Hay sabios cuya filosofía propia consiste en la historia de la filosofía (de la antigua y de la moderna); para estos no han sido escritos los prolegómenos presentes. Deben esperar hasta que aquellos que se toman el trabajo de nutrirse de las fuentes de la razón misma hayan terminado su tarea, y entonces será su turno de informar al mundo acerca de lo ocurrido (Kant, 1999, p. 19).
Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos que viajar. Es conveniente saber algo sobre las costumbres de los diversos pueblos, para juzgar sobre las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y contra la razón, como suelen hacer los que nada han conocido (Descartes, 1994, p. 9).
I. Introducción: la filosofía y su historia
El destino de las preguntas filosóficamente relevantes parece ser, si atendemos a la historia de la disciplina, el de estar condenadas a repetirse y a padecer múltiples interpretaciones.2 Esta apertura de las cuestiones filosóficas caracteriza también a la pregunta que da pie a este artículo. Y es que al hablar del quehacer filosófico y su relación con la historia de la filosofía uno puede interrogarse, entre otras cosas, acerca del papel que juega el canon filosófico en la educación universitaria, o bien preguntarse por el sentido de esta profesión que algunos cultivamos de manera tan decidida, o quizá por la relación que guarda la historia disciplinar con la manera en que se practica la filosofía en la actualidad.
Así, por lo que respecta a la primera interpretación de la pregunta: ¿qué relación debe tener la filosofía con su historia? Esto es, al entenderla como un interrogante acerca del papel que juega lo histórico en nuestro pensum, cabe decir ya de entrada que resulta difícil encontrar una disciplina con una relación tan estrecha con su propia historia como la filosofía. Quizá no sea tan claro en el caso de otras ciencias humanas y sociales, y en especial, como veremos más adelante, en el del arte, pero resulta obvio el contraste si comparamos el programa formativo de cualquiera de las ciencias naturales con un currículo de filosofía.3 Sin embargo, no parece ser ésta una simple cuestión de hecho, fruto de una decisión de política educativa o académica. En realidad, los filósofos del pasado tienen gran presencia en la formación universitaria porque proporcionan un extraordinario entrenamiento en el ejercicio filosófico: al leer a Platón, o a Descartes, aguzamos una serie de capacidades críticas o analíticas como no lo hace un biólogo al leer a Lamarck (por ello mismo, quizá, la historia de las disciplinas científicas apenas tiene un espacio marginal en los planes de estudio de los pregrados universitarios). Esta ampliación de las capacidades interpretativas, así como la adquisición de nuevas ideas y conceptos está ligada al considerable esfuerzo que supone entrar en contacto con el pensamiento de un autor del pasado remoto. En algunos casos al estudiar a las figuras pretéritas aprendemos cosas relevantes sobre nuestro propio marco intelectual, pero en otras la comprensión resulta más ardua si se quiere no desestimar como absurdo aquello que sencillamente no entendemos (y que finalmente puede terminar enriqueciendo nuestro propio marco de pensamiento con inesperadas alternativas).
Por este camino podemos acercarnos a la segunda interpretación mencionada y preguntarnos por qué algunos nos dedicamos profesionalmente a averiguar lo que los ya mencionados Platón o Descartes, entre muchos otros, dijeron. Y es que, en principio, la formación universitaria podría tener que ver con esa decisión relativa a nuestro quehacer filosófico. Tornar accesibles a los estudiantes textos del pasado procedentes de otras lenguas y contextos sociales o culturales daría sentido a nuestra profesión y además esta perspectiva podría ampliarse, dado que aquellos compañeros que han optado por dedicarse a la filosofía contemporánea contarían así con útiles herramientas intelectuales, en forma de traducciones depuradas y textos de figuras históricas perfectamente contextualizados:
Frente a todo esto, ¿se puede decir que la historia de la filosofía es innecesaria o irrelevante? Si uno encuentra, como pensador histórico, que quiere o necesita pensar en lo que otros pensadores históricos han pensado, ¿se puede hacer esto ahistóricamente? Si no es así, entonces el historiador juega un papel, que se espera sea beneficioso, para posibilitar el ejercicio de la filosofía en cualquier momento y lugar de la historia (Popkin, 1985, p. 631).4
Sin embargo, esta lectura no deja de ser algo insatisfactoria. La filosofía actual, entendida como una práctica argumentativa dedicada a la resolución de problemas y, especialmente, a la búsqueda o determinación de la verdad en las proposiciones de carácter filosófico, parece intrínsecamente valiosa (o, al menos, podemos convenir en ello en pro de la argumentación), pero llegar a conocer el valor de verdad de las proposiciones enunciadas por los autores del pasado tan sólo tiene un valor instrumental (máxime cuando, Descartes, Hume, o tantos otros se dedicaban, a su vez, a resolver problemas filosóficos como los pensadores contemporáneos (Nichols, 2006, pp. 37-38). Es decir, que, de acuerdo con esta interpretación del papel de la historia en la filosofía, ésta sería un mero auxiliar de la única práctica filosófica relevante, la contemporánea. Y tal aserto resulta difícil de aceptar si reparamos en el papel y relevancia de la historia no sólo en los planes de estudio actuales sino, como señalaré seguidamente, en la reflexión de diversos pensadores en nuestros días.
