Introducción
Contextualizando la región en donde se realiza este estudio, es relevante mencionar que en 2010, con la entrada en vigencia de la Ley 18.719 (2010), se crea el Instituto Nacional de Rehabilitación (de aquí en más, INR), siendo su cometido principal operar como institución rectora de la política penitenciaria. Buscando garantizar la dignidad en el trato que se les brinda a las personas privadas legalmente de su libertad, surge eliminar el hacinamiento (reduciría los niveles de violencia y conflicto como consecuencia); clasificar a la población penitenciaria, proporcionando un tratamiento integral individualizado (salud, trabajo, educación, deporte, recreación y cultura) y fortalecer los programas de apoyo en su retorno a la sociedad del liberado (Ministerio del Interior, 2012).
Adicionalmente, desde el Sistema de Justicia, el proceso de cambio también ha conllevado un trayecto histórico, el cual se materializa con la reforma del Código del Proceso Penal (2010), vigente desde el 1º de noviembre de 2017, consagrando un sistema penal acusatorio, oral y público, intentando dar respuesta a las falencias que se observan en el proceso, y que tienen como consecuencia la continua vulneración de los derechos humanos. Esta reforma, entre otros objetivos, busca asegurar un uso más racional de la prisión preventiva, utilizándose como una medida excepcional y no como una regla; la promoción de penas alternativas a la privación de libertad; la modernización del sistema administrativo de justicia; la prevención de detenciones arbitrarias o ilegales por parte de la fuerza policial y el cumplimiento de los plazos máximos establecidos legalmente para la permanencia de las personas en prisión preventiva.
En tanto, la transición de un sistema estrictamente abocado al control, la vigilancia y el castigo a un sistema en el que la rehabilitación del sujeto es uno de los principales objetivos ha propiciado la incorporación sustancial de profesionales del área de la salud y las ciencias sociales.
En acuerdo con García-Bores se puede decir que en este tipo de modelo trasciende la vigilancia observable de la conducta desde lo disciplinario, para evaluarla como un indicador de rehabilitación y reeducación (2015). Por otro lado, se incorpora la exploración del grado de participación en las actividades propuestas -llegando a cuestionar la incidencia que tiene la recompensa que supone una evaluación positiva, en el acceso a beneficios y permisos, al momento en que el sujeto decide participar-; la presencia de habilidades sociales y redes de apoyo; el grado de responsabilidad respecto a los hechos cometidos; el trabajo con la familia del sujeto, etc.
En este sentido, Cullen & Gendreau (2006) se refieren a la rehabilitación como una estrategia de relevancia, tanto por su finalidad de reducción de la reincidencia, como a efectos de prevención en la ciudadanía (2006). Sin embargo, una de las mayores críticas a este tipo de modelo es la mirada individualizadora que arroja sobre las posibles motivaciones de la conducta ilegal (García-Bores, 2015), es decir, la falta de contemplación de otras cuestiones que trascienden a la motivación personal y las características de personalidad y que hacen alusión a la esfera macro (cultura, creencias sociales, economía, política, etc.), quedando la variable social invisibilizada.
Además, parte del debate que refiere a la rehabilitación como una estrategia punitiva y disciplinaria más, parecería ser producto de altas expectativas que infravaloran la complejidad de la modificación de la conducta humana en el contexto del encierro mediante estrategias discrecionales (Cullen & Gendreau, 2006). En el histórico de la evaluación de los programas orientados a la rehabilitación se evidencia que no es suficiente con que sean adecuados, sino que deben ser evaluados, correctamente implementados y teóricamente sostenidos (Rojido, Vigna y Trajtenberg, 2014). Adicionalmente, las necesarias condiciones económicas y sociales del país deben verse acompañadas de una filosofía penal-criminológica habilitante, de la inclusión de personal especializado y motivado que los lleve adelante, etc. (Redondo, Sánchez-Meca & Garrido, 2002). Todos estos puntos a considerar en la transición del sistema uruguayo.
Parecería entonces que una mirada únicamente psicologizante podría en algún punto dejar a un lado el atravesamiento de otras variables que se ponen en juego al momento de explorar el comportamiento del sujeto. Para alcanzar un abordaje más integral, resulta más propicio posicionarnos desde un eje psicosocial, desde el cual no se pierda de vista el plano social, pero tampoco el psicológico en pro de alcanzar un bienestar que integre ambas esferas.
