Introducción
El uniforme es el traje o vestido confeccionado de forma igual para todos los estudiantes de la institución, el cual será cómodo y práctico, debe portarse con elegancia, decoro y altura, ya que es el distintivo y resalta el buen nombre del Colegio ante la sociedad colombiana. (Colegio Miguel de Cervantes Saavedra, 2011-2012).
Pero lo que sí debo deciros muchas veces, es que debéis llevar el uniforme con justo orgullo. Cuando paséis con él por la calle, cuando aparezcáis con él en cualquier sociedad, es preciso que se sepa que vuestro uniforme simboliza el honor, la decencia, la religión y la distinción verdadera, y que en sus pliegues pueden ser saludadas todas esas santas y grandes cosas. (Mons. Baunard, 1924).
La pregunta genealógica por los uniformes escolares en Colombia, que orienta esta investigación, está dirigida no solo a evidenciar las condiciones de posibilidad que permitieron uniformar el cuerpo en la escuela, sino que busca indagar por las formas de subjetivación2 a través de las cuales se constituyó el sujeto escolar a partir de la regulación de su apariencia y del cultivo de buenos modales. La pregunta genealógica es un interrogante por el presente, por los procesos de emergencia y de institucionalización de saberes y prácticas. El somos es un descubrimiento en el tiempo. Lo que somos da cuenta de lo que fuimos, entonces, ¿cómo llegamos a ser lo que somos en tanto sujetos corpóreos? ¿Qué es hoy el uniforme escolar? ¿Qué modos de subjetivación vemos aparecer hoy con el uniforme escolar? En este sentido, no entendemos el uniforme escolar solo como un conjunto de prendas de vestir que demandan una relación identitaria con una institución educativa, sino como una práctica3. Es decir, el uniforme escolar es un campo de acción generado a partir de un conjunto heterogéneo y conflictivo de prácticas.
Lo que se pretende con esta genealogía de los uniformes escolares en Colombia es pasar al exterior, es hacer visible, no el uniforme como prenda de vestir4, sino mostrar que esta práctica solo es comprensible desde un orden estético moderno que constituyó la escuela y que se articuló a formas de control de la población: un poder que se expresó a través de técnicas y principios de urbanidad, de higiene, de disciplina y de regulación moral. En este sentido, como lo sostiene Foucault (2009a) se trata de un método a través del cual podemos encontrar una tecnología de poder. Por esto, al hacer una genealogía de los uniformes escolares, lo que se busca es reconstituir "toda una red de alianzas, comunicaciones, puntos de apoyo" (p. 141). En definitiva, el problema que hemos explorado puede descomponerse al preguntarnos por los efectos de poder y por el juego de fuerzas que posibilitaron la emergencia de unos discursos en torno a la apariencia del sujeto escolar, su cuerpo, su vestido, su higiene, su moral, su belleza y su sexualidad.
Hacer una genealogía implica poner en evidencia el cuerpo como un espacio de inscripción de los acontecimientos pasados, pues en él se localizan los errores, los conflictos, los accidentes y las marcas singulares que deja la historia. Para Foucault, "la genealogía, como análisis de la procedencia, está, pues, en la articulación del cuerpo y de la historia. Debe mostrar el cuerpo totalmente impregnado de historia, y la historia arruinando al cuerpo" (2008, p. 32). En este punto, la relación cuerpo-poder es clave para comprender la emergencia, durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX en Colombia, de un conjunto de técnicas y de estrategias de gobierno de la población que buscaron fabricar cuerpos ejercitados, sanos, bellos, elegantes, modestos y productivos a la patria.
En consecuencia entendemos que la investigación genealógica no corresponde a un tipo de ejercicio de verificación, comprobación o búsqueda de la verdad, como si esta correspondiera a un asunto metafísico. Entendemos que este ejercicio de pensamiento que nos propone Foucault se dirige a reconstruir las tensiones y las luchas; los enfrentamientos y los combates de saberes que se entretejen en juegos de poderes y que configuraron prácticas específicas en la escuela. Nos vamos a referir aquí a lo que Inés Dussel -a partir de las obras de historiadores de la vestimenta como Phillipe Perrot y Daniel Roche, así como de la de Michel Foucault- ha llamado regímenes de apariencia, es decir, el "sistema de códigos de vestimenta que regula el modo en que la gente se viste y que combina estética, higiene, moda y decoro y valores morales"5 (2007, p. 139).