Y esto nos conduce a la que será nuestra interpretación principal de la pregunta que abre este artículo: la de cómo se debe relacionar la historia de la filosofía con la manera actual de ponerla en práctica, esto es, de filosofar efectivamente. Nótese que el interrogante de partida es prescriptivo, aunque un hecho salta a la vista y es que, descriptivamente hablando, son muchos los filósofos contemporáneos que han acudido a las doctrinas filosóficas del pasado. Y este interés no puede entenderse como una mera distracción historicista sino que dichas incursiones obedecen a una pretensión de encontrar en los pensadores pretéritos elementos para la resolución de problemas actualmente vigentes: así, Ryle, por ejemplo, cuando se dedicó a estudiar los vínculos entre razón, deseo y acción teniendo en cuenta las propuestas de los antiguos, o bien MacIntyre con su retorno a la ética aristotélica, e innumerables filósofos de la mente que vuelven para criticar, acercarse o distanciarse de Descartes, ejemplifican este aserto.5
Sin embargo, en el plano normativo resulta extraño recomendarle a alguien la lectura de los pensadores del pasado. Después de todo, lo que dijeran Platón, Aristóteles, Montaigne o Descartes parece claramente “superado” o remite a un mundo que ya no existe. Basta hojear algunos fragmentos del Tratado del hombre, o ciertas críticas al conocimiento de Los ensayos (que reformulan las de pensadores aún más lejanos, como los escépticos del período helenístico) para darse cuenta de que los problemas allí planteados ya no lo son en gran medida para nosotros. Aunque se responda desde esquemas conceptuales ajenos a las doctrinas filosóficas de los autores mencionados, sus preguntas encontraron respuesta. Y es suficiente con leer algunos pasajes del Timeo o de la Física para captar que el universo cualitativo, o místico-matemático, que alienta tras el pensamiento de los antiguos griegos en poco se parece ya al nuestro (y la tecnología actual nos aleja del pasado a pasos progresivamente acelerados).
Por eso, quizá, determinados autores actuales, o del pasado más reciente, se han opuesto de manera significativa a que la historia de nuestra disciplina tenga un espacio en el estudio y práctica de la filosofía, como de manera destacada Harman (quien en la puerta de su despacho había fijado una nota que era toda una declaración de intenciones: “Di no a la historia de la filosofía” (Williams, 2011, p. 226) o Quine, con su humorística distinción entre los que están interesados en la filosofía y los que sólo lo están en su historia. Actitud ésta que reproduce la de otros autores del pasado más distante, como la cita de Kant evidencia o, pese a la perspectiva positiva del pasaje con que inicié este artículo, Descartes, para el que la excesiva atención a la historia de la filosofía podría inhibir la creatividad propia de la disciplina:
Desde mi niñez fui habituado en el estudio de las letras, y como me persuadían que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero cambié por completo de opinión tan pronto como hube concluido mis estudios (…). Pues me embargaban tantas dudas y errores que, habiendo intentado instruirme, me parecía no haber alcanzado otro resultado que el de haber descubierto progresivamente mi ignorancia (Descartes, 1994, p. 7).
