Introducción
En el marco de las democracias liberales, la principal problemática que se presenta en las relaciones civiles-militares es la necesidad que tiene el Estado de un estamento militar que sea lo suficientemente fuerte para defenderlo, sin que a su vez tenga la capacidad de sublevarse contra el Estado que lo instituyó (Feaver, 1996). En ese sentido, se hace imperativo que los militares estén bajo el control de las autoridades civiles, con el fin de garantizar la existencia del régimen democrático (Dahl, 1992). Este control se lleva a cabo a través de las instituciones del Estado, las leyes y las costumbres.
Para el caso de América Latina, luego del proceso de redemocratización dado tras las dictaduras del siglo XX, el centro de gravedad de las relaciones civiles-militares ha girado alrededor del control civil sobre los militares, acentuado en la reducción de las prerrogativas y la autonomía que estos ostentaron en el marco de los regímenes autoritarios durante la Guerra Fría (Jaskoski, 2012). Esto se dio con más énfasis en los países del denominado Cono Sur, donde, tras largos periodos de dictaduras militares, la preocupación del liderazgo civil se ha concentrado en limitar el rol de los militares a la defensa de las fronteras, dejando de lado las tareas del control del orden público, propio de las fuerzas de policía (González et al., 2007; Jaskoski, 2012)
Teniendo en cuenta lo anterior, este artículo pretende aportar al estudio de las relaciones civiles-militares en América Latina, especialmente en Colombia y Perú. Estos países enfrentan amenazas transnacionales que han facilitado un alto grado de autonomía para la fuerza pública, en cuanto a la implementación de políticas de seguridad y defensa encaminadas a atender problemas de orden público, insurgencia, narcotráfico, terrorismo y defensa de fronteras.
Respecto al caso peruano, durante el final del siglo XX, en especial en la década de los noventa, el presidente Fujimori Inomoto (1992-2002) decidió priorizar en su agenda política la lucha contra grupos insurgentes como Sendero Luminoso (SL), de origen maoísta, y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), de corte comunista guevarista. Estos movimientos privilegiaban el uso del terrorismo como táctica para amenazar la institucionalidad peruana. Ello, sumado a la Guerra del Alto Cenepa entre Perú y Ecuador en 1995, afianzó aún más la autonomía del estamento militar frente a la autoridad civil peruana, al darles más relevancia a los militares (Jaskoski, 2012).
No obstante, como antecedente, es preciso aclarar que los militares peruanos habían llegado a la administración del presidente Fujimori ya con cierto grado de autonomía, debido a que durante el periodo de transición a la democracia, en la presidencia de Ernesto Balaúnde Terry, el país afrontó también un conflicto armado con Ecuador, en lo que se conoció como la “Guerra del Falso Pasquisha”, así como el inicio de actividades terroristas por parte de los movimientos insurgentes mencionados (Tapia, 1997).
Por otro lado, para el caso colombiano, la primera década del siglo XXI significó el fortalecimiento de las Fuerzas Militares, debido a las decisiones que en materia de seguridad y defensa tomó la administración de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) en contra de los grupos insurgentes, en especial contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Esto contrastaba con la presidencia anterior de Andrés Pastrana Arango (1998-2002), que priorizó el establecimiento de diálogos de negociación con las FARC-EP, lo cual limitó el margen de maniobra táctico de los militares, situación que, a la postre, deterioró las relaciones civiles-militares (Avilés, 2012).
Sin embargo, paralelo al proceso de negociación con las FARC-EP, el presidente Andrés Pastrana, de la mano del alto mando militar y de asesores de los Estados Unidos, diseñó e implementó el denominado Plan Colombia, que sería el punto de partida de la exitosa pero controvertida Política de Seguridad Democrática (PSD) del presidente Álvaro Uribe (Pizarro Leongómez, 2018; Torres del Río, 2008).
Marco teórico
Las relaciones civiles-militares se definen como las relaciones de la sociedad y el gobierno con las organizaciones militares que los protegen. En otras palabras, son las interacciones entre las autoridades civiles, que fungen como representantes de la sociedad, y el poder militar, que ostenta gran parte del monopolio de la violencia legítima (Martin, 2018). De esta manera, el término relaciones civiles-militares está asociado con las interacciones, roles y relaciones entre las Fuerzas Armadas, el Estado como institución y la sociedad (Owens, 2010).
