Introducción
Colindante con el movimiento de la historia conceptual por comprender la Modernidad política latinoamericana más allá de los «enfoques típico-ideales», socavando el marco teleológico al interior del cual la historiografía estaba encastrada1, la historia intelectual de Elías Palti ha marcado un importante umbral en la mirada del historiador hacia los conceptos políticos que han viajado entre América y Europa durante el siglo XIX. Fundamento de los artículos presentados en este dossier, su aporte fue un paso decisivo en la conformación de una lectura de la historia latinoamericana, ya no en términos de la «llegada» o la «recepción» de las ideas en diferentes contextos, sino a partir de la «acomodación» de «ideas y modelos» -conceptos y categorías, podríamos decir- que se presentan de distintas maneras de acuerdo al contexto histórico al cual se refiere. En efecto, la inserción de contingencia a la producción de las ideas, entendida por Palti como una «serie de desarrollos desiguales que determinaron las condiciones particulares de articulación pública de los discursos», permite ver a la fuente propiamente como un «resultado histórico»2.
Este texto profundizará el surco abierto por su propuesta, y buscará mostrar la problematización del concepto de nación a mediados del siglo XIX mexicano, por medio del entrecruce entre dos tradiciones que hasta ahora no han entablado un diálogo explícito: la historia conceptual y la historia social del mundo del trabajo. Al seguir algunos de los esfuerzos por comprender la pluralidad que habita en el proceso de constitución de la nación mexicana a lo largo de la primera mitad del siglo, veremos que las sociedades del trabajo han permanecido relativamente soslayadas en estos análisis. El «desliz de la ciudadanía» propuesto por Antonio Annino nos servirá en particular para volver a poner en perspectiva no sólo la pluralidad social sino, ante todo, política de las distintas sociedades que conformaron el proceso de constitución de la «nación» mexicana. La dimensión radicalmente relacional del lenguaje asociacionista y la configuración mutualista del mundo del trabajo mexicano serán la llave para volver a interrogar, con los actores, el concepto de nación antes y más allá de la perspectiva de la construcción del Estado nacional inaugurada en la segunda mitad de la década de 1850.
Frente a la postulación del principio de la «nacionalidad» bajo la lógica del Estado-nación, principalmente liberal, se buscará entender en qué medida las organizaciones del trabajo intentaron transformar el concepto y la realidad de la nación, a través de sus relaciones con otros grupos del mundo del trabajo fuera de México. Comprender la naturaleza de estos grupos nos acerca entonces a una lectura histórico-conceptual inter-conectada o «intersocial», siguiendo la propuesta de Marcel Mauss. Esto nos permitirá empezar a asir la dimensión doblemente híbrida del mundo del trabajo mexicano: ni corporativa ni industrialista, la experiencia social y laboral mexicana, en línea con aquel «desliz de la ciudadanía», conforma una realidad en la que la libertad y la relación se entrecruzan, dando vida a una modernidad alternativa que repercute y transforma la alteración socialista del discurso estatal liberal, tal y como había tomado forma en Francia. El análisis de lo que denominaremos el «lenguaje del trabajo», siguiendo la propuesta de William Sewell3, pretende, más que llegar a certidumbres, abrir interrogantes en torno a la lógica histórico-social del concepto de nación en el México decimonónico, reforzando la hipótesis que refiere a la pluralidad política que en él habita, así como en la dimensión constitutivamente relacional que lo atraviesa.
1. Entre «socialismo» y «liberalismo»: el mundo del trabajo mexicano
La problemática relación de los trabajadores con los lenguajes políticos del siglo XIX mexicano ha estructurado el debate en torno a su papel en la «conformación de una conciencia nacional»4. Los puntos articuladores de esta discusión nos darán la llave para renovar el análisis de la relación entre el lenguaje del trabajo y el lenguaje de la nación, desencastrándolo del lenguaje estatal predominante en la época. La Prehistoria del socialismo en México de Luis Chávez Orozco5 fue, en este sentido, estructurante del debate en torno a la historia del trabajo y a los trabajadores en México. El vocabulario analítico marcadamente marxista de fenómenos tan complejos como el incipiente proceso de industrialización, de la vida de obreros y artesanos hacia el último tercio del siglo XIX, le permitió acercarse a la problemática realidad política contra la cual se enfrentaban: la «consolidación del capitalismo» que perpetuó la «lucha entre capitalistas y asalariados» frente a la anterior «armonía y cordialidad» de la organización artesana6. Su «manifestación trágica» como clase fue fruto de su vida «en medio del dolor y el hambre, [...] encadenada a su propia debilidad». Esto explica por qué el artesanado y proletariado recurrieron a la literatura socialista europea que «influenciaría» a los «dirigentes de la cuestión social», medio de organización de las sociedades mutualistas y cooperativistas. En el estudio de algunas fuentes primarias, su trabajo postuló la necesidad de estudios que exhibieran «de un modo claro la filiación de las corrientes intelectuales extranjeras»7.
La investigación innovadora de José Cayetano Valadés penetró precisamente en la conexión de las corrientes extranjeras con el movimiento socialista y obrero local del último tercio del siglo XIX. Sus estudios sobre la industria mexicana8 junto a su más conocido libro sobre el «socialismo libertario»9 llegarían a dos conclusiones que conectarían las condiciones de ambos en la segunda mitad del siglo XIX mexicano. Por un lado, afirmaría que el proletariado mexicano se compondría esencialmente de la población artesana en un país que permanecería en el «primer estadio del industrialismo», lo cual explica para Valadés que «ni su sociedad, ni su Estado, ni sus creencias espirituales» fueran estables10. Por otro, sostuvo que México «no concursó en la instalación y evolución del socialismo», pues este sólo «llegaría» a México con Plotino Rhodakanaty y la publicación del periódico El Socialista en 1871. Debido al «raquítico progreso industrial» mexicano, su población obrera estuvo condicionada a la marginalidad respecto a las «ideas sociales»11.
Reflexionando sobre las fuentes dispuestas por Valadés, Gastón García Cantú construyó su propia traza documental para ver que la prensa mexicana, de poco más de una década antes de la llegada de Rhodakanaty, ya había reaccionado a la «llegada» de la «palabra» socialismo después de las revoluciones europeas de 1848. Superando la presuposición de una «ideología socialista predominante», El socialismo en México12 articuló la realidad social del artesanado y proletariado mexicano con una realidad política más amplia, caracterizada por una discusión en torno al «perfeccionamiento de la organización social»13. Sus estudios complicaron asimismo la hipótesis de una concepción ya prefijada de la «prehistoria» del socialismo, determinada por la aparición de un agente extranjero y entendido como corolario de la falta de condiciones locales para el desarrollo de sus ideas sociales. En efecto, la actitud marcadamente hostil de las autoridades frente a las asociaciones «ridículas» de los artesanos marcó, según García Cantú, la política de ese decenio: «política conservadora -Santa Anna sería el caudillo que lo representara cabalmente- o socialismo»14.
