INTRODUCCIÓN
Este artículo sobre el procedimiento penal en el virreinato de la Nueva Granada es un resultado de la investigación para mi tesis doctoral en la Universidad de los Andes (Colombia), titulada Política penal contra los hurtos, justicia ordinaria y delincuencia patrimonial. Santa Fe-Bogotá, 1739-1836 (2019) y financiada por Colciencias (hoy Minciencias). Enfocándome en las causas por hurtos, los delitos más comunes en el periodo, examinaré las formas en que se desarrollaba el proceso penal desde su inicio hasta su conclusión, mostrando a partir del caso de la jurisdicción de Santa Fe que el proceso penal en el virreinato de la Nueva Granada seguía la estructura "mixta" castellana, con algunas particularidades locales. En segundo lugar, mostraré que el juicio penal tenía rasgos aun socialmente difusos respecto a los controles ejercidos por la propia comunidad, aunque ya se observa una creciente autonomía y formalización en su desarrollo, promovida por la Real Audiencia. También mostraré que la declaración indagatoria o instructiva, figura procesal que en el siglo XIX reemplazó a la confesión y se mantuvo en Colombia hasta el siglo XX, fue introducida en Santa Fe a través de la práctica criminal de la Real Audiencia en primera instancia como alcaldes de Corte.
De acuerdo con lo arriba señalado, el presente artículo se enmarca en la historia procesal, una rama específica de la historia del derecho como ha mostrado, por ejemplo, Vallejo (2014), para quien esta temática puede ser un instrumento para conocer a la sociedad a la que sirven dichos procesos. Aguirre y Salvatore (2001) apuntan a la misma dirección.
El término "procedimiento mixto" fue utilizado por Alonso (1982) para referirse al proceso penal castellano desde el siglo XVI, cuando los procedimientos inquisitivo y acusatorio (que aparecían diferenciados en las Siete Partidas) tendieron a unificarse en un nuevo tipo procedimental que incorporaba características de ambos. La fase sumaria era la propiamente inquisitiva y en la práctica "el auténtico fundamento del proceso penal" (p. 96), a pesar del carácter simplemente preparatorio que le atribuían los autores. En esta fase se desarrollaban, en términos generales, las acciones encaminadas a determinar el delito, los autores y las circunstancias. La fase plenaria conservaba los principios del proceso acusatorio, por lo que era "contradictoria en esencia, y era aquella en la que se formalizaba el litigio entre las partes y se debatían y probaban las posturas enfrentadas de la acusación y el reo" (Alonso, 1982, p. 213). La última fase era la de la sentencia. Este modelo fue adoptado en las Indias, con las variedades introducidas por la costumbre o la práctica en cada caso, como las que indicaré aquí para la jurisdicción de Santa Fe en el virreinato de la Nueva Granada (para Nueva España, Cutter, 1995).
Durante el virreinato de la Nueva Granada (1739-1810), al igual que en otras regiones del imperio español durante las décadas de reformismo borbónico, tuvo lugar un mayor ajuste de los procesos al derecho escrito de la Corona comparado con la informalidad o desarreglo anterior, sobre todo en primera instancia. Además de un mayor control sobre la actividad judicial, a finales del siglo XVIII se amplió el uso por parte de los jueces y asesores de manuales procesales, textos de índole más práctica que la doctrina clásica de autores como Diego de Covarrubias y Leyva, Antonio Gomez y Gregorio López (Uribe-Urán, 2015). En el caso del virreinato de la Nueva Granada, esa mayor formalización judicial en la segunda mitad del siglo XVIII fue observada para Antioquia (gobernación sujeta a autoridad de la Audiencia de Santa Fe) por Patiño (2013). Las tendencias observadas por Patiño coinciden con lo sucedido en la jurisdicción de Santa Fe, donde la Real Audiencia también buscaba que los demás jueces se ajustaran al derecho en sus actuaciones.
El libro de Patiño (2013) es, asimismo, el único que hasta ahora ha incluido una sección con un análisis de las fases del procedimiento penal en el virreinato de la Nueva Granada. La autora muestra, sin mencionar la naturaleza mixta del proceso, que en la práctica judicial de Antioquia los jueces no siempre cumplían con los pasos señalados en la doctrina para cada una de las dos "partes" del juicio penal (Patiño, 2013). Por su part e, Marquardt (2019) afirma que en el Antiguo Régimen castellano e hispanoamericano el proceso penal era inquisitivo y que al lado de este las Siete Partidas preveían un proceso acusatorio. Para el caso argentino, Levaggi (1978)1. Esto debe completarse con lo señalado por Alonso (1982), pues mostró que ambos procesos se unieron en la práctica en un proceso mixto en Castilla en el siglo XVI y, a partir de ese modelo, en otros territorios españoles como el Virreinato de la Nueva de Granada, del que hablaré en este trabajo.
Los otros trabajos de historia procesal en Colombia se refieren a los siglos XIX y XX (Sánchez, 2017; Posada Maya, 2008). Estas investigaciones están centradas en los códigos, y su tecnicismo refleja la mayor especialización y autonomía del derecho contemporáneo. Ahora bien, como señala Alonso (1982), el estudio aislado de las normas, aunque imprescindible, no es suficiente, sobre todo en casos en los que, como el de la justicia de Antiguo Régimen, "pesa más la praxis efectiva de la institución que su regulación normativa" (p. 65).
En este trabajo trataré de desarrollar un enfoque similar al de Alonso (1982), a través de la exposición de las diferentes etapas del procedimiento mixto en Santa Fe, desde el inicio del sumario hasta las sentencias. Esto significa que en el artículo se enfoca en la estructura procesal y sus cambios principales a partir del análisis y síntesis de la información obtenida en las fuentes. La investigación se basó en todas las causas por hurto conservadas en la Sección colonia (en adelante SC) del Archivo General de la Nación (en adelante AGN), así como en la legislación y la doctrina castellana conocida en el virreinato.
1. LA JURISDICCIÓN DE SANTA FE
El territorio jurisdiccional de Santa Fe abarcaba una extensión de entre 600 y 1000 km cuadrados aproximadamente, e incluía, además de la capital, los corregimientos de Bogotá, Bosa, Zipaquirá, Chocontá, Ubaté y Cáqueza (Toro, 2019). Durante el virreinato de la Nueva Granada, esta región se destacaba por el incremento de la población mestiza, que crecía y se asentaba cada vez más en los pueblos de indios, cuya población a su vez iba en descenso. Según el censo de 1776-1778, los indios constituían menos del 36 % de la población de la "provincia" de Santa Fe (otra forma de referirse a esta jurisdicción), mientras que los mestizos llegaban al 34 % y los "blancos" al 29 % (Safford y Palacios,). En términos generales, en el siglo XVIII la población creció en toda la Sabana de Bogotá y en Santa Fe. De acuerdo con las cifras que presenta Bonnet (2002), los corregimientos que rodeaban a Santa Fe contaban con una población de 51.924 habitantes entre indios y vecinos, y en la capital entre 1.778 y mil ochocientos la población pasó de dieciséis mil dos a 21.464 habitantes. Según Vargas (1990), más de la mitad de los migrantes a la ciudad provenían de pueblos cercanos (distancia no mayor de 35 km). Esta situación implicaba un incremento de los conflictos conocidos por la justicia ordinaria, cuya esfera de actuación también creció gracias a la creación de los jueces inferiores en la segunda mitad del siglo XVIII.
