El tratamiento problemático del amor -éros- que se desarrolla en la primera parte del Fedro culmina en la palinodia del Segundo Discurso de Sócrates (Phaedr. 244a-257a), en la cual, en contraposición a la censura del amor que se realiza en los dos discursos precedentes -el de Lisias/Fedro (Phaedr. 230e-234c) y el Primer Discurso de Sócrates (Phaedr. 237b-241d)-, se lo declara un “dios” (theós; 242d), hijo de Afrodita. En tal sentido Platón se alinea con la caracterización de la tradición que encontramos en Hesíodo (Th.120-122) y Parménides (28B13), quienes ubican a Éros entre los primeros dioses.2 Esta caracterización del Fedro contrasta con la propuesta sobre la naturaleza del amor del Discurso de Sócrates/Diotima del Banquete (Smp. 201d-212b), puesto que allí se describe a Éros como un daímon metaxý, es decir, un “intermedio-intermediario” entre dioses y los hombres, y tan solo acólito de Afrodita, por haber sido concebido por la Necesidad y el Recurso en el festín divino en celebración del natalicio de la diosa (Smp. 203b-204c).3 Dicha disidencia resulta notoria, puesto que ambos diálogos platónicos están dedicados en gran medida a ofrecer, entre otras cosas, una visión innovadora sobre el amor4-particularmente el propio de la relación homoerótica entre el erastés y el paidiká5, respecto a lo cristalizado en el conglomerado cultural de la época.6 Asimismo, en ambas obras Platón se sirve de una estrategia similar para seducir y conducir a una posible audiencia no-filosófica a la ardua senda de la filosofía y, a su vez, hacer guiños a quienes ya la hayan emprendido. Para ello, por un lado, reconstruye magistralmente con su genio literario expresiones representativas de las vivencias y consideraciones habituales de la experiencia de enamoramiento7 y de los aportes que podrían hacer las disciplinas más reconocidas del momento8 para utilizarlos como punto de partida con los cuales se identifique el no iniciado en la filosofía y que contienen algunos elementos verdaderos sobre la naturaleza del amor; por el otro, una vez atrapado el receptor en la magia de su teatro filosófico, subvierte radicalmente este punto de vista usual para ofrecer una explicación inusitada de qué es el auténtico amor -para él la mejor explicación posible al mismo tiempo que retóricamente más convincente9 la cual es metafísica por fundarse en último término en la atracción del alma hacia la Forma de la Belleza, teológica por proponer como paradigma teórico-práctico de este amor al dios, tal como él lo concibe (véase Sedley, 1999, pp. 309-328; Drefcinski, 2014, pp. 411-427), y ético-política, puesto que conduciría en el plano de la acción individual y comunitaria a que cada uno actúe, al reorientar del mejor modo posible su fuerza erótica,10 a guisa de los diosesastros conductores inteligentes y justos del universo.11 Entre los comentadores la gran mayoría se limita a señalar este punto de divergencia respecto a las concepciones de éros en cuanto en el Banquete se lo considera un daímon y en el Fedro un dios.12 Solo unos pocos sugieren que esta caracterización diversa en ambos textos no implicaría una disidencia fundamental sino tan solo una diferencia de perspectiva en cada una de ellas,13 para cuya construcción Platón procedería con la flexibilidad propia de la cultura griega a fin de adaptar cualquier historia mítica al tema de explicación en cuestión (véase Rowe, 1999, p. 166). Nos proponemos aquí profundizar esta última línea de interpretación y mostrar que en realidad, si apreciamos de modo integral el análisis de éros propuesto en el Fedro, este no resulta incompatible sino complementario a lo dicho en Banquete. En el caso del Fedro, el éros “izquierdo”, puramente físico, permanece en el plano terrestre y mortal, sin desarrollar su aspecto divino (Phaedr. 265e-266b); si, en cambio, el intenso deseo sexual por el bello muchachito motiva al amante a recordar la Forma de la belleza, comienzan a crecer en él las alas del Éros divino y trascedente que impulsa el vuelo del alma hacia el plano eidético (Phaedr. 249d). Pero únicamente en quienes nunca pierden las alas -los dioses- y están regularmente en contacto con las Formas alcanza el Éros alado su plena realización, su condición de theós (Phdr. 247a-c). Por el contrario, en el caso de las almas humanas, dado que necesitan adquirirlas, y aun así corren siempre el riesgo de perderlas, quedan en un lugar “intermedio”/”intermediario” -metaxý-, similar al del Éros del Banquete. Por lo tanto, el Amor, en su expresión más acabada, es un dios, pero en el caso de las almas no-divinas el reto es adquirir tal condición, la cual solo algunas de ellas logran de modo parcial en su forma de vida encarnada y, quizá, de modo más pleno en su existencia post mortem, en la cual parecerían poder convertirse en daímones, si bien no en theoí.14 En otras palabras, en nuestra forma de existencia actual el éros del filósofo logra hacer crecer sus alas, pero no lo suficientemente poderosas como para elevarse, sin obstáculos y en forma permanente, hacia “la llanura de la verdad”, es decir, para alcanzar un conocimiento pleno y estable de las Formas como ocurre en el caso de los dioses (cf. Phaedr. 247b-e). Su condición es, pues, equiparable a la del Érosdaímon del Banquete, ubicado a medio camino entre lo divino y lo mortal, y fundamentalmente philósophos. Esto vale tanto para el amante-filósofo, quien recibe la locura erótica de los dioses, como para su amado, que la adquiere a través de su asociación con el amante. Por otra parte, el Éros alado y perfecto que garantiza el estado de sabiduría no implica necesariamente la anulación de su estructura “carencia-recurso” de Banquete sino, más bien, la seguridad y eficiencia de una permanente satisfacción a través de un contacto regular con la realidad eidética, como es el caso de los carros alados de los astros-dioses, los cuales avistan sin problema y periódicamente el hyperouránios tópos.
