1. Introducción
Los acontecimientos traumáticos del pasado, y de forma muy especial las guerras, son grandes generadores de memoria colectiva. La huella de los conflictos bélicos permanece en las sociedades, en forma de relatos sobre pasado elaborados por los diversos grupos sociales. Se establece así una compleja relación entre pasado y presente a través de la memoria colectiva, que se comporta a la vez como resultado del presente (los grupos sociales relatan el pasado condicionados por el momento histórico en que elaboran el recuerdo) y como agente que influye en ese presente1 (las percepciones del pasado condicionan las actitudes y los comportamientos sociales).
La Guerra Civil española es uno de los acontecimientos que mejor refleja esa doble condición de la memoria colectiva como producto y como condicionante del presente a la vez. Desde que finalizaron los combates en abril de 1939 hasta el día de hoy, el recuerdo de la Guerra Civil ha estado muy presente en la sociedad española; sin embargo, los relatos del pasado y las políticas públicas de la memoria han variado sustancialmente a lo largo del tiempo. Al acabar la Guerra Civil, los vencedores impusieron su memoria, mientras condenaban a los vencidos al silencio y al olvido. La memoria oficial fue la única permitida. En los años cuarenta y cincuenta la propaganda del franquismo difundió hasta la saciedad que la guerra había sido una cruzada de la auténtica España, entendida en términos católico-tradicionalistas, contra la anti-España, representada por las «hordas marxistas». Frente a esta memoria institucional, los vencidos no pudieron elaborar y difundir un relato alternativo, condenados al silencio y a la represión en la España franquista, y sumidos en profundas divisiones internas que impedían la articulación de un relato compartido sobre el pasado. Pese a ello, la memoria oficial franquista no logró imponer su hegemonía a lo largo del tiempo. El relato de la cruzada dio claras muestras de debilidad desde los años cincuenta. Las nuevas generaciones repudiaron el conflicto bélico y la división entre vencedores y vencidos, impuesta por la dictadura. Desde los años sesenta fue ganando terreno en la sociedad española un relato de la Guerra Civil que la presentaba como una tragedia colectiva que había que deplorar y olvidar, como un gran fracaso fratricida del que todos habían sido culpables2. De ese relato se nutrió el discurso de la reconciliación nacional, fundamento legitimador del proceso de transición a la democracia. Se propuso «echar al olvido» el recuerdo de la Guerra Civil y mirar al futuro, evitando pedir responsabilidades por los crímenes del franquismo o reivindicar el recuerdo de los vencidos. Había que olvidar y perdonar para que nunca más hubiera una guerra civil entre españoles3.
En el País Vasco las cosas fueron diferentes. La Guerra Civil tuvo en Euskadi algunas características singulares. Una de estas fue que un importante sector del catolicismo político, representado por el Partido Nacionalista Vasco (PNV), se posicionó con la República, contra la sublevación militar, de forma que la Guerra Civil en el País Vasco fue también una guerra entre católicos. El PNV adoptó esa postura porque creía que era la vía para conseguir el autogobierno del País Vasco, como efectivamente ocurrió en octubre de 1936 al aprobarse el estatuto de autonomía y constituirse el Gobierno vasco, presidido por el nacionalista José Antonio Aguirre, que dirigió la guerra en Euskadi contra las fuerzas franquistas4. El nacionalismo vasco elaboró, ya durante el conflicto bélico, un relato que lo describía como una guerra impuesta al pueblo vasco, agredido por el invasor y obligado a combatir para defender el territorio y la libertad de Euskadi5. Ese discurso fue el punto de partida para la posterior elaboración de una memoria singular de la Guerra Civil6. A diferencia del relato franquista de la cruzada, esta memoria sí influyó en las nuevas generaciones. Varios autores han subrayado su importancia en el surgimiento de la organización nacionalista radical ETA (Euskadi ta Askatasuna; País Vasco y Libertad), creada en 1959 por un grupo de jóvenes escindidos del PNV, que se presentaban a sí mismos como el relevo de los soldados nacionalistas de la Guerra Civil7. También se ha relacionado esa singular memoria nacionalista de la Guerra Civil con algunos de los rasgos peculiares de la Transición en el País Vasco, como la persistencia de la violencia política o el mayor peso de las posiciones radicales y rupturistas. Si en el conjunto de España el mito de la tragedia fratricida y de la culpabilidad colectiva de la Guerra Civil habría facilitado la política de consenso y reconciliación nacional, en la comunidad nacionalista vasca el recuerdo de la guerra como lucha patriótica de Euskadi por su libertad pudo alimentar posturas maximalistas y violentas8.
La historiografía no ha realizado aún una investigación sistemática sobre el contenido, evolución, agentes y mecanismos de difusión de esta memoria colectiva de la Guerra Civil en el País Vasco. Este artículo aspira a cubrir ese vacío. Centramos nuestra atención en las dos décadas de posguerra, desde que acabó la guerra en el País Vasco hasta 1960, época en que una nueva generación aglutinada en torno al nacionalismo radical de ETA pudo asumir esa representación del pasado y resignificarla en el contexto de los cambios culturales de los sesenta y de las nuevas circunstancias políticas de los setenta. Partimos de la hipótesis de que entre 1937 y 1960 la cultura política del nacionalismo vasco elaboró y difundió un relato alternativo a la memoria oficial franquista, algo que no ocurrió en el resto de España. En el País Vasco de posguerra se pudo conformar así una comunidad de memoria, aglutinada en torno a una visión épica y patriótica de la Guerra Civil. Eso fue lo que permitió su transmisión a las nuevas generaciones nacionalistas del tardofranquismo y su persistencia en la época de la Transición a la democracia.