Al comienzo del virreinato de la Nueva Granada en 1739, la jurisdicción ordinaria estaba distribuida entre la Real Audiencia (que conocía no solo en segunda instancia sino además en primera instancia, como alcaldes de corte, para delitos ocurridos dentro de las cinco leguas circundantes a Santa Fe), los alcaldes ordinarios de la capital (jueces legos que fallaban con asesoría de letrado), y los corregidores, asistidos por sus tenientes. La jurisdicción de los dos primeros abarcaba el territorio de la capital y los corregimientos circundantes, mientras que la de los últimos se limitaba a sus respectivos corregimientos. Por su parte, los alcaldes de la Santa Hermandad del cabildo de Santa Fe estaban encargados de perseguir y juzgar a los ladrones en los campos de la provincia donde no podían hacer presencia los demás jueces ordinarios. En 1759 y 1774, respectivamente, fueron establecidos los jueces inferiores: los alcaldes pedáneos, para los pueblos ubicados en los corregimientos; y los alcaldes de barrio, para la capital. Estos jueces tenían jurisdicción limitada al sumario, es decir, a la investigación, por ese motivo, no podían juzgar.
Según lo anterior, los juicios penales ordinarios podían ser conocidos en primera instancia por la Real Audiencia y los corregidores, autoridades reales y por los alcaldes ordinarios, jueces capitulares de la ciudad. Los corregidores, aunque eran jueces ordinarios, en la práctica tendían a remitir el sumario y el reo a la Real Audiencia antes de la confesión. Asimismo, los alcaldes de la Santa Hermandad, jueces capitulares, tenían también jurisdicción ordinaria para ciertos delitos cometidos en los campos, pero en la práctica desde mediados del siglo XVIII lo usual era que remitieran los reos a la Real Audiencia luego del sumario, de un modo análogo al de los jueces pedáneos (Toro, 2019). Así pues, la mayor parte de procesos penales fueron conocidos por la Real Audiencia y los alcaldes ordinarios, mientras que los jueces inferiores podían ser comisionados por ellos para la instrucción de los sumarios.
Hay que tener en cuenta que durante el periodo colonial no existía una separación clara entre la justicia oficial y los ámbitos parajudiciales de acción conjunta entre la justicia oficial y la popular a la hora de perseguir los delitos. Así, como indica Tomás Mantecón (2016), desde la infrajusticia, "y como fruto de la aplicación de valores consuetudinarios", se gestaba el control social y se definían comportamientos tolerables e intolerables "en el seno de una sociedad histórica y en cada comunidad de convivencia, fuera esta la que fuere" (p. 33).
Esto se observa en que los controles ejercidos por la comunidad por medio del chisme sobre la reputación del reo, por ejemplo, se articulaban en el juicio convirtiéndose en la prueba por excelencia de la culpabilidad. El procedimiento penal en la jurisdicción de Santa Fe recogía elementos propios de una cultura oral dentro de su forma escrita, particularmente en relación con las pruebas, puesto que los testimonios referidos a las cualidades o defectos del reo eran, luego de la confesión, la principal prueba para los jueces. De hecho, este rasgo también provenía de la costumbre castellana de que la información recogida de los testigos en el sumario, aún de aquellos cuyo testimonio no era susceptible de ratificación en el plenario, tuviera relevancia especial para determinar la culpabilidad del reo.
En el caso de Santa Fe, además de la confesión, los testimonios constituían el elemento principal para la decisión de los jueces. Su valor en el proceso tenía que ver con el carácter específico de la prueba en las culturas orales, en las que, a diferencia de las culturas escritas en donde el peso probatorio del documento es fundamental, la memoria se apoya en el testimonio, cuyo valor y aceptación no se derivan de la verosimilitud de lo que relate, sino de "la credibilidad de quien lo da o por la naturaleza sagrada de su forma (v. g., el juramento)" (Hespanha, 1993, pp. 28- 29). Así, esta forma de concebir el valor de la palabra como prueba no provenía solo de la incorporación del modelo procesal, sino además de las características de la sociedad colonial en la que convivían la cultura letrada de ciertos sectores sociales con la iletrada de la mayor parte de la población, incluyendo a la generalidad de quienes aparecían como testigos, tan "rústicos" como los propios delincuentes.
2. EL INICIO DEL PROCESO. EL SUMARIO
El sumario comenzaba con el conocimiento que el juez inferior o el ordinario tuviera del delito. Esto sucedía en la mayor parte de los casos con la "denuncia", es decir, la simple información que alguien daba extrajudicialmente al juez de que se había cometido un delito, por lo que, en principio, el denunciante no aparecía en el proceso.
Sin embargo, la sola denuncia terminaba siendo un indicio de la culpabilidad del reo en la mayoría de los casos.
Otra forma de iniciar el sumario era por "acusación", que era, según Alonso (1982) "el mecanismo mediante el cual un particular o el procurador fiscal" (p. 180) ejercían la acción penal. A diferencia del simple denunciante, el acusador debía pedir una pena para el autor del delito, además se convertía en parte del proceso "a lo largo de todo él, proporcionando pruebas demostrativas de lo alegado en la acusación y colaborando con la actividad oficial del juez" (p. 180). Se trataba pues de un documento escrito con valor judicial, que el autor no podía alterar ni negar, en el que debía expresar el nombre del acusado, el delito, el día en que se cometió, además, el juramento de no proceder de malicia "sino por creer delincuente al que acusa" (Gutiérrez, 1819, p. 107). Otra diferencia entre el acusador y el simple denunciador era que, al convertirse el primero en parte del proceso, podía apelar la sentencia si la consideraba gravosa y perjudicial para sus intereses.
En la práctica judicial de la jurisdicción de Santa Fe no solía haber una diferencia clara entre ambas formas de inicio del proceso (denuncia y acusación), que podían aparecer con el nombre de "noticia", "queja", "querella", "demanda". De hecho, aunque los querellantes pudieran tener interés particular en el castigo del delincuente, generalmente no se convertían en acusadores en los casos de hurtos.
Una tercera forma era que el sumario iniciara a oficio del juez (Hevia, 1771), como, por ejemplo, en los casos en que el juez inferior sorprendía in fraganti al ladrón. En estas ocasiones, lo primero que hacía el juez era poner preso a quien presumía delincuente. Luego procedía, si se trataba de un juez inferior, a informar a la Real Audiencia o al alcalde ordinario, que a su vez podían comisionarlo para que instruyera por su cuenta el sumario.
Luego de que el juez conocía del delito en las formas arriba indicadas, procedía a ordenar la formación del sumario en el auto cabeza de proceso. La redacción podía variar, pero en general en dicho documento la orden era "abrir", "proseguir" o "recibir" el sumario o la "sumaria información". Otra orden adicional podía ser la de comisionar al juez inferior para el anterior objeto. Estas actuaciones constituían la "instrucción del sumario", o, como aparece en textos de los juristas, como la Curia Filípica, la "investigación" o "pesquisa", que, en términos generales, se dirigía a "inquirir y saber los delitos que se cometen y castigarlos" (Hevia, 1771, p. 205). Esto lo hacían los jueces "verificando la existencia del cuerpo del delito, recibiendo testigos y haciendo las demás diligencias necesarias para el hallazgo de sus presuntos autores" (Alonso, 1982, p. 164).
2.1 Denunciantes y acusadores
¿Quiénes eran los denunciantes? En algunos casos el juez no mencionaba quién había denunciado, sino que en el auto cabeza de proceso indicaba, por ejemplo, que "se le había dado noticia" sobre unos delitos. En otros casos el denunciante era un vecino que se había dado cuenta directamente o que había "escuchado" sobre la existencia de un delito. También ocurría que el denunciante fuera alguien a quien el reo había intentado vender ciertos objetos que le generaran la sospecha de haber sido hurtados o que reconociera como pertenecientes a un conocido suyo, lo que sucedía en ocasiones en lugares públicos como la plazoleta de San Victorino en Santa Fe, en donde ocurrían generalmente este tipo de transacciones. El denunciante podía acudir al juez luego de enterarse de un hurto y de tener sospechas sobre quién lo pudo haber cometido.
