Introducción
En uno de los primeros textos que se refieren explícitamente a la contaminación atmosférica, su autor, John Evelyn, ya destacaba en 1661 sus efectos sobre la salud: más concretamente, y a la vez que observaba que sus nocivas consecuencias eran ubicuas, también señalaba que determinadas profesiones estaban más expuestas a esos riesgos. Entre ellas, destacaba las relacionadas con las actividades metalúrgicas(1). En realidad, la distinción convencional entre los dos tipos de riesgos de las sociedades postindustriales, ambientales y profesionales, que anticipa Evelyn, es una construcción social de profundas raíces en el tiempo. En esa línea, un grupo de investigadores ha venido analizando en las últimas décadas los antecedentes de la salud ambiental, una noción que surge en la segunda mitad del siglo XX(2). Esa aproximación, que profundiza desde una perspectiva ambiental en el camino abierto por la historia social o del trabajo, se va a centrar en el ámbito de los riesgos laborales y, más concretamente, en las enfermedades profesionales desde finales del siglo XIX, lo cual ha dado lugar a una fructífera línea de investigación en Estados Unidos(3). En realidad, en el sector minero estas enfermedades son, en muchos casos, afecciones respiratorias provocadas por la contaminación del aire, cuyos orígenes pueden rastrearse, al menos, desde los inicios de la Revolución Industrial.
De modo que el debate sobre la salud que se desarrolla desde entonces en las grandes cuencas de minerales no ferrosos europeas y norteamericanas(4), vinculado a episodios de conflictividad social relacionados con la pérdida de calidad del aire, es un capítulo previo y necesario en esa evolución. Para abordar su análisis, este artículo explora, en el primer epígrafe, tres factores (institucionales, técnicos y científicos) que condicionan las relaciones entre contaminación atmosférica y salud en la mina. En el segundo epígrafe se estudia desde una perspectiva internacional esa situación de emergencia sanitaria provocada por los humos, un problema que los especialistas contemporáneos situaban en el ámbito de la higiene pública. Para terminar, en el último epígrafe se explica cómo a finales del siglo XIX, en virtud precisamente de una serie de cambios institucionales, científicos y técnicos, el perfil de estos conflictos se transforma. En consecuencia, la preocupación por las dolencias respiratorias relacionadas con la degradación del aire se restringe al ámbito de las relaciones laborales y, con ello, se convierte en una cuestión de higiene profesional.
Relaciones de vecindad, contaminación y salud
La drástica modificación del medio que las actividades mineras producen da lugar a un ecosistema específico, un sistema tecno-natural en el que el propio cuerpo humano ocupa un lugar central(5). Un ecosistema que puede observarse como un laboratorio de ensayo de la aplicación de la ciencia y la tecnología y de sus efectos sobre la salud. Más específicamente, esas innovaciones técnicas transforman las propiedades físicas y químicas de los recursos minerales, con negativos efectos sobre la calidad del aire, lo que, a su vez, provoca nocivos cambios en el cuerpo humano. Como resultado, en las grandes cuencas se va a dar una intensa y temprana controversia científica sobre los efectos de los “humos”(6) que tiene un profundo sentido retórico y, por tanto, político: al fin y al cabo, el objetivo es convencer a la opinión pública y, en última instancia, a las autoridades de las medidas por tomar para paliar sus consecuencias(7). Las relaciones entre ciencia, tecnología y salud están, por ello, estrechamente condicionadas por el contexto institucional y son el resultado de un complejo proceso histórico, cuyas raíces se abordan a continuación.
Con la Revolución Industrial las relaciones de vecindad en las cuencas mineras se van a ver alteradas por la contaminación. Las molestias causadas por la masiva emisión de humos llevan muy pronto a los afectados a recurrir a la mediación de las instituciones. Tradicionalmente se considera el decreto napoleónico de 15 de octubre de 1810 sobre “establecimientos peligrosos, incómodos e insalubres” la primera legislación que va a regular las relaciones de vecindad en Europa. En esta disposición se fijaban como objetivos garantizar la salud y la seguridad pública. En su redacción se hace una referencia explícita al peligro que corrían los vecinos de las instalaciones de transformación de mercurio, plomo, cobre y otros metales, y a las tensiones que de ello resultaban. En realidad, esta disposición había sido precedida por otra norma legal, la ley de 21 de abril de 1810, que aplicaba similares principios exclusivamente al sector minero-metalúrgico. Sin embargo, ninguna instalación de este tipo fue cerrada o su apertura impedida con base en esa ley. Es más, en 1866 el Gobierno deroga varios de sus artículos “para librar a las empresas de su tutela”(8). No hay que perder de vista que el contexto político en el que surgen esas regulaciones es el de la consagración del derecho de propiedad burgués. Tal derecho adquiere carta de naturaleza en el Código Napoleónico. La defensa de la salud pública o la protección de la propiedad privada será desde entonces el origen de acusadas contradicciones en la actuación del legislador(9).