De acuerdo con esta interpretación propuesta desarrollaremos nuestra exposición en tres partes. En primer término haremos una presentación sintética de la condición de Éros como daímon-metaxý en Banquete y su equiparación con la condición del filósofo en contraposición a los dioses, caracterizados como no-deseantes en cuanto poseedores de la sophía. A continuación mostraremos cómo el Éros alado del Fedro es un theós en cuanto ideal regulativo que puede alcanzar solo parcialmente el filósofo, quien se mantiene, por lo tanto, en un plano intermedio y en una función intermediaria como en Banquete. En tercer lugar, sugeriremos al cierre en qué sentido el conocimiento de la dimensión eidética de la realidad -ya sea de modo parcial en el caso de los hombres filósofos, o completa y permanente en el caso de los dioses- no implica en el Fedro, necesariamente, la anulación de la condición a la vez carente y expeditiva de Éros con que se lo caracteriza en Banquete.
1. Éros Daímon: su condición Metaxý y filosófica en Banquete15
Como es sabido, uno de los propósitos fundamentales del Banquete de Platón es exponer una teoría innovadora respecto del éros, de algún modo a través de todos los discursos que allí se presentan,16 pero más explícitamente en el Discurso de Sócrates/Diotima (201d-212b), cuya primera parte tiene por objetivo establecer tís estin ho Éros (201d9). Allí, a fin de responder a esta pregunta, se desarrollan los siguientes pasos argumentativos en 201d-204c:
Éros es metaxý a la manera de la orthè dóxa (201e-202b).
Éros es metaxý, pues es un daímon (202a-b).
Éros es metaxý por ser al mismo tiempo carente y con recursos, según se desprende del Mito del Nacimiento (203a-e).
Éros es metaxý por ser philósophos y amar la sabiduría, a diferencia del necio (amathés) y de los dioses sabios (204a-c).
Analizaremos aquí qué implicaciones adquiere el carácter metaxý atribuido a Éros a través de la relación que se establece con los distintos conceptos mencionados en a)-d). En tal sentido mostraremos que si bien el significado habitual del término metaxý en Platón, aun restringiéndolo a su uso filosófico, es el de “intermedio”, en el Banquete plasma el significado de metaxý como “intermediario” gracias a relacionarlo en el contexto, con base en las posibilidades semánticas del propio término, con los términos daímon y philósophos, los cuales refieren ambos a la acción de intermediación entre el plano humano y el divino. En cuanto a la vinculación que sugiere el texto entre el Éros philósophos y tò orthá doxázein, es cierto que en los dos casos se trata de un estatus epistémico “intermedio” -metaxý-, pues se carece, a diferencia de la epistéme y la sophía, del conocimiento del fundamento (lógos), el cual, en último término, es la Forma de Belleza. No obstante, Éros, por ser anhelo de sabiduría, es distinto de la mera dóxa correcta -estado epistémico en el que, aun en casual contacto con la verdad, el deseo por esta puede estar ausente-. Éros resulta ser entonces un “intermediario” y, en tanto daímon, no solo se encuentra “entre” lo mortal y lo divino, sino que conecta ambas dimensiones, particularmente a través de la búsqueda la sabiduría, es decir, de la práctica de la philosophía.
1.1 Metaxý como “intermedio” en Platón
Si bien la coincidencia semántica de los dos componentes del término metaxý -a saber, méta y xún parecería estar en la noción de “asociación”, su significado original y prevaleciente es, no obstante, el de “entre” de méta, a veces con el más preciso de “entre dos”. La idea de asociación fundamentalmente de cualidades opuestas aparece posteriormente y de manera derivada,17 y está en gran medida ligada a la necesidad de encontrar un lenguaje filosófico apropiado para describir determinados aspectos de la realidad.
