El presente artículo, producto de una investigación sobre soportes urbanos a las actividades residenciales y productivas, reflexiona acerca de esta colisión de derechos sobre el territorio. Su discusión central gira en torno a los aprovechamientos urbanísticos y cómo pueden actuar como un instrumento operativo de mediación entre los derechos individuales, derivados de la libertad de empresa y el derecho de propiedad y los derechos colectivos, entendidos como la expresión del derecho a la ciudad.
Introducción
La planeación del suelo opera mediante dos mecanismos institucionales: la planeación territorial y el ordenamiento territorial. El primero es un mecanismo técnico político para lograr un acuerdo sobre el futuro desarrollo del suelo en una jurisdicción y, el segundo, es el instrumento que define cómo ha de aprovecharse el suelo y qué configura la propuesta con la cual se logrará dicho acuerdo. Estos mecanismos establecen qué pueden hacer los individuos en los suelos que ocupan o consideran suyos, con cuál intensidad los pueden usar y en qué medida esa asignación destruye o potencia sus expectativas de desarrollo.
La práctica de la planeación, orientada a definir unos propósitos sociales y económicos, se concreta con la ejecución de las obras a cargo del Estado y con las regulaciones que guían la ocupación privada. La ejecución de obras tiene como propósito ampliar la estructura de servicios que soportarán las transformaciones presentes y proyectadas. De otra parte, las regulaciones a la ocupación privada delinean los umbrales de crecimiento de los tejidos residenciales y productivos que podrán ser soportados en cada sector de la ciudad, en consecuencia, imponen restricciones a las posibilidades de cada predio para desarrollar las actividades y edificabilidades que demanden las destinaciones previstas por sus propietarios. Esta es una razón suficiente para que dichas regulaciones y el plan mismo se legitime con algún grado de acuerdo social.
Efectivamente, como el régimen de aprovechamientos urbanísticos pone límites a lo que los individuos pueden hacer en la ciudad en términos urbanísticos, los procesos de planeamiento deben sortear las diferencias entre lo que cada actor, conforme a sus expectativas, espera de la ciudad. Concretamente, este régimen interviene derechos individuales para garantizar que los recursos disponibles de la ciudad, así como los beneficios de su aprovechamiento, puedan ser accesibles a todos los ciudadanos y que el usufructo de unos individuos no menoscabe la posibilidad de ser utilizados por otros. En esa medida, las nociones de propiedad y de libertad, como expresión de los derechos individuales en el libre mercado, son objeto de ciertas limitaciones.
La contracara de estos derechos es el derecho a la ciudad. Se trata de un derecho humano colectivo, emergente y complejo, en el cual confluye el conjunto de principios y normas que garantizan la vida y participación de los sujetos en la construcción de la ciudad (Correa Montoya, 2010). Sin embargo, los intereses que movilizan el accionar de cada individuo para el ejercicio de sus derechos individuales entran en conflicto fácilmente y ponen de manifiesto la puja de intereses por el suelo y lo que ha de hacerse en él.
Bajo el argumento de que el mercado es ineficiente para materializar por sí solo los soportes urbanos que posibilitan la reproducción social (Ángel, 2014; Pérez Forniés, 1997) y, en consecuencia, para garantizar el derecho a la ciudad, la planeación territorial dirime el conflicto entre derechos individuales y colectivos al materializar en un plan público la autoridad que tiene el Estado para interpretar y mediar las posiciones de los actores urbanos.
El presente artículo, producto de una investigación sobre soportes urbanos a las actividades residenciales y productivas, reflexiona acerca de esta colisión de derechos sobre el territorio. Su discusión central gira en torno a los aprovechamientos urbanísticos y cómo pueden actuar como un instrumento operativo de mediación entre los derechos individuales, derivados de la libertad de empresa y el derecho de propiedad y los derechos colectivos, entendidos como la expresión del derecho a la ciudad. El análisis se apoya en estudios especializados que dan cuenta de las transformaciones conceptuales del derecho a la ciudad y su aplicación en el ordenamiento territorial, al igual que con el examen de los principios constitucionales relacionados con esta temática.
La hipótesis de trabajo plantea que, en la formulación y aplicación local de los instrumentos que regulan este aprovechamiento en Colombia, se favorece el interés individual, pese a la institucionalización del derecho a la ciudad.
En principio, se aborda la noción institucionalizada del derecho a la ciudad en Colombia y, posteriormente, el concepto de aprovechamiento urbanístico, es decir, el usufructo inmobiliario de las propiedades urbanas, cuya realización individual de naturaleza privada es regulada por una visión pública que refleja intereses compartidos por las colectividades urbanas.
