1. Introducción
Luego de la independencia el liberalismo fue la concepción política que dio forma a la consolidación de los Estados-nación en el siglo XIX. Éste establecía una interdependencia entre las libertades políticas y las libertades económicas en torno a la idea de la libertad civil y a la propiedad agrícola. La primera condujo a que los indígenas fueran percibidos como sujetos que podían prescindir de los vínculos comunitarios para convertirse en ciudadanos de la nación, y la segunda promovía la privatización territorial. Así, las comunidades indígenas de diferentes latitudes experimentaron el desarrollo del liberalismo durante la segunda mitad del siglo XIX. Por su parte, los Estados concibieron que el ciudadano ideal de la nación era el sujeto individual propietario de tierra, razón por la cual, el mundo corporativo de los pueblos indígenas no tenía lugar, y el único mecanismo para lograr su integración era a través de la adjudicación individual de tierras.
De acuerdo con Escobar Ohmstede en América Latina «el liberalismo se mantuvo como un "paradigma dominante" entre 1850-1890, sobre todo, por el convencimiento de los grupos de poder sobre la necesidad de un crecimiento económico»1. Las políticas liberales consideraron la propiedad comunal insostenible, pues ésta, obstaculizaba la compra y venta de la tierra. Así, mediante disposiciones legales se dispuso la desamortización «proceso de carácter territorial que posibilitaba la incorporación o reincorporación de la propiedad raíz al comercio inmobiliario»2. De esta forma, se buscaba que los bienes salieran del estancamiento. El único destino legal posible y visible de cualquier clase de bienes inmuebles desamortizados debía ser su conversión al régimen de propiedad privada, con la posibilidad de constituirse en propiedades de carácter individual, unipersonales y en copropiedad3.
En este contexto, diferentes grupos étnicos se vieron enfrentados a la misma elaboración discursiva: el desmantelamiento de la propiedad comunal. La historiografía ha estudiado la presión de hacendados, empresarios y colonizadores sobre las tierras de los indígenas como resultado de la desamortización de tierras4. Los trabajos coinciden en señalar las diferentes modalidades de despojo y los mecanismos de acción que llevaron a cabo los grupos étnicos; algunos mantuvieron el control de sus tierras, otros se esforzaron por conservar las relaciones de solidaridad entre sus miembros, y existieron casos de disputas al interior de las comunidades por el dominio de los recursos. A pesar de las diferencias, las investigaciones dan cuenta del esfuerzo de los pueblos indígenas por permanecer5a través del mantenimiento de las autoridades políticas, la conservación de una parte de sus tierras, y el desarrollo de formas creativas de reconstitución étnica como la continuidad y fortalecimiento de las celebraciones religiosas.
En el siglo XIX los indígenas transitaron de manera expedita de la posesión comunal de la tierra a la propiedad privada. La república de indios del régimen colonial confería una serie de derechos a la población indígena como: la conservación de las autoridades políticas, tlatoanis o señores, la posesión y cultivo de la tierra, y el consentimiento de mantener su propio ordenamiento jurídico. «La Corona castellana reconoció la vigencia de sus buenas leyes y costumbres, anteriores y posteriores a su incorporación a ella, ordenando que fueran aplicadas en subsidio de las leyes de Indias»6. Según Margarita Menegus, «la costumbre indígena, no fue en ningún momento suprimida sino que permaneció como fuente importantísima del derecho indiano»7.
Sin embargo, cuando el liberalismo derogó la república de indios, también se anularon las fuentes del derecho indiano, y con ello, uno de los aspectos fundamentales en las comunidades indígenas, el privilegio de mantener unida la propiedad. Durante el orden colonial, la merced real amparaba la posesión legítima de tierras, «la propiedad presuponía un carácter colectivo de la titularidad del mismo inalienable e intransferible»8. Dicha amortización se justificó en el proyecto de procurar el bien común de los indios como, por ejemplo, emprender obras públicas y de ornato en los pueblos, garantizar los servicios básicos a la población y mantener la autonomía institucional de las corporaciones civiles9. La tenencia comunal involucraba la posesión de la tierra «desde tiempos inmemoriales», pues las repúblicas de naturales consiguieron legalizar los espacios mediante composiciones de tierras con las cuales argumentaban su posesión de manera legítima10.
La política liberal desconocía el vínculo, por lo que la fragmentación de la propiedad antiguamente vinculada era posible. En consecuencia, la posesión de dominio bajo una concepción inmemorial perdía validez, la titularidad individual suponía la desvinculación del indio con la comunidad y la posesión de la tierra se establecía en términos precisos y verificables. La desamortización significaba, por un lado, la anulación de la propiedad colectiva, y por otro, la circulación comercial de la tierra a través de la distribución individual, con el fin de fomentar la instauración de unidades productivas. Así, tierras de repartimiento, bosques, pastos, aguas y otros bienes comunales dejaban de ser parte de la comunidad para ser objeto de traspasos, a través de relaciones de compra-venta a personas naturales y jurídicas.
Gracias a los estudios locales que se han llevado a cabo en las últimos tres décadas, es posible identificar cómo se desarrolló la política liberal en diferentes comunidades y espacios geográficos. Como afirma Antonio Escobar Ohmstede «las variantes que tuvo la individualización de la tierra se dieron a lo largo y ancho del territorio mexicano, aun, cuando las mismas leyes pretendieron homogeneizar la realidad rural y urbana»11. En el centro de México la adjudicación de los terrenos de común repartimiento a título de propiedad privada comenzó a efectuarse en 1867. No obstante, la desamortización no significó que el sistema hacendario se ampliara12. Entre tanto en la Huasteca los estudios han revelado la formación de «condueñazgos» o «sociedades agrarias», por medio de las cuales las comunidades en convivencia con las autoridades del distrito, desamortizaron las tierras de los pueblos en grandes lotes que siguieron explotando de manera colectiva13; convirtiéndose estos en alternativa de las comunidades indígenas para conservar sus tierras comunales14.