Los estudios sobre las relaciones civiles-militares nacen propiamente en los Estados Unidos a finales de la década de los cincuenta, con el fin de dar explicación al asentamiento de los sistemas democráticos en Occidente. Estos estudios aglutinaron varias disciplinas propias de las ciencias sociales, tales como la ciencia política, la administración, la sociología, la economía y la psicología. De igual manera, estos estudios se extendieron a Europa Occidental, donde se nutrieron de disciplinas como la historia y el derecho. Algunos autores representativos en el campo de estudio son Bañon y Olmeda (1985), Samuel Huntington (1957), Morris Janowitz (1971), Gerke Teitler (1974), Bengt Abrahamsson (1972) y Charles Moskos (1973).
A la luz de su definición, y de los autores antes mencionados, los estudios sobre relaciones civiles-militares han gravitado en tres esferas: el poder civil, el poder militar y la sociedad civil (Owens, 2010). En tal sentido, Desch (2001) destaca la existencia de unas “olas” en los programas de investigación al respecto. La primera ola -de la mano de Huntington (1957) y Janowitz (1960) - reorientó las inquietudes sobre las relaciones civiles-militares lejos de los individuos, más enfocadas en las relaciones entre las instituciones militares, la sociedad y el Estado tras la Segunda Guerra Mundial, haciendo especial énfasis en estudios comparados en Estados emergentes en África, América Latina y el Medio Oriente.
La segunda ola, a partir de la década de los años setenta -bajo la tutela de Richard Betts (1977), Amos Perlmutter (1977) y Eric Nordlinger (1977) -, se concentró en explicar la creación de las condiciones para una paz internacional, en lo que fue conocido como la détente, o proceso de distensión en el marco de la Guerra Fría. Finalmente, la tercera ola, abarca desde el fin de la Guerra Fría hasta el presente con los siguientes ejes temáticos: primero, el control civil sobre los militares dentro de las denominadas democracias liberales, con autores como Dunlap (1992), Weigley (1993), Khon (1994), Foster (1997) y Holsti (2001); segundo, las posibles consecuencias de un vacío entre las sociedades liberales y un posible distanciamiento de la cultura militar (Guttman, 2000; Feaver & Khon, 2001), y tercero, la denominada crisis de las relaciones civiles-militares (Foster, 1997; Khon, 2008).
Lo anterior evidencia una rica literatura teórica sobre las relaciones civiles-militares, en especial de origen anglosajón. En cuanto a tesis doctorales recientes que aborden este tema, se evidencia una tendencia hacia la revisión de las teorías. Rahbek-Clemmensen (2013), por ejemplo, propone una revisión de toda la teoría sugerida por Huntington (1957), la cual giraba en torno a la profesionalización de las Fuerzas Armadas y cómo ello influye, en el marco de las democracias liberales, en el ejercicio de un control más efectivo del poder civil sobre el poder militar. Por otra parte, según Rahbek-Clemmensen (2013), existió otra corriente desde la sociología, de la mano de Janowitz (1960), que abordó la identidad de los militares contemporáneos. Luego surgirían los trabajos de Finer (1962), que observa las divergencias entre civiles y militares en los Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría.
Por otro lado, el trabajo doctoral de Kupka (2015) establece otra corriente que formula la apertura de los militares al control externo (civiles), con el fin de evitar una posterior resistencia al cambio por parte de estos. Para ello, se apoya en autores como Nielsen y Snider (2009), Nielsen (2012), Feaver & Kohn (2001) y Feaver (2003).
