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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.15 no.32 Bogotá May/Aug. 2024  Epub Apr 30, 2024

https://doi.org/10.25025/perifrasis202415.32.07 

Translatio

De la abstracción a la alegoría: la cartografía imperial de Vicente de Memije*

Ricardo Padrón1 

1University of Virginia


1. Nota introductoria

Presentamos hoy la traducción al español de un trabajo titulado “From Abstraction To Allegory: The Imperial Cartography Of Vicente De Memije” escrito por Ricardo Padrón y publicado originalmente en el libro de Martin Brückner Early American Cartographies (University of North Carolina Press; Omohundro Institute of Early American History and Culture, 2011).

Para la sección Translatio el equipo editorial de Perífrasis consulta a colegas del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes, a miembros del consejo editorial y de otras instituciones sobre posibles trabajos que deberían ser traducidos al español y publicados por nosotros. Suelen llegar varias propuestas, las estudiamos, vemos la viabilidad y el impacto que pueden tener no solo en nuestro ámbito académico específico sino también trascender fronteras disciplinares. Somos una revista de acceso abierto y esa es una razón que, en no pocas ocasiones, se invoca para no vender los derechos o para oponerse a la traducción. El artículo de Ricardo Padrón que publicamos en esta ocasión fue sugerido por la colega Christina Lee del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Princeton. De acuerdo con la profesora Lee, el trabajo de Padrón introduce de manera accesible e innovadora el estudio del Pacífico español, hace un análisis profundo de los imaginarios espaciales durante la modernidad temprana, complejiza y reinterpreta el lugar de las Filipinas y del Pacífico dentro del proyecto imperial español, con lo cual abre nuevas posibilidades para el estudio del campo. Para la definición de esta traducción también fue clave el apoyo de David Rivera Mosquera, egresado de nuestros programas de pregrado y maestría en literatura de la Universidad de los Andes, quien actualmente desarrolla en la Universidad de Princeton una investigación doctoral sobre la cultura material, la vida urbana y las prácticas religiosas en México, las Filipinas y el sur de Japón entre los siglos XVI y XVII.

Como se señaló en el editorial de este número, la traducción se la debemos a Erna von der Walde; el propio Ricardo Padrón hizo una revisión de la versión en español y todas las imágenes que acompañan la traducción fueron cedidas por los respectivos archivos propietarios de los derechos. La bibliografía fue levantada por Laura Bolívar y Juliana Álvarez, y los detalles de la edición se los debemos a la coordinadora editorial de Perífrasis, Margarita Pérez.

Palabras clave: cartografía, imperio español, Indias, Vicente de Memije, Pacífico colonial, siglo xvi, siglo xvii, siglo xviii

***

En 1761, Vicente de Memije, un criollo residente en Manila, publicó dos mapas de lo que llamó “el mundo hispánico”. El primero, Aspecto geográphico del mundo hispánico, era un mapa geográfico bastante convencional de poco más de la mitad del mundo, desde Italia hacia el occidente hasta el estrecho de Malaca, compilado a partir de mapas impresos existentes, en su mayoría franceses e ingleses (Figura 1). El segundo, Aspecto symbólico del mundo hispánico, es una extraordinaria adaptación alegórica de ese mapa (Figura 2) y constituye una de las imágenes cartográficas más impresionantes de la monarquía hispánica jamás producidas. Representa a España y sus posesiones de ultramar como una figura femenina que lleva una corona grabada con los nombres de los reinos españoles en la Península Ibérica, arropada con un manto hecho del mapa de las Américas y apoyada sobre el mapa de las Islas Filipinas. De su cuello cuelga una cadena de galeones del tesoro de la que pende una rosa de los vientos. Las rutas marítimas de América a Filipinas forman los pliegues de su falda. Su mirada está orientada hacia un par de querubines que le entregan la espada de la fe, mientras el Espíritu Santo la ilumina desde lo alto. El estandarte real ondea de una asta graduada que sostiene en su mano.

Sin duda, el Aspecto symbólico representa el punto culminante de las representaciones mediante las cuales España intentaba imaginar su territorio, celebrar su poder y legitimar su hegemonía sobre gran parte del mundo a través de mapas imperiales. Evoca la caracterización de Aristóteles de las entidades políticas en términos orgánicos, con una cabeza y un cuerpo integrados de manera jerárquica. Remite a Judit, la mujer guerrera del Antiguo Testamento, y a la Virgen Inmaculada, elevada a patrona de la monarquía por un real decreto reciente. Se refiere a la monarquía hispánica como la encarnación casi global de la Iglesia Militante, un cuerpo político bendecido por la Providencia y llamado por ella a defender la fe. Estos significados son los que primero saltan a la vista, pero el mapa transmite muchos más. Cuando se le sitúa en el contexto de otras representaciones cartográficas que había realizado España de su imperio, descubrimos que constituye además un último esfuerzo por modernizar una ideología cartográfica que se encontraba ya en completa bancarrota. Con esta ideología, la corona había intentado durante un siglo trazar con mayor precisión los mapas del imperio, al tiempo que comprobaba que las aspiraciones imperiales de España estaban siendo seriamente circunscritas.

El Aspecto symbólico de Memije aparece a veces como una nota al margen en la historia de la cartografía imperial y colonial española, una curiosidad idiosincrática en la que se señalan algunas cosas obvias e incluso comunes sobre España y su imperio. Se señala que, aunque digno de elogio por la destreza empleada en su elaboración y la imaginación evidente en su conceptualización, este mapa apenas si debería tomarse en serio como una contribución a los continuos esfuerzos de España por cartografiar su imperio y las partes que lo integraban. Por ejemplo, Carlos Quirino, la figura fundacional en la historia de la cartografía de Filipinas, lo llama “el mapa más imaginativo que hemos visto del imperio español” y elogia la habilidad de su grabador filipino, Laureano Atlas, pero no lo integra en su historia de la cartografía filipina, que rastrea el paso de las representaciones de las islas desde las primeras y más fantasiosas hacia las más tardías y precisas. Oskar Spate, el especialista más destacado en el campo de la geografía del Pacífico, describe el Aspecto symbólico como “encantador e instructivo”, pero claramente tiene más respeto por el Aspecto geográfico, un “mapa más sobrio del aspecto geográfico del mundo hispánico”. Reconoce que Memije ha “realizado un trabajo riguroso”, pero también es condescendiente con el cartógrafo, señalando que “a duras penas parece un hombre moderno”; por el contrario, según Spate, el mapa de Memije refleja “un temperamento anticuado” y parece “verdadera y deliciosamente quijotesco”.

Las posturas de estos eruditos no son infundadas. El Aspecto symbólico efectivamente parece un retroceso. Se asemeja más a los mapas alegóricos del siglo XVI, como la Europa Regina de Johannes Bucius (1537), en el que se personifica el continente europeo de manera similar (Figura 3) a los mapas y cartas del Siglo de las Luces, cuidadosamente levantados y meticulosamente grabados. La historia de la cartografía durante ese periodo es vista, por lo general, como una continuación de la revolución científica que comenzó en el siglo XVI, una historia de progresiva sofisticación técnica y mayor profesionalización en la producción de mapas, y por lo tanto una disciplina sujeta a avances significativos en cuanto a su precisión y conveniencia. ¿Cómo se puede tomar en serio esta imagen alegórica dentro de una historia definida en estos términos? (Quirino 57; Spate 279-280, 399; Thrower 91-124).

En las últimas dos décadas se ha visto un cambio significativo en los enfoques utilizados para estudiar los mapas y su historia. Ha quedado claro que la cultura y la ideología, al igual que la imaginación, desempeñan un papel importante en la producción y el consumo de los mapas, inclusive aquellos que pretenden ser los más objetivos y precisos ( Jacob; Wood y Fels; Harley; Pickles). Ya no hace falta contar la historia de los mapas y de la cartografía como un relato del progreso en la precisión científica en su trazado, ni se hace necesario marginar aquellos mapas que no representan avances significativos, bien sea en la sofisticación tecnológica de la cartografía o en el estado de los conocimientos geográficos. Si bien estos nuevos enfoques también nos advierten contra la exclusión de mapas “imaginativos”, como el de Memije del estudio de mapas “serios”, todavía estamos aprendiendo lo que significa incluirlos en la nueva historia de la cartografía. Aquí deseo hacer una pequeña contribución a esta reorientación de la historia de la cartografía, creando un lugar para el mapa de Memije en la historia de intentos más sobrios de cartografiar las posesiones españolas de ultramar.