De la implementación de estas regulaciones se deriva una triple línea institucional, médico-científica y técnica que abunda en el argumento central de este artículo. Es así como, en primer lugar, estas disposiciones buscan una salida legal a una cuestión que ponía en duda los derechos de propiedad de los industriales y que, sobre todo, amenazaba con degenerar en un grave problema de orden público. Pero también se relacionan estas legislaciones con otras dos cuestiones clave en este ámbito, que se analizan a continuación: el perfil profesional de los promotores de esta normativa y su influencia en la reformulación de la teoría miasmática, que estará vigente hasta finales del siglo XIX, por una parte, y, por otra, la ilimitada confianza que entre instituciones y empresas suscitan las posibilidades que ofrecía la tecnología para abatir la contaminación.
La modernización de la teoría miasmática, que hunde sus raíces en la medicina hipocrática, y que por ello relaciona salud y condiciones ambientales, va a tener mucho que ver con los avances de la ciencia química. Desde finales del siglo XVIII, estos especialistas adquieren un nuevo estatus como expertos en la lucha contra la contaminación. En Francia, esa nueva posición les confiere gran influencia política. De hecho, varios colegas y seguidores de Lavoisier (Berthollet, Fourcroy, Guyton de Morveau), agrupados en el Consejo de Salud de París, actúan como impulsores del decreto de 15 de octubre de 1810(10). Esa “nueva” teoría miasmática, que consideraba que la causa de las enfermedades eran los miasmas de origen natural procedentes de la descomposición de materia orgánica, va a servir de inspiración al movimiento sanitarista europeo. En este contexto, la opinión de los higienistas sobre la contaminación, a partir de una novedosa aproximación interdisciplinar, también va a ser tenida en consideración(11). Su atención preferente se dirige, más allá de la genérica atmósfera hipocrática, a aquellos lugares en donde se podían originar las enfermedades y, más concretamente, a los ambientes laborales: la temprana distinción entre las negativas consecuencias en la salud de las actividades económicas en el interior y en el exterior de la instalaciones industriales, y su inclinación por el estudio de estas últimas, son esenciales para entender por qué los problemas de contaminación industrial se situarán en un comienzo dentro del campo de la higiene pública(12).
Por tanto, químicos, higienistas y otros especialistas en el ámbito de la salud están estudiando, desde tempranas fechas, otros factores ambientales distintos a los miasmas de origen orgánico, los efectos de la contaminación producida por las actividades industriales(13). Entronca esa preocupación con las investigaciones en el siglo XVII del médico italiano Bernardino Ramazzini, el “padre de la medicina ocupacional”, que, a su vez, tenía sus antecedentes en las investigaciones de Ulrich Ellembog (1473) sobre las minas de Europa central(14). En esa línea, algunos médicos e higienistas desde el siglo XIX destacaron la peligrosidad para la salud pública de las “exhalaciones metálicas” procedentes de los procesos mineros y metalúrgicos(15), frente a otros especialistas, en muchos casos alineados con las empresas, que defendieron la inocuidad de esas humos, dando lugar a una temprana controversia en las grandes cuencas mineras europeas, especialmente en torno al cólico del cobre ( 16 ) . Una discusión que se retroalimenta de la disputa científica entre los anticontagionistas, más próximos inicialmente a los miasmáticos y los contagionistas(17): con frecuencia, algunos de estos últimos defendieron la idoneidad de utilizar fumigaciones con productos químicos como antisépticos contra las epidemias, una idea que reforzó las estrategias de las firmas mineras. Las propiedades purificadoras de los humos recibieron un fuerte impulso a mediados del siglo XIX, gracias a diversas investigaciones que mostraban la escasa incidencia de tifus y cólera en varias cuencas e instalaciones mineras francesas, italianas, suecas y españolas(18).
