I. Introducción
Hacia el año 1475, en plena madurez creativa, el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino (1433-1499) culmina la redacción de su comentario al Banquete de Platón según la forma de un tratado bajo el título de De Amore. A decir verdad, el texto ficiniano va mucho más allá del comentario del texto platónico para desarrollar un tejido complejo de reflexiones teóricas que involucran las más diversas escuelas de pensamiento que incluyen referencias que van desde el platonismo antiguo hasta el hermetismo helenístico y de la filosofía neoplatónica hasta la tradición de la magia astral propia del Renacimiento europeo así como elementos provenientes del aristotelismo antiguo, el estoicismo y la Patrística cristiana. Ficino, un filósofo extremadamente prolífico en su obra publicada, tuvo en su De Amore2 el texto de su autoría que más influencia ha ejercido sobre la posterior concepción del amor en la filosofía, la literatura y las artes de la Europa moderna (Kristeller, 1964, pp. 269-288).
El banquete originario que da origen al texto de Ficino tuvo lugar el día del nacimiento de Platón bajo el mecenazgo de Lorenzo de Medici y se inscribe en una larga tradición neoplatónica que celebra el aniversario del gran maestro (Schmidt, 1908, pp. 37-52). El banquete tuvo lugar el 7 de noviembre3 de 1469 en Careggi y “nueve fervientes platónicos” estaban presentes: Antonio Agli, obispo de Fiesole, el médico Ficino, padre de Marsilio, el poeta Cristóforo Landino, el retórico Bernardo Nuzzi, Tomaso Venci, Giovanni Cavalcanti, aclamado como un héroe, los dos Marsuppini, Cristoforo y Claro, hijo de Carlo el poeta. El noveno platónico era Marsilio mismo para igualar el número de las musas. Los discursos del Banquete de Platón fueron leídos y comentados luego, pero a diferencia de Platón, que había puesto en escena discursos en principio diferentes en su forma y objetivo, los comentarios que enuncian los “platónicos” de Careggi, parten de un consenso establecido por adelantado, de manera tal que los siete discursos del Banquete ficiniano no son sino el desarrollo progresivo de una estructura enunciada en el primer discurso de Cavalcanti.
Por tanto, resulta imposible analizar en estas páginas, en todas sus aristas, los argumentos de Ficino referentes a su teoría del amor. Nuestro objetivo, en cambio, habrá de centrarse en examinar un aspecto muy específico de su texto. En el punto culminante de su desarrollo, Ficino propone una exégesis de uno de los poemas más encumbrados del llamado dolce stil nuovo, esto es, Donna me prega, de Guido Cavalcanti (c.1258-1300). Las teorías del amor provenzal y la lírica toscana habían influido sobre Ficino según lo han demostrado los estudiosos (Kristeller, 1964, p. 287); sin embargo, su original hermenéutica del texto de Cavalcanti le permite al filósofo florentino condensar algunos puntos importantes de su metafísica del amor4. Llevaremos adelante, entonces, un análisis de la exégesis ficiniana del poema de Cavalcanti atendiendo no solamente a su hondura metafísica sino también a las relaciones que pueden entreverse con dos dimensiones que le son copertenecientes, a saber, la magia natural y la inscripción de la relación entre eros y magia en la tradición de la denominada prisca theologia.
La tradición investigativa ha dedicado escasa atención a la exégesis ficiniana del texto de Cavalcanti y se ha limitado a señalar que la interpretación que propone Ficino del poema en clave de amor socrático masculino resulta una absoluta novedad en el Renacimiento (Nelson, 1958, pp. 78-79)5. En efecto, Ficino inscribe su metafísica del amor produciendo una traslación de enorme importancia: mientras que en Cavalcanti el poema refleja la filosofía del amor heterosexual, para Ficino es posible reinterpretarlo como paradigma del amor platónico homoerótico aún si entendido, como veremos, en clave espiritual y cristiana.6 Precisamente, este gesto estará en la base de la polémica que desarrollarán Ficino y Pico de la Mirandola (1463-1494) respecto de la naturaleza del amor (Aasdalen, 2011, pp. 67-88). Nuestro objetivo, en cambio, consistirá en proponer una interpretación de la exégesis ficiniana de Calvacanti que, sin agotar de ningún modo las posibilidades, permita una intelección fructífera de los propósitos del filósofo florentino a partir de su metafísica del amor edificada sobre la tela de fondo del problema de la magia natural.
Ahora bien, resulta importante subrayar un aspecto que para el lector puede resultar inusual, esto es, la interpretación de un poema dentro de un marco filosófico. En este sentido, conviene recordar que la distinción entre poesía y filosofía era altamente difusa en el Renacimiento italiano. De hecho, la Divina Comedia de Dante es la prueba de cómo poesía, filosofía y teología podían convivir como un mismo conjunto de lirismo y pensamiento. Ciertamente, en el caso de Ficino, la poesía resultaba tan esencial para él como la prosa a la hora de la interpretación filosófica. De este hecho testimonia la influencia de la lírica medieval y de los poetas provenzales sobre el propio Ficino y su filosofía. Del mismo modo, se pueden aproximar las reflexiones filosóficas de Ficino al Canzoniere de Petrarca pero también cabe mencionar la presencia de la poesía mística cristiana así como de los desarrollos de Buenaventura o Bernardo de Claraval.
