INTRODUCCIÓN
En su texto, Es tarde para el hombre,Ospina (1994) cuestiona con ahínco lo siguiente:
¿Conocemos a los hombres de los árboles que nos acompañan en esta misteriosa aventura? No basta, creo yo, protegerlos de los saqueos de la industria insaciable; es necesario conocerlos y amarlos. ¿Conocemos la asombrosa variedad de las criaturas que son como nosotros, hijas del territorio? ¿No son sinsontes y armadillos, ranas y mariposas, nuestra responsabilidad? Ya sabemos que el hombre no puede destruir todo sin destruirse, hay que saber también que el hombre no puede salvarse sin salvarlo todo. Tal vez a nosotros nos corresponderá cambiar la declaración de los derechos del hombre por una Declaración Universal de los derechos del mundo (p. 127).
Pensar el Antropoceno implica hallarnos ante un reto ético que se hace imperativo. De acuerdo con la máxima de Ortega y Gasset (2010): «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» (p. 77), el reto de hacer filosofía en el mundo contemporáneo nos remite directamente a tomar partido ante el grito de la tierra: o somos cómplices de manera suicida de la ignominia, o transformamos el mundo en que nos encontramos si queremos hallarnos como proyectos en el devenir mismo del mañana.
Las transformaciones materiales necesarias para enfrentar los problemas del Antropoceno se soportan de manera amplia en algunos cambios culturales fundamentales. En este texto vamos a concentrarnos en revisar algunos supuestos desde los cuales se plantea un cambio en la forma de pensar y relacionarnos con la naturaleza.
Específicamente, desde un punto de vista decolonial, cuestionamos los supuestos etnocéntricos y racionalistas modernos que subyacen en muchos de los análisis filosóficos sobre el Antropoceno, y proponemos identificar a las perspectivas coloniales modernas como el principal sustrato o base sobre el que se establece la nueva era. Desde este punto de vista, proponemos emplear el término: «Antropomodernoceno».
Planteamiento del problema
La ciencia ha dictado sentencia: como lo indicaron Crutzen y Stoermer (2000), cada día se reúne más evidencia del tránsito que como humanidad hemos gestado entre la era del holoceno a la del Antropoceno. Arias Maldonado (2018) expresaba que: «Las modalidades más importantes de ese impacto antropogénico [… nos permite] designar un periodo geológico cuya principal fuerza motriz es el ser humano» (p. 36).
Las principales expresiones del Antropoceno, como el cambio climático, deben ser interpretadas en esa clave, a saber, como la degradación de la biosfera y de los ecosistemas, derivado de una lógica antropogénica. Hemos creado un nuevo devenir natural provocado por el uso indiscriminado de los recursos y la sed insaciable de cambios tecnológicos. Nos hemos encubierto en la desmesura de occidente que denunciaba con amargura Albert Camus en 1948 (Camus, 1996).
Así, entonces, el Antropoceno debe ser leído en un doble registro, esto es, desde el llamado científico que resulta ser una verdad sin más, en la que las cifras, los datos y la relación causa-efecto resultan ineludibles; y desde la necesidad de aguzar el oído para escuchar los cuestionamientos de las relaciones socioculturales en las que nos hallamos en el marco mismo de la modernidad (y en la que quisiéramos detenernos en este texto).
Hoy tenemos suficiente información para señalar con claridad que el origen de la nueva era geológica se produjo a partir de la industrialización de la segunda mitad del siglo XX. Cada día se reúne más evidencia de registros geológicos que lo confirman, además de los cambios evidenciados por las grandes aceleraciones de varios factores planetarios, y el sobrepaso de la mayoría de los límites planetarios, como lo han mostrado las investigaciones de Steffen et al. (2004, 2015) y de Rockström et al. (2009). En las relaciones sociales de producción en el periodo preindustrial y en las primeras revoluciones industriales, el hombre modificó elementos de su entorno que repercutieron directamente sobre la vida cotidiana, pero sin un impacto global. Sin embargo, la revolución industrial del siglo XX fue el take-off, como lo llama el pensador Eric Hosbsbawm, o el detonante del problema a escala global. Según él, «ninguna sociedad anterior había sido capaz de romper los muros que una estructura social preindustrial, una ciencia y una técnica defectuosas, el paro, el hambre y la muerte imponían periódicamente a la producción» (Hobsbawm, 2007, p. 35). Resulta evidente que ello repercutió en la era del imperio, en la que la revolución tecnológica demostró el éxito de la lógica de la producción «cuando se aplicaron a la vida doméstica la ciencia y la alta tecnología» (Hobsbawm, 2009, p. 60), y donde la intersubjetividad se moldeó desde ella.