El trabajo de García Cantú estableció entonces que, para el inicio de la segunda mitad del siglo XIX, el socialismo jugó un rol importante en la política nacional desde su desembarque en territorio mexicano. Al posponer la discusión sobre la relación que tuvo con las sociedades del trabajo hasta la década de 187015, en la década de 1850 la «palabra socialismo» pareciera definirse exclusivamente en su referencia antitética respecto al conservadurismo mexicano y, solo marginalmente, por sus fricciones con el liberalismo, los cuales tildaban a las asociaciones de trabajadores contemporáneas de socialistas sin que éstas siquiera hubieran adoptado el vocablo europeo. Desposeídos en aquel momento de cualquier capacidad de articulación de un lenguaje político propio, los trabajadores sólo podrían librarse como clase y articular un programa socialista con la «independencia nacional», después de la caída de Maximiliano16.
Al construir una innovadora base interpretativa de la historia social mexicana del siglo XIX, Clara Lida nos dice que los movimientos sociales y el mundo del trabajo hispanoamericano en su conjunto «han sido examinados mas desde la óptica del industrialismo que la del artesanado, distorsionando así el análisis de las relaciones sociales y laborales, de producción, de sociabilidad, de ideología y cultura de vastos sectores sociales productivos»17. El desplazamiento paulatino del artesanado por medio de cambios en los procesos contractuales escondió muchos de los procesos organizativos colectivos que, si bien no se basaban en la sociabilidad del gremio de antiguo régimen, recuperaban aspectos de las asociaciones de oficio, para defender su derecho al trabajo y reclamar su «derecho ciudadano»18. Una tesis compartida y desarrollada para el caso mexicano tanto por Sonia Pérez Toledo, en su libro sobre Los Hijos del trabajo, como por Carlos Illades en Hacia la República del trabajo.
Discutiendo la hipótesis de una «desaparición» del artesanado para la primera mitad del siglo XIX en México, y registrando en cambio una creciente importancia de la «tradición corporativa» durante la década de 1840, la obra de Pérez Toledo contribuyó al análisis de la transición y surgimiento de un nuevo tipo de asociacionismo entre las corporaciones artesanales: la sociedad mutualista. Como precisaría casi una década después, la fundación de la Sociedad Mexicana Protectora de Artes y Oficios en la Ciudad de México en 1844, es índice de «una alternativa de organización para el artesanado -diferente a la Junta de Fomento de Artesanos-, que se distanciaba del poder e incorporaba prácticas de organización, funcionamiento y solidaridad de carácter moderno»19. Cronológicamente complementario y otorgando asimismo sustancia histórica a la transformación del «mundo corporativo» al «mundo individualista»20, Hacia la república del trabajo de Illades discute ampliamente la confluencia del mundo artesano con el mundo obrero y fabril mexicano desde la década de 1850. Con una originalidad inédita, su historia social logró llevar los espacios de articulación social de los artesanos a instancias de elaboración política propias. La conflictividad del mundo del trabajo mexicano habría surgido entonces no tanto de una oposición con sus instituciones contemporáneas, sino del aspecto marcadamente paradójico de las nuevas organizaciones mutualistas, expresado en el marco jurídico «a la vez liberal y democrático», «contradictorio» con su estatuto hasta hacía poco corporativo21.
Así, de acuerdo con Illades, la situación sumamente paradójica ante la que las organizaciones de trabajadores se vieron enfrentadas provocó su desvinculación del «ámbito político», alejándolas de una solución de continuidad, de articulación de su discurso asociativo en la esfera «política»; de la articulación entre «organización social» y «práctica política». A falta de instituciones y órganos propios, independientes de la «ideología liberal», el mundo del trabajo mexicano enfrentó grandes límites que explican, según Illades, la «dificultad» con la que las ideas socialistas penetraron22. Criticando el fundamento de una simple lectura de la «recepción» del socialismo en México, Hacia la República del trabajo «pone énfasis en la conformación de un proyecto social que no puede ser acotado por las posiciones ideológicas del anarquismo, el socialismo o el comunismo», como comenta Miguel Orduña23.
Desencastrada de estas «ideologías», la historia del artesanado y el mundo del trabajo decimonónico mexicano más reciente ha analizado su proyecto social y político desde la perspectiva de su relación con el Estado y el lenguaje político liberal. Si bien Vanesa Teitelbaum afirma que hubo una «mutua necesidad» entre los gobiernos liberales y las sociedades mutualistas, que construyeron un común imaginario liberal24, los estudios de Orduña han tendido a analizar su articulación con un horizonte socialista hacia fines de siglo, como síntoma de una «subjetividad moderna» al interior de la cual el artesanado poseía símbolos e identidades propias25, «una identidad artesanal que no termina de cumplir con los modelos sociales propuestos por los metarrelatos del Estado y del capitalismo»26.
Sin embargo, la lectura atenta a las obras citadas nos muestra que se ha trabajado con una hipótesis que parece poner en jaque la existencia de una subjetividad «moderna» concebida fuera de las ideas de Estado y de sociedad civil, fundamento mismo de esos metarrelatos. De esta manera, la independencia relativa adquirida por las sociedades artesanales ha permanecido subrepticiamente ligada a una cuestionable lógica -ya sea de resistencia o asimilación respecto al Estado- que parece pertenecer a las preconcepciones de una historia del movimiento obrero que, en realidad, empieza a consolidarse sólo hasta fines de siglo. En este sentido, atendiendo a la especificidad de la «identidad artesanal» y el «lenguaje del trabajo» fuera del marco teleológico que guía la investigación de las transformaciones del artesanado de acuerdo a su supuesta asimilación a la población obrera en el último tercio del siglo, es necesario ocuparse primero de las transformaciones de su propio medio social de mediados de siglo, para después atender a la historia del movimiento obrero, desencastrada de aquel marco. Para ello resulta fundamental comprender, en su raíz misma, el entrecruce del lenguaje de las sociedades del trabajo con el lenguaje de la nación, sujeto de análisis privilegiado de la historia conceptual iberoamericana.
2. Más allá del «desliz de la ciudadanía»: los «deslices» de la nación mexicana
La profunda renovación causada por el revisionismo de la historiografía política latinoamericana creó un nuevo marco interpretativo, a través de las contribuciones fundamentales de historiadores como François-Xavier Guerra o Antonio Annino27. Es precisamente el último quien nos ofrece una problematización de la cuestión de la nación en el México decimonónico con un análisis que, aunque privilegió los años inmediatamente sucesivos a la guerra de independencia, tiene consecuencias importantes para una lectura de, al menos, la primera mitad del siglo. Lo que Annino llamó el «desliz de la ciudadanía» es, a todos los efectos, el proceso por el cual el concepto de nación se «acomodó» en México durante las primeras décadas del siglo XIX. La riqueza de su propuesta estribó precisamente en señalar cómo, tras un período de aparente ruptura con la constitución gaditana de 1812, los sentidos del concepto de ciudadanía se multiplicaron cuando las comunidades locales se apropiaron de él. Aquel «desliz» fue, pues, «el más notable cambio institucional» sucedido entre 1812 y 1824: la «conquista» de la ciudadanía liberal por los pueblos28.