La memoria colectiva es una práctica social que requiere materiales e instrumentos que expresen las representaciones del pasado, exhibidos habitualmente en el espacio público en forma de conmemoraciones, monumentos, museos, etc. En nuestro caso, abordamos el estudio de una memoria clandestina, enfrentada a la memoria oficial franquista que monopolizaba el espacio público. Por esa razón la memoria clandestina nacionalista, en lugar de expresarse a través de soportes habituales de la memoria oficial, se difundió en medios publicados en el exilio por diversos agentes como las autoridades políticas desterradas, el clero vasco próximo al nacionalismo, testimonios de excombatientes, etc. El análisis de los relatos de la Guerra Civil realizados por esos agentes son el fundamento de esta investigación. Identificamos primero los elementos fundamentales del relato nacionalista de la Guerra Civil, para examinar después los actores sociales que lo elaboraron y los canales que utilizaron para su difusión.
2. El relato de la Guerra Civil en el nacionalismo vasco de posguerra
Desde la caída de todo el territorio vasco en manos franquistas, en junio de 1937, la comunidad nacionalista vasca difundió, sobre todo desde el exilio, su propio relato de la Guerra Civil. La clave de bóveda de este discurso era la consideración de la Guerra Civil en Euskadi como una guerra de agresión contra el pueblo vasco. Se ocultaba así la naturaleza civil del conflicto bélico, descrito como un combate en defensa de la patria vasca. Lo cierto es que, durante la guerra la invocación a la nación fue algo común a todos los contendientes. También el bando republicano y el franquista apelaron al patriotismo, en este caso al patriotismo español, para movilizar a las masas. Unos y otros describían entonces una España acosada por invasores foráneos, ya fueran estos nazi-fascistas extranjeros o comunistas soviéticos9. Lo que singularizó el relato de los nacionalistas vascos fue su continuidad en el tiempo. Décadas después de la guerra siguieron representándola como un conflicto impuesto desde el exterior, mediante un ataque foráneo que pretendía liquidar la identidad del pueblo vasco. El historiador y sacerdote Juan José Usabiaga dejó escrito que los sublevados mostraron una «voluntad de exterminio» y un «odio feroz contra los vascos y lo vasco». Su objetivo era «hacer desaparecer la personalidad vasca», siguiendo un plan premeditado10. Ante esa agresión que pretendía acabar con Euskadi, al pueblo vasco no le quedó otra opción que defenderse. En la prensa nacionalista del exilio podía leerse que los vascos fueron «atacados por tierra, mar y aire», al grito de «muera el pueblo vasco» y «muera el nacionalismo vasco». Por esa razón «el pueblo vasco se aprestó a su defensa; lo contrario hubiera sido un «suicidio», una entrega a su «verdugo». La consecuencia del relato era que los vascos habían luchado en «legítima defensa»11.
¿Quién era ese temible adversario que atacó y pretendió aniquilar al pueblo vasco? ¿Cómo era la imagen del enemigo que proyectaba ese relato del pasado? Los nacionalistas utilizaron diversos términos para referirse al enemigo: «el invasor», «el rebelde agresor y genocida del pueblo vasco», «los invasores franquistas y sus aliados moros, nazis y fascistas», «los enemigos de Euzkadi», «el ejército español aliado de los poderes totalitarios de Italia y Alemania», etc.12 Bajo estas diversas denominaciones se escondía una característica común: el enemigo era un invasor foráneo, ajeno al pueblo vasco. Se trataba de «gentes que no eran vascas», un colectivo de origen diverso compuesto por moros, italianos, alemanes, además de los franquistas españoles13. La imagen del enemigo se fue adaptando a las cambiantes circunstancias históricas. Desde que estalló la Segunda Guerra Mundial el lehendakari Aguirre subrayó el carácter totalitario del bando enemigo, buscando el apoyo de los aliados. Según su relato, el pueblo vasco, un pueblo esencialmente democrático por su historia y tradición, tuvo que hacer frente al ataque de los ejércitos totalitarios, acaudillados por Franco, pero compuestos también por «mercenarios marroquíes, soldados de Hitler y legiones de Mussolini»14.
Esa narrativa de la Guerra Civil se adecuaba a la visión de la historia del nacionalismo vasco. Para su fundador, Sabino Arana, la historia de los vascos se había caracterizado por la defensa de su libertad originaria, representada por sus fueros, frente a los intentos de dominación de España15. La memoria nacionalista ubicó la Guerra Civil en este mítico relato de la historia del País Vasco. Se recordaba el conflicto bélico como un nuevo ataque del invasor contra la libertad de Euskadi, encarnada ahora en el Gobierno vasco, presidido por el nacionalista José Antonio Aguirre. Así pues, el soldado vasco, el gudari, que combatió en la guerra de 1936 no hizo más que continuar el combate de sus antepasados. Tomó el relevo de sus predecesores, según escribía en sus memorias el excombatiente Sancho de Beurko16. La personalidad del pueblo vasco se habría mantenido a lo largo de los siglos, gracias a la lucha de los vascos contra los enemigos que históricamente la habían amenazado. La guerra de 1936 formaba parte de ese combate secular, según relataba el periódico Euzkadi Azkatuta veinte años más tarde:
Es milagroso que nuestra raza y más aún, nuestra lengua a través de tantos siglos se haya conservado, siempre en lucha constante con enemigos de que ha estado rodeada. Pero este milagro se debe en gran parte a nuestros antepasados que cuando fue necesario dieron su sangre para defenderla. Nosotros mismos hemos sido testigos en nuestra infancia del paso vandálico de alemanes, italianos, moros y desalmados; fuerzas numerosas y bien armadas que al servicio de la mentira y la vascofobia arrasaron nuestros pueblos, asesinaron a nuestros hermanos y saciaron su odio rabioso en el pueblo vasco. A éstos se opusieron los gudaris, que en número muy inferior y carentes de armas modernas y aviación, lucharon con ardoroso entusiasmo y patriotismo, dejando los montes de nuestra querida Euzkadi sembrados de cadáveres enemigos y regados con su propia sangre17.
