1. El universo como metacine
“La imagen es algo que no se puede recoger y mucho menos estructurar. Se basa en el mismo mundo material que a la vez expresa. Y si éste es un mundo misterioso, también la imagen de él será misteriosa. La imagen es una ecuación determinada que expresa la relación recíproca entre la verdad y nuestra conciencia, limitada al espacio euclídeo. Independientemente de que no podamos percibir el universo en su totalidad, la imagen es capaz de expresar esa totalidad” Andrei Tarkovski
- La Gran Ilusión: el “cinematógrafo interior” de Henri Bergson
Durante las últimas décadas, el filósofo del cine Noël Carroll ha catalogado una línea de pensamiento, ya presente en los orígenes de la teoría del cine, que persigue demostrar las capacidades del séptimo arte como medio de exploración y comprensión de nuestros mecanismos cognitivos y perceptuales (Cf. Carroll, 1988). Tal enfoque ha recibido el nombre de “analogía entre el cine y la mente” (“Film/ Mind Analogy”), y su génesis se remonta hasta el alemán Hugo Münsteberg y su estudio psicológico acerca del photoplay.1 La comparación desgranada por Carroll apunta a la existencia efectiva de una relación interna entre el cinematógrafo y nuestra psique, tanto en lo que respecta a los contenidos mentales -las representaciones- como a la actitud intencional -detectable en procesos como la atención. Las bases de esta tradición, en palabras del propio Carroll, se concentran en la idea de que es posible “conceptualizar el cine como un análogo de la mente humana - es decir, caracterizar los procesos cinematográficos como si éstos se modularan sobre procesos mentales” (Carroll, 1988, p. 489. Traducción del autor).
En el visionario caso de Münsterberg, este razonamiento concluye que un filme es capaz de objetivar y exteriorizar nuestro modo de relacionarnos con el entorno de tal modo que la experiencia cinematográfica constituya una suerte de escuela de autoconocimiento al confrontarnos, como si de un espejo se tratase, con las operaciones psicológicas que en la experiencia ordinaria nos pasan desapercibidas por hábito y costumbre. De ese choque entre el espectador y la proyección, que delimita el tiempo y el espacio de una genuina experiencia estética, el primero es capaz de extraer una ganancia capital, a saber: su autocomprensión como sujeto trascendental y, en paralelo, el entrenamiento para captar el mundo bajo su dimensión estética. El cine, lejos de nublar el entendimiento a causa de su (presunto) proceder ilusorio, despeja las incógnitas de las inercias psíquicas cotidianas y confirma, a la par que refuerza, las nociones de la psicología experimental, escuela en la que estaba formado el pensador alemán. La síntesis de esta perspectiva puede destilarse en el siguiente eslogan: el cine no representa el mundo, sino al sujeto que (se) representa el mundo. Teorizar el cine resulta, a la postre, un acceso privilegiado para el estudio del sujeto. Que la filosofía ignore el cine, en tal caso, sólo puede explicarse por la miopía provocada por ciertos prejuicios que conviene desactivar (tarea que han retomado, aunque por senderos distintos, tanto Stanley Cavell como Gilles Deleuze, los promotores de lo que ha dado en denominarse como “film-philosophy”).
Pues bien: en Henri Bergson hallamos un precedente fundamental de la analogía entre el cine y la mente que poco después Münsterberg elevaría de rango (y que Deleuze tomaría como punto de partida de su propuesta). En el capítulo IV de L’évolution créatrice, publicado en 1907, el filósofo francés escribió un célebre párrafo que puede servirnos de punto de partida privilegiado a nuestros efectos:
En lugar de ligarnos al devenir interior de las cosas, nos colocamos fuera de ellas para recomponer su devenir artificialmente. Tomamos vistas casi instantáneas de la realidad que pasa, y, como ellas son características de esta realidad, nos basta enfilarlas a lo largo de un devenir abstracto, uniforme, invisible, situado en el fondo del aparato del conocimiento, para imitar lo que hay de característico en este devenir mismo. Percepción, intelección, lenguaje proceden en general así. Trátese de pensar el devenir, o de expresarlo, o incluso de percibirlo, apenas hacemos otra cosa que accionar una especie de cinematógrafo interior. Se resumiría, pues, todo lo que precede diciendo que el mecanismo de nuestro conocimiento usual es de naturaleza fotográfica (Bergson, 1963, pp. 700-701. Énfasis del autor).
La base de esta comparación se expone apenas unas líneas antes, cuando Bergson explicita su propósito de denunciar la “ilusión cinematográfica” por los cargos de reconstruir artificialmente el movimiento. Lo que el cine consigue, habida cuenta de su naturaleza fotográfica, es la presentación de un falso movimiento (“el ejemplo típico del falso movimiento”, añadirá Deleuze [1984, p. 14]), logrado a partir de la proyección sucesiva de “una serie de instantáneas (…) que se reemplacen rápidamente unas a otras” (Bergson, 1963, p. 700). Donde Münsterberg aludía al “fenómeno phi” para matizar que el movimiento ilusorio de la proyección era posible en virtud de una adición mental -el movimiento no está en las imágenes, sino que es añadido por el sujeto observante, a modo de una forma a priori-, Bergson opondrá que ese movimiento en realidad se encuentra en el propio cinematógrafo, en el aparato que reúne los fotogramas y los hace desfilar según una medida determinada siguiendo un orden preciso.2 Ya en términos de Deleuze, lo que el cine nos daría sería un corte inmóvil (una imagen fija, estática, carente de movilidad) más un movimiento abstracto. Esta suma constituye, pues, la ilusión cinematográfica que Bergson conjura. La clave de este primer razonamiento radica en que ese movimiento abstracto no hace justicia al verdadero movimiento de las imágenes, puesto que, en vez de emanar directamente de éstas, se añade artificialmente provocando así la ilusión de que estamos captando los objetos en su devenir temporal cuando lo que sucede es que se está aplicando una medida errónea para considerar el movimiento (nublando, como veremos, su duración).