El último recurso de las empresas para afrontar la contaminación, con el apoyo de las instituciones, es la aplicación de la tecnología. Obviamente, ni la contaminación, ni los medios técnicos para reducirla nacieron entonces: las chimeneas altas o colocadas en elevaciones (de las que hablan Estrabón o Plinio) y los condensadores (a los que se refiere Dioscórides y que recuperaban óxido de zinc) eran conocidos desde la Antigüedad. En el siglo XVI, ambos procedimientos aparecen en diversos grabados de Agrícola(19). Pero desde la Revolución Industrial van a experimentar un desarrollo sin precedentes. En realidad, se asiste a un doble y relacionado fenómeno. La intensificación en el uso de tecnologías tradicionales y, especialmente, la puesta a punto de innovadores procesos técnicos van a tener efectos evidentes e inmediatos en la degradación del aire de las cuencas. Las empresas reaccionan instalando dispositivos de reducción de humos. Y lo hacen tanto por cuestiones económicas (para recuperar parte de los componentes metálicos que se perdían en los procesos de transformación) como para responder a las protestas de los afectados por los humos, o bien en sus actividades económicas (agropecuarias, sobre todo), o, para lo que aquí importa, en su salud. Es significativo que el decreto francés de 15 de octubre de 1810 consagre de forma pionera la opción tecnológica como la solución más adecuada a los problemas de contaminación; una inclinación que se verá reforzada con dos medidas complementarias en 1823 y 1824. En general, estas y otras regulaciones relacionadas con la contaminación en el siglo XIX se distinguen precisamente de las elaboradas en época preindustrial porque consideran que la solución tecnológica es la idónea(20).
Swansea Valley, la gran cuenca de la metalurgia del cobre durante buena parte del siglo XIX, se va a convertir en el más destacado centro irradiador de innovaciones contra la contaminación minera. Como es sabido, su papel nodal en el comercio internacional del cobre fue posible gracias al denominado sistema galés ( 21 ) . Sin embargo, al mismo tiempo, la multiplicación de las fundiciones convirtió esta cuenca en la más contaminada del mundo en la primera mitad del siglo XIX. Frédéric Le Play afirmaba que a mediados del siglo XIX las chimeneas mineras expulsaban al año 92.000 toneladas de ácido sulfuroso. La desaparición de la cobertera vegetal, la aparición de la “enfermedad del humo” en los animales que se alimentaban de pastos y aguas envenenados, y, sobre todo, la negativa influencia sobre la salud de los habitantes de la cuenca fueron las consecuencias más destacadas de esas emanaciones tóxicas. Para afrontar los graves problemas de polución atmosférica, desde tempranas fechas se van a promover mejoras tecnológicas con el apoyo de científicos de primera línea como Humphry Davy, Richard Phillips o Michael Faraday(22).
Los conflictos de contaminación como un problema de salud pública
El “gran enemigo” del empresario
En paralelo a la rápida modernización tecnológica del sector de los minerales no ferrosos, los métodos de dispersión (chimeneas) y condensación (cámaras de polvo) tradicionales van a experimentar importantes cambios con la Revolución Industrial. En el sector del plomo, los problemas de contaminación derivaron pronto, tal como el obispo Watson describe en 1780 en Derbyshire, en la construcción de chimeneas más altas y en una progresiva separación de estas de los hornos por medio de canalizaciones, con un doble y significativo objetivo: recuperar un derivado (en este caso, cerusa o blanco de plomo para los pintores) con fines económicos y reducir los efectos sobre la agricultura y la salud de sus habitantes(23). Y es que las emanaciones de los hornos causaban problemas de salud a toda la comunidad en esas fechas, pero especialmente a los fundidores, según el doctor Wilson. Sin embargo, y a pesar de la extensión de esas instalaciones y de modernos medios de ventilación, los testimonios de médicos y viajeros sobre las consecuencias de las intoxicaciones saturninas se multiplican en las cuencas escocesas durante el siglo XIX. Por otro lado, en contra de estas opiniones se expresan algunos informes oficiales, como el que emite la Comisión Kinnaird en la década de los sesenta de ese siglo(24).
Sin embargo, el gran centro internacional de generación de ciencia y tecnología relacionada con la contaminación minera, como se adelantaba, será Swansea Valley. Le correspondió sobre todo a la familia Vivian, en su planta de Hafod, profundizar en el proceso de mejora de las tecnologías tradicionales de decantación y dispersión ya iniciado en las cuencas del plomo (largas tuberías, chimeneas altas, etc.), pero, sobre todo, experimentar con novedosos procesos (como el de la recuperación del azufre a partir de las plantas de ácido sulfúrico) y procedimientos técnicos (como los hornos Gerstenhoffer). Los resultados fueron, sin embargo, limitados, especialmente en relación con el dióxido de azufre, “nuestro gran enemigo”, en palabras de Henry H. Vivian. Por otro lado, los litigios legales que esta familia mantuvo con los afectados y la aceptación de indemnizaciones contribuyeron a la judicialización de estos conflictos. Ambas cuestiones estaban enlazadas con un temprano debate científico sobre las afecciones respiratorias provocadas por el copper smoke, y que da lugar a una marcada división en el mundo científico: mientras que hay doctores como John Percy que señalan la evidente relación de causalidad entre humos y enfermedades respiratorias, otros como Thomas Williams no sólo rechazan el carácter nocivo de los humos, sino que defienden su uso como antiséptico(25).
