1. La ética en el proyecto de una filosofía del hombre capaz
Dentro de la propuesta general de una filosofía del hombre capaz, motivada por las tradiciones del personalismo y el existencialismo (Mounier, Marcel y Jaspers), la filosofía reflexiva francesa (Jean Nabert) y la fenomenología de Husserl, la pregunta por la praxis ética va a ocupar en Paul Ricoeur una centralidad incuestionable. De algún modo, la reflexión ética se encuentra al principio y al final de todo el recorrido ricoeuriano, y no es poco significativo que su primera obra haya sido la Filosofía de la voluntad, y su última Caminos del Reconocimiento, ambas con un contenido moral muy pronunciado. Sin embargo, lo peculiar de Ricoeur ha sido su apuesta hermenéutica, es decir, su comprensión de la subjetividad y de todas sus obras como siendo atravesadas por el nivel simbólico-lingüístico. Este largo rodeo por los grandes símbolos de una cultura, o por los modos en que una comunidad se comprende históricamente a sí misma, impacta también -y sobre todo- en la dimensión ético-moral. Es preciso, entonces, llevar hasta los límites la propuesta de una ética hermenéutica, tomando como hilo conductor la reflexión que Ricoeur realiza en torno a la «Regla de Oro» (Règle d'Or). Nuestra tarea es ver de qué modo esta Regla está atravesada, desde un comienzo, por un discurso ético, pero también político y teológico, y subrayar, desde este caso particular de Ricoeur, una cierta necesidad de imbricación entre los lazos de la metafísica, la ética, la política y la teología, imbricación que no es sino un modo peculiar de pasaje de un discurso a otro posibilitado por ciertas signaturas, tal como las llama Giorgio Agamben1.
En el marco del rescate del cogito propio de la filosofía ricoeuriana, de este rescate que está atento, de todos modos, a la herida original de toda subjetividad, es decir, al carácter de alteridad en el seno de la mismidad, una de las tareas más impostergables es la de proponer una ética que pueda sustraer la singularidad del sujeto agente de los peligros de una filosofía que afirme las estructuras y las conductas objetivas y culturales por sobre la iniciativa del cada quien. De allí que, en la sección de la obra Sí mismo como otro llamada la «pequeña ética», Ricoeur proponga una fundamentación ética de la moral, es decir, un camino que lleve a reconocer que detrás de toda ley y de toda obligación, detrás de toda dimensión deontológica, existe un sustrato de la subjetividad marcada por el conato y el deseo de vivir bien. En otras palabras, la intencionalidad primordial del sujeto actuante es del orden teleológico, y lo deontológico aparece tan solo como una segunda instancia crítica gracias a la cual los actos del hombre pueden ser no solo motivados por un bien, sino justificados por una regla. Las tradiciones de Aristóteles y de Kant se encuentran, entonces, en la propuesta de Ricoeur, pero la segunda se encuentra subordinada a la primera, y la consigna ética que nos lega Ricoeur es la de «el deseo de una vida buena, para y con los otros, en instituciones justas».2 No nos detendremos en el examen de esta consigna y en los desarrollos vastos que Ricoeur realiza en su obra capital, pero es necesario desde el comienzo subrayar con fuerza que una propuesta de esta índole supone como pivote la idea misma de justicia, en tanto que articula en un movimiento complejo el momento de la subjetividad deseante y el momento de las reglas orientadoras de la acción.
2. La justicia como dispositivo
Una de las primeras cuestiones respecto a la justicia es que una idea de la justicia es en sí vacía y sin contenido: propiamente hablando, la justicia no tiene una definición a priori, sino que en todo caso tiene una doble raigambre, por un lado, la de un sentido inmemorial que la hermana con la tradición religiosa, y, por otro lado, la de una expresión política-histórica que se encarna en las leyes. Pero, a su vez, esta doble raigambre se traduce también en una cuestión de nivel de formalización de la justicia, en tanto que, por un lado, puede ser entendida como una virtud cuya práctica nos orienta a la felicidad, o a la vida buena, y, por otro lado, puede ser tomada como la operación gracias a la cual una situación de equidad es garantizada. En última instancia, encontramos en estas raigambres de la justicia una tensión fundamental entre lo material y lo formal en la ética: mientras que la dimensión teleológica alude a la idea de Bien, con un contenido material determinado por los modos en que una comunidad propone una vida feliz, la dimensión deontológica remite a una instancia crítica determinada formalmente por cuestiones procedimentales y sin contenido alguno. Y lo interesante de la idea de la justicia es que posibilita el pasaje de una dimensión a la otra en la ética. Creo que es esta tensión entre lo material y lo formal lo que caracterizaría a una ética hermenéutica, pero debemos avanzar despacio.
