Introducción
Si echamos un vistazo a algunos de los ensayos y entradas a sus Cuadernos, podemos constatar la enfática crítica de Paul Valéry a la filosofía. No obstante, es indispensable aclarar que tal oposición pretende mantener, ante todo, una distancia irónica con respecto a aquellas prácticas filosóficas que se han quedado atadas a hábitos de pensamiento delimitados por términos y fórmulas analíticas fundamentadas en ideas incomprobables. Tal es el caso de la metafísica, la gnoseología, la ética y la estética clásica en tanto que se trata de disciplinas basadas en categorías conceptuales que escapan a cualquier posibilidad de verificación empírica. A pesar de estos reparos, el mismo autor francés admite cuán imposible le resulta escapar por completo del ejercicio filosófico. Tanto más al comprobar que cuando alguien formula una idea, inevitablemente está ya asumiendo una actitud reflexiva y, por lo tanto, una práctica filosófica. De ahí que refiera: “Se da por sentado que no se puede evitar [la filosofía] y que es imposible abrir la boca sin pagarle algún tributo” (Valéry, 1993, p. 16). Sin embargo, esta disposición en ningún momento pretende manifestarse a través de la elaboración de un tratado teórico que agrupe sistemáticamente una serie de conceptos y temáticas definida dentro de un orden de presentación jerárquica. Su ejercicio reflexivo se expresa, más bien, a partir de una inquebrantable objetividad analítica asistemática; objetividad que le permitió establecer la búsqueda y distinción de los principios que gobiernan el mundo, las cosas y los seres que lo habitan.
Precisamente, en el prólogo del libro que Karl Löwith le dedicara a Valéry, señala cómo después de haber conocido su obra y de haberse adentrado en la lectura de sus Cuadernos, le había quedado claro que se encontraba ante un pensador que, además, descollaba por ser “absolutamente libre, absolutamente independiente de todas las tradiciones arraigadas y convertidas en convenciones” (Löwith, 2009, p. 9). Del mismo modo, la constatación de un trabajo aplicado al escrutamiento de sí mismo, al análisis del funcionamiento de la mente y la observación de los alcances y límites del lenguaje, entre otras muchas cosas, es lo que faculta a filósofos contemporáneos como Jacques Bouveresse (1993) para hablar de una filosofía valeriana.
Con miras a demostrar la originalidad e independencia de esta filosofía aplicada, en este caso, a la comprensión del mundo social, el presente escrito propone hacer un recorrido sobre tres temáticas puntuales. La primera se corresponde con el estudio sobre el fenómeno del intercambio interpretado desde la teoría de la desigualdad; la segunda tiene que ver con el análisis que, por medio del concepto de fiducia, se hace en relación con el fenómeno de la creencia y su papel regulador de los procesos de intercambio sociales; en tanto que la tercera temática concierne a la idea del mito, entendido como un medio de expresión que le permite al hombre seguir afirmando su propia condición humana afincada en el terreno de lo vago y de lo imaginativo.
Quiero advertir que aun cuando tales tópicos no fueron pensados dentro de un marco de organización sistemática por el cual alguno tuviera que estar supeditado teóricamente al estudio de los otros, existe sí una importante convergencia entre ellos que procuraré resaltar en pasajes específicos de este escrito. Sin embargo, también debo indicar que el interés central de este ensayo reside en mostrar cómo las ideas de intercambio, fiducia y mito, abordadas independientemente, incorporan sugestivas reflexiones que todavía nos ayudan a entender el funcionamiento del complejo mundo social en el que nos hallamos inmersos.
El fenómeno social del intercambio a partir del principio de desigualdad
Los análisis de Valéry sobre el mundo social no solamente se circunscriben a indagar sus transformaciones y crisis acontecidas durante la primera mitad del siglo XX en Europa (aspectos que ampliamente están recogidos en muchos de los ensayos que componen los cinco tomos originales de Variedad (1924; 1929; 1936; 1938; 1944) y en Miradas al mundo actual (1945) y que están recogidos en Œuvres I (1957) y Œuvres II (1960). La preocupación por conocer las raíces de los cambios y malestares de su tiempo, lo lleva también a examinar aquellos factores que han participado en el desenvolvimiento de la interacción humana. Desde la época cercana a la apertura de sus Cuadernos (1894), encontramos esbozos reflexivos que indican el interés por estudiar los componentes más esenciales que han dado forma a la estructura social sobre la que se ha erigido la civilización. Prueba de ello es la siguiente anotación del año 1897, donde son delineados los núcleos compositivos de orden familiar, social y político a partir de los cuales se han ordenado las primeras formas de intercambio social: “Historia de una pareja. Teoría antigua de las familias. Teoría de los agrupamientos humanos. La descendencia. La política” (Valéry, 1988, p. 53. Traducción del autor). Este análisis será retomado y ampliado en otra de las entradas a los Cuadernos efectuada en 1922. Reseñado con el título de “Historia completa”, tal apunte aparecerá con algunas variaciones en su libro Malos pensamientos (1942). Es allí donde, además de hablar de las primeras formas de acomodación del hombre con respecto al medio en el que habita, así como de los inicios de la regularización social que darán lugar a los nacientes modos de intercambio, plantea su tesis respecto a la directa participación que tiene en ambos procesos el principio de desigualdad: “La desigualdad se introduce por las grandes diferencias de circunstancias traídas por la extensión de los medios precedentes” (Valéry, 1974, p. 1465. Traducción del autor).
Ahora bien, en su conocido Proyecto de organización del Centro Universitario Mediterráneo de Niza, socializado y publicado en 1933 -vuelto a aparecer en Miradas al mundo actual con el título de El Centro Universitario del Mediterráneo- donde traza el programa de esta institución superior de la que fue su primer administrador, Valéry explica las tres acciones concretas por medio de las cuales el referido principio interviene posibilitando, por una parte, la acomodación del hombre con respecto a su entorno y, por otra, permitiendo que aquél pueda establecer los distintos intercambios sociales con sus semejantes. Tales acciones están conformadas por la acción del medio sobre el hombre, la acción del hombre sobre el medio y la acción del hombre sobre el hombre.
La primera forma de acción -la acción del medio sobre el hombre- señala el modo en que las distintas condiciones de tipo geológico, climático, hidrográfico y biológico de cada región del mundo, delimitan el desenvolvimiento de la vida del hombre. Valéry reseña cómo cada escenario geográfico estimula de un modo totalmente diferente las capacidades sensibles, psicológicas, imaginativas e intelectuales del ser humano; capacidades que se ven expresadas a través de la aplicación de una técnica, de unos saberes, de unos métodos propios, así como a través de la instauración de unas prácticas y actividades que intervienen en las economías de cada población humana:
El medio atrae, fija, modifica al hombre y esta acción se ejerce en un grado o a una profundidad desconocidos; sin embargo, sabemos que le impone actividades y costumbres, le sugiere empresas, imágenes, tendencias. El medio hace, por ejemplo, a un pescador o a un navegante. […]. Aplicaciones innumerables: derecho marítimo, construcciones navales, etc. (Valéry, 1954, p. 264).
Como un movimiento de respuesta recíproca al condicionamiento material, se encuentra la acción que ejerce “el hombre sobre el medio”. El autor de la Introducción al método de Leonardo da Vinci (1894), advierte que el instinto civilizador del hombre lo impulsa también a ejercer una modificación del entorno físico en donde este habita. Estamos aquí, por lo tanto, refiriéndonos a todos los despliegues de fuerza e invención realizados por la voluntad humana, los cuales buscan no solo oponerse, sino transformar las condiciones naturales a fin de fijarles a estas un orden específico. Esta acción es descrita del siguiente modo: “Pero el hombre actúa a su vez sobre el medio. Lo arregla, lo equipa, lo cultiva, lo explota. Construye ciudades, puertos, altera las condiciones naturales con resultados a veces imprevistos” (Valéry, 1954, pp. 264-265).