Aunque también podemos encontrar posiciones del lado contrario en autores contemporáneos que, como el mencionado Bernard Williams, Rorty, Yolton o Taylor, aseveran la importancia de conocer los problemas, métodos y nociones formulados en el pasado (Raga, 2015, p. 114). Así, por ejemplo, Yolton destaca la influencia inspiradora de la historia de la filosofía para el pensamiento contemporáneo, recurriendo al ejemplo de Chomsky y su propuesta lingüística, derivada inicialmente de una lectura de Descartes (Yolton, 1986, p. 17). Y, por su parte, Taylor advierte de la importancia de dicha historia para poder cuestionar, y en últimas liberarse, de los paradigmas contemporáneos dominantes, volviendo a referirse a la influencia cartesiana en la filosofía de la mente y la epistemología contemporáneas (Taylor, 1984, p. 21). Todos ellos pueden encontrar también en autores del pasado la misma mirada positiva hacia la historia, siendo quizá Hegel el paradigma de un filosofar que entiende dicha actividad como necesariamente enmarcada en un proceso histórico:
La opinión entiende la diversidad de sistemas filosóficos no tanto como un desenvolvimiento de la verdad en la marcha misma de tal desenvolvimiento [es decir, no tanto como un progresivo y sistemático desenvolvimiento de la verdad], sino que en dicha diversidad sólo ve la contradicción. El capullo desaparece en el romper de la flor, y así podría decirse que aquél quedó refutado por ésta, así como la flor queda convicta por el fruto de ser una falsa existencia de la planta, y el fruto como verdad de la planta pasa a ocupar la verdad de la flor. Estas formas no sólo se distinguen, sino que se desplazan también unas a otras por incompatibles. Pero su naturaleza fluida las convierte a la vez en momentos de la unidad orgánica en la que no solamente no se repugnan, sino que la una es tan necesaria como la otra, y es sólo ésta igual necesidad la que empieza constituyendo la vida del todo (Hegel, 2010, p. 112).
Sea como fuere, tales posturas no han logrado despejar todas las dudas, y siguen vigentes tanto la pregunta normativa, como el cuestionamiento acerca del valor intrínseco de la historia de la filosofía para nuestra disciplina.
II. Reconstrucción racional versus reconstrucción contextual
Si la filosofía apunta a la verdad por medio de la resolución de problemas, asemejándose así a determinada concepción de las ciencias naturales, el conocimiento de su historia podría ser recomendable, pero no imprescindible. Después de todo, la propuesta anteriormente mencionada de Yolton señala un papel para la historia en la “fase de descubrimiento”, pero no parece que el conocimiento detallado de las proposiciones de los pensadores ya periclitados sea estrictamente necesario. Y lo mismo cabe decir de la antecitada sugerencia de Taylor, dado que para liberarse del propio paradigma no resulta urgente conocer sus orígenes con precisión (y ni siquiera es claro por qué deberíamos distanciarnos de nuestras actuales posiciones).
En suma, como algunos autores han sugerido (Bennett, 1984, pp. 15, 35), en la historia de la filosofía encontramos un reservorio de argumentos y posiciones valiosas filosóficamente hablando, tan estimables como las que cabe encontrar en las doctrinas de los pensadores contemporáneos. Pero dado que lo que nos motiva es la búsqueda de la verdad, a la hora de dialogar con los autores del pasado debemos hacerlo en términos actuales, como si fuesen nuestros coetáneos, atendiendo a la verosimilitud y coherencia de sus premisas, a la fuerza de sus inferencias y a la validez de sus conclusiones. Incluso si en muchos casos las figuras históricas yerran, sus errores pueden tener algo que enseñarnos tan valioso como si estuviesen en lo cierto (Bennett, 1984, p. 41) y además podemos, en alguna medida, sugerir modificaciones que refuercen sus argumentos.