El relato nacionalista de la Guerra Civil no sólo enlazaba con ese pasado mítico. También tenía continuidad en el presente y se proyectaba hacia el futuro. Se recordaba el pasado bélico al tiempo que se proclamaba que el combate aún no había acabado: «La lucha que entonces comenzamos no ha concluido todavía», proclamó el lehendakari Aguirre en 1952. Según ese discurso, las nuevas generaciones crecidas en la posguerra estaban obligadas moralmente a continuar la lucha iniciada por sus mayores18.
Este relato de la Guerra Civil como guerra de agresión contra Euskadi encajaba en la visión nacionalista de la historia, pero no se ajustaba a la realidad histórica. La guerra fue un conflicto civil, también en el País Vasco. Al igual que ocurrió en el resto de España, también en el País Vasco la sociedad se escindió en dos bloques antagónicos que se enfrentaron violentamente. En un bando estaban las fuerzas del Frente Popular y los nacionalistas vascos. En el otro, las derechas españolistas, entre las que destacaba el carlismo, mayoritario en Álava y Navarra, con significativa presencia en Bizkaia y Gipuzkoa. Basados en este dato real, autores franquistas refutaron el relato nacionalista de la Guerra Civil: «unos vascos que se sentían españoles luchaban contra otros vascos que odiaban a España». Según el discurso de los franquistas vascos, el ataque no fue de invasores foráneos contra vascos, sino de «los vascos españoles», contra «las fuerzas rojo-separatistas y sus cómplices de la retaguardia»19. Algunos nacionalistas también reconocían la participación de vascos en el bando franquista. Javier Landaburu escribió en 1956 que «aquella guerra también para nosotros [los vascos] fue fratricida», puesto que muchos «compatriotas voluntarios (...) nutrieron las filas enemigas»20. El clero nacionalista vasco, entre cuyos feligreses abundaban carlistas y nacionalistas, subrayó el carácter civil de la guerra, también en Euskadi. El relato nacionalista de la Guerra Civil en el País Vasco tenía, pues, algo de paradójico. Por un lado, se recordaba el conflicto como un combate heroico por la libertad de Euskadi contra una agresión externa. Pero, por otro lado, se reconocía ocasionalmente que en esa guerra se habían enfrentado unos vascos contra otros. Se presentaba el conflicto como guerra civil y como guerra patriótica a la vez, aunque esta última interpretación dominaba abrumadoramente.
¿Cómo explicar que muchos vascos lucharan contra Euskadi en una guerra provocada desde el exterior para acabar con la identidad vasca? El relato nacionalista solucionó la contradicción recurriendo a la figura del engaño. Los compatriotas que lucharon con el enemigo lo hicieron «engañados y forzosos», según Landaburu. Para Juan de Iturralde fueron los mandos franquistas quienes condujeron a soldados de «raza vasca» al «inmenso fratricidio». El poeta y dirigente nacionalista Telesforo Monzón en unos de sus poemas preguntaba a los vascos que habían combatido en el bando enemigo: «¡Escuchad hermanos! ¿Quién os ha engañado?»21. La respuesta era que el enemigo externo había engañado a los vascos para provocar su división. En ese contexto, algunos vascos (los requetés carlistas) se habrían «desnaturalizado» y habrían traicionado sus ideales. Algunas novelas contraponían la figura del carlista auténtico, que fiel a sus principios evolucionó hacia el nacionalismo, a la imagen del carlista degenerado, que abandonó su tradicional vasquismo y entregó «las llaves de Euzkadi» al enemigo22.
Así que, pese a que un sector de la sociedad vasca se alineó con los sublevados, el nacionalismo vasco siguió recordando la Guerra Civil como una agresión exterior contra Euskadi. Ese ataque contra el pueblo vasco habría sido resistido heroicamente por el gudari (soldado, en euskera), cuya glorificación y culto era otro elemento fundamental de la memoria colectiva de los nacionalistas23. Según el relato nacionalista, el gudari era el soldado vasco por excelencia, quien encarnaba la idiosincrasia del pueblo vasco y combatía de una manera singular. Era descrito como un soldado del pueblo, pobremente equipado para hacer frente a potentes ejércitos fuertemente armados y adiestrados, como el alemán, el italiano o el español. Los gudaris suplían la carencia de medios con su heroísmo, su patriotismo y su fe católica. Siguiendo sus creencias religiosas, el gudari hacía la guerra de una manera noble y ética, distinta a los milicianos izquierdistas y a los soldados franquistas. A diferencia de éstos, según este relato, el gudari no cometió crímenes, ni se manchó las manos de sangre inocente. Al contrario, parecía ser la encarnación del soldado católico, que cuidaba de sus enemigos en la retaguardia:
Aquellos jóvenes [los gudaris] que, para defender su hogar y su patria, subían a la montaña cantando a Dios y a Euzkadi y luchaban sin más armas que unos fusiles de caza y viejos revólveres contra el ejército bien equipado del General Mola; jóvenes profundamente cristianos que al descender de las posiciones de guerra, oraban en las iglesias y defendían la vida de sus adversarios en la retaguardia24.
El culto al gudari caído se convirtió en pieza esencial de la memoria nacionalista de la guerra. Encarnaba la figura del mártir cristiano y la del héroe nacional que generosamente entregaba su vida por la fe y por la patria vasca. Su sangre derramada tenía un valor redentor de la patria25. Según dijo el lehendakari Aguirre en 1956, «nuestros heroicos e improvisados gudaris (...) con su generosa sangre permitieron que su pueblo siguiera escribiendo páginas de libertad en la historia». Dicho con las palabras de la prensa nacionalista del exilio, los gudaris «murieron por Euzkadi para que Euzkadi viviera». El gudari caído se convirtió así en el héroe-mártir por antonomasia en la memoria del nacionalismo vasco. Su figura se proyectaba hacia el futuro. Era un modelo de conducta para las nuevas generaciones nacionalistas socializadas en la posguerra. Había que ser «fiel al testamento firmado» con la sangre de los gudaris. Según podía leerse en la prensa nacionalista del exilio, los gudaris «al morir nos legaron la sagrada obligación de continuar el combate contra la tiranía y la opresión»26. La disposición a la entrega por la patria se convertía en un vínculo que debía unir a los caídos por la patria con las nuevas generaciones, conformando una comunidad de sacrificio por Euskadi:
La sangre de aquellos valientes gudaris clama sin cesar a nuestros oídos: "¡Para qué empapamos con nuestra cálida sangre la tierra de Euzkadi? ¿Para qué sucumbimos antes las balas del opresor?". No, queridos gudaris, no en balde derramasteis vuestra sangre sobre la hermosa tierra de Euzkadi (...) todavía estamos dispuestos a derramar, como vosotros, nuestra sangre por la libertad de Euzkadi27.
