Introducción
El primero de octubre de 1900 el obispo de Puebla Perfecto Amézquita emitió un decreto para despedir el siglo que se iba. Por decisión del mitrado, entre noviembre y diciembre de aquel año se harían peregrinaciones desde las distintas parroquias de la diócesis y de la ciudad episcopal a la catedral, donde los fieles rezarían el rosario y cantarían letanías a Jesucristo. Todo se haría al pie de una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que se colocó en la catedral para "recordar a los siglos futuros la fe y la religiosidad del siglo XIX". Era menester hacerlo así, concluía Amézquita, pues si bien aquella centuria había sido en efecto un tiempo "de apostasía... impiedad y blasfemia", también merecía recordarse como el "siglo de la fe, del fervor y de la devoción".1
¿Cuáles fueron los elementos que permitían a monseñor Amézquita hacer una lectura del siglo XIX como un siglo de devoción y fervor? Para responder esta pregunta, el objetivo de este artículo es reconstruir y analizar las devociones y los cultos que se promovieron en la ciudad episcopal de Puebla entre 1884 y 1914, para comprender las razones que permitieron una renovación y auge del catolicismo desde una perspectiva local entre el porfiriato y la revolución. A partir de lo anterior, este artículo ensaya la hipótesis de que las transformaciones que trajo consigo la consolidación liberal en México impulsaron a los católicos a iniciar una renovación religiosa que llegó a crear un nuevo modelo de catolicismo, impulsado a la par por clérigos, religiosos y seglares, el cual fomentó una nueva sacralización del espacio público, una nueva práctica devocional e incluso un nuevo modelo de presencia pública en torno al culto. En concreto, esos elementos se expresaron a través de la (re)construcción de templos, la promoción de nuevos cultos o la renovación de los ya tradicionales, y en el auge de prácticas piadosas, religiosas, devocionales y conmemorativas, en los distintos recintos sagrados de la ciudad. En conjunto, estos elementos permitieron que la Iglesia católica tuviera en Puebla una constante presencia simbólica entre las décadas de 1880 y 1900, que se expresó mediante procesiones, cohetes, campanas y luces y concluyó abruptamente en 1914, con el triunfo del carrancismo anticlerical. Esta experiencia de renovación católica fue impulsada en buena medida por los obispos del periodo y fue apoyada por ambos cleros y los seglares organizados.2 Esto demuestra, en términos regionales, que los actores eclesiásticos impulsaron un nuevo catolicismo en México durante el porfiriato e hicieron del culto y la devoción agentes de transformación de las ciudades, su entramado urbano y su lectura simbólica en el tránsito de los siglos XIX y XX.
En ese sentido, este artículo ofrece como concepto clave de análisis el de nuevo catolicismo. Christopher Clark y Wolfram Kaiser apuntaron que a lo largo del siglo XIX ocurrieron en las sociedades europeas de raigambre católica una serie de guerras culturales entre el Estado secular -muchas veces liberal y anticlerical- y una Iglesia católica en vías de centralización. Unos y otros buscaban tener una mayor presencia simbólica en la sociedad civil, así como un mayor liderazgo cultural, social y aún político. En lo que toca a la Iglesia católica, el principal problema fue definir el rol que debería jugar la religión en el espacio público y en la sociedad.3 Este conflicto se extiende a lo largo del siglo XIX; de hecho, la historia de la Iglesia católica en esos años puede ser leída como una constante renegociación entre los católicos y la sociedad contemporánea, en la que predominó el ideal de renovación y adecuación del catolicismo a los cambios sociales.4 En términos concretos, estas transformaciones dieron pie a un "renacimiento religioso" que se expresó en Europa y en América Latina a través de devociones, templos, asociaciones, presa y educación, entre otros. En conjunto, estos dieron pie a una serie de mecanismos que tuvieron como objetivo modernizar la Iglesia católica, haciendo de ella una opción más en aquel "debate de modernidades" en los países de tradición católica.5 La unión de devoción y culto en Puebla, pues, expresó una práctica del catolicismo que retomaba la tradición confesional de la ciudad episcopal, pero adecuaba la fe y su expresión pública a las transformaciones que trajo consigo el triunfo y la hegemonía del liberalismo en México, dado que, como se sabe, la Reforma liberal no solo había decretado la separación entre Iglesia y Estado en el país, sino destruido multitud de templos y conventos en los entramados urbanos, llevando a una radical transformación del entramado urbano de devociones, templos y cultos que el país había heredado de su pasado virreinal.6
Afortunadamente, los historiadores de aquel país han estudiado ampliamente la relación entre Iglesia, Estado y sociedad entre el triunfo liberal y la revolución. En un trabajo de síntesis reciente, por ejemplo, Manuel Ceballos muestra que entre las décadas de 1870 y 1920 los creyentes mexicanos se ocuparon ante todo de la reforma social, la organización de las nuevas organizaciones católicas y "la solución cristiana a la situación mexicana".7 Para ello aprovecharon no solo la paz del nuevo régimen, sino el auge del catolicismo social. A partir de ambos, la jerarquía eclesiástica alcanzó acuerdos de conciliación o concertación con el régimen del presidente Porfirio Díaz, el cual permitió un acercamiento entre Iglesia y Estado en aras de asegurar la gobernabilidad del país.8 A partir de entonces fue innegable un renovado auge en el catolicismo mexicano, que entre 1880 y 1910 permitió la realización de múltiples congresos católicos, la coronación de varias imágenes religiosas, la reforma en la formación del clero, la creación de congregaciones de vida activa, la mejora parroquial e incluso la participación política de los católicos en la primera década del siglo XX, por mencionar las principales temáticas abordadas por los especialistas.9 Incluso se ha analizado el debate por las imágenes y sus significados políticos, siempre desde el arzobispado de México.10