Como afirma Annino, no se trata de ver cómo la ciudadanía en México siguió «las lógicas de la occidentalización», sino de la redefinición y adaptación de la ciudadanía por «ciertos actores colectivos, como los pueblos», en constante «confrontación» con «la "modernidad política"»29. En efecto, si Annino considera que ningún «liderazgo occidental debió nunca enfrentar un desafío como el mexicano», es porque la gobernabilidad y las prácticas de legitimación política entraban en conflicto directo, como testimonia la Constitución de 1824. En tanto que en el México republicano la «nación ya existe en estado natural», el «acto de constituirse en nación» entra en conflicto con un «pacto recíproco» que precede la Constitución30. A pesar de esa conflictividad, el concepto liberal de ciudadanía logró articular las esferas natural y constitutiva, ya fuera por las actas de adhesión de los ciudadanos convocados en asamblea, o por medio del voto. Su «desliz» consistió entonces en que esta ciudadanía liberal, institucional, se «yuxtapuso» a un «liberalismo popular» que nació «antes de la república y la acompaña por todo el siglo»31. La difusión de la ciudadanía liberal se yuxtapuso a fundamentos políticos y populares locales para reforzar, antes que un «sentido de pertenencia», una resistencia al Estado, produciendo así los medios por los que los «pueblos», las «comunidades mexicanas», «acabaron imaginando otras naciones mexicanas»32.
El estudio de Annino fue uno de los primeros en desplegar la aporía al interior del concepto de nación mexicano, viendo cómo los grupos locales «redefinieron» y «adaptaron» los conceptos liberales de nación y ciudadanía gaditanos. En efecto, el autor coloca la aporía de la relación entre «actores sociales tan distintos» como los pueblos y las élites gobernantes en su idea común de sociedad, marcada por la tradición iusnaturalista católica. En su definición del concepto de sociedad en función del de Estado, siguiendo a Carl Schmitt33, Annino afirma que la tensión histórico-conceptual al interior del concepto de nación, yace precisamente en su relación con los conceptos de Estado y sociedad. Como ha explicado Elisa Cárdenas Ayala, después de 1840 el concepto de «nación» empezó a proyectarse fuera de la administración territorial y municipal hacia su asimilación con los conceptos de República, entendida como forma de gobierno, y de federación, como forma de organización del territorio. Esto, agrega Cárdenas Ayala, es índice de cómo «en medio de las disputas por el control y diseño del Estado, se fortalece el vínculo entre nación y poder»34. Al respecto, Fabio Wasserman precisó que por esos años en Hispanoamérica la «progresiva tendencia a aunar una identidad colectiva de carácter político y cultural cifrada en el concepto de nación» se expresaba mejor bajo el principio político de las nacionalidades, que bajo el concepto de «nación» propiamente dicho. En México en particular, la búsqueda de la fusión del sentido «étnico» y «político» de nación algunas décadas después terminaron «cuajando y mostrando toda su potencialidad (...) una vez consolidados los Estados nacionales que buscaron fundarse y legitimarse en el principio de las nacionalidades»35. De la década de 1850 en adelante, el concepto plural de nación comenzó a ser reemplazado con el concepto de Estado, dotado de una «constitución, gobierno, cuerpo legislativo y sistema judicial peculiares»36.
La relación de resistencia al Estado en la que Annino identifica un proceso de pluralización de la nación liberal por las «naciones» mexicanas es eclipsada así por el principio liberal de la nacionalidad-Estado, sujeto de la lógica amigo-enemigo schmittiana, el cual surge; sin embargo, hasta después de 1850. La riqueza de su texto estriba no obstante en la apertura de aquel movimiento histórico-conceptual, esas multiplicaciones de sentido que «rompen la aparente unidad del proceso institucional reivindicado por el Estado»37, pues nos permite discernir la existencia de otras lógicas políticas en el concepto nación, que quedaron registradas bajo una dinámica «cultural más que institucional, social más que jurídica», pero que también fueron factores de cambio en las «relaciones de poder de los grupos entre sí y entre éstos y el Estado»38. Convendría entonces explicar, en el sentido de ese discernimiento, la aporética división entre el concepto liberal de Nación -sujeto al principio de la nacionalidad estatal- y las naciones o pueblos mexicanos, no en términos de «una misma idea» con una «división en las prácticas» como lo plantea Annino, sino más bien de la relación histórica entre los distintos conceptos de nación movilizados por esas sociedades frente al proceso de homogeneización de la Nación liberal: una dimensión conceptual plural de la nación que tensiona, desde sus orígenes mismos, el singular colectivo de nación estatal.
Al analizar el proceso de conceptualización de la Modernidad política en su conjunto, Giuseppe Duso individuó en el proceso de nacimiento del «mecanismo lógico» del Estado-nación -la «red conceptual» liberal operante de su lógica política- un «problema originario»: su «oposición a la experiencia histórica», por medio de la universalización de los conceptos modernos respecto a la experiencia misma que buscaron ordenar; una «construcción teórica» que ha ido, incluso, en contra de sus elementos constitutivos, operada por conceptos como la libertad individual y su negación de la relación39. Su cuestionamiento filosófico-político de los conceptos políticos modernos transforma nuestra manera de entenderlos, pues distingue en ellos una síntesis lingüística, política y social que contiene un proyecto político radicalmente discutible, en tanto fuente de problemáticas para el pensamiento de una época y, principalmente, para la realidad histórico-social sobre la cual los conceptos reflexionan y operan.
Con este giro reflexivo, reabrimos, como buscaba Annino, la posibilidad de una verdadera redefinición de la nación de acuerdo a ideas que, desde la experiencia, exceden el marco conceptual moderno, europeo y liberal: un concepto de nación que, en el proceso por el que se «acomoda» y viene aprehendido por la realidad social local, produce dinámicas políticas fuera de los parámetros estatales en los cuales había surgido40. Aquella «resistencia» al Estado es susceptible de cristalizarse no sólo bajo la lógica de la ciudadanía civil sujeta al poder del Estado, sino también por medio de la ciudadanía política, protagonizada por los grupos que anteceden y transforman a la república del '24, y siguen siendo parte constitutiva de la nación a mediados del siglo XIX en México.