En este último sentido, con la vista puesta en el Banquete, se suele considerar que Platón es quien acuña para el término metaxý la noción de “intermediario”, la cual es de vital importancia para la resolución de uno de los problemas fundamentales de su metafísica: el de la méthexis o participación, pero en este caso no de las cosas sensibles respecto de las Formas, sino el de la comunicación del hombre con el plano inteligible a través de una vida focalizada en el “amor por la sabiduría” o la philosophía. No obstante, el significado más frecuente de este término en la obra platónica es el habitual de “intermedio” -es decir, lo que está en el medio en el espacio o en el tiempo-, sin que esto dote a lo metaxý de una capacidad de vinculación de ambos ámbitos. Esto ocurre no solo en los usos representativos en la obra platónica del significado que se le daba comúnmente a este vocablo en griego,18sino también en pasajes donde Platón realiza tratamientos específicamente filosóficos.19
Un primer paso en la nueva carga semántica que Platón le ha de otorgar a este término en Banquete puede encontrarse en Grg.467e-468a, donde metaxý adquiere un valor sustantivo, dado que los estados o entidades que se ubicaban “entre” dos posiciones (sentido espacial) o dos momentos (sentido temporal) son considerados “entidades intermedias”. Esto está indicado gramaticalmente por el hecho de que metaxý aparece substantivado a través de los artículos tó/tá o el indefinido ti.20Estas entidades intermedias combinan muchas veces, pero no siempre, cualidades contrarias que pertenecen a los polos entre los cuales se ubican.
Esto trae como consecuencia que lo que es metaxý, en cuanto combina cualidades opuestas, puede convertirse en un opuesto o en el otro. Este es el caso de Prt.346d, donde se dice que hay un intermedio -si bien la terminología allí usada no es tà metaxý sino tà mésa- entre el negro y el blanco, es decir, el gris: el predominio de uno u otro aspecto polar permite pasar al extremo opuesto. Esto es probablemente lo que posibilita semánticamente que Platón añada al término metaxý la noción de vinculación que se formula principalmente en Banquete y que es fundamental en la caracterización de éros como daímon-philósophos.
1.2 Éros como daímon-metaxý en Banquete: “intermedio” e intermediario”
En el caso del Banquete, el término metaxý tiene indudablemente un valor sustantivo, dado que:
Aparece referido a una entidad -Éros-;
en 202a2 y 202b4 se utiliza la expresión ti metaxý, en la que el pronombre indefinido atribuye a lo calificado un indudable carácter sustantivo.
En primer término, la naturaleza metaxý de esta entidad, Éros, está relacionada con el hecho de ser un “intermedio” en cuanto, como le hace admitir Diotima a Sócrates: “no es bueno, ni bello, pero no creas que por eso es feo y malo, sino algo intermedio (ti metaxý) entre las dos cosas” (Smp. 202b).
Pero a continuación Diotima agrega que es “algo intermedio (tis metaxý) entre lo mortal y lo inmortal” (202d) y, por ello, no es un “dios” (theós), sino un daímon. Este es, como veremos, un paso argumentativo fundamental para atribuir a Éros una capacidad “intermediadora” entre ambos ámbitos con base en su naturaleza intermedia, para lo cual Platón se apoya principalmente en una franja del espectro semántico del término daímon.
La etimología de daímon remonta al verbo daíomai, que significa ‘repartir, dividir, asignar’ (véase Chantraine, u.v. daímon). El significado primero de este término es entonces el de ‘potencia divina’ o ‘divinidad’, que es al mismo tiempo ‘destino’, dado que refiere a lo que nos es asignado a cada uno a través de esta fuerza divina y que el hombre experimenta como algo oscuro e inaprensible, que solo puede registrar cuando se le manifiesta a través de las acciones que el daímon le hace realizar (cf. Hom. Il.1.222). Esta relación con el mundo humano es lo que hace que este término tenga generalmente una carga antropológica junto con su referencia a lo divino, a diferencia del término theós.
En el caso de Homero refiere a veces a determinado dios o diosa pero al que no se hace una mención directa (cf. Hom. Il.1.222; 3.420); en cambio, theós refiere siempre a uno o una claramente identificable.21Daímon aparece así más bien aplicado a una potencia divina ‘que no se puede o no se quiere nombrar’ (Chantraine, u.v. daímon), puesto que se trata de una expresión del destino que misteriosamente actúa en la vida de los hombres (cf. Hom. Od. 5.396; 10.84) y por cuyo carácter indeterminado el hombre vive su intervención como la de una fuerza oculta,22 si bien en Homero todavía no necesariamente nefasta.
Es en la poesía antigua y en la tragedia donde los daímones son espíritus malignos que extravían el entendimiento del hombre y lo conducen a su ruina -áte-. Así, en Esquilo la intervención de los daímones como espíritus perversos es el modo en que se explica cómo el sujeto mismo ha sido arrastrado a una acción terrible, aunque en realidad todo ocurra por decreto de la “justicia cósmica” que gobierna por encima de los hombres (cf. A. Per.601 y Ag.1342). Un sentido similar encontramos en Eurípides (cf. Med.122-130; Hip.241; Ion 1374-5), si bien con los matices de una concepción del mundo y del hombre diferente, en la cual el mayor interés está en brindar una explicación más netamente psicológica de las acciones humanas. Por una especie de extensión del concepto, otros males acaecidos al hombre, como el hambre y la peste, son también considerados como daímones (cf. S. ER 28).