Por estas razones, Pierre Laurens ha podido definir el propio estilo de Ficino como “una prosa lírica, quizá más propicia que el verso mismo para figurar las punzadas del alma amorosa” (Laurens en Ficino, In convivium, LIV). No olvidemos tampoco que Ficino se presentaba a sí mismo como un adorador de la lira órfica y que, siguiendo la tradición neoplatónica de Proclo, estimaba que la prisca theologia había tenido su expresión primordial en la poesía y que la obra misma de Platón debía ser leída como una meditación en prosa de las formas poéticas primordiales de la filosofía. En este punto, alejado de Cicerón7 o Quintiliano, Ficino ha podido entender los diálogos platónicos como ejemplos del “furor divino” cuya máxima expresión se encuentra en el arte poética. Nos hallamos, pues, frente a una auténtica theologica poetica donde la poesía es la ciencia suprema y el poeta como filósofo “expresa y a la vez oculta una sabiduría profunda tras las imagines con las que se expresa” (Granada, 2000, p. 75). De esta forma, tanto por su contexto cultural cercano como por su interpretación neoplatónica del corpus de los diálogos platónicos y por la influencia de la mística cristiana, la poesía se transforma, para Ficino, acaso en la forma suprema del ejercicio filosófico bajo el amparo del furor musaico.
Finalmente, resulta oportuno aclarar el sentido del tributo que decide rendir Ficino a la familia Cavalcanti por medio de su comentario de la canción Donna me prega. De hecho, a pesar de haber sido un averroísta, Ficino no duda en llamar “socrático” a Guido Cavalcanti pues su estrategia se inscribe en una reinterpretación platónica de la canción. Pero, al mismo tiempo, no puede soslayarse la presencia, en el círculo ficiniano, de Giovanni Cavalcanti (1448-1509), descendiente por vía indirecta del célebre Guido, el filósofo autor de Donna me prega. Giovanni Cavalcanti vivió por muchos años con Ficino en la villa de Careggi y fue quien lo instigó a la escritura del comentario al Banquete platónico. Por cierto, la admiración de Ficino por Guido Cavalcanti era inmensa dada su fama en el contexto cultural florentino hasta el punto que lo califica como “eminente servidor de su patria y superior a todos los de su siglo por la acuidad de su dialéctica” (Ficino, In convivium, VII, 1). Puede conjeturarse, entonces, que en el comentario de Ficino confluyen dos intenciones simultáneas: asentar su labor sobre la filosofía del amor en la tradición del gran Guido y, al mismo tiempo, homenajear a Giovanni Cavalcanti a quien Ficino llamaba su amico unico. Que ambas tareas podían ser convergentes puede apreciarse en el hecho de que Ficino le solicitó a Antonio Manetti que escribiese una biografía de Guido Cavalcanti para el uso de Giovanni Cavalcanti (Kristeller, 1937, p. 257). Por estas razones, no es imposible pensar que Ficino tuviese en mente un paralelismo poético-filosófico entre, por un lado Platón y Fedro y, por otro, su amistad con Giovanni (Laurens en In convivium, 2002, LX). Esta hipótesis permitiría explicar así, de modo suplementario, la recuperación de la herencia platónica a través de un vínculo con el linaje Cavalcanti.
II. Aspectos metafísicos. La disputa con el averroísmo
Si bien Ficino toma en consideración la totalidad del poema de Cavalcanti, se puede sostener que el centro de gravitación de la exégesis ficiniana del texto se encuentra en la segunda estrofa donde, haciendo referencia al amor, nos es dado leer:
In quella parte - dove sta memora
prende suo stato, - s’formato, - come
diaffan da lume, - d’una scuritate
la qual da Marte - vène, e fa demora;
elli è creato - ed ha, sensato, - nome,
d’alma costume - e di cor volontate.
Vèn da veduta forma che s’intende,
che prende - nel possibile intelletto,
come in subietto, loco e dimoranza.
In quella parte mai non ha possanza
perché da qualitate non descende:
resplende - in se perpertual effetto;
non ha diletto - ma consideranza;
si che non pote largir simiglianza.
(Cavalcanti, 2011, p. 21).
[En esa parte - donde reside la memoria
toma su estado, - formado, - como
diáfano desde la luz, - en una oscuridad
que de Marte - proviene, y toma su morada.
está creado, - y lo sensible, - es su nombre,
es un hábito del alma, - y una voluntad del corazón.
Proviene de una forma vista que se intelige,
que se arraiga - en el intelecto posible,
como en una substancia, - y hace allí lugar y morada.
En esa parte no tiene ningún poder
ya que no deriva de una cualidad:
brilla - en sí como efecto perpetuo;
no tiene delectación - sino contemplación
y así no puede crear semejanza].