En otras ocasiones el que daba noticia al juez era el propio afectado por el hurto. Este podía ignorar quién había sido el autor del delito, lo que implicaba que en esos casos no podía ser acusador, pues para esto debía señalar a alguien concreto. Esto sucedía sobre todo con dueños de tiendas que al abrirlas encontraban objetos faltantes. Otras veces el afectado sí señalaba a alguien concreto, como por ejemplo a sus sirvientes o esclavos, o a alguien más sobre quien tenía certeza de que hubiera robado en su tienda. En estos casos el afectado sí podía constituirse en acusador a pesar de que su querella no cumpliera todos los requisitos formales exigidos en principio para la acusación. Ahora bien, esto solo llegó a suceder dentro de la ciudad de Santa Fe; el examen de las causas muestra que cuando el denunciante era un vecino de los pueblos de la provincia no actuó como acusador en ningún caso.
De modo que en la práctica la diferencia entre denunciante y acusador no era tan clara como en los textos de los juristas. Podía suceder también, por ejemplo, que el querellante participara en la recaudación de la información contra el reo, sin que llegara a constituirse formalmente en acusador.
2.2 Captura y prisión preventiva del reo
El juez ordinario ordenaba, en todos los casos, la captura o reducción a prisión del reo. Esta orden procedía si de la sumaria información resultaba culpa, "por cualquiera presunción o prueba, aunque sea por un testigo menos idóneo", así como implicaba el secuestro de los bienes del reo (Hevia, 1771, 207). En la práctica judicial de la jurisdicción de Santa Fe, la orden para la captura tendía a tener lugar luego de la noticia del delito y antes del auto cabeza de proceso, y, como he señalado, en todos los casos. El reo capturado era conducido a la cárcel de Corte, si la causa la conocía la Real Audiencia, o a la cárcel urbana del Cabildo, si lo hacía un alcalde ordinario, cuando el delito había sido cometido dentro de la ciudad. Cuando había tenido lugar en un pueblo de la provincia, los jueces lo conducían a la cárcel de ese lugar, si la había, hasta antes de la confesión, y luego el reo era conducido a la ciudad y encerrado en una de las otras dos cárceles dependiendo del juez ordinario que recibiera el sumario.
De la captura se encargaban los jueces de jurisdicción limitada, es decir, los pedáneos, para el caso de los pueblos de la jurisdicción, y los de barrio para el caso de la ciudad. Asimismo, el juez ordinario también podía ordenar que fueran los ministros de vara2 los encargados de la captura, quienes además podían permanecer apoyando a los jueces en las diligencias de comprobación del cuerpo del delito, como el reconocimiento de la casa del delincuente o del lugar del delito.
Por otro lado, vale la pena señalar que el término "prisión" no se refiere a un lugar de confinamiento (que siempre eran las "cárceles"), sino al estado de encierro durante el proceso, que podía implicar el uso de grilletes en ciertos casos, a que quedaba reducido el presunto culpable al convertirse en reo en virtud de la orden del juez. Esta costumbre tenía además un sustento en las Siete Partidas, en las que se había dispuesto la prisión preventiva para los reos de delitos que implicaran pena de muerte o corporal, lo que también era aceptado por los doctrinantes (Alonso, 1982, 197). Esta podía ser la razón por la que los reos por hurtos, robos y abigeatos siempre fueran reducidos a prisión en el sumario. Sin embargo, la prisión preventiva era una medida que el juez podía tomar según su arbitrio a partir de su valoración de los testimonios, no una obligación impuesta por las leyes. Así, la captura de los reos en todos los procesos por hurtos en Santa Fe es un ejemplo de las formas locales que adquiría la práctica judicial.
De acuerdo con las Siete Partidas, la finalidad de esa prisión preventiva era evitar que el reo huyera o se escondiera por miedo "de recibir muerte o daño" como castigo. Más allá de esta disposición, los jueces podían tener un interés particular en encarcelar a los reos. Estos, por ejemplo, "abrumados con las molestias de la prisión" (Alonso, 1982, 197) terminarían consintiendo la condena y el pago del dinero con tal de ser liberados de su prisión, como sucedía en Castilla. Esta no era la situación en los casos contra ladrones en Santa Fe que, además de ser castigados con penas corporales, eran prácticamente en su totalidad sujetos pobres de las castas o indígenas sin capacidad de pago, como aparece en los expedientes.
Por ese motivo, durante el periodo que comprende esta investigación, la actitud de los jueces en Santa Fe frente a tales reos era la de considerar la prisión preventiva como una presión al reo para que asumiera su culpabilidad en la confesión, además de, como ya he mencionado, tomar la simple denuncia como indicio de culpabilidad. Para los jueces, ordinarios o inferiores, una denuncia contra un hombre o mujer de la plebe como presuntos ladrones equivalía prácticamente a su culpabilidad, a pesar de que las actuaciones siguientes del sumario buscaran demostrar que el delito había existido y que lo había cometido. Otra razón que se observa, particularmente en el caso de los jueces inferiores, es el cumplimiento irracional de la costumbre de capturar al reo en todos los casos con la sola noticia, que ni siquiera tenía que darla alguien que hubiera sido afectado directo o que incluso hubiera sido testigo, podía ser por simples "oídas", como se observa en algunos de los juicios.
Lo anterior quiere decir que el reo permanecía en la cárcel a lo largo de todo el proceso, excepto si constituía una "fianza" a su favor, o, lo que sucedía con más frecuencia, si escapaba de la cárcel. La fianza utilizada en tales casos se denominaba "de cárcel segura", que implicaba que el reo permanecería en libertad dentro de la jurisdicción de la ciudad y con la obligación de comparecer a oír sentencia. Esta figura incluía la obligación, por parte del fiador, de devolver el reo a la prisión cuando el juez lo solicitara. Para obtenerla, lo primero que necesitaba el reo era, pues, otro vecino dispuesto a servir de fiador de cárcel segura; en segundo lugar, que el juez la aceptara. De todos modos, como he dicho, estas fianzas eran raras en los procesos por hurtos.
Cabe señalar que los casos en que los procuradores pidieron fianza fueron pocos y en todos fue aceptada por el alcalde ordinario o la Real Audiencia. Por el contrario, también hubo casos en los que la persona a quien el reo había señalado como fiador se negara a aceptarlo ante el juez luego de haberse ofrecido (por ejemplo, AGN, SC, CJ, l. 6, ff. 52-115).
Como señalé previamente, no eran raras las ocasiones en las que los reos escapaban de la cárcel, lo que no detenía el proceso. En Santa Fe, como señalaba un fiscal en 1806, dicha "fuga y rebeldía" del reo equivalía a una confesión de su delito (AGN, SC, CJ, l. 2, ff. 616-662). En estos casos el procedimiento era como el que indicaba el autor de la Curia Filípica: el juez debía emplazar al reo por tres plazos de nueve días cada uno. Si no se presentaba luego del tercer emplazamiento, el fiscal debía ponerle acusación "en rebeldía" y "recibir a prueba con el término señalado, dentro del cual se han de recibir y examinar los testigos que se pudieren ver contra el delincuente, informándose asimismo el juez de oficio cuando pudiere de la inocencia suya". Luego de presentadas las pruebas, el pleito debía darse por concluido para definitiva, condenándolo o absolviéndolo (Hevia, 1771, pp. 237-238).