Esta “reconstrucción racional” del texto filosófico pretérito entendido como equivalente a la publicación de un colega de nuestro tiempo introduce diversas exigencias (Engel, 1999, p. 453): la atención al contexto será necesariamente menor, dado que lo importante es apropiarse del texto mismo dilucidando los problemas que plantea y las soluciones que se proponen. Además, la solidez argumentativa se evaluará a partir de los criterios actuales, no importando tanto la precisión, incluso pudiendo incurrirse en algún disculpable anacronismo, siempre que seamos capaces de establecer no lo que el autor clásico dijo, sino lo que hubiera debido argumentar para estar en lo cierto. Esto es, que de lo que se trata en la reconstrucción racional es de leer el texto histórico como si hubiese sido formulado hoy, buscando esclarecer los argumentos, e incluso reforzándolos, para que sostengan una posición inteligible, a la que podamos sumarnos o que podamos discutir. En suma, se trata de encontrar lo que de aporte a la solución de los problemas contemporáneos pueda tener la postura pretérita, sin importar demasiado, por ejemplo, su contexto histórico, ni su audiencia original, sino tan sólo su posible verdad o falsedad, su acierto o desacierto desde nuestra perspectiva.6
Aunque esta concepción de la historia de la filosofía tiene su propio pasado, la idea de la filosofía como una “historia de los problemas” habría sido la respuesta neokantiana a la concepción altamente historicista de Hegel, anteriormente mencionada. Frente a la perspectiva hegeliana, la historia podría concebirse como un conjunto de soluciones dadas a problemas inmutables. No es necesario, sin embargo, adoptar una postura tan radical: podemos decir de manera más matizada que el objeto de la filosofía serían sus problemas, y aunque estos van desplazándose y modificándose de acuerdo con las cambiantes circunstancias, siempre podríamos identificar las preguntas y cuestiones relevantes desde la actualidad (Passmore, 1965, p. 27). En ese sentido, la necesaria “reconstrucción racional” de los argumentos y puntos de vista de los pensadores desaparecidos tendría que hacerse en nuestros términos, para poder evaluarlos sin importar la distancia temporal y aprovechar así sus aportes a la incesante búsqueda de la verdad.
No obstante, esta perspectiva, que aboga por el valor instrumental de la historia de la filosofía, resulta para otros autores criticable, en la medida en que al centrarse en la verdad distorsiona nuestra comprensión histórica de las figuras del pensamiento y de sus posiciones (Garber, 1988, p. 30). Así, en lo que podemos denominar una “reconstrucción contextual” de la historia de la filosofía, entendida como método alternativo al de la reconstrucción racional, se propone estudiar el pensamiento de los filósofos del pasado ubicándolos en su marco propio.7 Mediante una comprensión profunda de su terminología, asunciones y horizontes intelectuales, los pensadores pretéritos no dejarían de tener interés para nuestro contexto filosófico actual, pero se destacaría más bien su alteridad, la diferencias que su pensamiento establece por respecto al nuestro:
Podemos adaptar a la historia de la filosofía una observación que hizo Nietzsche acerca de la filología clásica: ‘Porque no sabría qué sentido tendría la filología en nuestra época si no fuera el de actuar intempestivamente dentro de ella. Dicho en otras palabras: con el fin de actuar contra y por encima de nuestro tiempo en favor, eso espero, de un tiempo futuro’.8 Un modo en que la historia de la filosofía puede ayudar a servir a este propósito es la básica y familiar de hacer que lo familiar parezca extraño, y a la inversa, pero se necesita saber cómo hacer esto de la mejor manera (Williams, 2012, p. 303).
Esta parece, sin duda, una propuesta atractiva. Después de todo, atender a los errores de las figuras de la historia de la filosofía, desde nuestra perspectiva, parece poco promisorio: normalmente avanzamos en cualquier disciplina estudiando las posiciones y argumentos que todavía tienen vigencia como candidatos a la verdad.9 Por otra parte, si la verdad filosófica fuese nuestra única motivación, gran parte de la historia de la filosofía podría, en primera instancia, parecer de interés tan sólo marginal. Además, la atención al contexto evitaría los problemas de distorsión mencionados, dado que haría justicia a los pensadores históricos centrándose no en lo que nosotros consideramos importante, sino en aquellas áreas que dichos autores valoraban como más relevantes. Finalmente, si los problemas van modificándose de acuerdo con el contexto, ¿por qué no conocer con más detalle éste a la hora de realizar una reconstrucción histórica?