Con este giro filosófico al interior de la historia conceptual, la yuxtaposición del lenguaje de la nacionalidad por encima del de la ciudadanía de los pueblos y naciones mexicanos debe ser leída como índice de distintos usos por parte de los grupos en su oposición -o «inevitable» integración- al Estado. La contingencia introducida por las oposiciones sociales y políticas puede ser vista como síntoma de otras maneras de entender y conceptualizar la realidad histórica misma; de producir otros conceptos políticos que no sean sometidos a priori al orden de la nacionalidad estatal, que se creó solamente hasta la segunda mitad del siglo, consecuencia de una inmediata oposición a una antigua «tradición». Se evita así que los grupos que conformaban la nación mexicana, en su interacción, queden subordinados en nuestros análisis a lógicas y conceptos políticos que en su momento les fueron impuestos histórica e, incluso, historiográficamente41. En última instancia, este movimiento nos permite inaugurar una interrogación por el rol que jugaron las sociedades del trabajo en la construcción de la nación mexicana, desencastrada del marco conceptual desarrollado por el principio de la nacionalidad estatal liberal de la segunda mitad del siglo XIX.
Nuestra propuesta consiste entonces en una lectura conjunta, y el establecimiento de un diálogo entre, las tres tradiciones revisadas aquí: la historia del trabajo, la historia conceptual de la nación y la storia dei concetti. El mundo del trabajo, las organizaciones del trabajo, sean artesanos u obreros, son entonces susceptibles, como los pueblos respecto a la ciudadanía liberal para Annino, de haber formulado otro concepto de nación y sociedad respecto al de la nacionalidad estatal. A diferencia de los esfuerzos que singularizan la historia conceptual de la nación o de la historia del mundo del trabajo, esta lectura propone distinguir la pluralidad en el concepto de nación que surgió en el mismo proceso por el que los pueblos, las sociedades del trabajo y la Nación liberal entraron en relación. Precisamente durante la década de 1840, cuando los principios políticos mismos de la República mexicana sufrieron una radical revisión, y antes de la consolidación de un «modelo estratégico de la sociedad civil»42 a partir de la segunda mitad de la década de 1850, se formó una pluralidad nacional difícilmente asible en un único concepto de nación43. En consecuencia, la radical contestabilidad de los grupos y sus conceptos invita a pensar en la dimensión relacional de las distintas realidades políticas contemporáneas desde un nuevo marco que proporcione herramientas para pensar la sociabilidad del mundo del trabajo, con el resto de su sociedad contemporánea.
3. La «organización social» de la nación y el mundo del trabajo: la constitución intersocial del socialismo mexicano
Un «atravesamiento»44 de la historia conceptual de la nación implica no sólo una atención a los conceptos sino también a los grupos que se apropian y trabajan con estos. En este apartado final se elaborará una nueva lectura que intenta esclarecer tanto la lógica histórico-conceptual como social de estas transformaciones entrecruzándola con la historia del mundo del trabajo mexicano. Como hemos adelantado, un análisis meramente conceptual tal vez recurra a las mismas palabras de Estado, nación y sociedad; en cambio, el objetivo aquí es ver si en estas habitan argumentos diversos a los que podemos encontrar bajo la lógica de la nacionalidad estatal. Esto supone desplegar un doble movimiento: ser capaces de pensar el proceso de «individuación» de las sociedades mexicanas, así como sus posibilidades de integración como nación, sin encerrar su historia en un movimiento único.
Como había advertido a propósito Marcel Mauss, en La nation (1920): al considerarse «la historia de las sociedades como una, y reducida en suma a la de la civilización», se ha impedido (négligé) a las «individualidades» nacionales de «faire leur part»,45 en su eventual integración de -y ya no a- la nación. Aún más, de manera análoga a nuestra problemática, Mauss agrega que un «error de la dialéctica de las contradicciones» había causado que las individualidades, principalmente las de «los tiempos modernos», es decir nacionales, fueran analizadas exclusivamente bajo el principio de las nacionalidades, precisamente en el sentido que hemos hallado aquí: es decir, de la nacionalidad estatal46.
Es, pues, apropiándonos y reformulando lo que Mauss califica como una «negligencia» sociológica que buscaremos revalorar el lenguaje del trabajo y sus agentes sociales, para proponer una nueva lectura de su integración en el seno de la nación mexicana. Para esto, se buscará recuperar la construcción del nudo histórico-conceptual tejido entre el lenguaje de los trabajadores, del liberalismo y del socialismo a mediados del siglo XIX analizado en los primeros apartados, pues es ahí donde se ve desenvolver un lenguaje de la nación que no está subordinado al principio de la nacionalidad estatal y, por lo tanto, de su reflejo especular en la sociedad civil. Apoyándonos en algunas de las hipótesis avanzadas por el mismo Carlos Illades47, veremos por qué el estudio de los diálogos y disonancias de las prácticas de los trabajadores con los discursos e instituciones contemporáneos se vuelve tanto más relevante cuanto más damos cuenta de la conceptualización inter-conectada entre el socialismo y la nación trabajadora, como se ha hecho con el liberalismo, el conservadurismo y sus lenguajes estatales. Por medio de su puesta en tensión en tanto lenguaje político, revisitaremos en particular lo que la historiografía ha captado como una «contradicción» del lenguaje del trabajo, en su adopción de algunos de los conceptos clave del lenguaje liberal de la nacionalidad mexicana.
Aun dentro del acuerdo historiográfico respecto a las condiciones cambiantes de la sociedad mexicana en su conjunto hacia mediados del siglo XIX, ha habido una ardua discusión concerniente a sus tensiones con la Modernidad política. Para las sociedades del mundo del trabajo en particular, como vimos, este debate se ha dado en el marco de su adopción o resistencia al «lenguaje moderno», puesto con mayor o menor énfasis en grado de equivalencia con la red conceptual promulgada por el liberalismo mexicano. La década de 1840, en tanto que umbral significativo para muchos de los procesos constitutivos de las sociedades del mundo del trabajo y las agrupaciones políticas del periodo, escasamente concebible en términos de partidos políticos, ha sido un terreno particularmente fértil para estos análisis. Se ha remarcado en este sentido que la creación de la Junta de Fomento de Artesanos bajo el gobierno de Antonio López Santa Anna en 1843 fue un proyecto gubernamental que buscaba la capacitación del artesanado mexicano y, con ello, lograr una eventual competitividad con productos extranjeros. Aun cuando eran parte integral de este proceso de modernización del comercio mexicano, los artesanos buscaron trascender por su parte los «objetivos gubernamentales y la tutela oficial», creando organizaciones por oficio y juntas de artesanos al interior del país48.