A la luz de estas ideas, entendemos el cuerpo como una construcción cultural, social e histórica, que se configuró a partir de un entramado de relaciones de poder; es un terreno en disputa que se re-elabora constantemente a través de diferentes sentidos y significados. El cuerpo es, al decir de Scharagrodsky, "materia simbólica, objeto de representación y producto de imaginarios sociales" (2007, p. 3). En este contexto, no es posible entender los comportamientos corporales como algo natural. Vemos el cuerpo en un inagotable conflicto que cristalizó en prácticas y técnicas que lo disciplinaron, lo sujetaron, lo corrigieron y al mismo tiempo lo construyeron. En este proceso de fabricación corporal participaron diferentes saberes científicos e instituciones modernas, pero quizá la que jugó un papel predominante fue la escuela, la cual forjó, a través de la educación física, la gimnasia, los deportes, las revistas de aseo, el uniforme y la lúdica, una cultura somática, que a su vez fue atravesada por discursos morales, estéticos, higiénicos y políticos.
Así, apareció en el panorama de la pedagogía moderna el cuerpo infantil, el cual fue necesario cuidar. Emergió un sentimiento de protección junto con un sentimiento de amor maternal, que fueron las fuerzas que configuraron la infancia moderna; en palabras de Narodowski (1994), un cuerpo para ser amado y educado. De esta manera, el discurso pedagógico moderno tuvo como eje central, la regulación y el control del cuerpo infantil a través de un conjunto de técnicas y procedimientos. "El cuerpo infantil, por su parte, no adquiere sus caracteres definitivos sino a partir de la escolarización" (Narodowski, 1994, p. 53).
Finalmente, tenemos que anotar que esta forma de hacer historia es una lectura de Foucault que nos interpela, que nos hace pensar el presente de la escuela colombiana desde una crítica socio histórica que ve en el pasado, no continuidades o hechos esenciales, sino fracturas, conflictos y discontinuidades. Este pasado de la escuela es el que nos interesa seguir explorando, en clave de rescatar y recuperar la historicidad de la práctica pedagógica y de la cotidianidad de la escuela colombiana, haciendo visible la relación del maestro con su saber y con la cultura. Pensar la pedagogía hoy, sostiene Zuluaga,
representa un compromiso histórico y una tarea crítica que encuentran, en el espacio del saber, un lugar propicio para la realización de investigaciones sobre la condición subalterna a la que es sometido el maestro por el Estado, los procedimientos de control y las prácticas de subjetivación ligadas o producidas en la educación. (2002, p. 13).
Esta no es una investigación cerrada, sino segmentos dispersos de una preocupación por el modo en que la escuela ha constituido un régimen de verdad en torno al uso del uniforme escolar y el control de las apariencias infantiles. Pero esta dispersión de ideas posee un hilo conductor que las atraviesa: los mecanismos y las lógicas a través de las cuales se ha naturalizado el uso del uniforme en la escuela. Es decir, se trata de pensar lo que nos resulta tan familiar y trivial en la vida escolar, para ir más allá de lo evidente. "Pensar implica por tanto intentar salir del pensamiento implícito en el que nos encontramos atrapados" (Álvarez-Uría & Varela, 1999, p. 13).
Contornos del proyecto estético moderno en la escuela colombiana
La cuestión que nos ocupa aquí es la de un cuerpo imaginado, un cuerpo utópico6 del que se encargó la escuela a través de un conjunto de políticas del vestir y de un régimen de las apariencias: experiencia corporal imaginada que va a tener su contracara en la idea construida por la elite señorial y los letrados de finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, de un cuerpo degenerado: un cuerpo que no responde a la necesidad de progreso y civilidad que estos mismos grupos de poder hegemonizaron desde una matriz moderna.
Nos afanamos, y con sobra de razón, por coadyuvar al resurgimiento de una noble ciudad devorada por las llamas. Pues, señoras y señores, la raza está ardiendo en las llamas del alcohol, de la anemia tropical, de la tuberculosis, del idiotismo y de la degeneración, de la falta de higiene y de la incomprensión educativa. Ayudadnos a salvarla; a conjurar el incendio contribuyendo en lo posible al éxito fecundo de medidas regeneradoras de tánta trascendencia como la que estamos contemplando.