Verbigracia en Oaxaca, tan pronto fue promulgada la Ley Lerdo de 1856 bajo el gobierno de Benito Juárez, las autoridades distritales comenzaron a desamortizar los terrenos comunales de los pueblos de indios; sin embargo, en esa región los pueblos de indios eran los mayores poseedores de la tierra y los garantes fiscales del Estado, por lo que fueron sus máximos oponentes15. Por otro lado, en Michoacán se reglamentaron los procedimientos para llevar a cabo el reparto de tierras en 1828. Luis Alberto Arrioja señala que en dicha región se experimentó un estancamiento numérico de los pueblos de indios y un acelerado arrendamiento de tierras16. El proceso de desamortización fue disímil a lo largo y ancho del territorio mexicano; de ahí la necesidad de llevar a cabo análisis regionales para reconstruir históricamente cada una de las variaciones. El presente artículo es un aporte al estudio del proceso de desamortización en México; en este caso, se aborda el sur de Jalisco y los indígenas nahuas que habitaron dichas tierras.
La región de estudio se ubica en el oeste de México en la zona sur del Estado de Jalisco, territorio conformado por un conjunto de pueblos sobresalientes como: Zapotlán, Tamazula y Tuxpan, asiento de la población indígena de origen nahua-purhépecha. Cada uno de los pueblos se distingue entre sí. Zapotlán se caracterizó por ser un asentamiento de familias y empresarios españoles orientados hacia la agricultura de cereales, la ganadería y los favores de la administración política. Mientras que en Tamazula y los pueblos aledaños se asentaron colonos europeos, promotores de la plantación de caña de azúcar, ya que la zona contaba con suficiente agua, para desarrollar esta labor llevaron mano de obra africana procedente del puerto de Veracruz. Por su parte, Tuxpan fue el centro de la vida indígena nahua17.
Los indígenas que habitaron Zapotlán, Tamazula y Tuxpán contaron con un tipo de organización política auspiciada por la monarquía española. Los franciscanos mantuvieron las autoridades municipales en Zapotlán y Tuxpan como los Tlayacanques, estos fungían como alcaldes de las repúblicas de indios, y el Tehuehueyo la autoridad principal en los respectivos barrios. Entre las funciones que tenía los representantes políticos de los indígenas era la organización y la implementación de todo tipo de trabajo, el reparto de las parcelas comunales entre las unidades familiares, el control de los recursos de la comunidad, la recaudación de tributos, la vigilancia del orden social, el cumplimiento de las festividades y el mantenimiento de las capillas barriales y la iglesia principal. Los franciscanos persistieron en mantener el poder político de la comunidad indígena, ya que esto permitía la organización y el control de la población indígena18.
En el mapa 1 se ilustra la región de estudio que corresponde al sur del Estado de Jalisco, donde se encuentran los municipios de Zapotlán, Tuxpan y el área rural de Tamazula.
Fuente: «INEGI. Base cartográfica Jalisco», Inegi, acceso el 25 de abril de 2022, https://www.inegi.org.mx/app/mapas/?t=0710000000000000&tg=3604.
La provincia contaba con recursos naturales que, durante la época colonial, le permitió desarrollar diversas actividades económicas. Los bosques eran ricos en madera, los valles eran propicios para la agricultura, mientras que las partes altas contaban con pastos que permitían la reproducción y proliferación de ganado, y las cuencas hidrológicas favorecieron la ganadería y la agricultura, así como el desarrollo de cañaduzales19. A partir de la segunda mitad del siglo XVI el uso de la ganadería traída por los colonizadores se combinó con la agricultura de tradición indígena. En la época colonial los valles de Zapotlán se convirtieron en los principales productores de trigo, conformándose la hacienda triguera. Igualmente, la región se transformó en un centro de producción agrícola basado en la hacienda azucarera y ganadera, la cual gradualmente incorporó a la población indígena, mulata y mestiza, y modificó las formas de trabajo obtenidas a través del tributo y del sistema de encomienda.
La vida del orden corporativo de la república de indios del sur de Jalisco se caracterizó por la erección de capillas, la asignación de uno o varios santos patronos a cada una, la organización de cargos y de festividades en cada unidad de barrios, así como la organización del calendario anual festivo y laboral, en el que las distintas unidades participaban regular y exclusivamente. En 1817 el cura de la iglesia principal informaba que los indígenas «organizaban sus repúblicas, criando alcaldes, mayordomos y fiscales, y traían maestros de oficios para que les enseñaran música, que los naturales imitaron con mucho primor posteriormente»20.
Entre tanto, los indígenas de Zapotlán estuvieron ocupados en la producción y distribución de alimentos y comenzaron a ser extraños en su propia tierra desde finales del siglo XVI, disminuyendo sensiblemente su número, en tanto aumentaron gradualmente el de españoles, criollos y mestizos que se asentaron y reprodujeron en el poblado. En últimas, como afirma Otto Shõndube, los indígenas de Zapotlán «se fueron diluyendo en la propia sociedad»21. El mestizaje de los indígenas en Zapotlán condujo a su reducción. Una de las explicaciones al respecto fue el desarrollo de intercambio y de concentración de mercancías, que llevó a intensificar los contactos entre indígenas y extraños. A pesar de esto, los indígenas de Zapotlán conservaban la república de indios y los bienes comunales.
La multiplicación de mercedes dio lugar al desarrollo de haciendas, y posteriormente a la consolidación de verdaderos latifundios. Como enfatiza Patricia Núñez «ello motivó a muchos hacendados a poner un mayor interés en el rendimiento de las tierras y, por ende, se incrementó notablemente la producción, los mercados se expandieron y la economía novohispana se volvió prácticamente independiente»22. A finales del siglo XVIII en el sur de Jalisco, los españoles representaban el 18.09%, los indígenas el 31.40%, mientras que una cuarta parte de la población era mestiza23. Así, para 1792 había en la región 29 haciendas y 133 ranchos, y a finales del siglo XVIII había alrededor de 1371 familias de españoles y castas24. La posesión de tierras por parte de los españoles a través de las mercedes reales y la composición, les permitió incrementar sus dominios más allá de lo permitido por la ley, al invadir las tierras de las comunidades indígenas25.