A la luz de estos aportes, pues, las líneas que siguen tienen otro interés: subrayar la importancia de la mirada local y diocesana para comprender los cambios del catolicismo mexicano entre el triunfo liberal y la revolución mexicana. Al mismo tiempo, quieren explorar la manera en que se construyó y practicó un nuevo catolicismo en una antigua ciudad episcopal durante el porfiriato y la revolución, hilando más fino en los procesos locales, pasando del discurso de desacralización de la ciudad a una complejización de los procesos sociales que involucraron el trinomio Iglesia, Estado y sociedad.11 De hecho, el artículo está dividido en tres apartados que responden a una lógica cronológica: en el primero, que va de 1885 a 1895, destacan los esfuerzos de los obispos y canónigos de Puebla por impulsar una reestructuración de la presencia simbólica de la Iglesia en la sociedad, que se afianzó hacia 1900 con la refundación de múltiples iglesias, la incorporación de nuevos cultos y una incipiente presencia de la Iglesia en el entramado público. En un segundo periodo, que va de 1895 a 1904, se vivió el auge del nuevo catolicismo en la ciudad, mostrando la importancia que los nuevos cultos y las nuevas devociones habían tenido en Puebla. El éxito fue tal que en 1904 Puebla fue elevada al rango de arquidiócesis, dando pie a una gran cantidad de festejos públicos. Finalmente, entre 1905 y 1914 asistimos a la normalización de la presencia pública del catolicismo en la ciudad y a su derrumbe en 1914. Espero que, al concluir este artículo, el lector coincida conmigo en que, a lo largo de 30 años, entre los siglos XIX y XX, los católicos de Puebla, clérigos y seglares, crearon otro catolicismo en el seno de una sociedad liberal que se fue de pronto entre los cambios de la revolución mexicana.
Resacralizar la ciudad, 1885-1895
El 15 de febrero de 1885 entró a la ciudad de Puebla su nuevo obispo José María Mora y Daza. A las seis de la mañana los templos tocaron "un repique general a vuelo que duró cinco minutos" y a las 10 de la mañana "otro repique" anunció que el obispo estaba en la urbe, desembarcando de un tren extraordinario que lo había traído desde Santa Ana Chiautempan. El obispo avanzó triunfal en su carruaje desde la estación de ferrocarril hasta la catedral, a través de calles ocupadas por los obreros textiles de la ciudad, quienes formaron vallas "con vistosas banderas". En el costado de la iglesia de la Merced, por ejemplo, lo esperaban los obreros de la fábrica La Constancia Mexicana; en la calle de la Calceta, los de El Patriotismo, y en la primera de Santa Teresa estaban los trabajadores del Molino de Enmedio y San Juan Bautista Amatlán. A lo largo del camino estaban apostadas las bandas musicales de pueblos vecinos, como Amozoc, Resurrección, Canoa, San Pablo del Monte, Tonantzintla y Azumiatla, que acompañaron la travesía del obispo. Según la crónica del día, treinta y cinco mil personas acompañaron al obispo, y en su caminar "se oía sin cesar un formidable ¡viva! que asordaba el espacio. ¡Viva nuestro obispo, nuestro pastor, nuestro padre! gritaba aquel pueblo amante. ¡Viva la libertad del pueblo católico! gritaban aquellos hombres antes tan oprimidos".12
La entrada del obispo Mora y Daza en febrero de 1885 no fue una novedad absoluta. Antes bien, si algo caracterizó la segunda mitad del siglo XIX en la diócesis de Puebla fue el cambio de obispos. Después del largo periodo de Carlos María Colina y Rubio, quien gobernó la diócesis entre 1863 y 1879, siguieron los relativamente breves episcopados de Francisco de Paula Verea (1879-1884), el ya citado José María Mora y Daza (1884-1887), Francisco Melitón Vargas (1888-1896) y Perfecto Amézquita (1896-1900). Este periodo concluyó con la llegada de Ramón Ibarra y González, último obispo, de 1902 a 1904, y primer arzobispo de Puebla desde 1904 hasta su muerte en 1917. Este aspecto es relevante, pues dio paso a múltiples proyectos pastorales que aún es necesario explorar. Así pues, la entrada episcopal de Mora y Daza en febrero de 1885 muestra algunos elementos que vale la pena considerar. De entrada, que a pesar de las leyes liberales que prohibían el culto y las procesiones públicas desde la constitucionalización de las leyes de Reforma en 1873, a mediados de la década de 1885 podían realizarse manifestaciones públicas ligadas al catolicismo en algunas ciudades del país, siempre con la venia de las autoridades locales. Precisamente a esto se refiere el periódico El Amigo de la Verdad cuando festeja "la libertad del pueblo católico", al que juzgaba hasta hace poco "oprimido". En concreto, la renovada libertad de los católicos consistía en la posibilidad de expresar su fe en el espacio público y en el entramado urbano y de apuntalar así un elemento que va a acompañar la labor de los católicos entre 1885 y 1895: la resacralización de la ciudad. Este proceso, ocurrido en los años de la consolidación del régimen de Porfirio Díaz -lo que ocurrió en Puebla bajo los gobiernos estatales de Rosendo Márquez y de Mucio P. Martínez-, se hizo evidente a través de juramentos públicos, la reconstrucción de templos y una creciente renovación de los cultos preferidos en la ciudad, combinada con la de los santos y las advocaciones marianas, promovida por la jerarquía eclesiástica, y con la creciente presencia de Nuestra Señora de Guadalupe en la vida devocional de Puebla.