Sea como fuere, y pese al valor intrínseco que dicha posición otorga a la historia de la filosofía, no puedo dejar de sentir cierta inquietud: en primer lugar, parece difícil desprenderse tan fácilmente de los propios puntos de vista para atender a nuestros antepasados en sus propios términos (es decir, de nuestros presupuestos básicos o absolutos, que subyacen a las preguntas que nos planteamos, a los problemas que somos capaces de reconocer y a las soluciones que nos parece posible proponer). En segundo lugar, aunque sin duda existen unas interpretaciones más fieles que otras, en muchos puntos doctrinalmente relevantes resulta muy difícil, o acaso imposible, establecer con claridad el contenido del pensamiento de un autor (como, por ejemplo, en el caso de la relación entre dualismo y monismo en la “antropología” cartesiana)10 y, adicionalmente, cabe decir que no está claro hasta qué punto distanciarse de una ideal precisión histórica sea filosóficamente negativo (Wieland, 1988, p. 5). Finalmente, puede señalarse que el interés por la verdad no necesariamente está ligado a un desinterés por la representación fidedigna de los puntos de vista ajenos, y que tampoco es necesariamente malo que lo importante y perdurable de un pensamiento anterior sea distinto de aquello que el autor originalmente consideró más relevante en su obra. Por todo ello, y dado que las dos propuestas de reconstrucción resultan problemáticas, vale la pena atender a la noción de pasado que subyace a ambas con un poco más de detalle.
III. El sentido del pasado
Para empezar con la primera propuesta, si algo caracteriza a los defensores de la “reconstrucción racional” es su evidente confianza en el rápido progreso en nuestra disciplina (Lin, 2013, p. 371). Después de todo, eso es lo que explica que algunos de sus valedores sostengan que es posible aprender de los errores del pasado y evaluar (e incluso modificar) los argumentos de nuestros antecesores partiendo de nuestros parámetros, más acertados que los suyos.
Dicha noción del pasado, y su relación con nuestro presente, se asemeja en gran medida a lo que Williams denomina una “historia vindicatoria” (Williams, 2000, p. 486), aunque éste atribuye dicha concepción a las ciencias naturales. De acuerdo con el autor anglosajón las teorías científicas más recientes en este ámbito se justifican a sí mismas y también esclarecen las concepciones propias de las teorías anteriores, argumentando así el paso de unas a otras. De este modo, el progreso iría dejando atrás las etapas precedentes y dicha relación con el pasado se plasmaría en la desatención usual de las ciencias hacia su propia historia, sólo relevante mientras tiene vigencia cognitiva.
Pero la filosofía no mantiene una vinculación tan laxa con su historia, su pasado no tiene una caducidad demasiado clara, o al menos no pasa de manera tan acelerada. De hecho, la propia reconstrucción racional puede ser vista, desde una perspectiva más caritativa, como evidencia de ello: el pasado de la filosofía tiene un peso en el presente y hace falta contar su historia para poder entender nuestra propia posición. Desde este ángulo incluso podría asimilarse la reconstrucción racional a alguna de las caracterizaciones más positivas de la historia de la filosofía, como la de Rorty que, en un texto justamente famoso acerca de cuatro tipos de historia propios de nuestra disciplina, abogaba por entender ésta en un caso como una narración intelectual acerca de cómo hemos llegado a donde estamos, permitiendo así realizar un diagnóstico del presente y una prescripción para el futuro:
Estoy a favor de deshacerse de los cánones que se han convertido en algo meramente pintoresco, pero no creo que podamos arreglárnoslas sin cánones. Y ello porque no podemos arreglárnoslas sin héroes. Necesitamos cumbres hacia las que dirigir la vista. Nos hace falta contarnos historias detalladas sobre los fallecidos célebres para concretar nuestras esperanzas de superarlos. También necesitamos la idea de que existe una tal “filosofía” en sentido honorífico - la noción de que hay, si se es lo suficientemente ingenioso como para planteárselas, ciertas preguntas que todo el mundo debería haberse hecho. No podemos renunciar a esta idea sin abandonar la convicción de que los intelectuales de las épocas anteriores de la historia europea forman una comunidad, una de la que es bueno ser miembro. Si queremos persistir en esta imagen de nosotros mismos, hemos de tener tanto conversaciones imaginarias con los muertos como la convicción de que hemos visto y llegado más lejos que ellos (Rorty, 1984, p. 73).11
Desde cualquiera de estas dos formas de entender la propuesta de la “reconstrucción racional” nos encontramos con un pasado que, al tiempo es considerado en condiciones de inferioridad con respecto al progreso presente y, a su vez, nunca del todo pasado, antes bien vigente y útil para el debate actual, una vez realizados los ajustes necesarios. Frente a ello, la concepción alternativa de la “reconstrucción contextual” aboga por una relación con el pasado bien distinta, aunque comparta un punto de partida semejante al de la propuesta racional. Para ejemplificar la concepción de la historia de la filosofía que parece subyacer a la propuesta contextual recurriré a la frase inicial de una hermosa novela, de un autor poco leído en nuestros días, El mensajero de L. P. Hartley: “El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera” (Hartley, 2004, p. 1).