La percepción natural, proseguirá Bergson, acciona este mismo mecanismo ilusorio, de ahí que se refiera a la cognición -esto es: al lenguaje, la percepción y la intelección- como nuestro particular “cinematógrafo interior”.3 Este planteamiento ha sido didácticamente reconstruido por David Rodowick como sigue:
(...) for Bergson the model of ‘cinematographic’ perception is not entirely false; it is part of our quotidian perception, or what he calls ‘habitual recognition” (reconnaissance). The apprehension of reality always requieres an interior ‘cinématographe’: a selective sampling and organization, a series of snapshots preserving only those features relevant for our immediate needs whose inherent discontinuity is mentally suppressed (Rodowick, 1997, p. 22).
En este punto, resulta útil traer a colación un eslogan que ha propuesto recientemente Malcolm Turvey como compendio de la epistemología bergsoniana, a saber: percibir es inmovilizar (Cf. Turvey, 2008, pp. 22-24). Aunque quizá demasiado general, lo cierto es que la fórmula resulta sugerente; del mismo modo que la cámara de cine, también nuestra cognición toma vistas instantáneas de un flujo de materia siempre en movimiento, para después engarzarlas en función de lo que Bergson llamara un tiempo abstracto y homogéneo. Así, dándole una vuelta de tuerca a la síntesis de Malcolm, podemos concluir que percibir es encuadrar, dado que encuadrar equivale a aislar y limitar una serie de imágenes, cosas o acciones que merecen atención y que se hacen destacar de un magma informe e indiferenciado; y esto último a través de ciertas operaciones que permitan a ese conjunto, precisamente, ser percibido. Claro que, así las cosas, aparece la primera problemática de la analogía entre el cine y la mente: en el primero, el cineasta utiliza la cámara para construir el cuadro. Es la cámara quien percibe. Y, entonces, como subraya Deleuze, descubrimos que “la única conciencia cinematográfica no somos nosotros, los espectadores, ni el protagonista: es la cámara” (Deleuze, 1984, p. 38). Tal es la particular anticipación que Bergson exhibe del automatismo que más tarde hará célebre André Bazin, pues una vez el cineasta decida la angulación de la cámara y fije el punto de vista -operaciones imprescindibles que determinan el fuera de campo-, la primera se independizará y captará el movimiento según sus condiciones técnicas y sus procesos mecánicos, sin las (presuntamente desagradables) contaminaciones de la subjetividad humana. ¿En qué sentido, entonces, se sostiene la analogía entre nuestro modo de cognición y el automatismo de la cámara? O, dicho más claramente, ¿cómo encuadramos nosotros? ¿cómo se forman las percepciones?
La respuesta de Deleuze se anticipa a partir de un pasaje de Matière et mémoire que, a su juicio, constituye “un bello resumen del conjunto de la tesis de Bergson” (Deleuze, 1984, p. 95) a la par que corrige algunas conclusiones de L’évolution créatice: “[Los seres vivientes] ‘se dejarán atravesar en cierto modo por aquellas acciones exteriores que les son indiferentes; las otras, aisladas, a causa de su mismo aislamiento pasarán a ser percepciones’. Tal operación consiste exactamente en un encuadre” (Deleuze, 1984, p. 95. Cursiva del autor). Nótese la simultaneidad de las operaciones del encuadre y la percepción; no se trata de que la cámara, al modo de Münsterberg, aísle un conjunto de imágenes para que el espectador las pueda percibir (y, por tanto, completar); aquí, en cambio, la cámara delimita un cuadro para sí misma, pues es ella quien percibe gracias a que ha sido capaz de provocar las condiciones de la percepción. Del mismo modo, la conciencia humana y su subjetividad (o, mejor, la “imagen viviente”, por motivos que en breve señalaremos) realizan, en el momento de la percepción, un trabajo de “sustracción”: “Nosotros percibimos la cosa, menos lo que no nos interesa en función de nuestras necesidades (…) es menester entonces que la cosa misma se presente en sí como una percepción, y como una percepción completa, inmediata, difusa” (Deleuze, 1984, p. 97). Emerge así, en un giro clave, un sometimiento del orden de la percepción al nivel de la acción, habida cuenta de que que las percepciones se nos aparecen en virtud de nuestras necesidades y reaccionamos ante ellas ejercitando nuestra voluntad.4 En resumen: encuadrar permite que se presenten las percepciones como tales y a partir de ahí se abra el espacio de la acción (que, en realidad, se revela como reacción a esas mismas percepciones). La cognición humana, por tanto, exhibe una “tendencia cinematográfica” o un “método cinematográfico” que justifica la analogía crítica de Bergson. Como ha sintetizado Enrique Álvarez Asiáin,
Entre el mecanismo cinematográfico y nuestra percepción e inteligencia no habría, según Bergson, una mera analogía, sino una verdadera comunidad de naturaleza (…). El conocimiento usual está orientado a la práctica, y por ello tiene necesidad de una percepción restringida que selecciona de lo real aquello que le resulta más útil para la acción. Pero nuestros supuestos conocimientos teóricos no hacen sido prolongar estos mecanismos naturales de una manera más sofisticada, ya que nuestro lenguaje y nuestra inteligencia están naturalmente orientados por la necesidad de actuar para vivir, y la metafísica, como producto de la inteligencia, tiende a prolongar esta manera de proceder para ‘aumentar nuestra influencia sobre las cosas’. El hábito inveterado de tomar ‘instantáneas inmóviles’ que sólo retienen del devenir de la realidad lo que más interesa para la acción, se desplaza entonces hacia una metafísica natural depositada en el lenguaje y producida en los sentidos y en la inteligencia. Los conceptos que resultan de este mecanismo de conocimiento son como los fotogramas producidos por el cinematógrafo (Álvarez Asiáin, 2011a, p. 97).