En buena medida, estos procesos fueron impulsados por los mismos obispos. Meses después de su llegada a la diócesis, Mora y Daza manifestó que una de sus principales preocupaciones fue encontrar "debilitada la fe, resfriada la piedad y entronizado el indiferentismo religioso" en Puebla. Como solución propuso renovar el juramento a Nuestra Señora de Guadalupe como protectora y patrona de México. En consecuencia, monseñor Mora pidió a sus párrocos promover un juramento a Guadalupe como patrona de la diócesis, que se realizó el 12 de diciembre de 1885.13 Este impulso al culto mariano por excelencia de México, que se retomará más tarde, estuvo acompañado por un interés en otros mecanismos de renovación pastoral, como la promoción de templos y devociones. Detrás de esta búsqueda de elementos piadosos estaba el interés del obispo por "evangelizar" a su pueblo, una preocupación que acompañó a Mora y Daza desde su llegada a la sede poblana.14
Así, por ejemplo, es de destacar la importancia que cobraron los cultos marianos en la ciudad y la forma como se hicieron presentes en las calles. Dos ejemplos de 1886 nos van a permitir entender este proceso. El primero de ellos fue el reestreno del templo de Nuestra Señora de Belén, debido a que se trasladó a aquel antiguo convento el Seminario Palafoxiano. El templo, que había sido concluido a fines del siglo XVIII por la orden betlemita, albergó a partir de 1861 una fábrica de cerillos y solo hasta 1885 fue reconstruido por la diócesis, siendo inaugurado al año siguiente, ya "decorado al estilo moderno". Gracias a esta renovación se promovió la creación de asociaciones de alumnos y seglares que rindieran culto a esta devoción mariana, que hacía hincapié en la virginidad y maternidad de María.15 El otro ejemplo es también llamativo, pues involucra una devoción importada de Francia. Desde 1884, el sacerdote diocesano Luis de la Torre había tomado un especial interés en levantar una capilla a Nuestra Señora de la Esperanza o Nuestra Señora de Pontmain, una devoción gala surgida en 1871 a raíz de la visión de los niños Eugenne y Joseph Barbadette en aquella pequeña población del valle del Loira. Gracias al trabajo del propio De la Torre y al empeño de la señorita Dolores Oropeza y Neve, en 1886 el obispo Mora y Daza fundó en el barrio popular de El Parral el Oratorio a Nuestra Señora de Pontmain, anexo a una escuela de primeras letras que en 1897 se convirtió en la Escuela Normal para Maestras Católicas de Nuestra Señora de Pontmain.16 Como se puede ver, a través de la creación o renovación de templos se hizo presente la devoción mariana en la ciudad, combinando a su vez antiguas devociones virreinales con cultos recién llegados que llamaban la atención de los clérigos de la época.
Pero no solo se inauguraron templos dedicados al culto de María. Si bien la escala fue menor, durante el episcopado de Francisco Melitón Vargas (1888-1896) se dedicaron varias capillas importantes. En enero de 1889, por ejemplo, se inauguró la capilla de Casa de Ejercicios del Señor San José, anexa precisamente a la parroquia de San José, la más importante de la ciudad después del Sagrario Metropolitano. Casi dos años después, en diciembre de 1890, se bendijo la capilla del Justo Juez en el templo de San Roque, un espacio que, si bien estaba anexo al templo, había dejado de tener culto desde la desamortización de bienes eclesiásticos en la década de 1860, pues se había convertido en una bodega de cosas viejas.17
Además de los espacios de culto, si algo destacó en la diócesis entre 1888 y 1891 fue la llegada de cultos hasta entonces no practicados en ella. En esta renovación tuvieron especial importancia los jesuitas, quienes ya desde 1866 habían asumido una muy activa labor en la renovación eclesial del país, cuando les fue encargada la reorganización del Seminario de México.18 Si bien su principal labor renovadora estuvo en la educación, también es importante subrayar que contribuyeron a renovar las devociones. Entre el 27 y el 30 de octubre de 1888, por ejemplo, se realizaron en el templo de la Compañía de Jesús de Puebla fiestas solemnes para festejar la canonización de los santos Pedro Claver, Juan Berchmans y Alonso Rodríguez. Cada día se dedicó a uno de los nuevos santos, enfatizándose su labor de asistencia social, y el propio templo de la Compañía lució repleto y muy bien adornado, gracias que "señoras de lo mejor de nuestra sociedad trabajaron empeñosísimamente en el adorno del templo".19 Está claro, pues, que los jesuitas trabajaron por fomentar sus devociones entre los estratos más altos de la ciudad. Por su parte, en julio de 1890 el clero secular promovió el culto del mártir San Juan Gabriel Perboyre, sacerdote de la Misión. En efecto, el 12 de julio se bendijo su imagen en el templo de la Purísima Concepción y días más tarde se leyó en el mismo lugar el breve de beatificación por parte del obispo.20 En esta ocasión, la idea que destacaba de Perboyre era que se trataba de un misionero que había llevado la fe a China y había sido martirizado en defensa de su fe. Además, era el primer misionero del siglo XIX canonizado por la Iglesia. En marzo de 1891 se bendijeron en el templo del Oratorio de Puebla, San Felipe Neri, las imágenes de los beatos Sebastián Valfré y Juvenal Ancina. Si bien se trataba de dos devociones de la familia religiosa, eran ejemplo de vida pastoral y de cuidado en la catequesis de los niños y los pobres. En conjunto, pues, entre 1888 y 1891, ya durante la gestión episcopal de monseñor Vargas, hay una creciente llegada de devociones que, ligadas a las órdenes religiosas activas en la ciudad, subrayaron los principios de misión y caridad que interesaba pregonar al catolicismo poblano de entonces y que, de hecho, formaban parte de los grandes temas del catolicismo de la época. Así, nuevos templos y nuevas devociones se conjuntaron para hacer presente el catolicismo en la ciudad y fomentar modelos de religiosidad militantes y misioneros, en un contexto en el que la paz del régimen de Díaz permitía la práctica pública de la fe.