Empero, el trabajo de Owens (2010) presenta una organización de la teoría de las relaciones civiles-militares un poco más estructurada a la luz de todo lo anterior. Así, está la teoría institucional de las relaciones civiles-militares, con Huntington (1957) como el máximo referente; la teoría sociológica de las relaciones civiles-militares de Janowitz, como respuesta al planteamiento institucional de Huntington; la teoría de la agencia de las relaciones civiles-militares, de la mano de Peter Feaver; la teoría de la concordancia de las relaciones civiles-militares, cuya abanderada es Rebecca Schiff; y, por último, la teoría de la valoración estratégica de las relaciones civiles-militares, impulsada por Risa Brooks (2008). La referencia por parte de Owens (2010) a estas dos últimas teorías es realmente reveladora. Por un lado, la teoría de la concordancia consiste en la predicción y prevención de la intervención de los militares en asuntos políticos internos; por otro lado, la teoría de la valoración estratégica evidencia que las relaciones civiles-militares afectan la seguridad nacional en la medida que impactan dicha valoración estratégica.
Dicho todo lo anterior, la presente investigación utiliza la aproximación institucional (Huntington, 1991), ya que, como se ha identificado, las relaciones civiles-militares, en el marco de los regímenes democráticos, están sujetas al diseño institucional del Estado, las leyes y las tradiciones, más aún en el caso de América Latina, debido a la larga tradición que los militares y en particular el ejército han tenido en el proceso de consolidación del Estado-nación (Rouquié, 1984).
El caso de Colombia
Para comprender los cambios en las relaciones civiles-militares en Colombia durante los últimos años, es esencial señalar como punto de partida los antecedentes inmediatos al Acuerdo Final firmado entre el Gobierno nacional y las FARC. De 2002 a 2007, tras el fracaso del proceso de paz con esa guerrilla en el Caguán, se llevó a cabo el Plan de Guerra denominado “Plan Patriota”, derivado de la PSD del entonces presidente Uribe. Este plan fue diseñado por el Comando General de las Fuerzas Militares (COGFM) y los diferentes comandantes de cada fuerza: Ejército (EJC), Armada (ARC) y Fuerza Aérea (FAC). Con este plan se buscaba debilitar de manera significativa las FARC, que para ese momento se encontraban a las puertas de la ciudad de Bogotá.
Así mismo, el Plan Patriota se llevó a cabo por medio de tres fases: alistamiento y despliegue; debilitamiento, y consolidación. En cuanto a la primera, fueron esenciales el programa Soldados de mi Pueblo, con el cual se aumentó el pie de fuerza gracias al reclutamiento de campesinos, y el Plan Meteoro, que permitió una mayor presencia de fuerza militar y policial en las vías de comunicación para restablecer la conectividad a nivel nacional. En la fase del debilitamiento se realizaron operaciones militares ofensivas, primero en Cundinamarca y posteriormente en los departamentos de Meta, Caquetá, Guaviare, Tolima, Huila y Putumayo.
La última fase fue un Plan de Campaña en el que se empezó a consolidar el término de Acción Integral. En este plan, se buscó fortalecer la legitimidad de las Fuerzas Militares y la consolidación del territorio por medio de la llegada de las instituciones y el robustecimiento del tejido social. Ahora bien, este plan fue esencial para el nuevo Plan de Guerra Espada de Honor en sus tres versiones, incluyendo Victoria y Victoria Plus. En este, la desarticulación de los grupos ilegales era el fin último, que tuvo como estrategia la Acción Integral. Esta acción comprende el concepto de seguridad humana, desarrollado por las Naciones Unidas en 1994, que entiende que la seguridad trasciende las amenazas tradicionales relacionadas con el hard power y la protección de las fronteras y el territorio, y pone al ser humano como centro de gravedad no solamente en su supervivencia, sino en su calidad de vida.
De hecho, para el 2017 se publica el Manual de Acción Integral Conjunta, hecho relevante teniendo en cuenta que la Acción Integral se ha convertido para las Fuerzas Armadas en un referente respecto a su rol y misionalidad tras el Acuerdo de Paz con las FARC. Es una brújula para las relaciones civiles-militares, que comprende la función de los militares en un Estado cambiante en el que las amenazas mutan, pero nunca desaparecen.