Es importante aclarar que la interactuación geográfica es pensada también por Valéry en términos de territorialidad. Esta idea la introduce en muchas de sus disquisiciones de carácter sociológico con el propósito de remarcar las condiciones de jurisdicción y división política que configuran, por su parte, el apropiamiento de los entornos naturales. Además, la reflexión sobre el territorio va a constituir una especie de “teorema fundamental” que le permitirá comprender las razones de la desigualdad entendida, en este caso, en relación con las ventajas y las desventajas económicas y políticas que existen entre una región y otra: “en toda época, el estado de la tierra viviente puede definirse como un sistema de desigualdades entre las regiones habitadas de su superficie” (Valéry, 1945, p. 34; énfasis en el original). Es innegable que las características de los suelos y subsuelos correspondientes a cada pueblo, el clima, las riquezas naturales, la posición geográfica ocupada, marcan, desde el inicio, tajantes diferencias con respecto a sus niveles de desarrollo. La favorabilidad o no de tales condiciones geográficas es lo que delimita las múltiples posibilidades de progreso económico, tecnológico, social, político, urbano y cultural de una nación con respecto a otra. Con clara perspicacia, el filósofo francés formula esto en una de sus tempranas entradas a los Cuadernos:
Cada nación tiende a utilizar, así como cualquier otra - lo que ella tiene. Luego, la diferencia entre las naciones no reposará más que sobre lo que esta tenga. Número de los habitantes, superficie, la posición, la riqueza bruta del suelo, las ventajas topográficas, productos brutos, etc.
Luego, al cabo de poco tiempo, las naciones físicamente poco favorecidas serán las inferiores. Además, cada nación soportará la presión del globo entero.
Intervención de la ley de crecimiento de la población (Valery, 1987a, p. 298. Traducción del autor).
El ejemplo más palmario de la estrecha correspondencia que guardan las particularidades geográficas con la expansión de un pueblo, lo ofrecen los asentamientos humanos que, desde la antigüedad, se levantaron al borde del mar Mediterráneo. Valéry señala que esta cuenca marítima, a causa de sus caracteres físicos favorables para la navegación y el desplazamiento terrestre, propició un rico intercambio económico y cultural decisivo para la modelación del espíritu europeo y el mundo occidental en general:
Nuestro mar ofrece una cuenca muy marcada; podemos pasar de un punto a otro de este circuito en pocos días, ya sea navegando por la costa, ya sea por vía terrestre. Tres partes del mundo, es decir tres mundos muy diferentes, rodean ese vasto lago salado (Valéry, 1954, p. 260).
Ahora bien, en cuanto a la tercera forma de acción -la acción del hombre sobre el hombre-, esta compromete “ya sea la acción del individuo sobre un grupo, o la de un grupo sobre el individuo, o la de los grupos sobre otros grupos o sobre sí mismos” (Valéry, 1954, p. 265). Valéry toma como referente los lazos mantenidos por las distintas poblaciones también del Mediterráneo (cada una de ellas caracterizada por un temperamento, una sensibilidad y una imaginación propia) para demostrar que han sido los intercambios voluntarios e involuntarios los que han contribuido al florecimiento y robustecimiento de muchas de las culturas del mundo. No podemos seguir de largo sin recalcar aquí que la elección del Mediterráneo como dispositivo de análisis para la reflexión sobre la teoría del intercambio, obedece a que durante siglos esta región del planeta se constituyó en un lugar testigo de ebulliciones y transformaciones, de dispersiones y regeneraciones, así como de crisis que marcaron no solo el rumbo de la civilización europea, sino del mundo entero. Es por este motivo que el Mediterráneo va a ser asumido como un modelo paradigmático a partir del cual son explicadas las tres formulaciones que hemos aquí referido. Así aparece planteado en uno de los pasajes de El Centro Universitario del Mediterráneo: “Acción del medio mediterráneo sobre el hombre. Acción del hombre sobre ese medio. Acción del hombre sobre el hombre en ese medio y acciones humanas extramediterráneas dirigidas hacia el Mediterráneo o provenientes de él” (Valéry, 1954, p. 264).
Valéry rastrea con especial interés la forma como el principio de desigualdad opera en los procesos de intercambio que los hombres adelantan entre sí. Entre otras cosas, detecta que este principio es el que ha intervenido en la organización jerárquica de los primeros núcleos humanos. La pertenencia o no a un grupo familiar, el grado de estatus social alcanzado, el nivel de conocimientos y destrezas adquiridas son aspectos que, a juicio suyo, han marcado la diferenciación de los tratos. A esto se suma, como ya lo hemos visto, la situación geográfica y con ella el contraste de costumbres, creencias, lenguas y leyes que existe entre un pueblo y otro. En una de las líneas del aforismo “Historia completa” que, como dijimos, compone Malos pensamientos, se sintetiza esta apreciación: “La desigualdad se introduce inicialmente entre los grupos: familias, tribus, por las grandes diferencias en la manera de vivir que las experiencias precedentes introdujeron según los lugares y los medios” (Valéry, 1960, p. 905). El surgimiento de los líderes es también producto de una relación de desigualdad, ya que estos individuos han revelado una superioridad con respecto unas destrezas de mando y de previsión probadas a nivel interno y externo del clan: “intercambios entre grupos, comparación de fuerzas, rivalidade De ahí los líderes, los mejores” (Valéry, 1960, p. 905; énfasis en el original. Traducción del autor).
El autor de Fragmento de un Descartes (1925) considera que los intercambios que están definidos por el principio de desigualdad comportan inestimables beneficios para la civilización. Como cabe esperar, nuevamente el paradigma del Mediterráneo sirve de referente teórico sobre este tópico. De este modo resalta las productivas relaciones que sostuvieron entre sí los pueblos aledaños a esta cuenca; pueblos con caracteres, aspiraciones e inteligencias disímiles. Los estudios históricos confirman que tales intercambios fueron de toda naturaleza y logrados a través de distintos medios: guerras, rivalidades políticas, transacciones comerciales, vínculos de sangre, afinidades y disensos religiosos, influencias arquitectónicas, artísticas, etc. (Braudel, 1987). Lo que no deja de sorprender a Valéry es la forma en que toda esta clase de permutas contribuyó a crear un patrimonio social, político, intelectual y artístico poseedor de una vitalidad cuyos efectos alcanzan aún la civilización de nuestros días. Es por ello que afirma: “En ninguna región del globo se han aproximado tanto las condiciones y los elementos más variados, ni se ha creado y renovado tantas veces una riqueza semejante” (Valéry, 1954, p. 260).
De acuerdo con Valéry, la singularidad y riqueza de la cultura europea ha sido el resultado de un conjunto variado de circunstancias, propiciadas por la mezcla de razas y de lenguas. Aspectos que han traído consigo la modificación mutua del modo de pensar y de entenderse entre los pueblos vecinos. El autor francés estima que mientras en los pueblos de razas puras -como es el caso del continente asiático- no existe la posibilidad de un desenvolvimiento amplio del intelecto, debido a las inercias que están allí inmersas (expresadas en sus propias moderaciones, costumbres y modos de pensar acendrados), en los pueblos que han aceptado la mezcla de razas la inteligencia se ha vuelto más excitable y fecunda. Son los contactos e intercambios sostenidos entre pueblos diferentes los que amplían un sentido de humanidad basado en el respeto y la tolerancia, debido a que tales tipos de experiencia enseñan “a los unos y a los otros que se puede vivir y bien vivir, según leyes, costumbres, creencias antagonistas”, asevera Valéry (1994, p. 123). Es por esta razón que reitera la importancia de favorecer el intercambio de razas. Un ejemplo de este beneficioso cruce enriquecedor de la cultura, señalado por él, lo constituye el pueblo francés, cuya base étnica está fundada en la diversidad racial. Con orgullo señala cómo celtas, iberos, ligurios, germanos, sarracenos, sármatas, entre otros pueblos, hacen parte de la “compleja molécula” de la cual proviene el pueblo francés (Valéry, 1948, p. 10. Traducción del autor).