Con estas figuras legales algunos asentamientos indígenas desaparecieron, mientras que otros quedaron integrados a las haciendas que prosperaron en la zona como Tazinstla, San Lázaro, Potla o Puctla y San Bartolomé26. Este proceso condujo finalmente a la consolidación de una suerte de élite criolla fuertemente relacionada con la tierra y la ganadería e intensamente endógama27. Lo cual dio origen a una nueva base económica fundada en la agricultura comercial. Según Rodolfo Fernández, las grandes propiedades abarcaban por lo general dos o más nichos ecológicos, que iban de la «playa» a la llanura, de ahí al pie de monte, la escarpa y la sierra28. Las haciendas llegaban a producir azúcar, jabón, mezcal y harina de trigo, también tenían una amplia variedad de cultivos como caña de azúcar, maíz, cebada y ciertos frutales, y distinta clase de ganado como caballar, mular, vacuno (yuntas de bueyes), cerdos, ovejas y cabras. La cría de ganado y la caña de azúcar se convirtieron para la época colonial en la base productiva de la región, en la que indios y mestizos paulatinamente fueron integrados. Así, mientras los españoles y los criollos minaban la propiedad comunal (en particular las tierras realengas) las estancias, las haciendas ganaderas y azucareras se consolidaban en el sur de Jalisco29.
De tal suerte que, como sostiene Margarita Menegus, «a través del sistema de mercedes de tierras, los españoles fueron fundando estas empresas agrícolas y a lo largo del periodo colonial van a convivir, de mejor o peor manera, haciendas y comunidades indígenas»30, para la segunda década del siglo XIX esta coexistencia facilitó la desamortización de tierras en el sur de Jalisco, sumado a la transición de la independencia que trajo consigo una relación distinta entre el Estado y los indios, el cual, reconocía la ciudadanía a «todos los hombres nacidos en el estado que sean vecinos de cualquier lugar de su territorio»31, incluyendo de forma universal a los indígenas, a quienes se les confería sus derechos políticos como era la elección de cargos populares. Aunque ninguna constitución estatal de la primera república restringió la ciudadanía a los indígenas; sí se establecieron disposiciones legales sobre sus tierras comunales.
Por ejemplo, la ley de organización de gobierno interno de los ayuntamientos del 6 de agosto de 1824 dictada por el congreso; reconocía a los pueblos indígenas como propietarios de sus bienes comunales, pero eran los ayuntamientos los responsables de su administración, por lo que los bienes indígenas constituirían la base material de la nueva institución política y territorial32. La administración de los bienes comunales por parte de los ayuntamientos era la base para la consolidación de la hacienda municipal. De este modo, los bienes de los pueblos quedaban formalizados como un tipo de propiedad civil vinculada a los ayuntamientos33.
En Jalisco antes del desarrollo constitucional liberal y bajo la Constitución de Cádiz se promulgó, el 9 de noviembre de 1812, el decreto que «ponía en manos de los ayuntamientos o cuerpos municipales todos los asuntos sobre tierras, privando así de toda personalidad a las antiguas repúblicas o comunidades de indios»34. Posteriormente, el 13 de enero de 1821 el congreso del estado declaró que «el ayuntamiento es el único cuerpo económico que debe quedar»35, continuando dicha privación de la personalidad jurídica de los indígenas sobre sus tierras, con el decreto celebrado el 26 de marzo de 1833, que promulgaban «los ayuntamientos constitucionales del estado, desde el día de su instalación, sucedieron a las extintas comunidades indígenas en todas las propiedades que éstas pertenecían por cualquier título, menos aquéllas que se redujeron a dominio particular»36.
En el estado de Jalisco los ayuntamientos rápidamente tomaron el lugar de las corporaciones indígenas en el manejo de las tierras y la administración de sus recursos. Los nuevos ayuntamientos necesitaban capital para la construcción de nuevas obras de infraestructura como caminos vecinales, mercados y puentes, por lo que el patrimonio comunal de los indígenas se convirtió en el sustento y la base de operación y funcionamiento de la administración liberal. De acuerdo con Antonio Díaz Soto, la sustitución de las antiguas comunidades por los ayuntamientos, en el dominio y administración de los bienes comunales entrañaba un peligro para los indígenas, ya que en los nuevos ayuntamientos entraban a figurar, juntos con los indígenas, individuos de raza blanca y mestiza37, dando vía libre al acceso y control de las tierras a caciques de pueblos, algunos de los cuales figuraban como jefes políticos de los ayuntamientos.
El proceso de desamortización sobre las tierras nativas en el sur de Jalisco se llevó a cabo en la primera mitad del siglo XIX de manera instantánea. En esa región del occidente mexicano la entrega de títulos individuales se realizó tan pronto fue promulgada la reglamentación, consolidándose durante el segundo liberalismo. Este artículo presenta la conversión del nahua en propietario individual y su integración al Estado- nacional. A partir del análisis documental de títulos individuales de tierras38 y documentación sobre cofradías del Archivo del Arzobispado de Guadalajara, se rastrea el avance de la desamortización de tierras comunales de los nahuas en el sur de Jalisco. El argumento central es que, a medida que avanzaba el liberalismo los diferentes tipos de tierras indígenas fueron objeto de desamortización. Así, el primer liberalismo se concentró en las tierras del fundo legal y las tierras de común repartimiento, mientras que en la segunda mitad del siglo XIX fueron enajenadas completamente las tierras de cofradía y las tierras de comunidad como cuerpos de agua y bosques. Este artículo hará énfasis en la primera etapa de desamortización de tierras; desde el momento en que se emitió la Constitución de 1824 y el decreto de privatización y circulación de los terrenos comunales hasta mediados del siglo XIX, previo al desarrollo de la Ley Lerdo de 1856. Para comprender su desarrollo, en primer lugar, se presenta la política liberal de 1824, posteriormente se distingue cómo los nahuas vivieron el proceso de desamortización de los diferentes bienes comunales.
