusacon la desobediencia civil. Debido a lo anterior, en la academia se pueden identificar por lo menos tres posturas11 que intentan explicar cómo se relacionan estas ideas y coinciden en que lo que realmente está en juego son los elementos esenciales del poder.
Así, en un primer bloque se encuentran aquellos autores que sostienen que el concepto original que explicó los fenómenos sociales de oposición es el de desobediencia civil y que la resistencia civil viene a ser una expresión de dicha desobediencia (Locke, 1689; Thoreau, 1849 y Marcone, 2009).
Un segundo grupo afirma que la resistencia civil es un concepto más amplio que contiene como elemento a la desobediencia civil y, contrario sensu, que la desobediencia civil es un concepto inherente al de resistencia civil (Randle, 1998; Quiñones, 2008 12; Silva, 2011 y Hernández, 2017).
Y un último grupo (en el que los autores pueden coincidir) sostiene que entre desobediencia civil y resistencia civil, más que diferencias, hay similitudes y que ambas hacen parte de un concepto superior que es el de la no violencia (Gandhi, 1951; Arendt, 195813; Touraine, 1991 y 200614; Randle, 1998; Hernández, 2004, 2008, 2009a, 2012, 2014a, 2014b, 2015 y 201715 y Martínez, 2016), asunto que se abarcará más adelante.
Debido a esta falta de consenso en la doctrina, resulta imperioso tomar posición, considerando de paso, dada la historia política de nuestro país, si la violencia puede o no hacer parte de estos conceptos, razón por la que se añaden al ejercicio las nociones de defensa y de legítima defensa, términos que la teoría política suele intercambiar.
Expuesto el panorama, en este escrito se considera lo propuesto por aquellos que afirman que la resistencia civil es un concepto amplio que incluye el de desobediencia civil y que, a su vez, estos hacen parte de una categoría todavía más amplia que es la de la acción no violenta. Así, la resistencia civil estaría integrada por aquellas condiciones que "impiden la naturalización de vínculos dominantes" (Molina, 2004, p.4), sin circunscribirse a la relación gobernante-gobernados.
Michael Randle, uno de los autores más consultados en razón de su obra Resistencia civil (1998), la define como:
Un método de lucha política colectiva, basado en la idea básica de que los gobiernos dependen en último término de la colaboración, o por lo menos de la obediencia de la mayoría de la población y de la lealtad de los militares, la policía y de los servicios de seguridad civil. (p.25)
Para él, son además características esenciales del concepto de resistencia civil (i) que se trata de una acción colectiva y (ii) evita el recurso de la violencia (iii) a través de la no colaboración o de la desobediencia. Así las cosas, según su visión de resistencia civil no tendrían lugar las resistencias individuales ni las resistencias que conlleven al uso de la violencia, y esto está en concordancia con la doctrina pacifista, a la cual expresamente se adscribe afirmando que la resistencia civil se encuentra enmarcada en la acción no violenta (Randle, 1998).
Una propuesta conceptual para el caso colombiano
Es en este punto donde la dimensión práctica de la resistencia civil reclama su lugar, pues como ya se dijo, en el presente artículo se analizarán formas pacíficas de resistencia en el marco del conflicto armado colombiano. Y aunque se acogerá gran parte de los postulados de la doctrina del empoderamiento pacifista, no se puede eludir el hecho de que estas ideas germinan en realidades completamente distintas a la de Colombia, donde la violencia ha hecho parte de las tradiciones de resistencia, y esto no ha sido ignorado por la academia.
Autores como Silva (2011) y Uribe (2006) afirman que hablar de resistencia civil en el marco del conflicto armado colombiano merece tener en cuenta los rasgos propios de cada violencia, de la guerra, de los devastadores efectos del conflicto armado interno, como las masacres, los desplazamientos, las desapariciones, el genocidio de grupos políticos16 y demás crímenes de guerra y de lesa humanidad. Debido a lo anterior, la valoración de la tradición de luchas campesinas colombianas no puede hacerse bajo el marco de los modelos tradicionales de resistencia propuestos en el extranjero, pues como dice Uribe (2006):
Las teorías sobre la resistencia social se han inscrito en dos arquetipos clásicos: el del rebelde que busca emanciparse de la opresión (línea de Hobsbawm) y el del ciudadano virtuoso y cívico que obedece la ley y usa la protesta pública para rechazar el ejercicio ilegal de la fuerza (línea de Habermas). (p.4)
Por lo que no resulta sencillo ubicar las difusas y diversas formas de resistencia civil en Colombia. En esa misma línea, Silva (2011) afirma que
Las resistencias campesinas a la dominación, representada en el régimen político y económico colombiano han sido muchas veces armadas, violentas y de carácter radical y jacobino. (...) la resistencia violenta ha hecho parte de las formas de ser campesinas, ni más ciertas ni más falsas que las que ahora nos disponemos a interpretar. (p.153)
Refiriéndose el autor a resistencias civiles pacíficas
Como no es la idea del presente artículo desconocer el valor político que la violencia pudiere representar en el contexto colombiano, donde hablar de resistencia civil no violenta o pacífica no deviene en una tautología, es necesario ubicar los dos elementos de la resistencia que permitirían establecer si se trata o no de un ejercicio de no violencia, esto es, los medios y los sujetos, porque
No es suficiente indicar el carácter civil de la resistencia para inferir su adhesión necesaria a métodos no violentos de acción, dado que lo civil, histórica y teóricamente hablando, más que referirse a los métodos de acción se refiere al carácter de los protagonistas de la acción, esto es, a los ciudadanos. (Nieto, 2010, p.225)
En ese sentido, de acuerdo con el medio, la resistencia puede ser:
Y dentro de la resistencia no violenta o pacífica17, la doctrina identifica:
En adelante se entenderá por "resistencia civil no violenta" aquellas dinámicas que involucran actores civiles colectivos y medios pacífico que pueden implicar la desobediencia a la injusticia proveniente de un gobierno (como afirmó Thoreau), entendiendo como forma de injusticia directamente la presencia diferenciada18 o ausencia de Estado19 y lo que ello implica estructuralmente para las comunidades, sobre todo para aquellas afectadas por el conflicto armado en la cotidianidad. Asimismo, se entiende como "injusticia" el sometimiento de las comunidades al ejercicio de poder y control por parte de actores armados ilegales. Finalmente, se entenderá por "mera resistencia", las dinámicas individuales, sean de civiles o no, y las resistencias violentas.