Con esos elementos, finalmente, se discute el papel del planeamiento urbanístico colombiano como mediador entre el derecho individual y el derecho a la ciudad y las dificultades para garantizar este último derecho.
Aclaraciones conceptuales y metodológicas
Este artículo hace una lectura crítica y analítica de los aprovechamientos urbanísticos que, aquí, son entendidos como expresión de un arreglo arbitrado por un plan territorial. La investigación se apoya en diferentes estudios que dan cuenta de las transformaciones conceptuales del derecho a la ciudad y de su aplicación en el ordenamiento territorial.
En los sistemas de mercado las ciudades crecen por efecto de la acción privada, no obstante, su accionar es regulado por el Estado a través de los regímenes de aprovechamientos urbanísticos. En esas condiciones se ponen de presente los intereses a los que aspiran los actores privados y los derechos que los respaldan: el derecho de propiedad y libertad de empresa, así como los intereses colectivos que representa el Estado y los derechos ciudadanos que ha de garantizar. Todos ellos presentes en la Constitución Nacional e instrumentados en el sistema de planeamiento nacional.
La defensa de los intereses públicos y privados por parte del Estado se materializa con las decisiones del plan, las cuales obligan a resolver las tensiones entre los derechos de los promotores urbanos y los derechos vinculados a la nueva interpretación del derecho a la ciudad. En esa medida, es imperioso explicar que el derecho a la ciudad ha sido reconfigurado desde su origen, el marxismo científico que señaló la incompatibilidad de su ejercicio con el capitalismo, para convertirse en la directriz de la justicia social urbana.
Si bien el cambio es importante para la comprensión de las contradicciones presentes en este derecho cuando es incorporado en los sistemas de planeación, el presente estudio basa su análisis en los efectos de la reinterpretación de sus contenidos para abordar la temática de la conciliación entre derechos individuales y colectivos.
Así, los principios que se derivan de la nueva interpretación del derecho a la ciudad ofrecida por la legislación colombiana son contrastados con la organización espacial producto de la libre competencia, haciendo evidentes las implicaciones de esta superposición de intereses sobre el sistema de planeación y los desafíos que impone a la formulación del régimen de aprovechamientos urbanísticos. El proceso se sintetiza en la Figura 1.
El derecho a la ciudad: de su reinterpretación a la incorporación en el ordenamiento urbanístico colombiano
Los postulados planteados por Lefebvre (1968) sobre el derecho a la ciudad se han desplazado, en primer lugar, de la denuncia contra el capitalismo y la privatización del espacio, el tiempo y el trabajo en la ciudad (Miranda, 2018) a unos contenidos amparados por premisas liberales y, en segundo lugar, de la reflexión académica al escenario político.
Según Molano Camargo (2016), el planteamiento de Soja, soportado en la construcción social del espacio y las luchas democráticas por la justicia espacial, se aparta de Lefebvre y Harvey en la medida en que concibe este derecho más allá de la perspectiva marxista y lo asume como parte de las posibilidades culturales, simbólicas y sociales de la ciudad postfordista y globalizada. Dicho planteamiento allanó el camino para que, en el marco de la UNESCO y UN-Hábitat, la discusión transitara de los debates académicos a los políticos y sentara las bases de una versión remozada del derecho a la ciudad. Aquí se pretendió dar el paso de la filosofía a un discurso formador de conciencia social sobre este derecho.
Bajo esta interpretación, el derecho a la ciudad se convirtió en objetivo político de los gobiernos urbanos, además, fue asimilado con la función social del urbanismo y se promovió la idea de ciudadanos participantes en los asuntos y manejo de la ciudad. "La plataforma filosófica y política ofrecida por Lefebvre provee la sustancia para la formulación de un discurso general de derechos y de justicia social y una aproximación al enfoque de derechos en el desarrollo urbano" (Edecio, citado en Correa Montoya, 2010: 39). Así, el derecho se hizo exigible y, según la Carta mundial por el derecho a la ciudad (2012), los gobiernos son ahora responsables de su ejecución.
Para los gobiernos, la exigibilidad del derecho a la ciudad implica necesariamente el paso de la aspiración política a la noción jurídica y su implementación en las prácticas institucionales (Salfier, 2006), de manera particular en las constituciones y legislaciones garantistas como la colombiana que, al disponer de un cuerpo de derechos y deberes, convierte el derecho a la ciudad en un concepto jurídico que reconfigura sus orígenes filosóficos.