Precisamente, uno de los cuestionamientos hechos a Hitler en 1938, un año antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se corresponde con la pretensión de fundar un espíritu de nación, tomando como eje de su discurso ideológico la promoción de una raza aria pura y superior. Valéry señala que esta postura en vez de fortalecer una concepción activa de lo nacional, tiende a fragmentar y debilitar aquellos otros factores que, efectivamente, participan de su real constitución. Como ya lo habían indicado en su momento Ernest Renan y John Stuart Mill, tales factores están asociados a la práctica de una misma lengua, la ocupación de un mismo territorio definido a través unas fronteras geográficas, el reconocimiento de una memoria e historia común, así como la asimilación de unas mismas costumbres y manifestaciones religiosas (Schmidt-Radefeldt, 2008, pp. 191-198). La crítica al dictador alemán es formulada en los siguientes términos:
El fenómeno ‘Hitler’ opone ahora a la idea de Nación la idea de Raza, tal como él la entiende, en la dirección más adecuada para destruir el concepto de Nación, es decir basada en la comunidad de lengua y de costumbres, usos (Valéry, 1987b, p. 181; énfasis en el original).
El escritor francés piensa que la idea de nación debe estar fundada, ante todo, en el reconocimiento de la heterogeneidad, la rivalidad, el disenso y la discordia; en otras palabras, en la desigualdad que social e históricamente acompaña la interacción del hombre con los demás hombres: “Nación significa diferencia, oposición, competencia, celos, etc. de origen convencional o histórico” (Valéry, 1974, p. 1549; énfasis en el original. Traducción del autor).
Por otra parte, no podemos desconocer que entre los hombres existen condiciones de desigualdad concretadas, de un lado, por la particularidad de los rasgos intelectuales, psíquicos, físicos, raciales, etarios y de género que posee cada individuo; de otro, por las condiciones culturales e idiosincráticas que, paralelamente, lo surcan. Esto nos permite confirmar que los intercambios comprometen invariablemente canjes heterogéneos, debido a la diferencia de intenciones y valoraciones ejercidas por cada uno de los individuos participantes. Valéry explica así esta disparidad en los tratos del hombre: “Los hombres son desiguales. La fórmula correcta, rigurosa, sería ésta: Todas las relaciones entre hombres engendran o conllevan necesariamente desigualdad en los intercambios, en las acciones mutuas” (Valéry, 2007, p. 522). En el proceso de conservación de la vida social, resultan pues indispensables todos los caracteres que componen el bestiario humano, aun así se trate de los más pusilánimes y los más violentos: “Purgad la tierra de vanidosos, de necios, de débiles de corazón y espíritu; exterminad a los crédulos, los tímidos, las almas borreguiles; suprimid los hipócritas; destruid a los brutales, y toda sociedad se hace imposible” (Valéry, 1957, p. 306. Traducción del autor).
Ciertamente, todas estas individualidades al obrar y afirmar su propia voluntad, contribuyen de manera particular e imprescindible en la construcción, ordenamiento e incluso reelaboración del entramado de las redes centrales y periféricas que compone la sociedad. No obstante, surge el interés por saber cuál ha sido el dispositivo que ha habilitado la marcha de las distintas redes de intercambio material, afectivo e intelectual en las que participa la totalidad de individuos pertenecientes a una sociedad. Es aquí donde tenemos que examinar la convergencia que hay entre el fenómeno del intercambio social y el fenómeno de la fiducia.
La fiducia como mecanismo de funcionamiento de la estructura social
Las sociedades humanas viven y duran en el tiempo en razón de que algunos de los pensamientos y los actos de los hombres han sido acordados bajo una forma de convención. Para Valéry la convención es una regla que ha sido admitida, bien sea por uno o por varios hombres, para guiar determinado acto o comportamiento. No obstante, aun cuando a veces se pretenda mostrar como una verdad real y absoluta, la convención no pasa de ser una simple ficción, cuyo valor está determinado por la pertinencia que alcance a tener para guiar las acciones y los comportamientos humanos a nivel individual y colectivo (Maurois, 1935, p. 30). La dinamización de las estructuras sociales depende altamente de estas ficciones de hecho, cabe agregar que ninguna sociedad humana podría subsistir sin ellas. Posicionado dentro de este marco reflexivo, Valéry asevera que el funcionamiento de la sociedad obedece no tanto a la presencia fáctica de un poder coercitivo, sino a la operatividad que ha tenido dentro de sus distintos niveles y diferentes estructuras el sistema de lo imaginario:
Una sociedad se eleva desde la brutalidad hasta el orden. Ya que la barbarie es la era del hecho, es, pues, necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden en la sola coacción de los cuerpos. Se hacen necesarias fuerzas ficticias (Valéry, 1995, p. 91; énfasis en el original).
Con el objeto de introducir un equilibrio que permita la convivencia, la humanidad ha desarrollado un sistema de ficciones por medio del cual los individuos han aprendido a fijar “compromisos y obstáculos imaginarios que tienen efectos bien reales” (Valéry, 1995, p. 91). Estas ficciones, como venimos explicando, son las convenciones. Nuestro espacio social se encuentra regido por una enorme cantidad de convenciones que no alcanzan a ser explicadas a la luz de un orden objetivo y lógico. Sin embargo, es por medio de ellas que regulamos nuestros intercambios sociales. Es así como Valéry insiste en indicar que “todas las cosas «sociales» son convencionales” (Valéry, 1974, p. 1486, énfasis en el original. Traducción del autor). Este aspecto lo lleva, a su vez, a comprender que las relaciones del mundo social, al estar estipuladas por acuerdos pactados e intersubjetivos, demandan “numerosas adherencias psíquicas” de carácter abstracto y emotivo.
De otro costado, explica que es por intermedio de las convenciones que la dimensión sensible del hombre se entrelaza y recubre con una segunda realidad: la del mundo social. No obstante, cada vez que esta segunda realidad es sacudida y resquebrajada por las catástrofes naturales, las conmociones civiles, las revueltas y las guerras, allí se deja “entrever la terrible simplicidad de la vida elemental” (Valéry, 1935, p. 87). No deja de sorprenderle al autor de Estudios literarios que, como seres humanos, nos encontremos requeridos por tantas cosas que están ausentes de la realidad inmediata, incluso por condiciones que son absolutamente inexistentes, y que aun así nos mueven a actuar. Las ideologías individuales y colectivas se inscriben en el anterior rango de agentes intangibles que motivan muchas de nuestras acciones. Todos los sistemas convencionales que sostienen a una sociedad ejercen un efecto directo e indirecto sobre nuestra realidad particular y colectiva. No obstante, Valéry advierte que el influjo de una convención en el pensamiento y en la conducta de un individuo o un grupo social lo precisa el nivel de confianza y legitimidad que le ha sido otorgado a ella (Nadon, 2014, p. 36).
Con el propósito de ahondar en este fenómeno y remarcar simultáneamente la manera como el progresivo fortalecimiento de los sistemas convencionales en el mundo moderno ha vuelto al individuo más irreflexivo y dependiente de los condicionamientos externos -de tipo económico, estatal, político, castrense, jurídico, publicitario, etc.-, en la década de los años veinte, Valéry introduce en el marco de su reflexión un término que le resulta orientador extraído del lenguaje económico y financiero. Se trata de la fiducia. Debemos anticipar que, desde la época romana, en el vocablo jurídico lo fiduciario ha estado relacionado con los valores ficticios, esto es, con los contratos aceptados y estipulados teniendo solo como pauta de crédito la confianza. La fiducia señala pues todos aquellos acuerdos contractuales que se han establecido a partir del principio de la buena fe (García, 2003, p. 437).