En lo atinente a la relación de la resistencia civil con la idea de defensa, se ha sustentado que esta última puede ser un dispositivo e, inclusive, el objetivo mismo de la resistencia, pues una de sus dimensiones, según Sharp (2007), es el servir como mecanismo de defensa, además de ser un mecanismo de lucha política. Hernández (2009) ha explicado que la resistencia pacífica en Colombia es específicamente un mecanismo de defensa de la violencia estructural, privada o proveniente del conflicto armado. Incluso se ha hecho referencia a "defensa civil no violenta" como un equivalente de resistencia civil en Randle (1998) y Useche (2017).
Por último, con el ánimo de no incurrir en el error frecuente de algunos teóricos sobre la resistencia, vale aclarar que defensa y legítima defensa no son equiparables. Entre estos dos conceptos existe una relación de género y especie: toda legítima defensa es una defensa, pero no toda defensa es legítima. Así que, como ya se dijo, mientras la defensa puede ser un medio y objetivo de la resistencia, la legítima defensa es una categoría específica del campo penal del derecho, al ser una causal de ausencia de responsabilidad, una norma de permiso. Esta implica un conflicto entre bienes tutelados por el derecho y está condicionada formal y materialmente a que se cumpla con unos requisitos en la práctica para su aplicación, es decir, tiene aplicabilidad sólo en casos concretos y no en abstracto.
Los requisitos básicos son tres: (i) que exista una agresión actual o inminente, (ii) que exista una defensa y como imperativo, (iii) que dicha defensa cumpla con la exigencia de proporcionalidad (es decir, que la intensidad de la defensa sea proporcional a la intensidad de la agresión), trátese ya de sujetos individuales o colectivos y de la protección de bienes individuales o colectivos20. Por lo que bajo esta categoría dogmática se podrían encuadrar comportamientos tanto violentos como no violentos, individuales y colectivos. Vale aclarar el hecho de que una práctica de resistencia tenga el carácter de pacífica y colectiva no la exime de la posibilidad de ser criminalizada, y en un escenario como ese, la figura de la legí tima defensa resultaría a todas luces necesaria.
Las asambleas constituyentes territoriales de Mogotes, Micoahumado y Tarso
Con el fin de dar solución o al menos de minimizar los efectos concretos de la guerra y del abandono estatal, las comunidades de Mogotes, en Santander, Micoahumado, en Bolívar, y de Tarso, en Antioquia, iniciaron procesos territoriales de pacificación en medio del fuego cruzado. Estas comunidades optaron por aplicar la política de neutralidad activa21, tomando como única arma la fuerza del diálogo para oponerse a la guerra, negociando la situación conflictiva con los actores armados y el Estado.
El instrumento político utilizado por estas poblaciones para hacer frente a la guerra y al abandono fue la Asamblea Constituyente Territorial (ACT), mecanismo derivado de la democracia participativa, que rechaza la violencia y cuyo fundamento directo en Colombia es el artículo 3° de la Constitución Política, que sostiene que el "poder soberano reside en el pueblo", pues esta figura no se encuentra reconocida de forma explícita en la Carta Política, a diferencia de lo que sucede con la Asamblea Nacional Constituyente, concebida como un mecanismo reforma o creación de una constitución (art. 376 de la Constitución Política de 1991). Las ACT fueron ampliamente utilizadas en Latinoamérica en los años 80 y 90 (Maldonado, 2016) y en Colombia aparecen como una forma de apropiación de lo que en el constitucionalismo de nivel macro se conoce como Asamblea Nacional Constituyente. Las ACT son espacios de control social, de gestión de lo público y de formación ciudadana (Maldonado, 2016).
La representatividad de estas experiencias se cristaliza al tener en cuenta el valor de sus procesos y de los resultados obtenidos a pesar de las disputas territoriales, de las agresiones provenientes de un Estado ausente o semiausente y de los actores armados presentes. A través de las ACT los miembros de dichas comunidades tendieron puentes y presentaron exigencias tanto a los actores armados ilegales como legales y gobernantes para mejorar las condiciones de vida de sus pobladores en términos de seguridad personal, infraestructura, desarrollo económico, educación, seguridad alimentaria, etc.
Por ello, cuando algunos estudios afirman que las ACT no tienen "vocación confrontativa", al ser expresiones complementarias de la institucionalidad democrática, tienen razón, pero sólo en la medida en que no es el fin de la sociedad civil en estos procesos de construcción de paz el adoptar una postura que se sitúe al nivel de la de los actores en conflicto. La idea de estos procesos comunitarios es reafirmarse como sujetos afectados que han estado por fuera del conflicto pero que luego deben entrar en la dinámica negociadora, de tal forma que puedan denunciar y reclamar por las situaciones que no están obligados a soportar.