Y es que, para algunos valedores de la “reconstrucción contextual”, como el anteriormente citado Daniel Garber, haciéndose eco del pasaje de Descartes con que iniciamos este ensayo, la historia de la filosofía proporciona beneficios indirectos para la filosofía, pero muy relevantes, en la medida en que, como cuando viajamos, al leer a los autores del pasado nos exponemos a perspectivas y presupuestos muy diferentes (Garber, 1988, p. 35). Sin duda, esto es algo que parece bien documentado, a saber: que viajar amplia horizontes y nos permite obtener cierta perspectiva aventajada sobre nuestros propios puntos de vista. Por su parte, de acuerdo con lo señalado, para algunos defensores de la reconstrucción contextual el pensador que ignora, o deforma, a las grandes figuras del pasado sería como aquel que nunca llega a salir de su región y se aferra a sus hábitos y pensamientos, creyendo injustificadamente que son universales y acaso eternos.
De cualquier modo, como indicaba anteriormente, también en este caso hay un supuesto de partida que aboga por el rápido progreso de la historia. Si el pasado es muy diferente a nuestro presente, y leer a los grandes autores de tiempos remotos equivale a viajar a países exóticos, eso apunta a una modificación acelerada y a un cambio temporal innegable. Por eso puede defenderse el beneficio filosófico de la lectura de los autores pretéritos, porque el pasado habría desaparecido en gran medida en el presente, y el recurso a los tiempos pasados nos mostraría formas de pensar bien diferentes a la nuestra. Y de nuevo, sin embargo, insistimos en que, si bien dicha concepción encaja con el decurso temporal de las ciencias naturales, no coincide adecuadamente con lo que puede observarse en el campo de las ciencias sociales y humanas, con especial énfasis en el caso de la filosofía.
De hecho, el arte, anteriormente señalado como cercano a la filosofía en su relación con el pasado, podría servir mejor que las ciencias naturales a la hora de establecer un punto de comparación con nuestra disciplina, cuando se trata de entender cómo debemos relacionarnos con la historia (Jaran, 2011, p. 171). Después de todo, tampoco se puede decir que en el arte haya un progreso similar al de las ciencias, antes bien, como sucede en el caso de la filosofía, el pasado está disponible, en forma de canon, para que el joven pintor, como el filósofo que trata de realizar una “reconstrucción racional”, tome lo que desee de él y se apropie de aquellos recursos que “descubrieron” los grandes maestros de antaño para emplearlos en su obra. La relación que mantiene, pues, con su pasado no es para nada casual, ni se olvidan las etapas anteriores por comparación con el presente, sino que cualquier innovación o propuesta ha de plantearse sobre el trasfondo de la tradición recibida y teniendo en cuenta lo que los antecesores dijeron, pintaron, pensaron. Y también los partidarios de la “reconstrucción contextual” se pueden ver representados en el modelo de relación con su pasado que el arte exhibe: después de todo, nadie pinta ya como lo hizo Picasso, aunque su cubismo pueda ser citado, copiado, parodiado, estudiado o ironizado, entre otras posibilidades (pensemos, por poner otro ejemplo, en el famoso cuento de Borges “Pierre Menard, autor del Quijote” (1944), en donde el narrador propone irónicamente la posibilidad de un plagio exacto de la obra del clásico español). Y, sin duda, pese a todo, podemos aprender cosas muy valiosas si atendemos al modo tan distinto en que Picasso propuso llevar a cabo la representación pictórica.