Sin embargo, esta detonación del Antropoceno en la mitad del siglo XX tuvo unos antecedentes remotos, o se cocinó a fuego lento en los siglos anteriores desde la emergencia del mundo moderno. Más allá de los datos científicos sobre los cambios del planeta, este texto pretende mostrar cómo los problemas del Antropoceno hunden sus raíces algunos siglos antes, en la cultura moderna europea. Las condiciones que permitieron tener las capacidades para impactar el planeta y provocar una nueva era geológica se comenzaron a evidenciar hace varios siglos, y lo que ha sucedido en el siglo XX puede ser leído también como la consecuencia de unos cambios culturales no tan tangibles como los registros físicos, pero fundamentales.
Esta búsqueda de las raíces profundas y los presupuestos del Antropoceno se ha manifestado en muchos debates. Seguramente el más amplio es el de los posibles presupuestos antropocéntricos del concepto de Antropoceno. Por ejemplo, Latour (2017, 2019) ha cuestionado el sentido simplista y apocalíptico supuesto en este concepto, al designar a la humanidad como un todo homogéneo, responsable de la situación, sin mostrar la diversidad de actores, fuerzas y agencias involucradas. Esto ha conducido a invisibilizar las desigualdades y las dinámicas de poder que están en el corazón de la crisis, a no comprender su relación con una idea engañosa de modernidad, y a paralizar la reacción frente a la crisis. Frente a estas limitaciones, este autor ve necesario abogar por un enfoque más complejo y contextualizado, colectivo y responsable. Haraway (2016, 2017) ha cuestionado el supuesto de que del accionar humano dependen tanto los problemas como las soluciones de las crisis suscitadas por el Antropoceno, en la medida que ha sido la principal fuerza de cambio en la tierra. Este supuesto antropocéntrico ha ocultado que los humanos estamos intrincadamente conectados con otras formas de vida, y, por ende, debemos comprometernos con la coexistencia y la justicia multiespecie.
Frente a las limitaciones del concepto, y la complejidad de lo que implica la emergencia de esta nueva era, se han propuesto otros conceptos como los de capitaliceno, chthuluceno, occidentaliceno, etc. En contraste con la generalidad del concepto de Antropoceno, Moore (2016) ha precisado que el capitalismo ha sido el factor clave del surgimiento de la nueva era geológica, en la medida que ha sido la fuerza motriz detrás de la degradación ambiental y la crisis ecológica. En consecuencia, ha propuesto el concepto de capitaliceno, refiriéndose al período en el que el capitalismo ha estado dominando la relación entre la humanidad y la naturaleza, y ha llevado a la sobreexplotación de los recursos naturales, la degradación ambiental y el cambio climático. El capitalismo no solo ha explotado a los trabajadores, sino también a la naturaleza, considerándola como una fuente inagotable de recursos. Además, la expansión y las dinámicas de acumulación ilimitada de capital no se han frenado frente a los problemas ambientales, debido a la capacidad de esta perspectiva para externalizar los costos ecológicos y sociales.
Por otra parte, desde una perspectiva cultural, los pensadores decoloniales han asignado la responsabilidad de la crisis planetaria, especialmente, a la cultura y el pensamiento occidental moderno, en lugar de la humanidad en general. En correspondencia han preferido emplear el concepto de occidentaloceno, para recalcar la responsabilidad de ciertas sociedades occidentales industrializadas, sobre todo de aquellas que han sido históricamente dominantes y coloniales, de ejercer una influencia significativa en la configuración del sistema económico global y en la explotación de los recursos naturales, a través, fundamentalmente, de la expansión del capitalismo y todo lo que se deriva de él.
Frente a estos planteamientos, Haraway (2016, 2017) ha propuesto analizar el origen de la situación del Antropoceno desde una perspectiva más amplia, a través de la propuesta del concepto del chthuluceno. Este neologismo, introducido por Haraway, se basó en el nombre de la araña Pimoa cthulhu, que habita en California, y alude a la idea de lo tentacular. Aunque también se puede relacionar con el término Cthulhu, que alude al horror cósmico generado por una criatura fantástica creada por el escritor H. P. Lovecraft, y con los términos griegos chthonic o ctónico, que se refieren a todo lo relacionado con la tierra, especialmente en el contexto de lo subterráneo y lo oculto. Con este concepto, ella ha asociado la situación al tipo de relaciones que hemos sostenido desde la cosmovisión moderna, que ha ocultado otras cosmovisiones y formas más profundas de relaciones. Y ha enfatizado en la importancia de reconocer la interdependencia y la coevolución de todas las formas de vida en el planeta, recalcando en los sentidos de parentesco, frente a las nociones modernas de individualidad y soberanía. Para entender esta interconexión o parentesco fundamental es preciso, como señala Moreno Ortiz (2020), asumir una ontología relacional y replantear nuestra concepción estándar de la agencia humana.