Ver la ACT únicamente como un espacio institucionalizado o un arquetipo político que reproduce a menor escala una asamblea nacional constituyente es restarle valor epistémico y político, en el entendido de que las ACT se gestan por iniciativa civil y desde el margen en un contexto concreto en el que cada experiencia es diferente en cuanto a sujetos, demandas e injusticias que originan la resistencia. Es más, las ACT se gestan porque el Estado les ha fallado a las comunidades y estas no tienen como objetivo calcar las formas del Estado sino asumir y negociar con el Estado su propio destino. De ahí que sea más justo leerlas como "prácticas instituyentes" de democracia y no como "prácticas institucionalizadas".
Instituir desde el territorio abatido por el conflicto es una práctica contrahegemónica, en el sentido de que oponerse a las condiciones materiales y estructurales injustas determinadas por la inactividad, inefectividad o ausencia del Estado y el poder ejercido por los actores armados que limitan la vida de las comunidades, es una forma de apropiación de los procesos y las decisiones políticas. Este ejercicio de "hacer la paz" desde abajo, desde el margen y por iniciativa civil controvierte el modelo hegemónico de negociación/acuerdo que ha mantenido el Estado colombiano en su amplia tradición al respecto. De esta manera, la participación de las comunidades en la toma de decisiones no es una mera formalidad para legitimar los procesos centralizados; esta es la razón por la cual se hace necesario ver las ACT no sólo como un instrumento político, sino como una forma de resistencia civil no violenta con potencial de construir paz territorial que cuestiona el cómo se negocia y el quiénes hacen la paz.
El caso de Mogotes
(...) muchos piensan que construir un nuevo municipio es fundar otro al lado (...) un nuevo municipio se hace a punta de palabra: es poner de acuerdo en unos planes que beneficien al pueblo a las personas que dirigen las instituciones educativas, de salud y a todos los estamentos y entidades del orden municipal22.
En Mogotes, municipio del suroriente del departamento de Santander, surge la primera ACT en Colombia. Su constituyente ha sido referente de otros procesos comunitarios; entre otras, por haber enfrentado con acciones pacíficas las ofensivas bélicas de los actores armados en el territorio y por haber comprendido la necesidad de incidir en la planificación municipal del desarrollo.
El momento que define el desarrollo de su proceso de RCNV es una toma guerrillera del ELN que tuvo lugar en diciembre de 1997. Los "elenos"23 secuestraron al alcalde de ese entonces, Alirio Arroyave; acto que generó la indignación suficiente en la ciudadanía como para movilizarla con el fin de presionar a la guerrilla hasta lograr su liberación. Una vez liberado, la comunidad revocó el mandato del alcalde al acusarlo de corrupción e incumplimiento de sus deberes24.
(…) Estos hechos llevan a que al año siguiente, 1998, la Iglesia católica, desde el obispo hasta los párrocos, en conjunto con líderes sociales y otras autoridades, convoquen a los pobladores a la conformación de una asamblea municipal, en rechazo y resistencia a la violencia y las constantes amenazas a la vida de los pobladores. Sin embargo, tras la toma guerrillera y como una extensión de esa expresión de unidad social, la reflexión sobre la situación del municipio y las causas de la misma se fue ampliando al campo gubernamental y económico. (Sarmiento, 2007)
A partir de allí se afianza la idea de que las necesidades locales deben ser un manifiesto y carta de navegación para los gobernantes, razón por la cual se construyó un proyecto de desarrollo con el cual se comprometieron los candidatos a la alcaldía de aquel entonces. La asamblea inicial se fue consolidando como un espacio comunitario con vocación de permanencia en el que se discutían y decidían las situaciones que aquejaban a los ciudadanos y en el que todos los grupos poblacionales encontraron espacio.
Esta experiencia es tanto un ejemplo de gobernabilidad y de oposición pacífica a la guerra como de articulación de intereses, de inclusión y de exitoso apoyo intersectorial, al contar con la participación de organizaciones como Redepaz (Red Nacional de Iniciativas Ciudadanas por la Paz y contra la Guerra), que articula las experiencias y prácticas que múltiples agentes sociales desarrollan en las dimensiones local, interlocal, regional y nacional; de la Iglesia, cuyo apoyo fue clave, y de la administración local, cuya voluntad facilitó el proceso (Sarmiento, 2007).
El primer reconocimiento a este tipo de iniciativas de paz se lo llevó el municipio en 1999, cuando por unanimidad se le otorgó al Pueblo Soberano de Mogotes "el primer Premio Nacional de Paz, como ejemplo de una auténtica cultura de paz" (Redprodepaz, 2005)25. Mogotes, como antecedente y referente, inspiró un sinnúmero de procesos territoriales, entre ellos los de Micoahumado y Tarso; también fue una estrategia destacada por los firmantes del Acuerdo de Paz en 2021 ante la Jurisdicción Especial para la Paz en un reclamo por mejores condiciones de seguridad personal26. Hoy la academia intenta reconstruir la memoria del proceso en Mogotes27 luego de que este fuera interrumpido a finales de los 90 pese a las peticiones de los pobladores para darle continuidad28.
El caso de Micoahumado
¿Cuándo nos van a desminar la carretera?
El Magdalena Medio es el escenario de un valioso proceso comunitario de por lo menos 19 años, donde se decidió tomar las riendas de la vida colectiva haciéndoles frente a las fuerzas armadas ilegales que se disputaban el territorio.