El derecho a la ciudad es el concepto jurídico, que enmarca la reivindicación de la garantía y protección de los derechos humanos en la ciudad, es decir, reivindica el papel de las autoridades locales como garantes de estos derechos, que están consignados constitucional y convencionalmente [...] pues se enfoca más en la planificación e implementación de políticas públicas de prevención, que en la acción sancionadora o reparadora (Alvarado, 2016: 8).
Por su parte, Correa Montoya (2010) propone la necesidad de contar con políticas para su gestión en el gobierno urbano, concretar su contenido y articularlo a las responsabilidades estatales. Lo que plantea es una institucionalización capitalista del derecho a la ciudad que ofrezca garantías al ciudadano para participar en la construcción de su presente y futuro y apalanque su función social. Igualmente, postula el usufructo equitativo de todos los derechos humanos y el derecho a vivir la ciudad conforme a sus intereses y propósitos. Así las cosas, la justicia social, anclada en la noción de igualdad, es sustituida por un concepto de equidad ligado a la libertad y las capacidades individuales para disponer y aprovechar sus oportunidades.
El canal para la materialización implica a todo el sistema de planificación, pero, particularmente, al planeamiento urbano. El plan establece unos objetivos que consagran derechos formalizados en unas políticas públicas y unas estrategias tendientes a asegurar logros declarados en dichos objetivos. Pero este plan ha de conciliar el interés individual con el interés público, al disponer la manera como se aprovecha el suelo de la ciudad.
La sustitución del derecho a la ciudad, como el marco de acción de los ciudadanos frente al capitalismo, por una institucionalización del derecho ciudadano en el marco de acción del mercado promovió la incorporación de contenidos del derecho a la ciudad en las constituciones políticas de los Estados, entre ellos Colombia.1 No obstante, como plantea Maldonado Copello (2008), esta institucionalización encausó toda posibilidad de acción política a un ejercicio de participación ciudadana restringido a unos cuantos mecanismos de consulta y a un urbanismo tecnocrático y regulatorio del libre mercado, que evita afectar los derechos que amparan la propiedad privada y al propietario, lo que entra en colisión con el derecho a la ciudad.
En efecto, la Constitución Política Colombiana de 1991 garantiza el derecho de propiedad y los derechos patrimoniales de los particulares (art. 58), al otorgarle a su dueño facultades de exclusividad y perpetuidad de dominio, lo que le permite usarlo, transformarlo, transferirlo y apropiarse de lo que produzca. En el ordenamiento territorial ese derecho se expresa en una propiedad del suelo ligada al aprovechamiento urbanístico.
A su vez, incorpora un modelo garantista basado en derechos, habilitando la nueva concepción del derecho a la ciudad, que se verá expresada en la legislación urbanística. En esas condiciones, la Constitución recoge los principios de prevalencia del interés general sobre el interés particular, la función social y ecológica de la propiedad, el derecho a un ambiente sano y el derecho a una vivienda digna.
La coexistencia de derechos contradictorios es legitimada en la Ley de Desarrollo Territorial (Ley 388 de 1997), que invoca estos principios y sujeta el ejercicio del derecho a la propiedad privada a un acuerdo social (Belalcázar, 2011). El nuevo marco regulatorio ofrece a los municipios una plataforma con instrumentos para regular el crecimiento urbano de manera integral y pretende asegurar los cierres financieros de los urbanismos, introduciendo la equidistribución y la gestión asociada. Este marco opera como un sistema para el reparto de cargas y beneficios que define las nuevas reglas del aprovechamiento urbanístico que cada municipio ha de aplicar en sus Planes de Ordenamiento Territorial (POT).
La función pública del urbanismo, uno de los mayores aportes de esta ley, exige que las entidades territoriales aseguren el desarrollo urbano en cumplimiento de los principios legales, el cual se ejerce mediante las acciones urbanísticas de sus autoridades. Esto posibilita el acceso y la destinación al uso común de las infraestructuras de servicios, transporte, espacios públicos y equipamientos. Asimismo, hace efectivos los derechos a la vivienda y los servicios públicos domiciliarios y orienta la transformación de los usos del suelo en el marco del desarrollo sostenible y del interés común.
Si bien impone limitaciones al ejercicio de la propiedad del suelo, como afectar aquel de valor patrimonial o el requerido para el uso público, la limitación más importante es la regulación del uso del suelo y de su intensidad expresada en una edificabilidad, lo que la expone a la enajenación forzosa o a la expropiación si no cumple con la obligación de edificar en función del POT y contribuir a materializar su modelo territorial.