En cuanto al poema y sus numerosas alusiones escolásticas, ha podido atribuirse a Cavalcanti una filiación inequívocamente aristotélica y, más precisamente, averroísta (Nardi, 1954; Coccia, 2005; Agamben, 2011) como lo demuestra la utilización de citas directas de textos de Averroes en versión latina o la distinción entre el intelecto posible y el intelecto agente (Ardizzone, 2002, p. 122). Aunque indudablemente Ficino debía estar en conocimiento de los elementos averroístas del poema de Cavalcanti, el filósofo florentino decide imprimir a los versos una reorganización neoplatónica y cristiana de la matriz averroísta. Es necesario excluir la posibilidad de una interpretación averroísta del poema de Cavalcanti por parte de Ficino dado que este último compuso una “confutatio Averrois” que se cuentan entre las más sólidas escritas durante el Renacimiento. En la concepción ficiniana, podemos encontrar una reorganización completa de la tradición aristotélico-averroísta:
El orden de la naturaleza exige además que haya un bien puro (bonum purum) y un bien intelectual (bonum intellectuale), un intelecto puro (intellectus purus) y un intelecto animal (intellectus animalis), un alma pura (anima pura) y un alma corporal (anima corporalis). El primero es Dios, el segundo el ángel, el tercero el alma racional y el cuarto es el alma irracional (Ficino, Theologia platonica, XV, 2).
En este sentido, para Ficino en su concepción neoplatónica y cristiana, Dios es el supremo Bien que debe colocarse por encima de cualquier intelecto y, por consiguiente, el intelecto puro e intelectual se corresponde con el ángel, eliminando así cualquier posibilidad de un intelecto agente que pueda subsistir separado de un orden natural que debe estar subordinado a hipóstasis precisas dentro de una jerarquía gobernada por Dios como soberano Bien8. Esta reinterpretación por parte de Ficino fue también posible debido a la mediación, identificada por John Nelson, del comentario del Pseudo-Egidio a la canción de Cavalcanti que difumina su trasfondo averroísta para dar lugar a una lectura que hace del concepto aristotélico de lo “diáfano” el punto de articulación de una dialéctica entre la oscuridad y la luz (Nelson, 1958, p. 79).
Según la doctrina ficiniana que otorga el marco a la interpretación de la canción de Cavalcanti, la Belleza puede encontrarse en el cuerpo del amado, pero el verdadero amor se localiza en la renuncia a tocar el cuerpo que posee esta Belleza. El deseo de tocar y el deseo de amor comparten el mismo tipo de separación ontológica que existe entre la materia y lo inteligible hasta el punto en que uno implica la negación del otro. La sabiduría consiste entonces en saber distinguir y dominar estos dos tipos de deseo puesto que ambos se encuentran mezclados en la apariencia fenomenológica del mundo. La belleza corporal tiene el poder de despertar el deseo de tocar en el sabio, pero la prueba de sabiduría consiste no solamente en resistir a la tentación sino, sobretodo, en reconocer el carácter idolátrico de la belleza hacia la cual el sabio se siente atraído9. Sabio será entonces aquel que llegue a darse cuenta de que lo que ama no es la belleza del cuerpo del amado, sino la fuerza divina que lo modela y que actúa en su interior.
Contrariamente a lo que podríamos creer, la rehabilitación llevada adelante por Ficino de la teoría platónica y plotiniana de la doble Venus, celeste y pandémios, que sirve para distinguir el amor sagrado del amor profano, no introduce ningún cambio en el sistema expuesto hasta aquí. En primer lugar, debido a que la Venus vulgar no supone la reivindicación de la materia, sino más bien el reconocimiento de la presencia de lo divino en lo material, lo que es completamente distinto. De hecho, la Venus vulgar recibe las chispas de la Belleza divina a través de la Venus Celeste y las transmite luego a la materia sobre la que influye. En segundo lugar, cuando Ficino sostiene que la generación es la expresión del amor pandémios, no quiere decir con esto que la belleza está constituida por el cuerpo engendrado sino que afirma que la Belleza se extiende hacia los cuerpos humanos a través de la generación, y esta Belleza no se confunde jamás con el cuerpo que ella modela. Esta dinámica es posible gracias al hecho de que el objeto de amor es la belleza “incorporal” del amante. Ficino hace explícito el núcleo fundamental de su metafísica del amor cuando habla de la “óptica” del fenómeno amoroso. De hecho, Ficino establece que el amante no ama la belleza corporal de su amado sino más bien la imagen de esta belleza que se encuentra en el espíritu del amante10. Ficino sugiere así que la esencia de la belleza es guardada, bajo la forma de un simulacro, en el espíritu de quien la percibe. No podemos percibir la inmensidad del cielo con nuestra pequeña pupila, sin embargo, tenemos en nuestro espíritu una imagen muy clara de la belleza del cielo y esta imagen deviene en el objeto de nuestro amor.
Ficino parte de la premisa según la cual no existe un cuerpo perfectamente bello pues si ello fuese posible, estaríamos ante la idea misma de Belleza mientras que cada cual posee solamente una chispa de esa Belleza. Por lo tanto, el cuerpo refleja la idea de Belleza siendo, de este modo, sólo parcialmente bello. De allí la necesidad constante de establecer una comparación entre la imagen atesorada de un cuerpo sensible (imagen que contiene ya una chispa de la Belleza del cuerpo percibido, o más bien, de lo que hay de esencialmente bello en él) y la imagen de la Belleza perfecta tal y como ésta nos ha sido infundida por Dios.