En el manual se recuerdan las palabras del General Valencia Tovar: “En Colombia, un primer elemento de la Acción Integral para considerar es la necesidad de integrar esfuerzos civiles y militares para un empeño común” (COGFM, 2017). Este empeño común no es más que una visión de la seguridad y la defensa desde una perspectiva multidimensional, en la que el General, adelantado a su tiempo, comprendía ya la responsabilidad de las instituciones civiles respecto a la seguridad del país, pero también el gran peso que cae sobre las Fuerzas Militares de coordinar e incluso liderar estos esfuerzos compartiendo sus valores y saberes estratégicos, organizacionales y logísticos para hacer de la seguridad una realidad y no un objetivo inalcanzable.
Actualmente se cuenta con el plan de guerra denominado Plan Bicentenario “Héroes de la Libertad” (COGFM, 2018), que estuvo vigente durante el mandato del presidente Iván Duque (2018-2022). Este plan cuenta con los siguientes ejes estratégicos:
1. Protección del Estado y sus recursos, contribuyendo en la seguridad de la población e infraestructura de la Nación y sus fronteras, así como en la neutralización del sistema de amenaza de los grupos armados organizados. 2. Estabilización institucional del territorio, a través de las capacidades de las Fuerzas Militares se apoyará la seguridad, la legalidad y el emprendimiento, además se contribuirá con la protección del agua, la biodiversidad y el medio ambiente. 3. Fortalecimiento de las Fuerzas Militares, las cuales apuntan directamente a un estado final deseado con unas Fuerzas adaptables, capaces de operar en entornos de seguridad cada vez más complejos, a nivel interno, regional y en apoyo de la seguridad global. Todo esto integrando las capacidades de las Fuerzas Militares para lograr la sinergia en los dominios terrestres, marítimos, fluvial, aéreo, ciberespacio y espectro electromagnético. (énfasis añadido)
Las cursivas resaltan elementos importantes para los roles que se asignan a las Fuerzas Militares en un enfoque multimisión y de seguridad multidimensional, puesto que se tienen en cuenta amenazas que trascienden lo físico y que incluyen elementos no tangibles y aspectos no tenidos en cuenta desde las doctrinas de Seguridad Nacional, como lo relacionado con el medio ambiente y la legalidad. De hecho, ha sido un esfuerzo de las Naciones Unidas resaltar los elementos de transparencia, gobernanza y gobernabilidad en el ejercicio de poder de los diferentes Estados. Todo ello se tiene en cuenta en los ejes estratégicos, que a su vez se enmarcan en un cambio de dinámica a nivel nacional dado por el Acuerdo de Paz.
De estos ejes, es relevante comprender que el proceso de implementación del Acuerdo de Paz coincide con un cambio de doctrina, la Doctrina Damasco, que responde a la participación de Colombia en la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) como socio global. Esta doctrina es un eje articulador para transformar el Ejercito y buscar una fuerza multimisión, donde la “misión de las tropas va más allá de garantizar la seguridad, para ponerse al servicio de la comunidad”. Esta doctrina acerca aún más las comunidades con los militares, en pro de generar gobernanza para así contribuir a la gobernabilidad.
Así es como se han fortalecido las relaciones civiles-militares en roles que generalmente no corresponden a las Fuerzas Armadas. Esto se refleja en iniciativas como “De la coca al cacao” de la Fuerza Aérea, en la que la sustitución de cultivos ha sido posible en el Vichada gracias a la coordinación entre la Fuerza Aérea, que saca las cosechas del territorio; la Casa Luker, que compra el cacao, y la población, que juiciosamente produce el cacao en lugar de la coca.
El punto tres del Acuerdo Final entre el Gobierno y las FARC (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2016) establece el fin “de manera definitiva de las acciones ofensivas entre la Fuerza Pública y las FARC-EP”. Este punto quizá sea una de las razones por las que la población esperaba una disminución masiva tanto en el presupuesto de defensa como en el pie de fuerza en las regiones. Sin embargo, con el tiempo, no solamente algunos han transgredido los acuerdos, sino que además han surgido disidencias y algunos exmiembros de las FARC se han unido a otros grupos al margen de la ley.