Las ideas científicas, los procedimientos técnicos, pero también las iniciativas institucionales en torno a la contaminación en las minas, van a viajar a través de Europa gracias, sobre todo, a los ingenieros de minas y sus publicaciones(26). Hafod fue un centro de peregrinaje al que acudían alumnos ingleses de ingeniería minera, pero también especialistas europeos, como Frédéric Le Play o John Percy. Las relaciones personales, científicas y técnicas fueron muy intensas con Alemania, tal como el propio Henry H. Vivian (que había estudiado en la prestigiosa escuela de minas de Friburgo, al igual que su padre John H. Vivian) señala en su libro(27). Cobra interés esta cuestión si consideramos que las minas de Sajonia se van a convertir en otro importante centro minero con graves problemas de contaminación atmosférica desde la década 1840. A su vez, esos problemas se van a extender desde entonces a otras cuencas alemanas(28).
El mal de la tierra
Todas las grandes cuencas españolas (de mercurio, carbón, hierro, zinc) van a experimentar tempranos problemas de degradación ambiental, agravados con la llegada del capital internacional desde la segunda mitad del siglo XIX. Pero va a ser en las cuencas del cobre y del plomo en donde se suscite un interesante debate sobre los efectos sobre la salud de los humos mineros. El boom del plomo en las minas del sureste de la península ibérica ocasiona los primeros conflictos de contaminación atmosférica. Las pequeñas instalaciones de extracción y beneficio (los “boliches”) de la Sierra de Gádor, sobre la que se sostuvo la expansión inicial de este mineral en los años veinte, adolecían de una gran simplicidad técnica: tal economía de medios implicaba la adopción de sistemas de evacuación de humos adosados a los hornos y de escasa altura, sistema similar al que aplican la mayor parte de las fundiciones que se extienden por la costa de Almería hasta Alicante (y en el interior, hacia Linares-La Carolina), cuyo número se multiplica a partir del descubrimiento del plomo argentífero en la Sierra de Almagrera en la década siguiente, y que va a dar lugar a las primeras protestas(29). En la capital almeriense esas “chimeneas bajísimas” producen “incomodidad y daño de la salud de sus habitantes” a comienzos de la década de 1840, por lo que un contemporáneo insta a las autoridades a tomar medidas(30). En cambio, las fundiciones establecidas en Adra, y entre ellas la gestionada por el empresario Manuel Agustín Heredia desde 1837, van a disponer de procedimientos de recuperación (galerías de humos horizontales de casi 600 metros) y de dispersión (chimeneas de hasta 37 metros) de última generación, a la inglesa. Pese a estas innovaciones, es a partir de entonces cuando se constatan los mayores problemas de salud pública, y son los trabajadores las principales víctimas: Francisco J. Bagés, médico de la cuenca, afirma que son atendidos de 300 a 500 casos de cólico saturnino al año en la década de los cuarenta, unas cifras que llaman la atención de los especialistas europeos(31). Además, distingue los síntomas de los mineros de la cuenca de los fundidores de Adra, que experimentan cambios fisiológicos (palidez, pérdida de peso…) que no sufren aquellos. La gravedad de la situación conduce a la activación de dos disposiciones legales pioneras en el ámbito europeo (las Reales Órdenes de 30 de septiembre de 1848 y de 30 de mayo de 1849), que imponían a las fundiciones la instalación de diversos dispositivos técnicos, como galerías de condensación y chimeneas elevadas. Estas medidas responden a las demandas de un grupo de vecinos que se quejan de los problemas de salud y de los efectos negativos de los humos mineros en campos y ganados (“el mal de la tierra”)(32). También por entonces se recrudece en la cuenca la polémica en el campo “contagionista”, entre los partidarios de establecer cordones sanitarios o de aplicar fumigaciones en caso de epidemia. Estos últimos recurren a la autoridad del doctor Cabanellas y al carácter supuestamente desinfectante de los gases expelidos por hornos y fundiciones en Cartagena(33).
En el conocido yacimiento de piritas de Riotinto (Huelva), la aplicación de los hornos de calcinación al aire libre, conocidos popularmente como “teleras”, da lugar al primer expediente de compensación de daños a causa de los humos a la agricultura en España, en 1847(34). No hay ninguna referencia a la salud en este episodio de contaminación, aunque, en 1855, un informe solicitado por el Gobierno al director del establecimiento de Riotinto, Lucas Aldana, certifica el carácter profiláctico de los humos y aconseja vivamente las fumigaciones en la mina propiedad del Estado y en otras de la cuenca(35).