De vosotros podrán decir las generaciones venideras: "Han merecido bien de la Patria". (Lleras, 1925, p. 40).
Estas elites criollas que abanderaron el proyecto civilizatorio se sirvieron de los tratados de urbanidad y del buen tono, productos de la tradición cortesana y del modo de vida burgués de Europa, con la pretensión de moldear el cuerpo, generalizando unas prácticas vestimentarias y alimenticias; de cuidado de la salud, de belleza corporal y de higiene que, con el buen ejemplo de los profesores y superiores, pulieron los modales de una infancia pobre, raquítica y degenerada.
Todos los Superiores, Profesores i empleados se harán el deber de aprovechar toda ocasión para pulir los modales de los alumnos, haciendo que, con el ejemplo i con la palabra, se cultive en ellos la finura, la civilidad i la elegancia, i que sean francos en manifestar sus hechos buenos y malos, i para ellos no les dejaran pasar defecto alguno desapercibido. (Ponton, 1855, p. 9).
Esta idea de educar al cuerpo como modo de civilizar a la población se fundamentó no solo en la idea del progreso de la raza y de la patria, sino que fue ordenada racionalmente a partir de principios de cientificidad. Así las cosas, los discursos que configuraron el cuerpo escolar, su apariencia y unas prácticas vestimentarias en torno a él, se cimentaron en discursos científicos probados, o por lo menos en aquellos que reproducían la retórica científica que se instaló como régimen de verdad entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX con la higiene y la pedagogía.
En las reglas generales y particulares de higiene hay una que le conviene a todos, y es una cualidad que debe tener en sí cada individuo para hacer que brille por sobre todas las cosas en su persona y en cuantos de él dependen: en la escuela, en las casas, en los templos, en las calles, en las ciudades y en general en todo lo que nos rodea; y esta es la cualidad del aseo; precepto universal sin el cual toda estética se destruye; no hay nada que pueda ser bello ni hermoso si falta el aseo, si en todo no reina la virtud de las más refinada limpieza; haced a los niños íntimos amigos del agua; decidles que no en balde Dios Nuestro Señor cubrió las tres cuartas partes de la superficie del globo de este precioso elemento, que así como quita la sed, debe lavar y purificar todas nuestras debilidades corporales, así como todas las de la materia creada de este mundo que Dios nos dio a modo de posada mientras poseemos el cielo. (Otero, 1914, p. 79).
La limpieza entendida como una virtud y articulada a la idea de belleza es una singularidad que materializa el proyecto civilizador y que hace del aseo de la persona y el de los vestidos el punto de apoyo de la utopía estética escolar. Es decir, se trata de todo un conjunto de grandes narraciones presentes en los textos pedagógicos, que se expresan en procedimientos que guían las prácticas escolares y en ideales que operan como apuestas ético-políticas, mostrando el camino a seguir por parte del maestro y de la escuela. El deber ser de la escuela, su utopía estética, es producir cuerpos erguidos y elegantes; cuerpos sanos, robustos y fuertes; cuerpos limpios, bellos y obedientes, en medio de un mobiliario ascético e inodoro.
La higiene intervino sobre el cuerpo infantil y sobre su espíritu, en busca de lograr un cuerpo armonioso, evitando la grosería y la vulgaridad, la cual consiste en "el desconocimiento de aquellas reglas de urbanidad cuya omisión tiene algo de grotesco o de ridículo; y si tal omisión se efectúa en materia grave, o deliberadamente y con necia arrogancia, se convierte en grosería" (Ospina, 1919, p. 13). La higiene se propone,
primero, evitar las enfermedades e impedir su propagación cuando se presentan, lo que se consigue por medio de la profilaxis: segundo, procurar que el cuerpo y el espíritu adquiera su máximo desarrollo [...] La higiene del niño consiste en preservarle de las enfermedades y las deformaciones orgánicas, y en procurar un crecimiento normal y armonioso del cuerpo, pues el niño debe ser no solamente sano sino también fuerte [...] Es, además, la higiene el índice que marca el grado de cultura de una nación, porque sólo los pueblos sanos podrán tener grandes realizaciones en el porvenir. (Arango, 1935, p. 353).