Más allá de las innovaciones, este periodo siguió marcado por el fomento al culto mariano. En 1894 se erigió en la antigua garita del pulque, en las afueras de la ciudad, una capilla a Nuestra Señora de Ocotlán, la principal devoción mariana de la diócesis.21 El cierre de este periodo, sin embargo, también está ligado a Nuestra Señora de Guadalupe. Como se sabe, la coronación de Guadalupe ocurrida el 12 de octubre de 1895 fue un momento clave del catolicismo mexicano, que demostró la fuerza que había adquirido ya la práctica católica en México después del triunfo liberal.22 En Puebla, el obispo Francisco Melitón Vargas pidió a sus fieles que en octubre celebraran un triduo en cada parroquia de la diócesis, y que
todos los actos de piedad y devoción que se practiquen [...] se ofrecerán a la Santísima Virgen de Guadalupe, pidiéndole con humildad y confianza que arraigue la paz en nuestra amada Patria, conservándole íntegros su autonomía y vastos territorios, conceda luz a los ciegos e ignorantes, encienda la fe en las inteligencias oscurecidas y vuelva al seno de la religión católica a los descarriados, a fin de que todos los mexicanos, profesando las mismas creencias, formemos un solo redil y seamos gobernados por un solo Pastor, el Vicario de Jesucristo sobre la tierra.23
Como se ve, entre 1885 y 1895 se fomentó en Puebla una práctica pública del catolicismo, que se expresó en devociones que llamaron la atención acerca de principios como misión y caridad y a través de la refundación de templos, fuera para resignificar antiguos cultos o para traer nuevas figuras a la devoción de los fieles. Entre uno y otro extremo, en los gobiernos episcopales de los mitrados Mora y Vargas hay una constante preocupación por la conversión de los no creyentes, por la práctica (pública) de la fe y por una mayor y más profunda presencia del catolicismo en la ciudad, insistiendo en el principio de misión y unidad como elementos de la catolicidad de la época. En los años por venir se consolidará el catolicismo en las calles de la ciudad episcopal.
Una ciudad levítica, 1895-1904
Entre 1895 y 1904 se vivió el auge de la presencia pública de la Iglesia católica y del catolicismo en Puebla, gracias en buena medida a la política de conciliación entre las autoridades locales civiles y eclesiásticas. Esta perspectiva era compartida por los actores del periodo: cuando en 1897 el obispo Perfecto Amézquita llegó a su nueva diócesis, saludó a los laicos poblanos "y a las autoridades que rigen vuestros destinos", a quienes los reconoció como garantes de un orden que permitía practicar la fe.24 Además de la renovación de templos y devociones, como veremos a continuación, también influyeron en este periodo la fundación de escuelas, la conquista del ámbito sonoro y la presencia física en la ciudad a través de procesiones y fiestas, que se retomaron después de varios años de realizarse solo dentro de los templos.
Una de las continuidades más importantes fue la apertura de templos en los distintos espacios de la ciudad, e incluso en su hinterland más cercano. En su promoción y apertura, por supuesto, influyeron especialmente el obispo y la jerarquía eclesiástica. Entre 1897, por ejemplo, monseñor Amézquita bendijo la nueva capilla de la fábrica textil La Constancia Mexicana, dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, y en mayo de 1898 fundó la Capilla Real de San Pedro Cholula, que había estado varios años cerrada al culto. Finalmente, el 14 de marzo de 1900 don Perfecto ofició la primera misa en el nuevo altar mayor de ónix de la iglesia de Santa Teresa de Puebla, renovado para festejar la presencia de la familia carmelita en Puebla.25 En enero de 1896 el obispo de Chiapas, Miguel Luque -quien había sido canónigo de la Angelópolis-, bendijo el Oratorio de la Sagrada Familia, para el uso del colegio del mismo nombre.