La formalización es intrínseca a la idea de justicia, ya se trate de su dimensión teleológica, ya se trate de su dimensión deontológica. La justicia es, en efecto, un principio operativo, un dis-positivo, en tanto que su función es la de ordenar una multiplicidad de elementos heterogéneos en orden a lograr una unidad armoniosa. De allí que la virtud de la justicia esté detrás de todas las virtudes, en tanto que la virtud se define como el hábito de actuar siempre en vistas a un punto medio, a un equilibrio siempre frágil entre el exceso y el defecto. Por esta razón, la justicia remite necesariamente a la noción de medida, y la mesura implica una regla, es decir, un parámetro de medida. Esta medida aparecerá siempre como un tercer elemento respecto a los elementos en tensión, respecto a la heterogeneidad de lo que se encuentra en conflicto. No por nada, la justicia estará muy cerca de la prudencia (phrónesis), la cual se caracteriza por su carácter fronterizo entre la dimensión teorética y la dimensión práctica de la razón. La vida buena es, en última instancia, una vida mesurada, una vida equilibrada, y la mesura se presenta como un imperativo allí donde, originariamente, existe una situación de desmesura, una situación de hybris. Lo desmesurado, en el caso de la vida del individuo, está marcado por el sustrato pulsional del sujeto, por el cual los deseos no pueden ser librados a sí mismos, sino que precisan de una regulación racional, de un cálculo de intereses que atiende a las consecuencias mismas de una búsqueda irreflexiva de la satisfacción de los deseos. El imperativo socrático del saber es inherente a una filosofía de las virtudes, en tanto que solo la razón puede ordenar nuestras pulsiones en pos de una vida unitaria. Lo que está de fondo en la teleología no es, pues, solo la idea de bien como contenido deseable de nuestras acciones, sino la idea de autonomía, en tanto que el bien a obtener se presenta como un objetivo difícil de alcanzar que precisa de la reflexión del sujeto ético para su efectiva consecución. Una vida he-terónoma, que se viera arrastrada por las fuerzas de las pulsiones no sería una vida, sino un cúmulo de acciones disgregadas y dispersas que jamás podrían asegurar la unidad de una vida ordenada hacia el bien que se desea. La virtud de la justicia, entonces, es aquella que da forma a lo informe, que da orden a lo desordenado, que dispone los elementos pulsionales en vistas al todo de la propia vida. De allí que, ya en una ética material de los fines, la justicia aparece como un principio formalizador, y como toda formalización, remite a una medida, a una regla. Por ello, en la justicia, como lo viera Ricoeur, no está en juego la cuestión de formalidad versus materialidad, sino que lo que está en juego es la idea de niveles de formalidad3.
Hay un nivel superior de formalidad de la idea de justicia en el ámbito de la ética deontológica, que de aquí en más llamaremos moral (siguiendo el distingo de Ricoeur)4. La moralidad se define, no por un objeto-bien, sino por una voluntad buena, tal como ha declarado Kant. Aquí es preciso mantener siempre la tensión entre lo material y lo formal, porque, en efecto, lo definitorio de una vida moral es el respeto incondicional de la ley, pero esta ley se manifiesta tan solo al modo imperativo en su carácter formal: el imperativo moral no nos dice qué hacer, no nos indica un bien a conseguir, sino que se presenta como una instancia crítica gracias a la cual nuestras máximas de la acción pueden ser calificados como morales. El giro copernicano de Kant se manifiesta aquí con toda su fuerza, pues lo bueno no es predicado del objeto, sino de la voluntad. Una voluntad buena es aquella que, ante una situación determinada, elije lo que debe hacerse por sobre lo que desea hacerse. No se trata meramente de ir contra las pulsiones, no es una cuestión de mera represión de los deseos; se trata más bien de privilegiar el momento de lo incondicional por sobre lo condicional, se trata de asegurar la autonomía del sujeto moral gracias a su respeto por la ley, único parámetro moral posible, y, paradojalmente, único elemento que puede asegurar la condición libre de la voluntad. El gran problema de las éticas teleológicas no se encuentra en el tipo de bien que intentan perseguir (pues podríamos pensar en objetos muy nobles de nuestras pasiones), sino que se encuentra en la radical dependencia del sujeto respecto a su objeto de deseo, dependencia que dinamita cualquier intento por afirmar la autonomía de la subjetividad. La razón aquí no interviene para medir consecuencias y calcular qué es lo bueno a partir de una consideración de los efectos nocivos de un exceso o de un defecto, sino que la razón interviene aquí para delimitar, para discernir (en su esencia crítica) qué es lo que debe hacerse, más allá -o más acá- de sus consecuencias. De allí que la categoría de lo incondicional sea, seguramente, la categoría central de la moralidad. Lo incondicional asegura la autonomía, pues la condicionalidad hace del sujeto un esclavo de sus situaciones, un efecto de sus circunstancias. Sin embargo, no puede haber en el idealismo trascendental de Kant una pura formalidad, sino que es preciso la dimensión de lo material para que pueda haber acto humano. De allí que la ley moral, en su carácter formal, tan solo pueda ser efectiva en su imperar sobre una situación particular, o mejor, en tanto que una circunstancia ética pueda ser calificada moralmente por el paso crítico a través de los imperativos. Nuevamente, la justicia, como aquello que debe ser realizado, implica una doble dimensión de lo material y de lo formal, y la ley no tiene sentido ni significado alguno sino en tanto que opera un orden frente a una situación de heterogeneidad, en tanto que dispone elementos extraños en pos de la unidad del querer de la voluntad.