Obviamente estos elementos, limpieza y estética, determinaron el grado de cultura de la nación, su progreso y el lugar material y simbólico que ocupó respecto a las otras naciones. Se trata por supuesto de una idea de progreso fundamentada en principios de orden moral. Así, no basta con el aseo de la persona y del vestido, también son necesarias la honestidad en las costumbres y la sinceridad en los afectos, tareas que son propias del Estado a través de la escuela, la cual buscó impartir las más adecuadas enseñanzas.
Dado el modo de ser de nuestra sociedad y el actual régimen instruccionista, ¡a quién, a la familia o a la escuela, está encargada la augusta misión de dar a las jóvenes inteligencias el impulso conveniente para hacer de la actual generación una sociedad a la altura de los pueblos verdaderamente civilizados! [...] Además, siendo las cuatro quintas partes de los niños que asisten a las escuelas públicas, hijos de pobres artesanos y de ignorantes campesinos, sin hábitos de cultura de ninguna especie y sin otra noción moral que aquella que la Providencia ha dado al humano instinto, no es lógico ni conveniente, que el Estado abandone a la familia la educación de la niñez, pues que semejante indiferencia lo pondrá más tarde en el imprescindible deber de hacer uso de la sanción legal a fin de reprimir muchos abusos y castigar muchas acciones, que se cometerán contra las buenas costumbres y la moral pública, por falta de ciertas enseñanzas en las escuelas. (Franco, 1881, p. 1915).
Esta civilidad, entonces, no fue solamente superficial y de apariencia, fue entendida como la sombra de la verdadera cortesanía -el cortés es siempre bondadoso y benévolo-,
i esto es tan cierto, que si tomamos al caso algunas de las prescripciones de los libros en que se pretende enseñar la urbanidad, hallaremos siempre en el fondo de ellas la idea de abnegación, de olvido de sí mismo en obsequio de la felicidad ajena. (Sammler, 1878, p. 223).
En este sentido, el proyecto moderno desde el cual se construyó la experiencia corporal escolar hizo del cuerpo infantil no solo un fin sino un medio para alcanzar el progreso y la felicidad. En la periferia, sostiene Pedraza (1996),
lo moderno es lo utópico, es el deseo. Por la imposibilidad de estar al día en esa experiencia avasalladora y porque lo moderno se reproduce en proporción geométrica y viene de focos distintos, la modernidad consiste en vivir en pos de la experiencia imaginada, en la perpetua búsqueda de piezas que completen un rompecabezas en constante evolución; el cambio ininterrumpido que se anhela únicamente se puede pensar conjugando lo moderno. La identidad siempre incompleta, fraccionada, inalcanzada e insuficiente que configura este anhelo nos hace subalternos, marginales e infelices, al tiempo que nos incita a realizar el ideal esencial de la modernidad: el progreso y la felicidad por medio de la autodeterminación y del perfeccionamiento sin límite. (p. 10).
Entonces, ¿cómo alcanzar aquella representación estética adecuada que forjó la modernidad, en cuerpos sucios, feos, perezosos, mal olientes y enfermos, en últimas, en cuerpos degenerados, sin educación y sin una sensibilidad cultivada? Lo primero que tuvo que hacer el maestro fue hacer ver a sus alumnos que la pobreza es una cruz que debe el hombre llevar con resignación cristiana y que la miseria no tiene otra causa que la flojera, que la conducta ociosa del individuo:
La pereza que como resultado muy común precipita al hombre por medio de la ociosidad a los más degradantes excesos, y éstos quitan la vitalidad, el carácter, el valor, y sumen a éste en una espantosa indigencia espiritual y corporal, que arrastra tras sí a su familia si ésta tiene en su desgracia la desdicha de llevar por guía a uno de estos degenerados. La pereza sólo cosecha el desprecio de nuestros semejantes, la ineptitud, el hambre, la desnudez y todas las miserias de la vida, nunca sabe remediarlas el hombre que no sabe trabajar. La riqueza y la prosperidad, por regla general, son hermanas del trabajo honrado y constante. (Otero, 1914, pp. 24-25).