El sur del departamento de Bolívar, en especial el segmento medio del río Magdalena, es una de las zonas del país más afectadas por las dinámicas del conflicto armado. Allí, en la Serranía de San Lucas, está Micoahumado, pequeño corregimiento perteneciente al municipio de Morales, con sus 11 veredas y su pintoresco casco urbano. (Tovar, 2013)30
Al inicio, la vocación agrícola y la disponibilidad de madera en el territorio es la que dirige el modo de vida para los pobladores, a saber, un modo de vida rural. En la década de los 60, ese modo de vida se ve condicionado con la llegada de la guerrilla del ELN, la cual se instala en el Sur de Bolívar con el Frente José Solano Sepúlveda (Tovar, 2013). Estudios sobre esta población indican que
La falta de autoridades civiles y militares, le dio a esta guerrilla la oportunidad para ejercer su poderío en el corregimiento dirimiendo los conflictos locales y cubriendo el vacío de autoridad, protección y provisión. En ejercicio de su hegemonía armada en la región, orientó a su parecer el gasto público y los recursos disponibles presionando a alcaldes y gamonales. Algunas obras públicas como el pavimento, las primeras escuelas y el polideportivo fueron iniciativa del ELN, abastecían a las familias pobres de mercado, abonos, plásticos para los cultivos y otros elementos necesarios para la vida campesina. Conformó una escuela de formación política en la región que acercó a la población a la reflexión sobre sus derechos civiles y su condición de opresión y exclusión política. (Tovar, 2015, p. 195)
Pero aunque se afirma que la "guerrilla no ejercía una autoridad excesiva, injusta o violenta, sí reconocen que la presencia del ELN acercó a la vida comunitaria a dinámicas asociadas al conflicto armado de gran perjuicio para sus habitantes" (Tovar, 2015, p. 195). Allí tuvieron que soportar situaciones como la siembra de "cultivos ilícitos, fuego cruzado con el ejército, algunos abusos de autoridad, reclutamiento de menores, empobrecimiento de la autonomía civil y el estigma de ser colaboradores de la guerrilla" (Tovar, 2015, p. 195).
Ya en 1980, la población participaba activamente en las movilizaciones sociales del Sur de Bolívar, reclamando al Estado condiciones de dignidad y presencia, "desde la cedulación y la oportunidad del ejercicio del sufragio hasta la financiación y capacitación para sus proyectos agropecuarios y mineros" (Tovar, 2015, p.190). Exigencias que se tradujeron en acuerdos incumplidos por el Estado, y este abandono resultaba favorable para lo que sería el comienzo de la oleada paramilitar en el territorio, debido, entre otras cosas, a la presencia simultánea de la guerrilla de las FARC-EP.
La década de los 90 es el comienzo del momento más inclemente para las comunidades de la región y tiempo que precede la mayor arremetida paramilitar en el sur de Bolívar. Primero llegó el "grupo de Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), quienes además de la labor de terror adelantada contra el campesinado, arremetieron fuertemente contra la resistencia que ejercían los mineros artesanales organizados, a través de diferentes comités locales" (Vidas Silenciadas, 2006)32; y después llegó el Bloque Central Bolívar, que disputo a las guerrillas el territorio que pretendían despojar.
Con ello se profundizó el conflicto, pues los enfrentamientos pusieron a la población en el centro del dolor: muertes, torturas, desapariciones, desplazamientos (Gutiérrez, 2017). Esta es precisamente la época de conversaciones entre el Gobierno y las guerrillas, tiempo de mayor movilización campesina, cuyos reclamos giraban en torno a la tenencia y distribución de tierras, productividad, soberanía alimentaria y seguridad. Estas jornadas de movilización dieron lugar a negociaciones con el Estado, que terminó incumpliendo los acuerdos celebrados (Gutiérrez, 2017).
A comienzos de 2000, la locomotora minero-energética amenazaba el apenas precario nivel de vida de los pobladores, debido a que las nuevas empresas y lógicas económicas entraban a sustituir los modos de subsistencia conocidos por los micoahumadeños. Estados Unidos ya en esa época marcaba la agenda de Colombia en cuanto a la fumigación de los cultivos tildados de ilícitos y los obligaba a exponerse a la contaminación y afectaciones en la salud derivada de estas prácticas. Paramilitares, guerrillas, capital transnacional y agenda colonial estadounidense eran las preocupaciones de los micoahumadeños (Tovar, 2015). Por estas razones, y con especial énfasis en el número de víctimas de la violencia paramilitar, la comunidad de Micoahumado decidió iniciar el Proceso Soberano Comunitario por la Vida, la Justicia y la Paz, empresa que consiguió acciones afirmativas y concretas que construyeron paz.
Memoria de los micoahumadeños guarda el recuerdo del momento que da inicio al Proceso. Una vez el corregimiento fue tomado por los "elenos", recibieron la primera arremetida paramilitar, y en respuesta, la guerrilla comenzó a minar el territorio. La gestación de la práctica resistente organizada se exteriorizó de una forma muy peculiar: los micoahumadeños instituyeron un saludo en "lenguaje subversivo" para dirigirse a los guerrilleros. No se utilizó más un "hola" o "buenas" sino un "¿cuándo nos van a desminar la carretera?"33, dejando claro que no habría disposición para utilizar las mismas armas en defensa. Desde entonces, el arma fue la palabra, y las mujeres se organizaron para negociar en representación de la comunidad:
El ELN entonces amenazó con bombardear el pueblo y los paramilitares que no se iban. Entonces se formó una Comisión de Diálogo integrada por mujeres. Ellas van a donde los paras y les dicen que quieren interlocutar con la guerrilla. Los paras les dicen 'vayan, conversen'. La guerrilla envía el mensaje de que no bombardearán el pueblo si los paras salen del pueblo. Entonces los paramilitares salieron a 500 metros del casco urbano. Los elenos también dejaron entonces el bloqueo y dejaron que al pueblo entraran alimentos y medicamentos. Ahí siguieron los combates en esas condiciones hasta el 17 de enero de 2003. Para los paramilitares anocheció para no amanecer. Salieron apenas 150 paramilitares de esos 600, el resto desaparecieron y murieron en los combates. (Gutiérrez, 2017)
Sus esfuerzos por no participar en la guerra y por resistirse a poner más muertos desembocaron en la Asamblea Popular Constituyente de Micoahumado hacia 2003, contando formalmente con alrededor de 150 delegados de las veredas, el gremio de productores y eventualmente por algunos representantes de la administración municipal; también contaron con el apoyo de delegados de la ONU, Defensoría del Pueblo y Gobernación de Bolívar, ratificado mediante el Decreto n°13 de 2003. Sectores religiosos y organizaciones de la sociedad civil también respaldaron de forma permanente la Asamblea, entre los cuales se destaca
la Diócesis de Magangué, el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, la ONG CREDHOS, la Defensoría del Pueblo, la Organización Femenina Popular, Equipos Cristianos de Acción por la Paz -ECAP-, Brigadas Internacionales de Paz - PBI, Red de programas de desarrollo y paz, Fundación Cultura y Democracia, entre otras. (Lamus y Parra, 2017, p.193)
Una de las estrategias planteadas por la mesa consistía en hacer un análisis de la realidad y de la pluralidad de conflictos, luego crear condiciones para traducir aquello en un plan de desarrollo y, por último, establecer un mecanismo de protección de derechos humanos que asegurara los resultados (Lamus y Parra, 2017, p.193).