Con miras a lograr lo anteriormente expuesto, la evaluación psicológica en sus múltiples metodologías, es una herramienta imprescindible al momento de dar seguimiento a los procesos psicosociales involucrados. En definitiva, el “traspaso de responsabilidad” de las propias ciencias jurídicas, a las del comportamiento, parece ser una consecuencia del enfoque rehabilitador que, en otras legislaciones, como la española, ha sido explicitado como el trabajo en pro de alcanzar una actitud respetuosa y responsable del sujeto para consigo mismo y para con la sociedad, logrando a la vez una vida con conciencia social y sin delito, dando lugar a la conceptualización de un tratamiento penitenciario con ciertas particularidades, dentro de ellas, su ejecución programada e individualizada que se materializa en el Programa Individualizado de Tratamiento (PIT) (García-Bores, 2015).
La evaluación es una de las tareas fundamentales que lleva adelante el psicólogo en el ámbito jurídico-forense, destacando la evaluación psicosocial del sujeto, libertades anticipadas, salidas transitorias, traslados a sectores con menores o mayores restricciones, comisiones laborales intra- y extramuro, participación en actividades (formativas, culturales, recreativas), programas de tratamiento, pericias con múltiples objetivos, entre otras, como indispensables en la toma de decisiones que atraviesan los procesos judiciales y la ejecución de la pena.
Puntualmente en relación con las personas privadas de libertad, la promoción y facilitación al acceso de más comisiones laborales que permitirían “promover posibilidades resocializadoras” (Juanche & Palummo, 2012: 166) y/o a actividades culturales y educativas contempladas desde su necesaria variedad, calidad y cantidad, van de la mano con el paradigma rehabilitador con especial énfasis desde el año 2010, que surge también como demanda desde el relevamiento realizado por el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) y el Observatorio del Sistema Judicial (OSJ) (Juanche & Palummo, 2012). En dicho momento se registró que un 33,9% de la muestra representativa a nivel nacional trabajaba, un 17,3% accedía a actividades de tiempo libre y un 14,7% estudiaba (Juanche & Palummo, 2012). En 2017, el panorama de las condiciones de rehabilitación acorde con la cantidad de población es que un 26% accede a oportunidades de integración social, un 30% padece de tratos degradantes y/o inhumanos y un 44% no cuenta con condiciones suficientes para su integración social (Comisionado Parlamentario Penitenciario, 2018).
Muchas de las decisiones vinculadas con los ejemplos antes mencionados, en algún punto confluyen con la posibilidad de acceso a los que algunos entienden como beneficios penitenciarios, y otros como derechos, pero que eventualmente se vinculan con un acercamiento a la vida en el “afuera” y al hecho de haber adquirido cierto nivel de progresividad en el sistema, dependiendo del caso, y considerando lo que se espera del sujeto evaluado.
Si pensamos en los programas educativos, los cuales deben operar independientemente de la pena y de la idea del delito, en este contexto tiene un espacio muy restringido para operar, más allá del éxito o fracaso que puedan presentar (Uriarte, 2006). Por tal motivo es prioritario atender la rigurosidad y precisión que el rol profesional exige, pues de lo contrario, las consecuencias recaerían sobre el sujeto y a la forma en la que atraviesa su proceso, también podrían afectar a sus derechos fundamentales (Tejero, 2016) y los de otros ciudadanos.
Hasta el momento, parecería que la evaluación de los objetivos del modelo rehabilitador abarcaría una variable psicológica, otra social y la conjugación de las mismas con la vida pacífica en reclusión, incluyéndose en ella un rol activo, adherencia a un tratamiento que no siempre es proporcionado y un comportamiento prosocial en la proyección en el futuro. La valoración de dicho nivel de “rehabilitación” queda sujeta a evaluaciones periódicas de la situación del individuo, ya que a su vez se ven influenciadas -entre otras cosas- por la forma y calidad con que se llevan a cabo los programas de trabajo previstos por los indicadores que se definan en cada variable.