Los daímones son asimismo seres que determinaban total o parcialmente el destino de un hombre desde que nace hasta que muere, pero aquí en un sentido más personal, como una suerte de “espíritu consejero” (cf. Hes. Erga 314; Phoc. Fr.15; Thgn. 161-166; Pi. P.5.122), tal como sería utilizado posteriormente el término genius en latín. Con este último significado aparece en mitos escatológicos en la obra de Platón, en los que el daímon actúa como un espíritu que acompaña a las almas en su existencia post mortem (cf. Phaed.107e y en R.10.617d-e).
Nos interesa particularmente detenernos en los atributos de los daímones según Hes. Erga 121-125, donde se los caracteriza como divinidades menores, intermedias e intermediadoras entre dioses y hombres, es decir, en forma similar a la presentación de Platón en Smp.202e-203a. En esta obra Hesíodo narra la creación por los dioses de sucesivos tipos de razas humanas, de creciente decadencia (106-201) en cuanto se alejan más y más de una condición similar a la divina. En primer término, la raza aúrea, en la cual los mortales pasaban sus días felices, como los dioses, y morían sin padecimientos, como en un sueño; luego, la raza argéntea, de vida más corta, penosa, impía y violenta; a continuación, la raza broncínea, de naturaleza aún más belicosa y furibunda; una cuarta raza de semidioses y héroes, a quienes también la guerra acarreó funesta suerte, pero que habitan desde su muerte en las islas de los Bienaventurados; finalmente, la raza de hierro -nuestra forma de existencia actual-, en la que predominan el dolor, la fatiga y la angustia. Ahora bien, en el caso de la primera generación de hombres, los de la raza de oro, se afirma sobre ellos que, tras ser sepultados por la tierra, son considerados:
… démones benignos, terrenales, protectores de los mortales (phýlakes thnetôn anthrópon), [que vigilan las sentencias y malas acciones, yendo y viniendo envueltos en niebla, por todos los rincones de la tierra]23 y dispensadores de riquezas (ploutodótai); pues también obtuvieron esta prerrogativa real (Erga 121-125; trad. Pérez Jiménez y Martínez Díez).
De acuerdo con este pasaje se desprende que estos daímones son:
Divinidades inferiores, surgidos de hombres pero que corresponden a la raza humana superior de origen divino,24 y combinan, por ello, en cierta medida atributos humanos y divinos.
Se encuentran en un espacio entre la tierra que habitan los mortales y la morada de los dioses y son ellos mismos inmortales, según se sugiere en Erga 252-5.
Proporcionan bienes, vigilancia y protección a los hombres y, en tal sentido, median entre unos y otros.
Hesíodo retoma así la concepción original de que el daímon es lo divino en cuanto actuante en lo humano, en conexión con un destino asignado (cf. Erga 214), y, a su vez, destaca su condición de divinidad inferior que actúa, aunque no lo exprese en estos términos, como intermedia e intermediaria25.
Daímon, entonces, en la tradición cultural griega refiere a la presencia de lo divino en el hombre en cuanto determina su destino, de consecuencias no necesariamente pero a menudo destructivas para este, y pudiendo tener o no un carácter más marcadamente personal. Por ubicarse en un punto de intersección entre el mundo humano y el divino es por lo que también son pensados como divinidades intermedias e intermediarias entre ambos planos. El término tiene, por otra parte, una cierta indeterminación respecto de esta fuerza divina que nombra.
Al describir en Banquete a Éros como un daímon-metaxý Platón está recuperando para la filosofía la creencia popular en los daímones (véase Robin, 1908, p. 110), pero sobre todo en el sentido que encontramos en la obra hesiódica de enlazar el plano divino y el humano.26 Así, en 200d-e se pasa de la afirmación de que el Amor es “algo intermedio (metaxý) entre lo mortal y lo inmortal” (202d) a que es “un gran daímon […] porque todo lo daimónion es un intermediario entre dios y mortal (metaxý theoû kaì thnetoû)” (202e) y que, en cuanto tal, tiene el siguiente poder (dýnamis):
Al interpretar y transmitir a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses -de los unos, las súplicas y sacrificios; de los otros, los mandatos y las retribuciones por los sacrificios- y al estar en el medio de ambos (en mésoi òn amphotéron) los completa de modo que el todo queda enlazado consigo. […] Y el dios no se mezcla con el hombre sino que, a través de este daímon, tienen los dioses comunicación y conversación (he homilía kaì he diálektos) con los hombres, tanto cuando están despiertos como dormidos. […] Por cierto estos daímones son muchos y de muchas procedencias, y uno de ellos, sin dudas, es Amor. (Smp. 202e-203a).