3. La tensión entre lo formal y lo material: la política y la axiología
Esta tensión entre un contenido de lo bueno y una regla de lo debido debería tener un examen privilegiado en lo que respecta a la noción de valor. Sabemos que ha sido Max Scheler quien más ha subrayado esta necesidad de rescatar el sustrato material de la ética a partir de la noción de valor, aunque sería importante recordar que hay en el fenomenólogo alemán una propuesta jerárquica del sistema axiológico, por lo cual tampoco una pluralidad de valores puede quedar como mera diversidad, sino que la ética precisa de un elemento de regulación, de ordenamiento o jerarquización que pueda discernir qué valor debe ser ponderado sobre otro. Pero dejemos esta cuestión para otro momento. Lo interesante para nosotros de la idea de valor, y que Ricoeur mismo ha subrayado5, es que se mueve en una dimensión de objetividad que puede conducirnos a una comprensión estática de su naturaleza, es decir, que puede llevarnos a una comprensión platónica de los bienes, asimilando la idea de valor a la idea de esencia, comprendiéndolos atemporalmente, como si se trataran de objetividades necesarias y eternas. Por el contrario, afirma Ricoeur, los valores son cristalizaciones de modos de comprender al mundo y al hombre de determinadas comunidades, es decir, que son, en última instancia, expresiones políticas. Claro que Ricoeur también subraya que una pura comprensión histórica de los valores puede llevarnos al problema contrario de un relativismo e historicismo que pierde el sentido mismo de la idea de valor. Como verán, aparece nuevamente la tensión entre lo formal-incondicional y lo material-condicionado. No por nada, Ricoeur afirma que la cuestión de los valores, en su doble dimensión histórica y objetiva, representa la cruz de los filósofos. Pero, ¿por qué es tan importante para nuestra discusión el tema de los valores? En última instancia, la importancia de esta cuestión radica en que opera el paso de lo ético-moral comprendido individualmente -desde una metodología monádica, si se quiere- a lo ético-moral entendido desde sus implicancias sociales y políticas. En efecto, la cuestión principal aquí será mostrar que la justicia opera también en el orden de lo comunitario, disponiendo lo que debe hacerse y lo que debe desearse a partir de una jerarquización política de los «bienes debidos» (posible definición del valor).
Sin querer detenernos demasiado en la polémica entre contractualistas y comunitaristas, es preciso al menos llamar la atención sobre la posición de Ricoeur a este respecto, puesto que la principal crítica del pensador francés al filósofo estadounidense John Rawls es que su definición de la justicia es puramente procedimental, y toda su teoría de la justicia descansa sobre una desconsideración de las concepciones de bienes propias de las comunidades políticas (lo que rescata, por otro lado, del filósofo Michael Walzer)6. El gran problema de fondo, en rigor, es el orden de fundamentación entre la comunidad y la ley: ¿de qué manera se relacionan una con la otra?, ¿es acaso primero la ley y luego lo común?, ¿o acaso es la comunidad la que define la ley? En esta gran paradoja de lo político, Ricoeur señala que el contractualismo se sostiene sobre un «círculo en su demostración»7, en tanto que, para poder dar cuenta de un origen contractual de la sociedad necesita de un acuerdo previo que posibilite dicha operación; en otras palabras, el contrato ya supone comunidad. Sin embargo, Ricoeur no deshecha esta ficción política, sino que, por el contrario, la rescata en su misma circularidad, en tanto que ofrece la posibilidad de sustraer a la comunidad de una violencia particularista, de una violencia perspectivista que quisiera fundar lo común sobre las concepciones de unos pocos. De allí que, por más que el «velo de la ignorancia», que propone Rawls como requisito de un verdadero diálogo político, sea una abstracción (y aquí se notará la necesidad de la dimensión material de los fines de cada sujeto, o mejor, de cada comunidad), Ricoeur rescate la idea de una «ponderación reflexiva» de las propias valoraciones a la hora de determinar el reparto justo de las partes en el seno de una sociedad. Nuevamente, lo formal-procedimental atraviesa la propuesta de Rawls, transformándola profundamente, y alejándola de un puro utilitarismo para que prime una idea de deber y de obligación regida por principios a priori, los «principios de la justicia» que Rawls pone sobre la mesa. De este modo, Ricoeur intenta sostener esta tensión entre los bienes y las obligaciones en el seno mismo de la idea de la justicia: si bien la idea misma de la justicia está calificada por las valoraciones comunitarias, la política -como en el caso monádico del sujeto ético- debe examinar sus proyectos a partir de principios formales.