Figura 3. Europa Regina. Johannes Bucius, 1537. Colecciones de la División de Geografía y Mapas de la Biblioteca del Congreso, Estados Unidos. 

También me interesa explorar una cuestión de interés más inmediato, quizás, para los lectores: ¿qué tiene que ver un mapa alegórico del imperio español realizado por un capitán del ejército en las Filipinas con las cartografías coloniales de América? Es evidente que la imagen no se encuentra en absoluto entre esos fascinantes ejemplos de cartografía colonial en los que las imaginaciones espaciales de Europa y América se unen de maneras tan complejas, mapas como los que aparecen en la Primer nueva corónica y buen gobierno (1615-1616) de Felipe Guamán Poma de Ayala o entre las muchas contribuciones al corpus de las Relaciones geográficas de Indias de la década de 1570. Aunque en términos materiales el Aspecto symbólico es producto de un artesano filipino, en su conceptualización y diseño no muestra evidencia de influencia indígena.

Desprovisto de cualquier aparente mestizaje, bien podría prestarse a la interpretación como un producto de la conciencia criolla, pero eso no es lo que hago aquí. Adoptar esta línea interpretativa tendría la ventaja de incorporar el análisis a un tema establecido de la historia cultural latinoamericana, pero también se corre el riesgo de ignorar el problema mayor: la marginalidad, si no la invisibilidad, de las Filipinas coloniales en el estudio de la América colonial. Como veremos, en gran medida esa relación es la que está en juego en este mapa. El mapa de Memije puede ser retrógrado en algunos aspectos y tal vez incluso quijotesco en otros, pero de ninguna manera se manifiesta tan asertivo y seguro de sí mismo como podría parecer, ni está fuera de contacto con las formas en que España estaba inventando y reinventando sus posesiones de ultramar, tanto en el Lejano Oriente como en las Américas. De hecho, debe entenderse como una respuesta específica a la dirección que está tomando ese proceso.

Los Borbones españoles heredaron una cartografía oficial de sus posesiones de ultramar que ya estaba obsoleta incluso cuando iba a imprenta por primera vez. Una de sus piezas centrales era la serie de mapas realizados para acompañar la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas i Tierra Firme del Mar Océano (1601) de Antonio de Herrera, una historia oficial que se publicó en varias ediciones y se tradujo a varios idiomas europeos. El historiador Andrés González de Barcia sacó una edición de Herrera en 1730, con esos mapas. Los mapas impresos se habían derivado de cartas manuscritas construidas en la década de 1570 por el cosmógrafo y cronista oficial de Indias de España, Juan López de Velasco, como parte de sus esfuerzos por sintetizar lo que se conocía entonces de la geografía de la monarquía y sobre las rutas marítimas que unían sus partes dispares. Aunque los cartógrafos que trabajaban para la corona continuaron equipándola con mapas de todo tipo durante el siglo comprendido entre la primera edición de Herrera y la ascensión de los Borbones, contamos con muy pocos de estos mapas, en gran medida porque ninguno llegó a imprimirse. Por lo tanto, los mapas de Herrera, a pesar de la falta de detalles y ornamentos y de lo imprecisos en muchos aspectos, continuaron desempeñando, a falta de otros, la función de cartografía pública oficialmente sancionada del imperio de ultramar de España (Texeira).

Dos de estos mapas son de especial interés para nuestros propósitos: el mapa general, titulado Descripción de las Indias Ocidentalis [sic], y el último de los mapas regionales, la Descripción de las Indias del Poniente (Figuras 4 y 5). Son una prueba inmediata de que, para la cartografía oficial de España, el concepto geográfico operativo en la cartografía del imperio no era “América” ni siquiera el “Nuevo Mundo”, sino “las Indias”, concebidas como toda la extensión entre la línea de demarcación original establecida por las encíclicas papales de 1493 y el Tratado de Tordesillas de 1494 y una contraparte establecida durante el primer tercio del siglo XVI, cuando ese semimeridiano original se extendió hasta convertirse en un meridiano completo que abarcaba el globo terráqueo. La posición del así llamado antemeridiano fue objeto de cierta disputa. Como explica el propio López de Velasco en su Geografía y descripción universal de las Indias (escrita en 1574, publicada en 1880), los portugueses lo hacían pasar por la isla indonesia de Gilolo (actual Halmahera), los geógrafos castellanos lo situaron casi cuarenta grados al occidente, en Bengala, y, basándose en observaciones relativamente recientes de eclipses lunares, López de Velasco mismo lo situó entre estas dos posiciones, en la longitud de Malaca. De este modo, reclamó para el hemisferio castellano no solo la mayor parte del Nuevo Mundo, sino también una parte significativa del oriente y el suroriente asiáticos, incluidas joyas como las Islas de las Especias (o de la Especiería), China y Japón. Fue a España, no a Portugal, a quien le correspondieron estos lugares más lucrativos, como potenciales socios comerciales, potenciales aliados e incluso potencialesobjetos de conquista. López de Velasco designó estos lugares originalmente como las “Islas del Poniente”, pero luego se convirtieron en las “Indias del Poniente”. El mapa que se imprimió en la historia de Herrera seguía los parámetros establecidos por López de Velasco, quien delimita la región como aquellas “islas y tierra firme que caen dentro de la demarcación de los Reyes de Castilla, al occidente de las Indias de la Nueva España y Pirú, que se comprenden en 90º de longitud, y desde los 13° ó 14° de latitud austral, hasta 35° ó 40° de latitud septentrional” (289). El punto crucial aquí es que son concebidas, no como “Indias Orientales”, sino como “Indias del Poniente”. Los mapas intentan vincular las llamadas Indias del Poniente con las Américas, como la extensión más occidental de las “Indias Occidentales” españolas más grandes (De Albuquerque 119-136; Ezquerra Abadía; Manzano 387-427).

En otro escrito, discurro acerca de cómo este esfuerzo por imaginar el Oriente como el extremo Occidente implicó resolver varios desafíos cartográficos (Padrón). Allí señalo que tal empresa solo era posible porque, durante el siglo XVI, las variables cruciales en el trazado de la cartografía del globo terráqueo todavía eran materia de disputa, en gran medida a causa de la enorme dificultad de medir la longitud. No se trataba únicamente de la imposibilidad de situar las líneas de demarcación en una geografía más o menos conocida. El problema se extendía a la cartografía de esa geografía misma. Era posible, por ejemplo, ofrecer diferentes valores para la extensión longitudinal de Eurasia y, más tarde, del Océano Pacífico, sobre todo si se recurría a autoridades clásicas como Ptolomeo para resolver cuestiones tan difíciles de abordar empíricamente. Con un margen de maniobra tan amplio, era posible que los cartógrafos trazaran la demarcación de diferentes maneras y, a pesar de esas divergentes maneras de hacerlo, todos ellos se hicieran acreedores de una considerable respetabilidad intelectual. No solo había discrepancias entre los cartógrafos que trabajaban para Castilla y los que trabajaban para Portugal, sino también entre los propios españoles. El Pacífico es más ancho en los mapas patrocinados por los castellanos de la década de 1520 que en la Descripción de las Indias Ocidentalis de Herrera, y a lo largo del siglo XVI muchas figuras influyentes dentro de la burocracia imperial española expresaron sus dudas de que las “Islas del Poniente” estuvieran realmente dentro de la demarcación española, incluso cuando la corona estaba autorizando expediciones para navegar hacia ellas. Por lo tanto, si bien toda cartografía puede pensarse como política, los mapas de Herrera deben pensarse explícitamente como tales, y lo eran de manera bastante impúdica. La posición de la línea de demarcación y del antemeridiano en relación con las tierras que esas líneas reclaman en nombre de España llevaban toda la marca de los intereses políticos y económicos del imperio.