Este tipo de cuestionamientos a la noción y al sentido del concepto de Antropoceno, y su origen, se han ido articulando y relacionando con un punto de vista decolonial en América Latina, por ejemplo, en los textos de Tavares (2022), Albán y Rosero (2016), Cornejo Puschner (2020), Blanco-Wells y Günther (2019) y Pacheco Huaiquifil (2022). Estos cuestionamientos se han integrado también con otras perspectivas amplias, como la de la geopolítica ambiental latinoamericana, o la ecología política en América Latina, o la gobernanza ambiental en América Latina, en los textos de Martínez-Alier et al. (2015), Ulloa (2011) y Leff (2003). O se han inscrito dentro de una reflexión antropológica y ontológica en América Latina desde Viveiros de Castro (2010, 2013).
Además de su fundamentación científica, las discusiones sobre la noción, el sentido y el origen del Antropoceno entrañan una gran complejidad política, cultural y social, como hemos señalado brevemente. Pero en este texto vamos a orientar la reflexión únicamente por el camino de la crítica al sentido y al origen de la situación del Antropoceno, a partir de los aportes que puede ofrecer una perspectiva decolonial latinoamericana, y de las implicaciones éticas que se desprenden de esos aportes.
Ubicar el lugar de la discusión puede ser más que una torpe manera de hallarse ante el fenómeno. El debate entre biólogos, científicos, geógrafos, sociólogos y demás, sobre el origen del problema y el nicho disciplinario que debe dominar la discusión, puede ayudar a ubicar muy bien las raíces del problema, y puede ayudar a desplazar el foco hacia el imperativo ético, según el cual debemos cambiar el estilo de vida. De las múltiples opciones1 que rastrea con rigor Arias Maldonado (2018) sobre el origen del Antropoceno, enunciaremos un elemento que nos parece fundamental a la hora de discutir:
… el primer contacto entre el Viejo y el Nuevo Mundo a raíz del descubrimiento y la colonización de las Américas. El reencuentro entre las tierras de Afroeurasia y América, debido a la acción humana, pone fin a una separación que había durado millones de años. Se hace así́ posible la interacción de sus respectivas vidas naturales -o biotas- y se abre un periodo de rápida influencia antropogénica sobre el paisaje americano. Esto desencadenará inesperados efectos socioecológicos globales […] si pensamos en términos del sistema-mundo teorizado por Immanuel Wallerstein, el intercambio colombino marca el inicio de la explotación colonial, la acumulación capitalista y los primeros trazos de un sistema global de comercio que, podría argüirse, constituyen la principal causa del Antropoceno (p. 49).
Detenerse aquí implica recuperar una pregunta capital dentro de la discusión sobre el Antropoceno: ¿quién es el anthropos del Antropoceno? Diluir la responsabilidad en un «nosotros» confuso, bajo la categoría de humanidad, presenta serias dificultades, puesto que resulta evidente que la crisis que atravesamos está marcada por la concentración del poder político y económico en manos de unos imperios, grupos y personas a lo largo de los últimos tres siglos. Por eso, con justicia, Arias Maldonado (2018) señala que para algunos autores resultaría mucho más acertado hablar de Capitaloceno o de Oligoantropoceno. Por ejemplo, para Sloterdijk (2018), los agentes que adaptaron e impusieron las técnicas desarrolladas en un rincón del mundo llamado Europa son los responsables de la transformación y crisis planetaria por lo que «sería más oportuno hablar de un “Euroceno”, o de un “Tecnoceno”, iniciado por europeos» (p. 11).
De igual manera, Arias Maldonado (2018) expresa que la deconstrucción del anthropos por parte de la tradición ecofeminista denuncia que,
… El ideal universal del humanismo ha sido objeto de crítica y rastreado hasta sus orígenes, donde nos encontramos -en palabras de Rosi Braidotti- con un sujeto dominante «masculino, blanco, urbanizado, hablante de una lengua estándar, inscrito heterosexualmente en una unidad reproductiva, ciudadano pleno de una comunidad política reconocida». De manera que, si lo personal es político, también es geológico: la operación de desmontaje del anthropos desemboca en el retrato robot de un culpable con un veredicto unánime: el varón occidental capitalista (p. 53).
Ahora bien, es necesario señalar que para la tierra no hay humanidad buena o mala, empero, nuestro análisis no puede subsumir en un «nosotros» indiferenciado, ahistórico y acrítico la responsabilidad histórica y social de determinados agentes.
Resulta evidente que la intervención del ser humano en la tierra ha causado efectos devastadores. Pero el análisis filosófico debe responder no solo por la determinación de lo qué ha pasado y lo qué está pasando, sino también por las razones y motivos que ha pasado. Es evidente que se debe superar el binarismo de los deterministas que creen en las teleologías históricas y de los antideterministas, donde todo es contingencia, o entre los determinismos y los culturalismos en sus distintas versiones, como lo señala Arias Maldonado (2018):
El debate en torno al Antropoceno reproduce, con algunas variaciones, el antagonismo entre determinismo y culturalismo. Así́, se han ido configurando en los últimos años unos «relatos» que proporcionan distintas explicaciones sobre su origen y desarrollo. Según una de las tipologías disponibles, el relato naturalista prevalecería en las ciencias naturales, mientras que a él se oponen dos discursos que enfatizan las desviaciones culturales y el protagonismo negativo del sistema capitalista: el relato catastrofista y el relato ecomarxista. Fuera de categoría nos encontramos con un relato posnatural que puede relacionarse con el naturalista y desemboca en el transhumanismo: del híbrido al cíborg (p. 124).