2.3 La "sumaria información"
La información sumaria era la parte propiamente inquisitiva del procedimiento penal mixto. A diferencia de la inquisitio romano-canónica, desarrollada solo por el juez, el sumario del proceso castellano podía implicar una participación activa de la parte acusadora a la hora de probar su querella (Alonso, 1982). De todos modos, esta característica tendía a ser la excepción en Santa Fe, pues, como he indicado, la mayoría de los casos comenzaban con una denuncia en lugar de una acusación, tras lo cual solo el juez se encargaba de instruir el sumario, directamente o a través de comisiones al inferior.
Alonso (1982) también señala que, a pesar de que los doctrinantes se referían al carácter "simplemente preparatorio" del sumario, también reconocían que se trataba del "auténtico fundamento del proceso criminal" (p. 190). De hecho, la mayor o menor extensión del expediente dependía sobre todo de la cantidad de documentos incorporados al sumario por los jueces en sus esfuerzos por determinar el delito y su autor o autores. La importancia de esta etapa se observa en el hecho de que, luego de verificado el delito y recogidos los testimonios y pasada la confesión, quedaba prácticamente fijada la culpabilidad o inocencia del reo -la primera en la mayoría de los casos, como he señalado-. Según los juicios revisados, las pruebas pedidas en el plenario a favor del reo, que tendían a ser testimonios sobre su vida "arreglada" u "honesta", poco influían en la decisión de los jueces en cuanto a la culpabilidad del reo.
Los alcaldes pedáneos, cuando conocían de un delito, formaban los sumarios en sus pueblos y ponían reos a los supuestos culpables, puesto que los corregidores no solían trasladarse con ese fin del pueblo en que residían. Asimismo, en Santa Fe la Real Audiencia y los alcaldes ordinarios comisionaban con frecuencia a los alcaldes de barrio para que se encargaran de formar el sumario, excluyendo la confesión, que estaba a cargo del juez ordinario. Lo anterior contribuye a entender la importancia que llegaron a tener los jueces inferiores durante las décadas correspondientes al virreinato (y durante el periodo republicano temprano) en el destino de quienes eran acusados de ladrones al tener a su cargo el sumario, que era la médula del procedimiento criminal. Esto también implicaba un contacto más cercano y permanente con el reo, al menos en esa etapa, del que tenían los jueces ordinarios (alcaldes y oidores), debido a su mayor cercanía social.
Lo anterior indica que a pesar de que la acusación casi siempre estaba en manos del fiscal en nombre de la "república", es decir, del interés público y no de los particulares, el procedimiento criminal no constituía un ámbito de juzgamiento al margen de intereses que podían ser distintos al beneficio público. La posición de poder de los jueces inferiores sobre la población, derivada de su jurisdicción (por más limitada que fuera), se manifestaba, de hecho, en abusos que reconocían los propios jueces ordinarios, ante los que en ocasiones llegaban a quejarse los afectados.
En contraste con el desarreglo con que podía llevarse el sumario por parte de los jueces inferiores, existía un interés entre los miembros de la Real Audiencia, sobre todo a partir de la década de 1770, por una mayor formalización jurídica en los juicios. Un ejemplo de esto es un caso de 1782 en el que un hombre, luego de haber sido arrestado por el juez pedáneo de Ubaque, fue condenado por el corregidor sin haberle formado sumario. El tribunal recibió la causa improbando los procedimientos anteriores, advirtiéndoles que procedieran "en lo venidero en el seguimiento de los procesos criminales conforme a Derecho, consultando a esta Real Audiencia antes de su ejecución, con apercibimiento de que su omisión se castigará como corresponde" (AGN, SC, CJ, l. 80, ff. 885-929).
En síntesis, puede observarse una relación directa entre la distancia social que separaba a los delincuentes (en su mayoría de los casos mestizos o blancos pobres) de los jueces, y el apego de estos a las formalidades del derecho para el cumplimiento de la función pública del procedimiento penal durante el periodo que comprende esta investigación. Pero esta creciente formalización también debe entenderse como resultado del interés de la Real Audiencia por imponer la legalidad monárquica a través de un mayor control sobre los demás jueces ordinarios.
2.4 Los testigos
Durante el sumario se recogía la información que verificara el delito y luego se procedía al interrogatorio bajo juramento de quienes pudieran "aportar alguna luz sobre los hechos y sus posibles autores" (Alonso, 1982, p. 191). Esta información tenía, en principio, un fin preparatorio, no probatorio, por lo que el juez podía interrogar a cualquier clase de testigo, "incluso inhábiles, siempre que sirvan para ir averiguando algo y aun a expensas de que luego no puedan ser presentados en el plenario" (Alonso, 1982, p. 191). En los procesos penales de Santa Fe lo usual era que los testigos fueran vecinos de condición social similar a la de los reos, es decir, mestizos o blancos pobres de la capital o de los pueblos circundantes. Inicialmente, el juez llamaba en el auto cabeza del proceso a quienes supieran algo sobre el delito y el delincuente. Si estos testigos mencionaban a alguien más por algún motivo (por ejemplo, haber oído de ellos algo sobre el delincuente), eran llamados también por el juez. Por esta razón las declaraciones podían ocupar una porción grande de la totalidad del expediente.
Para los jueces de Santa Fe era particularmente importante la información sobre la forma de vida del delincuente como criterio para convencerse o no de su culpabilidad. Lo anterior, a pesar de una creciente diferenciación del ámbito propiamente penal de otras formas de control social, lo que resultaba precisamente de la creciente formalización de la justicia criminal en cabeza de la Real Audiencia. Esto no obstaba para que los propios oidores tuvieran el mismo interés probatorio de los otros jueces en inquirir a los testigos sobre la persona del reo, además de lo que supieran sobre el delito.
Así pues, los jueces inicialmente buscaban a quienes supieran sobre el delito cometido, pero en la práctica los testimonios tendían a extenderse a las cualidades y reputación del reo, pues esas características, más que indicios, eran consideradas tanto por los jueces como por quienes deponían como pruebas de la culpabilidad o inocencia del reo. Así, por ejemplo, en sus declaraciones, los testigos usaban expresiones como que el reo era "sujeto sin sujeción", "sospechoso", "vago", "reputado ladrón", "malentretenido", "sin oficio ni beneficio", "que rara vez baja a misa", que era "pública voz y fama" que había cometido delitos o que era "público ladrón".
Ahora bien, también podía suceder que entre los testigos hubiera algunos que afirmaran no haber visto nada relacionado con el delito o que ignoraran que el reo fuera ladrón. Incluso podían referirse a lo opuesto a una eventual condición de delincuente del reo, al señalar, por ejemplo, que no habían visto ninguna acción opuesta a su "hombría de bien". De todos modos, como he dicho, la mayoría de los testimonios iba en el primer sentido, es decir, señalando la culpabilidad del reo, hubiera o no sido el declarante testigo directo del acto. La palabra alrededor de la persona del reo pesaba de forma decisiva para que fuera considerado culpable o inocente, lo que tenía consecuencias a la hora de determinarlo en el plenario.