Pero, incluso si se ignoran tales intereses, incluso si se acepta lo que estos mapas reivindican sobre la base puramente intelectual que López de Velasco les asigna, de todas maneras, se interpone un obstáculo crucial en el camino de cartografiar las posesiones de ultramar de España como una entidad transpacífica que une el oriente y el suroriente asiático con América. Podemos darle el nombre de “cartografía de demarcación” a este intento de cartografiar el imperio utilizando el lenguaje abstracto de las líneas de longitud. Este tipo de cartografía imperial se basaba en una vertiente particular de la tradición geográfica renacentista, el lenguaje cuantitativo de paralelos y meridianos que se asocia más directamente con Ptolomeo. El problema es que, dentro de la cartografía de demarcación, de la cual la Descripción de las Indias Ocidentalis es un ejemplo, así como en otros mapas realizados bajo los auspicios españoles, el lenguaje cartográfico se cruzaba con la otra vertiente de la tradición geográfica, la cualitativa y descriptiva. El pensamiento geográfico renacentista acogió lo que se conoce como el mito de los continentes como un componente central de su imagen del mundo (Akerman; Lewis y Wigen). Las descripciones del mundo pasaron a ser, indefectiblemente, relatos de sus cuatro partes —Europa, Asia, África y América— y el pensamiento renacentista les adjudicó características humanas distintivas a los habitantes de cada una de estas partes. Hacia finales del siglo XVI, las cuatro partes del mundo ya se representaban a menudo como cuatro mujeres ataviadas con trajes (o desprovistos de ellos) que codificaban las identidades culturales de sus habitantes, tal como las entendían los europeos (Figura 6). El hecho de que las cuatro partes del mundo pudieran alegorizarse como cuatro mujeres nos dice que cada parte fue concebida como un todo orgánico con su propio carácter. Era sencillo dar el paso de la totalidad y la coherencia de un continente a la totalidad y la coherencia de un cuerpo humano.

Pero las reivindicaciones territoriales de España que definía estas líneas de demarcación iban en contravía de las satisfactorias y fácilmente alegorizadas totalidades de Asia y América e intentaban forjar una nueva geografía a partir de algunos pedazos específicos. Si bien es posible que intervinieran otras ideas metageográficas en el trabajo y que contribuyeran a que esta nueva imagen resultara menos artificial de lo que nos parece hoy en día, ya en su momento se percibía que era bastante forzada, sobre todo cuando se reconocía cuán ancho era realmente el Océano Pacífico y, por lo tanto, se entendía la distancia que había entre las distintas partes (Padrón; Wey Gómez). La Descripción de las Indias Ocidentalis de Herrera resuelve estos diversos desafíos aislando a las Indias de Asia (este es un mapa regional, no un mapamundi), subestimando la amplitud del Pacífico y organizando la línea y la palabra de manera que vinculen visualmente las Indias del Poniente con el Nuevo Mundo. De estas diversas opciones de diseño emerge una imagen más o menos coherente de las Indias como una región que abarca las Américas y el Pacífico, en el oriente y el suroriente de Asia. Las Indias no son, como indica el título de Herrera, el Nuevo Mundo, ni América, sino las islas y tierras firmes del “Mar Océano”, que se encuentran dentro del hemisferio concedido a Castilla por tratados y encíclicas papales.

Este concepto de las Indias como entidad transpacífica ya estaba siendo cuestionado cuando se imprimió la Historia general de Herrera. El propio texto de Herrera da fe de ello. El primer volumen de su gigantesca obra se titula Descripción de las Indias Ocidentales y contiene una extensa descripción de la geografía física, la economía y la organización política de las Indias españolas. Inspirado en gran medida en la obra de López de Velasco, es allí donde encontramos los mapas. La sección comienza con una descripción convencional del mundo como un todo y enumera sus cuatro partes antes de especificar la posición de las líneas de demarcación. En ese punto, Herrera debe explicar que la sección de Asia justo al oriente del antemeridiano, aunque en realidad era “parte de la India oriental”, se llama “Indias del Poniente”, porque se encuentra al occidente de Castilla. Incluso en el contexto de una historia oficial que tendía a la monumentalización, esta designación se resistía a naturalizarse, pues iba muy en contravía de las nociones convencionales de geografía física en las que los lugares pertenecían principalmente a continentes y no a demarcaciones abstractas y en las que algunos eran naturalmente “orientales” mientras que otros eran “occidentales”. En la época de Memije, las grietas que amenazaban con desgarrar las Indias en sus elementos constitutivos se habían ensanchado aún más. Diversos acontecimientos políticos e intelectuales han llevado al abandono de la cartografía de demarcación. Mientras tanto, otros desarrollos en el proceso de cartografiar las Islas Filipinas manifestaron mucho menos interés en concebirlas como una extensión occidental de las Américas (De Herrera [y Tordesillas] 2).

Figura 6. Frontispicio de Abraham Ortelius. Theatrum Orbis Terrarum, 1570. Cortesía de la Biblioteca de Colecciones Especiales Albert y Shirley Small, University of Virginia. 

La crisis generada por la invasión portuguesa al occidente de la línea de demarcación en Brasil condujo a que se abandonara la cartografía de demarcación. Esta crisis culminó en el Tratado de Madrid de 1750, que revocó todos los tratados anteriores en los que se establecían la línea de demarcación y el antemeridiano. A partir de este tratado, los derechos soberanos de España y Portugal se establecerían por el principio de uti possidetis, ita possideatis, o “derechos de posesión”. Esto era de vital importancia para los intereses de España en Filipinas, pues los avances en cartografía habían eliminado el margen de maniobra que había hecho posible el mapa de Herrera y habían reivindicado los argumentos portugueses de que Filipinas y otros lugares de interés se ubicaban del lado lusitano del antemeridiano. En efecto, el Tratado de Madrid le permitió a Portugal retener partes de Brasil en el lado equivocado de la línea de demarcación a cambio del reconocimiento portugués de la soberanía de España sobre las Filipinas. Pero el nuevo arreglo no se sostuvo. El Tratado de El Pardo de 1761 revocó el acuerdo de 1750 y restableció los antiguos tratados. Se produjo un breve interregno durante el cual la línea de demarcación y el antemeridiano disfrutaron de una nueva vida, hasta que desaparecieron definitivamente con el Tratado de San Ildefonso de 1777, en el que España y Portugal borraron una vez más las líneas del mapa, esta vez para siempre. Hasta que México se independizó de España, las Filipinas siguieron formando parte del Virreinato de Nueva España y, por lo tanto, podría considerarse como su extensión más occidental. Sin embargo, ya no era necesario designar las islas o las tierras circundantes como “occidentales”, para resaltar que eran españolas en lugar de portuguesas (Díaz-Trechuelo).

Los mapas de Memije se elaboraron justo después de la revocación del Tratado de Madrid, pero sería un error creer que son un retroceso a la antigua cartografía de demarcación, inspirada en la restauración de los antiguos tratados. El Tratado de El Pardo se firmó en enero de 1761, y los mapas probablemente habían sido finalizados en la primavera de ese mismo año. En el tratado que Memije escribió para acompañar sus mapas, las Theses mathemáticas de cosmographia, geographia, y hydrographia en que el globo terraqueo se contempla por respecto al Mundo Hispanico, nos enteramos de que el autor expuso sus argumentos en una disputa pública celebrada en la Universidad Pontificia de la Compañía de Jesús en Manila el 27 de abril de 1761. Es posible que los mapas ya estuvieran listos en el momento de la presentación y sirvieran de ayuda visual. De ser así, habrían sido concebidos y ejecutados en pleno desconocimiento del Tratado de El Pardo, ya que la noticia de su firma no habría llegado a Manila hasta mucho después del acontecimiento público. Además, ni los mapas ni el tratado de Memije mencionan las líneas de demarcación.