Sin embargo, el arte no puede ser un modelo definitivo para el modo en que la filosofía deba relacionarse con su historia, pues, aunque no progresemos de forma ineluctable hacia la verdad, como idealmente desde cierta perspectiva en las ciencias naturales, tampoco dejamos ésta de lado. Quizá en el arte quepa hablar de significación social, o incluso de intervenciones políticas, y pueden hacerse referencias a nociones de verosimilitud, de sinceridad e incluso de veracidad, pero no caben en este ámbito, tan claramente como en el filosófico, las evaluaciones acerca de la verdad o falsedad de sus proposiciones, o de la corrección o incorrección, validez o invalidez de sus argumentos. En filosofía quizá no progresemos mediante una “historia vindicatoria”, pero se constatan progresos en términos de claridad, corrección, verdad.
IV. Conclusión: la historia de la filosofía es filosofía
La primera conclusión que obtuvimos al atender con un poco más de detalle a la relación que la filosofía guarda con su historia fue la sorprendente consecuencia de que, frente al supuesto compartido por los dos modelos de reconstrucción de los textos del pasado expuestos, apenas puede hablarse de progreso en nuestra disciplina. Sin duda esto es algo que puede comprobarse con cierta facilidad: no hay un gran corpus de hechos filosóficos establecidos, ni podemos decir que la mayor parte de las ideas centrales enunciadas por las figuras históricas hayan sido refutadas de manera definitiva (ni siquiera el dualismo cartesiano, por mencionar una doctrina egregia). Cabe decir, y de hecho por eso tienen sentido propuestas como la de la “reconstrucción racional” y, en cierta medida, la “contextual”, que compartimos un espacio de problemas muy semejantes a los que preocuparon a los filósofos del pasado más remoto, y que han venido preocupando a sus sucesores hasta llegar a nosotros, que seguimos dialogando con ellos de manera fructífera.
Sin embargo, si tal cosa fuese cierta, en términos absolutos, se nos plantearía una paradoja pragmática de difícil solución (Barney, 2012, p. 13), pues: ¿qué sentido tendría intentar aporte alguno en la disciplina filosófica si, como burlescamente señalaba Kant en la continuación de la cita con que inicié este artículo, todo ha sido dicho ya? En efecto, hay progreso, como apuntaba al final de la anterior sección, innegable, no sólo en términos de rigor argumentativo, de claridad lógica, de precisión formal, sino también en el plano de los contenidos: sólo cabe atender a los recientes desarrollos en ciencias cognitivas, o en el campo de estudio de la ficción, o en relación con el externismo epistémico, para descubrir toda una serie de avances filosóficos que no tienen parangón en la tradición de nuestra disciplina.
Pero tales logros, de nuevo, no son comparables con los que se dan en ciencias naturales, y no puede hablarse de un progreso en términos generales como el que observamos en estas. Baste como ejemplo de la peculiar relación que la filosofía mantiene con su propia historia reparar por un momento en lo que sucede con los textos destacados en nuestra área: muy pocas veces son obras que establezcan un hallazgo relevante generalmente reconocido por la comunidad científica, como pasa en el campo de las ciencias naturales, antes bien suelen suscitar en realidad múltiples críticas e intentos de corrección, que no conducen a una versión mejorada de la propuesta original, sino a alternativas que ahondan en puntos supuestamente poco desarrollados, o mal enfocados, en la obra multi-citada (pensemos, por ejemplo, en el destino histórico de las Meditaciones metafísicas de Descartes).
En resumen, cabe decir que los progresos que puedan darse de manera parcial no ocultan que, en general, como sucede en el arte, el progreso es muy lento, prácticamente inapreciable. Por ello tiene sentido volver sobre los pensadores del pasado y mantener un diálogo con ellos. Si bien la filosofía puede que apunte a la verdad, y claramente afina sus métodos, nuestra aproximación a su historia debe ser modesta y abierta, al tiempo que rigurosa y crítica, dado que muchos de los problemas que preocuparon a nuestros antecesores todavía nos siguen inquietando (con las modificaciones debidas, ligadas a los cambios en los marcos culturales y materiales, así como a las intuiciones prefilosóficas derivadas de dichos marcos y que constituyen el campo en el que estos problemas fructifican) y sus soluciones pueden seguir teniendo cosas que decirnos, tanto por la semejanza que guarden con las nuestras como por lo que tengan de extraño e intempestivo.