Estos testigos iniciales podían variar según las circunstancias iniciales del delito. En primer lugar, estaba el propio denunciante, a quien el juez podía interrogar nuevamente; de modo que su testimonio podía ser susceptible de ratificación en el plenario. En segundo lugar, estaban los que fueron testigos directos del hecho o que hubieran "oído" sobre él. Para los jueces, en términos generales, no parecía haber distinción entre ambos testimonios: ambos apuntaban a lo mismo. Además, en esta parte se observa una particularidad que hacía crecer el número de folios de los expedientes, y era que cada hombre o mujer mencionado por el primer testigo como conocedor de alguna información relacionada con el caso era a su vez llamado a declarar. De ese modo, el material probatorio a favor o en contra del reo constituido por los testimonios terminaba ocupando una parte sustancial del expediente.
Por otro lado, también podían testificar ante el juez los sujetos que hubieran capturado al reo, como los alguaciles o los ministros de vara u otros vecinos. Esto, de nuevo, indica lo inadecuado de aproximarse a la justicia de este periodo desde criterios del presente; en este caso, a partir de considerar una separación entre los "funcionarios" del Estado encargados de la criminalización primaria y secundaria, y los "civiles" que solo serían accesorios de ella. Esto no implica negar que la jurisdicción ordinaria fuera el ámbito por excelencia para el juicio y castigo de los delitos, pero se trata de una actividad no burocratizada ni "codificada" y ejercida por agentes que ni siquiera contaban con un sueldo fijo, con excepción de los miembros de la Audiencia.
3. LA DECLARACIÓN INDAGATORIA O INSTRUCTIVA Y LA CONFESIÓN
3.1 La declaración indagatoria o instructiva
Un cambio visible desde al menos 1804, que de nuevo indica una creciente formalización de la justicia, es la aparición en los juicios de las declaraciones "instructivas" o "indagatorias" (AGN, SC, CJ, l. 81, ff. 617-638). El hecho de que las primeras de estas declaraciones fueran ordenadas por la Real Audiencia indica que la práctica fue introducida en Santa Fe a través de ese tribunal, como sin duda debía suceder con cualquier innovación importante en la práctica judicial, aunque desde 1805 los alcaldes ordinarios ya pedían también estas declaraciones (AGN, SC, CJ, l. 2, ff. 616-662). De acuerdo con el jurista español Marcos Gutiérrez en su Práctica criminal, esta era una primera declaración que se tomaba al reo, diferente de la confesión, la cual no era "ni precisa ni sustancial en el juicio, porque las leyes no la han establecido, y solo la ha introducido la costumbre de los tribunales, por creerse muy útil y oportuna" (Gutiérrez, 1819, p. 240). Con ella se buscaba obtener información "general e indirecta" que el reo pudiera dar sobre sí mismo, y "con particularidad del delito"; pero, a diferencia de la confesión, en ella no se le debía "hacer cargo de la culpa que resulta contra él en los autos, ni pueda venir en conocimiento de ella" (Gutiérrez, 1819, p. 240). En otras palabras, en la declaración instructiva el juez no presionaba, o no debía presionar, al reo para que confesara su delito, sino que se limitaba a hacerle preguntas en el sentido indicado por Gutiérrez. En el caso de Santa Fe, por ejemplo, las preguntas eran sobre si era soltero o casado, su "calidad", oficio, patria, lugar de habitación, la causa de su prisión (pregunta habitual en las confesiones que parecía dirigida dirigir la respuesta del reo hacia su propia culpabilidad), sobre quién cometió el delito (en caso de que negara haberlo cometido), entre otras referidas al caso concreto. Los jueces generalmente daban la orden para tomarla en el mismo auto en que determinaban recibir la sumaria información.
Es decir que ambas formas de obtener información del reo entraron a coexistir dentro del proceso penal, aunque inicialmente no en todos los casos. De hecho, en la práctica los jueces podían interrogar al reo durante la declaración instructiva como si fuera una confesión. En un proceso de 1806, por ejemplo, el fiscal criticaba al comisionado que hubiera hecho cargos al reo, "por vía de rigurosa confesión bajo el nombre de declaración ilustrativa, sin que precediese prueba alguna de su criminalidad" (AGN, SC, CJ, l. 12, ff. 447-483). Este caso también muestra que, a pesar de la tendencia a presuponer la culpabilidad del reo, en ocasiones no era así cuando la causa llegaba a la instancia superior de la Real Audiencia (de todos modos, en el caso mencionado la opinión del fiscal tenía que ver con un conflicto previo con el oidor que había ordenado la comisión). En la década de 1820, ya en el periodo republicano, también se observa que los jueces seguían tratando la declaración instructiva como una especie de confesión (Toro, 2019).
3.2 La confesión
La confesión era la "reina de las pruebas en el proceso criminal" (Levaggi, 1994, p. 377). En una época como la del virreinato de la Nueva Granada, en la que el delito y el pecado no habían terminado de convertirse en transgresiones completamente diferenciadas, la confesión no era solo una práctica religiosa, sino además judicial. En este caso, si el reo confesaba, su culpabilidad resultaba completamente establecida a ojos del juez. En Santa Fe la confesión se desarrollaba en el lugar de detención del reo, es decir la cárcel pública, si la causa había llegado a los alcaldes ordinarios o en la cárcel de Corte, si la causa la conocía la Real Audiencia. Los corregidores también llegaban a tomar confesiones en el pueblo donde estuviera detenido el reo, pero, como he mencionado, en la práctica la jurisdicción de estos jueces se fue limitando con el tiempo y tendían a limitarse a instruir el sumario hasta antes de la confesión, para luego remitir la causa a la capital.
El juez procedía, de un modo similar al de los interrogatorios a los testigos, a indagar al reo a partir del auto cabeza de proceso. En primer lugar, le preguntaba sobre su edad, "calidad", oficio y vecindad, para luego pasar a inquirir sobre si sabía o no el motivo de su prisión. Cuando el confesionado resultaba ser un menor de veinticinco años, era necesario nombrarle un curador inmediatamente. Estos curadores tendían a ser los mismos procuradores del número nombrados para la defensa de los reos. La pregunta al reo sobre el conocimiento del motivo de su prisión indica la presunción implícita de culpabilidad, pues una respuesta en el sentido de ignorarlo equivalía, para los jueces, a una negación del delito. Las siguientes preguntas eran formuladas por el interrogador a partir de la presunción de que el reo era culpable, y sus negativas motivaban preguntas adicionales que en realidad eran afirmaciones que lo presionaban para asumir su culpabilidad y la de sus supuestos cómplices, o "reconvenciones" obligándolo a que la aceptara, refiriéndose a los autos o a una declaración concreta como si fuera información definitiva de su culpabilidad. Esta presión se hacía, por ejemplo, de este modo: "reconvenido como niega cuando de los autos consta que él robó" o "cuando del sumario consta (o resulta)", "para que no se perjure", o incluso con más detalles sobre la supuesta culpabilidad del reo.
Así, en la práctica, interrogar en una confesión implicaba con frecuencia acusar y presionar al reo para que aceptara su delito. La legislación de las Siete Partidas y los doctrinantes señalaban que las confesiones hechas por temor, amenazas de tormento o promesas de liberación no debían valer en el proceso. Estos recursos violentos no aparecen en el contenido escrito de las confesiones llevadas a cabo en Santa Fe, pero de todos modos es evidente que las insistentes reconvenciones y presiones sí tenían el objeto de incitar temor en el reo para que aceptara su culpa.
Si el reo no confesaba, el juez señalaba que estaba "negativo", pero el proceso continuaba a partir de la presunción de su culpabilidad. Otro término que aparece es el de "convicto", que los fiscales usaban en su acusación en los casos en que el reo no había confesado, para dar a entender que, a pesar de esa negación, era culpable de todos modos. Es decir que, fuera cual fuera el resultado de la confesión, que el reo aceptara o negara los cargos, el resultado en términos procesales era el mismo: que el fiscal pasara a su acusación, con lo que se daba inicio al plenario.