Ejemplo privilegiado de este desborde artesano fue la Sociedad Mexicana Protectora de Artes y Oficios, estudiada por Pérez Toledo. Concebidas y oficializadas entre fines de 1843 y mediados de 1844, la Junta y la Sociedad presentaban; sin embargo, diferencias importantes en su organización como sociedades de artesanos y en su misma concepción del trabajo. Tan importantes eran las divergencias que, en la ceremonia de inauguración de la Junta, el secretario de la Sociedad «se opuso a que se tomara parte del reglamento de la sociedad para que fuera incorporada al Reglamento de la Junta»49. De acuerdo con Pérez Toledo, probablemente la diferencia más notoria sería el sentido mutualista que adoptarían las prácticas de fomento de la Sociedad. A diferencia de la Junta, estas no se concebían como simples prácticas de asistencia y socorro a sus trabajadores, sino que su «objetivo fundamental» era fomentar la producción artesanal por medio de distintas «inversiones». La radical innovación de la Sociedad resalta por su «incorporación de un lenguaje moderno», distinguido por una «impronta liberal», y por la creación de un «discurso» de nuevo tipo, mutualista, cuya característica más importante, según Pérez Toledo, sería la distancia que crea respecto a las «formas de asociación y solidaridad» practicadas por las corporaciones de antiguo régimen50.
Si se analiza el reglamento de la Sociedad reproducido en El Siglo XIX51, las diferencias más sustanciales, antes que haber radicado en la distancia que la Sociedad crea respecto a las formas y prácticas de asociación y solidaridad gremiales, radicaron más bien en las formas y prácticas de carácter moderno que adoptan: las elecciones directas y por mayoría de sus funcionarios (capítulo XI), la defensa de sus miembros en la administración de justicia ante los tribunales (capítulo IV), pero sobre todo en la importancia que El Aprendiz, periódico de la Sociedad, dio a los «mensajes de carácter moral». Su propósito no era, como buscaba el Semanario Artístico de la Junta, obtener un «mejor desempeño» de los artesanos. En contraste, El Aprendiz intentaba articular otro concepto de trabajo, ligado al progreso fruto de «las artes»:
El artesano que subsiste de su arte, contribuye a cada paso al aumento de la riqueza y gloria de su nación [...] Ese artesano, mirado con orgullo y desdén, es sin embargo, un hombre positivamente necesario y útil [...] La pobreza activa y laboriosa jamás debe ser vista con desprecio: la pobreza aplicada e industriosa es generalmente honesta y virtuosa: tan sólo se hace merecedora de desprecio cuando se entrega al ocio y al vicio52.
El trabajo era entonces el medio por el que el artesano podía superar el estado de ocio en el que «los opulentos», aun pudiendo emplear «sus riquezas para ocuparos (artesanos) y remediar así los males de que se lamentan», decidían no hacerlo. El mismo concepto de «fomento» del trabajo artesanal se convierte, en estas páginas, no ya en una cuestión gubernamental como lo concebían los artesanos propietarios de la Junta, sino en el proceso creativo, instructivo, y cooperativo, basado en una «filantropía» dictada por la capacidad de sus «facultades» (capítulo III, artículo 9), llevada a cabo por el artesano por medio de su asociación jerárquica en el taller. Por medio de una profunda alteración de sentido, para El Aprendiz el «secreto de los pueblos modernos» no residía en la reproducción de «las imágenes que desde el poder y entre las elites se tenían sobre las clases populares», sino en la «superioridad intelectual y el amor al trabajo», integrales a la práctica de instrucción a la que eran sometidos los artesanos53.
La alteración de sentido propugnada por El Aprendiz respecto al Semanario radica efectivamente en su construcción de un lenguaje mutualista, pero con una lógica social que no parece compartir los rasgos de la persona liberal. El prospecto de El Aprendiz explicita la necesidad de ir más allá del progreso dictado por la libertad: «Los mexicanos no son ya aquellos hombres que en 810 (sic) solo conocían el deber de ser libres: separados de las añejas preocupaciones, aspiran al progreso de la patria, íntimamente unido con el de las artes»54. Su concepto político de trabajo, irreductible a sus aspectos económicos en tanto que radicalmente ligado a una cuestión moral y, por lo tanto, social, podría ser tomado entonces como el índice de una apropiación del concepto de nación por los artesanos de El Aprendiz. Esto es, la nación no parece poder construirse exclusivamente por medio de un aumento cuantitativo y cualitativo de la productividad, sino que la producción artesanal se integra a una construcción política irreductible a la civilidad liberal de los «opulentos». Así, dicha irreductibilidad radica precisamente en la instancia, alternativa a la Modernidad liberal, que le permite plantear una radical innovación del lazo social que empuja el progreso mismo de la nación, afianzando así «la verdadera independencia»55.
Para pensar entonces el lenguaje político artesano más allá de una «contradicción» en su eventual adhesión o resistencia a la lógica subyacente a la red conceptual de la nacionalidad estatal, conviene analizarlo como lenguaje político híbrido, siguiendo la propuesta de Louis Dumont56. Como evidencia el caso de El Aprendiz, la singularidad de la dimensión híbrida del lenguaje del trabajo mexicano no se distingue siguiendo una lectura que ve la «coherencia» de su discurso con los agentes locales, ni pensándolo exclusivamente en términos de una «influencia», local o extranjera, que termina por reconducir sus principios políticos a los ya existentes en su contexto. Una lectura desde la propuesta de las «ideas fuera de lugar» nos orienta a pensar las condiciones locales y las «influencias» extranjeras como radicalmente inseparables, en la medida en que nos invita a pensar cómo ese lenguaje reconfiguró los distintos discursos por medio de su apropiación creativa por los grupos que componían la sociedad mexicana del momento. En este sentido, la Guadalajara de la década de 1840 es un ejemplo privilegiado -en tanto que centro de interrelación entre distintos grupos y sociedades-para empezar a comprender la dimensión híbrida del lenguaje político del mundo del trabajo mexicano de mediados del siglo XIX.
Como se sabe, la ciudad tapatía fue escenario de un proceso de industrialización en el que confluyeron sociedades artesanales, así como algunas de las primeras fábricas de hilados y tejidos, producto de un impulso industrial protagonizado por personajes como Manuel Escandón o Sotero Prieto. Junto a este último, científicos como Vicente Ortigosa y políticos inmigrados como José Indelicato conformaron proyectos editoriales como La linterna de Diógenes, El Socialista, La Armonía Social y La Voz de Alianza57. Federico de la Torre siguió el recorrido de estos personajes por España, Francia y Alemania, ilustrando las razones por las que establecieron una prensa que suscribía a los principios fourieristas: no fue por una simple voluntad personal de traducir los trabajos de Charles Fourier y Victor Considerant, condicionada por sus trayectorias individuales en Europa, que sus «ideas socialistas» empezaron a difundirse en las sociedades del trabajo tapatías. Antes bien, fue en razón de la complejidad planteada por los «intermediarios» entre las ideas y los grupos, comerciantes, artesanos y obreros, que el fourierismo se acercó al mundo del trabajo de Guadalajara en la década de 184058. Ejemplo de estos centros de convivencia del mundo artesanal, obrero y mercantil, la Junta General de Artesanos convendría en su sesión del 25 de febrero de 1850, guiada por Vicente Ortigosa, la fundación de la Compañía de artesanos de Guadalajara. Encargado de inaugurar la sesión, Ortigosa afirma que la
[...] armonía social jamas podrá resultar de la confusión y desórden de las condiciones sociales, como hasta hoy se ha querido, ni de la igualdad de esa misma condición social como lo pretenden los comunistas. Esta armonía solo puede resultar de la variedad; pero de la variedad fundada únicamente en la naturaleza de las cosas, en la organización del hombre59.