Ampliando muchísimo más el alcance del término, para Valéry la fiducia se corresponde directamente con todas las convenciones que dan forma y movilidad a la sociedad. Estamos aquí hablando de las lenguas, la política, las leyes, la economía, las religiones, las costumbres, las artes, etc. Además de tener un origen arbitrario, exentas por lo tanto de cualquier fundamentación concreta y lógica, estas convenciones mantienen activo su sistema de funcionamiento en vista de que les hemos otorgado un nivel de legitimidad. Estas formas de mediación, de actuación, de producción, de regulación y de comprensión del mundo, en la medida en que posibilitan los intercambios, se constituyen en complejos sistemas fiduciarios. En este ámbito se integran también todos los conocimientos basados en la creencia o en la simple doxa a partir de los cuales hemos podido instaurar formas permanentes de socialización intersubjetiva (Pietra, 1998, p. 93-94). Dado que la sociedad se halla construida por una red de convenciones o fiducias moduladora de los actos de todos sus miembros, Valéry va a encontrar que su desarrollo está íntimamente ligado con un acto de creencia. Así lo plantea en su ensayo de 1932, La política del espíritu: “Diré, muy en primer término, que toda la estructura social está fundada sobre la creencia o sobre la confianza. Todo poder se establece sobre esas propiedades psicológicas” (Valéry, 1945, p. 95; énfasis en el original). Incluso, precisa que la subsistencia del mundo social “supone un credo o crédito” (Valéry, 1974, p. 918. Traducción del autor) que puede estar vinculado a una palabra, a unos textos, a unas leyes, a una imagen, a una persona o bien a la experiencia y tradición independiente de la persona.
La creencia puede explicarse como un proceso de apropiación de una realidad y adecuación a tal realidad. En este proceso hay de por medio una actitud reduccionista que tiende a tomar lo parcialmente dado como si fuera una verdad completa. Asumida desde el plano cognoscitivo y psicológico, la creencia remite a una disposición de comportamiento condicionada por los hechos o el objeto, tal y como este es aprendido por parte del sujeto (Villoro, 2008, p. 61). Quien cree deposita imaginariamente en lo creído, sea cual sea la forma de representación que tenga ante sí, una fuerza y una actitud que motiva la generación de acciones. Por medio de la creencia -no importa cuál sea esta dentro de los distintos escenarios de interactuación social- es que se logra la realización de acciones uniformes en la sucesión general de los acontecimientos humanos. Acciones que se dan sin que haya ningún tipo de resistencia, objeción o reflexión dubitativa. Valéry señala, verbigracia, cuán definitiva es esta función en el ordenamiento, regencia y operatividad de la estructura política y en la cadena de mando de orden militar: “Ella -la credulidad- permite la subordinación; y luego, la acción, etc.” (Valéry, 1974, p. 1535. Traducción del autor).
Si bien es cierto que existen creencias expuestas a la degradación individual y colectiva -piénsese tan sólo en el caso de la crisis de la religión cristiana en Occidente-, existen mecanismos encargados de cubrir y restaurar esta fractura. La activación, programación y repetición de ciertos actos mediante las costumbres, los rituales, los estereotipos, verbigracia, hacen parte de estas automatizaciones encaminadas a mantener vigente la adherencia de los vínculos sociales (Fontanille & Zilberberg, 2004, pp. 240-241). Desde este punto de vista, se entiende con mayor claridad la razón por la cual Valéry equipara la fiducia a una fuerza estática que tiende a oponerse a cualquier cambio que afecte la estabilidad de las distintas estructuras del mundo social:
Toda sociedad es fiducia -La fiducia juega un rol bastante análogo al de la inercia. El orden social puede expresarse diciendo que toda sociedad organizada, ordenada es, por sí misma, conservación de su fiducia -la cual corresponde a una economía de fuerzas reales (Valéry, 1974, p. 1526; énfasis en el original. Traducción del autor).
Pese a ello, el poder de conservación de las propias estructuras y dinámicas ejercido por las sociedades mediante las fiducias no puede interpretarse como algo rígido que pretenda negar por completo nuevos modos de sociabilidad. Las mismas fiducias dan paso a otros modelos de interactuación e intercambio, en la medida en que allí pueda asegurarse el orden y la operatividad social. Las fiducias ligadas a la idea de libertad, justicia y patria, por ejemplo, han servido y sirven como referentes para legitimar o descalificar, justificar o impugnar determinadas acciones, convenciones, tendencias y planteamientos establecidos o emergentes en el ámbito político, económico, social, cultural y artístico de distintos períodos de nuestra historia. Tan solo pensemos en las implicaciones que llegó a tener en todos los anteriores ámbitos, una de las fiducias más sugestivas que guió el movimiento de la revolución francesa a finales del siglo xviii, así como el movimiento independista en el continente americano: “libertad, igualdad, fraternidad”.
De otro costado, Valéry destaca que la fuerza de acción y coerción alcanzada por los componentes imaginarios de cada fiducia es más expedita y durable en tanto se desconozca su procedencia humana. Para hacer más comprensible esta tesis, toma como referente el poder estatal. Esto por cuanto encuentra que la capacidad de dominio de las instituciones gubernamentales, reside en la creencia de los ciudadanos de que su acción y fortaleza ejercida sobre un lugar y en un momento específico de requerimiento, puede ser aplicada en todos los lugares y a cada instante. No obstante, indica que la efectividad de este poder se asemeja a la capacidad de solvencia de un banco, cuya acreditación está garantizada solo en la medida en que sus ahorradores no vendrán a retirar su dinero en un mismo día. De este modo, plantea que si el poder estatal estuviese permanentemente obligado “a ejercer su fuerza real sobre todos los puntos de su imperio, ese poder sería en todos esos puntos casi igual a cero” (Valéry, 1945, p. 98; énfasis en el original). Así, entre más desconozcan los ciudadanos que la capacidad de un Estado proviene del valor que ellos le otorgan, mucho más efectiva puede ser su acción. Ahora bien, en una relación proporcionalmente inversa, entre tanto más conozcan esos mismos ciudadanos que el poder estatal procede solo de lo que imaginariamente ellos le han otorgado, tanto más impotente deviene dicho poder, con lo cual se dejan abiertas las puertas para la instauración del estado de anarquía y caos.
Lo mismo acontece si analizamos el mecanismo de elección que tienen instalados los Estados democráticos. Su funcionamiento viene directamente apoyado por la acción de la creencia, la cual está expresada a través del voto. Votamos por tal o cual candidato porque creemos en él y en su propuesta de gobierno, porque esperamos que represente nuestros intereses colectivos. En última instancia, la democracia está sentada sobre la credibilidad que el ciudadano le otorga al dirigente político; dicha confianza resulta indispensable para el ejercicio gubernamental, aun así se corra el riesgo de que tal credibilidad se transforme en simple credulidad, y la actividad política en demagogia (Labastida, 2007, p. 60).
Otro de los fenómenos, desprendido ahora del terreno económico, que nos deja entender el efecto dinamizador de la fiducia en el entramado social, es el dinero. En lo atinente a esta clase de bien material, Valéry encuentra que es el que más ha impactado las relaciones de intercambio simbólico en el mundo social moderno. Efectivamente, desde los inicios de la economía capitalista, como en ninguna otra época del pasado, lo político, económico, laboral, familiar, educativo, recreacional, se ha visto profundamente regulado por el signo y los índices de lo monetario. Pensando en esta absorbente realidad, el autor de La idea fija expresa de manera lacónica: “El Tiempo es del dinero” (Valéry, 1974, p. 1489. Traducción del autor). Al pensar en el poder de la fluctuación de las bolsas de valores de su época, en la danza de las cifras financieras que dominan los sectores de la producción industrial y económica, pone en boca de su personaje ficcional, el señor Teste, otra escueta frase que nos ayuda a complementar el significado de la anterior frase: “El oro es como el espíritu de la sociedad” (Valéry, 1972, p. 29). Con ello pretende enfatizar la importante repercusión que ha tenido el dinero en el incremento de la economía y el intercambio social moderno. Y es que, seguramente, entre todas las mercancías usadas dentro de la sociedad de consumo, la moneda se mantiene como algo indeteriorable e invariable, constituyéndose en el parámetro de medida del valor de uso de las demás mercancías (Lacorre, 1987, p. 30).