Algunas de las acciones/logros concretos más significativos que pueden extraerse de esta experiencia de resistencia no violenta son:
Conciliación de vidas de pobladores y líderes amenazados.
Retirada paramilitar del casco urbano.
Interrupción de bombardeos.
Desminado de 9 km por parte del Frente José Solano Sepúlveda del ELN.
Desmilitarización de zonas habitadas.
Levantamiento de retenes.
Interrupción del bloqueo de entrada de alimentos y medicamentos
Desminado de la cancha de fútbol y de la bocatoma del acueducto.
A pesar de los notables logros del proceso de Micoahumado, algunos visitantes de la última década expresan que
Como en la mayoría de las poblaciones pequeñas en nuestro país, es evidente el abandono estatal que se refleja en la precariedad de los servicios públicos, los constantes problemas con la calidad de la educación (CDPMM, 2013), el mal estado de las vías de acceso que dificulta la llegada a hospitales, notarías, juzgados y centros de acopio, así como la comercialización de sus productos agrícolas. Aun así, el corregimiento cuenta con servicios e instalaciones que muy pocos corregimientos de zona rural de Morales tienen, como líneas telefónicas, cancha de fútbol, escenario polideportivo, cooperativa de transportes, centro de salud y escuela. (Tovar, 2015, p. 186)
De forma que la marginalización de las poblaciones azotadas por el conflicto armado ha sido de tal profundidad que ni un esfuerzo tan bien dirigido y planificado como el de Micoahumado -sin ánimo de quitar importancia a sus avances- ha logrado alcanzar niveles de bienestar más o menos dignos y con vocación de permanencia. Por eso es que, tal como dice Sousa Santos (2009), la "exclusión abismal" de la ruralidad en los países periféricos adquiere tal adjetivo debido al enorme vacío entre realidad, derechos y garantías.
El caso de Tarso
La Angustia de un pueblo solo tiene solución en la determinación del mismo pueblo de modificar su destino34.
Tarso, pequeño municipio del suroeste antioqueño, es el escenario de un proceso constituyente reconocido en la literatura política. Su mérito ha sido el sentar las bases para la planificación territorial de nivel institucional a partir de las decisiones que en sede comunitaria toman sus pobladores. Sin embargo, no es posible hablar de este proceso sin mencionar las acciones del Movimiento Cívico del Oriente Antioqueño que respondieron a la crisis humanitaria producto de la "ocupación armada de los cascos urbanos de los municipios, el secuestro de alcaldes y civiles, los paros armados o bloqueo de las vías primarias y secundarias, y los desplazamientos forzados, y las masacres (...)" (Restrepo, 2015, p. 148). Este proceso Constituyente Provincial sesionó por primera vez en 1998 y fue definida como
El escenario de representación y de participación ciudadana, donde diferentes actores sociales, políticos e institucionales, comprometidos en la construcción de un pacto social deliberarán pública y democráticamente sobre aspectos políticos, económicos, territoriales, socioculturales y simbólicos involucrados en la construcción de una agenda pública de paz y desarrollo para el departamento, que dé cuenta del cómo superar el conflicto armado y de las exclusiones que en él subyacen. (Gran Pacto Social para la convivencia y el desarrollo por la paz, Asamblea Constituyente de Antioquia, Medellín, noviembre de 2003. Citado en Díaz, 2008)
A pesar de su importancia, los procesos constituyentes en Antioquia fueron deslegitimados por parte de la administración departamental y nacional durante la Política de Seguridad Democrática, al afirmar que el único cuerpo autorizado para hacer contacto y negociar con actores armados -especialmente con las FARC-EP- era el Gobierno nacional. Estos mensajes eran reforzados por el discurso de antiterrorista, por la lógica del enemigo interno y el estímulo a los ciudadanos en la cultura de la delación para que asumieran roles pasivos de denunciantes o informantes (Díaz, 2008). Dos talanqueras al proceso territorial constituyente del oriente antioqueño lograron su desactivación.
La historia de Tarso como pueblo afectado por la guerra no difiere mucho de la de Micoahumado, pero en lo atinente a la relación Estado-territorio varía, pues aunque el nivel de abandono de Tarso desde el inicio fue menor, la realidad es que esa presencia del Estado en el municipio se forjó y justificó en la aplicación de políticas fiscales neoliberales (Hincapié, 2008), que empezaron a regir de manera particularmente implacable a partir del gobierno de César Gaviria. Dichas políticas amenazaron la existencia del municipio a tal punto que desde Bogotá se planteó su adición como corregimiento a otro municipio vecino; lo anterior, debido, entre otras cosas, al excesivo nivel de corrupción electoral e institucional (Rico, 2018).