Por ello, las Fuerzas Armadas han hecho un esfuerzo, que se estructura en la Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto” como tanque de pensamiento, para clasificar las diversas amenazas y su evolución, con el fin de encontrar respuestas estratégicas adecuadas que respondan al ambiente volátil, incierto, complejo y ambiguo (VICA) que se vive actualmente. Es evidente un aumento en la bibliografía que explica la seguridad desde otras aristas. Entre esos estudios, se encuentran investigaciones respecto al crimen organizado transnacional, que revelan los ecosistemas criminales y escenarios ilegales que inundan a poblaciones alejadas que viven en espacios vacíos (Cohen, 2009). Estos ecosistemas criminales bloquean las posibilidades de gobernabilidad y desarrollo potencial de estas regiones por medio de la perpetuación de la violencia y el alejamiento sistemático y estratégico mediante la destrucción de infraestructura como puentes y vías de conexión.
Allí hay una necesidad imperante de coordinar esfuerzos con otras instituciones para lograr no solo responder a las amenazas, sino consolidar las poblaciones para reducir su vulnerabilidad, por medio de la gobernanza, pero también de la gobernabilidad. Para ello, una condición básica que se requiere es la confianza de las instituciones para estar en el territorio y de la población hacia las instituciones, lo cual puede alcanzarse a través de mayor veeduría ciudadana.
El punto cuatro del Acuerdo Final entre el Gobierno y las FARC (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2016) establece la necesidad de “promover una nueva visión en donde impere un tratamiento distinto y diferenciado al fenómeno del consumo, al problema de los cultivos de uso ilícito, y a la criminalidad organizada asociada al narcotráfico”. El tratamiento distinto, por supuesto, supone una capacidad de adaptación de las Fuerzas Armadas, sobre todo teniendo en cuenta que son la única institución con la que cuentan territorios alejados en Colombia. En este punto no se tuvo en cuenta la capacidad del narcotráfico para alimentar económicamente los grupos al margen de la ley, por lo cual, guiados por la avaricia, estos grupos no solo afectan a las comunidades que habitan los territorios en que se establecen, sino también generan amenazas ambientales como la deforestación, cuyo impacto se evidencia en los lugares que ocupan.
En este sentido, los nuevos roles de las Fuerzas Militares tienen en cuenta el medio ambiente, la biodiversidad y la protección hidrográfica como activos estratégicos del Estado y, por lo tanto, susceptibles a la acción de las Fuerzas Militares. Así, no solamente el narcotráfico, sino también la minería ilegal y la destrucción de oleoductos, se consideran amenazas inminentes que requieren una respuesta rápida, lo cual demanda no solo confianza de la población, sino también presupuesto. Por esta razón, dentro de las relaciones civiles-militares, también ha sido una tarea de las Fuerzas Armadas exponer y hacer evidentes sus tareas y esfuerzos hacia la población, el Congreso y otros estamentos que pueden hacer oposición a su actividad.
Por otro lado, la Política de Defensa y Seguridad para la legalidad, la equidad y el emprendimiento (Ministerio de Defensa Nacional, 2019) define como una de sus tareas la creación de las Zonas Estratégicas de Intervención Integral, donde se establece la importancia de la Acción Integral, unificada, interagencial y coordinada de las Fuerzas Militares con otras instituciones. Allí se determinan las Fuerzas Armadas como las encargadas de marcar el paso para que otras instituciones aporten activamente en la consolidación de zonas que han sido especialmente afectadas por el conflicto, y que dependen no solamente de las Fuerzas Armadas, sino de la participación de todo el Estado para lograr establecer la paz como en los lugares más prósperos, seguros y estables del país.
Históricamente, en los acuerdos de paz, los militares no han tenido una intervención activa, pues, en palabras de Illera y Ruíz (2018): “los asuntos de la estrategia de paz se consideraban como un aspecto restringido únicamente a los políticos” (p. 513). No obstante, como los mismos autores sostienen, el Acuerdo de Paz del gobierno de Santos se dio no tras una derrota militar sino, por el contrario, tras grandes victorias y golpes militares que debilitaron considerablemente a las FARC. Esto ha permitido una capacidad de respuesta y de participación importante de las Fuerzas Armadas, que sin duda es necesaria sobre todo por la mutación de las diversas amenazas contra la seguridad del país.