4. La escritura de la justicia: la ley
La idea de justicia, entonces, se presenta como pasaje, como lugar de paso entre la ética y la moral, y entre lo individual y lo político. Y este pasaje solo es posible en el orden de los discursos, por tanto, en el orden del lenguaje y, aún más, en el orden de la escritura. Y la escritura de la justicia se da como ley: si la justicia es un dispositivo, en tanto que opera el ordenamiento de lo plural en orden a una totalidad, la justicia carece de un contenido conceptual propio, es pura acción de medición o de regulación, si se quiere. Lo único que puede darle contenido a la idea de justicia es la escritura de la ley; lo que hace inteligible a lo justo es la ley misma. En otras palabras, el acto de regulación solo tiene sentido si se cuenta con la regla, y la regla es siempre ya algo determinado lingüísticamente, y la llamaremos ley. Quizá el tema central de este trabajo sea el de los cruces y pasajes de los discursos éticos, políticos y teológicos en el ámbito significante de la ley, y así el gran problema del orden de las fundamentaciones de las diversas legalidades, es decir, cómo pensar la relación entre una ley divina, una ley natural, una ley positiva, una ley moral, etc. Pero la forma de abordar esta problemática solo puede darse en la intersección entre lo material y lo formal en la ley misma, y entonces necesariamente debemos hacer el rodeo por la noción de tercero. Lo tercero es el elemento mismo de la ley, en tanto que lo que la ley ordena/dispone son elementos en tensión que deben estar regularizados de alguna manera. La metáfora biológica será en este caso muy elocuente, porque de lo que se trata es de garantizar la vida, ya sea del individuo, ya sea de la comunidad, y como todo organismo, de lo que se trata es de la recta disposición de las partes al todo a partir de la idea de función (órganon): la ley, pues, organiza a partir de un elemento organizador no organizado (¿acaso no podríamos recurrir a las divisiones de la naturaleza de Escoto Eriúgena para pensar el estatuto ontológico de la ley?). El elemento que organiza no puede ser, al mismo tiempo, organizado, razón por la cual no puede ser un elemento en tensión o en conflicto. Si la armonía es el fin último de toda operación de la justicia, y la armonía no es sino el orden del todo en la disposición equilibrada de las partes, entonces aquello que garantiza la armonía debe estar por fuera de todo desequilibrio y de todo equilibrio: como condición de posibilidad del orden, este elemento no es ni desordenado ni ordenado, es ordenador8. En última instancia, lo tercero como momento absoluto de ordenación debe ser abordado desde las coordenadas de las hipóstasis plotinianas, donde se hace claro que el alma -en su carácter viviente y por ello disponedor de los elementos del mundo- se rige por la inteligencia, y esta última, como aquella que define a las cosas en su esencia, se rige a su vez por lo Uno, que es de donde toda medida es medida (esta referencia que parece ser tan anacrónica, no lo es tanto si consideramos a un fenomenólogo como Henry Duméry, quien hace una reapropiación del neoplatonismo plotiniano desde las exigencias mismas de las reducciones fenomenológicas, proponiendo como reducción última -y por ello primera- la reducción henológica, la reducción a lo Uno). Este elemento tercero, entonces, debe permanecer como lo invisible que posibilita toda visión, como la luz respecto a lo iluminado: no pertenece ni a lo formal ni a lo material, sino que opera la articulación misma entre ambos.
¿Qué es este tercero, en efecto? Es muy interesante notar aquí que lo tercero no tiene un solo nombre, sino que puede adquirir los nombres más diversos. El tercero es, en el orden del individuo, la medida phronética que regula el devenir pulsional; es, en el orden de lo político, la ley soberana que dispone lo que es debido en cada caso; es, en el orden judicial, el juez que dictamina desde la lejanía; es, en el orden moral, la humanidad en el otro (desde Kant a la Illeidad de Levinas); es, en el orden religioso, el mandamiento de Dios. En todos los casos, el tercero pone en relación a los polos en tensión; los pone en relación desde fuera de la relación: ya sea entre la voluntad y las pulsiones, o entre el soberano y el ciudadano, o entre la víctima y el victimario, o entre la mismidad y la alteridad, o entre el hombre y Dios. El tercero, elemento esencial de la justicia, solo se visibiliza en la escritura de la ley, pero se visibiliza como lo que opera la disposición, es decir, se visibiliza como lo invisible. De algún modo, no sabríamos disponer rectamente lo diverso en orden al todo si no pudiéramos contar con la clave hermenéutica que permite interpretar una situación particular, y esa clave hermenéutica es lo tercero mismo (y la figura de Hermes como tercero que pone en relación lenguajes heterogéneos no es tampoco una figura a desestimar en esta empresa). Y esta clave hermenéutica no es solo de carácter formal, o sintáctico, sino también de carácter semántico material. El gran problema, claro está, es que este elemento tercero se mantiene por siempre inaccesible, y la escritura de la ley es el modo posible de visibilizar la justicia -pues la justicia es pura operación, sin contenido ni forma alguna-.