Por ejemplo, acorde con lo que plantea García-Borés (2015), por un lado, hay que tener en cuenta que la conducta del privado de libertad -dentro del establecimiento- no necesariamente es igual a quien está afuera; también hay que considerar los efectos de prisionización y hay que cuestionar de forma más crítica la “penalización” de la ausencia de habilidades sociales y redes de apoyo y la forma en la que se evalúa el grado de responsabilización, teniendo en cuenta que desde el derecho, el sujeto no tiene por qué considerarse a sí mismo culpable; las cuestiones inherentes a la voluntariedad de participar en actividades y tratamiento, entre otros criterios que podrían ser revisados para evitar una errónea consideración.
En definitiva, con el propósito de promover un proceso orientado a dichos objetivos y que acompañe al sujeto mientras se encuentra privado legalmente de su libertad (o cumpliendo alguna penal alternativa a la privación de libertad), la evaluación, el tratamiento y el seguimiento psicológico de este son tarea obligatoria. Como refiere McNeil (2017), la rehabilitación desde el enfoque más contemporáneo ha tendido a abordarse en diversas regiones desde los sistemas de evaluación y gestión de riesgo, basados en el modelo Riesgo-Necesidad-Responsividad (RNR) (Bonta & Andrews, 2007). Este resulta un modelo que contempla la importancia de identificar a los usuarios del sistema que están en mayor riesgo de reincidencia, diferenciándolos de aquellos que tienen un bajo riesgo, pudiendo, a partir de allí, implementar un nivel de tratamiento que resulte apropiado.
Dicho tratamiento se orienta a las necesidades criminógenas entendidas como aquellas variables dinámicas vinculadas con la conducta delictiva (Bonta & Andrews, 2007). Sin embargo, también deben tenerse los recaudos pertinentes para no caer en reduccionismos al depositar todos los riesgos detectados en el sujeto (factores individuales), y crear entonces nuevas etiquetas estigmatizantes (McNeil, 2017), dejándose a un lado factores de las esferas circundantes (sociales y contextuales) a la vida del sujeto, tal como lo plantea el modelo ecológico (Bronfenbrenner, 1979).
En este marco, la entrevista semiestructurada es el instrumento fundamental en el proceso de evaluación psicológica forense (Muñoz, 2013). En el contexto de este tipo de evaluaciones, reviste gran importancia el estudio del comportamiento de los sujetos en conflicto con la ley, fundamentalmente en lo que a conductas violentas respecta. Diversas investigaciones sostienen que el comportamiento violento ha sido identificado como uno de los elementos que más caracteriza a la delincuencia grave, y además, se ha utilizado como fundamentación para explicar y predecir la reincidencia y la gravedad de los hechos delictivos de los sujetos considerados “peligrosos” (Andrés-Pueyo & Arbach, 2014; Andrés-Pueyo & Redondo, 2007).
La manera en la que los psicólogos evalúan el comportamiento violento, los factores de riesgo asociados (sociales, contextuales, individuales), realizan la gestión del riesgo y planifican las posibles intervenciones, tiene un impacto significativo en las decisiones a nivel judicial, pero también en el bienestar social y en la labor que realizan los profesionales (Ochoa-Balarezo et ál., 2017). Poder estimar probabilísticamente los riesgos (y los factores de protección en algunos casos) inherentes a ciertas situaciones, a través de entrevistas e información colateral, con instrumentos especialmente diseñados para ello, y en distintos niveles resulta una estrategia que ha sido valorada incluso a nivel organizacional.
Del estudio realizado por Viljoen, McLachlan & Vincent (2010) surge que más de la mitad de la muestra, siempre o casi siempre, utiliza instrumentos de valoración de riesgo en sus evaluaciones, reconociéndose, principalmente, los siguientes: Assessing Risk for Violence (HCR-20) (Douglas, Hart, Webster & Belgrafe, 2013) Sexual Violent Risk (SVR-20) (Boer, Hart, Kropp & Webster, 1998), Spousal Assault Risk Assessment Guide (SARA) (Kropp & Hart, 2000) y Structured Assessment of Violence Risk in Youth (SAVRY) (Borum, Bartel & Forth, 2006); Level of Service Inventory-revised (LSI-R) (Andrews & Bonta, 1995), The Hare Psychopathy Checklist-revised (PCL-R) (Hare, 2003), Sex Offender Risk Appraisal Guide (SORAG) (Quinsey, Harris, Rice & Cormier, 1998), Static-99 (Hanson & Thornton, 1999) y Violence Risk Appraisal Guide (VRAG) (Harris, Rice & Quinsey, 1993).