Desde la perspectiva de la economía, la subutilización de cualquier recurso se considera una ineficiencia. Así, sería un despropósito desconocer las capacidades y los aprendizajes que han adquirido las Fuerzas Armadas tras más de cincuenta años de conflicto. Incluso el arte estratégico que hoy se enseña a nivel corporativo tiene su origen en la ocupación castrense. En este sentido, lo que se busca mediante la Acción Integral es que los militares tomen la batuta respecto al know how en seguridad. En este sentido, se busca lograr una difusión de responsabilidad con sentido estratégico, operativo y táctico del quehacer de la seguridad, lo cual es imposible sin una evolución de la cultura estratégica del país. Por lo tanto, las Fuerzas Armadas deben buscar espacios dentro de su plan de comunicaciones estratégicas para generar conciencia en la ciudadanía respecto a los temas tratados.
Teniendo en cuenta lo anterior, es importante recalcar que la Acción Integral ha estado presente de una u otra forma en las Fuerzas Militares desde el inicio del conflicto colombiano. Prueba de ello es el Plan Lasso o Lazo, en el que, como algunos militares sostienen, se buscaba unir a la población y la fuerza pública. De esta forma, la Acción Integral es la implementación colombiana de la triada de Clausewitz, tal y como lo sostiene Montoya (2007), donde se integran la población, el Gobierno y las Fuerzas Militares para ejercer el control territorial en busca del desarrollo:
En otras palabras y en cuanto a las Fuerzas Militares (FF.MM) una vez estas recuperan y ejercen el control territorial para proteger a la población civil y sus recursos de la amenaza narcoterrorista, emerge la institucionalidad integrada por los diferentes campos de acción: político, económico y social generando así un proceso de consolidación de estos territorios [...]. De esta forma se debe continuar destruyendo los centros de gravedad de estas organizaciones y consolidar victorias militares estratégicas, combinadas con acciones de protección y apoyo a la población civil, la infraestructura económica y el control territorial (Acción Integral Coordinada). Y a nivel externo, con un criterio disuasivo, defensivo, fiel y leal a la tradición de Colombia de asumir una actitud pacífica en sus relaciones con los países vecinos. (Montoya, 2007)
El caso de Perú
La historia de la República del Perú ha estado muy ligada a las Fuerzas Armadas debido a que una buena parte de sus presidentes han sido militares. De hecho, hasta comienzos del siglo XXI, Perú había tenido 39 presidentes militares frente a 25 civiles (Rooney, 2022, p. 99). En la década de los cincuenta, Perú vivió la politización del Ejército, que participó como autónomo alejándose de la oligarquía latifundista. Entre 1962 y 1963 se creó una Junta de Gobierno provisoria al mando de los Generales Ricardo Pérez y Nicolás Lindley.
De 1963 a 1968, durante el gobierno de Fernando Belaúnde, la conflictividad social, la oposición de los demás partidos, el surgimiento de la guerrilla, entre otros fenómenos, determinaron dicho período, lo que llevó finalmente al golpe militar de 1968 liderado por el General Juan Velasco Alvarado. Dicho gobierno fue reconocido como el “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, considerado un caso sui géneris en la historia del militarismo en el continente americano (Luque-Talaván, 2003, p. 195). Dicho gobierno tenía como objetivos prioritarios la reforma agraria y la nacionalización de los recursos naturales en manos de empresas extranjeras (cobre y petróleo). No obstante, vale le pena mencionar que su implementación no fue exitosa, en parte porque la gran mayoría de las Fuerzas Armadas continuaban manteniendo posturas más conservadoras (Luque-Talaván, 2003).
Posteriormente, durante el periodo presidencial de Velasco Alvarado se institucionalizó la colaboración civil-militar en el proceso revolucionario, con el propósito de estimular la participación de la población en la política económica y así coordinar y promover el desarrollo económico y social. De 1975 a 1980 llegó a la presidencia el General Francisco Morales, luego del cual siguió un gobierno civil, el segundo periodo de Belaúnde, quién intentó comenzar el recorte de las competencias militares (Luque-Talaván, 2003, p. 195). Es de anotar que, en la década de los ochenta, América Latina estuvo marcada por la reformulación del rol militar. No obstante, contrario a lo que sucedía en el resto de la región, la redefinición del papel de las Fuerzas Armadas en Perú después de la transición democrática (1978-1980) se enmarcó en una guerra interna desatada a partir de 1980 por el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso. Por esa razón, la transición democrática y las relaciones civiles-militares se circunscribieron a la violencia política (Degregori, 1993).