Sin embargo, diferimos profundamente con Arias Maldonado (2018) cuando señala que «merece la pena buscar un metarrelato que consiga aunar elementos de todos ellos, […] dando con el justo equilibrio entre naturalismo y culturalismo» (p. 125). No tendría mucho sentido lograr superar las concepciones naturalistas, legadas de las ciencias naturales; las culturalistas, legadas de las ciencias sociales; la catastrófica y la posnatural, establecidas desde el transhumanismo, pero caer en un metarrelato podría conducirnos a negar la alteridad.
Hasta aquí resulta evidente que el debate en torno al Antropoceno se inscribe en la teoría política y en las luchas sociales. El mismo Arias Maldonado (2018) señala que el telón de fondo es político social y cultural, más que un asunto abstracto del ser humano universal: «El problema no es entonces el ser humano, sino una cultura dualista que separa jerárquicamente a la humanidad del resto de la naturaleza y le hace olvidar que pertenece a ella y que de ella depende» (pp. 126-127).
Es decir, el problema antropológico del Antropoceno debe valorar la tensión que subyace en las ideas, la axiología y los hechos, intentando superar la cultura dualista que desembocó en la actitud arrogante de negarle a la naturaleza su alteridad y sumirla en la ignominia ontológica de ser un recurso. La tradición filosófica occidental ha defendido con perseverancia la razón antropocéntrica e instrumental, ha silenciado la naturaleza a tal grado que le quitó hasta la posibilidad del enmudecer2, como lo señala Arias Maldonado (2018),
Esta idea de la naturaleza providencial al servicio del ser humano está presente en Cicerón, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino o Kant: recorre el pensamiento occidental y solo encuentra excepciones en el materialismo epicúreo o en la tradición alternativa cristiana representada por Francisco de Asís o Hildegard von Bingen. Lo que se manifiesta aquí es una vocación de orden que ya se encuentra en los filósofos presocráticos, los primeros que esbozan una explicación racional de la naturaleza y, con ello, la «inventan». El ser humano ya no tenía delante una colección fragmentaria de seres y escenarios, sino una totalidad susceptible de estudio: la Naturaleza. Y, como quiera que para Platón el ser humano se presenta como una criatura divina con alma inmortal, algunos comentaristas hallan en su obra el germen del dualismo que -separando humanidad y naturaleza, así́ como mente y cuerpo- justificará metafísicamente el dominio del medio natural (pp. 129-130).
Sin embargo, el colonialismo y la globalización terminaron siendo el nodo fundamental sobre el cual la relación hombre naturaleza se tejió como la dialéctica epistemológica donde el sujeto ha pretendido dominar al objeto (Quijano, 2007).
ANTECEDENTES DEL “ANTROPOMODERNOCENO”
Unas líneas atrás habíamos expresado que había sido el encuentro con el nuevo mundo un punto de partida importante para pensar el Antropoceno. Si esto resulta ser cierto, el debate fundamental debe partir por resituar la modernidad y con ello darle una cartografía diferente a la forma como se han manifestado determinadas ideas y valores que fueron el fuego que avivó la acción de la crisis ambiental. Justo dentro de esta perspectiva diferimos profundamente del lugar de enunciación propuesto por Arias Maldonado (2018), para quien el contexto general que dispuso las condiciones para el Antropoceno, fue la modernidad en general, que hunde sus raíces sobre el pensamiento occidental desde la cultura griega, como si la modernidad hubiese sido una etapa evolutiva del pensamiento occidental sobre la que se ha asentado la situación universal del Antropoceno: «La llegada de la modernidad, por su parte, marcará el reforzamiento de un programa cultural que se hará́ explicito por medio de la revolución científica y la ideología asociada a ella» (p. 129).
Desde esta perspectiva, el pensamiento occidental moderno sigue siendo el referente universal, incluso para lo más negativo y destructivo, y cuestiones como el colonialismo, son una derivación más de ese pensamiento. En este texto controvertimos esta tesis, al plantear que la mentalidad colonial es constitutiva de la modernidad, y no derivativa, que el pretendido universalismo es una expresión de la mentalidad colonial, y que en esa mentalidad se hunden las raíces del problema del Antropoceno.