Para que la dinámica de esta teoría del amor basada en los simulacros y las imágenes pueda tener lugar, Ficino se apoya por completo en la teoría del spiritus y es imposible comprender la erótica de los muchachos que propone el florentino sin tener en cuenta este concepto fisiológico y cosmológico fundamental11. En una de sus más notables definiciones del concepto, Ficino establece que el spiritus es
Un cuerpo muy sutil, casi un no-cuerpo y casi un alma; o casi una no-alma y casi un cuerpo. En su composición hay un mínimo de terrestre, algo más de acuático y mucho más de una naturaleza aérea. Pero en su mayor medida participa de la naturaleza del fuego estelar […] Es al mismo tiempo brillante, caliente, húmedo y revigorizante (Ficino, Opera Omnia, p. 535).
Para Ficino, el spiritus resulta una especie de corpúsculo luminoso generado por el calor de la sangre y que penetra todo el cuerpo interactuando con el alma para posibilitar el fenómeno mismo de la vida. Por consiguiente, al tratarse de un vapor sanguíneo es el espejo donde las influencias astrales actúan sobre el cuerpo humano. Al mismo tiempo, la noción de spiritus presupone una teoría de la óptica (Simon, 1988) y produce una teoría de la magia que, como en el caso de Ficino, ha tenido una enorme difusión durante el Renacimiento y sobre la cual queda aún mucho trabajo por realizar. Sin embargo, querríamos señalar aquí la relevancia de esta noción en la teoría del amor de Ficino. En efecto, podemos apreciar ahora la importancia del spiritus en la fisiología y la metafísica ficinianas del amor puesto que es en el spiritus del amante donde la imagen del amado se refleja como en un espejo.
Este espejo de imágenes sensoriales permite al alma realizar la comparación entre la imagen recibida desde el mundo exterior y aquella que esta posee de manera innata y que refleja la idea pura de la Belleza. Pero, justamente, como el spiritus no es sino un espejo donde se reflejan las imágenes, la ausencia del amado hace que su imagen se desvanezca, a pesar de la existencia de la memoria del alma. La presencia del amado es entonces necesaria para que su imagen reflejada en el espejo del spiritus pueda ser “iluminada” y “encendida”. Sin embargo, la necesidad de la presencia del amado frente al amante deja entrever un papel aún más importante para el spiritus en esta onto-fisiología del amor. En efecto, Ficino llega a describir la esencia del amor como un intercambio de espíritus.
Como corolario, la función del spiritus no consiste solamente en ser un espejo para el alma donde se reflejan las imágenes sensibles sino que constituye la sustancia misma que se intercambia entre los amantes en el fenómeno del amor. A través del spiritus, es la sangre misma que se transmite del amante al amado estableciendo una circulación fisiológica de los vapores sanguíneos por medio de la vista. Esta circulación explica la prosecución del amado por parte del amante dado que este debe recobrar la homeostasis de su sistema sanguíneo y de su spiritus. Sobre esta tela de fondo doctrinal, es posible ahora comprender la exégesis ficiniana de la canción de Cavalcanti que Ficino expresa del siguiente modo:
Todo esto, me parece, lo ha plasmado el filósofo Guido Cavalcanti en sus versos con un arte consumado. De igual modo que un espejo, alcanzado desde un cierto ángulo por el rayo del sol, se ilumina oportunamente y, por el reflejo de este esplendor, inflama la lana que se encuentra próxima, así, piensa él [Cavalcanti], esta parte del alma que se llama imaginación y memoria obscura (obscuram phantasiam uocat atque memoriam), como si fuera un espejo, es alcanzada por la imagen de la belleza, la cual toma el lugar del Sol si bien esta modela a partir de ella una segunda imagen, que es como el reflejo brillante de la primera, y por medio de la cual, siguiendo el ejemplo de la lana, se inflama de amor. Añade que este primer amor es encendido por el apetito de los sentidos y engendrado por la belleza del cuerpo percibido por los ojos; pero que esta forma ya no está grabada en la imaginación del mismo modo que en la materia del cuerpo, sino al contrario sin materia, y de tal manera que es la imagen de un hombre determinado en un lugar y un momento bien precisos. Esta imagen, a su vez, enciende un reflejo que ya no es semejante a un cuerpo humano particular sino que es la razón universal (ratio commnunis) y la definición del género humano en su totalidad […] De este reflejo y razón universal de la inteligencia (mens) nace de la voluntad otro amor que no tiene nada que ver con el comercio del cuerpo (commertio corporis). Coloca al primero en el placer (uoluptate) y al segundo en la contemplación (contemplatione) […] Piensa que en el hombre estos dos amores combaten entre sí, uno conduciendo a la vida voluptuosa y bestial y el otro produciendo una exaltación hacia la vida contemplativa y angélica [...] ¿Quién no ve, entonces, en estas palabras a los dos amores, el celeste y el vulgar? (Ficino, In convivium, VII, 1).