Obsolescencia tecnológica y contaminación
La difusión de procedimientos tecnológicos obsoletos puede también ser el origen de graves problemas de salud. Es lo que ocurre precisamente en los decenios finales del siglo XIX con los hornos de calcinación al aire libre, un procedimiento técnico muy contaminante que desde Europa se extendió por las grandes cuencas de minerales no ferrosos del mundo, entre ellas las norteamericanas. El más conocido de ellos es el que sucede en la capital minera de Montana, Butte. La prohibición del uso de esos hornos en su término conducirá a un duro enfrentamiento con las empresas mineras. Esa “Guerra de la riqueza contra la salud”, como la denominó el periódico Anaconda Standard, será descrita también como un enfrentamiento entre dos doctrinas: la de aquellos que defienden el laissez faire contra la de aquellos que apoyan el bienestar social de la comunidad(36). En Tennessee, la calcinación al aire libre a gran escala (y posteriormente las chimeneas de las fábricas de ácido sulfúrico) de dos importantes empresas mineras dio lugar a otro conflicto social con los vecinos de la cuenca. En 1907 una sentencia legal reconocía que esos humos provocaban graves daños a la salud(37).
Las consecuencias de los humos para la salud también fueron materia de debate en la más importante de las cuencas de níquel del mundo, Sudbury. En esta cuenca del este canadiense, los hornos de calcinación van a funcionar desde finales del siglo XIX hasta los años treinta del siglo XX. Las inclemencias del tiempo obligaban en ocasiones a techar estos hornos, una práctica que llevaba a una acumulación de gases tales que se asimilaban a un gehenna (un infierno judío) que podía causar problemas a los operarios. En 1892 un viajero advertía sobre los riesgos para salud de esos humos que, según su información, habían provocado la muerte de una mujer(38).
En Europa el más conocido episodio de este tipo a finales del siglo XIX derivó en una trágica manifestación (“El Año de los Tiros”) en Riotinto. Una de sus facetas más interesantes, recuperada recientemente por los investigadores(39), se vincula al intenso debate médico que suscitó, animado por los trabajos de un comité de la Academia de Medicina encargado por el Gobierno de dilucidar la peligrosidad de los humos de las teleras. El enfrentamiento entre prohumistas y antihumistas se decantó a favor de los primeros, gracias, en especial, a las investigaciones del prestigioso médico Ángel Pulido. Básicamente defendía que el componente gaseoso más relevante de los humos, el dióxido de azufre, era inocuo para la salud, y descartaba, por ello, que se tratase de un problema de salud pública. Sin embargo, también señalaba la posible influencia de las partículas metálicas en los trabajadores, lo que implicaba, en todo caso, que este problema se encerraba en los límites de la higiene industrial y, por ende, en el de las enfermedades profesionales.
Salud laboral y ciencia en un nuevo contexto institucional
En torno al cambio de siglo, la base social que había sostenido los movimientos de resistencia en las cuencas se reduce de manera sustancial, pues desde estos momentos son los agricultores y los ganaderos quienes asumen el protagonismo en este movimiento. En consecuencia, sus demandas se centran en cuestiones relacionadas con sus actividades económicas, mientras el debate sobre la salud se traslada al ámbito de las relaciones laborales(40). En el contexto del nuevo Estado social en formación, esto es, de las nuevas responsabilidades en materia social que comienzan a asumir los gobiernos occidentales desde finales del siglo XIX, el problema adquirirá otro perfil distinto, por cuanto las enfermedades ocupacionales serán el campo de batalla entre los obreros (y sus organizaciones) y los empleadores, con la mediación del Estado. A continuación se analizan las circunstancias que contribuyeron a modificar los términos de la controversia sobre los humos.
El factor tecnológico
En los decenios interseculares, la apertura de nuevas cuencas, en especial en América del Norte, coincide con un profundo proceso de innovaciones técnicas. Ese proceso eleva extraordinariamente los niveles de productividad, a la vez que provoca una modificación radical del medio(41). Lo que, a su vez, produce una oleada de nuevos procedimientos tecnológicos para reducir la contaminación, sobre todo la del aire.
En Europa, la mejora de los tradicionales procesos de decantación, condensación y dispersión se desarrolló sobre todo en los centros mineros-metalúrgicos ingleses y alemanes(42). Los procesos mecánicos de decantación experimentan importantes modificaciones: se extiende la longitud de las galerías de humos, cuya sección, para permitir el acceso de operadores de limpieza (fundidores y lumbreros), aumenta considerablemente. Se tiende también a incrementar el número de las cámaras de humo, y adquieren formas diversas. Su tamaño también crece, en especial si se sitúan lejos de los hornos, y su interior se organiza en varios compartimentos para facilitar la condensación o “depositación” de humos. A este fin, se aplican distintos procedimientos con agua o vapor de agua en Inglaterra y en Alemania: en este último caso, el denominado sistema de Ems (por la fábrica de este nombre situada en las proximidades de Coblenza) será adaptado desde finales del siglo XIX en numerosas fundiciones. En lo referente a las chimeneas, hay que tener en cuenta que los procesos de condensación tienden a frenar el tiro, por lo que se utilizan cada vez con más frecuencia ventiladores para avivarlo. También se puede regular su velocidad disponiendo distintos tabiques interiores verticales u horizontales(43). En cualquier caso, especialmente si se adaptan a varios hornos, son cada vez mayores, sobre todo en Alemania(44).