Pese al comportamiento heroico del gudari, el pueblo vasco fue derrotado por los agresores foráneos que querían destruir su personalidad, según el relato nacionalista de la Guerra Civil. Este desenlace dio lugar al cultivo de una memoria sufriente que concebía al País Vasco como nación perseguida, idea que adquiría verosimilitud por la política represiva del franquismo contra la lengua y otros rasgos de la cultura vasca. Esta concepción victimista tenía su origen en la visión agónica de la identidad vasca que el fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana, expresó a finales del siglo XIX. Esa imagen fue heredada por los seguidores de Arana, pero alcanzó su máxima expresión tras la Guerra Civil. Ahora se presentaba al pueblo vasco como víctima absoluta. El lehendakari Aguirre narraba el final de la guerra en Euskadi como «la agonía de un pueblo heroico». El exilio de los vencidos se describía como «diáspora del pueblo vasco», un pueblo «esparcido, como ceniza agitada por el viento, en todas direcciones». Se empleaban conceptos como holocausto o genocidio, para aludir a las consecuencias de la guerra para el pueblo vasco. Se utilizaban figuras hiperbólicas para describir la situación de la patria vasca tras la derrota: «la Patria que yace con el costado abierto, su virginidad deshecha y los labios arrancados»28. En un nacionalismo confesional, como el del PNV, abundaron las metáforas religiosas para transmitir esa concepción sufriente y agonizante del pueblo vasco, consecuencia de la guerra. Se estableció una analogía entre el desenlace de la Guerra Civil y la pasión de Jesucristo. El pueblo vasco padeció un calvario. Los vascos que huían ante el avance de las tropas franquistas eran descritos como «Cristos caminantes que avanzaban en impresionante procesión hacia un nuevo y grandioso Gólgota». La patria vasca yacía «inerte y mártir». El pueblo vasco, al igual que Jesucristo, fue «crucificado y luego calumniado»29. Pese a la difusión de esta memoria sufriente que difundía la idea del genocidio vasco, investigaciones recientes han demostrado que la represión franquista en el País Vasco, durante la Guerra Civil y la posguerra, causó menos víctimas mortales que en otras zonas de España30.
Esta memoria sufriente que subrayaba el papel de víctima del pueblo vasco no impidió al nacionalismo vasco transmitir un recuerdo épico de la Guerra Civil31. Se consideraba que la «lucha defensiva» de los vascos había sido un acontecimiento memorable. Fue calificada como epopeya gloriosa, heroica, grandiosa y sublime32. Pero más allá del orgullo con que se recordaba el comportamiento bélico de los vascos, se evocaba la guerra como un acontecimiento pleno de significado, algo que había tenido sentido en el devenir del pueblo vasco. Según José María Lasarte, había servido para demostrar la capacidad de lucha del pueblo vasco para organizar y mantener su libertad. El dirigente nacionalista Javier Landaburu pensaba que la guerra era la gesta que todas las naciones deben realizar para alcanzar su libertad33. La pasión del pueblo vasco en la Guerra Civil era el paso necesario para alcanzar la resurrección de la patria:
La resurrección tiene solamente un camino: La Pasión. (...). Nuestra tragedia debe ser siempre el amor a la patria hasta el martirio. (...). Entre el pueblo vencido de ayer y victorioso de mañana, está la patria crucificada de hoy34.
3. Agentes y medios de la memoria clandestina
El clero nacionalista fue uno de los principales agentes que difundió el discurso alternativo a la memoria institucional. Con el apoyo de la jerarquía eclesiástica, el régimen franquista presentó la guerra como una cruzada. La intensa violencia anticlerical desatada durante la guerra dotó de cierta verosimilitud a ese relato. Por eso infinidad de publicaciones auspiciadas por el régimen recordaban episodios de persecución religiosa, describían con todo detalle las atrocidades cometidas por los «rojos» y relataban escenas «martiriales» ocurridas durante la guerra35; sin embargo, esa narrativa carecía de credibilidad en el País Vasco. Aquí la Guerra Civil fue también una guerra entre católicos, en la que hubo fieles y religiosos en ambos bandos. Una parte importante del clero, próxima al nacionalismo vasco, fue víctima de la represión franquista. 17 curas vascos fueron fusilados sin juicio alguno por los franquistas. Unos 200 eclesiásticos fueron sometidos a Consejo de Guerra, la mayoría de ellos condenados a varios años de cárcel. Cientos de sacerdotes huyeron al exilio para evitar la muerte o la cárcel. Hasta el obispo de la diócesis de Vitoria, Mateo Mújica, fue expulsado de España por los franquistas, que lo consideraban poco beligerante con los católicos nacionalistas. En esas circunstancias, el relato de la cruzada carecía de verosimilitud. No era creíble una cruzada que fusilaba, encarcelaba y perseguía a sacerdotes por sus simpatías nacionalistas. Acabada la guerra, la Iglesia vasca se había convertido en una iglesia de vencedores y vencidos36.