Los títulos de los mapas se refieren al “Mundo Hispánico”, algo que no se puede confundir con “las Indias” o la antigua demarcación. Como leemos en las Theses mathematicas y vemos en el Aspecto symbólico, el “Mundo Hispánico” incluye no solo las Américas y las Filipinas, sino también los reinos ibéricos. El tratado lo define explícitamente como todo lo que se encuentra dentro de los 250 grados de longitud que se extienden hacia occidente desde el extremo más oriental de Cataluña hasta el extremo más occidental de la isla de Palawan en Filipinas, cruzando el Atlántico, las Américas y el Pacífico. Los valores longitudinales en el tratado y en los mapas están tomados de mapas ingleses, franceses y holandeses actualizados, situando a Manila aproximadamente a 193 grados al occidente de la desembocadura del Amazonas, inequívocamente por fuera de la antigua demarcación española. Claramente, Memije estaba trabajando dentro del universo intelectual y político creado por el Tratado de Madrid y los avances cartográficos de su época, un mundo en el que las líneas de demarcación no estaban en cuestión. Por lo tanto, el estandarte real en el Aspecto symbólico ondea desde una sección de 250 grados del ecuador, en lugar de un meridiano graduado que representa la línea de demarcación, como cabría esperar (De Memije)1.

En el universo que habitaba Memije, ya se habían desvanecido las presiones centrípetas ejercidas por las líneas de demarcación, presiones que habían situado a las Filipinas y las Américas como los dos extremos de las Indias españolas, creando una oportunidad para desarrollar una nueva cartografía del imperio. Los Tratados de Madrid y San Ildefonso; sin embargo, no fueron más que las fases finales del proceso de desintegración. Ya en la década de 1730, la cartografía oficial de las islas Filipinas había comenzado a abandonar el antiguo intento de representarlas como parte de las “Indias de Occidente”. El cambio es visible en dos mapas publicados en rápida sucesión, la Carta chorographica del Archipielago de las Islas Philippinas, del almirante español Francisco Díaz Romero y el sargento mayor Antonio de Ghandia (1727), y la Carta hydrographica y chorographica de las Yslas Filipinas, de Pedro Murillo Velarde (1734).

Quirino no cuestiona la importancia del mapa de Murillo Velarde, el cual califica como “el más preciso y más grande jamás dibujado del archipiélago”, además de señalar su posterior influencia en los cartógrafos del siglo XVIII, tanto españoles y franceses, como ingleses, alemanes e italianos, que lo copiaron y adaptaron. El mapa salió como respuesta a un real decreto que ordenaba la creación de una carta náutica fiable de las islas, pero lo más probable es que Murillo Velarde ya estuviera trabajando en él cuando se emitió el decreto. Como veremos, el mapa que elaboró es algo más que una guía de navegación. No se puede dudar de su influencia. El mapa se incorporó a las historias de las Filipinas, incluyendo la Historia de la Provincia de Philipinas de la Compañía de Jesús (1749) y la monumental Historia general sacroprofana, política y natural de las Islas de Poniente llamadas Filipinas de Juan Delgado (1892). En 1921, la Oficina de Imprenta de Filipinas lo reprodujo como parte de un folleto conmemorativo que contenía discursos pronunciados en una celebración pública del cuarto centenario del descubrimiento de las islas por Magallanes. El folleto, escribe Quirino, lo llamó la primera representación cartográfica de las Filipinas. Esta afirmación indica hasta qué punto se había eclipsado el mapa anterior, mucho menos influyente, de Romero y Ghandia. Para nuestros propósitos, sin embargo, el casi olvidado mapa anterior es absolutamente indispensable (Quirino 46, 59-61).

El mapa de Romero y Ghandia fue uno de los muchos mapas que salieron de las prensas de las recién profesionalizadas fuerzas armadas españolas (Figura 7). Bellamente grabado, mide sesenta por treinta y ocho pulgadas. Sorprendentemente para un mapa que se titula una “carta corográfica” de las Islas Filipinas, no se limita a las islas mismas, sino que las sitúa en un contexto regional que incluye la costa sur de China, Formosa, la mayor parte de la costa del Vietnam moderno, partes de Borneo y otras islas de la Indonesia actual. También incluye una amplia extensión de océano que se extiende hacia el oriente desde las Filipinas y abarca las islas Palaos y las Marianas. El rango geográfico que cubre es esencial dentro de su retórica visual, que busca vincular a las Filipinas con las Américas como su extensión más occidental. De esta manera, la Carta chorográfica del Archipiélago de las Islas Filipinas puede considerarse sucesora de la Descripción de las Indias del Poniente. El ámbito geográfico es más estrecho, y no hay un antemeridiano que reclame la región en su conjunto, pero aun así hay un intento de presentar a las Filipinas como “islas occidentales”. Este esfuerzo involucra casi todos los aspectos del diseño del mapa, desde su escala, forma y orientación hasta su estructura espacial interna y la iconografía que lo adorna.

Figura 7. Díaz Romero, Francisco y Antonio Ghandia. “Carta chorográfica del Archipiélago de las Islas Filipinas”, 1727. © The British Library Board (Maps 184.f.3) 

La escala y las dimensiones se eligieron para representar las Filipinas con bastante detalle, pero sin excluir el área circundante. El mapa es rectangular y se ha establecido longitudinalmente para incluir lugares al oriente y occidente de las Filipinas, a expensas de incluir más a lo largo del eje norte-sur. Esta decisión tiene mucho sentido, dado que Filipinas estaba ligada política y comercialmente a México por los viajes predominantemente oriente-occidente del Galeón de Manila. El eje oriente-occidente domina la relación de España con las islas, por lo que determina el encuadre del mapa. Otros aspectos del mapa dirigen la mirada a recorrer el espacio que enmarca. Las Filipinas se encuentran rodeadas por un elegante arco de palabras, “Mar del Archipiélago de las Islas Filipinas”, que convierten a las islas en una diana. Pero esta diana está situada a la izquierda del centro, compitiendo así con otros elementos visuales por la mirada del espectador. El foco principal lo constituye el escudo de armas borbónico, representado como si fueran una masa tridimensional asentada sobre el mapa y que proyecta una sombra sobre su superficie. El escudo se apoya sobre dos esferas que aluden al expansivo y valeroso poderío de los Borbones españoles; en ambos costados se encuentra una algarabía de erotes celebratorios y la cresta está coronado con un heraldo angelical. A su vez, el escudo es el vértice de un triángulo cuya base está conformada por la cartela del título en la parte inferior izquierda y la cartela con la escala del mapa en la parte inferior derecha. Este triángulo es definido por unas sutiles líneas loxodrómicas entrecruzadas que descienden desde un punto justo por encima del escudo de armas, cruzan dos prominentes rosas de los vientos y llegan a los bordes del mapa encima de las cartelas. El ojo del espectador no puede evitar viajar desde el círculo que contiene las Filipinas al escudo de armas, a las cartelas, e incluso al centro de este triángulo, que a su vez se convierte en otro punto focal del mapa. Sin embargo, como punto focal, el centro del mapa deja mucho que desear. Atraído hacia ese punto, el ojo no encuentra nada a lo que pueda aferrarse y, por lo tanto, sigue viajando a uno de los otros lugares prominentes en los que puede detenerse. A pesar de que el mapa exhibe una simetría considerable (mayormente tierra a la izquierda, agua a la derecha, un triángulo simétrico en su centro), la representación descentrada de las Filipinas le infunde a la imagen tensión y movimiento internos.

La tensión y el movimiento hacen que este mapa sea muy agradable a la vista, pero también ejercen una función dentro de su operación ideológica. El ojo se hunde en los mares en el centro del triángulo, sigue fácilmente la línea loxodrómica que conduce hacia el noreste a través de una de las rosas de los vientos, o el arco de islas (las Palaos y las Marianas) debajo de esa línea, o incluso la serie de encantadores barcos y criaturas marinas sobre ella, hasta que se topa con la alegoría en la esquina superior derecha. Allí descubre a la Fe personificada navegando hacia occidente desde las Marianas y, por implicación, desde las Américas. Va en un carro de mar adornado con un escudo castellano que hace eco al escudo de armas real, escoltado por leones del reino de León que llevan castillos castellanos en la cabeza y nadan a sus costados mientras blanden espadas. La imagen le recuerda al observador que el poderío español y la fe católica llegaron juntos a Filipinas desde el otro lado del Pacífico. La mirada se mueve haciendo eco de los viajes históricos del poderío español. El mapa viene a representar no solo la geografía de las Filipinas, sino también un aspecto central de su historia, su descubrimiento y conquista por parte de España. Si el ojo sigue la línea de islas que va desde esta alegoría hasta la cartela con la escala del mapa, encuentra otra alegoría que añade más capas de significado al mensaje ideológico del mapa. Dos figuras antropomórficas flanquean la cartela, un indio americano y un nativo asiático, afirmando el estatus de las Islas Filipinas como el sitio de un encuentro transpacífico entre Asia y el Nuevo Mundo.