Resulta de vital importancia detenerse y seguir la invitación de Julio Cortázar, a saber, que hay caminos que se pueden andar de forma poco usual y quizás allí inicia el camino de la comprensión (Medina Gimenes, 2012). Deseamos, entonces, señalar que el camino es, sin lugar a dudas el que recorrió Dussel en 1992 cuando nos enseñó que: «La Modernidad tiene un "concepto" emancipador racional que afirmaremos, que subsumiremos. Pero, al mismo tiempo, desarrolla un "mito" irracional, de justificación de la violencia, que deberemos negar, superar» (Dussel, 2012, p. 9). Si seguimos este sendero comprenderemos que el gran problema de la modernidad no es como lo señala Arias Maldonado.
Resulta imperativo, entonces, partir de la antítesis fundamental de la modernidad, esto es, que la modernidad no es una endogénesis, en alusión a Hegel (2005), y develar con ello que ella solo se gesta en el marco del encuentro con América. Dussel (2012) señalaría:
El 1492, según nuestra tesis central, es la fecha del «nacimiento» de la Modernidad […]. «nació» cuando Europa pudo confrontarse con «el Otro» […] y controlarlo, vencerlo, violentarlo; cuando pudo definirse como un «ego» descubridor, conquistador, colonizador de la Alteridad constitutiva de la misma Modernidad. De todas maneras, ese Otro no fue «descubierto» como Otro, sino que fue «en-cubierto» como «lo Mismo» (pp. 9-10).
La presencia del Otro en la modernidad implica la confrontación de la alteridad que fue negada mediante la justificación de la violencia. El asunto sigue siendo que la multiculturalidad pretende que la articulación entre la axiología y los derechos resuelvan el problema de la asimetría y la dominación. Al resituar la modernidad, la alteridad emerge, y con ello se cuestiona la episteme dominante. Así, entonces, si seguimos la tesis de Dussel (2000), señalamos con él que «nunca hubo empíricamente Historia Mundial hasta el 1492 (como fecha de iniciación del despliegue del "Sistema-mundo")» (p. 46).
Dentro de las múltiples aristas que se derivan de la discusión quisiéramos detenernos a realizar algunos comentarios dados en el yo, pilar fundamental de la modernidad. Para ello resulta importante asumir el reto de no aceptar el soslayo que se hizo del Otro desde el presupuesto de que una sola cultura se asumió como garante y portadora del universalismo. Es así que se comprende que el etnocentrismo en su versión moderna se presenta como eurocentrismo, incapaz de asumir la alteridad, de hallar el reconocimiento.
El pilar de la modernidad no se construye con el ego cogito cartesiano. Si seguimos subiendo la escalera de espaldas hallaremos qué es lo que antecede al ego cogito cartesiano.
El “Yo” cuyo “señorío” (el “Señor-de-este-Mundo”) estaba fundado en Dios. El “conquistador” participa igualmente de ese “Yo”, pero tenía sobre el Rey en España la experiencia existencial de enfrentar su “Yo-Señor” al Otro negado en su dignidad: el indio como “lo Mismo”, como instrumento, dócil, oprimido. La “conquista” es afirmación práctica del “Yo conquisto” y “negación del Otro” como otro. […] El “yo colonizo” al Otro, a la mujer, al varón vencido, en una erótica alienante, en una económica capitalista mercantil, sigue el rumbo del “yo conquisto” hacia el “ego cogito” moderno (Dussel, 2012, pp. 59-60 y 66).
El Otro irrumpe intempestivamente como Otro ante la totalidad y, por tanto, se expresa desde la exterioridad, el otro que es sometido a la dominación. Es justo ahí que nos debemos situar en la primera modernidad. De este modo, el pliegue de la primera a la segunda modernidad desplazó a España y Portugal:
Si España está fuera de la Modernidad mucho más América Latina. Nuestra hipótesis, por el contrario, es que América Latina, desde 1492 es un momento constitutivo de la Modernidad, y España y Portugal como su momento constitutivo. Es la "otra-cara" (te-ixtli en azteca), la Alteridad esencial de la Modernidad (Dussel, 2012, p. 29).
La primera modernidad se ha manifestado en el marco de la falacia desarrollista y, por ende, en la violencia contra toda alteridad. El ego conquiro, padre del ego cogito, implica la negación de cualquier tipo de representación epistémica, simbólica, espiritual, discursiva. Por tal motivo, el otro queda reducido a la mismidad, hallando su justificación en expresiones como las de Kant, que cree que el hombre es menor de edad por miedo, pereza y cobardía, soslayando el tiempo/espacio, y por ende las circunstancias. La filosofía halla la justificación de la violencia que se ejerce alrededor de la idea de salvar al otro de sí mismo (Gómez-Muller, 1997), lo cual es una violencia moralizada revestida de verdad epistémica.
Es el ego conquiro el precursor de toda violencia contra la naturaleza. Dussel (2014) señalaría que:
En Descartes o Husserl, el ego cogitum construye al Otro -en este caso colonial- como cogitatum, pero antes el ego conquiro lo constituyó como “conquistado” (dominatum). […] en la Reconquista española contra los musulmanes, la palabra cobró el sentido de dominar, someter, al salir a recuperar territorios para los cristianos. En este nuevo sentido queremos ahora usarlo ontológicamente» (p. 305).