2. El liberalismo republicano y la individualización de tierras
La cuestión indígena en el siglo XIX fue tratada a partir de la adjudicación de tierras. Se pensaba que mediante esa forma el indígena se incorporaría rápidamente a los Estados, y las comunidades se desvanecerían gradualmente. A partir de esta empresa, los liberales consideraban que el proyecto modernizador se ponía en marcha, para lo cual propuso: «la destrucción de los espacios sociales y territoriales ocupados por ellos, aquello que habían sido los pilares de la república de indios colonial»39. Al convertir a los indios en «ciudadanos de la nación», subyacía también la eliminación de la categoría de «indios»40.
Las comunidades indígenas vivían una redefinición política en dos ámbitos, primero en el plano territorial, en que las repúblicas de indios se transformaban para dar lugar a las sucesivas conversiones de los pueblos sujetos en cabeceras, y la creación de nuevos poblados a partir de los procesos de municipalización y privatización territorial; y segundo en el plano social, los indígenas experimentaban una descomposición provocada por el retroceso de su población indígena frente a otros grupos socioculturales emergentes, junto con la existencia de una desigualdad económica creciente entre los naturales41.
De acuerdo con Rodolfo Pastor, el nuevo estado liberal pretendió -mediante las leyes de constitución municipal- imponer su propio gobierno local y terminó por despojar al municipio de sus funciones y de su autonomía, finalmente para socavar su base legal terminó por quitarle el sustento de su existencia, lo despojó de sus tierras42. Es necesario aclarar que en México existieron dos etapas para la consolidación del liberalismo. La primera basada en la Constitución de 1824, y la segunda en la Constitución de 1857. Las dos cartas magnas tenían como fin transformar la propiedad del antiguo régimen en propiedad individual. La historia de esta transformación corrió paralela a la formación del Estado nacional y estuvo íntimamente ligada a los problemas tributarios y a la hacienda pública, esto es, al sustento mismo del Estado moderno emergente43. Como señala Menegus, «la propiedad comunal en manos de los pueblos o la propiedad corporativa en manos de la iglesia fue lo primero que atacaron los liberales. No obstante, la disolución principalmente de la propiedad comunal indígena fue un largo y dilatado proceso que llevo casi todo el siglo en transformar»44.
Para José Miranda la constitución de un nuevo orden social significaba la transición de
Un orbe humano cuyo centro era Dios, pasamos a un orden humano cuyo centro es el hombre mismo; de una sociedad concebida como un organismo cuyas partes eran las clases -nobleza, clero, estado llano, o las corporaciones-, iglesias, universidades, concejos y gremios-, a una sociedad concebida como un agregado y cuyas partes son los individuos; de un Estado cuyo principio era el orden y cuya norma la intervención en todas las actividades humanas, a un Estado cuyo principio es la libertad y cuya norma el laissez faire, y de un gobierno y un derecho cuyas bases eran el privilegio y el particularismo, a un gobierno y un derecho cuyas bases son la igualdad y la generalidad45.
Los liberales abrazaron un ideal de progreso económico, cimentado en fomentar y crear una serie de pequeños, medianos y prósperos propietarios46. De acuerdo con Charles Hale «la propiedad era la extensión del individuo a la vida misma»47. Los liberales imaginaban grandes cambios para mejorar la condición económica de México e infundir en el mexicano la confianza en su propia iniciativa48. Por ello, no es de extrañar que se haya consagrado poca atención a la masa popular y a sus necesidades, pues operando bajo la necesidad limitada del Estado, cada individuo podía cuidar de sí mismo: para ello bastaba el deseo de mejoramiento individual, las oportunidades de progreso y la igualdad ante la ley49.
La transición de la Colonia a la República se caracterizó por el desarrollo de políticas anticorporativas, que tenían como finalidad formalizar las municipales republicanas, y con ello, transformar el cabildo en ayuntamiento, mediante este cambio «el indio ya no sería simplemente integrante de su república de indios, sino que al igual que cualquier hijo de vecino, lo sería, en teoría, en igualdad de derechos y obligaciones de la República mexicana»50. De manera explícita el Decreto No 2 del 12 de febrero de 1825 del Estado de Jalisco, declaraba propietarios a los «antes llamados indios» de las tierras
a todos los «antes llamados indios» se les declara propietarios de tierras, casas y solares que poseen actualmente en lo particular sin contradicción en los fundos legales de sus pueblos o fuera de ellos [...] estos como dueños pueden disponer de sus terrenos, casa, solares, pero no podrán hacerlo a favor de manos muertas o a los propietarios territoriales que tengan uno o más sitios de ganado mayor (...) por tanto, quienes no tengan títulos se les extenderá uno nuevo y estos se darán por el alcalde, un regidor y un síndico y sólo se cobrara el papel sellado de oficio51.
Mediante este decreto se daba inicio al reparto de los bienes comunales. Esta legislación instaba a que los reclamos que surgieran durante el proceso de titulación debían ser resueltos con la mediación de jueces, exhortando a los indígenas a acudir al nuevo sistema legal que existía en los ayuntamientos. El otorgamiento de la ciudadanía y el desarrollo de las titulaciones individuales estaban estrechamente relacionadas.
Si bien, la ciudadanía garantizaba igualdad ante la ley, significaba de forma vehemente, que los privilegios se anulaban por completo. El repartimiento de las tierras comunales entre los mismos indígenas evitaba futuros reclamos bajo la argumentación de ser parte de una corporación o de una colectividad especial52; sin embargo, ésta situación trató de ser revertida cuando los indígenas hicieron uso de la ciudadanía y reclamaron en los ayuntamientos ser «ciudadanos y miembros de una república de indios»53. De este modo, los indígenas perpetuaban la concepción de ser parte de una corporación. La ciudadanía propia del liberalismo fue utilizada por los indígenas para que sus demandas fueran legítimas, al reclamar la tenencia de los bienes comunales en los tribunales. Así, la antigua comunidad trataba de mantenerse, o por lo menos, se esforzaba en no desaparecer tan pronto la individualización se puso en marcha.