Donde podemos detectar el incremento del valor del dinero como valor fiduciario, es a partir del momento en que la moneda -tomada desde la antigüedad como dinero-mercancía cuya máxima significación tangible de riqueza fue el oro- es sustituida por el dinero de papel (Haesler, 1995, p. 48). La validez de este nuevo patrón de valor, cuyo soporte está dado ya no solo por la tecnología de imprenta, sino por los recursos que ofrece la era digital (dinero plástico, moneda virtual, etc.), reposa esencialmente sobre la acción de la creencia. Efectivamente, es a partir del crédito acordado que el dinero ha alcanzado su propio poder, deviniendo en un valor indiscutible capaz de transformar las relaciones de las cuales él mismo es un resultado.
Ahora bien, esta misma confianza que ha permitido fundar el valor del dinero es la misma que ha operado para la creación del valor del lenguaje. Incluso, Valéry advierte que el lenguaje es el dispositivo fundamental a partir del cual se ha establecido la comunicación y la integración social. Así lo afirma en una de sus entradas a los Cuadernos: “Entre la sociedad y el lenguaje existe una relación recíproca de existencia. No hay sociedad sin lenguaje y no hay lenguaje sin sociedad. La sociedad sólo vive en lo que es expresable y por él” (Valéry, 1974, p. 1529. Traducción del autor). Con todas las imperfecciones que le son inherentes, el lenguaje ha sido el medio principal por el cual el hombre se ha visto impelido a salir fuera de su propio ser para establecer una comunicación recíproca con sus semejantes (Robinson, 1963, p. 12). Mediante el lenguaje presentamos o nos son presentadas las ideas de los otros, generándose de este modo una activa forma de intercambio intersubjetiva: “El lenguaje asocia tres elementos: un Yo, un Tú, un Él o cosa -Alguien habla a alguien de algo” (Valéry, 2007, p. 127). Pero lo cierto es que la creación del sentido del lenguaje solo comienza cuando le otorgamos credibilidad al discurso emitido por la otra persona, ya sea que esta lo utilice con el propósito de nombrar, indicar, evocar, describir, negar, explicar, orientar, proyectar o emitir una impresión o juicio cualquiera. La construcción de todo diálogo, de toda narratividad y de todo conocimiento humano, depende de este acto de confianza otorgado tanto al discurso como al portador o remitente de dicho discurso (Pierre, 1993, p. 97).
Esta definición del sentido del lenguaje es explicada por Valéry a partir de la significación que tiene cada palabra, así como del crédito que se la ha otorgado a dicho significado. Dentro del uso ordinario del lenguaje solemos confundir las palabras y la realidad que ellas denotan como si fuesen una misma y única cosa. Por una suerte de hábito mental, nos hemos acostumbrado a establecer una relación inmediata entre las palabras y las cosas que nombramos con ellas, creyendo que por el mero hecho de enunciarlas estamos describiendo de forma directa una realidad. Sin embargo, lo cierto es que las palabras no guardan una relación simétrica con las cosas que designan, y mucho menos han de asumirse como si su entramando sígnico pudiera concordar plenamente con una supuesta realidad. De ahí la siguiente frase formulada en los Cuadernos: “No es función de los nombres producir las «cosas»” (Valéry, 1973, p. 464. Traducción del autor). No obstante, tal identificación obedece a que nuestra mente ha aprendido a valerse prioritariamente del lenguaje para salir de su estado de indeterminación y desorden generado por una excitación o una necesidad específica (Tagami, 1996, p. 64). Con el propósito de darnos una claridad y un orden con respecto al mundo que observamos, nos valemos efectivamente de palabras y frases portadoras de significado. Atendiendo a ello es que el lenguaje adquiere un valor expresivo a través del cual nuestra conciencia logra clarificarse. La capacidad reflexiva de la mente depende estrechamente de la palabra, de las distintas nociones que han sido acreditadas para designar la realidad. En los Cuadernos encontramos esta otra afirmación: “Pensar y expresar su pensamiento son cosas poco disociables. No hay una separación clara” (Valéry, 2007, p. 127; énfasis en el original).
Para Valéry las palabras cumplen una función eminentemente transitiva y provisional, lo cual quiere decir que no tienen una significación completamente definitiva; ellas están puestas al servicio de un pensamiento y su significado está sujeto a transformaciones acordes a lo que este o aquel otro individuo pretende construir y expresar. Es por esta razón que cada palabra la asemeja a aquellas livianas tablas “que se arrojan sobre una zanja o sobre una grieta de montaña, y que soportan el paso del hombre en rápido movimiento” (Valéry, 1990, p. 75), siendo en este caso su propósito el de hacer transitar un pensamiento. Cabe decir que, permanentemente, nos hallamos elaborando delgados y provisionales puentes hechos de frases que atravesamos yendo de un lado a otro. De hecho, en los intercambios que establecemos con los demás hay de por medio una continua construcción de puentes verbales. Empero, estos puentes son frágiles, los cual significa que en cualquier momento están sujetos a romperse y a echar al vacío del sinsentido las palabras que por allí transitaban. Esta precariedad es destacada en los siguientes términos:
Consulten su experiencia, y encontrarán que no comprendemos a los otros, y que no nos comprendemos a nosotros mismos si no es gracias a la velocidad de nuestro paso sobre las palabras. No hay que insistir sobre ellas, al riesgo de ver el discurso más claro descomponerse en enigmas, en ilusiones más o menos ocultas (Valéry, 1990, p. 75; énfasis en el original).
Valéry advierte a los espíritus reflexivos sobre la necesidad de acercarse al lenguaje tomando todas las precauciones que sean necesarias para no olvidar el carácter precario de las palabras. Especialmente, indica la importancia de aprender a estar en guardia contra aquellas palabras de naturaleza abstracta que no guardan una relación directa con el mundo real y que pueden prestarse para todo tipo de tergiversaciones y manipulaciones (Jarrety, 1991, p. 48-49). Pues se trata, según su pensamiento, de nociones irracionales que inhabilitan la elaboración de ideas concretas en nuestra conciencia: “Principio - Toda palabra, toda relación, que no se traduzca en una imagen perfectamente clara y constante, debe ser rigurosamente rechazada” (Valéry, 2007, p. 127; énfasis en el original). Ahora bien, muchas de estas palabras se encuentran activas, utilizadas como monedas de intercambio, en los más diversos ámbitos del mundo social. Denominaciones como libertad, ciudadano, democracia, justicia, nación, pueblo, Dios, verdad, ser, belleza, etc., hacen parte de ese tipo de construcciones abstractas que son empleadas de manera abusiva en la política, el derecho, la religión, la filosofía y la estética. Cabe agregar que quien expresa este tipo de palabras da poco frente al que la recibe, quien, por demás, cree estar recibiendo mucho (Jarrety, 1991, p. 84). Tan solo basta fijarse en los pronunciamientos hechos por los militares de alto rango a sus subordinados en los que se invocan valores como la lealtad, el honor, el amor a la patria, etc. En estos casos, la palabra recibida se conduce como una energía que activa la realización de diversos actos, no importa la naturaleza ética de ellos.
A través de la teoría fiduciaria, Valéry critica aquellas convenciones humanas que en vez de estar al servicio de los requerimientos generales del hombre, se han convertido en estructuras de dominación y sojuzgamiento. Estamos aquí hablando de todas aquellas convenciones expresadas en forma de hábitos, palabras, ideologías, códigos, leyes, valores e instituciones que pretenden legitimar su existencia a partir de un crédito que nunca admite ser puesto en duda. Con la idea de fiducia constatamos que el ser humano posee una conciencia imaginante de la cual, constantemente, este se sirve para otorgarle un sentido al mundo en el que habita. Valéry se suma al grupo de pensadores de la talla de Gaston Bachelard, Claude Lévi-Strauss Mircea Eliade, Gilbert Durand, Edgar Morin y Michel Maffesoli, que muestran cómo lo imaginario cumple un papel determinante en la definición, comprensión y asimilación que el hombre hace de la realidad. Para comprender con mayor propiedad esta aseveración pasemos ahora a revisar la idea valeriana del mito.