El mensaje del mapa, sin embargo, va más allá. Las islas Filipinas están situadas en el lado izquierdo del mapa, rodeadas de otros territorios, lo que significa que forman parte de Asia. Pero los elementos de diseño y decoración del mapa sirven para sustraer las islas de su ubicación asiática y asociarlas con el mundo transpacífico bajo la soberanía española, representado sinecdóquicamente por el lado derecho, predominantemente oceánico, del mapa. El círculo toponímico separa las islas del resto de Asia. El escudo real se cierne sobre ellas, afirmando el derecho de España a gobernar. El triángulo que describen el escudo de armas y las cartelas reafirma la importancia del centro geométrico del mapa, alejando la mirada de las Filipinas —situadas en la derecha— hacia el oriente, hacia el Pacífico. Las líneas loxodrómicas, las islas y las imágenes decorativas nos llevan hacia la alegoría de la Fe y el Poder flotantes, que luego nos remite, no al mero encuentro entre Asia y América que figura en la cartela, sino a la conquista, evangelización y gobierno continuo de una parte de Asia —las Filipinas— por parte de España, a través de la América española. El círculo de soberanía descrito por la inscripción que reza “Mar del archipiélago de las Islas Philippinas” se convierte en el eslabón más occidental de una cadena de tales círculos que se extiende hacia el oriente desde las Filipinas e incluye el “Archipiélago de los Palaos”, el “Archipiélago de San Lázaro o de las Islas Marianas” y, por implicación, el Nuevo Mundo. Y para subrayar con mayor énfasis esta elocuente afirmación de las reivindicaciones transpacíficas de España, el mapa ofrece un contraste entre la misión española de civilizar, cristianizar y gobernar y los esfuerzos supuestamente menos constructivos de Portugal y Holanda, sus dos mayores rivales en esta parte del mundo. Mientras la Fe navega hacia el occidente para llevar la verdadera religión a Filipinas, los holandeses y los portugueses se destruyen mutuamente en una batalla naval representada justo a la izquierda de la cartela inferior derecha.

¿Por qué fue eclipsado el mapa de Romero y Gandhia por el mapa de Murillo Velarde, y en tan poco tiempo? A pesar de su elocuencia, el mapa de Romero y Ghandia adolecía de defectos cruciales, particularmente en su manejo de la isla de Mindanao. Se ha observado que la más meridional de las islas principales de Filipinas está representada de forma excesivamente rectangular, y que se ha omitido completamente una de las islas periféricas (45). Yo añadiría que la isla también está marginada por el diseño del mapa. Si completamos el círculo imaginario descrito por el arco toponímico que contiene las Islas Filipinas, vemos que Mindanao se encuentra claramente dentro de él, pero las palabras mismas no se extienden para hacer esta inclusión concreta y, por lo tanto, más firme. Mindanao puede percibirse con demasiada facilidad como la región fronteriza que de hecho fue y sigue siendo. Además, el canal que la separa de las islas Leyte al norte se describe como un paso amplio y vacío, que separa efectivamente a Mindanao del resto de Filipinas. Compárese esta representación con cualquier mapa moderno de Filipinas, en el que Mindanao aparece mucho más cerca de las islas Leyte, muy integrado con el resto del archipiélago. Mindanao no solo está aislada del resto de las islas, sino que se ve atraída hacia el topónimo que aparece audazmente al otro lado del mar hacia el sur, “Mar de las Malucas”. ¿Forma parte Mindanao de las Islas de las Especias ahora en manos holandesas, como otro monumento a las oportunidades perdidas en el archipiélago del suroriente asiático? El mapa de Romero y Gandhia tan audazmente asertivo de las pretensiones españolas, parece tener pies de barro. No logra que sus reivindicaciones sean más firmes donde más se cuestionan, en el sur de Filipinas, donde la población opuso inquebrantable resistencia al dominio español y, en particular, a la religión española.

El mapa de Murillo Velarde realiza una serie de mejoras con respecto al de Romero y Ghandia, pero también adopta una estrategia general muy diferente para representar las Islas Filipinas (Figura 8). La diferencia es evidente de inmediato: mientras que el mapa de Romero y Ghandia representa las islas Filipinas como parte de geografías e hidrografías más grandes, el mapa de Murillo Velarde aísla a Filipinas de su entorno y presenta las islas como un mundo en sí mismas. Con respecto a la problemática Mindanao, esta opción ofrece una ventaja inmediata sobre el trabajo de Romero y Ghandia. En la banderola que se extiende a lo largo de la vía fluvial entre Mindanao y las Visayas, hay que mirar de cerca para leer el único reconocimiento en el mapa de la existencia de una frontera interna en esta región. Allí leemos: “Desde Samboangan hasta Caraga por el norte es de España”, con lo cual revela que el control español no se extendió a los sultanatos musulmanes del sur de la isla. Pero las realidades políticas y culturales que expresa la banderola se ven abrumadas por la insistencia más prominente que hace el mapa respecto a la relevancia de la isla de Mindanao para el mundo filipino.

Figura 8. Murillo Verlarde, Pedro. “Carta hydrographica y chorographica de las Yslas Filipinas”, 1734. Mapa de las Colecciones de la División de Geografía y Mapas de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. 

Al excluir el mundo más allá del archipiélago, con la excepción de una porción de Borneo, el mapa de Murillo Velarde separa a Mindanao de las Molucas al sur. Esta isla, cuyo trazado ha resultado problemático, parece más triangular que rectangular, y su esquina nororiente se extiende hacia arriba como si buscara tocar el extremo sur de Leyte. Ya no está separada de las Visayas por un pasaje inconvenientemente ancho. Lo más importante, quizás, es que la esquina suroriente de Mindanao cuadra de manera satisfactoria con el marco del mapa, convirtiendo toda la isla en una especie de base sobre la que se asienta el resto del archipiélago. El simple hecho de aislar a Filipinas del área circundante desmiente, por tanto, que la autoridad y la influencia españolas estaban distribuidas de manera muy desigual en las islas, que eran más fuertes en Manila y sus alrededores, más débiles en los confines de la isla de Luzón y en las Visayas al sur, y prácticamente inexistentes en Mindanao y Jolo. Las islas aparecen como un archipiélago integrado que pertenece en su totalidad a la monarquía borbónica, cuyas armas aparecen en la cartela del título.

El trabajo del marco geográfico se ve respaldado por los textos y las figuras alegóricas del mapa. En la cartela inferior izquierda aparece una historia miniaturizada de las islas, que conecta la geografía de las Filipinas con la historia de su descubrimiento por Magallanes y su conquista por Legazpi, así como con breves listas de sus recursos económicos actuales, sus instituciones gubernamentales, militares, culturales y eclesiásticas, y su población, organizada de conformidad con las órdenes religiosas que la atienden. En toda su configuración, Mindanao está incluida sin mencionar su condición marginal. Encima de la cartela, uno de los leones reales que en el mapa de Romero y Ghandia nadaba hacia Filipinas se encuentra encumbrado, con la mirada hacia Mindanao y la espada y el cetro en la mano (o pata). Bajo sus orbes colgantes, navega la Victoria de Magallanes entre el suroriente de Mindanao y la isla de Jolo, otra isla fronteriza problemática, conmemorando el descubrimiento de las islas por una expedición española. Mientras tanto, la cartela del título en la parte superior derecha muestra con orgullo las armas reales sobre dos figuras femeninas sentadas que sostienen una tela con el título del mapa.