A esta codependencia entre la percepción -esto es: la selección, sustracción mediante, de aquello que nos interesa de los estímulos sensoriales- y la acción -la respuesta reactiva a esas percepciones previas- la ha bautizado Deleuze como “esquema sensorio-motriz”. Esta fórmula hace hincapié en que la percepción y la acción son inseparables,5 al tiempo que nos dirige a la concepción de la conciencia que actúa en el trasfondo de una afirmación tan categórica. Hasta el momento, tenemos que las percepciones se presentan a la conciencia gracias a que ésta se ha “especializado”, es decir, se ha fragmentado (“descuartizado”, llega a decir nuestro autor [Deleuze, 1984, p. 95]) para poder actuar como receptáculo; de entre todas las acciones que puede padecer ha escogido y destacado sólo algunas. Pero la clave de este procedimiento se ubica en que esta distinción no podría darse sin un agente que seleccione: las percepciones no están ahí a la espera de que la conciencia las ilumine; por el contrario, las percepciones aparecerán en el momento en que la conciencia se ejercite en su modo “receptivo” o “sensorial” y, en consecuencia, retenga simplemente algunos aspectos de la cosa que percibe.6
Nótese el giro: no se trata de que la subjetividad componga las condiciones de la percepción, sino de que la percepción conforma la subjetividad. Si las diferentes filosofías de la conciencia que arrancan en Descartes postulan que primero está la facultad de representarse el mundo externo y después el enigma de la cosa en sí -situación que inaugura el marco de la polémica, siempre inconclusa, entre “realismo” y “constructivismo”, basada en el grado de coincidencia entre nuestro modo de representación y la estructura de la realidad-, aquí el procedimiento se invierte: primero tenemos la cosa en sí7 y posteriormente una dialéctica entre una “imagen viviente” (la conciencia) que descuartiza la cosa, fragmentándose también ella misma con el objetivo de recibir aquélla como una percepción, y esa cosa que se ha aparecido ya marcada por la conciencia. Volvamos a la analogía con el cinematógrafo: la cosa en sí equivaldría al conjunto postulado de imágenes (el flujo móvil de materia) que la cámara está en disposición de encuadrar; pero, una vez las encuadre, las imágenes en sí se evaporarán para transformarse (¡para aislarse!) en percepciones a causa de la acción de la cámara. No es que ser consista en ser percibido (las cosas, como veremos, existen per se en el llamado “plano de inmanencia”), sino que el acto de percibir moldea la subjetividad al precio de renunciar a la riqueza polifacética de las cosas. Percibir es inmovilizar; inmovilizar es encuadrar. Nuestra facultad de conocer equivale a accionar el cinematógrafo interior.
Sin embargo, esa imagen “especial” o “viviente” que es la conciencia tiene una segunda dimensión que complementa este primer movimiento sensorial. Este segundo vértice es denominado “motriz” porque enfatiza la arista de la “acción”. Introduzcamos esta cuestión, de nuevo, mediante la irreprochable explicación de Álvarez Asiáin:
Sabemos que la conciencia es una imagen, pero ciertamente es una ‘imagen especial’, y aquí es donde Deleuze va a decirnos, siguiendo a Bergson: la conciencia surge como un intervalo, a modo de un desvío entre la acción sufrida y la reacción ejecutada que se produce en ciertas imágenes. Al lado de las imágenes que actúan y reaccionan unas sobre otras en todas sus partes, se forman imágenes particulares, imágenes o ‘materias vivas’ que presentan un fenómeno de retardo como consecuencia de la especialización de sus caras. La acción sufrida no se prolonga inmediatamente en reacción ejecutada en el caso de estas imágenes, porque ellas presentan una cara que selecciona entre las excitaciones que se ejercen sobre ella -es decir, recibe sólo lo que le interesa-, y una cara ejecutora que no se encadena directamente a la excitación recibida y que produce lo que podemos llamar propiamente acciones. La separación entre el movimiento recibido y el movimiento ejecutado es lo que permite a las imágenes vivas actuar en el sentido estricto del término, de ahí la diferencia con el resto de las imágenes (Álvarez Asiáin, 2011a, p. 108. Cursiva del autor).
Hemos topado con el concepto de intervalo, también tomado de Bergson. Que la conciencia actúe como un intervalo quiere decir aquí que ella permite una “desviación entre la acción y la reacción” (Deleuze, 1984, p. 94). Donde el resto de imágenes (las demás cosas) no pueden sino resignarse a su interacción según una cadena determinada de acciones y reacciones sobre la cual no pueden ejercer ningún poder, la conciencia -precisamente a causa de aquella primera selección sensorial- puede responder a las acciones padecidas de una forma no determinada de antemano. A causa de esta capacidad, Deleuze aludirá al cerebro (esa “imagen especial” que ya podemos presentar como equivalente de la conciencia)8 como un “centro de indeterminación”. Así pues, el sujeto será un “centro” porque establecerá una relación particular con el conjunto del resto de imágenes, reflejándolas de un modo particular (centrándolas y actuando como punto de referencia); pero será un centro “indeterminado” por causa del desvío: “lo que se llama acción, estrictamente hablando, es la reacción retardada del centro de indeterminación” (Deleuze, 1984, p. 98). Ya tenemos la conjunción de ambos polos (o, si se prefiere, la doble operatividad del intervalo que es la conciencia): en primer lugar, la “percepción subjetiva” ejercida por el “centro de indeterminación” (la operación de sustracción de cualidades de la cosa para someterla a nuestros propósitos) constituirá el costado sensorio; en segundo lugar, la “respuesta imprevista” que se torna posible gracias a la primera intervención de la conciencia marcará el flanco motriz. No hay encadenamiento de causas y efectos ni de acciones y reacciones. Podemos actuar de modo imprevisto y esta capacidad nos diferencia del resto de imágenes, al tiempo que se revela posible gracias al intervalo entre la acción padecida y nuestra respuesta no automática.
Pongamos un ejemplo ilustrativo. Nos encontramos encima de unas vías y vemos cómo el tren cada vez está más cerca de nosotros. Esta percepción nos permite anticipar una reacción: o bien quedarnos quietos y ser arrollados, o bien dar un salto y esquivar el tren. Nuestra reacción a la percepción no está determinada, sino que deviene, dirá Deleuze, en “acción posible”. Con todo, esas posibilidades vienen condicionadas por nuestra percepción espacial: en la medida en que el tren esté cada vez más próximo, seremos capaces de anticipar la acción que padeceríamos si no nos pusiéramos en movimiento, y por lo tanto de intuir cuándo habremos de dar el salto. De nuestra percepción somos capaces de desprender “la acción virtual de las cosas” (Deleuze, 1984, p. 99). Tenemos así desvelado el procedimiento del esquema sensorio-motriz: “así como la percepción vincula el movimiento a ‘cuerpos’ (sustantivos), es decir, a objetos rígidos que van a servir de móviles o de cosas movidas, la acción vincula el movimiento a ‘actos’ (verbos) que serán el trazado de un término o de un resultado supuestos” (Deleuze, 1984, p. 99). El tren se aproxima a nosotros y nosotros saltamos al lado de la vía. Hemos supuesto que si saltamos obtendremos un resultado: evitar la acción del tren trasladándonos a otro lugar. Y, para conseguirlo con éxito, hemos tenido que anticipar la “acción virtual” del móvil merced a la percepción. Actuar es moverse intencionadamente; percibir es detectar el movimiento que desprenden los cuerpos (bien como móviles -vehículos- o bien como cosas que son movidas) y anticipar nuestras (re)acciones a los mismos.