Más allá de la función social de la propiedad, la Constitución incorpora la función ecológica de la propiedad (art. 58), en la que, incluso, sus facultades se ven limitadas por los derechos de quienes aún no han nacido y obliga, por lo tanto, a proteger los recursos y preservar la diversidad cultural y biológica que puedan verse comprometidos con su explotación.
La prevalencia del interés general sobre el particular privilegia los intereses colectivos frente a los individuales cuando estos entran en conflicto, caso en el cual se decide en favor del último, aunque sin vulnerar los derechos del primero. Lo que significa que al particular se le indemniza.
El derecho a un ambiente sano (art. 79), sumado al derecho colectivo a la salubridad pública (art. 88), implica que la contaminación y su exposición en cualquiera de sus formas ponen en riesgo los derechos fundamentales a la vida y a la salud (Sentencia T-536 de 1992). Esto obliga a realizar acciones de prevención y mitigación de los factores implicados en la crisis ambiental a nivel global e impone el cumplimiento de especificaciones en la edificación para reducir la vulnerabilidad, aislar las fuentes generadoras de contaminación o mitigar sus efectos.
También incluye el derecho a una vivienda digna (art. 51), concebido también por Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en su Observación General 4, como el espacio donde los individuos o las familias puedan vivir en seguridad, paz y dignidad. Lo que significa, viviendas en condiciones para obtener la felicidad con autonomía y contraria a prácticas que la limiten (Naciones Unidas, 1991). Por lo tanto, la vivienda debe estar localizada en ámbitos con dotación plena y accesible, lo que significa que ha de pensarse y desarrollarse de manera conjunta con la urbanización, pues la vivienda no se limita al edificio en donde reside la familia, sino que incluye el vecindario y sus facilidades.
El aprovechamiento urbanístico: entre el interés privado y el público
El usufructo de los beneficios del desarrollo y de los recursos disponibles significa ocupar un espacio y destinarle un uso al suelo. Ocupación y uso son las condiciones esenciales del aprovechamiento y revela quiénes, con cuáles proporciones y propósitos se usa el suelo, el agua, las vías y cada una de las coberturas territoriales, con lo que dichos aprovechamientos median el ordenamiento territorial y las apuestas de desarrollo que hacen los individuos y sus sociedades.
Las apuestas de desarrollo motivan las acciones que realizan los individuos en el espacio. Así, diferentes individuos podrían aspirar a aprovechar el espacio pretendido por otros, motivados por sus propias apuestas de desarrollo. De este conflicto surge la propiedad del suelo y su consagración como derecho, que, sin importar su origen, define límites a su posesión y la potestad del usufructo en su interior.
Ya que no todos los lugares están igualmente dotados, las condiciones de localización de la propiedad, en virtud de esa dotación, definen su productividad conjuntamente con el esfuerzo individual. En suelos rurales esta productividad está en función de la dotación natural. Así, suelos menos fértiles implican mayores esfuerzos individuales para conseguir igual productividad que los más fértiles.
En las áreas urbanas, el potencial productivo no depende de su dotación natural, sino de un acuerdo social que asigna una capacidad productora a cada propiedad (un régimen de aprovechamientos urbanísticos). Esto es así porque, aunque la dotación inicial natural posibilite mayor capacidad de carga, son sus decisiones las que determinan el rango de actividades que se pueden realizar y las magnitudes potenciales de lo que se puede edificar.
El régimen de aprovechamientos urbanísticos gobierna la acción urbanística individual y, en esa medida, sus decisiones operan no solo sobre el derecho de propiedad del suelo, sino sobre lo que se puede hacer sobre él, asignándole un valor en el mercado. "Tanto el esfuerzo individual para edificar y poner en funcionamiento lo edificado, como el esfuerzo que la sociedad ha hecho para conectarlo a la ciudad; a sus servicios y funciones, se manifiesta en este acuerdo" (Sanabria Artunduaga, 2017: 14).
Si bien las asignaciones de uso son decididas por el planeamiento, que sujeta las iniciativas de negocio a las regulaciones urbanísticas, son los individuos, y no el plan, quienes en ejercicio de sus derechos de propiedad y de acuerdo a sus propósitos y capacidades definen y materializan la destinación y ocupación de cada predio. En esta medida, son los individuos los que construyen la ciudad.