Estas figuras femeninas brindan un contraste significativo con el programa alegórico del mapa de Romero y Ghandia. Adornadas con cartas, una esfera armilar y otros instrumentos científicos, las mujeres de la cartela del título personifican el conocimiento geográfico más que geografías particulares. En lugar de representar el encuentro de América con Asia, el mapa de Murillo Velarde utiliza la alegoría para afirmar su propia sofisticación técnica, o tal vez la sofisticación de las ciencias geográficas en la España borbónica. Por otro lado, el mapa elude las oportunidades que se le ofrecen para vincular las Filipinas con el Nuevo Mundo. La microhistoria de las islas en la cartela inferior no dice nada sobre la ruta por la que llegaron Magallanes y Legazpi, ni hace referencia alguna a las autoridades, en América o España, a las que deben responder las instituciones enumeradas en la cartela. El único reconocimiento de los lazos americanos es la descripción de las rutas de navegación que conectan Manila con la Nueva España. Era de esperar que estas rutas aparecieran en cualquier mapa que aspirara a satisfacer la demanda del rey de una carta hidrográfica precisa que pudiera facilitar el comercio marítimo con Filipinas, pero su manejo por parte de Murillo Velarde enfatiza los problemas locales en lugar de las conexiones transpacíficas. El mapa muestra dos rutas, la que toman los barcos que parten hacia Acapulco por el extremo norte de la isla de Luzón y la que toman los barcos que llegan desde Acapulco a través del archipiélago de las Visayas. A diferencia del mapa de Romero y Ghandia, el mapa Murillo Velarde resta importancia a las conexiones transpacíficas creadas por el comercio de galeones y, en cambio, hace hincapié en las complejidades de la etapa local del viaje. Tampoco es el comercio con Acapulco la única conexión representada por el mapa. El mapa está salpicado con imágenes de diferentes tipos de veleros, entre ellos un barco de estilo europeo marcado como “Patache para Cantón y Macan” y un junco chino etiquetado como “Champán de China”. Estos recordatorios de las relaciones comerciales de Manila con China y la Macao portuguesa afirman la importancia de Filipinas como un puerto de parada entre Asia y las Américas, al tiempo que nos recuerdan que el valor comercial de las islas reside precisamente en que no son solamente una extensión de la Nueva España. En general, la condición de Filipinas como colonia de una colonia sigue sin ser reconocida en favor de una afirmación deliberada de las islas como un componente singular del imperio español.

Esto último se manifiesta con fuerza y claridad en la serie de imágenes diseñadas para flanquear la versión original del mapa. Estas doce imágenes fueron realizadas por un grabador diferente, también un artesano nativo filipino, como el grabador del mapa, y se combinaron con el mapa en una sola hoja grande. Tres de ellos representan escenas de la vida filipina, uno en la ciudad y dos en el campo. Presentan la flora, la fauna y las formas de vida que se pueden encontrar en las descripciones de las islas. Cuatro ofrecen imágenes cartográficas de localidades importantes, Manila (la capital), Zamboanga (una ciudad fortificada en Mindanao), Cavite (el puerto que sirve a Manila) y Guam (una de las Islas Marianas y una estación de paso para el comercio transpacífico). Las cinco restantes son imágenes etnográficas que retratan a miembros de algunos de los principales grupos étnicos y raciales de la colonia. Entre ellos encontramos españoles, mestizos, africanos, chinos, armenios, persas, japoneses y miembros de grupos étnicos autóctonos de las Filipinas. En el mapa de Murillo Velarde, las Filipinas se representan como un mundo insular, pero no exhibe la homogeneidad que uno espera en lugares aislados. Son a la vez insulares y cosmopolitas, tienen una especificidad propia y albergan enorme diversidad. Esa diversidad cultural interna, sin embargo, enfatiza la relación del archipiélago con Asia, no con América. Predominan los grupos asiáticos, y no hay un solo amerindio a la vista.

De este modo, dos desarrollos estructuraron los esfuerzos cartográficos de Vicente de Memije, el colega que habría de suceder a Pedro Murillo Velarde en la cartografía filipina. Por un lado, la ciencia y la política habían conspirado para borrar las líneas de demarcación que mantenían unidas a las Américas y Filipinas como partes de una sola demarcación “occidental” trazada en oposición a un hemisferio portugués “oriental”. Por otro lado, la cartografía local había registrado, en el mapa de Murillo Velarde, una poderosa afirmación de la identidad filipina que rechazaba la persistente asimilación del archipiélago a las Américas, inherente a la antigua cartografía de demarcación y que aún es evidente en el mapa de Romero y Ghandia. Como vimos, el Tratado de Madrid pedía implícitamente una nueva cartografía del imperio que sustituyera a la antigua cartografía de demarcación y que abordara la condición de las Filipinas. Memije intentó responder a este llamado en sus mapas y en su tratado.

Memije debió sentirse aliviado de que las líneas de demarcación hubieran pasado a la historia. Al leer las Theses mathemáticas en conjunción con el Aspecto symbólico, llama la atención el entusiasmo y la creatividad con que Memije intenta apoderarse de la actualidad cartográfica y retórica, convirtiendo el borrado de las líneas de demarcación en una oportunidad para forjar una nueva cartografía imperial, más coherente, más expansiva, apoyándose en las reliquias de la antigua. Como vimos, la cartografía de Herrera tuvo que luchar contra el mito de los continentes, la idea de que las grandes masas continentales del mundo constituían unidades geográficas coherentes que albergaban manifestaciones particulares del carácter humano y de la civilización (o de la falta de ella). Memije parece haber decidido que no sería posible desmontar ese mito y, por lo tanto, se acogería a él, o, más bien, aprovecharía sus poderosas estrategias alegóricas para sus propios fines. Su mapa personifica los territorios dispares del mundo hispánico como un solo cuerpo femenino, sugiriendo muy poderosamente que la monarquía exhibe el tipo de unidad que normalmente se atribuye a los continentes. Este paso no habría sido posible dentro de los confines de la antigua cartografía, aquella con la que se adquirió el derecho sobre el hemisferio castellano al admitir que parte de la demarcación portuguesa se encontraba entre la América española y la propia España. Es difícil imaginar cómo una imaginación cartográfica centrada en la representación de la línea de demarcación original en el Atlántico podría haber personificado a la monarquía de la manera en que lo hace Memije por la sencilla razón de que la línea habría cortado la cabeza del resto del cuerpo.

Liberado de este inconveniente, Memije puede forjar la seductora personificación que aparece en el Aspecto symbólico y que se explica en las Theses mathemáticas. Las Theses reconocen que el mundo hispánico se extiende por todo el globo, pero trata de convertir esta realidad en una ventaja. “Sírvele … la Europa de dosel”, leemos, “el Nuevo Mundo de ropaje, el Asia de peana, y el África sirve de sombras a sus realces” (Morales 688). La personificación del mundo hispánico pasa así por la cosificación concomitante de los cuatro continentes, quedando la monarquía encarnada como un actor solista en el teatro del mundo. Sugiere la unidad orgánica de la monarquía, así como la integración fisiológica de sus partes. Sus naves, escribe Memije, “como la sangre que, circulando por las venas, comunica a todos los miembros del cuerpo los espíritus vitales, ... navegan por todos los Mares” (2) para llevar al Nuevo Mundo jueces, hombres de letras, capitanes, obispos, arzobispos y misioneros para que se encarguen de que la monarquía esté bien pastoreada tanto en lo temporal como en lo espiritual. Pareciera que emanan de la cabeza de la Figura, donde encontramos el orbe de la autoridad monárquica, así como una corona grabada con los nombres de los diversos reinos ibéricos. Entre los lugares que regenta se encuentran las Filipinas, a la que Memije se refiere como parte de “los archipiélagos de Asia” (6), pero también como “esta parte del Nuevo Mundo” (7). Se han convertido en los pies “con los que la Religión Católica del Mundo Hispánico pisa, como la Mujer prenunciada por la Majestad de Dios, a la cabeza del Dragón: ipsa conteret caput tuum [esta te herirá en la cabeza” (Gén 3:15)]” (10).