La escuela jugó un papel predominante en el intento de hacer un cuerpo moderno: el cuerpo del niño debe expresar un conjunto de requisitos -que van desde la postura, pasando por la apariencia, hasta lograr la adquisición de unos hábitos civilizados- que suponen que en este sujeto se inscribieron un conjunto de virtudes sociales que se afincaron en la moral cristiana y que representaron el porvenir de la patria. Así, la escuela procuró cultivar en los escolares deberes con respecto a Dios, a la patria, a los semejantes y ellos mismos, dando un lugar especial al aseo tanto del cuerpo como del vestido7, en busca de educar en hábitos personales para corregir vicios secretos. "Imbuirán los Maestros el espíritu de los niños con el amor de la Patria y de todas las virtudes sociales, apartándoles de la avaricia, de la mentira, de la vanidad, de la ambición, y del orgullo" (Ospina, 1821, p. 3).
En este orden de ideas, la escuela colombiana no fue una institución creada por voluntad de un gobierno particular para el desarrollo de las artes, los idiomas, las ciencias o cultivo del pensamiento crítico. Martínez Boom ha mostrado, con suficiente rigor histórico, que la escuela "no surge como un hecho educativo sino como un acontecimiento en el orden moral y político" (2005, p. 132), en el que se pueden ubicar un conjunto de prácticas de policía dirigidas a hacer útiles a los pobres, vagos y malentretenidos, instruyéndolos en oficios útiles para la patria y en máximas morales que posibilitaron gobernar su cuerpo y su alma. En esta dirección, Álvarez sostiene que
la escuela fue, en este caso, un medio que atrapó y articuló enunciados dispersos: la patria, lo sagrado, la pobreza, la luz, la agricultura, etc., prefiguraron la escuela, definieron la forma de decir y hablar de ella; pero, a la vez, fueron atrapados por este acontecimiento, que por ahora sería un acontecimiento de saber. (1995, p. 60).
Así las cosas, una de esas prácticas de policía se orientó a vestir al indigente, a los enfermos y a los niños abandonados, pues sus ropas mal olientes y sucias eran el origen de toda clase de enfermedades contagiosas y de vicios morales. El albergue, el hospicio, la escuela y el hospital fueron el escenario en el que las prácticas caritativas e higiénicas8 tuvieron lugar, en aras de defender y vigorizar la raza. Dichas estrategias tuvieron como principal blanco la forma de vida y las costumbres de los pobres, su cuerpo y su alma, erradicando de ellos la pereza, el vicio al juego y a la chicha, la suciedad en sus vestidos y en su apariencia, para hacer de la modestia y de la moderación los imperativos categóricos de una conducta intachable.
Evita constantemente/ presentarte mal ceñido, / haz que siempre tu vestido/ aunque pobre, sea decente.
Es preciso procurar/ tener un igual aseo/ en la calle, en el paseo, / y en el seno del hogar.
La distinción y el agrado/ nunca nos da la riqueza/ más vale dril con limpieza/ que rico paño manchado.
Económico y constante/ limpia muy bien tu vestido, / la suciedad y el descuido/ lo destruyen al instante.
El aseo, por su esplendor/ hace bella aun la indigencia/ cambia siempre con frecuencia/ toda tu ropa interior.
Aunque estés en la pobreza/ cuida muy bien tu vestido, / deja el lujo maldecido/ pero adora la limpieza. (Aguilar, 1928, pp. 10-11).
El problema fundamental que vemos aparecer con los discursos que configuraron unas prácticas de aseo destinadas a los pobres es la aceptación de la pobreza como un hecho natural, haciendo que su existencia no sea demasiado visible o que por lo menos que no atente contra la recato y la moral públicas. Se trata de asear con esmero las partes visibles del cuerpo y cambiar la ropa interior: el largo reinado de la apariencia, que inicia con los tratados de urbanidad, los cuales obedecen a principios morales y cuyo objetivo es la decencia más que la higiene, comienza su reactualización, su tránsito, en las primeras décadas del siglo XX, hacia un problema de la población: la salud pública.
En este régimen de verdad, hasta el uso de la ruana fue abolido en la escuela por ser contraria a las buenas costumbres y por albergar una fauna parásita. "El uso de la ruana y la mantilla, encubridores de la pereza y el desaseo, se combatirán hasta donde sea posible" (Vergara, 1899, p. 25).
Todos los estudiantes se mantendrán aseados, i no podrán estar en el Colegio ni en la calle sin las prendas de vestido necesarias i perfectamente limpias. Es prohibida la ruana, a no ser en los paseos al campo en que podrán llevarla. Los que sean notoriamente podres quedan esentos de llevar calzado. (Berrío, 1865, p. 75).