En enero de 1901, el deán del cabildo, José Victoriano Covarrubias, bendijo "la reposición de la capilla del Rosario en Santo Domingo". Este acontecimiento fue tan importante que permitió la primera procesión que salió del templo en varios años: encabezada por el deán, la virgen se trasladó en "solemnísima procesión" desde el altar mayor de Santo Domingo hasta su capilla, pero el recorrido esta vez no se limitó al interior del templo, sino que "salió al atrio y el concurso de gente fue tan extraordinario, [que] puede asegurarse que no había lugar vacío en la mencionada capilla, la iglesia principal, el atrio y el ancho de la calle".26 Esta demostración de fe se complementó con las peregrinaciones que se hicieron hacia catedral por iniciativa de Perfecto Amézquita un par de meses atrás, entre noviembre y diciembre de 1900.27 Así, con el fin de la centuria los católicos poblanos dieron un paso fundamental en el espacio público: aprovechando la renovación de los recintos religiosos y la llegada del siglo XX, ocuparon la calle e hicieron pública manifestación de su fe. En algunos casos las procesiones fueron más bien discretas, como las que llamaba monseñor Amézquita a catedral, o bien limitadas al atrio, pero salieron de los templos. Cuando en agosto de ese año el padre Julián Miranda bendijo la iglesia de Santa Elena - que había sido bodega desde la década de 1860-, contigua a la parroquia de la Cruz, se hicieron maitines en la noche y al día siguiente se celebró una fiesta que ocupó también algunas calles para la verbena pública.28
La conquista del espacio público también tuvo lugar en el ámbito sonoro y vino también con el cambio de siglo: entre 1900 y 1901 hubo una especial preocupación por las campanas, que debido a un reglamento capitular de 1869 habían permanecido casi en silencio en la ciudad episcopal. Como bien ha observado David Carbajal para el caso de Orizaba, ya en el siglo XIX las campanas eran vistas como instrumentos de sacralización del tiempo y el espacio, y como protectoras de la población.29 Por ello mismo, el 30 de diciembre de 1900 el deán Covarrubias consagró la campana mayor del templo de la Compañía de Jesús, para que tocara por primera vez al comenzar el siglo. Dos días después, el primero de enero a medianoche, "casi todas las iglesias de Puebla" festejaron el principio del nuevo siglo "con repique a vuelo". A esa misma hora hubo misas solemnes en la catedral, la Compañía de Jesús, Santo Domingo, San Agustín y San Francisco, para hacer votos por el nuevo siglo.30 Todavía en marzo de 1901 se estrenaron dos campanas en la iglesia de San Juan de Dios, y entre abril y mayo llegaron a la Compañía de Jesús tres grandes esquilas: la de Guadalupe, la de San Ignacio de Loyola y la de San Francisco de Borja.31 En conjunto, pues, el empuje del catolicismo poblano hacia la calle se complementó con una presencia sonora y simbólica que se apropió del ámbito urbano.
Como ocurrió en los años de resacralización de la ciudad, la promoción de varios cultos también fue importante. Si algo destaca en estos años de auge es la estrecha relación que se vino a establecer entre culto y educación. Un buen ejemplo para demostrar este punto es la fundación de la Escuela Normal Católica para Profesores, que se realizó el 8 de diciembre de 1897. A aquel recinto, ubicado en la entonces calle de Victoria, llegó monseñor Amézquita, "de mitra y capa pluvial", acompañado del arzobispo de Oaxaca, Eulogio Gillow, y del gobernador del Estado, Mucio P. Martínez. El edifico estaba iluminado "por varios focos de luz eléctrica" y en el patio "estaba colocada una estatua que representa la imagen del Sagrado Corazón de Jesús", sobre la cual ondeaban "muchas banderas con los colores patrios". Al momento de salir, los obispos y el gobernador fueron despedidos por los alumnos del seminario palafoxiano, que iban vestidos con sus becas azules. La publicidad de la escuela normal señalaba que ahí se enseñaba "el mismo plan de estudios de las escuelas oficiales", pero se agregaba "un curso completo de religión y el estudio de la filosofía cristiana".32 Lo mismo venía ocurriendo en otras escuelas de la ciudad: según un almanaque de la época, en 1896 había en Puebla 25 escuelas primarias católicas, entre las que destacaba el Colegio Católico del Sagrado Corazón de Jesús, que había sido inaugurado en 1870 y se dedicaba a enseñar los programas oficiales, añadiéndoles predicación de vida cristiana y una amplia enseñanza del catecismo.33
Como se ve, ya para fines de la década de 1890 tenemos una excelente relación personal e incluso institucional entre el gobierno del estado y la jerarquía diocesana, un aspecto central para entender cómo fue posible esta renovación del catolicismo y cómo la Iglesia católica llegó a reconquistar al final del siglo XIX una presencia urbana, material y simbólica, que se había perdido en buena medida con la Reforma liberal. Como ocurría con los templos, también las escuelas y sus preocupaciones por vincular las enseñanzas modernas con la enseñanza religiosa fueron elementos que llevaron a un modelo de catolicismo en la ciudad que enfatizó la enseñanza del catecismo y la predicación de la palabra divina entre los niños y los jóvenes.
Un elemento de presencia pública del catolicismo durante este periodo en Puebla fue la promoción de cultos y pláticas religiosas, que esta vez tenían como objetivo no solo el fomento de la devoción, sino su aplicación en la vida práctica de los fieles. A fines de 1896, por ejemplo, se estableció en el Sagrario de la Catedral una asociación del Niño Jesús protectora del Catecismo para niños, promovida por la señora Elena C., viuda de Dávalos, y la señorita Rosalía Quintana, dirigida por el cura del Sagrario, el padre Muñoz. Su objetivo central era, como su nombre lo decía, "infundir en los tiernos corazones de los niños los nobilísimos sentimientos de la caridad cristiana". En realidad, la asociación reunía a los niños de las familias acomodadas de la ciudad, quienes mantenían una alcancía donde iban ahorrando a lo largo del año, "para que en la Navidad obsequien a los niños pobres con distintos presentes con la cantidad que reunieron en el año".34 Como se ve, asociaciones como esta cumplían varios propósitos al mismo tiempo: fomentaban la unión de los fieles de una clase social en torno a una agrupación, practicaban la caridad cristiana y, sobre todo, cuidaban la formación religiosa de los niños.