- El plano de la inmanencia como universo cinematográfico
La consecuencia central de este proceso es la separación de dos sistemas o el establecimiento de un “doble régimen de referencia de las imágenes” (Deleuze, 1984, p. 96). El segundo ya ha sido anunciado, pues volvemos a referirnos al conjunto de las imágenes tal y como son percibidas por el centro de indeterminación que es el sujeto. Podemos completar el esbozo aludiendo a que este segundo sistema trata de contradecir también, en su renuncia a la primacía de la conciencia, a la cosmovisión que la fenomenología husserliana popularizara en tiempos de Bergson: no se trata aquí de que la conciencia sea siempre conciencia de algo, sino de que “toda conciencia es algo, se confunde con la cosa” (Deleuze, 1984, p. 93. Énfasis del autor), por lo que la noción fenomenológica de intencionalidad pierde su sentido más sustancial. Aquí no hay dirección desde la conciencia hacia la cosa, dado que aquélla es sólo una más de entre todas las imágenes que conforman la móvil materia del universo; una imagen especial que necesariamente se confunde con lo que percibe (ni lo contiene ni lo digiere: más bien se entremezcla con ello9). ¿Cómo entender este ambicioso desvío, que apunta a la práctica totalidad de la filosofía tradicional? Para la tradición filosófica, la conciencia es una suerte de antorcha que ilumina la noche del mundo; instancia luminosa, ella aclara lo difuso y permite la intelección de la realidad al enfocar los objetos y descifrar tanto sus propiedades cuanto sus relaciones. En este segundo régimen de referencia que postula Deleuze se da la situación inversa: las cosas ya no son sino luz (“imagen de luz”) que sólo puede reflejarse en una suerte de “pantalla opaca” que actúe como contrapunto, es decir, en la propia conciencia. Y ésta ya no puede metaforizarse como una placa lumínica que irradia luz en el entorno, sino como una pantalla oscura en la que se refleja la luz presente en la propia materia. Como explicara Jean-Paul Sartre en L’imaginaire: psychologie phénoménologique de l’imagination glosando a Bergson, aquí “hay una especie de inversión de la comparación clásica: la conciencia, en lugar de ser luz que va del sujeto a la cosa, es una luminosidad que va de la cosa al sujeto” (Sartre 1973, p. 40). En síntesis: el conjunto de imágenes en relación con la conciencia que las percibe, y que al hacerlo se confunde con ellas, forma el segundo de los sistemas que refiere Deleuze.
No obstante, este segundo régimen nos obliga a la postulación del primero, pues ¿qué sentido tendría establecer un sistema de imágenes referidas a una imagen especial si las primeras de algún modo no existieran al margen de su percepción? El propio Deleuze subraya la necesidad de este primer sistema de imágenes independientes del perceptor: “Bergson dice insistentemente que nada se entiende si primero no se postula el conjunto de las imágenes. Solamente sobre este plano puede producirse un simple intervalo de movimientos” (Deleuze, 1984, p. 96). A este nivel, formado por todas las imágenes que constituyen el universo, Deleuze da el nombre de “plano de inmanencia”. No hay nada, pues, que trascienda al universo material y lumínico, de modo que lo que éste contenga habrá de serle inmanente. Y lo que contiene no es sino la totalidad de las imágenes.10 Lo que tenemos hasta el momento, entonces, es que el universo material equivale al plano de la inmanencia que a su vez ha de entenderse como un conjunto de imágenes. ¿Qué puede significar, en este contexto, que el universo sea imagen?
Demos un paso más para averiguarlo: “Es un mundo de universal variación, universal ondulación, universal chapoteo: no hay ejes ni centro, derecha ni izquierda, alto ni bajo (…). La imagen existe en sí, sobre este plano. Este en-sí de la imagen, es la materia” (Deleuze, 1984, p. 90). Un universo, en definitiva, en el que el todo no es más que un sistema (abierto) de imágenes en continua variación y donde no es posible identificar cosa alguna sin “extraerla” de ese devenir perpetuo que caracteriza al plano de inmanencia. Y así, cuando la arrancamos de ese devenir, a la fuerza la inmovilizamos para que no se nos escape, introduciendo un orden artificial con el objetivo de manejarnos con un mundo que nos obliga a “congelar” el incesante cambio. Con todo, ha de notarse que, si la clave de la percepción y de la acción radica en inmovilizar, congelar o encuadrar la imagen, estamos suponiendo una identidad entre la imagen y el movimiento. Ya no podrán concebirse éstos como entes, variables o dimensiones distintas, pues no tenemos la imagen por un lado y el movimiento por otro (si así fuera, no haríamos más que reproducir la ilusión del falso movimiento como una serie de fotografías encadenadas).11 La “universal variación” del todo es precisamente esta confusión entre las imágenes y sus movimientos (es decir: sus acciones y reacciones). Con esta tesis, llegamos a la conclusión nuclear de la metafísica bergsoniana y a la directriz fundamental de las obras sobre cine de Deleuze, esto es: “La imagen-movimiento y la materia-flujo son estrictamente lo mismo” (Deleuze, 1984, p. 91. Énfasis del autor). El universo -es decir: el plano de la inmanencia- no está formado por imágenes a las que se añadiría el movimiento a través de un tiempo abstracto y homogéneo; por el contrario, el universo es el conjunto de las imágenes-movimiento: no imágenes en movimiento, sino “cortes móviles de la duración” (Deleuze, 1984, p. 22). Esa materia formada por una universal variación de luz es un flujo constante12 y perpetuo.
Y, como luz que es, necesitará de una pantalla oscura que la “refleje” y la “detenga” (¡el segundo sistema!).