Este énfasis en la catolicidad es crucial. El Aspecto symbólico evoca la personificación de las cuatro partes del mundo, que dan forma visible a algo invisible en los mapas de la época, el carácter de los seres humanos en cada una de las cuatro partes tal y como lo entendían los europeos. Pero también es muy diferente de esas personificaciones en algunos aspectos muy significativos. Como vimos, el uso de los cuerpos humanos para representar los continentes responde a la idea (y la refuerza) de que los continentes representan totalidades dadas naturalmente, tanto en términos geográficos como culturales. La monarquía, por el contrario, no representa tal cosa. De hecho, el Aspecto geográfico de Memije nos permite ver con bastante claridad que el mundo hispánico está formado por territorios dispares divididos por dos anchos océanos. El Aspecto symbólico nos permite entonces percibir esta geografía de manera diferente, llenando los espacios en blanco entre los territorios: la cabeza, la corona, los eslabones náuticos (el collar, los pliegues del vestido) que los integran temporal y espiritualmente. Estos lugares dispares se convierten en un solo cuerpo, integrado físicamente y animado espiritualmente. El “alma del mundo hispánico, la religión católica” (2) se convierte en el verdadero significado de la imagen. Ese “más sublime ornato ... que no se puede representar en Mapa alguno” (4) se convierte precisamente en lo que este mapa nos permite ver.

Este cuerpo, además, no se aparta de la representación cartográfica del territorio, como sí lo hacen las cuatro figuras femeninas que representan las partes del mundo, sino que se construye a partir del propio mapa del mundo hispánico. Esta es la verdadera genialidad de la imagen de Memije: la fragmentación territorial tan visible en el Aspecto geográfico no se borra, se trasciende. Esa fragmentación sigue siendo visible, lo que nos permite ver que su integración solo puede ser providencial. Además, esa imagen integrada del imperio católico adquiere un aire de autoridad que de otro modo no habría tenido. Sin duda, Memije debe haber entendido el poder retórico de un mapa exacto. En la larga nota que encontramos a lo largo del borde derecho del Aspecto geográfico, el cartógrafo documenta asiduamente sus fuentes, dejando de manifiesto su intención de convencer al lector de la respetabilidad intelectual y la precisión cartográfica de su mapa. Al construir el Aspecto symbólico a partir del Aspecto geográfico, transfiere esa autoridad de la imagen puramente empírica y científica a la más imaginativa y claramente ideológica. A diferencia de lo que hace Spate, no debemos oponer la fantasía ideológica del Aspecto symbólico a la “sobriedad” del Aspecto geográfico si queremos entender lo que Memije estaba tratando de hacer. Es precisamente la sobriedad del Aspecto geográfico la que fundamenta lo que se reivindica ideológicamente en el Aspecto symbólico, subrayando para sus lectores que lo que se afirma sobre la integridad espiritual del mundo hispánico es tan real, tan fiable, como las medidas de longitud que Memije toma de las fuentes cartográficas. Memije es sin duda un hombre moderno, que sabía lo que pasaba en la cartografía de su época. Podía apreciar el poder de un buen mapa, pero también era un patriota español y un católico, deseoso de injertar una ideología política —muy católica y muy hispana— en el marco de autoridad que representa un mapa moderno.

Al mismo tiempo, sin embargo, Memije era un patriota filipino. Un patriota, no como un antepasado espiritual de José Rizal, ese gran nacionalista filipino del siglo XIX, sino como otros criollos leales a la corona y al mismo tiempo apasionadamente aferrados a su patria colonial. Es más, su preocupación por el bienestar de las Filipinas se relacionaba estrechamente con la determinación de su estatus como asiáticas o americanas. El cartógrafo filipino se situó en la tradición de quienes le antecedieron en la figuración de las Filipinas como el puesto de avanzada más occidental de las Indias españolas. Al referirse a las islas como una “parte del Nuevo Mundo” y al representarlas como los pies de un cuerpo que incluía el Nuevo Mundo, Memije se presenta como heredero de Romero y Ghandia, por no decir de Herrera y López de Velasco. Sus Theses mathemáticas, sin embargo, revelan una filiación intelectual y política distinta. El propósito del tratado, y por lo tanto también de los mapas, era persuadir a Carlos III de que sería ventajoso cultivar el uso de una ruta comercial directa entre España y Filipinas a través del estrecho de Magallanes, evitando los intermediarios novohispanos tan profundamente involucrados en la fortuna de las islas. El argumento implica algo que no entra en la explicación de Memije del Aspecto symbólico. Pareciera que las arterias de la Patrona están obstruidas, en algún lugar de América, y que a la misión civilizadora de España le está costando mucho trabajo llegar a sus extremidades filipinas.

Convenientemente, el trabajo cartográfico de Memije comienza poniendo patas arriba la geografía de la monarquía, por así decirlo, de modo que el oriente queda ubicado en la parte superior del mapa. Con esta decisión el Aspecto geográfico parece extraño, pero sirve bastante bien a los propósitos de Memije. Si este mapa se hubiera dibujado de una manera más convencional, con el norte en la parte superior, encontraríamos a Filipinas en el lado izquierdo, marginada del grueso de la monarquía en las Américas por la ancha extensión del Océano Pacífico. Al rotar el mapa y personificar el territorio como un todo, Memije corrige esta posición de marginalidad, sentando las bases para la representación de las Filipinas como los pies de la Patrona erguida. De hecho, las Filipinas se convierten en las sandalias de la guerrera bíblica Judit, que embelesaron los ojos del asirio Holofernes ( Judit 16:9). Memije afirma: “Assi lo que más espanta a Lucifer son estas Islas”, así como “los pies, con los que la Catholica Religión del Mundo Hispánico pisa, como la Mujer, prenunciada por la Majestad de Dios, sobre la cabeza del Dragón: ipsa conteret caput tuum [esta te herirá en la cabeza (Gén 3:15)]”. Las Américas, por su parte, están a un lado y, por lo tanto, desfamiliarizadas. Aceptamos más fácilmente su representación como parte de un todo, el manto de la Patrona, en lugar de insistir en verlas como la atracción principal (6).

Pero las Theses mathemáticas también representan a Filipinas como los pies de la estatua en el sueño de Nabucodonosor, una estatua que se desmorona cuando una piedra golpea los pies hechos en parte de hierro y en parte de arcilla. Memije pide al rey que no descuide las Filipinas, so peligro de que toda la monarquía caiga cuando estas se desmoronen. Se podría pensar, por lo tanto, que su argumento busca remitir a una serie de problemas económicos, sociales o políticos derivados de la supuesta negligencia de la monarquía hacia las islas, pero Memije debe haberse dado cuenta de que la queja nunca constituye una estrategia retórica muy convincente. En cambio, pintó un cuadro optimista de lo que sucedería si las Filipinas recibiera el apoyo adecuado de la corona. No solo cimentarían sólidamente el imperio existente; se convertirían en el trampolín para la creación de uno aún más grande. España, según Memije, tendría la oportunidad de extender la fe a la Terra Australis Incognita, o el “Reyno del Austro”, como él lo llama, “para que toméis de bajo vuestro soberano [Carlos III de España] amparo a sus infelices habitadores y los hagáis dichosos con vuestras justissimas Leyes, y más con la celestial luz del Evangelio” (7).