En este sentido el Decreto 491 de 1904 en su artículo 60, reglamentó, que
La corrección en el vestido y un aseo riguroso son obligatorios para todos los niños. Los institutores pueden rehusar la entrada a la clase a los alumnos que no reúnan estas condiciones, dando aviso por escrito a los padres respectivos.
En esta misma dirección, el Decreto 188 de 1905, en su artículo 1, hizo imperativo el baño: "En todos los Colegios y Escuelas de la República, será obligatorio para los maestros y los alumnos, el uso diario del baño general, hasta donde lo permita el clima y las condiciones especiales de cada población". Cuerpos escolares ante todo limpios, pues la pobreza no es sinónimo de suciedad. Es preciso,
que el niño adquiera desde bien pronto hábitos de limpieza, especialmente desde su llegada a la escuela -periodo admirable para fijar en su mente y en su personalidad costumbres higiénicas- que seguramente lo acompañarán por el resto de su vida. Pero la limpieza y los cuidados higiénicos no se limitan a las partes visibles del cuerpo, como la cara, las manos y los pies, sino que deben hacerse extensivos a todo él. (Arango, 1935, p. 355).
En este orden de ideas, Dussel (2004) sostiene que los guardapolvos o delantales blancos que las escuelas argentina, uruguaya y boliviana adoptaron a inicios del siglo XX se constituyen en elementos fundamentales en los procesos de inclusión y homogenización de la población escolar, y además que contribuyeron en los procesos de higienización y control de las enfermedades. Para evitar la diferenciación social por los vestidos y las apariencias
se estableció, primero en algunas escuelas y paulatinamente en todo el sistema educativo, que los niños debían ir a la escuela con un delantal blanco sobre sus ropas. Este uniforme, que se parece al que usan los médicos y las enfermeras, tenía, además de fundamentos igualitarios y moralizantes, fines profilácticos, como prevenir la propagación de gérmenes y bacterias. (Dussel, 2004, p. 324).
Ahora bien, tanto la escuela como la familia hicieron del cuerpo infantil, a finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX, un escenario de múltiples intervenciones y conflictos para modelar su conducta y armar un cuerpo nuevo. Cuerpo que fue pensado desde sus carencias, sus defectos y sus deformidades, ante lo cual se hizo necesario clasificarlo, ordenarlo, jerarquizarlo y corregirlo desde la gimnasia, la alimentación, la educación física, las excursiones y, desde luego, desde formas particulares de vestir, adornarlo y embellecerlo. Entonces, ¿qué significó llevar un cuerpo moderno desde la escuela? Sentirse y lucir como sujetos modernos para una ciudad culta y refinada supuso para el colegial de finales del siglo XIX mostrar buenas maneras, corrección en el vestido, un comportamiento heterosexualizado y unos principios estéticos que se expresaron en tres modos: la elegancia, la cortesía y el decoro. "Tendrán los externos, para los actos solemnes, un vestido negro; para el diario, el que les permitan sus facultades, sin exigirles otra cosa que arreglo y limpieza" (Rougier & Gauven, 1897, p. 7).
En este orden de ideas, es posible visibilizar un conflicto que tiene lugar en la escuela y que no deja de expresarse en variados discursos y prácticas cotidianas: si lo moderno es lo nuevo, entonces, ¿cómo enfrentar aquellas formas de pensar, ser y aparentar que expresan lo tradicional? Así,
la configuración del cuerpo socialmente legítimo y apto para el progreso comporta múltiples facetas. Con la higiene a la cabeza se desarrolló una nueva sensibilidad apoyada en el deporte y la nutrición. La introducción de los hábitos adecuados para incorporar estos principios recurrió a la educación: cuanto más temprana, más efectivos y legítimos los resultados. (Pedraza, 1996, p. 12).