Ubicarnos allí implica comprender que colonialidad es constitutiva de la modernidad y no derivativa. Con la incursión del ego conquiro y el universalismo, se le negó la posibilidad a las otras concepciones sobre la naturaleza de entablar diálogos interculturales. Así, Escobar (2000) señala que:
El dominio del espacio sobre el lugar ha operado como un dispositivo epistemológico profundo del eurocentrismo en la construcción de la teoría social. […] la desaparición del lugar está claramente vinculada a la invisibilidad de los modelos culturalmente específicos de la naturaleza y de la construcción de los ecosistemas. Solamente en los últimos años es cuando nos hemos dado cuenta de este hecho (p. 116).
Por lo tanto, si el problema fundamental es la modernidad, y con ello la concepción misma de un tipo de hombre que se asume como un yo dominador capaz de reducir al otro, a lo otro a su esfera de control, manipulación, dominación, valdría la pena preguntarnos si no es posible hablar de modernoantropoceno o antropomodernoceno para expresar con ello que las relaciones de dominación que surgen a partir de 1492 perfilan una axiología que repercute en cada uno de los campos sociales. Se trata de una matriz colonial del poder que invisibiliza el lugar del otro, de lo otro, y difumina la naturaleza.
EL CONTEXTO COLONIALISTA Y LA CRÍTICA DECOLONIAL
Los aportes de Aníbal Quijano resultan indispensables en el marco de la discusión en torno a los procesos de colonización y decolonización que subyacen a la emergencia del Antropoceno, y para establecer los límites y aperturas propios de la episteme moderna. La colonialidad del poder, es pues, un elemento constituyente de lo que él llama el patrón global de poder capitalista.
Sin embargo, la conquista de América jugó un papel fundamental en la colonialidad del poder a nivel global, pues, a partir de ella, se establece la clasificación social y racial de la población mundial, dado que contribuyó a estructurar las relaciones de dominación-explotación para lograr controlar cada uno de los ámbitos sociales, a saber, el sexo, la autoridad, la subjetividad-intersubjetividad, el trabajo y la naturaleza. Como señala Quijano (2007),
La colonialidad [del poder] es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder, y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social. Se origina y mundializa a partir de América […] En otras palabras: con América (Latina) el capitalismo se hace mundial, eurocentrado y la colonialidad y la modernidad se instalan, hasta hoy, como los ejes constitutivos de ese específico patrón de poder (pp. 93-94).
En tanto, el patrón de poder mundial esta atravesado por el capitalismo eurocentrado y global, cuyos ejes organizadores -al decir de Aníbal Quijano- son la colonialidad del poder y la modernidad. Es indispensable expresar que los ejes encuentran su lecho discursivo y su praxis de dominación a partir de América, puesto que es desde allí donde se mundializan. Mignolo (2000) expresaba que «la colonialidad del poder es el eje que organizó y organiza la diferencia colonial, la periferia como naturaleza» (p. 57). Si entendemos la colonialidad del poder como una estructura de dominación que determina el mundo de la vida del colonizado lograremos comprender que las violencias epistémicas, simbólicas y políticas coartan los mundos del Otro. Quijano (2000) señalaría que la colonialidad del poder produce la subjetividad del Otro, del Otro de la periferia:
América se constituyó como el primer espacio/tiempo de un nuevo patrón de poder de vocación mundial y, de ese modo y por eso, como la primera id-entidad de la modernidad. Dos procesos históricos convergieron y se asociaron en la producción de dicho espacio/tiempo y se establecieron como los dos ejes fundamentales del nuevo patrón de poder. De una parte, la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en la idea de raza […] De otra parte, la articulación de todas las formas históricas de control del trabajo, de sus recursos y de sus productos, en torno del capital y del mercado mundial (p. 202).
El concepto de raza -ficción establecida en la colonización que deriva en la colonialidad- nace como un discurso legitimador de la dominación en la primera modernidad. De allí la diferencia entre conquistados y conquistadores, entre seres racionales e irracionales, a saber, es un dualismo que permite la diferenciación y que nace de los elementos fenotípicos del Otro, lo cual posibilitó racionalizar el mundo de la dominación mediante lenguajes duales, más no binarios: racional-irracional, conocimiento-superstición, mayor de edad-menor de edad, etc. (Segato, 2013).
Es dentro de esta lógica dual que el concepto de raza permite la idea de que el Otro, el colonizado, se represente en los discursos espirituales, científicos y políticos como inferior. La primera forma de usufructuar ese caudal discursivo fue mediante la división del trabajo, a saber, la mano de obra servil cuya morada estaba en la periferia.