De tal forma, las magnitudes y usos decididos por el plan deben confluir con los intereses y propósitos de los promotores que podrán desarrollarlos. Para ello es preciso facilitar el ajuste de estos intereses al número de metros que potencialmente se pueden construir en un abanico restringido de usos. De no facilitarse esa concurrencia, los desarrollos se realizarán al margen del plan territorial y, por lo tanto, promoverán la informalidad o las iniciativas individuales no se materializarán, en cuyo caso el plan no se ejecuta y no se obtienen los resultados previstos en él.
El valor del suelo será resultado del potencial productivo derivado de la asignación del plan, pero también de su proximidad y accesibilidad a los lugares donde se concentran los productos y servicios que hacen posibles las actividades privadas. La distancia es determinante para esta valoración, pues a mayor distancia, mayor esfuerzo individual para consumirlos. Pero el esfuerzo social se ha encargado de salvar esas distancias, bien por el emplazamiento histórico de los centros de servicios o bien por redes que permiten su accesibilidad.
Este esfuerzo social, que ineludiblemente pasa por desarrollar la estructura pública de soportes urbanos, requiere ser retribuido para expandir y mejorar las calidades de habitación en la ciudad. Existen cuatro vías para ofrecer este soporte a la ciudad:
Esfuerzo social exclusivo. Supone la disposición de suelo público y ejecución de las obras estructurantes para proveer los sistemas públicos de soporte de la ciudad bajo la iniciativa y financiación del Estado, quien realiza la operación. Corresponde a las denominadas cargas generales.
Esfuerzo privado para actividades públicas. Concreta la retribución al esfuerzo público por el derecho a edificar, lo que impone al promotor la obligación de transferir parte del suelo privado a la ciudad y transformarlo en suelo público con el propósito de integrar el predio a los sistemas de soporte de la ciudad. Corresponde a las cargas o cesiones públicas locales.
Esfuerzo privado en el desarrollo de actividades de baja rentabilidad. Obliga a los promotores inmobiliarios a disponer del suelo y ejecutar las obras que hagan operativas las actividades privadas desarrolladas en los predios, bajo el propósito de asegurar su funcionamiento. Corresponde a las cargas o cesiones locales privadas.
Esfuerzo privado en el desarrollo de actividades rentables. Deja en manos del mercado el suelo y la construcción y operación rentable de actividades públicas de soporte urbano con el propósito de complementar la acción pública. Corresponde al desarrollo de usos institucionales o dotacionales bajo el régimen de aprovechamientos vigente.
Como se observa, tres de las cuatro vías requieren de la acción privada. Pero ¿es posible que la libre competencia pueda asegurarlas?
El suelo es un bien necesario pero insuficiente para garantizar los soportes urbanos, ya que son las obras hincadas sobre él, dotadas y habilitadas para unas funciones urbanas específicas las que pueden satisfacer las demandas residenciales y productivas de la ciudad. Los ciudadanos necesitan vivienda, pero provista con los servicios que la hagan habitable, así como las industrias o comercios requieren acceso a servicios que posibiliten la producción y las transacciones productivas. Esto significa que la renta se realiza sobre el producto inmobiliario, no sobre las funciones que le garantizan la habitabilidad. No obstante, aunque el producto inmobiliario debe garantizar esos soportes para ser completamente funcional, eso no ocurre necesariamente así.
Tanto el mercado del suelo, valorado por la capacidad para generar productos rentables, como el de los productos inmobiliarios, valorado en función de la habitabilidad, operan conforme a las leyes de oferta y demanda. Es aquí donde la literatura científica ha demostrado teórica y empíricamente que el mercado por sí solo es ineficiente para garantizar las dotaciones urbanas (Ángel, 2014; Pérez Forniés, 1997) y, por lo tanto, es un medio insuficiente para garantizar los derechos ciudadanos. Al respecto, Pérez Forniés (1997) plantea que la provisión de los bienes públicos no podría realizarla el mercado porque los propietarios no estarían dispuestos a ceder sus terrenos para actividades no lucrativas, por ejemplo, una calle, como tampoco los ciudadanos estarían dispuestos a pagar peajes a cada uno de los propietarios del suelo para utilizarlos.
En esta perspectiva queda claro que asegurar los soportes urbanos en las magnitudes necesarias para garantizar los derechos ciudadanos requiere de la intervención de la planeación. Es indispensable una intervención del Estado al libre mercado para garantizar las funciones urbanas que permiten el ejercicio de los derechos ciudadanos y una intervención al derecho de propiedad para retribuir el esfuerzo social que posibilita la habitabilidad de los aprovechamientos potenciales de cada predio.