Es necesario aclarar que dicho proceso no fue continuo a largo del siglo XIX. De acuerdo con Laura Gómez existieron grandes limitaciones para establecer la desamortización de las corporaciones civiles. El Estado tenía poca fuerza para llevar a cabo este proyecto, las guerras civiles entre conservadores y liberales, así como los cambios de bandos en el poder no le permitieron establecer control y legitimidad en el vasto territorio mexicano54. Así, de 1821 a 1833 se implementaron las medidas anti-corporativas en el Estado de Jalisco; sin embargo, de 1834 a 1847 cuando se instauró el gobierno centralista se proclamó el decreto número 567, el cual anuló todos los procesos de individualización de las tierras de los pueblos de indios. Pero al volver los liberales al poder, se ratificó la desamortización de tierras, afianzándose con la Constitución de 185755.
3. Los nahuas como propietarios individuales
En el sur de Jalisco, luego de emitido el decreto de desamortización de tierras en 1825, se creó una comisión repartidora encargada de fragmentar y distribuir las tierras comunales a los nahuas. En primero lugar, se reconocía la existencia de los bienes comunales, y luego, se iniciaba el reparto de tierras exclusivamente a familias indígenas. Una vez que las tierras habían sido repartidas se procedía a la entrega de los títulos de propiedad. El proceso se desarrollaba de la siguiente forma: el alcalde pedía a la autoridad indígena una lista de las tierras de comunidad existentes en la municipalidad a su cargo, así como los nombres de los individuos que las poseían. La comisión empadronaba a las familias indígenas que vivían en el pueblo, y posteriormente se procedía al reparto solamente entre «los casados, los viudos, las viudas y los huérfanos en estirpe»56. La comisión repartidora de bienes medía la tierra disponible y dividía los terrenos de comunidad según el número de familias anotadas en el patrón57.
En 1829 el regidor y el alcalde del ayuntamiento de Zapotlán informaban al pueblo que habían conformado la comisión para «el reparto de los bienes inmuebles de los antes llamados Indios, y conocidos con el nombre de Comunidad como propiedad de ellos»58. Los comisionados tenía como objetivo llevar a cabo la división de los terrenos en un periodo de cuatro meses, y de elaborar 1300 escrituras aproximadamente con el apoyo de cinco escribientes59. De 1829 a 1834, se expidieron en el pueblo de Zapotlán en total 991 títulos, de los cuales: 7 títulos en 1829, 134 títulos en 1830, 35 títulos en 1831, 37 títulos en 1832 y 778 títulos en 183460.
La expedición de los títulos aclaraba jurídicamente el dominio del sujeto sobre la tierra al mismo tiempo que anulaba la posesión conjunta. Ante la falta de garantías jurídicas que existían sobre la propiedad, estos títulos resolvían la inseguridad que como sujetos tenían sobre sus dominios. Además, abría la posibilidad de vender y enajenar la tierra. Por ejemplo, en uno de estos se estipulaba:
En la ciudad de Zapotlán a los seis días del mes de enero de mil ochocientos treinta años: Yo el Ciudadano Lorenzo del Valle Alcalde 1° Constitucional acompañado de los ciudadanos Felipe Arias Regidor del Ayuntamiento y Agustín Ochoa Síndico procurador, en cumplimiento del Decreto N° 151 del Honorable Congreso del Estado declaro a los indígenas de los bienes inmuebles conocidos con el nombre de Comunidad y que corrían bajo la inspección de los Ayuntamientos, habiendo procedido la Comisión Compuesta de los Ciudadanos Marcos Guzmán, Pedro Pablo Rosales, Pascual Martínez, León Feliciano y Fecundo Cibrián a la medida y el reparto de los terrenos de esta ciudad y resultando Calletano Ramírez agraciado con un pedazo de ellos que tiene cien varas de frente y cuatrocientos al fondo por tierras de inferior calidad. Le expedimos el presente título en forma habiendo antes quedado en posesión de este terreno y mandamos que por el Secretario del Ayuntamiento se les compruebe el correspondiente testimonio para su resguardo, pudiendo el citado Ramírez en consecuencia disponer de Terreno de su Arbitro poseerlo o enajenarlo como le parezca [...] para constancia firmamos los cinco comisionados referidos Luis Vargas, Marcos Guzmán, León Feliciano, Pedro Pablo Rosales, Secundino Abrían y Pascual Marín61.
Las propiedades que fueron repartidas en los años treinta del siglo XIX comprendían tierras del fundo legal y tierras de comunidad62. Con los títulos individuales, los indígenas tenían la libertad de vender sus tierras o conservarlas; sin embargo, hay que tener presente que antes de la expedición de los títulos individuales, las comunidades contaban previamente con un tipo de parcelas familiares denominadas tierras de repartimiento, las cuáles eran trabajadas por la unidad doméstica, estas tierras no se consideraban propiedad individual, eran parte de la tenencia colectiva de la república de indios. Lo que hizo el liberalismo fue regular estas tierras jurídicamente y extender la posibilidad de venta y enajenación, lo cual estaba prohibido en la época colonial, en casos excepcionales, el indígena debía consultarlo con las autoridades del pueblo, encargadas de presentar el caso al gobierno de la provincia; sin embargo, con la entrega de títulos individuales el indígena podía disponer de manera autónoma sobre su propiedad.
Al contar con la libertad de regular por sí solos la tierra, los indígenas hicieron uso a través de tres formas: el pago de contribución directa a las fincas del fundo legal, la venta de terrenos y la donación de tierras al municipio. Según los indígenas antes de la promulgación del citado decreto ellos, «habían poseído de forma quieta y pacífica los solares y capillas de Zapotlán»63; sin embargo, ahora que las leyes les permitían actuar, los indígenas quisieron asegurarse de que no los privaran de sus capillas. Bajo la figura del tlayacanque hicieron contribuciones directas al ayuntamiento64.