La presencia del mito en el desenvolvimiento de la vida social
En 1928, para la época en que ya viene reflexionando sobre la idea de la fiducia,1 Valéry escribe, como prefacio al libro Poemas en prosa de Maurice Guérin, su conocido ensayo Pequeña carta sobre los mitos. Especifica allí el autor francés que todo juicio puramente especulativo (no importando el grado de elaboración reflexiva que este pueda alcanzar), así como cualquier clase de narración basada en la mera fantasía o cualquier diálogo sostenido en la simple opinión, se encuentran en el rango del mito. Específicamente hablando, el mito se corresponde con todas las formas de enunciados cuyo único soporte de validez está dado por el lenguaje. Pese a que no guardan una relación directa con la realidad, por estar afincadas en el terreno de la especulación y la imaginación, tales formulaciones poseen un valor real y efectivo en la medida en que de su contenido -por más entremezclado, ambiguo y discontinuo que este sea- se extraen unos mínimos niveles de significación para nuestra sensibilidad, imaginación e inteligencia:
Mito es el nombre de todo lo que no existe y solamente subsiste teniendo la palabra por motivo. No hay discurso tan oscuro, cuento tan extraño, conversación tan incoherente que no podamos darle un sentido. Existe siempre una suposición que da sentido al lenguaje más extraño” (Valéry, 1993, p. 236-237; énfasis en el original).
Ciertamente, el mito es una forma de fiducia que está determinada por el lenguaje dentro del cual se instala. Sin embargo, su carácter fiduciario se ancla en un espacio de significado mucho más específico, correspondiente con todas aquellas nociones arbitrarias y todos aquellos relatos que se asientan en el ámbito de lo puramente ambiguo e incomprobable, y que aun así gozan de una abierta credibilidad.
Tal y como lo advierte (Jean Pépin 1962, p. 64), el razonamiento valeriano acerca del mito se encuentra próximo a la idea que a este respecto formula Plotino. Específicamente, en las líneas donde señala que los mitos, en vez de tenerse que descalificar por tratarse solo de un entramado de ficciones, deben asumirse, desde el punto de vista argumentativo, como una forma de discurso portador de sentido. El autor de las Enéadas recuerda que incluso el mismo Platón se valió del relato de las historias divinas, a lo largo de sus diálogos, para enseñar las verdades más difíciles. Por medio de esta estrategia se estaría mostrando, pues, que el valor de los mitos está más referido a su capacidad expresiva, dada por el logos (entendido aquí como discurso), que a su propio carácter mítico y, por lo tanto, inverificable. Para Valéry, en efecto, el mito busca otorgar un sentido y una significación del mundo, aun cuando su discurso no esté relacionado con ninguna realidad sensorial o física que pueda confirmar una justicia, un pueblo o persona alguna (Larnaudie, 1992, p. 260). Puesto que el origen del mito está dado exclusivamente por el lenguaje, su existencia es por completo frágil: a cada momento está corriendo el riesgo de ser absorbido y transmutado por la fuerza de otros enunciados.
Desde el ámbito de la antropología clásica, la idea de mito ha sido asociada a aquellos relatos por medio de los cuales las culturas arcaicas pretendían dar una significación y valoración sobre sus orígenes y la existencia primigenia del mundo. Sin embargo, para Valéry, al igual que para autores como Lévi-Strauss (1995), lo mitológico no se circunscribe exclusivamente a aquella rememoración simbólica que han hecho las culturas ancestrales sobre los tiempos más remotos y originarios del mundo; también concierne a las distintas formas como interpretamos y nos acercamos cotidianamente al mundo: “[…] hay en nosotros tantos mitos y tan familiares que es casi imposible separar claramente de nuestra mente algo que no lo sea” (Valéry, 1993, p. 238). Por otra parte, si analizamos la morfología de los mitos de nuestros ancestros podemos apreciar que en ellos hay una vivaz mezcla de imaginación, memoria, sentimiento, imprecisión y razón que, conjuntamente, ejerce un enorme poder de atracción sobre el hombre. Justamente, son estas características las que el autor de Miradas al mundo actual encuentra manifiestas, en distinta escala, en medio de las apreciaciones, las conjeturas y las opiniones que emitimos sobre algo o sobre alguien (muchas veces cargadas de sentimientos, de temores, de expectativas, de esperanzas o de aversiones). Es innegable que donde más se encuentran visibles tales características elaboradas en un nivel de mayor sofisticación, es en las narraciones literarias, pero también que en las teorías, los conceptos y los principios que hacen parte de los sistemas y las doctrinas filosóficas. Si bien en todos los casos se trata de argumentos basados en la mera opinión, en la ficción, o bien, en lo que es absolutamente indemostrable, (esto pasa con el saber metafísico), como seres humanos hemos aprendido a depender tanto de ellos que si, por alguna razón, los tuviéramos que abolir de nuestra mente, estaríamos condenándonos a renunciar a excitantes esenciales sin los que no sería posible elaborar nuevas formas de interpretación vivificada del mundo. Esto es formulado en uno de los pasajes de Una pequeña carta sobre los mitos:
¿Qué sería entonces de nosotros sin la ayuda de aquello que no existe? Poca cosa, y nuestras mentes desocupadas, languidecerían si las fábulas, los engaños, las abstracciones, las creencias y los monstruos, las hipótesis, y los pretendidos problemas de la metafísica no poblaran de seres o de imágenes sin objeto nuestras profundidades y nuestras tinieblas naturales (Valéry, 1993, p. 240).
Cabe recordar que los mitos se hallan inscritos también en los relatos religiosos, económicos y políticos. Para Valéry las ideas de Dios, fe, inmortalidad, alma, dinero, justicia, democracia, pueblo, poder, libertad, nación, son ya expresiones con una alta carga mítica.
Líneas atrás indicamos que la literatura es una forma de mito por cuanto sus relatos integran aspectos imaginativos y significados que reposan dentro de un rico marco de ambigüedad interpretativa. La novela, el ensayo, el cuento y la poesía -cada uno valiéndose a su modo de un andamiaje de ideas, diálogos, imágenes, giros, tropos y metáforas- se configuran en dispositivos que tienen por objeto despertar y excitar, de una manera única, la atención, la sensibilidad y la imaginación de quienes los leen o escuchan. Para Valéry el poder mitológico del campo literario se centra en el carácter plurisignificativo que pueden llegar allí a adquirir las palabras. Por medio de la literatura, en efecto, las palabras abandonan los usos restrictivos que tienen en el mundo de la vida práctica, para desplazarse hacia un campo de sentidos inhabitual y sorprendente. Si admitimos, tal y como lo indica el autor de La joven parca, que la poesía es “la literatura reducida a lo esencial de su principio activo” (Valéry, 1977, p. 156. Traducción del autor), bien podemos desplazar sin ninguna reticencia a todo el campo de la literatura en general, la siguiente afirmación consignada en una de las entradas a los Cuadernos: “Las palabras en poesía son polivalentes. Tienen fuerza mítica” (Valéry, 1974, p. 1112. Traducción del autor).