La mediación entre derechos individuales y colectivos en el planeamiento territorial en colombia y sus desafíos
Al respecto de la planeación de la ciudad y los actores urbanos, Matus (1985: 7) afirma que
la planificación se realiza en un medio resistente y nunca inerte, pasivo, o estático, porque el objeto de nuestros planes es siempre una realidad que está en movimiento, en una dirección y velocidad determinadas y porque hay en la realidad fuerzas más potentes que otras que le han impuesto esa dirección y esa velocidad.
Es en este campo de fuerzas donde se expresan las voluntades colectivas. De manera que, así como ad vierte Borja (2012), la ciudad es un espacio para la so lidaridad, pero también para el conflicto.
Por definición, la planeación es un acto colectivo de competencia pública, en virtud de la cual el Estado hace concurrir en un proyecto colectivo de ciudad objetivos, recursos e intereses de los actores urbanos y en el que cada actor pretende hacer de su proyecto privado el proyecto colectivo. La convergencia de objetivos y estrategias exige disponer y facilitar los medios para la participación y "moverse entre criterios de decisión definidos por posturas pragmáticas o éticas que son admisibles por algunos, pero no por otros" (Sanabria Artunduaga, 2017: 37).
Sin embargo, no puede existir un plan urbano por cada residente. Un único plan urbanístico debe articular el futuro de todos los ciudadanos. Un plan que, en el discurso, evidencie la autoridad del Estado y posibilite a los ciudadanos influir en la ciudad (en sus metas, proyectos, regulaciones e instrumentos) y que privilegie la construcción democrática sobre el mercado. No obstante, en la práctica, las democracias representativas le otorgan un carácter restrictivo a la participación, en la medida en que están divididas entre gobernantes y gobernados. En estas sociedades, los primeros toman las decisiones en representación de los segundos y se limita la exigibilidad del derecho a la ciudad porque implica regular niveles y sectores del Estado que trascienden el ordenamiento territorial (Correa Montoya, 2010)
En el caso colombiano, a pesar de estar consagrada la participación ciudadana como derecho constitucional y que la Ley 388 de 1997 obliga a los gobiernos que formulan el POT a concertar la propuesta en tres instancias y a disponer de los mecanismos para la participación, su ejercicio es discrecional. Su alcance depende de la voluntad política y de filiaciones a gobiernos que tienden a ser cooptados por actores interesados (Blanco, Goma y Subirats, 2018), de manera que los mecanismos dispuestos se limitan a una participación pasiva de carácter consultivo, que no permite injerir en las decisiones y solo posibilita la revisión jurídica después de haber sido tomadas.
Tampoco elimina las distancias económicas para el acceso al usufructo universal de los beneficios y oportunidades que ofrece la ciudad. El ordenamiento territorial incorpora nuevos factores de desigualdad y no tiene injerencia en su causalidad, por lo tanto, es insuficiente frente a la exclusión y segregación (Tapia Gómez, 2018).
A esas limitaciones se agrega que para hacer compatible este derecho con la libre competencia se sustituye igualdad por equidad, uno de los retos mayores del plan. Así, se condiciona el usufructo de la ciudad a las capacidades individuales y la participación en su construcción a la materialización de los aprovechamientos en desarrollo de esas capacidades.
En la medida en que la planificación territorial interviene sobre un amplio abanico de agentes y valores, ha de sortear un dilema al regular los aprovechamientos urbanísticos: si no interviene, la construcción de la ciudad queda en manos de los intereses inmobiliarios, que operan conforme a las leyes de oferta y demanda, la cual es ineficaz para garantizar los derechos ciudadanos. Pero si interviene más allá de ciertos límites, desmotiva el libre accionar de los agentes del mercado para ejecutar el plan, eliminando la posibilidad de alcanzar sus objetivos.
El ejercicio de regulación de los aprovechamientos urbanísticos enfrenta, claramente, intereses encontrados. Nadie duda de los propósitos del derecho a la ciudad y de las posturas éticas que abanderan, sin embargo, cuando entran en conflicto con el ejercicio de los derechos individuales, se vuelve borroso ese amparo al derecho colectivo, hasta el punto de ignorarlo. Aquí hay un debate importante que va desde las posturas libertarias, que no admiten la regulación al mercado, hasta las que consideran que solo el Estado es capaz de construir la ciudad. Al respecto, Alvarado (2016: 20) afirma que
la gobernabilidad resulta complicada en las ciudades modernas, porque el mercado inmobiliario ha asumido en algunos casos, el carácter de ordenador de la estructura social, desplazando al Estado y perdiendo su fuerza política como instancia de planeación, coordinación y regulación.