A ese tiempo abstracto que sumado a los cortes inmóviles conformaba la ilusión del movimiento ya podemos oponer el concepto que puede dar cuenta del movimiento real: la duración (“la durée”). Volvamos al comentario de Deleuze para perfilar el trazado:
Muchos filósofos habían dicho ya que el todo ni estaba dado ni podía darse; de ello sólo sacaban la conclusión de que el todo era una noción desprovista de sentido. La conclusión de Bergson es muy diferente: si el todo no se puede dar, es porque es lo Abierto, y le corresponde cambiar sin cesar o hacer surgir algo nuevo; en síntesis, durar (Deleuze, 1984, p. 24).
Que el todo sea lo Abierto significa que (el universo) no puede concebirse como un conjunto cerrado. Si no es un conjunto cerrado, entonces se revela como “una continuidad indivisible” (Bergson, 1963, p. 464). Por lo tanto, el todo no puede darse en el espacio (pues en el espacio sólo pueden estar los conjuntos cerrados divisibles en partes, susceptibles por tanto de ser espacializados);13 y, si el todo no puede darse en el espacio, necesariamente habrá de darse en el tiempo: “el todo, los todos, están en la duración, son la duración misma en cuanto ésta no cesa de cambiar” (Deleuze, 1984, p. 25. Énfasis agregado). Recapitulemos: el primer sistema está formado por imágenes en-sí, independientes del observador; forman, por tanto, el todo del universo en un plano de inmanencia; pero esas imágenes se revelan, a la postre, como un conjunto de infinitas variaciones de luz en perpetuo movimiento que mediante su duración expresan cambios cualitativos de aquel todo siempre abierto. Tal es la particular lectura de Bergson y Deleuze del añejo concepto de devenir, al que el siguiente eslogan quizá pueda hacer justicia: el devenir ha de entenderse como duración, y la duración como aquello que ofrece la ocasión del “cambio cualitativo” o la emergencia de “lo nuevo y lo singular” a partir del “movimiento real” (Cf. Deleuze, 1984, p. 21).
¿En qué afectan estas tesis sobre el movimiento y la duración al cine? La constatación de este primer sistema de imágenes habilita a Deleuze a aventurar la arriesgada tesis de que la concepción bergsoniana estipula un universo característicamente cinematográfico o incluso una suerte de “metacine” (Deleuze 1984, pp. 91-92). Hay al menos dos aspectos que sustentan esta posición más allá de la comparación metafórica; los referiremos por separado por mor de la claridad:
A) En primer lugar, tanto el universo como el filme están poblados por un “conjunto de imágenes-movimiento; colección de líneas o figuras de luz; serie de bloques de espacio-tiempo” (Deleuze, 1984, p. 94).14 Recuérdese la identidad entre el todo, lo abierto y la duración; esta misma equivalencia concurre en el “universo” cinematográfico (en el mundo proyectado por el filme), y Deleuze tratará de demostrarlo mediante el análisis de las nociones de plano y montaje, a las que dedica el grueso de los capítulos segundo y tercero de su obra (aquellos situados, significativamente, entre el primer y el segundo comentario a Bergson). El plano se determina allí como “la imagen-movimiento” (Deleuze, 1984, p. 41). Esta equivalencia pretende desmarcarse de las teorías que han sostenido que el plano se define por sus funciones narrativas, como si su operatividad pudiera reducirse al rol que ejerce el plano en la presentación de la trama; aquí nuestro autor, alineado con la tradición formalista o constructivista15, insiste en que el cometido del plano ha de relacionarse con el movimiento que el cinematógrafo reproduce: “Y este movimiento no es otra cosa que el plano, el mediador concreto entre un todo que tiene cambios y un conjunto que tiene partes, y que no cesa de convertir al uno en el otro con arreglo a sus dos caras” (Deleuze, 1984, p. 40. Énfasis agregado). Si primero el encuadre, tras forjar un cuadro y determinar un fuera de campo, ha sido capaz de crear un espacio, posteriormente el plano agregará una perspectiva temporal. Dicho llanamente: la imagen cinematográfica es ciertamente un conjunto divisible en partes desde la perspectiva espacial, pero gracias a la dimensión temporal que el plano añade ese conjunto no cesa de cambiar y, por tanto, de transformarse cualitativamente. Con cada cambio, el todo del filme también varía. El plano, finalmente, expresa un cambio en el todo del filme. Y, puesto que lo propio de un todo es durar, el plano como imagen-movimiento será un corte móvil de esa duración.
Pero, ¿cómo encarar ese todo del filme que se expresa en el movimiento del plano? Pues justamente a través del montaje, puesto que éste “es la determinación del Todo” (Deleuze, 1984, p. 51). Este procedimiento resulta menos abstruso si reparamos en que el montaje hace referencia a la relación entre los planos. Ningún plano por sí mismo puede reflejar la relación que se establece entre él y otros planos; estos últimos, por tanto, expresan un cambio en el todo pero no pueden dar cuenta del cambio cualitativo que se efectúa gracias a la relación que establece el montaje entre el conjunto de planos que forman el filme.16 Seamos más concretos: una película dura, por ejemplo, 90 minutos; esa duración va desplegando la totalidad del filme a medida que avanza (es decir: la película se va transformando conforme van transcurriendo los minutos, mostrando el cambio continuo de sus elementos). En este sentido, el montaje otorga la medida que condicionará el cambio en el todo del filme, sólo posible a través de algo que excede a las propias imágenes y que habrá de consistir en sus relaciones (no es casual, así las cosas, que se haya repetido con frecuencia que el montaje compone el ritmo del filme). Volvamos a Deleuze para hallar confirmación:
Desde el principio hasta el final de un film algo cambia, algo ha cambiado. Pero ese todo que cambia, ese tiempo o esa duración, no parece poder captarse sino indirectamente, en relación con las imágenes-movimiento que lo expresan. El montaje es esa operación que recae sobre las imágenes-movimiento para desprender de ellas el todo, la idea, es decir, la imagen del tiempo. Imagen necesariamente indirecta, por cuanto se la infiere de las imágenes-movimiento y sus relaciones (Deleuze, 1984, p. 51).