Como puede apreciarse, la exégesis ficiniana de la canción de Cavalcanti se apoya sobre la posibilidad de concebir al objeto amado como imagen. En este sentido, Ficino recobra la tradición de interpretación del fenómeno amoroso por medio de la noción de spiritus que ya se encontraba presente en el dolce stil nuovo. Para Cavalcanti, la dinámica del amor es fundamentalmente pneumatológica pues no es en otro lugar que en el propio spiritus donde el amante recibe la imagen de la dama amada y, gracias a él, nace la posibilidad misma del amor (spirito d’amare). Apoyándose en Alejandro de Afrodisia y en la tradición averroísta12, para Cavalcanti “la experiencia del círculo pneumático va de los ojos a la fantasía, de la fantasía a la memoria y de la memoria a todo el cuerpo […] en perfecta simetría espíritu-fantasma” (Agamben, 2011, p. 183). Dentro de esta perspectiva, Ficino puede sostener que el spiritus con su presencia material pero sutil, produce una mixis de vapores sanguíneos que hacen que los amantes permuten su lugar subjetivo en la indistinción sensible de los cuerpos. Por otro lado, como el contacto sexual debe ser cuidadosamente evitado, el amante debe utilizar la flama sensible de su alma para activar un reflejo de la imagen del amado quien queda, por así decirlo, desprovisto de todas sus cualidades particulares para elevarse al estatuto más general posible.
En otros términos, lo que comienza como la atracción por un cuerpo sensible, gracias a la mediación del spiritus, concluye en un proceso de ascenso inteligible que lleva a la adoración del Homo como definición del género humano en cuanto tal. La potencia amorosa permite, según una rigurosa lógica de los afectos, pasar del cuerpo individuado a la pasión por el Universal. El verdadero amor, según Ficino, es aquel en el los sujetos de la atracción sensible pierden todos sus atributos individualizantes para dirigirse a una des-individualización completa que permite amar no ya a un sujeto concreto sino a la razón universal y, por tanto, posibilita el ascenso hacia Dios como punto de fuga en el que debe converger todo el amor humano. De esta forma, Ficino altera profundamente la intención averroísta de la canción de Cavalcanti pero, aún bajo los auspicios de una teología platónica cristiana, conserva los rasgos de una concepción del amor en todo equivalente a la desubjetivación de los amantes que, buscando amarse entre sí en lo inaprehensible de los cuerpos, encuentran el equivalente universal del amor en la cifra oculta de la divinidad.
Por cierto, el camino no está exento de tensiones y las pasiones del cuerpo dificultan el ascenso metafísico recordando que, en la mayor parte de los casos, habrá que lidiar con una polaridad o tensión entre los apetitos y la vía contemplativa. De allí que Ficino haga resurgir la oposición entre las dos Venus. En el contexto del Renacimiento italiano, la problemática de las dos Venus, la Profana y la Celeste13, encuentra sus raíces ya en el De voluptate de Lorenzo Valla (1431) y alcanza un punto culminante en la obra ficiniana donde el placer de los cuerpos es desplazado a favor de la contemplación celestial y, por tanto, la verdadera felicidad no es sino una suerte de paradójica voluptas urania. La temática, por cierto, tendrá una enorme irradiación sobre las artes que puede observarse en los motivos venusinos de las obras de Botticelli, Mantegna y Ticiano (Wind, 1968, pp. 141-151).
La reinterpretación del problema de la imagen amorosa en Cavalcanti según categorías neoplatónicas y cristianas no es el horizonte último de la búsqueda de Ficino puesto que, llegado a ese punto, el exemplum más adecuado que encuentra el florentino para definir al profeta del amor es la figura de Zoroastro la cual, en su ineluctable conexión con Hermes Trismegisto, muestra a todas luces que, para Ficino, la exégesis de la canción de Cavalcanti y, en definitiva, la recta comprensión del problema amoroso sólo puede alcanzarse una vez que se admite que la ciencia del amor no es otra que la magia entendida como una especie de región ontológica de la filosofía natural.
III. La prisca theologia en la doctrina erótica entre Hermes Trismegisto y Zoroastro
Como hemos visto, la exégesis ficiniana del amor no se limita al problema metafísico del goce de la imagen incorporal sino que, además, vincula al amor con el reino de los démones14 y establece como expertos en este dominio no solamente al Sócrates del Banquete platónico sino, en un gesto altamente revelador, al mago Zoroastro (Ficino, In convivium, VI, 10). En cuanto a los démones mismos, tomados de la tradición neoplatónica y oportunamente cristianizados, pertenecen al reino propio de la oikonomia del Dios soberano que se sirve de ellos, dirá Ficino, como intermediarios para el gobierno del mundo y de la historia15. Según escribe Ficino:
Dios como primer jefe contiene en él la potencia de los dones. Luego transmite el poder a los siete dioses que mueven los siete planetas y que nosotros llamamos Ángeles, de tal manera que cada uno reciba uno de esos dones de modo privilegiado. Estos los comunican, con el mismo privilegio, a los siete órdenes de démones que están a su servicio y aquellos, a su vez, los transmiten a los hombres. (Ficino, In convivium, VI, 4).
Sobre el problema de la demonología, Ficino pone en movimiento un espeso tejido de referencias que abarcan los Oráculos Caldeos, Hermes Trismegisto, Zoroastro, Orfeo y ciertos escritos atribuidos a Pitágoras16. En nuestro artículo, habremos de concentrarnos someramente, en este apartado, en las figuras de Hermes y Zoroastro.