Es decir, lo que debemos comprender es que la colonialidad del poder operó con su primer dispositivo, el de raza, y desde allí se estructuró la división del trabajo, dictó sentencia sobre la «verdad» y organizó el mundo de los otros. Pero detengámonos en lo epistémico, en el desprecio por los saberes y conocimientos de los Otros, de los colonizados. Chakravorty Spivak (2003) señalaría a propósito de ello que:
El más claro ejemplo disponible de tal violencia epistémica es el remotamente orquestado, extendido, y heterogéneo proyecto de constituir el sujeto colonial como Otro. Este proyecto es también la obliteración asimétrica de la huella de ese Otro en su precaria Subjetividad. Es bien sabido que Foucault localiza la violencia epistémica, una completa revisión de la episteme, en la redefinición de la salud mental a finales del siglo dieciocho. […] ¿Pero ¿qué si esa redefinición particular era únicamente una parte de la narrativa de la historia en Europa al igual que en las colonias? ¿Qué si los dos proyectos de revisión epistémica trabajaban como partes dislocadas y desconocidas de una vasta máquina operada a dos manos? Tal vez no es más que pedir que el subtexto de la narrativa palimpséstica del imperialismo sea reconocido como “conocimiento subyugado”, un conjunto total de conocimientos que han sido descalificados como inadecuados para su tarea o insuficientemente elaborados: conocimientos ingenuos, localizados en la parte baja de la jerarquía, por debajo del nivel requerido de cognición o cientificidad (p. 317).
La colonialidad del poder deriva indudablemente en violencia epistémica, puesto que es en la naturalización de la asimetría, en la conformación de una única matriz de pensamiento que el saber, el ser, el estar y el poder en-cubren a los otros, y es desde allí que podemos configurar el concepto de la colonialidad del saber. La violencia epistémica es el ocultamiento del otro en la mismidad, el Otro es privado de toda capacidad de simbolizar, representar, se anula su posibilidad discursiva de contar la historia, de plantear conocimientos, de discernir el bien o el mal; en síntesis, es silenciado y obligado a seguir el locus del colonizador.
Habría que añadir un elemento más a la discusión. Escobar (2000) advierte sobre la importancia de pensar la naturaleza desde el concepto de lugar y desde una ontología relacional (Díaz Guzmán, 2020), a partir de la cual se puedan articular las perspectivas de postdesarrollo. Es indispensable -señala el antropólogo colombiano- comprender que las definiciones que son usadas en el mundo académico, científico y político de lo global, lo local, el espacio, el lugar, la cultura y la naturaleza, no nos permiten una comprensión del mundo actual y un diálogo con las teorías que dan cuenta de ello. En ellas se ha privilegiado el espacio sobre el lugar en las relaciones sociales de producción del capitalismo, y lo local se ha subordinado a lo global.
Escobar (2000) expresa, además, que la globalización ha sido un proceso asimétrico que ha privilegiado a los países desarrollados y marginado a los países en vías de desarrollo. La globalización, entonces, ha encontrado un motor de aceleración bajo las determinaciones propias del capitalismo, y ha llevado a la homogeneización cultural y la degradación ambiental. Este proceso ha dado como resultado la colonización del saber, en el que las humanidades y las ciencias sociales han sido dominadas por las narrativas propias del norte global en-cubriendo las perspectivas latinoamericanas y otras perspectivas del sur global.
Para los presupuestos decoloniales, la colonialidad del saber ha sido un obstáculo para el desarrollo de la filosofía y las ciencias sociales latinoamericanas, marginando las perspectivas, presupuestos, teorías, propuestas y conocimientos que emergen desde lo local. Es por ello que el denominado giro decolonial proporciona elementos que posibilitan la incorporación de «cuestiones referentes al poder en el análisis de los conflictos ambientales» (Parra-Romero, 2016, p. 15). Esto se debe a que el giro decolonial reconoce la colonialidad como
… un dispositivo que cientifiza, objetualiza y mercantiliza la naturaleza y [despliega] las herencias coloniales que, después del colonialismo, ejercen formas de dominar la naturaleza y los cuerpos que habitan los territorios de América Latina, [por lo tanto], el giro decolonial pone de relieve que no existe modernidad sin colonialidad, ni capitalismo sin extractivismo (Parra-Romero, 2016, p. 16).
Al incorporar esta perspectiva en el análisis de los conflictos socioambientales, se pueden identificar las relaciones de poder que subyacen en estos conflictos y que a menudo son invisibilizadas por otras perspectivas.
UN PASO MÁS ALLÁ DEL DUALISMO HOMBRE-NATURALEZA
En las secciones anteriores se evidenció cómo las grandes transformaciones acontecidas que propiciaron la emergencia del Antropoceno tuvieron sus raíces en una cuestión cultural, que se podría designar como el pensamiento etnocéntrico, colonial, y racionalista moderno. Tener claro este lugar de enunciación del problema es fundamental para enfrentar, desde un punto de vista ético y político, las posibles alternativas. La tesis fundamental es que la destrucción del planeta y la crisis planetaria que estamos atravesando solo es posible por la forma en que se ha coordinado cultural y socialmente la explotación del planeta entre los seres humanos durante varios siglos, y que se ha acelerado drásticamente desde mediados del siglo XX en adelante. Sin esta coordinación y articulación social y cultural, durante un período prologado de tiempo, sería muy difícil comprender las escalas de afectación del planeta a las que ha llegado la acción humana.