En síntesis: la noción del universo como “metacine” se justifica porque aquél se compone, del mismo modo que un filme, de imágenes-movimiento (variaciones infinitas de luz) que se encadenan en la duración. Los planos, concebidos como la mediación entre el encuadre y el montaje, exhiben esta característica: dividen las cosas en el espacio al tiempo que las reúnen en un todo que lo trasciende y que se refleja indirectamente en el montaje. El cine, por tanto, deduce el tiempo a partir del movimiento (de ahí que la imagen del tiempo que ofrece sea indirecta). Y el todo del filme, como el propio universo, ni está ni puede estar dado: se va haciendo, construyendo, cambiando y durando.
B) El segundo punto atañe, de nuevo, a la diferencia entre la percepción natural y el cinematógrafo, y redondea esta visión cinematográfica del universo. Ya hemos visto cómo Bergson postula un conjunto de imágenes en-sí independientes de todo observador. El universo está formado por un conjunto de imágenes, de entre las cuales en ocasiones emerge una “imagen especial” capaz de reflejar al resto formando un “centro de indeterminación”. Pero la clave de ese conjunto de imágenes que habitan el “plano de inmanencia” es que “aquí la imagen no es originariamente algo que se ve, que se perciba o que se piense, sino más bien algo que se mueve, que está en perpetuo movimiento independientemente de una conciencia” (Álvarez Asiáin, 2011a, 102. Énfasis del autor). Las imágenes son un flujo móvil de materia identificado con el universo y que exhibe variaciones y vibraciones infinitas de luz. La conciencia, así, ha perdido su lugar privilegiado como luminaria del sentido, y desde la óptica de la inmanencia no es sino una más de entre todas las imágenes. Por eso, habida cuenta de la discontinuidad entre la percepción natural y el cine, el proceder de este último puede aproximarse a la constitución del propio universo:
Si el cine no responde en absoluto al modelo de la percepción natural subjetiva, es porque la movilidad de sus centros, la variabilidad de sus encuadres, lo inducen siempre a restaurar vastas zonas acentradas y desencuadradas: tiende entonces a coincidir con el primer régimen de la imagen-movimiento, la universal variación, la percepción total, objetiva y difusa (Deleuze, 1984, p. 98).
Contra los teóricos de la “posición del sujeto”, el cine no sitúa ningún observador privilegiado para el que se construye la proyección ni centra en modo alguno las imágenes (el espectador, como hemos subrayado, es siempre secundario: la conciencia cinematográfica es la cámara, primero, y el plano, después).17 Puede afirmarse, en consecuencia, que el universo se parece más al cine que a cualquier otro modelo que podamos aplicar para orientarnos; en el cine especialmente se diluye cualquier centro de referencia, pues incluso cuando parece que podemos dominar y descifrar las imágenes, el más leve reencuadre nos recuerda la volubilidad de lo que percibimos.18 A partir de este “desencuadre” originario, el montaje aplicará diversas estrategias que condicionarán el modo en que se dé el cambio. Recurramos de nuevo a Rodowick para aclarar la situación: “Las estrategias del montaje definen los diversos modos en que se puede expresar el cambio como movimiento. En otras palabras, el montaje proporciona imágenes particulares del tiempo a través de definir en qué modos puede concebirse el todo como lo abierto” (Rodowick, 1997, p. 53. Traducción del autor).
Así las cosas, no se trata de que la praxis cinematográfica coincida exactamente con una dimensión de la realidad que la inteligencia de la cámara pueda desvelarnos en oposición a la falsaria percepción natural, pero sí de insistir en que el cine nos provee de un modelo novedoso capaz de permitirnos pensar el problema de la temporalidad de un modo prometedor: ¿qué ganaría la filosofía si se arriesgara a pensar el universo como si éste fuera un filme? Utilicemos el cine como una suerte de modelo ontológico de la realidad y atrevámonos a explorar sus resultados. Pues, de hacerlo, quizá podamos utilizarlo como ariete para resistir y transformar el descorazonador estado de cosas en el que nos encontramos.
2. La lucha contra el nihilismo
- La crisis de la imagen-movimiento
Ya hemos visto cómo los dos comentarios sobre Bergson de La imagen- movimiento asientan los cimientos de la filosofía cinematográfica de Deleuze. Hay, sin embargo, otra referencia ineludible que nuestro autor aprovecha para su tarea: Charles Sanders Pierce19, cuya clasificación de las imágenes y los signos queda relatada como “la más rica y acabada de cuantas se establecieron” (Deleuze, 1984, p. 11). Y es que Deleuze no pretende otra cosa en su primera obra acerca del cine más que ensayar, al modo peirceiano, una clasificación de las imágenes y de los signos (fílmicos). Tras enunciar sus deudas con Bergson, Deleuze emprende la tarea de organizar diferentes tipos de imágenes-movimiento que repliquen la ontología bergsoniana de la imagen con la ayuda de algunas nociones del padre del pragmatismo americano. Nuestra reseña de los estudios sobre cine de Deleuze, por tanto, no estaría completa sin dedicar unas líneas a las características generales de esta taxonomía (y ello pese a que la influencia de Peirce, como sagazmente ha notado Ronald Bogue, funciona en la obra deleuziana más como una inspiración que como una actualización decisiva20).
Comencemos con un modesto resumen de la teoría del signo de Peirce. Para el lógico norteamericano, el signo posee una naturaleza triádica, es decir, se compone de tres elementos. El primero de ellos es el “representamen” (aquello que en el lenguaje ordinario entendemos generalmente por “signo”, esto es, una cualidad material que ocupa el lugar del objeto al que referencia [una secuencia de letras que forme un término, por ejemplo]); el segundo de ellos es el “objeto semiótico” (la referencia a que alude el representamen); y, en tercer lugar, el “interpretante” (el significado del representamen -podría afirmarse provisionalmente que su definición-, si bien especificando que tal significado lo forma quien recibe el representamen en el modo de un “signo equivalente”).21 Esta constelación triádica se compone, a su vez, de tres categorías que pueden dar cuenta -ya en palabras de Deleuze- “del fenómeno o de lo que aparece” (Deleuze, 1987, p. 50). Serán las categorías de “primeridad”, “segundidad” y “terceridad”; la siguiente aproximación de Floyd Merrell puede bastar a nuestros efectos:
1. Primeridad: el modo de significación de lo que es tal como es, sin referencia a otra cosa (i.e., es una cualidad, una sensación, un sentimiento, la mera posibilidad de la conciencia de algo aparte del ‘yo’). 2. Segundidad: el modo de significación de lo que es tal como es, con respecto a algo más, pero sin referencia a un tercer elemento (i.e. Incluye la conciencia de algún otro). 3. Terceridad: el modo de significación de lo que es tal como es, a medida que trae un segundo y un tercer elemento en relación con el primero (i.e. Abarca la mediación, la síntesis, de las categorías Primeridad y Segundidad). Se puede decir de forma esquemática que Primeridad es cualidad, Segundidad es efecto, y Terceridad es producto, y que Primeridad es posibilidad (un quizás pueda ser), Segundidad es actualidad (lo que es, aquí-ahora), y Terceridad es probabilidad o necesidad (lo que debería ser, según cierto factor probabilístico) (Merrell, 1998, p. 52).