En medio de este contexto, los tarseños además sufrían los impactos de la guerra, pues su municipio tenía la marca de territorio en disputa:
El pueblo se lo dividieron los 'paras' y el ELN. En una esquina se paraba uno de un bando; en la otra, otro. Si uno se pasaba del sector de los 'paras', por ejemplo, el del ELN le metía un tiro a uno. Se lo cuento porque eso me pasó a mí cuando hacía parte del comando de la policía. (Rico, 2018, p.3)
El Registro Único de Víctimas (RUV) reporta que del 1 866 522 de víctimas en Antioquia, 99735 corresponden a víctimas del conflicto armado en Tarso -cuya población ascendía a 8152 para 201936-. Si bien estas cifras son menores en comparación con la de municipios aledaños, la situación de conflicto, especialmente entre los años 80 y 90, hacía del municipio un centro de operaciones del narcotráfico, hostigamientos, homicidios selectivos, desplazamientos, secuestros, desapariciones forzadas, etc., que sumados a la crisis económica derivada de las decisiones estatales, obligaron a los tarseños a encarar a sus opresores: actores ilegales y Estado.
El 31 de octubre de 1999 se realizó un foro al cual fueron invitados campesinos, madres comunitarias, líderes, etc. Siguiendo la experiencia conocida por Alirio Arroyave en Mogotes-Santander, presentaron la iniciativa de la Asamblea Constituyente Municipal como una alternativa para el empoderamiento de los tarse ños en los destinos del municipio que garantizara la paz, el desarrollo sostenible y el auténtico ejercicio de la participación ciudadana. (Hincapié, 2008. p.43)
Para ello se instituyó el Comité de Impulso, que inició funciones en 1991 y su objetivo era reunir a los grupos sociales del municipio: madres cabeza de familia, jóvenes, campesinos, juntas de acción comunal, comerciantes, funcionarios del Estado, fuerza pública, maestros e Iglesia37, para emprender tareas educativas y construir un espacio de discusión de los asuntos públicos (Hincapié, 2008). La idea era configurar un programa de gobierno unificado que surgiera desde la comunidad para enfrentar la crisis económica y social. Las mayorías agrupadas definieron como propuesta política que primero estaba el bienestar del municipio y la solidaridad comunitaria, antes que la solidaridad con las instituciones estatales. Activismo que se vio reflejado en las elecciones municipales del año 2000, en las que resultó elegido, con un alto umbral de participación, un miembro de la comunidad que apoyaría luego la actividad del Comité.
Quisieron amplificar ese proceso constituyente permitiendo la participación de ONG, cuya articulación desembocó en el plan de desarrollo 2001-2003 Unidos por el Desarrollo del Tarso. Desde entonces, los destinos del municipio han estado sometidos al poder soberano de la comunidad. En la presentación del Plan de Desarrollo (2001) versa:
Inspirados en un noble sentimiento de servicio comunitario y pensando en el futuro de nuestro terruño presentamos el Plan de Desarrollo "Unidos por el Futuro de Tarso", como un Proyecto de buen gobierno, con el fin de orientar la Administración del Municipio hacia el logro de dos grandes estrategias: El Desarrollo Sostenible y La Convivencia Pacífica. (p.1)
El programa, con miras a impulsar la solución pacífica de los conflictos mediante el diálogo, la concertación y demás mecanismos alternativos, abrió un capítulo de Justicia No Formal. Se buscó promover las organizaciones de expresión ciudadana y su participación y proyección política con el fin de impulsar y fomentar la realización de pactos económicos, sociales y políticos entre los diferentes actores de la sociedad destinados a lograr el bienestar común y lograr un compromiso decidido con las actividades que representan la función social del Estado respecto a la superación de inequidades y la consecución de igualdad de oportunidades.
Asimismo, se buscó fomentar el desarrollo armónico de la persona y la naturaleza en la defensa del medio ambiente sano y facilitar el desarrollo económico con un programa de formación ciudadana para la democracia y el Fondo Municipal para El Empleo y la Paz, con apoyo de las ONG participantes. En este proceso constituyente se intervino incluso en la distribución del presupuesto municipal de acuerdo con el diagnóstico y el plan de financiación de la deuda producto de la crisis económica -inducida- y se reconoció el papel fundamental de la veeduría ciudadana en la consecución de condiciones de bienestar y paz. El proceso de Tarso, siguiendo la suerte de los procesos del Oriente Antioqueño en virtud de la Política de Seguridad Democrática, quedó inconcluso.
Mogotes, Micoahumado y Tarso comparten una historia de exclusión y victimización de la cual han sido corresponsables el Estado colombiano en razón de su indiferencia y ausencia y los actores armados en razón de sus proyectos criminales. Los motivos que llevaron a cada una de estas comunidades a tomar la iniciativa de dialogar y negociar en un primer momento estaban relacionados con la búsqueda de garantías de seguridad personal y de seguridad pública debido a los enfrentamientos, ataques directos y disputas territoriales. Una vez lograron condiciones mínimas a través del diálogo, con la articulación de sectores religiosos e institucionales, se pensaron en otras necesidades insatisfechas y las llevaron al nivel de la planificación territorial a través de las asambleas constituyentes territoriales, con la comprensión de que esta era la vía para obtener garantías de no repetición.