Esta formación a través de la asociación, la práctica de la caridad, las virtudes y aún la procesión y la presencia pública de la fe se entienden mejor si nos enfocamos en las actividades de la iglesia de Nuestra Señora de Belén, sede del seminario Palafoxiano durante estos años. Ya en noviembre de 1895 el templo de Belén fue elegido para festejar la coronación de Guadalupe, de modo que el 7 de noviembre hubo una gran función religiosa en la que se recordó la coronación realizada en la villa de Guadalupe aquel octubre. La nota distintiva es que hubo una enorme procesión que llevó la imagen guadalupana del interior del templo a los corredores del seminario, que habían sido adornados "con tanto primor como buen gusto". En aquella ocasión el seminario abrió sus puertas para que los fieles pudieran participar de aquella procesión.35 A partir de 1898 se empezó a explicar la doctrina cristiana los domingos en la tarde, aprovechando la presencia de los seminaristas en el templo. De cualquier forma, en agosto de 1898 la primera plática la dirigió monseñor Amézquita, quien pidió a los presentes "que continuasen concurriendo a las explicaciones y a que invitasen a sus parientes y conocidos".36 Finalmente, entre 1899 y 1902 se promovió en Belén el culto y la cofradía a San Francisco Javier, Apóstol de las Indias. En 1899 Perfecto Amézquita declaró al santo jesuita segundo patrono del Seminario Palafoxiano y promovió la fundación de una cofradía que finalmente se estableció en 1902 en la iglesia de la Compañía de Jesús, cuando ya gobernaba la diócesis el obispo Ramón Ibarra y González (1902-1917).37 Esta asociación quería "mejorar las costumbres de la clase obrera" y se estableció en la calle de Cacahuateros. Se ofrecían clases nocturnas de 7:00 a 8:30 y había una pequeña biblioteca, un gimnasio y juegos como dominó y ajedrez para los miembros.38 En suma, el renacimiento católico de Puebla y su florecimiento en el espacio urbano fueron visibles entre las décadas de 1890 y 1900 y estuvieron ligados a la renovación de cultos y templos, a la práctica de nuevos modelos asociativos y devocionales y a una mayor preocupación por la práctica de la fe en el espacio público.
Es durante este periodo cuando se hace evidente la incipiente llegada del catolicismo social en la ciudad. En 1903 se celebró en este tenor el Primer Congreso Católico Mexicano, bajo la presidencia del obispo Ibarra, y se planteó la necesidad de discutir ampliamente la importancia de la conciliación y la tercera vía entre los diversos factores de la producción, principalmente obreros. Asimismo, una de las más influyentes asociaciones católicas de Puebla, el Círculo Católico, se interesó a partir de 1898 en denunciar los problemas sociales replicando instrumentos hasta entonces considerados liberales, como la prensa, la organización de los obreros o incluso la creación de salones de juego para los artesanos y trabajadores urbanos.39
Estos elementos alcanzaron su punto culminante cuando Puebla fue elevada a arquidiócesis. A partir de febrero de 1904 Ramón Ibarra firmó ya como arzobispo. En su primer decreto con esta jerarquía estableció los festejos por los cincuenta años de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción y por la elevación de Puebla a arquidiócesis. En términos generales, llamó a dar misiones y/o ejercicios espirituales en todas las parroquias de la diócesis, a celebrar comuniones generales de niños de ambos sexos, a promover peregrinaciones desde la ciudad de Puebla a los santuarios de Nuestra Señora de los Remedios de Cholula y Nuestra Señora de Ocotlán en Tlaxcala, y a celebrar "con el mayor esplendor posible" el 8 de diciembre, el día de la Inmaculada Concepción.40 Su preocupación estaba atravesada al mismo tiempo por la mayor presencia del culto público en la ciudad episcopal y por incentivar la participación activa de los católicos en los festejos, apelando al sentido de misión que se había fomentado a lo largo de estos años. A ello hay que añadir, por supuesto, la preocupación muy propia del catolicismo social por integrar a los diversos sectores de la ciudad bajo el cuidado y la organización de la jerarquía eclesiástica.
Además de estas llamadas episcopales, desde febrero de 1904 hubo una gran presencia del catolicismo en la ciudad, pues el 8 de febrero se hizo la erección canónica de la provincia eclesiástica de Puebla, que solo tendrá sujeto al obispado de Huajuapan. En los días previos había habido amplios recibimientos públicos en la estación de ferrocarriles de los obispos Próspero María Alarcón de México, Atenógenes Silva de Morelia, José María Mora de Tulancingo, Leopoldo Ruiz de León y Rafael Amador de Huajuapan. En la noche del día 8 hubo fuegos artificiales en las torres, las bóvedas y el atrio de la catedral, y dos días después el delegado apostólico en México, monseñor Domingo Serafini, consagró la provincia eclesiástica de Puebla al Sagrado Corazón de Jesús. Esta vez la procesión con el Santísimo Sacramento atravesó el atrio de la catedral. Cuando finalmente en noviembre y diciembre se celebró el 50 aniversario de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción de María, hubo repiques diarios a las seis de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde. Las torres de catedral se iluminaron con focos y "entre ambas torres se leía, como suspenso en los aires, el nombre de María formado de foquitos pequeños".41 Como las campanas en el cambio de siglo, las noches de noviembre y diciembre de 1904 mostraron con luz eléctrica la presencia del catolicismo en la ciudad episcopal.
De la renovación al fin, 1905-1914
Entre 1905 y 1913 se consolidó la presencia pública del catolicismo en la ciudad, hasta que la llegada del constitucionalismo anticlerical en 1914 concluyó de tajo este proceso de renovación. En el periodo que nos ocupa, poco antes del derrumbe de las instituciones católicas en Puebla con la revolución, destacó la guía y la dirección del arzobispo Ramón Ibarra, quien mantuvo el ritmo de renovación de los cultos y templos, cobijó una amplia práctica devocional en la ciudad episcopal y amplió la presencia pública del catolicismo a través de varias conmemoraciones y consagraciones.