Al poner en cuestión los resultados de la planea-ción, se solicita más libertad individual y la iniciativa privada se inserta en el proyecto urbano como la vía para asegurar esos derechos. El proyecto urbano, entonces, se entiende como una práctica en la que se despliega la acción del Estado supeditada a la acción individual. Así, este delega el liderazgo sobre el desarrollo urbano y uso de la tierra a las fuerzas del mercado (Smolka y Mullahy, 2007).
Por el contrario, al hacerse evidente la imposibilidad del mercado para garantizarlo, ya que la acción individual y corporativa actúan en beneficio propio y no pueden asegurar un uso eficiente del suelo, se solicita mayor planificación y más reglas al promotor urbano para subordinar sus derechos a los de la ciudad.
Frente al fracaso de los sistemas de propiedad pública del suelo y a la creciente valoración social de los soportes funcionales, se concibe un punto medio de esta intervención: abierto a la iniciativa privada, pero sometido a la voluntad colectiva (Marinero Peral, 2015), es decir, permite que el mercado haga lo que sabe hacer y somete a la planificación lo que el mercado no puede. Así, de la autoorganización de usos, densidad y renta, producto del ejercicio privado de maximización de beneficios y minimización de costos (Alonso, 1964), se haría cargo la asignación de usos lucrativos (Ángel, 2014), mientras que el Estado se ocuparía de los no rentables, lo que asegura en su financiación un cargo a los beneficios privados para resolver razonablemente las necesidades humanas en la ciudad.
En esas condiciones, "la planificación aparece como una intervención al libre mercado que se mueve entre lo que permite que haga el mercado y lo que el mercado tolera que le obligue el Estado" (Sanabria Artunduaga, 2017: 37). Es decir, el aprovechamiento urbanístico arbitra el límite de cargas y obligaciones para permitir la viabilidad a los emprendimientos inmobiliarios, mientras lo flexibiliza para asegurar que las actuaciones privadas se desarrollen conforme a las estrategias del plan. Sin este equilibrio, se frena la operación del mercado o no se puede garantizar que la actividad privada soporte el crecimiento, lo que, a su vez, lleva a que el plan y el derecho a la ciudad fracasen.
Esta regulación también arbitra, en primer lugar, la tensión entre las limitaciones que impone el plan al aprovechamiento potencial de los predios para garantizar el derecho de todos los ciudadanos a la ciudad y, en segundo lugar, las obligaciones que admiten los propietarios para hacerse acreedores a sus pretensiones individuales en ejercicio del derecho de propiedad.
Aquí, la asignación de usos y edificabilidades no coincidente con las dedicaciones previstas por el propietario, lo que implica que el plan está destinado a fracasar si pretende decidir una utilización del suelo que considera deseable, pero que el mercado asigna eficientemente. Sin embargo, dejar el desarrollo urbano en manos de los propietarios incrementa las insuficiencias e incompatibilidades funcionales y sobrecarga los soportes urbanos. Como resultado, se limita el acceso a recursos colectivos, se reduce el patrimonio construido y se somete a los ciudadanos a nuevos riesgos, lo que atenta contra el derecho a la ciudad.
Un reto adicional es garantizar la calidad y dignificar el hábitat urbano en la medida en que se puedan integrar los fines individuales que la empresa inmobiliaria persigue, es decir, mayores utilidades con la menor inversión, con los fines sociales, cuya respuesta a las demandas ciudadanas son productos inmobiliarios a los que se incorporan selectivamente cualidades afines a su clientela. Este aspecto desborda el alcance del mercado, ya que queda por fuera del negocio entre el residente y el empresario que la provee, en tanto requiere acciones complementarias en el vecindario.
Las obligaciones de cargas urbanísticas, la suficiencia de los urbanismos y la gestión asociada o colectiva para la producción inmobiliaria son acciones que potencian la calidad y reducen la fragmentación generada por intervenciones exclusivas del propietario sobre su propiedad, lo que significa avanzar en los contenidos del derecho a la ciudad. Sin embargo, estas acciones tienen una capacidad escasa para solucionar las limitaciones de acceso.