Intentemos ver de qué modo esta idea se encuentra implícitamente en el centro de la propuesta ético-política de Ricoeur. «El sentido de la injusticia no es solamente más punzante, sino también más perspicaz que el sentido de la justicia; pues es con más frecuencia la justicia la que falta y la injusticia la que abunda, y los hombres tienen una visión más clara de lo que falta en las relaciones humanas que de la manera correcta de organizada»9. Si atendemos a este texto veremos dos cuestiones fundamentales: la primera es que el sentido de la justicia es algo distinto al concepto de la justicia. En este caso, podemos hacer un cierto paralelismo con el discípulo de John Rawls, Amartya Sen, quien, frente a la Teoría de la Justicia, ha escrito La Idea de la Justicia, en un sentido que consideramos cercano al de Ricoeur. La justicia no es algo que se encuentra ya definido, sino que se encuentra siempre por definir; sin embargo, el «sentido de la justicia» parece ser algo innato en el hombre, ya que el reclamo por una injusticia no podría despertar nunca si no fuera por la conciencia de una falta (en este caso, en las relaciones humanas, en el orden político). A esto llama Ricoeur un sentido inmemorial de la justicia10, en tanto que se encuentra antes de toda cuestión política (nos vamos acercando a la dimensión teológica o religiosa de la justicia). En segundo lugar, el contenido propio de la justicia es definido como la manera correcta de organizar las relaciones humanas, con lo cual encontramos una cierta confirmación de nuestra hipótesis respecto al carácter disposicional de la justicia. Se trata de organizar, al fin y al cabo. No importa que el contexto de esta frase se refiera al ámbito político, porque lo importante no es el objeto de la acción, que aquí son las relaciones humanas, sino la acción misma. La justicia bien podría ser la forma correcta de organizar la propia vida, o, también, la correcta forma de organizar el Universo (y entonces el Cosmos ha implicado la intervención de la Díke). Hay algo más: de lo que los hombres tienen una visión más clara es de lo que falta respecto a lo que debe hacerse, pero eso implica que la visión no alcanza jamás a lo que legitima el deber mismo, o lo que regula la organización; y ello significa que estamos en el orden de lo inaparente, de lo invisible. En todo caso, lo que se visibiliza -aunque tampoco de forma clara- son los modos de organizar, es decir, ya unas ciertas posibles escrituras de la justicia como disposición, pero no lo que dispone mismo. Pero lo más importante en esta cita es la declaración de un diferendo, de una diferencia, de una diferancia (si se toma la posta de Derrida), entre el sentido de la justicia y los modos en que esta justicia se hace legible, en que esta justicia se hace ley11. En efecto, el sentido de la justicia implica el reconocimiento de que ninguna ley puede hacer justicia, así como ningún objeto iluminado puede hacer la luz. Esta es la diferencia que ahora tendremos que pensar y que nos lleva directamente a la dialéctica que Ricoeur propone entre el amor y la justicia.
5. La economía de la Ley y la anarquía de la alteridad
El sentido económico de la justicia, en tanto que consiste en la operación de disponer lo disperso en pos de realizar cierta unidad, precisa de una manera particular de expresión, una expresión que pueda argumentar, que pueda garantizar la razonabilidad de su disposición conectando lógicamente algunas premisas a algunas conclusiones. El texto de la Ley12, como expresión de la Justicia, debe tener por ello una arquitectura sistemática, y las ideas de coherencia y de cohesión son centrales a la hora de escribir la ley. Y dar razones para la escritura es, también, abrir la posibilidad del cálculo, de la anticipación, y sobre todo hacer posible una discusión pública, en tanto que la razón tiene una dimensión universal que permite una universal participación de los hombres. No por nada, «la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales», tal como define Rawls13, lo cual significa que los principios mismos de la Justicia -realizados en la Ley- pueden y deben ser argumentables en orden a un consenso. Pero la paradoja de la justicia y de la Ley puede pensarse (en su diferir, en su diferencia, en su diferancia) desde el momento en que el Otro (aquello que se encuentra como pluralidad y heterogeneidad) excede su carácter funcional y disposicional, rompiendo así el sentido económico de la justicia. La cuestión de la alteridad nos lleva, entonces, a la dialéctica entre amor y justicia. Como veremos, esta nueva dialéctica hará surgir nuevas signaturas, esta vez desde lo Ético a lo Político, pero sobre todo de lo político a lo teológico, y de lo jurídico a lo metafísico. Estas migraciones semánticas tendrán como pivote la llamada «Regla de Oro».