¿Cuál debe ser entonces la relación del quehacer filosófico con la historia de la filosofía? Una de tipo riguroso, atenta a los contextos y a la precisión a la hora de dar cuenta de lo que efectivamente dijeron nuestros antecesores, con las limitaciones y dificultades que ello conlleve. Y al mismo tiempo una vinculación libre y creativa, teniendo en cuenta que su pensamiento puede dar vivacidad al nuestro tanto formalmente (pues sus maneras de pensar, recursos argumentativos, planteamiento de problemas y estrategias de resolución pueden resultarnos enriquecedoras), como en sus contenidos (parecidos a los nuestros en algunos casos, muy distantes y extranjeros en otros (Boeri, 2000, p. 133). Con ello la historia de la filosofía puede contribuir decididamente a la filosofía y atender con interés a lo que tenga que decirnos aporta, en definitiva, al filosofar efectivo. Y es que, como nos lo indicaba Hegel con una hermosa imagen, que puede encontrarse en sus Principios de la filosofía del derecho, el búho de la diosa Minerva emprende su vuelo en el crepúsculo.
Más aún, siguiendo a un autor casi olvidado en nuestros días, Robin George Collingwood, puede decirse que la filosofía es una disciplina eminentemente histórica.12 Esto es que, en lugar de entender su desarrollo como una búsqueda de la verdad en términos realistas, como una suerte de misteriosa correspondencia con los “hechos”, tal progreso relativo ha de situarse cada vez en un marco determinado. En concreto, para Collingwood debe atenderse al conjunto de preguntas y respuestas que configuran cada momento histórico, cada período metafísico (Collingwood, 1978, p. 69). De este modo, los problemas en los que se interesa la filosofía no serían eternos, puesto que van cambiado de acuerdo con la modificación temporal de los presupuestos en los que nos apoyamos para formular las preguntas que se consideran relevantes y las respuestas que se aceptan como válidas, pero esto no significa tampoco que renunciemos a la verdad en pro de un relativismo irrestricto (De Libera, 1999, p. 487). Ni tampoco que nos quedemos con una versión mínima, deflacionaria de dicha noción, tan central para la filosofía, y que da cuenta de su innegable progreso. En lugar de ello, sin entrar a discutir la compleja cuestión de la naturaleza de la verdad podemos conceder que ésta tiene un papel sustantivo para la filosofía (y por eso valores como el de la precisión, son tan importantes en nuestro campo, Williams, 2006, p. 129), pero históricamente situado. En ese sentido, la pluralidad de los problemas filosóficos, y su carácter contingente, temporal, hace imposible obviar la dimensión histórica de la filosofía, pero el esclarecimiento del marco conceptual adecuado en cada momento no implica la inconmensurabilidad. En realidad, el diálogo entre diferentes períodos históricos de la filosofía es posible y fructífero, siempre que se tengan en cuenta la diversidad de presupuestos desde los que se parte, y mientras no se apele a inexistentes problemas universales o perennes.
Así, en la medida en que la filosofía no es una actividad solitaria, llevar a cabo progresos parciales en la búsqueda de la verdad mediante la conversación con las grandes figuras del pasado no tiene por qué ser muy diferente a hacerlo con un círculo reducido de contemporáneos, con la salvedad de que quizá los clásicos, que nunca terminan de decir lo que tienen que decirnos,13 pueden sorprendernos más a menudo que nuestros coetáneos. A diferencia de lo que pensaba Kant, sus Prolegómenos fueron escritos para quienes nos interesamos en la historia de la disciplina porque con ello nos estamos nutriendo de las fuentes de la razón, incluso quizá más que aquellos que fingen no atender a nuestro pasado y que, como decía Descartes, creen que lo que es contrario a sus modas puede ser ridículo y contra la razón, porque nada conocen.