Los indígenas pensaban que, con el pago de impuestos sobre la propiedad, los ayuntamientos no los iban a privar de las capillas, evitando de esta forma la pérdida de sus lugares sagrados. Las capillas estaban ubicadas en diferentes barrios de la ciudad; cada una de estas se encontraban bajo el cuidado y el gobierno de los tlayacanques del pueblo, estos espacios comunitarios eran el lugar donde se reunía el consejo de los cinco tlayacanques65. Las capillas eran el centro de las fiestas religiosas indígenas, en la república de indios las autoridades nahuas fueron las encargadas de financiar y construir las capillas, las cuales, se convirtieron según Robert Ricard «en el recinto de las procesiones, de las fiestas a campo abierto, de los bailes sagrados y en suma de toda manifestación de la vida colectiva»66. El pago de impuesto fue una estrategia que utilizaron los indígenas para que las capillas que hacían parte del fundo legal no fueron apropiadas por el ayuntamiento y se convirtieran en bienes pertenecientes al municipio.
Pero los indígenas tenían otro frente de batalla, las tierras en propiedad individual que habían sido otorgadas a los indígenas por medio de títulos. Años después de efectuadas las titulaciones se dio inicio al desarrollo de transacciones de compra y venta de tierras por parte de hacendados de la región. Los indígenas denunciaban que no bastaban los terrenos que las haciendas habían adquirido a través de la compra, trabajadores y dueños se introducían a las propiedades indígenas que aún no habían sido vendidas con el fin de presionar a los indígenas a vender67.
Con los títulos individuales los indígenas comenzaron a experimentar la intimidación de los hacendados, quienes ya no debía de negociar con las autoridades de la república de indios, sino con el indígena propietario. Esto facilitaba la comercialización de la tierra. La hacienda el Rincón es un ejemplo de cómo las haciendas ampliaron sus terrenos, a través de la compra de tierras individuales a los indígenas. El tlayacanque Bernardo Vargas denunció como esta propiedad fue extendiendo su dominio a través de la compra:
Decimos por todas partes que no cesan las infelicidades de los años mil ochocientos veinte ocho, veintinueve y treinta hemos elevado nuestras quejas ante los Supremos Tribunales del Estado, haciéndolo paciente nuestro pueblo se halla en estado insoportable desde esa época hasta esta fecha a las porciones de dinero que hemos gastado para defender a la multitud de tierra usurpada desde el respectivo Don Benito Gil hasta la fecha con Don Domingo y la viuda del citado Gil Doña Dolores Carrillo, puesto que habiendo adquirido este por sus compras mas que el rancho de Guajalapa y cuatro y media caballerías de tierras, que aparecen en nuestros linderos, con las respectivas mojoneras se posesionaron arbitrariamente de dos leguas y fructíferos terrenos [...] solicitamos ante este mismo Supremo Tribunal del Estado se lleve el deslinde [...] decimos que el dueño de la hacienda el Rincón, que se ha introducido adentro de nuestros terrenos, según explican en nuestros títulos los puntos demarcados que son mojoneras suficientes el punto de los palos verdes y el nacimiento del agua, línea recta hasta encontrarse con la barranca de los perros, que entra al potrero de la Hacienda el Rincón [. ..]68.
La movilidad de las tierras y el traspaso de las propiedades dificultaron con el tiempo la restitución que solicitaron algunos indígenas. Los nuevos propietarios no iban a relevar la forma como extendieron sus dominios, ni los términos de venta que hicieron los originarios compradores. Así, cincuenta años después, los indígenas debían aclarar el desarrollo de las transacciones de tierra, como resultado de largos pleitos que iniciaron las autoridades indígenas que se negaban desaparecer, pese a los avances de la política liberal. Por ejemplo, un indígena aclaraba la historia de su antigua propiedad individual.
En ciudad Guzmán en cinco días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y cinco, años; Digo: Yo José de la Cruz Cibrián, indígena y vecino de esta misma ciudad, que siendo sabedor y bien instruido de los derechos y acciones que en el presente caso me conviene es a saber que en el año de treinta y cuatro me donaron los indígenas antepasados una fraccioncita de solar perteneciente en el rascorral de la soledad de indígenas de esta ciudad, lo que fue determinado por la anterior comisión repartidora, y me otorgaron la escritura de propiedad para resguardo de mi derecho en el mismo año de 34 se lo pasó en calidad de venta al finado Lorenzo Fabián, en la cantidad de veinte y cuatro pesos, los cuales certifico tener recibidos en forma de legalidad según consta en la escritura que en la vez se la entregué hoy satisfago a los herederos de dicho finado siendo Deciderio Fabián, por haber manifestado una constancia firmada por Don José Darío Vargas que dicha fraicioncita le tocó de su haber en el fallecimiento de su espresado padre que el cual se compone de doce varas de frente mirando al poniente sur y de centro de norte a sur por ambos ciento treinta varas, dicho solar desde la fecha anterior así mismo la pase en venta a Fabián pero sin ninguna constancia que yo le haiga otorgado, hasta hoy en la presente le entiendo a ciudadano Desiderio Fabián y le otorgó la presente en la que declaro ser mi intima deliberada voluntad por la cantidad que arriba se mencionó de los veinte y cuatro pesos y desde luego me desisto y aparto del derecho del mencionado sitio y quito y aparto asimismo mis herederos y jubiladores, todo lo sedo y traspaso al expresado Decidero Fabian no teniendo que alegar lo contrario ni ahora ni en ningún juicio y fuera de él, y que para mayor seguridad y firmeza lo entiendo el presente y no lo firme por no saber lo hizo por mi el que suscribe José de la Cruz Cibrián69.
El indígena José de la Cruz Cibrián declaró que, al otorgarse la escritura de propiedad, vendió la tierra que había heredado por la suma de 24 pesos, convirtiéndose Deciderio Fabián, en el nuevo propietario por derecho de herencia y compra. El indígena ratificó la venta de 1834 y declaró la nulidad que sobre la tierra pudieran hacer sus herederos, pues la tierra ya no le pertenecía. Con este caso, se puede ver cómo algunos indígenas cuando obtuvieron los títulos individuales vendieron sus tierras, se desconoce sus motivos, y la forma cómo los indígenas invertían o manejaban el dinero procedente de la venta.