La más extravagante de las afirmaciones de Memije, sin embargo, se apoya en el lenguaje cuantitativo de la cartografía moderna, tan central para la cartografía de demarcación, aunque lo usa para un propósito completamente diferente. Las Theses matemáticas comienzan con lo que parecería ser una afirmación puramente científica, a saber, que los grados de longitud solo deben contarse hacia el occidente, dando una vuelta de 360 grados al globo terráqueo (Thesis I). Presenta algunos razonamientos basados en la cosmografía, como que el sol se mueve a través del cielo de oriente a occidente (o, para los copernicanos, que la Tierra gira hacia occidente), pero vincula estos argumentos con otros más patrioteros. Es natural, sugiere el texto, que los grados de longitud se cuenten en esta dirección porque las conquistas de España, el imperio más grande que el mundo haya visto jamás, se han movido de oriente a occidente. Además, a falta de un antemeridiano que marque el término occidental de ese movimiento, no hay razón para imaginar el final de esa marcha hacia occidente. Habiendo conquistado un total de 250 grados de longitud del globo, afirma Memije, la soberanía española debe seguir adelante, sometiendo al resto del globo a sus leyes y a su fe: “el Plus Ultra [es decir, la expansión española] … que rodeado todo el Orbe Terraqueo, buelva colmado de innumerables triunfos á España, y entonces sí que pronunciaremos: NON PLUS ULTRA. Pero tan diverso, como ya queda demostrado, de el que Hércules puso en sus Columnas” (10)

El lenguaje cuantitativo de la cartografía ya no proporciona fronteras dentro de las cuales contener la soberanía española o mantener a los portugueses fuera de los lugares en los que España está interesada. En cambio, dota al expansionismo español de una curiosa numerología. El funcionamiento de esa numerología, además, depende del uso que hace Memije de medidas actualizadas de longitud. A diferencia de un hemisferio o una esfera completa, una sección de 250 grados del globo terráqueo no representa un todo satisfactorio. Se encuentra suspendida entre esas dos posibilidades más satisfactorias, pidiendo a gritos el truncamiento o la extensión. Sacrificar territorio ciertamente no es una opción, por lo que Memije convierte la sección de 250 grados del globo terráqueo representada por el mundo hispánico en una figura proyectada hacia un destino no realizado. La plenitud de los 360 grados de longitud del globo terráqueo se convierte en el todo al que debe aspirar el expansionismo. Así, mientras que el mapa de Herrera luchaba con el problema de construir la imagen de un territorio coherente a partir de los retazos de geografías desmembradas por el lenguaje cuantitativo de las líneas de demarcación, Memije construye un cuerpo territorial poderosamente convincente con el uso de un lenguaje cuantitativo que sugiera su eventual trascendencia. Las hipérboles retóricas de las Theses mathemáticas apuntan hacia un futuro —utópico, ciertamente, en todos los sentidos— en el que el territorio de la monarquía y el globo abstracto serán uno y el mismo.

¿Quién en Madrid, sin embargo, habría estado dispuesto a dar oído a aspiraciones tan arrogantes, aunque no fueran más que hipérboles retóricas? Aproximadamente diecisiete meses después de que Memije hiciera su presentación, una flota inglesa bajo el mando del general de brigada británico William Draper cayó sobre Manila y rápidamente tomó el control de la ciudad y de su puerto. Aun cuando ambos volverían a estar bajo el control de España en 1764, tras el final de la Guerra de los Siete Años, la facilidad con la que los británicos se hicieron con el poder demostraba claramente lo débil que era en realidad el poderío español en la zona, a la vez que la guerra en su conjunto representaba un ejercicio del nuevo estatus de España como potencia de tercer orden en el escenario mundial. Es cierto que España estaba modernizando rápidamente sus instituciones y disfrutando de una creciente prosperidad bajo su nueva dinastía francesa, pero lo estaba haciendo dentro de unos límites claramente circunscritos. La rapsodia de Memije sobre la monarquía universal pertenecía mucho más al clima ideológico del siglo XVI que a las realidades políticas del XVIII.

La nueva dispensación adquirió una de sus formas cartográficas más visibles en el Mapa geográfico de América Meridional, elaborado por la corona española en 1775 bajo la dirección de Juan de la Cruz Cano y Olmedilla (Figura 9). Este mapa monumental, que mide 2,60 metros de alto por 1,85 de ancho cuando está montado, surgió de las disputas con Portugal sobre la frontera entre Brasil y el Virreinato del Perú. Estaba destinado al uso interno del Estado español, aunque llegaron copias a manos de varios foráneos, entre ellos Thomas Jefferson (R. Smith 67-70). Su conveniencia tenía que ver con su exactitud y nivel de detalle, pero lo que nos interesa aquí son los grabados que embellecieron el mapa en su forma original. Una guirnalda de productos del Nuevo Mundo rodea la mitad superior del mapa, mientras que la propia América está personificada en la esquina inferior derecha, en compañía de Europa y la Fe. Los escudos de los reinos españoles del Nuevo Mundo cuelgan de una cadena de las armas reales que envuelve en el otro extremo un busto de Cristóbal Colón inscrito con la frase “A Castilla y a León, Nuevo Mundo dió Colón”. El diseño decorativo habla de la importancia del descubrimiento de América para la historia universal y celebra el logro de España al descubrirla, llevándole la luz de la fe, estableciendo allí una variedad de reinos prósperos y poniendo a disposición del consumo mundial las riquezas naturales del Nuevo Mundo. Puede que se trate de un mapa de América del Sur, pero el esquema decorativo convierte el mapa en algo mayor, en un símbolo de la identidad histórica de España, un testimonio de su papel crucial en la historia mundial.

Tal parece que ni las Filipinas ni ninguna de las otras “Indias de Poniente” tienen función alguna en esa imagen. A pesar de la nueva oportunidad que se les brinda a las líneas de demarcación en el Tratado de El Pardo, el mapa de Cruz Cano no fue concebido, hasta donde he podido comprobar, como parte de un esfuerzo por cartografiar las Indias en su conjunto o para cartografiar las Filipinas como su extensión occidental. En efecto, el mapa de Cruz Cano se acoge a la llamada invención de América, el proyecto cultural de forjar las tierras que conocemos como América en un continente (o continentes) independiente del Viejo Mundo. Como sabemos, ese proceso comenzó a principios del siglo XVI, pero hemos visto que la cartografía oficial de la monarquía de los Austrias lo mantenía a raya. Deseoso como estaba de apoyar sus pretensiones sobre territorios transpacíficos, prefirió “las Indias” a “América” para trazar la metageografía de sus aspiraciones de soberanía. Intentó utilizar el número, la línea y la abstracción para forjar una imagen del imperio que iba en contra de la tradición geográfica, tanto la que había existido durante siglos como la que estaba reinventándose en ese momento. La sustitución del mapa de Romero y Gandhia por el mapa de Murillo Velarde traza la bancarrota de esa metageografía, al menos entre algunos filipinos que vivían y trabajaban en Manila durante la primera mitad del siglo XVIII. Allí vemos a las Indias transformadas: de representar la avanzada más occidental del Nuevo Mundo se convierten en una colonia asiática de España. Los mapas de Memije y las Theses mathemáticas, por el contrario, intentan revivir la vieja geografía del imperio injertando la alegoría y la retórica en la nueva cartografía del Siglo de las Luces. Irónicamente, lo hacen con el fin de abogar por una colonia marginada que pronto caería presa de un rival internacional cada vez más poderoso. Para cuando se produce el mapa de Cruz Cano, las viejas Indias parecían haber sido relegadas a la historia, las Filipinas se liberaron de sus amarras transpacíficas (ideológicamente, aunque no política, social o económicamente), y América fue finalmente inventada como tal por su aparición en la cartografía oficial española, justo a tiempo para que España la perdiera, por no hablar de Gran Bretaña y Francia, y pasara a ser reimaginada, una vez más.

Figura 9. Cano y Olmedilla, Juan de la Cruz. “Mapa geográfico de América Meridional”, 1775. Cortesía de la Biblioteca de Colecciones Especiales Albert y Shirley Small, Universidad of Virginia. 

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Notas

*Tomado, con permiso del autor, de Padrón, Ricardo. “From Abstraction to Allegory the Imperial Cartography of Vicente de Memije”. Early American Cartographies, editado por Martin Brückner, University of North Carolina Press, 2011, pp.35-66, https://doi.org/10.5149/9780807838723_bruck-ner.6. Traducción de Erna von der Walde, nota introductoria y palabras clave de Hugo Hernán Ramírez, Profesor Asociado, Universidad de los Andes, Colombia.

1El propio Memije identifica el asta de la bandera como “la graduada Linea Equinocial” en el prefacio de las Theses mathemáticas. En el Aspecto symbólico, podemos ver que la graduación de la línea alcanza los 250 grados, lo que no tendría sentido si se tratara de la línea de demarcación, un medio meridiano de 180 grados.

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