En su estudio, Gacono (2000) concluye que un 65% de los profesionales ha utilizado el PCL-R o PCL-SV (screening version) para medir características de personalidad psicopáticas. Además, una de las investigaciones realizada en España concluyó que las escalas de psicopatía de Robert Hare (PCL-R y PCL-SV) y la de Valoración de Riesgo de Violencia (HCR-20), tanto por un requisito de la propia institución, como por la elección personal eran las de mayor utilización (Arbach et ál., 2011). El cuerpo de Policía del País Vasco, así como el de Madrid y el Departamento de Justicia de Cataluña trabajan protocolarmente con herramientas validadas al momento de realizar evaluaciones (Arbach et ál., 2015).
La administración de instrumentos cuyo objetivo radica en valorar el riesgo de conducta violenta supone ya un procedimiento habitual llevado a cabo por psicólogos de Reino Unido, Australia, Estados Unidos y Dinamarca (Singh et ál., 2014). También surgen múltiples estudios que evidencian el potencial de validez predictiva y adaptación de algunos de los instrumentos de valoración de riesgo a nivel internacional (Arbach, Andrés-Pueyo, Pomarol & Gomar, 2010; Cawood, 2017; Doyle et ál., 2014; León Mayer, Asún Salazar & Folino 2010; Gallardo & Concha-Salgado, 2017; Gammelgard, M., Weitzman-Henelius, G. & Kaltiala-Heino, R. 2008; Gammelgard, Koivisto, Eronen & Kaltiala-Heino, 2015; Hilterman, Nicholls & Van Nieuwenhuizen, 2014; Klein, Yoon, Briken, Turner, Spehr & Rettenberger, 2012; Monahan & Skeem, 2016; Rudas, Rivadeneira, Montenegro & Baena, 2016; Shepherd, Luebbers, Ferguson, Ogloff & Dolan, 2014).
Algunos estudios referenciados en la literatura dan cuenta de un mayor potencial de validez predictiva respecto a la violencia y/o reincidencia desde evaluaciones de juicio clínico estructurado y predicción estadística, en comparación con los juicios clínicos no estructurados de los profesionales (Mossman 1994; Vogel, Ruiter, Hildebrand, Bos & Van de Ven, 2004). En otros, surgen que los métodos estadísticos funcionan igual o usualmente mejor que los juicios clínicos profesionales tradicionales (Dawes, 1989). Aun así, se plantean ciertas controversias respecto a la generalización de resultados dada la cantidad de variables que inciden en los resultados de la evaluación, como ser su objetivo, la formación y motivación del personal que lo administra, etc. (Garb & Wood, 2019; Viljoen, Cochrane & Jonnson, 2018).
La situación en Latinoamérica es aún incipiente respecto a los instrumentos de evaluación, (Singh et ál., 2013; Arbach, Bondaruk, Carubelli, Palma Vegar & Singh, 2017). Puntualmente, en Uruguay en julio del año 2017 comienza a incorporarse paulatinamente el instrumento llamado Offender Assessment System (OASys) (Home Office, 2002) en las distintas dependencias del INR, siendo en una primera fase su capacitación y progresivamente su administración en el transcurso del 2018. El presente estudio busca aportar en relación al panorama uruguayo respecto a la utilización de algunos de los instrumentos de evaluación más referenciados en las últimas décadas.
Método
El diseño es descriptivo transversal a través de una encuesta y un muestreo no probabilístico de tipo intencional (Montero & León, 2007).
Participantes
Los participantes del presente estudio fueron Psicólogos y Licenciados en Psicología egresados de la Facultad de Psicología de la Universidad Católica del Uruguay y de la Universidad de la República. Acorde con el último censo el universo de psicólogos egresados de ambas universidades es de 7.543 (MSP, 2015). Puntualmente, respondieron la encuesta 314 profesionales. Los criterios de exclusión para la participación en la encuesta fueron estudiantes aún en formación de grado y población que haya realizado la misma fuera del país.