La donación de terrenos fue otra práctica que realizaron los indígenas al contar con los títulos de propiedad. En 1834, los tlayacanques donaron una casa y un solar para la escuela municipal del ayuntamiento. Con el documento jurídico los indígenas renunciaban a la propiedad comunal y transferían al ayuntamiento el terreno del fundo legal, afirmando que no habría pleito contra el ayuntamiento, y dejarían a éste gozar de la propiedad de manera pacífica. Con la escritura se evitaba que los indígenas pudieran demandar el proceso de venta.
Las donaciones que realizaban quedaban registradas en las escrituras. En estos documentos las autoridades indígenas eran denominadas «ciudadanos Tlayacanques»; no obstante, las donaciones de bienes comunales al ayuntamiento fueron denunciadas por otros indígenas, que consideraron que dichas donaciones no fueron acciones concertadas, razón por la cual solicitaron la restitución de sus terrenos y las capillas entregadas al ayuntamiento70.
Al iniciarse la individualización de tierras el ideal del «bien común» que compartían los indios comenzó a diluirse. Los nahuas experimentaron la fragmentación de su antiguo orden corporativo en tres ámbitos: la pérdida de sus tenencias comunales, la anulación de la representación política, y el inicio de serios desacuerdos y deslealtades entre los indígenas, con relación a las propiedades colectivas. Al respecto, Rodolfo Pastor sostiene que «en la lucha entre la comunidad y el estado parece clave el papel que jugaron los ex principales e indios ricos que, de lideres naturales del pueblo pasan a ser colaboradores del nuevo estado y agentes de su modelo político»71. Frente a estos hechos, algunos nahuas trataron de dar revesa al desarrollo de la individualización al contratar abogados y apoderados. Recuperar lo perdido les tomaría lo que quedaba del siglo XIX e incluso parte del siglo XX.
4. La pérdida de las tierras de cofradía
La individualización llegó también a las cofradías. Las tierras de cofradías eran parte de los bienes comunales, estaban bajo supervisión del cabildo y cumplían funciones comunitarias72.
Desde 1825 hasta 1849 las cofradías en la región estuvieron envueltas en conflictos especialmente por el inicio de ventas y remates, como resultado de la renta de tierra que llevaron a cabo los curas franciscanos en la pasada centuria; se consideraba que rentar la tierra era la entrada más segura que en dinero podía tener la cofradía. En su visión, las tierras debían ser productivas y debían servir para el sostenimiento de la iglesia y de la comunidad.
El incremento de la renta de tierra generó, en primer lugar, una menor capacidad de administración para el cobro de la renta por parte del mayordomo, quien tuvo dificultades para recaudar el dinero de las tierras arrendadas; segundo, una mayor demanda de renta de tierras por parte de particulares, en especial, mestizos y españoles quienes tenían propiedades cerca a las tierras de cofradía y buscaban incrementar su propiedad solicitando la renta por periodos no menores a cinco años, y por último, el establecimiento de indígenas y mestizos, quienes consideraban que al ser tierras de cofradías podían permanecer en estas y no pagar renta. De esta forma, a través de la renta, la cofradía vio mermada su posesión y control de uno de sus bienes tangibles más importantes: la tierra73.
Tlayacanques, curas e indígenas de diversa índole participaron en esta dinámica. En los años treinta del siglo XIX las cofradías del pueblo de Zapotiltic ya no contaban con bienes inmuebles ni tampoco con tierras, éstas, habían sido vendidas a Don Pedro León de la Cueva vecino de Zapotlán. La cofradía solo contaba con $ 8620 pesos, producto de la venta de tierra, dinero que fue entregado a un prestamista con el fin de obtener réditos anuales de 436 pesos para cubrir los gastos de la cofradía74. De igual forma, las tierras de la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad en Zapotlán fueron vendidas por parte de algunos tlayacanques, quienes efectuaron las transacciones de manera ilegal y clandestina75.
En 1830 las tierras de cofradía empezaron a ser codiciadas por sujetos particulares quienes estaban interesados en extender su propiedad, pues sus dominios limitaban con estas. Uno de los principales compradores fue Juan de Dios Ornelas quien adquirió la estancia de la cofradía de las Ánimas, y tierras de la cofradía de Nuestra Señora del Rosario. Al estar devaluados los bienes de las cofradías, los hacendados de la región se hicieron propietarios de los patrimonios de estas instituciones a través de la compra76. Para los cofrades y mayordomos era preferible aceptar la compra que seguir esperando que las tierras fueran lucrativas a través de la renta77. Además, con la individualización de tierras los arrendatarios tenían la posibilidad de convertirse en propietarios. Incluso, se remataron las tierras de la cofradía del Santísimo Sacramento, proceso que fue liderado por el cura Dionisio Arteaga para desligarse de los problemas que causaba la participación de los indígenas sobre los bienes de cofradía, y así, traspasar el litigio al comprador Benito Gil. El párroco lo comentaba de la siguiente forma:
Por tan robustos fundamentos, soy de opinión; que deben
venderse muy luego estas tierras en los términos que ofrece
el comprador; siendo sí de su responsabilidad en lo sucesivo, las gestiones que aún puedan suscitarse por los relacionados indígenas, para lo que se les darán según conduzcan los títulos primordiales originales, ó testimonios de ellos, cuando se otorguen la Escritura en caución al reconocimiento de los veinte y un mil pesos en el que sean adjudicados en propiedad: ó como fuese del supremo agrado de Nuestro Señor, que será siempre lo más acertado78.
Tanto indígenas como curas intervinieron en la venta y remate de las tierras de cofradía. De acuerdo con José Lameiras, los indígenas «poco podían hacer a espaldas de la iglesia, de los curas, sus conductores político-religiosos. Ellos dirigían, aprobaban o cuestionaban prácticamente todo lo que se hacía respecto a la circulación y titulación de tierras entre indígenas. Probablemente, ellos aprobaron también que antiguas tierras comunales fueran tituladas a nombre de arrendadores y ocupantes mestizos»79. La comunidad indígena de Zapotiltic se dirigió al Congreso del Estado para denunciar «la dilapidación que han sufrido de los bienes de cofradía fincada en tierras de la cañada de Tasinastla por el arbitrario manejo que han tenido los curas de dicho pueblo»80. Los indígenas solicitaban a las autoridades del Estado que exigieran a los curas las cuentas del manejo de dicha cofradía y la restitución de tierras.