Ricoeur propone la dialéctica entre la justicia y el amor desde una perspectiva lingüística: mientras que encontramos una «prosa de la justicia», habría también una «poética del Amor». La justicia es algo esencialmente comunicable, algo sobre lo cual puede argüirse y discutirse, y por ello la argumentación y la interpretación están en las bases de las prácticas jurídicas14. El amor, por el contrario, excede la comunicación y la racionalidad, y hay tres características que definen las «rarezas del discurso del amor»15: su conexión con la alabanza, el uso sorpresivo del imperativo, y la referencia a la dimensión sentimental de sus expresiones (que opera su poder metafórico). Analicemos la caracterización de los lenguajes del amor y de la justicia: en primer lugar, podemos decir que la escritura de la justicia (lo que llamamos Ley) precede siempre a su poder operacional, de modo que podamos actuar de acuerdo con la regla, mientras que la escritura del amor es siempre algo que sucede luego, siempre tarde, en tanto que es una respuesta a algo que ha sido dado, una respuesta al acontecimiento de una donación; de allí que el lenguaje del amor sea el de la alabanza, que no se expresa en la ley sino en los himnos. Podemos encontrar nuevamente la tensión entre lo material y lo formal, en tanto que la formalización es una dimensión esencial a la justicia que la califica en su operatividad a priori; el amor, por el contrario, no puede tener jamás una dimensión a priori, sino tan solo una a posteriori, ya que el tiempo no puede ser suspendido en la experiencia el amor. Esta tensión puede encontrarse de nuevo en la última caracterización del lenguaje del amor, puesto que su cercanía a la afectividad, a las emociones y sentimientos, lo acerca a la materialidad de la sensibilidad, mientras que la justicia se acerca a la formalidad de la razón.
Sin embargo, esta tensión es puesta en cuestión en la segunda caracterización, la del uso sorprendente que el amor hace del imperativo. Ricoeur afirma que hay un uso poético del imperativo, que no debemos interpretar como si se tratara de un imperativo ético, puesto que, en este caso, el mandamiento del amante al amado -¡ámame! - precede a cualquier Ley16. Más aún, la distinción entre mandamiento y Ley solo puede tener lugar si comprendemos que el mandamiento del amor es el amor mismo, como si el genitivo en el «mandamiento del amor» fuera al mismo tiempo objetivo y subjetivo. Aunque Ricoeur no profundice en lo que entiende por «uso poético del imperativo», es importante señalar que lo poético implica creatividad (su origen griego, poiesis, subraya este carácter de productividad), y es muy instructivo pensar que el mandamiento del Amor precede toda Ley. Esta poética del Amor, contrapuesta a la prosa de la Justicia, nos lleva a pensar en torno a la escritura de la Ley y la irrupción de la alteridad: si la justicia y el amor se dirigen a la acción, cada una de ellas a su manera (es decir, sin confusión ni dicotomía), «la tensión mantenida entre dos reivindicaciones distintas y a veces opuestas, podría ser la ocasión de la invención de comportamientos responsables»17. Debemos atender a esta expresión: «invención de comportamientos responsables». La prosa de la justicia se encuentra con la poética del amor, y en esta tensión afloran nuevos modos en que podemos cuidar del Otro, en que podemos responder a los llamados del Otro. Los comportamientos responsables implican no solo una consideración del Otro, sino también la consideración de la dimensión moral que puede garantizar el reconocimiento mutuo, razón por la cual la fuerza inventiva del amor no puede considerarse aparte del suelo institucional de la Justicia hecha Ley.
La tensión entre institución e invención debe tomarse aquí muy seriamente en orden a pensar la ética y la ley, tensión que implica entender al mismo tiempo una dimensión de formalidad y una de materialidad. La estrategia de Ricoeur para abordar esta tensión se encuentra en su referencia a la Regla de Oro, que reza: «uno debería tratar a los otros del mismo modo en que le gustaría que lo traten», o, en negativo, «no trates al otro como no te gustaría que te traten a ti». Esta regla pone al amor y a la justicia en una referencia moral dialéctica, es decir, que ninguna de las dos puede ser tomada a-moralmente, en tanto que ambas se dirigen a la acción humana, y la acción humana siempre refiere a un Otro; de allí que tanto el amor como la justicia tengan un sentido moral. La Regla de Oro, pues, funge como pivote, en tanto que el Amor no suspende la Ley, aunque puede re-interpretarla en el sentido de la generosidad, generando conductas paradójicas y extremas. Sin embargo, estos nuevos comportamientos no pueden ser tomados como in-morales o como no siendo morales (a-morales): el Amor, en rigor, tiene un sentido supra-ético. Este prefijo supra- implica que el Amor no puede ignorar la Justicia, sino que, por el contrario, el Amor supone (sub-poner) la Justicia y la Ética (es decir, la Ley)18. La tensión es, nuevamente, sorprendente, en tanto que lo que produce la Ley está al mismo tiempo sujeto a ella. Esta dialéctica, empero, implica a su vez que la Justicia está también sujeta al Amor, aunque el prefijo supra- no sería el apropiado para designar esta relación, así como tampoco el prefijo infra-, puesto que no se trata aquí de una fundamentación deductiva. De hecho, el Amor no tiene contenido alguno (puesto que la Ley es lo que puede ser leído, en tanto que está escrita), por lo cual una relación epistemológica entre el Amor y la Justicia no puede ser propuesta (un abordaje de este estilo precisa de la homogeneidad de las estructuras lingüísticas, abordaje que solo puede darse en el orden de las leyes mismas; y aquí no podemos no tener en consideración las exigencias sistémicas de una Teoría del Derecho como la de Hans Kelsen)19. Con una lógica del exceso, el Amor evita interpretaciones perversas de la «Regla de Oro», tales como la utilitarista y la egoísta, llevadas a cabo por una aplicación reductiva de una lógica de la equivalencia. Como afirma Ricoeur:
Sin el correctivo del mandato de amar, en efecto, la «Regla de Oro» sería sin cesar entendida en el sentido de una máxima utilitaria cuya fórmula sería do ut des, yo doy para que tú des. La regla: da porque te ha sido dado, corrige el a fin que de la máxima utilitaria y salva la «Regla de Oro» de una interpretación perversa siempre posible20.