La «Casa garantista», finalidad de la fundación de la Compañía, requería «organizar mancomunadamente» a los «obrajeros» del algodón, de lana, los carpinteros, herreros y zapateros, a los que «pudieran irse paulatinamente agregando las demás clases de artesanos así como los simples capitalistas»60. La asociación bajo la Compañía sería el primer paso para asociar «el interés del individuo» con el de «la masa». A su vez, esto permitiría la fundación de la Casa garantista bajo la cual se habría dado «un paso más hacia la justa repartición de la riqueza en proporción del Capital, del Trabajo y del Talento que hayan cooperado a su producción»61. Como han mostrado los trabajos de María Guzmán y de la Torre, la formación de la Sociedad filantrópica de Jalisco o de la Compañía de artesanos de Guadalajara no estuvieron respaldadas sólo por artesanos, obreros y «capitalistas», sino que, como muestra la conversión en 1848 de El Republicano Jaliciense, órgano de prensa del gobierno de Jalisco, en La Armonía Social, hubo una clara imbricación entre el lenguaje socialista o, al menos, fourierista de las organizaciones del trabajo con el mundo económico y político contemporáneo62.
Desde la Ciudad de México, la prensa testimonió el impacto que causó la constitución de estas sociedades. En efecto, a lo largo de los primeros meses de 1850, El Universal publicó editoriales con fuertes críticas a los grupos que giraban en torno a la Compañía de artesanos, tildando sus doctrinas como «anárquicas» o «disolventes»63. El 7 de abril, comentando la creación de la Compañía, se admitía la incredulidad que «el comunismo y el socialismo tuvieran verdaderos secuaces» en México, «donde casi puede decir que los pobres viven sin trabajar». Tan «absurdas pretensiones solo pueden concebirse en aquellos países, cuyas clases proletarias se ven oprimidas, digámoslo así, bajo el peso de un inmenso desarrollo industrial»; sólo bajo esas condiciones eran justificables «los más estravagantes medios para mejorarla»64. Un «espíritu de ridícula imitación» llevó entonces a que «asomara esta idea» entre los trabajadores mexicanos; sin embargo, aunque no podía afirmarse, según El Universal, que las anteriores manifestaciones de «las pretensiones de una Nueva Sociedad» habían sido socialistas o comunistas, la «tranquilidad pública» había corrido riesgos con sus aspiraciones al «bienestar de las clases pobres y al perfeccionamiento de la organización social, por medios enteramente nuevos y desconocidos de todo el mundo»65. El «caos» que provocarían estos nuevos grupos desembocarían en la «ANARQUIA», producto de un programa «reducido á que no haya religión, ni ley, ni autoridad de ninguna clase»66.
Del otro lado de la tensión provocada por la constitución de sociedades del trabajo que suscribían a estos «nuevos» principios, Vicente Ortigosa lanzaba una advertencia:
Otros lenguaces rechazan el progreso como contrario al dogma del pecado original. Rechazan una perfección social á la cual jamás hemos pretendido, y que consistiría en ser felices sin trabajar. Es así, que nuestro sistema está fundado precisamente en la organización del trabajo; luego ni negamos el trabajo, ni pretendemos á otro bienestar, a otra perfección social que á la que resulta de una buena organización de los elementos productores67.
Evidentemente estas ideas generaron, hacia el inicio de la década de 1850, efectos desestabilizadores para el hasta entonces existente «sentido común» del «orden»68. A partir del análisis de esta polémica, Gastón García Cantú sostuvo
que el «dilema obvio» de la política nacional hacia 1850 fue el establecimiento de una política conservadora o socialista69; sin embargo, esta hipótesis restringe una problemática que refleja un conflicto más complejo que atraviesa la constitución de la sociedad mexicana decimonónica en su conjunto. Durante los años más críticos para el régimen centralista y, sobre todo, tras la crisis desatada por la guerra con Estados Unidos, las sociedades del trabajo crean un nuevo lenguaje que asocia los elementos productivos de la nación, antes de la consolidación de un poder constituyente hacia 1855. Más allá de los distintos usos de la «palabra socialismo», el mundo del trabajo mexicano opera en efecto un giro reflexivo radical desde un concepto de «organización social» de la nación que vuelca la lógica de integración bajo el Estado en una época en la que su aparato había sufrido un sensible derrumbe, desplazándola hacia la asociación de los «elementos productores»: una lógica irreductible a una actitud de simple resistencia o pertenencia a un Estado en proceso de reconstitución.
El Aprendiz y la Compañía de artesanos de Guadalajara son entonces síntoma de la pluralidad constitutiva de la nación mexicana de mediados del siglo XIX, pero forman sobre todo parte de un símbolo de la formación de dos lógicas políticas que entablarían un diálogo crucial para la política mexicana de la segunda mitad del siglo. Por un lado, la realidad social del artesanado mexicano que se encontraba en un umbral entre la tradición corporativa y su constitución en sociedades pertenecientes a un nuevo mundo del trabajo, levemente mecanizado e inicialmente industrial. Por otro lado, penetrando en esta complicada transformación social, comerciantes como Prieto u Ortigosa portarían el capital que acelera ese proceso transformativo, económico, que a su vez genera un nuevo medio social y político donde conviven nuevos lenguajes -socialistas, fourieristas, industrialistas- con aquellos nuevos grupos sociales: las nuevas Sociedades, Compañías y asociaciones del mundo del trabajo. Como adelantamos, la singularidad de su dimensión híbrida es incomprensible si no se da cuenta que se produjo por la convivencia de estos mundos, pero sobre todo por la transformación que éstos propiciaron de su propia realidad histórica. En otras palabras, la dimensión híbrida del mundo del trabajo mexicano es comprensible sólo cuando se da cuenta que fue fruto de la transformación que esos grupos operaron sobre la nación, alterando incluso el principio mismo de nacionalidad, a través de su puesta en relación con otras sociedades. Como veremos, este es el aspecto central para comprender su carácter irreductible a la Modernidad política liberal, así como a cualquier intento de reducirla a una simple conservación de la tradición gremial. A su vez, esto posibilita comprender su formación como correlato de la propuesta de una Modernidad alternativa.