Esa Iglesia vasca vencida contribuyó a forjar la memoria nacionalista de la guerra civil y deslegitimó la memoria oficial. Según su discurso, en 1936 los sublevados contra la República atacaron al pueblo vasco, una comunidad étnica y cultural creada por Dios, que había luchado secularmente por conservar su identidad. El pueblo vasco se defendió de esa agresión. También las fuerzas de izquierda fueron atacadas por los franquistas. Pero no por ello hubo una alianza entre nacionalistas vascos e izquierdistas, un «contubernio rojo-separatista», como denunciaban los sublevados. Simplemente se dio la coincidencia de verse atacados por un mismo enemigo:
Así agredido, el pueblo católico vasco se aprestó a la defensa. Defendía su vida y no es culpa suya que a su lado, y sin pacto previo alguno que jamás existió, lucharan también por defender su vida hombres no católicos y con ideología social muy opuesta a la de los cristianos vascos37.
De acuerdo a ese relato, «el clero vasco»38, siguiendo mandatos episcopales anteriores al 18 de julio, evitó sumarse a la sublevación y se alineó con su pueblo, un pueblo católico en el que estaba profundamente enraizado. Su comportamiento fue auténticamente cristiano. Condenó toda violencia. Trató de humanizar la guerra y de proteger todas las vidas humanas, sin distinción de bandos. Jamás fue beligerante, ni tomó las armas, a diferencia de tantos curas carlistas convertidos en requetés. Pese a ello, «el clero vasco» fue víctima de la persecución franquista. Sacerdotes nacionalistas murieron como «mártires» y «santos» a manos de falangistas, requetés y soldados de Franco. Según este discurso, «el clero vasco» fue perseguido por su compromiso social-cristiano y por su defensa de la cultura vasca. Por tanto, la Guerra Civil no fue, en absoluto, una cruzada. Lo que se produjo fue una manipulación espuria de la religión por las derechas españolas, con la connivencia de la jerarquía eclesiástica, que se alejó del comportamiento auténticamente cristiano, al bendecir la guerra y la violencia extrema ejecutada por el bando franquista39.
Durante la posguerra esa Iglesia vasca vencida combatió la memoria oficial del régimen y de la jerarquía eclesiástica española con intensidad y constancia. Denunció el silencio al que fueron condenados los sacerdotes vascos fusilados por los franquistas. Impugnó la glorificación franquista de la guerra. Criticó el culto a los caídos «por Dios y por España», mientras se condenaba al olvido a las víctimas del bando vencido. Frente a la memoria institucional que ensalzaba la guerra y la victoria, proponía una y otra vez el perdón, la reconciliación y el reconocimiento de todas las víctimas de una cruel guerra fratricida40. Desde el exilio los principales propagandistas de la acción social-cristiana nacionalista durante la Segunda República, como Iñaki de Azpiazu, Policarpo Larrañaga o Alberto Onaindía, divulgaron un discurso que impugnaba radicalmente el relato franquista de la cruzada. Se emplearon diversos medios para ello. Se publicaron numerosos libros, revistas y folletos. El canónigo Alberto Onaindía utilizó la radio. Entre 1946 y 1957, bajo el seudónimo de Doctor Olaso, emitió semanalmente sus charlas en la Radiodifusión Francesa en las que una y otra vez denunciaba la memoria oficial franquista bendecida por la jerarquía eclesiástica española41. El propio Onaindía había impulsado en los momentos finales de la Guerra Civil la edición de Anayak, revista de sacerdotes vascos exilados que pretendía influir en la opinión católica internacional. Se publicaron 7 números de Anayak entre enero y abril de 1939, el primero de estos dedicado a denunciar la «falsa cruzada franquista». Según Onaindía, en abril de 1939, al concluir la Guerra Civil, se decidió finalizar la publicación «en aras de la paz y de la reconciliación»42. Unos 10 años después de la desaparición de Anayak vio la luz Egiz, una nueva publicación periódica auspiciada por sacerdotes vascos exiliados, ahora junto con curas en activo en Gipuzkoa y Bizkaia. Si Anayak había pretendido influir en la opinión católica internacional, Egiz trataba de intervenir en la Iglesia vasca, denunciando el relato franquista de la Cruzada y la actitud cómplice de la jerarquía eclesiástica.
Egiz era un boletín clandestino que se presentaba como reflejo del sentimiento de la mayoría del clero vasco. También los seglares colaboraban en su sostenimiento y distribución. Pese a su reparto furtivo, mano a mano, Egiz consiguió una notable difusión. Entre 1950 y 1952 se distribuyeron 18 números, alguno de los cuales alcanzó una tirada de unos 40.000 ejemplares. Su impacto entre curas y seglares de las diócesis vascas provocó su prohibición por los obispos vascos, que en 1952 llegaron a amenazar con la suspensión A Divinis, a los eclesiásticos que colaborasen con Egiz, razón por la que se suspendió su publicación43. El testigo fue recogido por un grupo de seglares, no sometidos a la disciplina canónica, que entre 1954 y 1961 publicaron Egi bila. Publicación de católicos vascos que siguió combatiendo la memoria oficial franquista de la Guerra Civil44.
Ese relato que combatía el mito de la cruzada fue asumido por amplios sectores del clero vasco y difundido a través de un instrumento tan eficaz como la parroquia. A inicios de los años sesenta se podrán escuchar desde el púlpito firmes denuncias contra el relato de la cruzada. Mientras en templos de España se continuaba glorificando el 18 de julio, en iglesias vascas se oían sermones que calificaban aquel día como «fecha trágica en los anales de la historia de nuestra patria querida»45. Pese al proceso de depuración al que había sido sometido el clero vasco durante la guerra y la posguerra, a pesar del control franquista de los obispos, entre los párrocos vascos se extendían las voces contra la legitimación religiosa del régimen y contra la actitud colaboracionista de la jerarquía eclesiástica. En 1950 unos 150 sacerdotes de Gipuzkoa se dirigieron a su recién nombrado obispo reprochando el silencio de la jerarquía, ante la persecución y fusilamiento de curas vascos durante la Guerra Civil y la posguerra. Frente al mito de la Cruzada, denunciaban:
Fueron más, muchos más, los crímenes cometidos, en las cuatro provincias vascas por los defensores del movimiento nacional que los del llamado bando republicano. No sólo fueron sacerdotes y religiosos, fue el Pueblo mismo objeto de cruel persecución, mientras el Episcopado español, que condenó duramente los crímenes de un bando, no tuvo ni una palabra de condena para el otro46.