Volviendo a los Principios de Justicia que propone Rawls, es interesante notar junto con Ricoeur que es su Tercer Principio que hace de la Teoría de la Justicia una obra de herencia más kantiana que utilitarista, en tanto que manda considerar a la parte más débil como la que más urgentemente debe ser considerada para evitar su sacrificio por una lógica de la utilidad. Pero aún más, entiende que este Tercer Principio se encuentra en el marco más amplio de una cultura más amplia que se expresa en la «Regla de Oro»21.
Ahora bien, lo que se encuentra en tensión aquí es la ambivalencia misma de la Justicia que, o bien la acerca a una pragmática de organización o bien representa el punto en el que la alteridad deja de ser funcional a un sistema, revelándose como rostro que me obliga a hacerme responsable por él. Las dimensiones de lo Político y de lo Ético, entonces, se encuentran en esta «Regla de Oro». Sin embargo, el sentido inmemorial de la Justicia del que hablara Ricoeur aparece sobre todo en lo inmemorial mismo de esta «Regla de Oro», que parece no circunscribirse a cultura particular alguna, sino que parece atravesar a todas ellas. Así, aparece también la dimensión de lo teológico, que Ricoeur pondrá en tensión no con la significación Política, sino con la Moral22. Ricoeur subraya que la Regla de Oro puede interpretarse de dos maneras: o bien, puede ser considerada legítimamente como el principio supremo de la moralidad sin referencias teológicas, o bien, se significa gracias a una dialéctica sutil con el mandamiento de amar a los enemigos, del cual puede reconocerse el enraizamiento teológico en aquello que llama la economía del don. Frente al problema de la fundamentación de la moralidad propia de la deontología kantiana en la buena voluntad, la teología interpreta de otro modo la «Regla de Oro». En efecto, la religión no agrega nada en términos de fundamentación o justificación de la moralidad, y en todo caso la relación de la religión con la moralidad puede pensarse como siendo la garantía de la garantía, en tanto que se dirige a la problemática de una regeneración de la voluntad. Para atender a lo esencial, afirma Ricoeur, la religión ubica a toda experiencia humana, incluida la moral, dentro de la perspectiva de la economía del don. Perspectiva entendida como sentido (sens), es decir, significación y dirección; la palabra don alude a una donación originaria que tiene por beneficiario a toda creatura (y no solo al hombre); el término economía abre un abanico simbólico más amplio que el que gravita en torno a la confesión y a la remisión de los pecados, en el que el don se expresa.
Así, pues, el primer predicado de bondad en esta economía del don remite al ente creado en tanto que tal, sentido supra-moral de la bondad. Pero hay también un sentido supra-ético del mandamiento de amar a los enemigos, que acerca a la Regla de Oro a la economía del don, y que la sustrae a la lógica de la equivalencia de la moral cotidiana, atravesándola por una lógica de la sobreabundancia. Lo interesante aquí es notar que la «Regla de Oro» se encuentra «en el punto de articulación de la economía del don y de la actividad legisladora de la libertad, en el punto en que el don engendra la obligación»23. Volvemos a encontrar en Ricoeur esta palabra tan esencial a nuestro trabajo: engendrar. Nuevamente nos encontramos con una fuerza poiética, iniciadora, originadora, que se remite de nuevo a la dimensión del Amor -cuyo nombre también se reconoce en el régimen de la donación- (en un Reino paradojal donde la Ley se excede a sí misma). El gran tema que vuelve a aparecer es de qué manera una articulación tal tiene lugar, si, en efecto, tiene lugar, es decir, se mantiene como tensión, sin que lo supra-ético anule la dimensión de lo moral. Ricoeur pregunta, entonces, en el contexto de este ensayo, si el «mandamiento nuevo» del Amor es incompatible con la «Regla de Oro», y responde que no lo son en tanto que el mandamiento del Amor es un «correctivo supra-moral más que un sustituto de la "Regla de Oro", máxima suprema de la moralidad»24. Subrayo aquí correctivo porque nos vuelve a mostrar la imposibilidad de salirse de una lógica de la Justicia, y así del Derecho, de lo recto, de lo que rectifica. ¿Pero de qué lo corrige? No ciertamente de su contenido -en tanto que, como ya insistimos-, ni el Amor ni la Justicia parecen tener contenido conceptual alguno; lo corrige en tanto que el mandamiento del amor opera la conversión de la «Regla de Oro» de su costado interesado en dirección de una actitud de acogimiento del otro (attitude d'accueil de l'autre). Ricoeur afirma: «al a fin de que del Do ut des, lo sustituye el porqué de la economía del don: porque te ha sido dado, da tú a tu vez»25.