Tan solo entre 1906 y 1912, por ejemplo, seguimos encontrando varias renovaciones en los templos de la ciudad episcopal. En julio de 1906 se estrenaron los altares y la decoración de la iglesia de la Soledad, un antiguo convento exclaustrado, y en septiembre del mismo año se bendijo la redecoración del templo de La Merced, uno de los templos más afectados por los conflictos bélicos del siglo XIX. En 1909 se estrenó el santuario del Señor de los Trabajos, una de las devociones más populares de la ciudad a principios de siglo; la novedad de aquella reinauguración fue que se instaló luz eléctrica dentro del templo, suceso inédito en la diócesis. En 1910 se bendijo la capilla de la fábrica El Mayorazgo, a las orillas del río Atoyac. Por último, en 1912 se dio un último paquete de renovación de templos: en abril se estrenó la nueva decoración del templo de San Felipe Neri, en junio se reinauguró la iglesia de San Pedro con nuevos altares y cortinas, y en agosto se bendijo el templo expiatorio de Nuestra Señora de la Guía en el atrio de la iglesia de la Merced.42 A través de estos elementos pudo consolidarse el entramado de templos renovados durante el porfiriato, que, como vemos, redefinió la geografía sacra de la ciudad episcopal y restauró la presencia de la Iglesia en la ciudad, sea renovando los viejos templos virreinales o creando nuevos lugares de culto con nuevas devociones.
Es difícil determinar hasta dónde esta presencia de templos, imágenes, capillas y devociones tuvo un impacto entre los habitantes de la Angelópolis. Si bien no contamos con testimonios directos, es evidente que una buena parte de la población asistía a las funciones religiosas, dependiendo de su pertenencia a asociaciones, escuelas, profesiones u oficios, cuando no a su propio lugar de residencia. El almanaque de 1910 registra 48 fiestas titulares o solemnes en algún templo de la ciudad para aquel año. Estas se pueden dividir en tres grupos: las funciones tradicionales, los nuevos cultos y las fiestas por gremio o grupo profesional. Entre las primeras destacan la función de San Antonio el 17 de enero, en el antiguo convento de aquel nombre, con bendición de los animales; la función de San José el 19 de marzo en el templo de La Merced y la fiesta a San Juan Nepomuceno en la Catedral el 16 de mayo. A ella hay que sumar la fiesta de Santiago en su iglesia el 25 de julio, la fiesta de Santo Domingo el 4 de agosto en su antiguo convento y la fiesta de San Ramón Nonato el 31 de agosto, en La Merced. Por supuesto, la más importante era la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, que se celebraba a lo largo y ancho de la ciudad el 12 de diciembre.43 Las funciones dedicadas a los nuevos cultos iniciaban el 23 de enero con la función solemne a Nuestra Señora de Pontmain en su templo y seguían con la función de Nuestra Señora de Lourdes en el templo de San Agustín, que tenía lugar el 11 de febrero. El 15 de mayo se celebraba al beato Juan Bautista La Salle en la Concordia y el 27 de agosto se hacía en el Carmen una función al Santo Niño de Praga -su capilla se había erigido recién en 1900-. El 7 de noviembre había función por el beato Juan Gabriel Perboyre en la casa clerical de San Juan Nepomuceno y el 3 de diciembre se realizaba una procesión solemne en la iglesia de San Juan de Letrán por San Francisco Javier.
Por último, había cuatro grandes celebraciones por sectores profesionales: el 12 de marzo y el 12 de abril los abogados y los médicos hacían una misa a Nuestra Señora de Guadalupe, respectivamente, y el 17 de abril se celebraba la función de San José por el Cabildo catedral; el 12 de mayo, los loceros celebraban a la guadalupana. A esta variedad de fiestas había que sumar las misas diarias en la catedral, La Merced, San Pedro, Santo Domingo y Santa Clara, a las 11 de la mañana y a mediodía. Como se puede ver, el mapa devocional de 1910 revela una amplia cantidad de funciones en los templos de Puebla, dejando ver una intensa vida devocional en la urbe. Más allá de las fiestas que, como hemos visto, congregaban a una gran cantidad de feligreses, la cantidad de oferta devocional parece indicarnos una amplia respuesta de los católicos poblanos a las funciones eclesiásticas. Sin duda, la participación de los fieles dio sentido y sustento a la presencia católica en la ciudad; la combinación de devociones en templos que habían sido recuperados en los últimos 25 años también revela la importancia de este florecimiento devocional en la ciudad, que se verá opacado en los años por venir debido al impacto de la revolución.
Además de la cotidianeidad de la presencia eclesiástica, la jerarquía siguió mostrando la presencia del catolicismo en la ciudad a través de las conmemoraciones. Una de las más importantes fue el centenario de la independencia nacional en 1910. La Iglesia poblana aprovechó estos festejos incluso antes de que llegara propiamente la conmemoración, que corres pondía al mes de septiembre. El primero de enero de 1910, justo al sonar las 12 de la noche, repicaron las campanas a vuelo en los templos de Puebla y se tronaron cohetes desde las torres, además de celebrarse misas de acción de gracias. Estas iniciativas clericales se combinaron con los festejos de las autoridades civiles, pues también tocaron los silbatos de las fábricas, las locomotoras que estaban en la ciudad y se cantó el himno nacional en la plaza principal por la banda del ayuntamiento, que también quemó fuegos artificiales esa noche.44 Al combinar festejos, las autoridades civiles y eclesiásticas reforzaron la unidad entre ambas autoridades y se fortaleció el carácter levítico de la ciudad de Puebla. En los días de septiembre, además, el arzobispo Ibarra dispuso que se celebrara un novenario de acción de gracias en la Catedral y en las parroquias de la ciudad, que concluiyó con una misa solemne a la Santísima Trinidad el 16 de septiembre. En la catedral el propio obispo festejó la misa a las dos de la mañana, vestido de pontifical. Para cerrar, el 9 de octubre se renovó el juramento de patronato a Nuestra Señora de Guadalupe con campanas a vuelo.45 En los años por venir no volvería a haber manifestaciones de culto tan grandilocuentes como las que ocurrieron en el año del centenario.