En los primeros decenios del siglo XX, la vanguardia tecnológica en esta materia se trasladó a los Estados Unidos. La multiplicación de los conflictos de contaminación atmosférica, sobre todo en las nuevas cuencas del oeste, dio lugar a la más intensa fase de investigación sobre los humos jamás emprendida. Las cámaras de condensación y las canalizaciones crecieron en longitud y tamaño, y en su construcción se utilizaron nuevos materiales como el acero. Se avanzó en diversos procesos de captación de los humos y se invirtieron enormes sumas de dinero en modernos métodos de filtración (baghouses) y de precipitación eléctrica (precipitador Cottrell)(45). La recuperación de derivados fue otra iniciativa de gran calado en los años de entreguerras. Así, mientras que la producción de ácido sulfúrico se aceleró gracias al nuevo proceso de contacto, diversos procedimientos fueron puestos en marcha con el objetivo de disponer de dióxido sulfúrico líquido y de azufre. Finalmente, se extendió el uso de las grandes chimeneas (Big Stacks) en las fundiciones norteamericanas(46).
En términos generales, esos procesos van a reducir de forma sustancial los componentes más sólidos de los humos mineros y van a tener también un efecto de dispersión de los humos, con lo que las consecuencias inmediatas, sobre trabajadores y vecinos, se van a atenuar. Bien es cierto, sin embargo, que las tareas relacionadas con las tecnologías de prevención de humos podían ser muy peligrosas. De hecho, la limpieza de cámaras y galerías, una “faena en extremo penosa y malsana”(47), daba lugar con frecuencia a accidentes.
El nuevo contexto institucional
Para muchos médicos e higienistas de principios del siglo XX, “la cuestión social es […] ante todo y sobre todo, una cuestión de higiene”. Como tal, era una necesidad que los gobiernos asumieran su responsabilidad en materia de higiene y seguridad en el trabajo(48). Es significativo que algunos especialistas franceses afirmen que el más grave reproche que cabe hacerle a la legislación napoleónica de 10 de octubre de 1810 es que no atendió a la salud de los trabajadores: en adelante, ellos deben ser el principal motivo de preocupación de las autoridades sanitarias(49).
En las cuencas mineras que habían sufrido el azote de la contaminación, los humos de fundición merecen desde entonces una respuesta institucional distinta, en línea con lo acontecido en Huelva. No sin contradicciones, se combinan dos tendencias contrapuestas: de una parte, hay una regresión desde el punto de vista regulatorio relacionada con el descrédito en el que cae la causalidad entre gases y enfermedades. De otra, hay una lenta tendencia intervencionista vinculada a los humos y partículas en suspensión y a las primeras enfermedades ocupacionales mineras.
Así, en Estados Unidos, aunque las emisiones de gases procedentes de la concentración de fundiciones en el condado de Shasta, en California, habían convertido la zona en un “infierno humeante de destrucción y muerte”, las investigaciones de una comisión estatal no dieron ningún resultado práctico. También en California, las consecuencias de las emisiones de la Selby Smelting & Lead Co derivaron en un informe en el que sólo se encontraron casos de “irritación en la garganta y ligera tendencia a carraspear”(50). En Canadá, en el mayor complejo metalúrgico del Imperio británico, Trail Smelter, el Servicio de Salud Pública rechazó realizar una investigación científica porque la muestra carecía de fiabilidad estadística(51).
Al mismo tiempo, el Estado se ve impulsado a actuar en materia de seguridad e higiene en el trabajo cuando se comienza a constatar, aunque de forma paulatina, la peligrosidad de los humos y, sobre todo, de las partículas en suspensión. Hay que tener en cuenta que la preocupación de las instituciones por las enfermedades profesionales en esas fechas, impulsada por la puesta en marcha del sistema alemán de seguros públicos y, con ello, del primer Estado social, está muy vinculada al sector extractivo, pues “la enfermedad y el accidente son la condición del minero”(52). En ese contexto surge lo que ha venido a denominarse el primer “régimen de riesgo industrial”, entendido como todas aquellas situaciones en las que organismos públicos, empresas privadas y organizaciones sociales se coordinan para gestionar los peligros o daños asociados a las actividades industriales(53). Algún organismo oficial, como el Instituto de Reformas Sociales español, incluso llegó a plantear en el Proyecto de Reglamento de Higiene y Seguridad en el trabajo de 1906, el “derecho del trabajador al aire puro”(54). Es por ello relevante el papel que va a desempeñar la ciencia médica en la institucionalización de los riesgos profesionales.