A su vez, la «Regla de Oro» mantiene en tensión dialéctica al mandamiento desmesurado del Amor, que no puede erigirse en práctica moral sin el paso por la medida de la justicia y de la reciprocidad: la suspensión de la ética (en el sentido kierkegardiano, tal como recuerda Ricoeur) no debe entenderse como el paso a lo inmoral o a lo no-moral. Por ello, lejos de sustituir a la «Regla de Oro», o de eliminarla, la economía del don del Amor nos lleva a una «ética cristiana», o como prefiere llamarla Ricoeur, una «una ética común en una perspectiva religiosa», que consiste «en la tensión entre el amor unilateral y la justicia bilateral y en la interpretación de una en los términos de la otra»26. Este trabajo de reinterpretación mutua no deja al pensamiento en reposo, y el trabajo infinito de reinterpretación es, al fin y al cabo, un trabajo práctico, en tanto que se aplica en la vida cotidiana al plano individual, político, social, jurídico, etc. En última instancia, entonces, la «Regla de Oro» se sitúa de manera concreta en el corazón del conflicto entre el interés y el sacrificio de sí mismo, y es «la misma Regla que puede inclinarse hacia un sentido o hacia otro, según la interpretación práctica que le sea dada». Ahora bien, en esta dialéctica, la tensión tiene un punto principal que, en última instancia, da sustento al otro: «La falta de medida es la buena medida. (...) La sobreabundancia deviene la verdad encubierta de la equivalencia. La regla es repetida. Pero esta repetición significa transfiguración».27 Así concluye Ricoeur su ensayo, en una opción fundamental por el primado del Amor por sobre la Justicia, de la lógica de la sobreabundancia sobre la de la equivalencia, de la poética del Amor por sobre la prosa de la Justicia28. Sin embargo, este primado no debe ser alentado hasta la resolución y la relajación total de la tensión entre Amor y Justicia. En otro texto, Ricoeur es claro al respecto:
[La Regla de Oro] hace, sin embargo, de la justicia el medio necesario del amor; precisamente porque el amor es supra-moral solo entra en la esfera práctica y ética bajo la égida de la justicia. Como ha sido dicho alguna vez de las parábolas que reorientan desorientando, este efecto solo es obtenido en el plano ético por la conjunción del mandamiento nuevo y de la Regla de Oro y, de manera más general, por la acción sinérgica del amor y de la justicia. Desorientar sin reorientar es, en términos kierkegaardianos, suspender la ética. En un sentido, el mandamiento de amor, en cuanto supra-moral, es una manera de suspensión de la ética. Esta solo es reorientada al precio de la continuación y de la rectificación de la regla de justicia, en sentido opuesto a su inclinación utilitaria29.
Como puede notarse, la Justicia se encuentra en el centro de toda Filosofía Ética y Moral, en tanto que la Justicia opera dos movimientos contrarios, tal como muestra el análisis de la Regla de Oro: por un lado, dispone de todo hombre como parte de una estructura social; por otra parte, la Justicia fija los ojos en la Alteridad, en la dignidad irreductible de cada hombre. En otras palabras, la Justicia opera la tensión entre el ciudadano y la persona, entre el hombre como sujeto a ley y el hombre como siendo esencialmente an-árquico. El primer movimiento aproxima a la Justicia a lo procedimental y a las dimensiones políticas y jurídicas, mientras que el segundo es posible en tanto que la irrupción de la Alteridad referida eminentemente por el Amor, hace de la Justicia un concepto también metafísico y teológico. Sin embargo, en última instancia, el segundo movimiento es más importante que el primero, en tanto que la Ley y el Derecho, la consideración del otro como socius, está animado por la caridad, que alcanza a cada quien en su singularidad, en su ser personal, como prójimo...30 esa singularidad que no tiene ningún signo ni posibilidad de ser leído, que se escapa de toda descripción... esa singularidad que solo puede ser atestada, que solo puede ser bienvenida, que solo puede ser alabada. Y una ética hermenéutica no es pensable, quizá, sin esta tensión siempre renovada y renovadora entre lo formal y lo material, entre lo que dispone y lo dispuesto, pero aún más, entre lo que se sustrae de toda disposición y lo que se fuga para siempre de todo contenido definitorio... es decir, allí donde lo formal y lo material pierden su oposición, sin resolverse jamás.