4. EL PLENARIO
En esta fase se formalizaba el litigio entre las partes y se debatían y probaban las posturas enfrentadas de la acusación y el reo (Alonso, 1982). A diferencia del sumario, esta fase era "contradictoria por esencia", es decir, acusatoria; pero esta característica se veía adulterada en la práctica por la "asunción por parte del juez de una función acusadora" (Alonso, 1982, p. 213), lo que sucedía tanto en Castilla como en Santa Fe. Es decir, en la práctica, el reo tenía dos acusadores: el propio juez y el fiscal, lo que se mantuvo a lo largo del periodo de esta investigación.
En este punto es también necesario señalar que mientras que todos los procesos a cargo de los alcaldes ordinarios seguían el "orden complejo" del proceso penal ordinario (es decir, todos los pasos que se examinan en el presente artículo), cuando el proceso tocaba a la Real Audiencia en primera instancia en ocasiones el trámite seguía el "orden simplificado" que en Castilla el Tribunal de alcaldes de casa y corte venía siguiendo desde el siglo XVII. (Alonso, 1982). Este orden, como indica su nombre, simplificaba considerablemente el juicio plenario, además de que la confesión formaba parte de este y no del sumario. De hecho, esta simplificación podía extremarse hasta pasar por alto todo el plenario: en 1760, por ejemplo, la Real Audiencia condenó a dos sujetos por ladrones luego de las diligencias del sumario (AGN, SC, CJ, l. 98, D.17).
4.1 La acusación y la contestación al traslado
Luego del sumario que, como señala Alonso (1982), "ha servido para preparar los cargos inculpatorios contra el reo, con un acopio importante de datos" (p. 213), el juez ordenaba el traslado al acusador, quien procedía a plantear formalmente por escrito la acusación contra el reo. Debido a lo raro de los casos que iniciaban por acusación en estricto sentido, la tendencia era que los acusadores fueran los fiscales. Estos podían ser, si la causa era de jurisdicción de la Audiencia, fiscales de lo criminal de dicho Tribunal; si era conocida por los alcaldes ordinarios, eran abogados de la ciudad que actuaban nombrados como agentes fiscales.
En el escrito de acusación, el fiscal "hacía cargo" y "ponía acusación en forma" al reo, para luego solicitar que fuera condenado. El contenido de esta parte podía variar e incluir argumentos extrajurídicos, pues en este contexto histórico el cumplimiento de criterios materiales o sustanciales en el derecho y la justicia tenía un gran peso en la conciencia de los legisladores y de los juristas (Garriga, 2002; García, 2005). Por este motivo, no extraña que los fiscales generalmente expresaran las razones por las que consideraban que debía imponerse el castigo, más allá de la transgresión de la norma.
En otros casos, los fiscales señalaban la "mala vida", las "malas costumbres del reo", junto con consideraciones en el sentido arriba señalado sobre la necesidad del castigo en "obsequio de la vindicta pública", "en obsequio de la seguridad pública y escarmiento de los malhechores", etc. En general, el criterio era la ofensa a la sociedad cometida por el delincuente. Todo esto, además, se comprende por la condición de problema público que los robos, hurtos y abigeatos venían adquiriendo entre las autoridades desde inicios del virreinato (Toro, 2019). La gravedad de estos delitos no estaba tanto en la afectación de los bienes de los miembros de la comunidad individualmente considerados, sino en la transgresión de los intereses de la sociedad entera. Las consideraciones fiscales sobre la necesidad del castigo en obsequio de la vindicta pública y para escarmiento del reo se mantuvieron a lo largo todo el periodo estudiado.
A la acusación del fiscal contestaban los procuradores del número nombrados en defensa del reo en un escrito redactado con asistencia de un letrado. Con este escrito se fijaba la postura del reo en el litigio "rechazando los cargos inculpatorios, alegando lo conveniente a su favor, o presentando excepciones" (Alonso, 1982, p. 214). El conjunto de los procesos consultados muestra que los procuradores de pobres de Santa Fe contestaban generalmente que el reo era inocente de los cargos remitiéndose, por ejemplo, a la confesión en que los hubiera negado. También podían pedir que el reo fuera liberado de la prisión, lo que terminaba siendo un ritual sin consecuencias en el proceso, pues aún no había tenido lugar la etapa de pruebas y, por otro lado, los jueces rara vez dejaban libre el reo en virtud de esta solicitud, excepto en los muy raros casos en que constituía fianza. Por otro lado, los procuradores también podían señalar defectos en los testimonios, como por ejemplo que los testigos no "prestaban mérito" (aunque esto tampoco tenía consecuencia alguna en el proceso) y anunciar que darían pruebas a favor del reo. Otra contestación frecuente era la solicitud de clemencia a los jueces a la hora de imponer la pena, con expresiones como que el reo era "digno de absolución o al menos de pena más moderada", por ejemplo, en los casos en que el Procurador reconocía que el reo sí había cometido el delito. La minoría de edad, la vejez, la enfermedad y la condición social de los reos podían servir como argumentos para la defensa del reo y para apelar a la piedad de los jueces.
La condición de miserable también servía como argumento a favor de los reos, como se ve en otra contestación en un caso de 1807, que sirve asimismo para ilustrar la mezcla de argumentos jurídicos con otros dirigidos a influir en la conciencia de los jueces. El procurador alegaba que la pena pedida por el fiscal era excesiva "por ser un hurto simple de una cosa de poco valor"; que el delito no era calificado y merecía una pena suave para su corrección y que un castigo severo estaba "reservado para los ladrones que su pertinacia y reincidencia se han hecho acreedores al odio de las leyes". Asimismo, añadía que si el reo hubiera sido corrompido habría sido digno "del odio de la sociedad y del rigor con que las leyes castigan a estos delincuentes", pero que no era un "ladrón famoso" sino un miserable que creyó que él [toro hurtado] no tenía dueño. Por lo anterior, pedía "una pena más suave y proporcionada a la naturaleza del hurto y las circunstancias que lo caracterizan" (AGN, SC, CJ, l. 105, D. 4).
Además de los anteriores argumentos, las peticiones de clemencia de los procuradores en sus contestaciones podían ir acompañadas de referencias al derecho castellano (recordemos que eran textos redactados por un asesor letrado en derecho), sobre todo la Recopilación castellana de 1567 y las Siete Partidas. En cuanto a la Novísima Recopilación de 1805, no se observa en ninguno de los casos de la primera década del siglo XIX que se consultaron para este trabajo.
Como señalé, los argumentos de los defensores en la contestación al traslado de la acusación eran una formalidad que rara vez tenía una consecuencia a favor del reo. Esto puede explicar que fueran perdiendo importancia en la década de 1820 y de hecho dejaran de aparecer en los procesos a comienzos de la República (Toro, 2019).
4.2 El periodo probatorio y las pruebas
La información recogida en el sumario no era en sí misma prueba de la culpabilidad del reo, pero en la práctica se constituía en un material dirigido precisamente a ese efecto. En el periodo probatorio, ambas partes, defensora y acusadora, presentaban por escrito las listas de testigos que creían pudieran servirles, así como el interrogatorio de preguntas a cuyo tenor se solicitaba que fueran examinados (Alonso, 1982). Sin embargo, en la práctica judicial de Santa Fe, donde los casos con parte acusadora privada eran escasos y predominaba la acusación fiscal, esa lista e interrogatorio era presentado por los defensores, por su parte, los fiscales se limitaban a llamar a los testigos hábiles del sumario para que ratificaran su primer testimonio y de ese modo fueran válidos como prueba.