Los mitos están fuertemente arraigados a nuestra vida y a nuestras estructuras mentales, es por ello que resulta supremamente difícil diferenciarlos de los pensamientos completamente objetivos. Así, cuando hablamos, no importa lo que sea que estemos hablando, nos exponemos a continuar mitificando. Como ya lo dijimos, las opiniones que emitimos son ya mitos. En el rango de lo mitológico se inscribe el tiempo futuro, y con él todas las promesas que hacemos, las cuales, por ser simples intenciones, pertenecen al campo de lo posible e indeterminado. Igualmente, las evocaciones del pasado hacen parte de lo mítico ya que a ellas se añaden, de una u otra forma, detalles que son sólo imaginados. Es debido a esto que la historia va a ser también concebida por parte de Valéry como una suerte de mito que está amparado solo por el lenguaje y la creencia: “Toda la historia está únicamente hecha de pensamientos a los cuales añadimos ese valor esencialmente mítico de representar lo que fue” (Valéry, 1993, p. 239). Este señalamiento, en concreto, se corresponde con aquella historiografía que, impulsada por el positivismo del siglo xix, pretendió erigirse en una ciencia objetiva con la supuesta capacidad de auscultar de forma transparente los eventos y los personajes de épocas pretéritas. Lo que muchos de sus abanderados se negaron a reconocer es que cualquier investigación emprendida por la historiografía está limitada, de una parte, por el sustrato subjetivo del observador, y de otra, por la creciente e insoslayable distancia que siempre va a mediar entre el tiempo presente y los hechos cada vez más difusos e inasibles del pasado (Blüher, 2008, p. 116). Esta es otra de las críticas puntuales hechas a los libros de historia: “Todo capítulo de historia contiene un número cualquiera de datos subjetivos y de «constantes arbitrarias»” (Valéry, 1954, p. 18).
Por otro lado, cabe referir que la mayor parte de la experiencia y el significado que el hombre tiene del mundo, ha surgido de unos modos habituales de acercarse e integrarse a él, tomando como guía el conocimiento intuitivo y conjetural. La filosofía plantea que la fuente de producción de este saber reposa en el sentido común y el buen sentido. Por sentido común, Valéry designa específicamente el modo de proceder directo y simple con que trabaja cotidianamente nuestra razón; en tanto que por buen sentido alude todas las cavilaciones que solemos hacer sobre algo pero que están amparadas únicamente sobre “un sentimiento estadístico, una espera o probabilidad, fundada sobre experiencias confusas” (Valéry, 1960, p. 620. Traducción del autor). Las formas de conocimiento derivadas de estos ámbitos -en donde se integran las conjeturas, los presagios, las maneras habituales de resolver nuestras inquietudes y tomar nuestras decisiones, así como todo cuanto conforma el registro de nuestra sabiduría popular- poseen una gran validez para cada uno de nosotros puesto que es a través de ellas que guiamos la mayor parte de nuestras reflexiones y actos en la vida práctica. Es apelando a la imprescindible utilización que hacemos de esta forma de conocimiento sensible, conjetural, ambiguo e inverificable que Valéry nos recuerda la necesidad que, como hombres, tenemos del mito.
A modo de conclusión
Como hemos podido observar a lo largo de este escrito, en el pensamiento de Valéry son visibles los anclajes fundamentales de una filosofía atenta a escudriñar los fenómenos que han hecho posible el ascenso y expansión de la vida social. El estudio de las acciones naturales y las acciones humanas, así como el análisis de su mutua interrelación establecida a partir del proceso de adaptación y acomodación ejercida por el hombre, posibilitó comprender el modo como el principio de desigualdad opera a nivel del intercambio social. Supimos que la función de este principio se manifiesta en la serie de rasgos diferenciales introducidos por el particular ámbito geográfico en que se asienta cada grupo poblacional, por las características idiosincráticas y culturales propias de dichas comunidades, al igual que por las acciones que dentro de ellas realiza cada individuo. Todo ello nos llevó a ratificar que el principio de desigualdad constituye para Valéry un elemento decisivo sin el cual no sería posible el avance de la sociedad. Incluso, en otros pasajes de su reflexión teórica, se atreverá a postular que el florecimiento y fortalecimiento de la cultura y el arte dependen de la acción de dicho principio.
A través de la idea de fiducia pudimos entender, inicialmente, cómo las convenciones constituyen un factor fundamental sin el cual no podría darse la cohesión de los variados regímenes de la vida colectiva. Sin embargo, Valéry también se va a encargar de denunciar en otros pasajes de su filosofía social -especialmente en aquellos dedicados al análisis de la política, la educación y la lógica de la producción industrial y tecnológica desarrolladas a partir de las primeras décadas del siglo xx- el surgimiento de las nuevas y perniciosas convenciones que pretenden regir, de forma absoluta, el modo de sentir y de pensar humano. Estamos refiriéndonos a sistemas fiduciarios aberrados que exigen creer solo en el conocimiento cuantitativo y estadístico del mundo, en el rendimiento y la eficiencia productiva, así como en el valor dinero. En esta lista se incorporan además aquellas fiducias que están llevando a la sociedad a la absoluta banalización, las cuales son promovidas por el vertiginoso avance tecnológico, al igual que por el desmedido consumismo mercantil que es alentado día a día por los discursos falaces de la publicidad. Asimismo, ingresan allí las fiducias que hacen creer que el verdadero conocimiento de un individuo se mide por una acumulación memorística de datos o bien por la acreditación de un simple título académico. En este mismo orden son cuestionadas las fiducias mediante las cuales se ha promovido la idea de que el sistema numérico de votos defendido por el modelo democrático es lo que mejor garantiza la elección del dirigente más apto para gobernar un país. De igual modo, se anexan las fiducias literarias y artísticas que promueven la legitimación de una producción y un consumo de obras solo a partir de los efectos derivados de la pura novedad y la estética del shock.
Valéry constata que todos estos nuevos sistemas fiduciarios que ha implantado la actual civilización, enajenan y manipulan de forma directa e indirecta la conciencia humana. Hoy, más que nunca, vemos sus efectos reales exteriorizados en el atrofiamiento de la capacidad sintiente y pensante del hombre. Es por esta razón que el autor francés invita a liberarnos de su coerción recordando que su poder efectivo reposa únicamente en el crédito que les hemos otorgado. Sin embargo, esta propuesta, más allá de inhabilitar el poder de dichas fiducias, propone la creación de otras fiducias a nivel político, económico, social, educativo y cultural a través de las cuales el hombre pueda volver a recuperar la creencia y la confianza en su propia inteligencia, y en la capacidad que tiene para construir el destino que más beneficie a la humanidad entera.
Otra de las cosas que merece destacarse en esta conclusión es la enorme importancia que Valéry le concede al instinto ficcional, entendido como elemento integrador de las sociedades. Las fiducias son ficciones por medio de las cuales hemos aprendido a establecer unas gradaciones de orden sin las que no sería posible la vida social. Estas ficciones, creídas y aceptadas, están constituidas por signos (el lenguaje reposa sobre un entramado de signos) y símbolos de toda índole, elementos a partir de los cuales la humanidad ha aprendido a salir del estado de barbarie e incivilidad, proyectando su existencia más allá de los requerimientos y fines de la vida inmediata. La presencia e influjo de las ficciones en el hacer, el actuar, el decir y el juzgar humano, llevan a Valéry a considerar el mundo social como “un mundo al que solo la magia sostiene” (Valéry, 1995, p. 92). Aun cuando no lo percibamos con facilidad, en efecto, la sociedad está constituida por un sistema de “encantamientos” que día a día se activa y renueva a través de la legitimación de las creencias, el mantenimiento de las prácticas, los hábitos y las costumbres que posee cada cultura. A su vez, la operatividad de este sistema de conjuros se activa con los distintos usos que les damos a las palabras, con el acatamiento de los decretos, el pronunciamiento de sentencias, la realización de promesas, la subscripción de acuerdos, así como por medio de la asimilación de todos los tipos de imágenes que llegan a nuestra mente. Todo esto nos corrobora que el edificio de la civilización está sostenido por un frágil entramado de ficciones en las cuales creemos. Nuevamente escuchamos a Valéry: “Una sociedad vive de ilusiones - sólo es ilusiones. Quiero decir que ella, en cada uno, está representada por una «creencia»” (Valéry, 1974, p. 1528. Traducción del autor).