Procedimiento
Inicialmente se llevó a cabo el diseño de una encuesta de Relevamiento de Psicología Jurídica para la recogida de datos, esta fue administrada en internet considerándose que esta metodología, si bien parecería contemplar una menor tasa de respuesta, alcanza una mayor difusión en lo que a participantes refiere (Fricker & Schonlau, 2002).
Se les informó a los participantes, en relación con los objetivos de la investigación, y el carácter voluntario y anónimo de su participación.
Se recogieron los datos entre marzo y agosto de 2018, periodo en el cual estuvo disponible el acceso a la encuesta a través del link compartido. El período se extendió más de lo previsto debido a las demoras de la difusión por parte de algunos de los centros que colaboraron. En otros casos se decidió prorrogar el tiempo de espera por la falta de respuesta (que en algunos casos se mantuvo y en otros no).
La encuesta fue diseñada y administrada a través de la aplicación de Google Drive.
El envío de la encuesta se realizó a través de 43 instituciones y organizaciones vinculadas con el ejercicio de la disciplina. En algunas de ellas hay una específica inserción de psicólogos forenses y/o penitenciarios, en otras, profesionales de Psicología con distintas especializaciones. Entre ellas destacamos la Coordinadora de Psicólogos del Uruguay, el Poder Judicial, el Instituto Nacional de Rehabilitación, el Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente, la Facultad de Psicología de la Universidad Católica del Uruguay, la Facultad de Psicología de la Universidad de la República y Organizaciones de Sociedad Civil.
Instrumentos
La composición de la encuesta es la siguiente: 22 preguntas, cuyos formatos variaron en función del objetivo de la recogida de información, siendo abiertas (3), cerradas con respuesta politómica (11) y, por último, cerradas con respuesta dicotómica (8). Estas fueron formuladas en 5 categorías: datos sociodemográficos, formación académica, práctica profesional, especificidad de la formación y evaluación forense.
Resultados
En el presente estudio, por sus objetivos, se contemplan únicamente los resultados referentes a los instrumentos de evaluación utilizados por los participantes de la encuesta que específicamente realizan su práctica profesional en el contexto jurídico.
A medida que avanzaban las categorías de la encuesta, las preguntas recogían información cada vez más específica del ámbito jurídico (finalizando la encuesta para aquellos profesionales que no trabajaran en el área), por lo que de la totalidad de la muestra (n=314), 30 participantes (16,3%) respondieron la parte final respecto a su práctica profesional en dicho ámbito por desempeñarse en el mismo, y 29 en relación con el tipo de instrumento de evaluación psicológica utilizado. De esos 30 participantes, un 83% son mujeres y un 27,3% cuenta con formación de posgrado oficial (en instituciones universitarias).
Además, los 30 participantes que se refieren puntualmente a su práctica profesional en el ámbito jurídico-forense, el 90% (n=27) expresa realizar evaluaciones de riesgo de conducta violenta.
Como se refleja en la Figura 1., un 86,2% (n=26) los profesionales indicaron que utilizan tests proyectivos y un 24,1% (n=7), de inteligencia. Sin embargo, un 55,2% (n=16) refieren utilizar otros instrumentos no especificados.
En relación con los instrumentos específicos de evaluación de riesgo de conducta violenta, un 10,3% (n=3) refieren utilizar el PCL-R, mientras que un 6,9% (n=2) el HCR-20 y un 3,4% (n=1) el EPV-R.
En ningún caso se indicó la utilización del SARA, SVR-20 ni el SAVRY.
Discusión
Este trabajo tuvo como objetivo indagar sobre los instrumentos de evaluación administrados en el ámbito jurídico a nivel nacional a través de la realización de una encuesta difundida por diferentes instituciones y organizaciones con la intencionalidad de acceder al colectivo profesional en el más amplio de los sentidos. Dicha encuesta es la primera que recopila información que da cuenta de una aproximación a la situación a nivel local de la administración de herramientas de evaluación en el ámbito jurídico-forense, y se presentan en esta comunicación datos preliminares a los que se incorporarán otros análisis en una posterior publicación, cuyo objetivo central será la presentación de un perfil profesional local.