El Gobierno vasco en el exilio fue otro agente que elaboró y difundió la memoria de la Guerra Civil alternativa al relato oficial franquista. A diferencia del Gobierno republicano en el exilio o de la Generalitat catalana, que sucumbieron a sus propias disensiones internas, el Gobierno vasco consiguió mantenerse como un referente unitario que simbolizaba la legalidad en el País Vasco y el derecho al autogobierno. Frente a un régimen tiránico e ilegítimo como la dictadura franquista, fruto de una sublevación militar y de una guerra civil, el Gobierno vasco en el exilio se presentaba como el legítimo representante del pueblo vasco. Pese a crisis puntuales, el ejecutivo vasco conservó su carácter unitario durante el franquismo. Mantuvo su función de aglutinante institucional de las diferentes fuerzas políticas vascas que habían combatido contra los sublevados durante la Guerra Civil. Eso le permitió transmitir su relato del pasado y elaborar una memoria alternativa, que influyó en las nuevas generaciones socializadas en la posguerra47.
Desde su conformación el Gobierno vasco tuvo cierto carácter presidencialista, por el liderazgo carismático del lehendakari José Antonio Aguirre48. En el exilio Aguirre se convirtió en la figura que encarnaba el Gobierno vasco. Aunque el ejecutivo que presidía era una coalición de diversos partidos, los mensajes del lehendakari reflejaban su ideología nacionalista y su fe católica. Su relato de la Guerra Civil reproducía los elementos básicos de la memoria colectiva del nacionalismo vasco: en 1936 se había producido una agresión externa de fuerzas totalitarias que pretendían exterminar al pueblo vasco; ante ese ataque, el País Vasco, democrático por naturaleza y tradición, se defendió heroicamente, de manera ejemplar, en una epopeya en la que muchos jóvenes gudaris entregaron generosamente su vida por la libertad de Euskadi. El lehendakari, en nombre de su Gobierno, como representante legítimo del pueblo vasco, difundió este relato de manera asidua y sostenida en el tiempo. Para ello empleó diversos medios como el mensaje de Gabon, que dirigía anualmente el pueblo vasco con motivo de la Navidad, sus alocuciones públicas para conmemorar el aniversario de la constitución del Gobierno vasco, sus conferencias, ampliamente difundidas en la prensa del exilio, o su libro De Guernica a Nueva York pasando por Berlín (1942)49.
Durante la posguerra el Gobierno vasco en el exilio y las organizaciones políticas nacionalistas desarrollaron una intensa actividad editorial. Entre 1937 y 1960 difundieron más de 50 publicaciones periódicas en diferentes momentos y lugares del exilio50. Este amplio repertorio de periódicos desempeñó un papel relevante en la transmisión de la memoria nacionalista de la Guerra Civil y mantuvo a lo largo del tiempo el recuerdo nacionalista de la guerra. Los nacionalistas no pudieron crear sus lugares de la memoria, ni realizar homenajes a sus víctimas, ni conmemorar en las calles y plazas del País Vasco sus efemérides bélicas, puesto que el espacio público estaba dominado en exclusiva por la memoria oficial franquista51. En esa situación la prensa nacionalista se convirtió en vehículo y soporte de memoria, recordando sus víctimas, sus gestas bélicas, sus héroes, sus aniversarios, etc. Como podía leerse en Euzko Deya al presentar una sección titulada «Episodios de la guerra en Euzkadi», el periódico pretendía recordar «nuestros muertos, las epopeyas y grandezas de nuestra lucha heroica, en defensa de la libertad del pueblo vasco»52. Año tras año la prensa nacionalista conmemoraba la figura del gudari caído que, según el relato nacionalista, había entregado su vida de manera generosa y heroica por Euskadi. Tópicamente la prensa nacionalista vinculaba la continuidad de la lucha patriótica al recuerdo del gudari mártir, concebido como ejemplo de compromiso por la patria y como simiente de la futura libertad de Euskadi53. Contra el silencio al que el régimen franquista había condenado a los vencidos, estas publicaciones recordaban a sus víctimas más célebres. Evocaban la figura de los sacerdotes nacionalistas fusilados por los franquistas, refutando así el relato oficial de la cruzada. Homenajeaban a sus héroes militares, cuyo ejemplo más sobresaliente era Cándido Saseta, coronel de gudaris muerto en combate. Al narrar como acontecimientos gloriosos diversos sucesos bélicos, estas publicaciones ofrecían una visión épica de la Guerra Civil en Euskadi54. Conmemoraban las principales efemérides de la guerra y abonaban una memoria sufriente, que presentaba al pueblo vasco como comunidad homogénea víctima de la guerra, mediante el recuerdo de los bombardeos contra poblaciones vascas. Entre éstos ocupaba un lugar preferente la conmemoración del bombardeo de Gernika, episodio que se convirtió en espacio de combate mnemónico por la falaz versión franquista que acusaba a los «rojo-separatistas» de la devastación de la villa. El bombardeo que redujo la villa a cenizas, ejecutado por la aviación nazi, era recordado periódicamente por la prensa nacionalista como el acontecimiento que mejor evidenciaba el afán franquista por destruir al pueblo vasco y su libertad55.