Pues bien: lo que Deleuze realizará es una reinterpretación de esas tres categorías como tres tipos de imágenes capaces de clasificar las prospecciones bergsonianas y ofertar un esquema para la ordenación de los signos fílmicos. A las tres categorías peirceianas Deleuze añadirá un “grado cero” para acoplar la tabla a las directrices de Bergson, de modo que las equivalencias principales quedarían como sigue, resultando cuatro tipos básicos de la imagen-movimiento: 1. Grado cero: la imagen-percepción, 2. Primaridad: la imagen-afección, 3. Segundidad: la imagen-acción, y 4. Terceridad: la imagen-relación.22
Para nuestros intereses es suficiente con señalar que estos tipos de imágenes- movimiento son los que conforman la etapa clásica de la historia del cine, cuyos diversos maestros llevan las combinaciones posibles hasta la excelencia siguiendo sus propios intereses y experimentos (su estudio es prolijo en ejemplos y comentarios de filmes: Eisenstein, Murnau, Lang, Sternberg, Stroheim, Vidor, Ford, Chaplin, Lubitsch, Hitchcock, etc...). Hay, sin embargo, al menos una característica común a todos estos cineastas que justifica la aplicación de estas variaciones de imágenes- movimiento (todas ellas, recuérdese, fundadas en el esquema sensorio-motriz); característica que podemos definir como una suerte de confianza en el mundo. Primera deducción: aquello que caracteriza el modo de representación del cine clásico, cuyas imágenes asumen el esquema sensorio-motriz, es la suposición de un fuerte vínculo del ser humano con el mundo. Por eso mismo Deleuze carga las tintas, en los últimos pasajes de su primera obra, sobre la imagen-acción y como ésta entra en crisis paulatinamente: el sujeto cree poder actuar en el mundo y fundar en el mismo cualesquiera proyectos de emancipación. El cine clásico muestra que podemos participar en el mundo, y prueba su confianza con el recurso a las variedades de la imagen-movimiento, que presuponen tal implicación. Se aprecia en este gesto, como acertadamente ha subrayado Robert Sinnerbrink23, una concordancia con el proyecto de Stanley Cavell; ambos autores, pese a su disparidad, coinciden en el diagnóstico: el modo de representación del cine clásico promociona una fe en el mundo que contradice la situación escéptica y aislacionista del sujeto moderno. Un modo de ser-en-el-mundo que, después de la Segunda Guerra Mundial, resultará condenado a la extenuación.
Asimismo, la ruptura del cine moderno con el esquema sensorio-motriz característico de la imagen-movimiento reflejará una crisis de civilización basada en el fin de esta confianza en el mundo.24 Reproduzcamos in extenso los que quizá sean los fragmentos más importantes de La imagen-tiempo, donde nuestro autor explicita su diagnóstico:
Si esta experiencia del pensamiento concierne esencialmente al cine moderno, ello se debe ante todo al cambio que presenta la imagen: la imagen ha dejado de ser sensoriomotriz (…). Esta ruptura sensoriomotriz encuentra su condición más arriba, y se remonta hasta una ruptura del vínculo del hombre con el mundo. La ruptura sensoriomotriz hace del hombre un vidente sacudido por algo intolerable en el mundo, y confrontado con algo impensable en el pensamiento (…). El hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera creemos en los acontecimientos que nos suceden, el amor, la muerte, como si sólo nos concerniesen a medias. No somos nosotros los que hacemos cine, es el mundo que se nos aparece como un mal film (Deleuze, 1987, pp. 226-227-229).
¿Acaso no constituye esta descripción un modo creativo de describir el problema del nihilismo? Si atendemos a la etimología del término queda poco lugar para la duda, pues “nihil” resulta originariamente de la composición de dos palabras: la partícula “ne” y el sustantivo “hilum”, es decir, “sin hilo”. ¿No deviene entonces el nihilismo en una suerte de pérdida progresiva de vínculos y relaciones? Cuando el ligamento entre el sujeto y el mundo se quiebra nos resta un totum revolutum homogéneo e indistinto que camufla la diferencia, desorientándonos y aturdiéndonos, dejándonos -a nosotros y al mundo- a la deriva. Cuando la imagen-acción fracasa, pues, triunfa un tipo de imagen (¡la imagen-tiempo!) que prefigura este tipo de nihilismo; comentando I vitelloni (Federico Fellini, 1953), por ejemplo, Deleuze aventura que allí “no sólo [se] hace patente la insignificancia de los acontecimientos, sino también la incertidumbre de sus conexiones y su no pertenencia a quienes los padecen” (Deleuze, 1984, p. 295. Énfasis agregado). Esta desconexión habrá de afectar a la fuerza a las relaciones entre las imágenes-movimiento que se han puesto en cuestión; y, así, a la ruptura de vínculos entre la percepción, la acción y la afección (los tres ángulos del esquema sensorio-motriz), acompañará una mutación del régimen de las imágenes que dé cuenta de la nueva discontinuidad.25 El papel que el cine pueda ejercer en esta nueva situación ha sido magistralmente sintetizado por Sinnerbrink; sírvanos su resumen como marco de referencia de la segunda obra sobre cine del francés: “La apuesta modernista de Deleuze es que el cine puede diagnosticar, responder, y quizá superar, el nihilismo: el cine proporciona una experiencia ética del significado en respuesta a la crisis del significado que sufre el mundo de posguerra” (Sinnerbrink, 2016, p. 62. Traducción del autor).