Se puede hablar de un significativo desarrollo de la evaluación psicológica forense en las últimas décadas a nivel internacional, que se ha visto acompañado por la creación de múltiples y diversas guías de valoración de riesgo de conducta violenta y sus respectivas adaptaciones en diferentes poblaciones a nivel mundial (Viljoen, Cochrane & Jonsson, 2018). Es así, que varias investigaciones manifiestan la gran preocupación que surge de la necesidad de estructurar la tarea que supone la evaluación del riesgo de violencia y, en consecuencia, la planificación y monitorización en pro de prevenir la reincidencia de estas conductas (Ochoa-Balarezo et ál., 2017).
De la revisión del panorama internacional surge la existencia de protocolos y guías orientadoras para las prácticas profesionales que dan cuenta de la relevancia de la elaboración y permanente actualización de este tipo de documentos, inexistentes y/o de difícil acceso en el contexto uruguayo (Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, 2009; Asociación de Psicólogos Forenses de la Administración de Justicia, 2018; American Psychological Association, 2013; Colegio Oficial de Psicología de Catalunya, 2014; Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2010; Fiscalía de Chile, 2008; Ruiz, 2014; Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2016; Poder Judicial, 2008). Adicionalmente, existen cada vez más estudios de adaptación y medición de validez predictiva y confiabilidad de estos instrumentos en distintas poblaciones, y en el ámbito forense, las guías de juicio profesional estructurado han sido valoradas como un requisito para los procesos de evaluación (Williams, Wormith, Bonta & Sitarenios, 2017).
Respecto al presente estudio, es destacable que un 90% (n=27) de los profesionales participantes que ejercen en el campo de la psicología jurídica en Uruguay refieren realizar evaluaciones de riesgo de conducta violenta; sin embargo, solamente un 20,6% (n=6) utiliza alguno de los instrumentos más reconocidos específicos para dicho tipo de evaluación (Viljoen, McLachlan, & Vincent, 2010). Respecto a la mayoritaria utilización de técnicas proyectivas, y a pesar de no ser las herramientas específicas para evaluar el riesgo de conducta violenta, este resultado se condice con anteriores estudios regionales y no regionales (Arbach et ál., 2017; Archer et ál., 2006). Aun así, una escasa proporción de participantes sí se encuentra utilizando instrumentos específicos, y considerando que instituciones como el INR recientemente ha incorporado el OASys (2002) en su procedimiento de evaluación e intervención, es de especial interés el estudio de validez predictiva de dicho instrumento, siendo la primera experiencia de implementación masiva en el país.
Con miras a lograr los objetivos perseguidos tras las modificaciones del sistema ya mencionadas, dando cuenta de los resultados del presente estudio y de las investigaciones referenciadas, resultaría de especial relevancia el contemplar la utilización de juicios estructurados, la administración de instrumentos específicos, puntualmente, escalas que pudieran sustentar con mayor rigurosidad los informes solicitados, fundamentalmente considerando las características del juicio oral y el rol del psicólogo en el mismo.
La posibilidad de poder evaluar, ponderar y detectar posibles factores y situaciones de riesgo y también de protección supone un acercamiento a la situación pasada, actual y futura del sujeto que permite dar seguimiento a su proceso, diseñar estrategias de intervención y explorar con qué elementos cuenta para transitar y eventualmente acceder a una resocialización.
Sin dejar de lado que la evidencia empírica aún es controvertida respecto a la efectividad de estos instrumentos para el tratamiento del riesgo per se, sí suponen un punto inicial relevante en la evaluación en este ámbito (Viljoen, Cochrane & Jonnson, 2018). De todas formas, la correcta evaluación diferencial entre bajo, medio y alto riesgo tiene una repercusión directa sobre las decisiones que se tomen del sujeto, ya que, en vista de ello, una inadecuada evaluación podría implicar efectos perjudiciales sobre él. Por ejemplo, si se mezclaran en un mismo grupo sujetos con riesgo bajo y alto, el tratamiento podría tener efectos contraproducentes para ambas partes (Hanna-Moffat, 2013).