La construcción de la ciencia
La cruzada de los higienistas por un ambiente sano en las instalaciones fabriles a principios del siglo XX derivó en una preocupación especial por las condiciones del aire. Es revelador que en las sesiones del X Congreso Internacional de higiene y demografía (1900) se insistiera en la peligrosidad para la salud pública de los “humos malsanos”(55). Aunque muy críticas con el higienismo tradicional “burgués y moralizante”, las organizaciones obreras se hacen también receptivas a ese mensaje. En España, por ejemplo, mientras en Cataluña surge un “higienismo de izquierdas” anarquista(56), en los círculos socialistas madrileños también se percibe en esos años una aproximación a un nuevo higienismo(57). Como enseguida se comprobará, también algunas grandes empresas muestran interés por abordar desde un punto de vista científico los problemas de contaminación atmosférica. Por tanto, parecía haber un cierto consenso en torno a la necesidad de avanzar en el conocimiento de aquellas dolencias relacionadas con la mala calidad del aire en el ámbito laboral, especialmente en el sector minero. Para Marvá, una de las razones de que el laboreo en las minas sea “penoso y peligroso y de los más antihigiénicos”, es que “el obrero se ve obligado a respirar aire viciado”(58).
El intenso debate científico en las cuencas estuvo condicionado por la irrupción de la teoría bacteriológica. Como es sabido, en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XIX, una destacada corriente de investigadores (Koch, Lister, Pasteur) va a defender que el origen de las enfermedades no está en los miasmas, sino en las bacterias, una teoría que terminaría por imponerse en los círculos académicos. En realidad, la transición entre ambas no fue fácil ni automática y obligó a una nueva y más compleja concepción de las relaciones entre los factores ambientales y la salud(59). Como se ha visto, mientras que en el sector minero el rechazo a aceptar la influencia de los gases en la salud fue la tendencia dominante, una línea argumental que encontró apoyo en la teoría bacteriológica, el conocimiento sobre los efectos de humos y, sobre todo, partículas en suspensión progresó de manera sustancial, gracias, entre otros, a las investigaciones de ilustres higienistas (Oliver, Legge) que se reconocían como sucesores de Ramazzini(60).
En términos generales, la responsabilidad del reconocimiento oficial de las enfermedades ocupacionales mineras dependió de factores científicos, sociales, políticos y económicos diversos, y estos, a su vez, de la capacidad de maniobra de los agentes sociales en pugna(61). En ese sentido, las estrategias de las grandes empresas, en una intencionada actitud que combina ciencia, técnica y política, van a ejercer una intensa influencia en la definición de una línea científica aceptada oficialmente y adaptada a sus intereses. Para la doctora Alice Hamilton, en el mundo de las relaciones laborales americano se había instituido una suerte de nuevo feudalismo, en el que los trabajadores eran tratados, en el campo de la higiene laboral, como “animales de laboratorio”(62). A ese respecto, y en la línea argumental que defiende este artículo, es pertinente subrayar que el debate científico va a tener muy presentes los antecedentes en materia de salud en las cuencas, pero también las enseñanzas derivadas de los conflictos de contaminación con los agricultores que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX.
En primer lugar, en muchos casos este debate se polarizó, como había ocurrido desde finales del siglo XVIII, en torno a dos concepciones antagónicas de la ciencia enfrentadas no sólo en cuanto a su objeto de estudio (los factores ambientales o las bacterias), sino también en su metodología (el trabajo clínico y de laboratorio de los bacteriólogos frente a los métodos empíricos practicados por los miasmáticos). Ambas corrientes científicas son usualmente apoyadas por cada una de las partes en litigio, los trabajadores, y sus organizaciones afines, y las empresas. Muy representativa de este tipo de debate es la discusión en la cuenca del Ruhr(63). La división en dos corrientes científicas no impidió el cruce de influencias entre ambos bandos, como se advierte en el trabajo de Alice Hamilton. Comprometida con la causa de los trabajadores, su experiencia profesional la llevó desde la bacteriología que había aprendido en Alemania hasta una perspectiva cada vez más claramente neohipocrática, como reflejan sus investigaciones de la primera década del siglo XX, centradas en el análisis de la toxicidad de diversas sustancias en ambientes industriales. O su metodología de trabajo, que evolucionó desde la microbiología de laboratorio hasta las entrevistas personales con los trabajadores(64).