Así, para los años treinta del siglo XIX la cofradía de Nuestra Señora de la Concepción de Zapotiltic ya no contaba con bienes inmuebles, ni tampoco con tierras; éstas habían sido vendidas a Don Pedro León de la Cueva vecino de Zapotlán. Con lo único que contaba la cofradía era con $8620 pesos, producto de la venta de tierra. El dinero fue dado a un prestamista con el fin de obtener réditos anuales de 436 pesos, con los cuales se cubrían los gastos de la cofradía, asimismo, las misas cantadas, comenzaron a ser parte importante de los ingresos de la cofradía81.
Al igual que las tierras comunales, las tierras de las cofradías comenzaron a ser parte del mercado de tierras. Fueron los dueños de las haciendas quienes fungieron como compradores, prestamistas e inversionistas. Al estar devaluados los bienes de las cofradías, los hacendados de la región se hicieron propietarios de los bienes de estas instituciones en decadencia a través de la compra. Además, los ayuntamientos del sur de Jalisco no contaban con la documentación sobre el total de las tierras de cofradía que habían sido vendidas antes de 1839, no existían registros, protocolos, ni ninguna clase de escrituras. Las ventas e hipotecas de las corporaciones las habían efectuado entre indígenas e iglesia con sujetos particulares sin que existiera un inventario total de los bienes que habían sido vendidos.
Hasta 1849 comienzan a aparecer registrados los arrendamientos, las ventas y los remates de las tierras de cofradía. La iglesia y los indígenas debían rendir informes sobre las actividades de venta y de arrendamiento al ayuntamiento82. El dinero recaudado se dividía entre las corporaciones y un fondo destinado a la instrucción pública. De esta forma, las cofradías dejaban de ser una institución autónoma, ya que sus bienes comenzaban a ser regulados por los ayuntamientos que necesitaban de la venta de tierras para poder consolidarse. Así, de 1849 a 1856 se produjeron en total 26 escrituras de hipotecas y ventas de tierras de cofradías indistintamente83.
En síntesis, durante el primer liberalismo se llevó a cabo la individualización de las tierras del fundo legal, capillas y edificios, bienes que fueron traspasados a los ayuntamientos sin contar con la aprobación de toda la comunidad indígena. En esa misma época, las tierras de cofradía comenzaron a ser objeto de mercantilización por parte de la iglesia. Mientras que, las tierras de repartimiento fueron tituladas como de propiedad individual a los indígenas nahuas. Los nahuas del sur de Jalisco observaron cómo sus propiedades comunales fueron individualizadas, primero, al interior de la propia comunidad a través de la titularidad de las tierras de repartimiento, seguido del traspaso de los bienes inmuebles del fundo legal al ayuntamiento. Posteriormente, la ruina de las cofradías condujo al desarrollo de ventas, hipotecas y traspasos. El fin de la propiedad colectiva supuso la supresión de la comunidad; sin embargo, los nahuas apelaron a los tribunales. El mundo de papel y los reclamos colmó la vida de los indígenas en la segunda mitad del siglo XIX, proceso, que se prolongó hasta la siguiente centuria.
Conclusiones
En el sur de Jalisco la desamortización liquidó la estructura corporativa de los indígenas mediante la conversión de los nahuas en propietarios individuales. En esa región la desamortización se desarrolló de manera inmediata durante el primer liberalismo, como resultado de las transacciones de compra- venta de propiedad llevadas a cabo en el siglo XVIII, momento en el que se consolida la estructura hacendaria. De igual forma, como anota Mario Aldana la relación entre las comisiones repartidoras y los apoderados indígenas con las autoridades del ayuntamiento facilitó la desintegración de los bienes comunales, pues, muchas comisiones repartidoras fueron presa de los presidentes municipales convirtiéndose estos en promotores del despojo84.
Sin embargo, es necesario reconstruir de manera detallada la transición del cabildo colonial al ayuntamiento republicano como instancia de gobierno local compuesto por alcaldes, regidores, síndicos, procuradores, y un jefe político, con el fin de evidenciar cómo al interior de este hicieron presencia los hacendados y los caciques regionales, así como el papel que tuvieron las antiguas élites indígenas en la administración de las tierras de comunidad y el desarrollo de transacciones de compra y venta de tierra. Al inaugurarse una forma de relación entre el Estado y el indígena, considerado este como ciudadano, la representación en manos de las autoridades indígenas transitó hacia la contratación de apoderados y abogados financiados con recursos colectivos, cuyo objetivo inicial era recuperar los bienes inmuebles trasferidos a los ayuntamientos. El orden republicano desestimó el conocimiento de los indígenas en la administración económica, política y de justicia sobre sus pueblos, y determinó que otros hablaran por ellos.
En los tribunales, los indígenas interpelaron la desamortización, igualmente, recurrieron a acciones de hecho como invasiones a haciendas, remoción de cercados y realización de motines. Entre tanto, otros miembros de la comunidad cimentaron relaciones al interior de los ayuntamientos. El Estado republicano tampoco actúo de manera congruente. Por ejemplo, dispuso en el sur de Jalisco que los terrenos fueran restituidos a la comunidad hasta que el representante legítimo de esta o los indígenas a quienes se adjudicó el reparto ratificaran la cesión. Por lo tanto, es necesario entender que la desamortización no fue un proceso unidireccional en el que, una vez emitida la ley, la propiedad comunal era anulada ipso facto. La desamortización fue un proceso que facultaba al indígena como propietario, pero esta nueva faceta no fue asumida de manera homogénea. Los indígenas respondieron de variada forma: adaptándose al nuevo orden social, negociando con el gobierno o llevando a cabo acciones colectivas