Es necesario entonces de cara a la puesta a punto de este modelo a nivel nacional, contemplar las limitaciones, así como las exigencias que conlleva en su implementación. Para ello, la formación del funcionariado respecto al modelo, pero también a los instrumentos de evaluación y programas de tratamiento, es obligatoria.
Aprovechando una nueva ola de cambios que apuntan a la promoción de otro tipo de garantías para quienes atraviesan el sistema, se plantea el desafío que supone, la implementación y puesta a punto de guías que orienten desde la evidencia empírica, evaluaciones que no solamente se sustentan desde un juicio clínico no estructurado, teniendo en cuenta los resultados que arrojan ciertos estudios respecto a niveles de validez predictiva.
Si bien progresivamente se ha incorporado el entendimiento de ciertas necesidades técnicas en el marco de la evaluación, al día de hoy aún prevalece una falta de utilización de instrumentos específicos del área forense teniendo en cuenta las particularidades de la población evaluada, adaptados a la población uruguaya, pero fundamentalmente con objetivos vinculados a lo que se quiere evaluar en un momento preciso, considerando la importancia del dinamismo de los procesos y la necesidad de las evaluaciones periódicas que permitan dar cuenta de posibles mejoras, detección de situaciones de alarma, recaídas, presencia de nuevos factores de riesgo y/o protección, entre otras.
Uruguay, tanto el abordaje, como el procedimiento y tratamiento de la situación general del sujeto en conflicto con la ley, ha evolucionado progresivamente acercándose a lo que las normativas y decretos internacionales recomiendan (ONU, 2015; OEA, 2011; OEA, 2008). El transcurso de este tipo de cambio y sus efectos, inevitablemente trasciende al Derecho ya que, sin lugar a dudas, la función de otras disciplinas como la Psicología acompaña dicha evolución y esto necesariamente supone una revisión y mejora en su práctica.
Para avanzar en el desarrollo de la Psicología Jurídica a nivel local, se sugiere promover el diseño de guías de buenas prácticas, la implementación de herramientas de evaluación adaptadas a la población, que les permita a los profesionales unificar los criterios de evaluación y así optimizar los resultados, mejorar la sistematización de los datos obtenidos y promover la investigación en esta área.
Si bien el rol del psicólogo en este ámbito trasciende a la utilización de instrumentos idóneos para la evaluación, debiendo priorizarse los principios éticos generales que hacen a su desempeño y la formación del mismo, las prácticas actuales a nivel internacional, respaldan la necesidad de poner en práctica sistemas de evaluación y los programas de intervención basados en la evidencia.
Una de las limitaciones de este trabajo radica en el tamaño reducido de la muestra, ya que, si bien, en cierta medida refleja la escasa proporción de profesionales trabajando en el área acorde con los datos brindados por informantes calificados -además por el tipo de metodología utilizada-, no deja de aportar un resultado no generalizable a toda la población.
Asimismo, la ausencia de registros formales que incluyan a todos los profesionales que se desempeñan en esta área ha impedido que se efectúe otro tipo de muestreo. Por cuestiones de protección de datos en una población tan reducida, no se ha indagado respecto al área específica de trabajo, lo que hace que los participantes eventualmente utilicen los instrumentos con distintas finalidades y no solamente en el ámbito penitenciario.
Por otro lado, se presentan únicamente los resultados respecto al porcentaje de profesionales y los del instrumento utilizado, priorizando una primera puesta a punto del panorama a nivel nacional, siendo el objetivo de una posterior publicación, la inclusión del resto de variables de la encuesta realizada. Hubiera sido de utilidad contar con información respecto a los instrumentos utilizados no especificados. De todas maneras, los resultados del estudio arrojan una aproximación a la situación local anteriormente no investigada, lo que supone un aporte, así como una puerta de entrada para futuros proyectos y discusiones.
Se espera que estos primeros resultados sean una contribución para el análisis del panorama de la evaluación psicodiagnóstica en el ámbito jurídico, también que en posteriores estudios pueda investigarse cómo se sigue desarrollando la implementación del nuevo sistema en relación con los procedimientos de evaluación psicológica.