En segundo lugar, aunque todos los agentes pusieron en práctica distintas estrategias para influir sobre el legislador, las iniciativas de las empresas en este sentido fueron particularmente eficaces. En ocasiones, la propia promoción de políticas de corte paternalista en el ámbito de la salud estuvo dirigida a rebajar las tensiones sociales y limitar la actuación del Estado: una de las consecuencias del “Año de los Tiros” en Huelva va a ser precisamente la organización por parte de Rio-Tinto Company Limited de una serie de servicios sanitarios a disposición de la comunidad minera, con intención de crearse una imagen de empresa que labora por el bienestar de sus empleados, con lo que se evitaba, de paso, la intervención institucional(65).
Por otro lado, y a la vez que las empresas mineras americanas organizan equipos de expertos para paliar los efectos de la contaminación en la vegetación(66), en el ámbito de la salud otras grandes firmas, como las del carbón inglesas, contratan a especialistas de renombre, como Sir Thomas Oliver(67). También, la inclinación de la industria por analizar los efectos tóxicos, repentinos y agudos de los humos (acute effects), más fácilmente reconocibles, en detrimento de los que sólo eran detectables en más pequeñas dosis y en más largos periodos de tiempo (chronic effects), era una influencia de las investigaciones sobre los efectos de los humos en la vegetación. El interés de las mineras coincidió, en este aspecto, con el de las aseguradoras. Su objetivo era evidente, como ponen en evidencia influyentes higienistas como Frederick L. Hoffman o, sobre todo, Anthony J. Lanza. Este último combinó su posición en la Oficina de Minas americana con un contrato con la mayor de las empresas aseguradoras del país, cuyas investigaciones sirvieron para establecer que no eran los polvos mineros (y con ello, la silicosis), sino la tuberculosis o los malos hábitos de la clase trabajadora los responsables de los problemas de salud de los mineros de Misuri o Montana(68). Fue uno de los muy diversos medios para influir en la ciencia (y en la opinión pública), tan eficaces en ese país, que lograron que la silicosis, reconocida como el más importante problema de salud laboral antes de la Segunda Guerra Mundial, se mantuviera alejada de la atención pública hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX(69).
Conclusiones
El contexto institucional, científico-médico y técnico en las grandes cuencas mineras europeas y norteamericanas favoreció, durante el siglo XIX, el desarrollo de una concepción de la salud pública que englobaba lo que hoy se considerarían riesgos ambientales y profesionales. Ese contexto permitió un intenso y temprano debate científico sobre las consecuencias en la salud de los humos mineros, que surge vinculado al estallido de conflictos sociales relacionados con la contaminación atmosférica en las grandes cuencas. Un debate que, sin embargo, terminó de forma abrupta a finales del siglo XIX, en un ámbito cada vez más favorable para las empresas: aunque los problemas de contaminación van a seguir causando tensiones sociales, la preocupación de las partes se va a centrar desde entonces en los efectos de la contaminación en las plantas. Las afecciones respiratorias asociadas a las actividades mineras no se considerarán tanto una cuestión de higiene pública como industrial y se limitarán, desde entonces, al ámbito laboral.
A pesar de ello, ese debate inicial y las discusiones cruzadas de especialistas en los campos de la vegetación y la salud van a ejercer una acusada influencia en la primera mitad del siglo XX. En primer lugar, porque la polarización entre los investigadores que defendían la inocuidad o la letalidad de los humos mineros en el siglo XIX(70) se reproducirá, como se ha visto, en la configuración de dos líneas científicas durante la primera mitad del siglo XX. Es significativo que el caballo de batalla de ambas controversias, la “prueba del daño”, tenga su origen en una línea ya abordada en los conflictos de cuenca anteriores: en concreto, en las diferencias ya señaladas por los especialistas alemanes desde mediados del siglo XIX entre los efectos visibles y a corto plazo de la contaminación atmosférica (acute effects) y los invisibles y a largo plazo (chronic effects) en las plantas, retomados en el siglo XX por especialistas como la doctora Alice Hamilton(71). La inclinación de las corporaciones mineras por el estudio de los primeros permitió el avance en la medición de los efectos producidos por los humos en las especies vegetales, con vistas a establecer compensaciones estandarizadas(72). Ese es el mismo sentido de la “tarificación del cuerpo”(73) practicada por las empresas de seguros especializadas en las enfermedades profesionales, que no hacían con ello sino abundar en una más sofisticada y pretendidamente precisa valoración del daño. Todo ese despliegue científico va a ir derivando en el progresivo descrédito de la teoría del daño invisible aplicada a la vegetación y defendida por los agricultores(74), y en una “invisibilización” del daño en el cuerpo(75), lo que en ambos casos suponía una victoria en toda regla de las grandes empresas mineras. Utilizar el grado de incertidumbre que siempre acompaña a los riesgos ambientales para arrojar dudas sobre su carácter científico y, en última instancia, influir sobre las autoridades para que no intervengan son una vieja estrategia utilizada con éxito desde finales del siglo XIX por las grandes compañías mineras(76).