A partir de 1983, los gobiernos delegaron en las Fuerzas Armadas la conducción de la lucha contra Sendero Luminoso, lo cual permitió que a estas se les otorgaran de facto amplios poderes en aquellas provincias donde se declaraba el estado de emergencia. De esta forma, surgió una tensión entre las prerrogativas a las Fuerzas Armadas contenidas en la Constitución de 1979 y sus crecientes responsabilidades políticas (Degregori, 1993).
De 1985 a 1990 ostentó el poder el presidente Alan García, quién intentó cooptar a las Fuerzas Militares con el objetivo de controlarlas, tarea que continuó el presidente Alberto Fujimori en la década de los noventa. En esta década, Perú vivía una hiperinflación que afectaba fuertemente el presupuesto militar, al tiempo que se presentaba una crisis política que deslegitimaba los partidos y favorecía el avance de Sendero Luminoso (Degregori, 1993). Durante estos años, el presidente Fujimori puso el poder en manos de las Fuerzas Armadas, al tiempo que disolvía el Congreso y el poder judicial e inauguraba un nuevo gobierno de emergencia y reconstrucción nacional, con un marcado enfoque neopopulista. Se trató de evidentes avances antidemocráticos que tuvieron un gran respaldo de los altos mandos de las Fuerzas Armadas.
Posteriormente, tuvo lugar un gobierno de transición en cabeza del presidente del Congreso Valentín Paniagua, quien llevó a cabo cambios en la cúpula militar de las Fuerzas Armadas (Luque-Talaván, 2003, p. 198). Después de la dictadura del presidente Alberto Fujimori, se desarrolló un periodo de transición que permeó todos y cada uno de los elementos del aparato institucional. Las Fuerzas Armadas, como un actor más, también se vieron en la necesidad de reestructurar y renovar su estructura de mando, con el compromiso de ayudar a consolidar la democracia y cooperar con la sociedad civil (Degregori, 1993).
Al respecto, Jaskoski (2012) identifica diferentes formas a través de las cuales se dio la politización e incluso la manipulación de las Fuerzas Armadas: 1) cooptación de efectivos militares; 2) distribución de propaganda progubernamental durante las campañas electorales; 3) instrumentalización del Servicio de Inteligencia Nacional, con el fin de asegurar lealtad al régimen.
Es de anotar que el redireccionamiento del sistema político peruano hacia la democracia en el siglo XXI conllevó cambios en las prerrogativas militares planteadas en el ordenamiento jurídico, con el objetivo de incrementar el control democrático sobre las Fuerzas Armadas y así modificar su relación con los actores políticos. En este sentido, en 2001, el presidente Alejandro Toledo nombró por primera vez un ministro de Defensa civil, decisión que se mantuvo en los gobiernos siguientes (Rooney, 2022). Esto evidencia que, a partir del siglo XXI, el cambio de relacionamiento entre el poder político y los militares implicó la puesta en marcha de medidas que aumentaron el control político, como establece Jaskoski (2012):
Judicialización en el fuero común en los casos de violación de derechos humanos atribuidos a militares por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, previa derogación de las Leyes 26479 y 26492.
Restricción en la concepción de delitos, con el fin de que fueran sometidos al fuero civil.
Civiles como ministros de Defensa.
Limitaciones a las prerrogativas en los niveles locales y regionales del ámbito de la seguridad en zonas declaradas en emergencia.
Encausamiento por delitos de corrupción a generales y superiores aliados del régimen de Alberto Fujimori.
En materia de educación militar, se realizó una reforma que incluyó cursos de Derecho Internacional Humanitario y derechos humanos en los programas de formación. De igual manera, se incluyeron profesores universitarios civiles.