Apariencias homogéneas: de uniformes escolares y conductas morales
En El niño y la calle, de la ciudad a la anticiudad (1995), Ariés sostiene que para la segunda mitad del siglo XVIII las calles de París pertenecían a los pobres y que, por acción de los filántropos y de los moralistas del Estado y de la Iglesia, estos pobres fueron convertidos al tipo de vida familiar de los burgueses. A los niños se los sacó de la calle y se los encerró en la casa o en la escuela:
A fines del siglo XIX la asistencia a la escuela primaria en Francia estaba bastante generalizada. Por lo tanto, fue alrededor de la escuela y del barrio (una escuela por barrio) que se organizó a principios del siglo XX, la socialización de la infancia popular. La escuela fue el elemento que estableció la diferencia con el periodo anterior -siglo XVIII y principios del XIX, descrito por Arlette Farge-. El niño se convierte en un escolar, caracterizado por un delantal negro que no se quita nunca y que tiene carácter de uniforme. Pero la escuela solo lo sacaba de la calle durante una parte del día o la semana. Ni padres ni empleados iban a buscarlo o a llevarlo: el niño era dueño de su tiempo y lo pasaba afuera, en grupo, con sus compañeros. (Ariés, 1995, pp. 295-296).
La anterior cita nos permite pensar no solo en los procesos llevados a cabo en las sociedades occidentales y occidentalizadas para civilizar a los pobres, que forjaron en ellos principios ilustrados, sino que encierro, vigilancia y control de la apariencia se constituyeron en las fuerzas principales que hicieron emerger un nuevo sujeto en el panorama histórico y social: el sujeto escolar. El delantal negro, que según Ariés caracterizó al escolar, simboliza los ideales de la modernidad: igualdad, inclusión, austeridad, recato, limpieza, progreso y buenas maneras.
Pues bien, si la escuela sacó al niño de las calles parisinas a inicios del siglo XIX, tal cual lo describe Ariés, es necesario reconocer, siguiendo el análisis planteado, que este nuevo sujeto que apareció en el escenario urbano después de haber estado durante algunas horas del día cautivo en la escuela, no es el mismo que vivía la vida intensamente en la calle y que ejercía pequeños trabajos, pues su comportamiento ha sido moldeado y su apariencia ha sido fabricada, a través de complejos y lentos procesos, de acuerdo con los fines que la escuela se propuso alcanzar para responder al nuevo orden económico y social. En consecuencia, ese delantal negro operó como una marca en el espacio público, como la extensión de la escuela, como un rasgo que generó identidad y diferencia. El uniforme escolar hizo del cuerpo de los niños cuerpos distinguidos, cuerpos que pueden ser identificados como parte de una institución y que, por lo tanto, expresaron un sistema de valores a través de su compostura y modales. Según Buitrago y Beltrán (2012), en las primeras décadas del siglo XX en Colombia, el vestido del escolar es objeto de especial atención, pues
al uniformar a la infancia se construye identidad, pertenencia a la patria y la nación, de ese modo se hace responsable al niño al pasear con él por la calle, al participar en cualquier evento social; que él como portador de un uniforme que lo distingue de los otros, simboliza, en tanto lo lleve, el honor, la decencia, la religión y la distinción verdaderas de la institución a la cual representan, y que en sus pliegues pueden ser saludadas todas esas santas y grandes cosas. (2012, p. 169).
El Reglamento para el régimen interno del colegio del Estado, dado en Medellín en 1865, nos posibilita pensar la forma en que el uniforme, además de regular el comportamiento de los estudiantes en la calle, hizo de la transgresión una forma de traición a la institución:
Habrá también salidas extraordinarias en todos los casos en que la necesidad así lo exija. En tales salidas, que se verificarán siempre después del aula de Religión, con el vestido de uniforme i dando previo aviso al Rector o Vicerector, observarán los estudiantes la mayor compostura i moderación tanto en sus palabras como en sus acciones, i se esforzarán en sostener de este modo el buen crédito del Colegio. Regresarán a las seis i media de la tarde, no abriéndoseles las puertas si llegaren después de dicha hora.
Así, el uniforme escolar entró a clasificar a los niños entre escolares y no escolares, y a jerarquizarlos entre alumnos del sistema educativo público y aquellos que asistían a colegios privados o de comunidades religiosas. De esta manera, el uniforme escolar identificó al niño como miembro de un grupo, de una comunidad, condicionó su comportamiento, inscribiendo en los sujetos ciertas conductas morales:
Vestidos cristianamente y con pensamiento en la fe. La fe nos enseña a ver en nuestro vestido el recuerdo del pecado original, el testimonio de nuestra caída, el signo y la imagen de nuestra mortalidad y de nuestra corruptibilidad [...] La iglesia, cuyo espíritu lo sobrenaturaliza todo, ve en el vestido otra cosa todavía. Ella tiene bendiciones y oraciones litúrgicas especiales para el vestido de los sacerdotes, con palabras que convienen también al vestido de los fieles, atribuyendo a cada uno un simbolismo cuya significación nos recuerda el deber de combatir todos los días. El peinado representa la fe: es un casco que protege la frente, morada del pensamiento del hombre. El cinto es salvaguardia de pureza y de penitencia. La blancura del ropaje es muestra de la inocencia del alma. El calzado, en fin, marca la firmeza con que debemos marchar por el camino del deber. (Baunard, 1924, p. 94).