Podía ser testigo cualquier persona, hombre o mujer, que no careciera de razón y que no tuviera interés en alterar o faltar a la verdad ni ser de mala fama conocida; asimismo debían tener más de veinte años y no estar presos (Gutiérrez, 1819). Para que el juez pudiera condenar al reo, la prueba debía ser plena y, en cuanto a los testimonios, constituían plena prueba para hacerlo dos testigos cuyo testimonio no hubiera sido controvertido por tachas o defectos, y que estuvieran de acuerdo "en el delito, su perpetrador, lugar", como de nuevo señalaba Marcos Gutiérrez (p. 258). Esto significa que un solo testigo no era suficiente para que el juez condenara al reo.
El periodo probatorio se abría por un auto emitido por el juez. En el caso de los alcaldes ordinarios, lo hacían asesorados de un letrado. Estos autos se motivaban con base no solo en la ley, sino además en la doctrina. La legislación no era la única fuente normativa para quienes administraban justicia, tanto en las alegaciones de los defensores y fiscales, como en los fallos en los que aparece una motivación, no es inusual encontrar referencias de autoridad de los doctrinantes. Los autos de los alcaldes ordinarios podían incluir la motivación expresada por el asesor o podían ser un texto aparte en el que se limitaban a aprobar lo pedido por el asesor en su dictamen. También se debe destacar que los autos de la Real Audiencia decretando que la causa se recibiera a prueba no incluían la motivación al respecto, siguiendo el uso de no motivar ninguna de sus decisiones, incluyendo las sentencias.
En cuanto a los interrogatorios pedidos por los defensores, se centraban en preguntas sobre las calidades del reo que pudieran demostrar su inocencia. Al igual que en la contestación al traslado, se trataba no de la demostración objetiva de que el reo hubiera cometido el delito, sino de mostrar que sus cualidades como miembro de la comunidad implicarían que no pudo haber cometido el delito. Los testigos llamados eran vecinos que conocieran al reo y cuyo testimonio pudiera ser creíble por su propia reputación en la comunidad. De todos modos, generalmente se trataba de gente de la misma condición social del reo, por lo que los jueces, si tomaban en consideración su dicho, era ante todo por la "religión del juramento" de sus testimonios y lo que pudieran indicar en conjunto sobre la reputación y buena conducta del reo.
Cuando se trataba de mujeres procesadas, las preguntas de los procuradores estaban dirigidas asimismo a que los testimonios en su conjunto dieran una imagen favorable sobre su conducta. Por ejemplo, podían preguntar a los testigos si la conocían como "mujer de confianza, y de ningún modo entregada al vicio de ladrona", o que la mujer había "sido de buena y arreglada conducta, sin que la haya perseguido la justicia por hurto o concubinato" (AGN, SC, CJ, l. 6, D. 33).
El periodo probatorio podía variar entre nueve y cuarenta días, aunque en la práctica podían ser más, llegando incluso hasta noventa o más. En los casos en que el delito había sido cometido en un pueblo de la jurisdicción de Santa Fe, los procuradores solían pedir prórrogas debidas a las distancias de la ciudad con los pueblos de vecindad del reo, puesto que los testigos que pedían a su favor podían ser igualmente vecinos del lugar. Estas demoras prolongaban los sufrimientos los reos en las cárceles, de cuyas condiciones en ocasiones se quejaban los reos. Las mayores demoras eran sobre todo en los procesos por delitos ocurridos por fuera de la ciudad de Santa Fe.
Como señalé, los interrogatorios en el sumario se encaminaban a averiguar sobre el delito y el delincuente, pero su valor probatorio posterior dependía de que el testigo fuera hábil y ratificara su testimonio en el plenario. Sin embargo, en la práctica, todos los testimonios tomados en el sumario, ratificados o no, servían para demostrar la culpabilidad del reo a ojos del juez. Por ese motivo, los alegatos del defensor o del fiscal podían dirigirse a la habilidad o inhabilidad de los testimonios recogidos en el sumario aun cuando no hubieran adquirido la condición formal de prueba a través de su ratificación.
Una vez terminadas estas diligencias, las partes pedían al juez la publicación de las pruebas, o probanzas en el lenguaje del periodo, con el fin de que fueran accesibles a la parte contraria.
4.3 Los alegatos
Luego de cerrada la etapa probatoria, las partes presentaban sus alegatos en contra el reo, cuando se trataba de la parte acusadora o fiscal; o a favor, cuando se trataba de los procuradores que los defendían. En el primer caso se trataba de una profundización de los términos de la acusación a partir tanto de la información probatoria como de los términos del derecho que, a su juicio, se adecuaran al caso, junto con argumentos alrededor de la mayor o menor gravedad del delito frente a la sociedad. Su escrito tendía a reproducir el de la acusación inicial, añadiendo que las pruebas pedidas por el defensor no habían desvirtuado la culpabilidad del reo. El principal argumento de los fiscales tendía a ser que el reo estaba "confeso", aunque podían señalar que reo era "convicto" del delito incluso en los casos en que no había confesado. Cabe recordar que el término "convicto" se refiere a que un acusado es culpable a pesar de su negativa. Esto muestra que para los fiscales pesaba en su acusación la información recopilada en el sumario contra el reo y su propia presunción implícita de culpabilidad incluso más que la propia confesión, a pesar de que esta venía siendo la prueba "más cierta y justa que puede haber en las causas criminales" (Gutiérrez, 1819, p. 236). La palabra del reo no tenía ningún peso frente al dicho de los testigos si sus declaraciones eran coherentes entre sí.
En el segundo de los casos, los procuradores desarrollaban su alegato (realizado con asesoría de un letrado) de forma más elaborada que su respuesta a la acusación, acudiendo asimismo a lo que hubiera resultado a favor del reo a partir de las pruebas, al derecho y a diversos argumentos alrededor de la persona del reo que lo pudieran hacer beneficiario de la piedad o benignidad del juez. Los defensores podían referirse a que el reo no cometió el delito y a que, según los testigos a su favor, se trataba de una persona cuyas calidades personales impedían que fuera delincuente, pero en otros casos se dirigían a pedir la clemencia del juez. Además, podían citar disposiciones de las Siete Partidas o la Recopilación castellana, en las que se encontraban las leyes más usadas judicialmente, para destacar algún error en el juicio o apoyar afirmaciones sobre la inocencia del reo. Cuando pedían clemencia se referían a la ignorancia, rusticidad, la edad o el sexo como motivo para le fuera impuesta al reo una pena más leve en la sentencia. Cabe señalar también que tanto fiscales como defensores, en ocasiones también se apoyaban en textos de juristas castellanos, cuya opinión era tenida como autoridad según el tradicional criterio judicial de la "communis opinio doctorum" (Tau, 2016). En un caso de 1782, por ejemplo, el procurador alegaba en favor de su reo menor que los menores de edad defendía "los favorece la menor edad conforme a la ley de partida y al sentir común de los criminalistas" (AGN, SC, CJ, 1. 19, D. 4).
Los argumentos alrededor de la prueba de la culpabilidad iban generalmente articulados con otros referidos a la necesidad del castigo por el daño que el delito había causado a la sociedad. Este tipo de argumentos, en principio "extrajurídicos", se entienden por el predominio de una racionalidad material en la práctica judicial: más que el cumplimiento estricto de unos criterios procesales, para los fiscales lo importante era retribuir a través del castigo a la sociedad ofendida por el delincuente.