Éros, que ya ha sido caracterizado como “algo intermedio” (ti metaxý) por no ser ni bueno ni bello, pero tampoco feo y malo (Smp. 202b), en cuanto daímon se ubica en una zona intermedia (metaxý) entre lo humano y lo divino y, a su vez, esto le permite vincular ambos planos y actuar como un “intermediario” (metaxý). Así, como lo expresara ya Robin,27 se da una síntesis de cualidades contrarias en Éros -una naturaleza sintética- que le posibilita la conexión de ámbitos que se hallan separados y lo dota de una naturaleza intermediadora.28
1.3 Éros como philósophos
A través del Mito del Nacimiento de Éros (Smp. 203b-204c) se especifica aún más que este daímon posee una naturaleza “carenteexpeditiva”, y en tal sentido, “híbrida” e intermediaria (metaxý), la cual alcanza su máxima expresión en su condición de philósophos. De acuerdo con esta bella historia, fruto de la inventiva platónica, Éros, por ser hijo de la Necesidad y el Recurso, reúne características contrapuestas: por un lado, es “duro, flaco, descalzo, sin hogar, sentándose siempre en el piso y acostándose desnudo junto a las puertas y a la intemperie en los caminos y por tener la naturaleza de su madre, inseparable de la carencia”; por el otro, “acechador de los bellos y los buenos, siendo valiente, audaz, impetuoso, cazador temible, siempre urdiendo recursos y deseoso de comprensión, ingenioso, filosofando toda su vida, terrible hechicero, encantador y sofista” de acuerdo con la naturaleza de su padre (Smp. 203b-c). En otras palabras, la estructura de éros implica una falta constitutiva aunada a una capacidad de satisfacerla, si bien solo temporariamente, pues se verá obligado a restituir sin cesar su objeto de deseo (Smp. 203d-e).
Por otra parte, si bien esta constitución “carente-expeditiva” de Éros se manifiesta en todo sujeto deseante, se expresa de modo especial en el hecho de ser filósofo de por vida (philosophôn dià pantòs toû bíou; Smp. 204b). Pero es en Smp. 203e donde se desarrolla de modo más específico que, por su posición intermedia e intermediaria (metaxý) entre dioses y hombres, no solo se encuentra por ello “entre” -en mésoi- la sabiduría y la ignorancia (Smp. 204b4-8), sino que es además, al ser consciente de su no saber, un “amante de la sabiduría” (philó-sophos), un perseguidor de la verdad. Leemos así en Smp. 204a-b
[Es necesario] que el Amor sea filósofo (philósophon) y, por ser filósofo (philósophon), sea un intermediario entre sabio e ignorante (metaxỳ eînai sophoû kaì amathoûs).
Como vemos en el pasaje, la condición filosófica de Éros se diferencia tanto del ignorante (amathés), en el sentido del necio, quien supone ser conocedor sin serlo, como de los dioses (hoi theoí), quienes al ser sabios nada les falta, especialmente la más bella de las cosas, la sabiduría, y son por ello felices. La philosophía, así caracterizada, no es tampoco exactamente equiparable a la “opinión correcta” (orthé dóxa), que ha sido el primer ejemplo dado para presentar el concepto de metaxý (201e-202b). Por un lado, la opinión correcta, al tratarse de un estado cognitivo que se ubica “entre la sabiduría y la ignorancia” (ti metaxù sophías kaì amathías) por acertar con lo que es, como la sabiduría y a diferencia de la amathía puede incluso considerársela un estado propedéutico para el desarrollo de la actividad filosófica (véase Rowe, 2003, pp. 57-68). Pero, por otro lado, por no poder proporcionar una explicación (lógon) se asemeja al estado epistémico de ignorancia29 y, a diferencia de lo que le ocurre al filósofo, no implica necesariamente ni el registro de la carencia del conocimiento del fundamento ni tampoco el impulso de ir en su búsqueda30
Una descripción de las acciones (érga) propias de éros en general, de acuerdo con su naturaleza (Smp.204c-209e), sirve de antesala en el Discurso de Sócrates/Diotima a la exposición de cómo éros se despliega cabalmente como anhelo de sabiduría a través del recorrido de la scala amoris (Smp. 201a-212a).
Para ello se redefine, en primer término, el objeto de deseo (Smp. 204c-206a): decir que alguien desea lo bello, es lo mismo que afirmar que desea lo bueno (Smp. 204e). Esto permite el paso argumentativo subsiguiente de que todos los seres humanos somos amantes, puesto que todos deseamos lo bueno -y no solo aquellos a quienes habitualmente denominaríamos como tales-, y de que nuestra existencia está determinada por el tipo de objeto al que el éros de cada uno fundamentalmente se orienta: los bienes materiales; los ejercicios físicos; la sabiduría (Smp. 205a-d). No obstante, la posesión permanente de lo bueno, i.e. la felicidad, y con ello la inmortalidad, como condición de esta permanente posesión, es solo asequible a los dioses y está vedada a éros por su condición esencialmente carente. Por tal motivo solo le es posible poseer lo bueno e inmortalizarse a través del “procrear y dar a luz”, es decir, reproduciendo permanentemente su objeto y trascendiendo a través de la creación de otro ser, ya sea a través de la generación biológica “según el cuerpo”, o de la cultural “según el alma”, que constituye una forma más alta de procreación (Smp. 206a-209e). Vemos entonces que es a través de esta supervivencia vicaria que logra con la constante producción en la belleza que éros funciona como un vínculo -un metaxŷ- entre lo mortal y lo inmortal.