Puede analizarse, además, otro factor asociado a las estrategias disciplinarias que desplegó la escuela: a través del uniforme escolar se constituyó un grupo homogéneo, se armó un ejército de niños. En últimas, se trata de una población de infantes que fue gobernada por un guía: el pastor y su rebaño.
Los discursos higienistas y la urbanización de la infancia se articularon en torno a las prácticas de aseo tanto de la persona como del vestido, reforzando los ideales de identidad que posibilitaron la emergencia del cuerpo escolar uniformado. Los principios sanitarios y la práctica de la higiene fueron los elementos claves, durante las primeras décadas del siglo XX, para llevar a la nación hacia el progreso y la civilización. La higiene se configuró entonces en la marca del grado de cultura de una nación. El niño bien educado va a la escuela, se sabe comportar en la calle y sigue los preceptos que la urbanidad enseña.
Ahora bien, como lo evidenciaron los registros utilizados para esta investigación, el discurso del saber médico que se expresó en la escuela a través de la higiene escolar no puede ser entendido como campo de saber independiente de la moral y de la urbanidad. Esta articulación fue fundamental para comprender los mecanismos que la escuela utilizó para encauzar los cuerpos y las apariencias infantiles en su afán de que los cuerpos infantiles adquirieran forma sana, bella y social.
En las conferencias de higiene que el doctor C. de Greiff impartió a los niños de las escuelas de Medellín, en 1906, sostiene que la principal de las reglas higiénicas es la adquisición de buenos hábitos y que "el perfeccionamiento moral, conduce al desenvolvimiento físico; y el desarrollo físico al perfeccionamiento moral" (p. 83).
A modo de cierre
El discurso sobre el vestido y el uniforme escolar es altamente civilizatorio, pues logra articular tres elementos con jerarquías diferenciables de acuerdo a relaciones de poder y de saber: primero, una forma de educabilidad del cuerpo, esto es, enseñarle al sujeto escolar cómo vestirse para cada ocasión, para cada clima, conservando siempre el mismo estatus social -aquí es clave señalar que el uso y porte del uniforme escolar en aras de mostrar honor, orgullo e identidad institucional, sirvieron como soportes de una estrategia corporal a través de la cual el niño aprendió a regular su comportamiento y a gobernar sus pasiones-; segundo, un conjunto de preceptos morales que van desde la austeridad en el adorno y en el lujo, hasta la templanza y la corrección en el traje, preceptos morales articulados a la urbanidad o a la higiene; y tercero, un modo de ser del discurso científico que desde la pediatría, la higiene y la biología mostró la necesidad de la limpieza del vestido articulado al baño diario.
A través del uniforme escolar y de los códigos de vestir, la escuela reguló las apariencias infantiles, y además construyó formas de sentir, pensar y actuar: el hombre es fuerte, elegante y virtuoso; la mujer es modesta, recatada y bella. La escuela, entonces, opera como máquina estetizante9 en la cual, también, es posible localizar prácticas y saberes subalternos que han configurado puntos de fuga a la heteronormatividad, desplegando experiencias corporales diversas, apariencias contrahegemónicas y formas particulares de vestir y llevar el cuerpo: perforaciones, tatuajes, extravagancias en el vestir, cabezas despeinadas o rapadas; colores, texturas y formas en la ropa que se esconden tras el uniforme escolar; dietas, drogas y nuevos looks hacen parte de una nueva estética escolar que opera como potencia, como régimen crítico a la utopía estética de la escuela moderna.
Se trata entonces de pensar la actualidad de los cuerpos que produce la escuela: cuerpos en donde la vestimenta y la apariencia configuran toda una gramática corporal para entender las diferencias de género, de clase, de raza y resignificar la cultura somática que ha producido la escuela.