El Libro Blanco de la Defensa Nacional de 2006, vigente hasta ahora, plantea como ejes básicos de la reforma: 1) control democrático del sector defensa; 2) contar con Fuerzas Armadas modernas, con capacidad de disuasión y con competencias para coadyuvar al mantenimiento de la paz mundial (Rooney, 2022, p. 102).
Estos cambios han ayudado a fortalecer el respeto por la Constitución Política y el sistema democrático por parte de los militares, así como a reforzar el control político sobre las Fuerzas Armadas (Rooney, 2022, p. 103).
Por otro lado, la Política del Estado del Acuerdo Nacional (Centro Nacional de Planeamiento Estratégico [CEPLAN], 2002), en su punto 25: “Cautela de la institucionalidad de las Fuerzas Armadas y su servicio a la democracia”, plantea el compromiso de optimizar el servicio de las Fuerzas Armadas para el mantenimiento de la integridad territorial en el marco del respeto constitucional, el ordenamiento legal y los derechos humanos. De esta forma, el Estado: 1) reafirma el profesionalismo y neutralidad de las Fuerzas Armadas; 2) garantiza el control democrático de las Fuerzas Armadas; 3) confirma una adecuada relación civil-militar; y 4) otorga el derecho al sufragio a los miembros de las Fuerzas Armadas (CEPLAN, 2002). En lo que respecta a esto último, la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) regula el ejercicio del voto de los miembros de las Fuerzas Armadas y de Policía Nacional (ONPE, 2006).
Cabe destacar que desde el año 2000 se evidencia una mayor participación de militares retirados en cuestiones políticas a través de cargos gubernamentales de alto nivel o de la participación en la rama legislativa como resultado de victorias electorales. En este orden de ideas, durante el gobierno de Martín Vizcarra (2018-2020) se designó el mayor número de militares en retiro (Rooney, 2022, p. 110). Así, la participación política de los militares se ha venido dando una vez se encuentran en situación de retiro, y su designación en cargos ministeriales se ha dado principalmente en el sector defensa (Rooney, 2022, p. 111).
Como se ha podido evidenciar, desde la década de los ochenta, después del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas y hasta el día de hoy, las Fuerzas Armadas han estado sujetas al control político civil, aunque esto no ha garantizado la democracia en todo momento. Por lo tanto, se puede plantear que el control civil no significó necesariamente gobernabilidad democrática (Rooney, 2022, p. 103).
Conclusiones
Tanto en Colombia como en Perú, se observa una evolución significativa en las relaciones civiles-militares a lo largo de las últimas décadas. Desde la lucha contra grupos insurgentes hasta la adaptación a nuevas amenazas y la participación en la construcción de paz, las Fuerzas Armadas han desempeñado roles diversos que reflejan una adaptación a contextos cambiantes.
Asimismo, ambos países han incorporado la Acción Integral como parte fundamental de sus estrategias militares. Desde la consolidación del territorio hasta la promoción de la legalidad y la protección del medio ambiente, las Fuerzas Armadas han asumido responsabilidades que van más allá de las tradicionales, en busca de abordar desafíos multidimensionales para lograr una paz sostenible.
De igual forma, en ambas naciones, los cambios políticos, especialmente las transiciones democráticas, han influido en la relación entre civiles y militares. Tanto en Colombia como en Perú, se observan momentos de colaboración, control político y adaptación a las demandas de la sociedad, lo que destaca la interconexión entre los contextos políticos y militares.
Por otro lado, la participación política de militares, ya sea durante su servicio activo o después de su retiro, ha sido un tema recurrente en la historia de ambos países. Se observa una tendencia hacia un mayor control político sobre las Fuerzas Armadas en el siglo XXI, con medidas como la designación de civiles como ministros de Defensa y la judicialización de casos de violación de derechos humanos.
Finalmente, a pesar de los esfuerzos por adaptarse a nuevas amenazas y desafíos, ambas naciones enfrentan persistentes problemas de seguridad, como el crimen organizado, la violencia política y la presencia de grupos armados ilegales. La necesidad de coordinación entre civiles y militares sigue siendo crucial para abordar estos desafíos de manera efectiva y consolidar la seguridad y la paz en la región.