Adoptando el vocabulario de Marcel Mauss, podríamos decir que la hibridación sucede con la constitución del «conjunto de las condiciones internacionales, o mejor dicho, intersociales» que se desarrollan en torno a la «vida de relaciones entre sociedades». La dimensión híbrida del mundo del trabajo mexicano, símbolo de la constitución local de una «nueva sociedad» como diría El Universal, no fue efectiva sólo a nivel nacional, sino también internacional, como bien lo comprueban los primeros contactos con los grupos fourieristas y mutualistas europeos70. Con vínculos como este, dichas sociedades constituyeron un «medio social», profundamente intersocial71, por el que se intercambió un nuevo concepto de asociación que sería transformado por los «elementos productores» de la nación mexicana del siglo XIX. Efectivamente inconcebible a partir de la convivencia de las sociedades del trabajo locales, el medio intersocial sería entonces el factor que abre la relación entre el lenguaje del trabajo mexicano y el socialismo francés. Aun perteneciendo a estratos de tiempo diferentes, sería precisamente esta radical novedad moderna de las sociedades del trabajo en ambos lados del Atlántico la que propiciaría su comunicación creciente, como lo indica el mismo viaje de ideas que acompaña a Ortigosa y Sotero Prieto72.
No podemos suponer; sin embargo, que la constitución del medio intersocial del mundo del trabajo haya tenido las mismas repercusiones para otros grupos sociales mexicanos. Sin duda, las reacciones a la constitución de ese medio intersocial son tanto síntoma de la pluralidad de la sociedad mexicana del momento, cuanto expresión de la profunda tensión que se vuelve cada vez menos circunscribible a aquel «dilema obvio» entre conservadurismo y socialismo, gestada en la política nacional. Las contradicciones creadas por la constitución de ese medio intersocial quedaron plasmadas en algunos editoriales de El Universal y El Monitor Republicano, donde se multiplicaron inmediatamente los sentidos de la misma «palabra» de socialismo.
Para El Universal, por ejemplo, el socialismo no podía rendir frutos en México, pues, aunque los «dirigentes», refiriéndose a La Voz de la Alianza de Guadalajara, «saben lo que quieren», el pueblo mexicano al cual se dirigen, «no lo sabe quizás». El peligro era contraer la «enfermedad de la civilización», poniendo en «conflicto la paz» como había sucedido en el «antiguo continente»: era por ende necesario apelar a los que se «conservan fieles á la razón, a la ley natural, a la tradición y a la historia»73. En otra ocasión, El Universal calificaría de socialista al grupo liberal al frente de El Monitor Republicano en sus muestras de apoyo al presidente Mariano Arista. En su defensa, El Monitor del 7 de diciembre de 1850, decía que al «hacérsele la imputación de socialista», se demostraba en realidad que «o se ignora de todo punto lo que es el socialismo, o se comete una aleve calumnia con que se pretende arrojar sobre nosotros un baldón inmerecido», pues El Monitor defendería, a diferencia de los socialistas, «el orden, la paz, la tranquilidad, la moralidad y la justicia»74. Algunos meses después, refiriéndose a los «socialistas», agregarían: «no queremos que se ataquen las propiedades BIEN ENTENDIDAS, no queremos que se desmoralice al pueblo, queremos que se instruya en sus deberes como ciudadano y como católico». En efecto, frente a los «falsos» socialistas, El Monitor sostenía que el «verdadero socialismo es la religión católica»75.
Aun en una crítica a lo que hemos individuado como uno de los puntos articuladores del lenguaje híbrido del trabajo -su organización-, El Universal «desprecia» el ideal de los artesanos, pues lo único que han producido estas sociedades, en la Ciudad de México, Guadalajara, Azcapotzalco, y Xichú (municipio en Guanajuato), son «amargos frutos» de esas «sociedades, imitaciones serviles de las que allá en Francia sólo valen para hacer que los pobres pierdan lastimosamente 75 «Los socialistas en México», El Monitor Republicano, el 21 de octubre de 1850, año VI, núm. 1976, sec. El Monitor; cfr. «Doctrinas disolventes». el tiempo y se acostumbren a la ociosidad»76. El editorial concluye que, a pesar de ello, la organización del trabajo «no es imposible». Para encontrar sus «bases legítimas», era preciso volver la vista atrás a las «hermosas tradiciones», pues los «elementos de esa organización» se han perdido entre las «ruinas de lo pasado, que ha amontonado en torno nuestro el espíritu destructor de la época»77.
Sin embargo, en los mismos proyectos de artesanos de Guadalajara la destrucción del orden y la civilización encuentra otro clivaje político. El principio de organización de la Compañía de artesanos, por ejemplo, apelaba a una superación de la civilización en la medida en que era «impotente», pues «sus resortes de aislamiento é incoherencia (...) siempre han sido insuficientes para realizar los derechos que pregona en general y promete en los pactos sociales de las naciones»78. Es decir, la civilización, hasta su presente, había sido insuficiente para la realización de los derechos que los pactos habían propuesto a sus naciones. Adquiere entonces sentido cómo sus fines «en nada pugnan con la constitución»; al contrario,
[...] afianzan el orden; y por último, son cristianos porque tendiendo á amalgamar los intereses de los individuos entre sí y con los de la sociedad, allanan los obstáculos materiales que dificultan en el individuo la práctica del divino precepto: quiere a Dios sobre todas las cosas y á tu prójimo como á tí mismo79.
Si, como menciona Javier Fernández-Sebastián, para los liberales de la época el «orden» estaba encarnado en la legalidad por establecer, mientras para los conservadores radicaba en el orden social preexistente80; para las nuevas sociedades del trabajo mexicanas parecería haber radicado en la posibilidad de organizar «una sociedad en la que la mayoría esté beneficiada»81, asegurando sus derechos por medio de la asociación de los «elementos productores» de la nación bajo sus principios organizadores: capital, trabajo y talento. En palabras de El Aprendiz: «Fomentar, enseña un maestro, es más que gobernar es crear, y la virtud creadora debe cuidar de que no se interponga ningún obstáculo entre el ingenio del hombre y su brazo, entre la concepción de una idea buena y su ejecución»82. En los años en los que los mismos fundamentos republicanos se habían puesto «sistemáticamente en discusión», el mundo del trabajo mexicano avanza un principio basado en la asociación de la nación con las organizaciones del trabajo, sintetizando progreso y conservación en un concepto que es inasible por el modelo que se construiría en torno a la abierta confrontación de la «opinión pública»83. En definitiva, a juzgar por el debate de la prensa liberal y conservadora ante la llegada de la «palabra» socialismo, podríamos decir que la conformación de ese lenguaje cristaliza más bien un radical «mésentente»84, en torno al principio social que busca superar el «aislamiento» y la «fragmentariedad»85 del estado actual por medio de su «organización social», más que una «integración» de los individuos bajo el Estado86.