Se podría extraer como conclusión anticipada de las experiencias de Mogotes, Micoahumado y Tarso que los procesos constituyentes territoriales como expresiones de resistencia civil no violenta permiten la autogestión y participación social en los asuntos públicos (gobernabilidad), a partir de la oposición a las situaciones injustas provocadas por el Estado y por actores ilegales, recurriendo al diálogo, con el fin de mitigar o disminuir los efectos del conflicto. Además, que la resistencia se puede traducir en instrumentos de planificación territorial formales como planes de desarrollo u otros instrumentos de participación activa de la comunidad que aportan a la tradición democrática del país, puesto que nacen de la concertación democrática comunitaria. Estas experiencias de resistencia han podido controlar la actividad de los funcionarios de gobierno limitando el ejercicio arbitrario del poder público y exigiendo a los mismos aquello que han dejado de hacer. Así, la resistencia civil no violenta puede traer como resultado mejores condiciones de vida para la población -aunque sea de forma momentánea-.
Construcción de paz desde la resistencia no violenta
La mirada oficial
El entonces Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo (2013)38, divulgó la idea de paz territorial que desde el gobierno se manejó en torno al Proceso de Paz con las FARC-EP. Esta versión oficial está conformada por varios aspectos, empezando por que la construcción de paz territorial debe atender a una relación obligada entre la justicia y la paz, entendiendo 'justicia' como cooperación equitativa en la configuración consensuada de reglas de juego o de convivencia que se enmarquen en instituciones que garanticen fidelidad a las realidades territoriales; también destacó el hecho de que se trata de una planeación participativa 'de abajo hacia arriba', que ha de poner en marcha una coordinación básica del rumbo del territorio. Para lograrlo, se requiere de una nueva alianza entre el Estado y los territorios que salga del arquetipo centralista y que lleve realmente el Estado a las regiones. Resulta interesante que en esa misma conferencia Jaramillo reconoció la existencia de iniciativas comunitarias y programas civiles que han avanzado en la consolidación de la relación territorio-Estado buscando el bienestar.
Esta perspectiva institucional de construcción de paz territorial, que supera la antigua visión de paz como 'mera ausencia de conflicto', e incluso la de paz como algo importado desde Bogotá que se consolida con la desmovilización y con la militarización de la vida civil, permite la nominación de las experiencias resistentes no violentas como escenarios de construcción de paz territorial.
Ahora, para poder reconocer el espacio epistemológico que les corresponde a las experiencias de resistencia de Tarso, Mogotes y Micoahumado, es necesario empezar a ampliar y profundizar en la noción de construcción de paz a partir de los elementos fácticos que estas experiencias aportan; empezando por el hecho de que las resistencias, más que practicas institucionalizadas por provenir de planteamientos democráticos, son prácticas instituyentes. La resistencia civil no violenta puede llegar a considerarse como experiencia fundante de conocimiento que, al extender sus efectos, termina proporcionando condiciones de bienestar y de paz para el territorio en donde se desarrollan.
Tomando parte de lo expuesto por Jaramillo, la paz territorial se encuentra sometida a la relación de justicia entendida como cooperación y paz:
La justicia en un proceso de paz no es otro que la reconstrucción equitativa del orden social y la cooperación en los territorios para restablecer las normas básicas de la sociedad, garantizado derechos y bienestar, y asegurar la no repetición del conflicto. (Jaramillo, 2013)
De allí que su mayor efectividad y seguridad derive de los consensos para la paz en los que el Estado actúa como cooperante en la reconstrucción simbólica y material del tejido social lastimado por la guerra. Aunque con razón se dice que la construcción de paz exige el trabajo colaborativo y la corresponsabilidad entre la sociedad civil y las instituciones locales y nacionales (Maldonado, 2016), la realidad es que esto no impidió el éxito que algunas experiencias resistentes tuvieron sin participación estatal determinante -sino contingente como el caso de Micoahumado- pues, en últimas, las luchas, cuando son llevadas a cabo por los portadores directos de los derechos38, esto es, de las propias comunidades en defensa de sus propios intereses, constituyen la contribución más cualificada a la hora de negociar mejores condiciones de vida y de asegurar el despliegue de esfuerzos por mantenerlas en la medida de sus posibilidades.
Una propuesta epistemológica
En últimas, la mirada oficial es insuficiente para explicar a profundidad esta dimensión poco explorada de la RCNV como arquitecta de paz. La mencionada sociología de las ausencias contribuye a articular esta propuesta epistemológica en la que se fusionaron referencias fácticas y teóricas, tomando en cuenta planteamientos como los de Galtung (1998) y Lederach (2007) y extrayendo de las experiencias de Mogotes, Micoahumado y Tarso algunos postulados epistemológicos sobre construcción de paz territorial. De esta manera se consolidan las siguientes premisas:
La resistencia civil no violenta apuesta por la generación de una cultura de paz a partir de una intersubjetividad construida que tiene una "fuerza moral que convoca, cohesiona y dinamiza" (Hernández, 2006)
Estas iniciativas de paz están impulsadas también por un ethos redistributivo -y debe añadirse, pacifista-, que pretende la transformación de la realidad partir de la redistribución de los recursos materiales, culturales, políticos y simbólicos (En ese sentido, Sousa Santos, 2009).
La construcción de paz territorial es un proceso y no un resultado; de allí que los procesos estudiados llevasen más de una década de vigencia.
La construcción de paz bajo resistencia ha supuesto el acordar reglas de convivencia y el realizar sacrificios en cuanto a derechos para conseguirla.
La diversidad de voces cuenta a la hora de planificar. Optar por resistir sin acudir a la violencia para alcanzar condiciones de paz está asociado con los valores, cosmovisiones y relaciones de solidaridad entre los grupos que se expresan en la convocatoria de asambleas en las que a las personas y los sectores se les reconoce una voz que ha sido silenciada o invisibilizada por la institucionalidad y los actores armados.