La escuela exegética promovida por los pioneros trabajos de Frances Yates promovió la tesis según la cual Ficino otorgaba un grado eminente a la figura de Hermes Trismegisto como fundador de la teúrgia egipcia y la magia demónica. De esta forma, la magia ficiniana sería, en su forma primaria, netamente hermética. Dicho de otro modo, Ficino habría rehabilitado la “religión egipcia” del Corpus Hermeticum (Nock y Festugière, Cor. Herm.) y, especialmente, del Asclepius, por medio de prácticas teúrgicas de animación de estatuas representativas de los démones astrales “de acuerdo con los principios de la magia simpática y colocando en ellas la vida de los dioses celestiales gracias a invocaciones” (Yates, 1964, p. 41). Sin embargo, Ficino era bien consciente del hecho de que aún Jámblico, un neoplatónico de referencia para el florentino en asuntos de magia, había rechazado estos aspectos problemáticos de la supuesta magia egipcia de los Hermetica (Ficino, De vita, III).
Con todo, el paso más decisivo está constituido por el hecho de que Ficino mismo reemplazó la preeminencia de Hermes por la de Zoroastro en el origen y concepción de la prisca theologia. Este hecho, pasado por alto por la escuela de Yates pero subrayado por la investigación más reciente (Allen, 1990, pp. 38-47), tiene consecuencias sobre el desplazamiento de la figura de Hermes y su magia demónica en completo favor de Zoroastro y la magia natural. Si bien cuando tradujo el más célebre escrito atribuido a Hermes Trismegisto, esto es, el Corpus Hermeticum (Nock y Festugière, Cor. Herm.), Ficino creía en la preeminencia de Hermes en la prisca theologia, el lugar del sabio egipcio fue ocupado a partir de 1469 por la figura de Zoroastro17:
[...] el alma humana es una realidad divina, es decir, invisible, presente por completo en cada parte del cuerpo y producida por un autor incorpóreo en tales condiciones que esta depende únicamente de la potencia del agente y no de la aptitud o del concurso de la materia. Es lo que nos enseñan los teólogos de la antigüedad, Zoroastro, Hermes, Orfeo, Aglaofemo, Pitágoras, Platón y de los cuales el naturalista Aristóteles sigue generalmente las huellas18.
En el caso de Zoroastro, es especialmente difícil saber con qué personaje de la Antigüedad Ficino asociaba al gran priscus theologus. Michael Allen ha refutado recientemente la identificación propuesta por Patrizia Ceccarelli según la cual Ficino asimilaba a Zoroastro con el profeta Balaam19. El Zoroastro de Ficino no es solamente un Mago, sino también el fundador y príncipe de los Magos (princeps magorum)20 y según los testimonios de Plutarco y Diógenes Laercio21, seguidos por Ficino, Zoroastro había vivido 5000 años antes de la guerra de Troya. Por otro lado, el Balaam de Números había vivido luego del Éxodo de Egipto, por lo tanto, habría podido compartir pero no sobrepasar la autoridad de Hermes. Por otra parte, Michael Allen piensa que es imposible saber si Ficino había identificado históricamente a Zoroastro con un personaje bíblico o si era para él un sabio que se llamaba realmente Zoroastro y que había precedido a Hermes Trismegisto. Asimismo, en relación con el dualismo a menudo asociado a la figura de Zoroastro, Ficino parece haber seguido las enseñanzas de Pletón (Woodhouse, 1986) que transforma el dualismo en un esquema triádico asociado a las hipóstasis plotinianas22.
No obstante, según la interpretación ficiniana, resulta de capital trascendencia el hecho de que Zoroastro haya sido considerado el creador de la astrología babilónica. Justamente, debido a que los Magos eran considerados astrólogos expertos, habrían podido éstos apreciar la importancia de la estrella que anunciaba el nacimiento del Mesías y fueron también por ello los primeros adoradores de Cristo, en lo que sería una suerte de “cristianización” de los gentiles quienes, mediante la figura de los magos zoroastrianos, habrían reconocido la superioridad de la religión cristiana en una reunión finalmente realizada de la sabiduría de Oriente con la de Occidente.
Como lo subraya Michael Allen, el papel de los Magos es considerable en el acontecimiento de la Encarnación sobretodo porque Ficino piensa que “los Magos han aceptado la llegada del Mesías que fue repudiado por los Judíos y de este modo, se transformaron en los adoradores auténticos de Cristo y en los nuevos elegidos” (Allen, 1998, p. 38). Pero al hacer esto, los Magos se transformaban en la prueba de que la prisca theologia oriental había constituido una preparación necesaria para la nueva religión cristiana tanto más aún cuando sus representantes, los magos zoroastrianos, pudieron reconocer al Mesías que los maestros judíos habían decidido ignorar.
Como corolario, si los Magos habían reconocido en Cristo a su nuevo Señor, Cristo mismo se transformaba en el zoroastriano más perfecto (Buhler, 1990, pp. 348-371). Y dado que Ficino asociaba a Zoroastro con el mundo caldeo, hay que tomar en consideración el hecho de que Abraham partió de Ur con una sabiduría caldea y con la creencia en un solo Dios. Michael Allen piensa que es posible sostener que para Ficino Abraham habría recibido dicha “sabiduría” de Zoroastro mismo y de sus discípulos para legarla luego a los Egipcios a través de su descendencia hasta que Moisés recibió de los Egipcios esta misma sabiduría de origen caldeo (zoroastriano) ulteriormente transmitida a Hermes Trismegisto23. Se consumaría así el desplazamiento, dentro de la prisca theologia, de la relevancia de Hermes que estaría, para Ficino, a partir de entonces subordinado a la figura de Zoroastro.