Efectivamente, en lo que se refiere a la justicia espacial, el plan juega un papel parcial y limitado, en tanto solo habilita suelos para los programas oficiales de vivienda subsidiada, usualmente segregada de algunas funciones urbanas y con calidades urbanísticas y arquitectónicas inferiores, o que solo afecta suelos y acomete proyectos que incentivan la gentrificación (Nel-Lo, 2018).
La equidad se traduce en mantener un equilibrio dentro de un modelo en el que los beneficios deben ser proporcionales a los aportes y, las cargas, a los beneficios. Si bien este principio se centra en las actuaciones urbanísticas y opera bajo un modelo de reparto que asegura reglas iguales para todos los ciudadanos, el derecho real a percibirlos se genera con el pago de obligaciones.
Conclusiones
La planeación urbana, que surge a través de los regímenes de aprovechamientos urbanísticos, pone de presente los derechos sobre el suelo: a edificarlo y dedicarlo a las actividades que disponga su dueño, pero, a su vez, entran en juego los derechos de los vecinos y ciudadanos que pueden ver limitado su ejercicio por los aprovechamientos que realizan los particulares. Los primeros expresan el interés individual que impulsa la construcción de la ciudad en sistemas de mercado. Los segundos, el interés colectivo para aprovechar sin exclusión las oportunidades y beneficios y para participar en la construcción de la ciudad bajo la nueva directriz de la justicia social urbana: el derecho a la ciudad. Esta directriz es una reinterpretación institucionalizada de la propuesta de Lefebvre (1968) que, en su ajuste a los sistemas de mercado, fue despojada de la perspectiva de clase marxista y reemplazó igualdad por equidad.
Al ser acogidos sus principios por constituciones nacionales garantistas, los derechos contenidos en el derecho a la ciudad fueron convertidos en ley. Igualmente, fueron incorporados en el ordenamiento territorial de la mano del derecho urbano, al mismo tiempo que se incluyeron las doctrinas consagradas tradicionalmente por el mercado: la libre empresa y el derecho a la propiedad.
Esta coexistencia de derechos provenientes de sistemas opuestos implica un conflicto que hace más complejo el proceso planificador del territorio, pues pone en contraposición los intereses individuales y los colectivos.
Además de ser el representante natural del interés colectivo, el Estado juega el papel de árbitro en la medida en que define las asignaciones de suelo para las funciones urbanas. Para ello, condiciona el derecho a la propiedad a los principios incorporados del derecho a la ciudad: la función pública del urbanismo, la función social y ecológica de la propiedad, la prevalencia del interés general sobre el particular, los derechos a un ambiente sano y a una vivienda digna. Este condicionamiento actúa bajo un modelo de contraprestaciones en el que el usufructo de la ciudad se otorga de manera proporcional a los aportes del esfuerzo individual, lo que es una relación de mercado típica.
Según Pérez Forniés (1997: 220), el concepto de eficiencia de Pareto implica "un cambio en la asignación por el que mejore el bienestar de alguien sin empeorar nadie". Este cambio sugiere superar las limitaciones de la libre competencia en cuanto a la fijación de usos y densidades, así como las de planeación territorial relacionadas con su operatividad. En el primer caso, las fallas del mercado han de ser superadas por la planeación y, en el segundo, las ineficiencias operativas del plan deben ser resueltas por el mercado.
El derecho a la ciudad en un medio de libre competencia sugiere, necesariamente, la intervención del Estado y sus sistemas de planificación. Así, el planeamiento es una intervención al mercado, realizada a través del régimen de aprovechamientos urbanísticos que ha de garantizar el equilibrio de posiciones radicalizadas: entre lo que toleran los propietarios y desarrolladores del suelo en ejercicio de la libre empresa y el derecho de propiedad y lo que admiten los ciudadanos para no ver vulnerados su derecho a construir, vivir e incidir en los destinos la ciudad.
El condicionamiento del usufructo de la ciudad a las capacidades y esfuerzos individuales para materializar los aprovechamientos no exclusivamente urbanísticos es la limitación principal para el aseguramiento universal del derecho a la ciudad, cuyo alcance desborda los instrumentos del planeamiento urbano. Estos son insuficientes para garantizar la participación en la construcción de la ciudad y señalar su destino en los términos de este derecho, así como para eliminar la exclusión y segregación.
En esa medida, el sistema de planificación se hace para los propietarios con capacidad de edificar y, a ellos, se les delega la potestad de hacer la ciudad, ajustando su negocio a las prescripciones del acuerdo social, es decir, a las regulaciones de aprovechamientos urbanísticos definidas en el plan, según el cual la propiedad debe someterse a criterios de interés público.