5. LAS SENTENCIAS
La sentencia, como menciona Alonso (1982), era el acto final del juicio que condensaba la decisión judicial, ceñida a dos pronunciamientos alternativos: absolución o condena. Es importante destacar que las sentencias emitidas por los jueces ordinarios, a diferencia de lo que sucede en el derecho contemporáneo, no parecían destacar especialmente del resto de actuaciones. En sus fallos, la Real Audiencia de Santa Fe señalaba la pena o la orden de liberación del reo sin indicar la motivación jurídica de la decisión. ¿Por qué se daba esta situación? De nuevo se trata de una característica del derecho vigente en Indias que era una proyección del castellano. La Corona española prohibía a sus jueces la motivación de sus sentencias para que quedaran en secreto las razones que habían llevado al convencimiento de los jueces, quienes debían actuar de acuerdo con su conciencia a partir de su interpretación de diversas leyes, opiniones de juristas y "anotaciones de prácticas y costumbres en cuestiones que eran comunes en todo tiempo o frecuentes según las circunstancias" (Tau, 2011, p. 77) para apoyar su determinación. Por eso, como indica Tau (2011), esa falta pública de explicación "no significaba que los oidores dejaran de estudiar y debatir en los acuerdos los argumentos que inclinaban finalmente sus decisiones" (p. 77).
Un ejemplo de una sentencia condenatoria no motivada, de 1739, es el siguiente:
Vistos: haciendo justicia se condena a Carlos Alonso y Miguel Alonso de Burgos a que sean conducidos a Cartagena en donde servirán por 4 años en lo que los ocupare el Gobernador capital general de aquella plaza los que no quebrantaran pena de que los cumplan doblados en el castillo de Bocachica. 27 enero 1739 [firmas]. (AGN, SC, CJ, l. 4, D. 19)
En cuanto a las sentencias absolutorias, podían ser tan breves como esta: "Vistos: se ha por compurgado cualquiera exceso de Juan José Galeano con la prisión que ha sufrido y póngasele en libertad. 16 diciembre 1806" (AGN, SC, CJ, 18, D. 41).
Ante la falta de motivación de las sentencias, los dictámenes de los fiscales son la principal fuente para observar hoy a las argumentaciones jurídicas que podían tener en cuenta los oidores a la hora de imponer castigos, particularmente cuando la pena pedida por el fiscal coincidía con la que terminaba imponiendo el tribunal. De todos modos, dicha falta de motivación no tiene que interpretarse desde hoy como un "defecto" o una carencia, sino que se trata de una expresión una cultura jurídica en la que prevalecía el arbitrio de los jueces sobre la estricta legalidad. Asimismo, el examen de las penas por sí mismas es también una forma de aproximarse a esa cultura jurídica en la que el arbitrio judicial y la racionalidad material seguían pesando a la hora de decidir el destino de los reos más que las consideraciones estrictamente formales.
Una consecuencia de esta esta flexibilidad, se veía, por ejemplo, en la combinación de castigos que era usual tanto en las sentencias de la Real Audiencia como de los alcaldes ordinarios. Por ejemplo, en algunas sentencias las penas basadas en criterios de utilidad común como los trabajos en obras públicas, podían ir acompañadas de castigos ejemplarizantes como los azotes. En otros casos, el reo podía ser condenado tanto a pagar una multa como a ser desterrado de la ciudad. No era frecuente que se ordenara a los reos, por lo general mestizos o blancos pobres, al pago de las costas procesales, lo cual se debía precisamente a la condición de miserables de la casi totalidad de ellos.
En las sentencias de los alcaldes ordinarios estos se limitaban, en primer lugar, a decir si se conformaban o no con el dictamen de los asesores. En el segundo caso pedían un nuevo dictamen y decidían de nuevo a partir de la nueva opinión. Ahora bien, lo usual era que los alcaldes estuvieran de acuerdo con la totalidad del dictamen de los asesores. Los cambios podían ser aclaraciones adicionales, como por ejemplo, sobre el lugar en que debía cumplirse la condena. En tercer lugar, tratándose los hurtos y otros delitos con pena corporal, cuando el reo no apelaba a través de su defensor, los alcaldes siempre remitían el fallo en consulta a la Real Audiencia, siguiendo la práctica castellana. En segunda instancia, el tribunal aprobaba, modificaba o revocaba la sentencia apelada o consultada. Las apelaciones eran más raras que las consultas, en ellas los defensores argumentaban que el fallo había sido "gravoso" y perjudicial para los intereses del condenado. Cuando el fallo de segunda instancia era asimismo adverso, los defensores interponían el recurso de súplica, frente al cual la decisión del Tribunal tendía a confirmar su sentencia anterior.
De un modo análogo a la forma de decidir de la Real Audiencia, los alcaldes ordinarios no motivaban sus fallos, sino que tendían a limitarse a aprobar o no el dictamen de los asesores. Estos, de un modo similar a los fiscales, sí expresaban las bases jurídicas de la decisión que solicitaban al alcalde frente al reo, fuera condena o absolución. En los dictámenes asesores valoraban las pruebas (testimoniales, ante todo, como se ha visto) y los indicios, y para recomendar la pena correspondiente se apoyaban en la legislación real y, en algunos casos, en la autoridad de juristas peninsulares como el mencionado Gonzalo Suárez de Paz, Antonio Gómez y Juan de Hevia Bolaños, entre otros.
CONCLUSIONES
En este trabajo estudié la estructura del proceso criminal y su desarrollo en la práctica en la región central del virreinato de la Nueva Granada. Esta primera aproximación servirá como punto de partida para investigaciones que profundicen en temas como el arbitrio judicial y los castigos, el rol de los fiscales y asesores, el uso de la doctrina en los procesos, las apelaciones o las nulidades, por ejemplo. La historia del derecho durante el periodo Colonial en Colombia es un campo aun escasamente explorado, lo que a su vez significa una oportunidad para los interesados.
Durante el virreinato hubo un incremento de la actividad de la justicia real por iniciativa del gobierno monárquico a través de la Real Audiencia, que además buscaba una mayor formalización de la justicia a través de su propio predominio como juez no solo de segunda, sino también de primera instancia, además del nombramiento de jueces de barrio y pedáneos que facilitaran el desarrollo de los sumarios (Toro, 2019). Como señalaba el propio Tribunal, "siendo a cargo de la Audiencia, no solo el despacho de las causas civiles, sino también las criminales; le es indispensable para evitar mayores males, y suplir la impericia de los Jueces inferiores particularmente del campo o retirados" (AGI3, SF, 697).
El procedimiento judicial era la forma a través de la cual la Real Audiencia y los demás jueces ordinarios ejercían su autoridad jurisdiccional en materia criminal; se trataba de una actividad que, aunque estaba sujeta a reglas establecidas en las leyes y desarrolladas en la doctrina, al mismo tiempo había tomado su forma a partir de la propia práctica judicial. El modelo penal mixto de origen castellano estuvo vigente durante todo el virreinato, con las particularidades que he indicado. Después de la Independencia, sus variaciones legales en la década de 1820 estuvieron dirigidas a hacerlo más simple y expedito en función de una mayor eficacia para controlar el creciente problema de los delitos después de la Independencia. Pero la estructura se mantuvo.
El proceso penal era, asimismo, un ejemplo de la manera en que una cultura predominantemente oral, como la de la población pobre neogranadina, interactuaba e influía en un aspecto de la cultura escrita, como era el desarrollo del procedimiento penal ordinario. Recordemos que en este procedimiento mixto, a diferencia de los puramente acusatorios, todas las etapas procesales quedaban plasmadas por escrito.