Esto conlleva, como corolario, una acentuación definitiva de la magia natural por encima de cualquier magia hermética que pudiera estar asociada a la teurgia neoplatónica o a la denominada “magia de las estatuas” del Asclepius de Hermes Trismegisto. La concepción de la magia natural, atribuida por Ficino a Zoroastro en su metafísica del amor, haya su clara expresión cuando Ficino declara:
Parecería que se han vuelto magos [Apolonio de Tiana y Porfirio] gracias a la amistad de los démones, como los démones mismos son magos porque conocen la amistad de las cosas entre ellas y como la naturaleza toda es llamada maga en virtud de este amor recíproco (Ficino, In convivium, VI, 10).
De esta forma, el comentario ficiniano de la canción de Cavalcanti, vale decir, uno de los núcleos más significativos de su metafísica del amor, se halla completamente permeado por la derivación que la teoría amorosa tiene de la prisca theologia en general y, particularmente, de la figura de Zoroastro como mago natural. Cabe entonces preguntarse, ¿de qué forma la magia, entendida por Ficino como zoroastriana, afecta la teoría del amor?
IV. Las relaciones entre eros y magia en la filosofía ficiniana del amor
Como hemos intentado demostrar, Ficino establece un vínculo directo entre su filosofía del goce de la imagen incorporal del amor y el problema de la magia natural. Esta asociación tiene lugar, precisamente, por la intervención del pneuma universal que transforma al Eros en un proceso de naturaleza mágica (Couliano, 1987, p. 87). En un pasaje decisivo, podemos leer:
¿Por qué pensamos que el Amor es mago (magum)? Porque toda la potencia de la magia (uis magice) consiste en el amor. La operación de la magia es la atracción de una cosa por otra en virtud de una afinidad natural. Así, todas las partes de este mundo, como los miembros de un solo y mismo ser vivo, dependiendo todas de un mismo creador, están ligadas entre ellas por la comunidad de una única naturaleza (unius nature communione). […] De su parentesco común nace un amor común y de este amor una atracción común. Se trata entonces de una auténtica magia. […] De esta forma, las obras de la magia coinciden con las de la naturaleza y el arte no es sino su instrumento. […] Este arte los Antiguos lo han atribuido a los démones, puesto que saben lo que es el parentesco de las cosas naturales, lo que conviene a cada uno y el medio de restablecer la armonía allí donde esta falta. (Ficino, In convivium, VI, 10).
Como puede verse, los démones son los operadores privilegiados de toda magia y, por tanto, han de tomarse también como los agentes que tejen las afinidades en el orden de la naturaleza. Sin embargo, ¿está postulando Ficino un accionar teúrgico, es decir, un tipo de magia donde la manipulación del orden demónico sea el factor decisivo para el sabio? Quienes han defendido la posibilidad de un Ficino como mago capaz de buscar un acercamiento teúrgico a las jerarquías demónicas han basado sus hipótesis en la traducción y lectura, por parte de Ficino, del conjunto textual denominado Corpus Hermeticum atribuido a la figura legendaria de Hermes Trismegisto (Zambelli, 1996, pp. 29 y ss.).
Ahora bien, ¿es posible sostener que la magia astral de Ficino está primordialmente fundada en su lectura y traducción del Corpus Hermeticum luego de que Ficino, como hemos visto, desplazó en importancia la figura de Hermes a favor de la magia natural de Zoroastro? Las investigaciones más recientes han mostrado que no existe ningún fundamento ni filológico ni filosófico para sostener que el Corpus Hermeticum sea la fuente fundamental de la magia astral de Ficino (Allen, 1990, pp. 38-47; Copenhaver, 1994, pp. 225-257) y esto, en principio, debido a que los Hermetica teóricos (el Corpus Hermeticum y el Asclepius), la principal referencia de Ficino en este sentido, no contienen elementos filosóficos específicamente referidos a la magia y ninguna praxis puede ser derivada de ellos en esa dirección. Asimismo, si se toman en consideración los textos ficinianos referidos especialmente a la magia astral se torna posible apreciar que las fuentes de esta última no descansan tanto en los escritos atribuidos a Hermes como en:
La magia propuesta por los Oráculos Caldeos y por Sinesio de Cirene en cuyo centro se encuentra la noción de iugges (cebo) que, debido a una lectura errónea, Ficino creía proveniente de la tradición de la magia natural (Copenhaver, 1987, pp. 441-455).
La distinción introducida por Jámblico entre la “teurgia superior” que busca la contemplación de las Ideas divinas y la “teurgia inferior” o “taumaturgia de los fantasmas” que atrae a los demonios para adorarlos en las estatuas mágicas24. Esta práctica fue condenada por Jámblico y Ficino siguió el juicio de este último al respecto.
La nociones de “orden” y de “cadena” que provienen de la metafísica de Proclo, y que establecen una “ontología” fundada en el orden astral del ser (Pasquale Barbanti, 1993).
La teoría de la “simpatía universal” de Plotino fundada en las nociones de rationes seminales, schema y eidos que establecen una correspondencia perfecta entre el mundo terrestre, el Zodíaco y finalmente las Ideas divinas (Copenhaver, 1986, pp. 351-369).