El relato nacionalista de la guerra fue cultivado a través de géneros literarios muy diversos. Se utilizó la poesía para transmitir un recuerdo épico de la guerra y para rendir culto al gudari, como hizo Telesforo Monzón en sus poemarios Urrundik (Desde lejos, México, 1945) y Gudarien eginak (Las gestas de los gudaris, Biarritz, 1947). El clérigo franciscano Salbatore Mitxelena escribió Arantzazu, Euskal poema (1949), primer libro de poesía en euskera publicado en Euskadi en la posguerra. En esa obra expresó líricamente una memoria sufriente que describía al pueblo vasco como víctima absoluta, como un pueblo crucificado, al borde de la muerte. También las novelas Ekaitzpean (Buenos Aires, 1948), de José Eizagirre, y Laztantxu eta Betargi (Bayona, 1957), de Sebero Altube, divulgaron la narrativa nacionalista de la guerra civil, presentada como un conflicto ajeno al pueblo vasco que rompió su orden y unidad tradicional. En los años cincuenta se publicaron las primeras obras de un nuevo género que tendría continuidad en el futuro: las memorias de gudaris. En 1956 se editó en Caracas Los últimos días del batallón Amaiur, escrito años antes por Agapito de Urarte, excomandante del Ejército Vasco, en el que se narraban épicamente los momentos finales de la Guerra Civil en el País Vasco. También en 1956 se publicó Gudaris, de Sancho de Beurko, seudónimo de Luis Ruiz de Aguirre, antiguo comisario general del Ejército Vasco. Ambos libros, además de repetir canónicamente el relato nacionalista de la guerra civil, subrayaban la naturaleza del gudari como soldado del pueblo, miembro valeroso de un ejército sin medios, en el que reinaba la camaradería y que estaba plenamente identificado con la sociedad vasca, a la que defendía de una agresión externa.
Si las memorias de gudaris aportaban al relato nacionalista la intensidad emotiva del testimonio de los protagonistas de la guerra, el ensayo historiográfico debía darle marchamo de verdad rigurosamente contrastada. Aunque desde el mundo académico tratamos de establecer una nítida distinción entre historia y memoria, lo cierto es que las diferentes memorias colectivas existentes en una sociedad aspiran a convertirse en historia56. Se publicaron obras con formato historiográfico que respaldaban la narrativa nacionalista de la guerra. En los años cuarenta el dirigente del PNV Ceferino Jemein escribió el primer relato que, según decía, pretendía contar la «verdadera historia», antes de que lo hicieran los «enemigos de Euzkadi». Aplicando a la Guerra Civil la visión de la historia de Sabino Arana, describía el conflicto bélico en Euskadi como un episodio más del secular combate del País Vasco por su libertad frente a España. El trabajo de Jemein no pudo publicarse en los años cuarenta, pero fue rescatado en los años ochenta por la editorial Alderdi, del PNV, lo que muestra la capacidad de transmisión y perduración intergeneracional de este relato histórico en la comunidad nacionalista57. En 1955 fue publicada en México la Historia documental de la guerra en Euzkadi, de Andoni Astigarraga (Astilarraa), escritor nacionalista afincado en el exilio argentino. También esta obra se presentaba como un libro de historia que contaba la verdad, frente a la «vergonzosa campaña difamatoria del franquismo». Su formato era el de una crónica que relataba en orden cronológico los principales acontecimientos bélicos con tono épico. Pese a presentarse como una obra de historia que buscaba «afanosamente la verdad», Astilarra ofrecía una visión mitificada de la guerra, como evidencian algunos de sus párrafos: «El heroísmo desplegado por los defensores de la patria fue sublime; se registraron casos verdaderamente conmovedores que no puede comprender uno, si no supiera el amor casi infinito que a la Patria tenían aquellos patriotas vascos»58. Un tercer trabajo histórico reseñable fue El catolicismo y la cruzada de Franco, firmado por Juan de Iturralde, seudónimo de Juan José Usabiaga, sacerdote que en 1937 estuvo preso por desafecto al franquismo durante 15 días, hasta que pudo marchar al exilio. El trabajo de Usabiaga constaba tres volúmenes. El primero de ellos, titulado ¿Quiénes y con qué fin prepararon la guerra?, se imprimió en Francia en 1955. El segundo tomo, publicado en 1960, estaba dedicado a los momentos iniciales de la guerra. El tercero, subtitulado Cómo siguió y triunfó la Cruzada, vio la luz en 1965. Aunque Usabiaga padeció la guerra, presentó esta obra, no como un libro de memorias, sino como un trabajo de historia, como un relato documentado del pasado que pretendía eliminar los mitos de la propaganda política franquista. Pese a ello, el libro de Usabiaga, al igual que los de Jemein y Astilarra, reproducían en formato historiográfico los elementos fundamentales del relato nacionalista de la Guerra Civil. Se trata de una historiografía militante y maniquea, escrita, no por historiadores, sino por testigos o protagonistas de la guerra, que refutan el relato franquista de la cruzada, al tiempo que mitifican la Guerra Civil en Euskadi al presentarla como gesta heroica en defensa del pueblo vasco frente a una agresión externa.