Es dentro de este orden de ideas, como origen cultural remoto, que el Antropoceno llegó a ser una cuestión tangible, evidenciada por el dato científico como una era geológica. El énfasis, pues, recae sobre el anthropos como una unidad orgánica en la que la responsabilidad se diluye en un nosotros sin una perspectiva histórica, política y económica que no tiene en cuenta la colonialidad del poder y del saber. Un nosotros de la conciencia racional individual o de la conciencia colectiva del estructuralismo marxista (Rodríguez Ortiz, 2018). Es necesario dar el paso atrás una vez más para preguntarnos si esta nueva era geológica es un problema de lo que hemos definido como «nosotros». Este replanteamiento de la responsabilidad de determinados pueblos y fuentes culturales implica replantear el concepto, más no el fenómeno. Implica pasar del nosotros abstracto del discurso moderno, al nosotros-pueblo, desde la sabiduría popular, como lo propone Cuda (2019).
La tensión entre cultura y naturaleza, propuesta por Descola (2012) y Latour (2007, 2013a, 2013b, 2017, 2019), debe extenderse hacia un debate geopolítico absolutamente interesante. Como enunció Grosfoguel (2014), de manera específica, el debate del Antropoceno implica en términos geopolíticos «transformar los sistemas de dominación y explotación del patrón de poder colonial actual del “sistema-mundo moderno/colonial occidentalocéntrico/cristianocéntrico capitalista/patriarcal”» (p. 398). El acento cristiano céntrico lo ha señalado tímidamente Bergoglio (2015) en su encíclica, y el patriarcal lo ha indicado Colebrook (Center for 21st Century Studies, 2014). Este debate alrededor de un nosotros etéreo presente ha tenido acentuaciones distintas acorde al lugar de enunciación. Por ejemplo, Sloterdijk (2018) ha señalado que las transformaciones fueron gestadas por las nuevas técnicas desarrolladas en Europa y cuyas repercusiones planetarias nos podrían conducir a pensar, ya no en el Antropoceno, sino en un Euroceno o Tecnoceno. Esta última noción ha sido desarrollada de forma rigurosa por Costa (2021), en relación con el salto de escala de la digitalización y la cultura algorítmica.
Este texto ha tenido como propósito mostrar, no solo que el problema del Antropoceno se encuentra en las raíces mismas de la modernidad, sino algo más, a saber: que la colonialidad es constitutiva de la modernidad y no derivativa. Por tanto, la clave de lectura de la colonialidad implica ir más allá del universalismo abstracto del Antropoceno para buscar diluir las tensiones históricas y políticas de lo que implica pensarnos desde el colonialismo. Posiblemente, un término que devela más claramente este sustrato cultural que subyace al cambio de era geológica, podría ser el de atropo-moderno-ceno.
Detrás del empeño moderno en sostener un dualismo entre la naturaleza y la cultura, se encuentra un problema moral que no se puede soslayar, y que se desvela desde una crítica decolonial. La pregunta que se hace Arias Maldonado (2018) es digna del llamado de interculturalidad que hace Fornet-Betancourt (2009): «Pero ¿es el dualismo una realidad universal? ¿Hasta qué punto no estamos “naturalizando” un proceso histórico típicamente occidental? ¿Qué habría que decir de aquellas comunidades donde descubrimos una concepción diferente del mundo natural?» (p. 143). Por ejemplo, las comunidades amazónicas, como los muestran los estudios antropológicos de Descola (2012, 2016) y Viveiros de Castro (2010).
De acuerdo con Fornet-Betancourt (2009), el reto sigue siendo desfilosofar la filosofía, en tanto saber universal, para hallarnos en el debate fundamental del Antropoceno como algo producido por una forma de pensar contingente, particular, que llegó de manera colonial a dominar y afectar al planeta. Específicamente,
… la tarea de desfilosofar la filosofía como una empresa de carácter más constructivo que consistiría en reconstruir el quehacer filosófico a partir de ese profundo mundo que llamamos el mundo de la sabiduría popular, intentando ampliar nuestros métodos de trabajo, el acervo de fuentes a las que recurrimos (pp. 644-645).
Es preciso, entonces, dar un paso crítico más en relación con los puntos de vista que sintetiza muy bien Arias Maldonado (2018), y desde una lectura decolonial enunciada desde Latinoamérica, descubrir la complejidad cultural y política que sobrevive en la noción, el sentido y la identificación del origen del Antropoceno. Este paso adicional lo hemos identificado con la noción de antropomodernoceno.