Con el objeto de ilustrar, en el cierre de este escrito, la función determinante que tiene el mecanismo de la fiducia para el desarrollo y mantenimiento de la civilización y de la cultura, resulta pertinente mencionar la hipótesis insólita, pero no por ello improbable, que plantea Valéry. Desde su invención, el papel ha adquirido una significativa importancia al tomarse como un material óptimo para acumular y transmitir de generación en generación el conocimiento. Sabemos que en este tipo de soporte se encuentran consignados infinidad de valores fiduciarios que la humanidad ha tomado como auténticos. Valéry propone que pensemos en el surgimiento de un virus misterioso e intratable que ataca y destruye todo el papel existente en el mundo. Sea donde sea que se encuentre el papel y la información o uso que tenga, no tiene escapatoria de ese insidioso roedor invisible:
Imaginad, pues, que el papel desaparece: billetes de banco, títulos, actos, códigos, poemas, periódicos, etc. De inmediato, toda la vida social queda fulminada, y de la ruina del pasado se ve emerger algo de lo porvenir, de lo virtual y de lo probable, lo real puro.
Cada quien se siente reducido a su esfera inmediata de percepción y de acción. El porvenir y el pasado de cada uno se restringen prodigiosamente; quedamos reducidos al radio de nuestros sentidos y de nuestras acciones directas (Valéry, 1945, p. 99; énfasis en el original).
Para que esta suposición en el contexto actual alcance todo su efecto de gravedad, debemos sumarle la desaparición, a causa de ese extraño virus, de los archivos y datos que están contenidos en los nuevos medios de comunicación digital, los cuales también cumplen la función de transmitir y almacenar valores fiduciarios. Así, a través de esta terrible condición de vacío de información y de fijación estable de recuerdos, de negación de cualquier forma de transmisión durable de valores materiales y espirituales, podemos percatarnos de la fragilidad que poseen las estructuras fiduciarias que han dado forma a todo el mundo estatal, económico, jurídico, religioso y cultural sobre el que descansa la humanidad.
Por otra parte, en este estudio constatamos la forma como Valéry advierte sobre el peligro que corre la inteligencia humana cuando pretende expurgar de su propio nivel expresivo los elementos que dan lugar a lo mitológico. Aquí, claramente, nos estamos refiriendo a todas las expresiones reflexivas que vinculan el carácter de lo impreciso, ambiguo, conjetural e indefinido. Si bien es cierto que dentro del campo de los saberes humanos la ciencia moderna se ha destacado por el enorme poder de acción que ha logrado alcanzar, uno de sus defectos ha consistido precisamente en absolutizar dentro de su modelo de investigación el uso de una racionalidad reducida solo al desarrollo de operaciones lógicas y cálculos neutrales y objetivables que han salido a la postre empobreciendo nuestra propia realidad. El escritor francés dirige uno de sus dardos hacia el modelo argumentativo de la ciencia elaborada a partir del siglo XX. Entre otras cosas, denuncia que, debido al rigor positivista y a la pretensión de sustraer todo elemento subjetivo de su campo de análisis, esta disciplina del saber terminó por promover, como lo corrobora igualmente Husserl en La crisis de las ciencias europeas (2008, p. 5), una mirada impersonal, alejada de un verdadero significado para la vida humana.
En uno de los aforismos titulado “La inhumanidad”, perteneciente a su libro Rhumbs, escrito en 1926 y recogido en 1943 en el libro Tel Quel II, Valéry crítica explícitamente el lenguaje científico de su época en razón de que sus premisas han rechazado la incorporación de “nuestras imágenes ingenuas”, al igual que han rechazado “nuestra facultad de imaginar”, la cual siempre ha estado ligada a “nuestras experiencias y hábitos corporales” y, por lo tanto, a todo lo que se deriva de nuestra sensibilidad y posibilidades de comprensión humana. Esta discontinuidad del pensamiento científico en relación con la experiencia y el conocimiento usual que durante siglos ha contribuido a la edificación de la civilización y la cultura, lo vemos expresado a través de la formulación de sus proposiciones explicativas, las cuales, por su carácter abstracto e impersonal, resultan incomprensivas e irritantes para nuestro sentido común, o mejor, para “las formas del lenguaje ordinario a las cuales dicho sentido está estrechamente ligado” (Valéry, 1960, p. 620. Traducción del autor). Es debido a este descrédito del sentido común y del buen sentido, así como debido al rechazo a las viejas concepciones antropomórficas con las que antes el hombre hacía inteligible el mundo para sí (en donde la filosofía tuvo un lugar preponderante), que Valéry tilda a la ciencia de inhumana (Souday, 1927, p. 82). La tendencia a la exactitud y la claridad impuesta por el modelo científico desarrollado a partir del siglo XX hasta nuestros días, ha puesto en peligro la existencia del mito. Así lo confirma el propio autor:
Lo que desaparece por algo más de precisión es un mito: ustedes verán cómo mueren los mitos y se empobrecen indefinidamente la fauna de las cosas vagas y de las ideas… bajo el rigor de la mirada, y bajo los golpes múltiples y convergentes de las preguntas y de los interrogantes categóricos con los que se arma por todas partes la mente vigilante (Valéry, 1993, p. 237).
Desde su época, Valéry nos advierte que la búsqueda de objetividad reivindicada por la ciencia -y que vemos traducida en una formulación de ideas puras, escindidas de cualquier posibilidad de relación con las formas habituales de la percepción humana- ha creado las condiciones para implementar un estado de barbarie “más temible que las barbaries antiguas por ser más exacta, más uniforme e infinitamente más potente” (Valéry, 1995, pp. 93-94). En la época contemporánea, Michel Henry es uno de los pensadores que ha podido corroborar esta admonición. Efectivamente, en su libro La barbarie, denuncia cómo el pensamiento científico, instaurado desde la época de Galileo, ha socavado de forma profunda los valores, la cultura y el sentido mismo de lo humano de la actual civilización, al pretender erigirse como el único modelo válido de saber (Henry, 2006, pp. 15-18). Esta imposición de la racionalidad objetivante, medible y demostrable la vemos aplicada en los campos de la producción industrial, la administración, la economía, la política e incluso en los terrenos de la industria cultural. Es terriblemente innegable que la marcha de la actual civilización está supeditada al cumplimiento de unas matrices estadísticas que tienen por defecto reducir la vida del hombre a un simple número proyectable y sustituible. Hoy, como nunca antes, cobra enorme vigencia la denuncia valeriana en relación con la interpretación reduccionista de los hechos del mundo: “Volveremos a la era del hecho, pero del hecho científico (Valéry, 1995, pp. 93-94; énfasis en el original). Una de las consecuencias más peligrosas derivadas de la asimilación del modelo de pensamiento objetivista y simplificador es que le impide al hombre continuar siendo hombre con todo el agregado de antojos, anhelos, indecisiones, ficciones, temores, errores que son inherentes a su propia naturaleza.
Sin embargo, Valéry nos quiere recordar que ni la realidad, ni el lenguaje, ni el pensamiento humano se definen y componen por grados de apropiación supeditados a un cálculo enteramente racional. De hecho, uno de sus esfuerzos reflexivos consiste en mostrar que es en el ámbito de lo vago y de la indeterminación donde se destilan, ordenan, instalan y renuevan las tradiciones, las leyes, las historias, las narraciones, las identidades, los símbolos, los ideales; en general, todas aquellas fiducias a partir de las cuales el individuo ha aprendido a establecer aquellos intercambios (de orden material, emocional e intelectual) que le permiten seguir apostando por la realización de una vida más digna. Justamente, es aquí donde la literatura y el arte en general ocupan un lugar protagónico tendente a mostrar esta condición indeclinable de nuestra propia naturaleza psíquica, sin la cual, en definitiva, no podríamos proyectar un verdadero sentido de humanidad.