4. Conclusión: la formación de una comunidad de memoria
En ninguna sociedad hay una única interpretación del pasado, compartida por todos los grupos sociales. El espacio de la memoria es un espacio de lucha política en el que diferentes relatos pugnan por ser hegemónicos59. En el caso concreto del País Vasco en las décadas posteriores a la Guerra Civil se libró un combate desigual entre dos memorias opuestas. Por un lado, la memoria oficial franquista, que trató de imponer el mito de la cruzada, prohibiendo por todos los medios cualquier relato alternativo. Por otro lado, la memoria clandestina nacionalista, que tuvo que difundir su discurso de manera furtiva, sorteando la represión del régimen. Esta memoria clandestina se sustentaba en la visión nacionalista de la historia, que concebía el pasado de Euskadi como una secular resistencia de los vascos frente al afán dominador de España. También se apoyaba en la cultura de guerra específica elaborada por el nacionalismo vasco durante el conflicto bélico, presentado como un combate en defensa de la libertad de Euskadi. Tras la guerra, el nacionalismo vasco construyó sobre esos pilares un relato claro y fácilmente comprensible para su comunidad, coherente con su tradición política. Según esta narrativa, la Guerra Civil en Euskadi habría sido la consecuencia de una agresión foránea contra el pueblo vasco, al que se pretendía dominar o incluso exterminar, destruyendo su identidad. Los enemigos, responsables de esa agresión, fueron extranjeros, ajenos al pueblo vasco: españoles franquistas, apoyados por poderosos ejércitos totalitarios como fascistas italianos o nazis alemanes, además de tropas africanas. El pueblo vasco, concebido como comunidad homogénea, no habría tenido más remedio que defenderse de ese ataque. El gudari, soldado vasco por antonomasia que hacía la guerra sin medios, de forma pacífica y cristiana, simbolizó esa heroica acción defensiva. Como es habitual en la memoria colectiva de las guerras, el culto al soldado caído jugó un papel fundamental en el relato nacionalista. El gudari caído se presentó como síntesis del héroe nacional y del mártir cristiano. Su muerte habría sido simiente de libertad. Su entrega debía ser ejemplo que obligaba a todos los vascos a continuar la lucha por Euskadi. Ese relato mitificaba la experiencia de la guerra. Describía la defensa de Euskadi, protagonizada por el gudari, como una gesta heroica, como una epopeya del pueblo vasco en favor de su libertad, como una hazaña que había que recordar y conmemorar, pese a la derrota. El desenlace de la guerra generó una memoria sufriente. Se describía al pueblo vasco como víctima absoluta, en situación agónica, martirizado, crucificado, víctima de un holocausto o de un genocidio. La dictadura de Franco, con su política represiva contra la lengua y otros rasgos de la cultura vasca, y episodios como el bombardeo de Gernika, contribuyeron a hacer verosímil esa imagen de la guerra como agresión española para destruir la identidad vasca. Pese a ello, difícilmente se podía ocultar que importantes sectores de la sociedad vasca se habían alineado con los sublevados durante la guerra. Era difícil negar que la guerra había sido civil, también en el País Vasco. El relato nacionalista solucionó esta cuestión recurriendo a la figura del engaño y del enemigo externo que sembró la desunión en el pueblo vasco. Algunos vascos, embaucados por el enemigo, habrían traicionado su identidad y se habrían «desnaturalizado».
Mientras la memoria institucional franquista monopolizaba en el espacio público todos los instrumentos y soportes del recuerdo (ritos conmemorativos, monumentos películas, publicaciones, etc.), la memoria clandestina tuvo que actuar desde el exilio y ser difundida subrepticiamente en el interior. Pese a estas dificultades, el nacionalismo vasco consiguió transmitir su relato de la Guerra Civil a las nuevas generaciones. A ello contribuyeron de forma destacada el Gobierno vasco en el exilio y un sector de la Iglesia vasca, que emplearon variados medios y canales de difusión. El Gobierno vasco, sobre todo a través de su lehendakari José Antonio Aguirre, aportó al relato legitimidad institucional, representatividad e imagen de unidad política, algo que no ocurrió con el resto del exilio republicano, víctima de sus diferencias internas. La Iglesia vasca vencida y víctima de la depuración franquista rebatió el relato de la cruzada, recordó a sus víctimas y denunció la memoria oficial franquista. Su influencia en el interior se hizo cada vez más patente, como se reflejaría a partir de 1960, cuando el clero vasco se convirtió en uno de los pilares de la oposición antifranquista60.
La memoria nacionalista clandestina se difundió a través de una amplio abanico de medios: revistas católicas como Anayak, Egiz o Egi bila; folletos, libros, conferencias o programas radiofónicos de sacerdotes exilados; mensajes institucionales y escritos del lehendakari José Antonio Aguirre; el amplio repertorio de publicaciones periódicas del exilio, impulsadas por organizaciones políticas nacionalistas o por el Gobierno vasco; memorias de antiguos gudaris; la literatura en forma de poesía o novela; una historiografía que pretendía otorgar al relato nacionalista formato de verdad contrastada documentalmente, etc. Se pudo así impugnar y combatir la memoria oficial franquista, pese a que ésta monopolizaba el espacio público. Junto a estos medios, la memoria clandestina se transmitió a las nuevas generaciones a través de otros canales informales como la familia, la cuadrilla y la parroquia61.
A la altura de 1960 el combate desigual librado durante la posguerra entre la memoria oficial franquista y la memoria clandestina nacionalista parecía resuelto a favor de esta última. El éxito de una determinada memoria no reside en la insistencia o intensidad con que es difundida en el espacio público, sino en su capacidad para ser asumida por las nuevas generaciones. La eficacia de un relato mnemónico depende de su facultad para crear vínculos entre sujetos de distintas generaciones, tejiendo mediante el recuerdo lazos entre los jóvenes, los viejos y los ya desaparecidos. En este terreno el relato de la cruzada fracasó, incapaz de atraer a las nuevas generaciones que repudiaban el discurso franquista mistificador de la guerra y rechazaban la división entre vencedores y vencidos. El relato de la cruzada declinaba en el conjunto de España, pero, a diferencia de lo ocurrido en el País Vasco, no había ninguna memoria alternativa para sustituirlo.
El vacío fue cubierto por la representación de la guerra como tragedia colectiva que había que olvidar y superar, dejando atrás el pasado62. En el País Vasco, por el contrario, abundaban los mensajes que aludían a la continuidad e identificación entre los protagonistas del 36 y la juventud de los sesenta. Los viejos curas depurados en la Guerra Civil creían que los jóvenes sacerdotes vascos que denunciaban el franquismo en 1960 eran sus continuadores. Los jóvenes que en 1959 fundaron la organización nacionalista radical ETA se presentaban como los nuevos gudaris que recogían «la antorcha» y continuaban el camino iniciado por los viejos combatientes del 3663. Se había constituido una comunidad de memoria que vinculaba a las nuevas generaciones nacionalistas con sus mayores, en torno al recuerdo mitificado y patriótico de la Guerra Civil en Euskadi. El peso de ese relato del pasado podrá observarse durante la crisis del franquismo y la transición a la democracia, procesos que en el País Vasco se caracterizaron por una especial conflictividad social y por la emergencia de una intensa violencia política.