- La recuperación de la creencia
Si el cine ha mutado es porque a su vez se ha trocado la relación del ser humano con el mundo. El “nuevo” cine será en primer lugar, por tanto, un síntoma de las nuevas condiciones: “El tiempo deja de depender del movimiento. La relación situación sensoriomotriz → imagen indirecta del tiempo es sustituida por una relación no localizable situación óptica y sonora pura → imagen-tiempo directa (…)” (Deleuze, 1987, p. 64. Cursiva del autor).26 El resumen más conciso del segundo sistema, hegemónico tras la ruptura producida por la guerra y la emergencia de un nuevo tipo de cine, se concentra en las siguientes líneas:
Esto es lo esencial: la manera en que el nuevo régimen de la imagen (la imagen-tiempo directa) opera con descripciones ópticas y sonoras puras, cristalinas, y con narraciones falsificantes, puramente crónicas. A un mismo tiempo la descripción cesa de presuponer una realidad y la narración de remitir a una forma de lo verdadero (Deleuze, 1987, p. 182).27
Nótese el paralelismo entre las nuevas características de la narración, con la fragmentaria forma fílmica que las acompaña, y el sujeto moderno: del mismo modo que los personajes de sendos filmes de la modernidad cinematográfica - sobrepasados por un mundo que se les escapa e incapaces de hacerse cargo de una situación que los desborda28-, el sujeto moderno se da de bruces -digámoslo con la certera fórmula de Álvarez Asiáin- con “la imposibilidad de prolongar la percepción del mundo en acciones sobre él” (Álvarez Asiáin, 2011b, p. 9). Si la imagen-movimiento representaba un mundo, ahora el triunfo de la imagen- tiempo representa la imposibilidad de representar el mundo. Piénsese en algunas operaciones típicas del cine moderno: los falsos raccords, la ruptura del nexo causal entre secuencias, los tiempos muertos, las discontinuidades rítmicas, la autonomía de ciertos recursos estilísticos, la autorreferencialidad constante... Todos ellos destilan en algún sentido esas “descripciones ópticas y sonoras puras” (también llamados por nuestro autor, de nuevo en la estela peirceiana, “opsignos” y “sonsignos”29) que imposibilitan la ligazón de una percepción a una (re)acción en un conjunto orgánico y, en última instancia, velan el reconocimiento del mundo como un horizonte capaz de proveer sentido.
Sin embargo, el cine es más que un síntoma por diversos motivos. En primer lugar, porque ha sido capaz de confrontarnos directamente con esta experiencia del nihilismo a través de la presentación pura del tiempo en su desconexión con el movimiento. Posee, por tanto, una primera dimensión pedagógica: aquella difusa sensación de desasimiento será perfilada ideográficamente por el cine. Con la experiencia cinematográfica el espectador reconocerá su descorazonadora situación en lo que observa y podrá situarse ante el umbral del ensayo de una salida. Pero, además, el cine moderno no sólo constata un estado anímico, sino que desvela la pulsión mitológica de la añoranza nostálgica por el régimen de la imagen-movimiento. No se trata de regresar a los paraísos perdidos ni de buscar la emancipación en un plano distinto al de la inmanencia, sino de hallar motivos para creer en este mundo. Y, así las cosas, el cine puede proponer la cura de la enfermedad que él mismo ha diagnosticado mejor que ninguna otra práctica o disciplina:
¿Cuál es entonces la salida? Creer, no en otro mundo sino en el vínculo del hombre con el mundo, en el amor o en la vida, creer en ello como en lo imposible, lo impensable, que sin embargo no puede sino ser pensado: ‘posible, o me ahogo’. Sólo esta creencia hace de lo impensado la potencia propia del pensamiento, por el absurdo, la virtud del absurdo (…). Volver a darnos creencia en el mundo, ése es el poder del cine moderno. Cristianos o ateos, en nuestra universal esquizofrenia ‘necesitamos razones para creer en este mundo’ (Deleuze, 1987, pp. 227-230. Énfasis agregado).
Por resumir: la recuperación de la fe en este mundo, de una fe fundada en la vinculación entre el nosotros y el resto del mundo, es la difícil misión encomendada al cine. Un proyecto éste finalmente revelado en su dimensión moral. Este giro ético -prefigurado, según nuestro autor, en el cine de Rossellini y Dreyer, los dos pioneros que se cercioraron de la ruptura del vínculo y la necesidad de sustituirlo “por una moral que nos devolverá una creencia capaz de perpetuar la vida” (Deleuze, 1987, p. 230)- revela una apuesta, común tanto al cine moderno como a los objetivos filosóficos de Deleuze, por hallar nuevos modos de existencia que trasciendan el caduco ideal de lo que Nietzsche llamara “el mundo verdadero” y apunten, con la vida por bandera, a extraerle todo el jugo posible a este mundo. En tal caso, no es de extrañar que Deleuze confíe en las posibilidades del cuerpo y en la potenciación de los afectos como las trincheras desde las que combatir el nihilismo:
Lo seguro es que creer ya no es creer en otro mundo, ni en un mundo transformado. Es solamente, simplemente creer en el cuerpo (…) se trata, por el contrario, de evaluar el ser, la acción, la pasión, el valor, cualesquiera que sean, en función de la vida que implican. El afecto como evaluación inmanente en lugar del juicio como valor trascendente (Deleuze, 1987, pp. 231-191).30
Hete aquí, finalmente, las directrices del contraataque deleuziano en favor de la vida: contra el nihilismo, recuperación de la creencia en este mundo; contra la desesperanza, potenciación del cuerpo y sus afectos. ¿Cómo puede el cine colaborar en tan magna tarea? En primer lugar, mostrando como ningún otro arte las posibilidades del cuerpo, desplegando y multiplicando las potencias de la corporalidad, proponiendo un auténtico cine físico del cuerpo31 (los casos de Cassavettes y Godard resultarían, este sentido, paradigmáticos [Cf. Deleuze, 1987, pp. 255 y ss.]); y, en segundo lugar, complementando aquel cine del cuerpo con un cine intelectual del cerebro32 (cuyo mejor representante sería Resnais), capaz de vincular las fragmentarias imágenes-tiempo que expresan la crisis moderna con un pensamiento capaz de restituir las relaciones quebradas en beneficio de la vida y la inmanencia.33
Si la tarea nos parece titánica quizá estemos ya en el buen camino; pues la filosofía, como expresa la más célebre sentencia de Deleuze, sirve fundamentalmente para entristecer.