La teoría tomista de las qualitates occultae (Copenhaver, 1984, pp. 523-554).
Esta reevaluación crítica de las fuentes de Ficino (imposible de abordar en detalle aquí) resta peso a la hipótesis sostenida por Frances Yates acerca del papel determinante que esta investigadora otorgaba al Corpus Hermeticum en la magia ficiniana. Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya en Ficino influencias herméticas25, sino que entonces la disputa se establece por la importancia de estas fuentes para la praxis mágica. La consecuencia más determinante de la actual reconsideración académica del problema decanta en el hecho de que Ficino no fue, como tal vez lo creía Yates, un “pagano hermético” sino que toda la magia ficiniana sería fundamentalmente una forma de “zoroastrismo natural” y en consecuencia, a los ojos del florentino, compatible con la ortodoxia cristiana.
Del mismo modo, las recientes investigaciones de Francisco García Bazán nos colocan en el rumbo de una nueva consideración del problema pues, aunque las fuentes del hermetismo de Ficino sean distintas de las consideradas por Yates, el problema de las fuentes no debe oscurecer el hecho de que Ficino resultó efectivamente influido por el hermetismo justamente porque Plotino fue quien expuso “los misterios ocultos de los antiguos, como Porfirio y Proclo, lo reconocieron” (García Bazán, 2009, p. 74) y, de este modo, el filósofo florentino se hace deudor de una pia philosophia anterior a la filosofía griega. De modo que investigaciones como la de García Bazán colocan el acento sobre la influencia hermética en Ficino pero respecto de su teología y su metafísica y no así respecto de la magia natural y del amor, donde el “paradigma zoroastriano” que hemos intentando delinear anteriormente es el que resulta decisivo.
Ahora se torna posible comprender, entonces, el más probable significado de la magia natural cuando esta categoría es aplicada por Ficino a la exégesis de la canción de Cavalcanti con el fin de desentrañar el misterio del fenómeno amoroso. En este sentido Ficino establece un recorrido metafísico para el deseo amoroso: buscando sus cuerpos, los amantes se elevan hacia las imágenes incorporales de las que el Sol es el paradigma. A través del ascenso solar, los amantes se ven influidos por la magia natural (astral) del Zodíaco, uniéndose al cosmos y vislumbrando así a la divinidad. De esta forma la magia, bajo los auspicios de Zoroastro, permite aprehender los vínculos del ordo naturalis que anudan los cuerpos con la metafísica de los démones y, finalmente, hacen posible el ascenso hacia la teología del Dios trascendente.
V. Conclusiones
En uno de los libros más sofisticados que se han escrito sobre el problema de la magia erótica renacentista, su autor ha sostenido que la fantasmagoría amorosa presente en la canción de Cavalcanti da muestras de “una psicología empírica del Eros que no difiere esencialmente de la propuesta por Ficino” (Couliano, 1987, p. 12). Contrariamente a esta perspectiva, hemos querido mostrar en este artículo que el comentario de Ficino a Donna me prega de Cavalcanti se aleja del modelo ad litteram para adentrarse en una interpretación alegórica. Aún si existen algunos matices, particularmente respecto de la teoría del fantasma que pueden retrotraerse a fuentes comunes, lo cierto es que Ficino se aparta de Cavalcanti debido a su rechazo del averroísmo como modelo filosófico. Este punto, soslayado por Couliano, nos ha permitido entrever que Ficino ha puesto en movimiento otras referencias para su interpretación del poema.
En primer lugar, Ficino produce un desplazamiento mayor del cuadro de referencia pasando del modelo trovadoresco del amor heterosexual al paradigma del banquete platónico de corte homoerótico. En segundo lugar, ha colocado el acento sobre una metafísica de corte neoplatónico y cristiano a los fines de promover una reinterpretación de la pneumatología de Cavalcanti. En tercer lugar, ha recurrido a elementos del todo ausentes del pensamiento de base escolástica de Cavalcanti, esto es, la magia astral y su relación con la prisca theologia en la que Zoroastro es exaltado por Ficino como su máximo exponente. Aún si subsisten elementos herméticos en el pensamiento ficiniano, estos afectan primariamente a su metafísica del Uno (Salaman, 2002, p. 134) pero no así a la magia natural que sustenta su filosofía del amor.
De esta forma, hemos querido mostrar, sin pretensión de exhaustividad, que Ficino lejos de rechazar abiertamente la poetología de Cavalcanti debido a sus diferencias con el averroísmo, lleva adelante más exactamente una suerte de reapropiación hermenéutica sutil de la canción para encuadrarla en su propia teoría del amor nutrida por elementos que hunden sus raíces en el neoplatonismo, la teología cristiana y la magia natural. Asimismo, a pesar de haber silenciado el averroísmo primario y el marco escolástico que sustentan la canción de Cavalcanti, Ficino logró sumar un hito notable en la interpretación del poema abriendo, de este modo, un nuevo capítulo en la pneumatología del fenómeno amoroso que encontraría en filósofos posteriores como Giordano Bruno, ecos determinantes que se harían sentir en la historia de la metafísica a lo largo de todo su período moderno y aún más allá.