No obstante, solo en el camino hacia la sabiduría, i.e. la philo-sophía, éros nos vincula de modo cada vez más creciente y pleno posible con lo eterno, divino e inmortal (la Forma de belleza en este caso), tal como se describe en el ascenso erótico. Efectivamente, en cada estadio del ascenso hacia lo bello en sí se amplía no solo nuestra comprensión de la belleza sino también se extiende nuestro amor a distintos niveles ontológicos (Smp. 210a-d), hasta quizá incluso alcanzar la captación de la belleza pura, desinstanciada, eterna, idéntica a sí misma, divina, la cual, al tiempo que la descubrimos como fundamento de la hermosura de todas las cosas bellas, nos proporciona auténtica satisfacción de nuestro anhelo (Smp. 210e-211b). No obstante, incluso en este caso, no queda por ello cancelada la actividad procreativa de éros, es decir, su carencia y su capacidad expeditiva, solo que a partir de ese momento esta procreación será de auténtica areté, es decir, de una existencia conformada por una sumatoria de producción de actos excelentes en forma constante y sostenida gracias a este conocimiento alcanzado (Smp. 212a). En otras palabras, si bien el amante de la sabiduría adquiere a este nivel una familiaridad con esta realidad permanente, no pierde por ello éros su naturaleza “intermedio-intermediaria” -no deja de ser un daímon-, solo que ahora tiene la capacidad de establecer una vinculación firme con lo divino. Es a lo sumo después de la muerte -una de las interpretaciones posibles de hypárchei theophileî genésthai kaì …athanátoi (Smp. 212a)31- cuando el filósofo, transformado en “amigo de los dioses”, podría alcanzar otro tipo de inmortalidad, que implique ya no una procreación de este conocimiento teóricopráctico, sino una posesión de este, como es el caso de los dioses.
2. Éros theós o ti theîon: éros alado y éros emplumado en el Fedro
Si bien en el Fedro Sócrates con su Primer Discurso (Phaedr. 237b-241d) se suma -supuestamente con mejores argumentos y conceptos (Phaedr. 234c-237b)- a la retractación del amante lisíaco en razón de los efectos negativos de la pasión amorosa desarrollada antes en el Discurso de Fedro (Phaedr. 230e-234c), emprende posteriormente un Segundo Discurso (Phaedr. 244a-257b) a fin de limpiar con sus palabras cualquier impiedad cometida antes contra Éros, quien es presentado ahora como un “gran dios”. Leemos así en los preámbulos de la palinodia socrática (Phdr. 242d-e):
S.: ¿Entonces qué? ¿No consideras que el Amor es hijo de Afrodita y un dios (Érota Aphrodítes kaì theón)?
F.: Así se dice al menos (gé).
S.: No algo dicho por Lisias, por cierto, ni por tu discurso, el cual fue pronunciado a través de mi boca, subyugada por tu pócima.32 Pero si fuese el Amor, como de hecho es, un dios o algo divino (theós é ti theîon ho Éros), no puede ser nada malo; pero los discursos de recién hablaban acerca de él como si fuera algo de ese tipo.
Si atendemos a este pasaje, vemos que, en apariencia en contraste con lo visto en Banquete, Éros es aquí un theós, si bien en las últimas líneas se presenta esto matizado al establecerse la alternativa “un dios o algo divino” y, por otra parte, Fedro no parece estar muy convencido de concederle esto a Sócrates.33 Esta modulación no es casual y probablemente apunta a la compleja caracterización de éros que Sócrates ha de realizar acto seguido a través del famoso Mito del Carro Alado (Phaedr. 246a-257a), que comprende la mayor parte de su palinodia.
A través de este relato Platón sintetiza e integra imaginativamente muchos elementos nucleares de su filosofía, entre otros, de sus modelos antropológicos presentados en otros diálogos -principalmente en República, Banquete y Fedón-, los cuales no podrían ser desarrollados y reunidos aquí sin evitar largas digresiones (cf. Phaedr. 246a-b).34 Así, con la descripción de la forma del alma a través del ícono de un carro guiado por un auriga, arrastrado por caballos e impulsado por alas recoge, por una parte, la teoría del alma tripartita del libro 4 de República -retomada en gran medida en los libros 8 y 9- del siguiente modo: el caballo negro representaría la parte apetitiva o epithymetikón; el caballo blanco simbolizaría la parte irascible o thymoeidés, es decir, la parte con lo que se siente enojo y que puede ser descrita como la agresividad35en el sentido de la fuerza para confrontar lo real (R.2.375a11-b2); el auriga personificaría lo racional o logistikón. Pero, además, el símil incorpora otro ingrediente: las “alas” que simbolizan al éros que hace ascender el carruaje hacia lo divino: “El poder (dýnamis) del ala (pteroû) consiste por naturaleza en transportar hacia arriba lo pesado, elevándose por donde habita la raza de los dioses” (Phaedr.246d).