Como se sabe, la política de conciliación que había permitido la renovación y el florecimiento del catolicismo en la ciudad estaba a punto de cambiar. Desde noviembre de 1910 el fallido levantamiento de los hermanos Serdán en Puebla comenzó la inestabilidad política que llevó a la revolución.46 El clima de violencia afectó gravemente a la ciudad y 1912 fue un año de repliegue en la actividad pastoral. Cuando aquel año el obispo Ibarra llamó a los católicos de su diócesis a cooperar con el bienestar de la nación, lo hacía consciente del impacto que la derrota del Partido Católico Nacional en las elecciones de julio de 1912 significaba para los procesos políticos impulsados por el clero mexicano -de hecho, Ibarra fue uno de los promotores del pon, aplicando a rajatabla los postulados del catolicismo social en su diócesis.47 Sin duda, este proyecto político tuvo algún efecto en la reacción del carrancismo contra la Iglesia en Puebla durante 1914.48 La llegada de los grupos norteños a la Angelópolis se registró en agosto de 1914, cuando entró a la capital el general José Refugio Velasco. A partir de entonces empezó la salida de los actores clericales que habían dado soporte a la renovación del catolicismo en Puebla los años anteriores: los jesuitas salieron de la ciudad el 21 de agosto, y cuando, dos días más tarde, las fuerzas constitucionalistas de Pablo González tomaron el palacio episcopal la ciudad sabía su destino. El 25 de agosto González reunió a los canónigos en la catedral, disolvió el cuerpo capitular y prohibió las confesiones; de hecho, quemó los confesionarios en el atrio de la catedral. En septiembre la tropa entró a profanar la iglesia de San Pedro y al día siguiente la autoridad militar ordenó el cierre de todos los templos. El 13 de diciembre el ejército carrancista tomó la catedral. A las cuatro de la mañana de los días 20, 21 y 22 de diciembre se tocó el alba desde las campanas de catedral. En 1922, uno de los habitantes que recordaba aquellos viejos repiques apuntó que desde entonces las campanas no habían vuelto ya a escucharse.49
Conclusiones
Entre 1885 y 1914 se dio una renovación del catolicismo en la ciudad de Puebla, que permitió un florecimiento de la devoción, el culto y la práctica de la fe católica en aquella ciudad episcopal durante el porfiriato. Gracias a la conciliación y al acuerdo entre autoridades civiles y eclesiásticas, a lo largo de los 30 años estudiados en este artículo la jerarquía eclesiástica, el clero y los seglares locales fueron capaces de crear un catolicismo en Puebla que se expresó a través de una resacralización de la ciudad, la renovación del culto y la piedad, y una creciente presencia de la fe en el espacio público. Así, instrumentos como las procesiones, la refundación de templos, las conmemoraciones y la fundación de escuelas y asociaciones dieron paso a renovados modelos de piedad, culto y devoción en la Angelópolis. En conjunto, pues, este nuevo catolicismo abrazó problemáticas modernas como la educación, la asistencia o la misión y ofreció una alternativa católica a la construcción de la ciudad y la sociedad contemporánea. Esta alternativa enlazaba la fe y la razón, el progreso y las mejores del siglo, como electricidad y ciencia, a una mirada atravesada por la fe y su expresión devocional.
En un primer momento, entre 1885 y 1895, el primer objetivo de los católicos fue resacralizar la ciudad con la reconstrucción material de los templos afectados desde los años de la Reforma; a partir de 1895 y hasta la erección de la arquidiócesis en 1904, la presencia pública de la Iglesia tuvo sus mejores momentos, y entre 1905 y 1914 se vivió una constante presencia pública que retomó elementos de los periodos anteriores, como la introducción de nuevos cultos, la formación de asociaciones y la celebración de múltiples fiestas devocionales y conmemoraciones. A través de estos elementos fue evidente la fortaleza de la Iglesia católica en la Puebla liberal.
En conjunto, este proceso estuvo marcado por la participación de múltiples actores católicos, pues las iniciativas surgieron de obispos, canónigos, sacerdotes seculares y regulares, e incluso de seglares de ambos sexos. Esto fue posible en buena medida debido a que la diócesis debió cambiar de mitrado por la muerte de sus titulares: tan solo entre 1885 y 1914 hubo cuatro prelados: José María Mora y Daza, Francisco Melitón Vargas, Perfecto Amézquita y Ramón Ibarra. Si bien cada uno plasmó su sello, es posible aseverar que el catolicismo del porfiriato en Puebla abrevó de múltiples iniciativas y buscó en todo momento resacralizar a la ciudad en el contexto del triunfo liberal, sacralizar el espacio público y abrir modelos de presencia pública a través de cultos y devociones. Si miramos en conjunto, el catolicismo poblano de este periodo en efecto resacralizó la ciudad y le dio a la Iglesia una amplia presencia material y simbólica en la urbe entre las décadas de 1880 y 1910 y dio paso a múltiples triunfos simbólicos en el contexto de la guerra cultural con el liberalismo. El éxito de este proceso fue tal que la revolución de 1914 mostró su fuerza anticlerical cerrando los templos recién remozados, acallando las fiestas católicas que habían salido a la calle y silenciando las campanas que habían anunciado la llegada de un nuevo siglo que, como el XIX, sería también de impiedad y de fe, de fervor y de blasfemia, para utilizar la descripción que monseñor Perfecto Amézquita hizo del siglo que le tocó vivir.