En el proceso de constitución del medio intersocial se crea, pues, un surco entre la comunicación internacional entre las sociedades del trabajo, y las posteriores «interacciones al interior» de la sociedad mexicana en su conjunto. Como señalan Margrit Pernau y Luc Wodzicki, los «entanglements» creados con el movimiento de actores, ideas y bienes entre distintas sociedades son parte del proceso por el que se constituye esa comunicación, «ya sea implícitamente a través de sus acciones, o como resultado de un pensamiento estratégico consciente»87. En efecto, según lo entiendo, el medio intersocial creado por el mundo del trabajo mexicano y francés no fue resultado de intercambios exclusivamente durante la segunda mitad de la década de 1840 en adelante. Antes bien, fue parte integrante del movimiento de actores, ideas y bienes que fluyeron entre Francia y México al menos desde la década anterior, como han mostrado estudios recientes88. Hacia inicios de la década de 1850, como se ha evidenciado con la polémica en torno a la palabra socialismo, la comunicación intersocial de esas sociedades generó una dispersión de sentidos, respecto a los «significados comunes» que se pudieron haber constituido en la interacción e hibridación del mundo del trabajo francés y mexicano89. El socialismo que los conservadores y liberales decimonónicos concebían como «ideas fuera de lugar» tendría para el mundo del trabajo un carácter radicalmente interconectado, pues, como hemos intentado mostrar, no son solamente «palabras» e «ideas» las que viajan con diferentes grupos sociales, sino que son otros argumentos y «modos de ser colectivos», los que viajan entre naciones contemporáneas, constitutivos de medios intersociales90.
Conclusiones
El desarrollo de una historia intersocial del mundo del trabajo mexicano devela cómo las alteraciones sociales del concepto de nación en México provocan, más que deslices, «alteraciones más vastas operadas en el nivel de las condiciones en que se desenvuelven los discursos públicos en el periodo» como estableció Palti91. El proceso de hibridación frente al cual se entrecruzan realidades políticas con conceptos y argumentos radicalmente diversos constituyó una política nacional imposible de encerrar dentro del paradigma de la nacionalidad estatal, en la medida misma en que lo antecede. Parece haber sido más bien constitutivo de una tensión política que no puede delimitarse por el establecimiento de un nuevo concepto de nación y las reacciones suscitadas por la recuperación del orden, sino que fue acompañada por una dinámica social complicada por el surgimiento, durante el siglo XIX, de un mundo del trabajo afectado por la modernidad.
Desbalancear la hipótesis de un concepto homogéneo de nación tal como lo formuló el principio de la nacionalidad estatal permite cuestionarse, por otro lado, si es posible pensar la política nacional desde el dilema que el conservadurismo plantea en su reacción a la «recepción» de la «palabra» socialismo. Una vez profundizado el análisis de las diferencias entre algunas de las sociedades del trabajo, se comienza a diluir la hipótesis de la impronta del discurso liberal sobre sus propios lenguajes del trabajo. El discurso construido por la Sociedad y la Compañía, de acuerdo con la información con la que contamos hasta ahora, tiene características novedosas que le dan una impronta moderna; sin embargo, como hemos sugerido, el carácter moderno de estas sociedades no parece haber provenido de las «influencias» del discurso liberal local, sino de los lazos construidos con otros horizontes asimilables92; otros mundos del trabajo contemporáneos que serían factor de su dimensión híbrida, singular. Antes que determinar el surgimiento del mutualismo artesanal y el asociacionismo fourierista en México con su contacto posterior con el liberalismo constitucionalista y reformista, es necesario ver su dimensión intersocial: el problema originario ante el cual propone un principio político que permita a su sociedad salir de la crisis de mediados de siglo. Por este motivo, se insiste que es necesario seguir las huellas de los movimientos de actores, ideas y bienes, reconstruyendo la «vida de relaciones» entre sociedades sin subsumirlas de antemano a factores determinados por la nacionalidad de uno u otro lado del Atlántico. La complejidad de estos fenómenos, como suturó con su propuesta Mauss, se debe también a su composición social intersocial: los medios por los que se construye esa comunicación, y las consecuencias que esta tiene para las otras sociedades con las cuales convive.
El medio intersocial creado a lo largo de la década de 1840 entre los mundos del trabajo mexicano y francés nos da entonces una llave para entender cuáles son algunos puntos donde las sociedades del trabajo rompen con el discurso estatal -retomado especularmente tras la crisis centralista tanto por liberales como conservadores- por medio de la transformación de los conceptos de organización y asociación que había conceptualizado el socialismo francés y en este caso particular, como vimos, el fourierismo. Más allá de cualquier «sobre-determinación» del lenguaje del trabajo por la lógica de la Modernidad liberal, la huella moderna surge precisamente en su respuesta a la crisis que afectaba la misma organización de la nación. La radical novedad de la conformación de su dimensión híbrida, como atestigua su contacto posterior con el lenguaje de la nacionalidad estatal, no fue sentida solamente por el mundo del trabajo. En efecto, en México tanto conservadores como liberales impugnan la circulación de la palabra socialismo, alterando en ocasiones su sentido con fines polémicos. Bajo la palabra socialismo que se utilizaba en el momento, como vimos, surgen argumentos irreductibles al sentido que liberales y conservadores le dieron. Así, para el mundo del trabajo, debajo de los «deslices» en los usos de la palabra de nación o trabajo, habitaban otras lógicas sociales y políticas: pensando la «integración» de la nación al Estado bajo otro principio de nacionalidad, yacía una política que garantizaba la asociación de las partes productoras para el perfeccionamiento de la sociedad nacional; un progreso inhallable en las ruinas de la tradición.
Plantear una historia intersocial de la nación mexicana ha sido posible sólo en la medida en que se ha dado cuenta de la radical pluralidad que habita en ella, y del paulatino descubrimiento de los radicales desfasajes histórico conceptuales que existen en los lenguajes políticos usados por los actores del contexto. Como dijimos en la introducción, la historia del mundo del trabajo y la historia conceptual de la nación se enriquecen cuando se da cuenta que los agentes sociales movilizadores de los conceptos que se estudian, no se encontraban determinados por «ideas fuera de lugar» ni, mucho menos, por «entidades temporalizadas» como el principio de la nacionalidad liberal. Por el contrario, son los productos históricos y contingentes que, en su proceso de relación, transforman el medio social no sólo nacional sino también internacional. En este sentido es cada vez más difícil entender estas transformaciones sin comprender las distintas relaciones nacionales con el socialismo y el lenguaje del trabajo; sin ver que una parte sustancial de la pluralidad política de la Modernidad política ha sido creada, pensada y actuada por los actores; sin ver que en su perspectiva híbrida surge una Modernidad alternativa, asunto que merece ser estudiado a fondo.
En conclusión, introduciendo esta dimensión intersocial podemos ver desde otra perspectiva cómo los conceptos modernos latinoamericanos tuvieron un proceso propio de estructuración lingüística, política y social93. Si bien este artículo se delimita por el medio intersocial del mundo del trabajo mexicano, la investigación de las dimensiones híbridas en el medio intersocial latinoamericano puede servir para abrir una agenda de investigación que pueda discernir los conceptos que fluyen en la interacción de sociedades locales e internacionales, evitando así un análisis histórico que termine por encerrarlos en conceptos y categorías prefijados.