El alma resulta entonces ser esencialmente un quantum de energía erótica que si bien puede tomar distintos cauces, idealmente debería fluir principalmente hacia la sabiduría (cf. R.6.485) y propulsar su elevación hacia el plano eidético, a la manera de la scala amoris del Banquete. Ahora bien, lo que ha de notarse es que en el Fedro este es el caso únicamente en lo que respecta a las alas de Éros que mueven a las almas de los dioses, las cuales son representadas aquí como carros alados cuyos aurigas conducen sin resistencia a sus caballos -ambos blancos y de noble progenie-, tal como leemos en 246a-b:
En efecto, que se asemeje el alma a la capacidad combinada y connatural36 de un auriga y de una yunta37 de caballos alados (hypoptérou zeúgous te kaì henióchou).38Así pues, los caballos y aurigas de los dioses son todos ellos buenos y de buena estirpe,39 pero la situación de los restantes seres se presenta mezclada.
En consonancia con esto se establece también en Phaedr. 246c que únicamente los dioses tienen un alma “alada y perfecta”. En cambio, las almas no-divinas -como las de los seres humanos, representadas por un carro alado de similares características pero desequilibrado por el díscolo caballo negro- “pierden las plumas”, y es por eso que se precipitan a la unión con un cuerpo mortal (con lo cual se incorpora la descripción del Fedón en la que el ser humano es concebido como un compuesto sôma-psyché).
Toda alma está al cuidado de todo lo inanimado, y viaja alrededor del universo, adoptando en distintos momentos distintas formas. Así pues, cuando es perfecta y alada (teléa kaì epteroméne), atraviesa las alturas y administra todo el universo. En cambio, [el alma] que ha perdido las plumas (he pterorryésasa) es transportada hasta que se aferra a algo sólido donde se establece, tomando posesión de un cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo debido a la capacidad de aquella.40 Y el conjunto es llamado ´viviente´, al ensamblarse cuerpo y alma sólidamente, y adquiere la denominación de ‘mortal’. (Phdr. 246b-c).
A continuación el texto describe justamente el contraste entre “la vida de los dioses”, quienes con las potentes alas de sus carros alcanzan sin problema y regularmente la visión del hyperouránios tópos para continuar sus trayectorias por el interior del cielo, y, por otro lado, las almas no-divinas, donde están incluidas las almas humanas. Estas últimas únicamente logran, si es que lo hacen, espiar a duras penas y parcialmente (mógis) la llanura de la verdad (cf. Phaedr. 247b; 248a),41 para precipitarse luego, tras perder sus alas, según su grado de visión, a vidas encarnadas de distinta jerarquía. Dentro de ellas la del filósofo, amante de lo bello, verdadero artista y enamorado, se ubica en la primera y mejor categoría precisamente por ser el único capaz de recobrar, al menos en cierta medida, sus alas (cf. Phaedr. 247d). Esto ocurre porque al enamorarse de un bello jovencito, la contemplación del amado despierta en él, además del intenso deseo sexual (representado aquí en los ardientes anhelos del cabello negro de alabanzarse sobre el hermoso), el recuerdo de la belleza en sí que refulgía esplendorosa entre las cosas en sí en el tópos hyperouránios. Esta situación, desarrollada en mayor detalle en Phdr. 250e-251d, se expresa condensamente en 249d-e de este modo:
He aquí, entonces, en qué deriva todo el argumento sobre el cuarto tipo de locura. En lo que se refiere a ella, cuando alguien, al mirar la belleza de aquí y recordar la verdadera belleza, empiezan a crecerle las alas y, con sus alas extendidas y un afán de elevarse pero sin poder hacerlo (pterôtai te kaì anapteroúmenos prothymoúmenos anaptésthai, adunatôn dè), dirige la mirada hacia arriba como un pájaro y desprecia las cosas de abajo, se lo toma con razón por loco. En consecuencia, esta resulta ser, para el que la adquiere y para el que se asocia con ella, la mejor de todos los modos de inspiración divina y con origen en los mejores elementos. Y, a causa de participar de esta locura, el amante es llamado amante de las cosas bellas.
Vemos, pues, que si bien Éros es idealmente un “dios alado”, en nuestra forma de existencia actual, en la que el alma está unida a un cuerpo mortal, el reto es hacer crecer las plumas del alma al reorientar el estímulo natural de la belleza física, potenciado en la experiencia del enamoramiento, hacia el recuerdo de la belleza en sí, de modo que funcione como una especie de facilitador para conectarse y recordar la realidad inteligible en general.
Esta interpretación nos da también una clave para comprender el intrigante pasaje de Phdr. 252b-c:
Citan, creo, algunos de los homéridas42 dos de los versos no difundidos sobre el Amor, uno de los cuales es muy desmesurado y de métrica no muy proporcionada.43 Y los declaman del siguiente modo:
´En verdad, los mortales lo llaman ´Amor Volador´ (Érota potenón).