La RCNV es un entonces un mecanismo de transformación de conflictos. El hecho de que la construcción de paz sea un proceso y no un resultado indica que no se debe aspirar a solucionar definitivamente los conflictos territoriales, sino que, más bien, debe llevar a reconocer como fin la transformación de los conflictos.
La RCNV desvirtúa y cuestiona las tesis acogidas tradicionalmente en la política colombiana, como: la economía de la guerra, el enemigo interno y la ciudadanía pasiva, fomentadas con más ahínco en la Política de Seguridad Democrática. Además de mediar intereses económicos en el conflicto armado colombiano han existido reclamos ideológicos y políticos que requieren mucho más que atacar las formas de financiación de los grupos armados ilegales o negarse a negociar con ellos en una campaña de deshumanización del terrorista. De allí que las comunidades hubieran podido negociar y pactar con los actores armados para despejar y mermar los efectos de la guerra en su contra.
Las resistencias civiles no violentas reivindican la solidaridad con el otro, la otra, antes que la solidaridad con las instituciones; por ello, su interés en planificar y organizar la vida de las personas de acuerdo con una visión concertada de lo que es 'lo mejor' para el territorio se hace sin privilegiar demasiado las susceptibilidades institucionales.
Al ser las resistencias fenómenos sociales espontáneos y sus alcances de magnitudes instituyentes, se encuentran ubicadas en el marco del conocimiento de retaguardia, pues surgen de las víctimas, de los "vencidos" y para los "vencidos", como forma de despojarse de esa etiqueta.
Las resistencias civiles no violentas apuestan por la vida como derecho humano y por el desarrollo como derecho de los pueblos, además de edificarse en torno a la protección de la cultura, la autonomía y el ambiente.
Las resistencias civiles no violentas que derivan en negociaciones con actores armados y el Estado, cualifican directa o indirectamente las relaciones territorio-Estado. Directamente, si el Estado estuvo presente en la construcción de condiciones de paz e indirectamente, si el Estado ha podido llegar al territorio o fortalecer su presencia con ocasión de los acuerdos logrados en sede comunitaria.
Las resistencias civiles no violentas, como todo proceso social, aportan en la construcción de paces imperfectas e inacabadas y tienen como principal conquista la profundización en la democracia.
Conclusiones
Como afirma De Sousa Santos (2009), las resistencias políticas necesitan de las resistencias epistemológicas, y estas se pueden provocar a partir del análisis de las realidades latinoamericanas, de sus luchas y prácticas sociales emancipatorias, invisibilizadas por las políticas centralistas o por el conocimiento hegemónico producido en y para el "Norte Global". En resumen, la propuesta aquí contenida surge como una estrategia para reconocer ese espacio en la globalización contrahegemónica (De Sousa Santos, 2009) del saber y del hacer que tienen nuestros territorios afectados por el conflicto. Esto es además un ejercicio de justicia cognitiva, pues estas prácticas de RCNV que producen conocimiento válido de vienen los "vencidos", de las "víctimas" del conflicto armado, quienes han instituido formas de negociar, exigir y decidir sobre el destino de sus comunidades.
Además de reconocer, legitimar las resistencias civiles no violentas como escenarios de construcción de paz territorial es denunciar que la visión oficial sobre la "construcción de paz territorial" se ha quedado corta por ser Estado-centrista, pues aunque lo deseable y exigible es que el Estado participe y garantice los términos de los acuerdos, su ausencia no ha sido impedimento y su presencia no puede ser requisito sine qua non para definir que existe construcción de paz territorial, sobre todo si el Estado mismo ha sido actor del conflicto armado contra estas comunidades o si se ha encargado de desconocer los procesos de base por razones de política criminal.
Estas experiencias se inscriben en un sistema alternativo de pensamiento de las alternativas42, pues como ya se ha visto, no es suficiente pensar en alternativas de transformación de las realidades sino en organizarlas dentro de un sistema de referencia que refuerce sus resultados. Y si bien las condiciones que permiten la gestación de este tipo de procesos responden a un contexto y una chance de oportunidad política única en cada caso, el acordar, planificar e implementar la paz desde abajo es una tarea tremendamente difícil y riesgosa, pues para los territorios con alta precariedad institucional no existen condiciones que aseguren el buen término de las negociaciones y medidas adoptadas. De manera que hay que tener en cuenta que los contextos en los cuales se han desarrollado estas experiencias de RCNV han sido especialmente hostiles y difíciles y que ello ilustra su enorme valor material y simbólico para la paz.
Si el primer reto de los procesos de paz es el romper con las lógicas de la violencia, a este propósito han llegado por caminos más certeros las experiencias resistentes que surgen desde la comunidad antes que el mismo Estado. Por lo que un real consenso para la paz debe incluir en la agenda como parte del estado del arte vivo a estas realidades constructoras de paz, que además de profundizar en la democracia directa y participativa son indicadoras de la paz como una nueva cultura o -contracultura teniendo en cuenta el pensamiento hegemónico-. Sin embargo, debido a la intermitencia estatal en cuanto a su presencia y garantía de derechos humanos, el relevo político y generacional y el hecho de que en los territorios el conflicto armado aún persiste enquistado cultural e institucionalmente, desde lo local se refuerzan o desestiman los procesos y logros alcanzados.
La tarea de la academia de retaguardia es entonces reconocer, legitimar y propender por la aplicación de las enseñanzas que nos dejan estos espacios de afirmación de paz, sin importar que la coyuntura política abogue por su negación y olvido43. No se puede ignorar que estas experiencias son, a la larga, piezas del patrimonio de paz de Colombia.