Pero los inmortales ´el Emplumado´ (Ptérota) por su imposición del brote de las alas´.
Podría entenderse, pues, que si bien desde la perspectiva humana se considera a Éros como dios que vuela hacia la verdad sin más, los dioses saben mejor que, al menos en nuestra limitada existencia humana, se nos impone el trabajo de hacer crecer sus alas, de emplumarnos.44
La necesidad de hacer brotar, crecer y desarrollar las alas del deseo en nuestra forma de existencia actual, tarea que como vemos, por otra parte, solo el filósofo, amante de lo bello, es capaz de emprender cabalmente, deja al alma humana impulsada por Éros emplazada en una zona “intermedia” e “intermediaria”, que constituye un trampolín para dirigirse hacia la verdad. De este modo, el Amor alado permanece como siendo propio solo de los dioses, o a lo sumo de unos pocos seres humanos, quienes tras tres encarnaciones en vidas filosóficas en un período de tres mil años alcanzarían post mortem una condición similar a la de los dioses (Phaedr. 248c; 249a). No obstante, incluso en este último caso, permanece incierto el grado de estabilidad del estado divino logrado, pues el mito pareciera sugerir que en el reinicio del ciclo de diez mil años estas almas originalmente no divinas conservan una cierta tendencia hacia lo corpóreo, que las hace pesadas, y con la que deben lidiar nuevamente para llegar en el nuevo primer ascenso a una visión lo más amplia posible de la llanura de la verdad (cf. Phaedr. 249a).45
¿Éros daímon-philósophos vs. Éros theós-sophós?
Hemos procurado mostrar aquí en qué sentido puede plantearse una relación entre el Éros daímon-philósophos del Banquete y el Éros theós sophós plenamente alado del Fedro en cuanto este último operaría como un ideal al que las almas humanas más o menos se aproximan según cuánto crecimiento logran de sus “plumas”, es decir, de la condición intermediaria de Éros respecto de lo divino, a través, sobre todo, de una vida filosófica. Resta, no obstante, la pregunta de si Éros, en caso de adquirir esta condición por completo divina, no perdería acaso su característica esencial de ser carente y expeditivo y, por ello, “intermedio/intermediario” -metaxý-, tal como se lo describe en el Banquete, al auto-destruirse en caso de “llenarse” con el espectáculo de la realidad inteligible. Dicho de otro modo, si la philosophía, en cuanto deseo por la sabiduría, desaparecería como tal al alcanzar su objeto, a saber, la verdad, ya que a los dioses, en cuanto sabios, nada les falta.
Frente a esta posibilidad, intérpretes como Rist (1964, pp. 16- 55), quien encuentra en esta concepción platónica una anticipación de conceptos del neoplatonismo y especialmente del Pseudionisio el Areopagita, sugiere que no se trata de una aniquilación de Éros sino, más bien, de su conversión en un Amor superabundante que se derrama sobre la realidad. Propone así que con la concepción platónica de Éros se estaría inaugurando la senda conductora a la noción cristiana de Agápe, cuya primera expresión es la absoluta gratuidad del Amor de Dios por su creación en general y por los hombres en particular.46
Respecto a esta cuestión que aquí no podemos desarrollar nos permitimos conjeturar que en el Fedro el Éros alado de los dioses no implicaría un cese de la actividad inteligente en sus almas, sino, por el contrario, un cumplimiento de esta de modo permanente y eficiente, en la que, en confluencia de theoría y práxis (cf. Drefcinsk, 2014, pp. 411-427), el deseo por la verdad seguiría operando pero con la garantía de lograr siempre su objetivo. La razón de ello sería que las almas divinas poseen una estructura armoniosa inquebrantable, de modo que la parte racional alcanza permanentemente un conocimiento noético pleno. En tal sentido, la fuerza del Éros “alado” que impulsa sus almas podría pensarse como un ideal antropológico (véase De Vries, 1969, pp. 131-2; Eggers Lan, 1992, p. 45; Poratti, 2010, pp. 363-364), pero, además, si aceptamos que los dioses y sus carros representan los astros del universo (véase Hackforth, 1952, p. 74), como un conocimiento que se exhibe en la realización de los movimientos regulares y matemáticamente organizados de los cuerpos celestes. Este estado de sabiduría de los dioses-astros, garantizado por esta armonía psíquica de máxima estabilidad que es en lo que consiste la inmortalidad divina, se traduce así sin impedimentos en una administración adecuada de la justicia cósmica y constituye un estado de permanente felicidad y bienaventuranza (cf. Phdr. 247a). En tales circunstancias, más que una aniquilación del Éros carente y expeditivo de Banquete, el Amor alado parece referir más bien, pues, a una estable solvencia para satisfacer infaliblemente en cada instante del transcurrir cósmico el deseo de sabiduría, a la manera del dios aristotélico, el cual es vida en sentido pleno por ser actividad pura en la permanente “intelección de su intelección” (nóesis noéseos; cf. Arist. Met.12.7, 9).