Sumario: Introducción; 1. Hacia la captura de la naturaleza: la regulación del paisaje en perspectiva; 2. Construyendo un objeto híbrido: el paisaje como imbricación de naturaleza y cultura; 2.1 ¿Qué es un paisaje para el derecho?; 2.2 Dos formas de gobierno del paisaje; 3. Delineando una nueva pieza del rompecabezas legal; Bibliografía.
Introducción
La modernidad se basó en un nuevo paradigma científico, una nueva visión del mundo que la distinguió de las formas de conocimiento anteriores. Esta visión se asentó en distinciones dicotómicas, de las cuales podemos señalar como fundamentales: a) la división entre conocimiento científico y conocimiento de sentido común, y, b) la distinción entre naturaleza y persona humana.1 Esta última permitió atribuir al hombre la categoría de sujeto epistémico, el cual, alejado empíricamente del objeto de estudio, fundamentaba la objetividad y rigurosidad del conocimiento científico.
En el derecho, estas distinciones se decodificaron epistemológicamente a partir de los binomios legal/ilegal y sujetos de derecho/objetos jurídicos. Estas líneas imaginarias determinaron formas de existir ante el derecho2 y conformaron una totalidad que clasificó la realidad a partir de estos parámetros. De esta manera, el rompecabezas jurídico se conformó de piezas cuyos encastres, aparentemente perfectos, presentaban un universo que negaba otras realidades. Si existía una deuda, prevalecía un comportamiento legal de pagarla, frente a otro (ilegal); se hallaban también sujetos (deudor y acreedor) y una multiplicidad de objetos jurídicos que regulaban esta realidad (contrato, pago, responsabilidad, etc.).
Pero esta imagen siempre fue ficticia, y quedaron fuera del principio organizativo del derecho otras realidades (el territorio sin ley, lo a-legal, lo no-legal, el derecho no reconocido oficialmente).3 Frente a esta situación, el ordenamiento jurídico reaccionó de diversas maneras. Una de ellas fue la apropiación de estas realidades tratando de transformarlas en piezas del rompecabezas a fin de que ingresaran en la imagen universal.
Una de estas piezas es el paisaje, surgido de la interrelación entre el hombre y la naturaleza, y de la modificación de esta por aquel. Así, la regulación del paisaje se desarrolló, durante gran parte del siglo XX, de modo fragmentario y disperso en la mayoría de los ordenamientos jurídicos,4 siendo asimilado, en algunos casos a elementos naturales y, en otros casos, a elementos culturales.
Sin embargo, tal regulación impedía considerar a este objeto en su integridad. La particularidad del paisaje es que su conceptualización se realiza a partir de la yuxtaposición de elementos naturales, y elementos culturales sociales e individuales. Precisamente, “lo percibido” de la relación entre el hombre y la naturaleza puede conceptualizarse como “paisaje”. Antonio Benjamin ha dicho que el término “paisaje” abarca una “diversidad de sentidos y definiciones, siendo la imprecisión y la ambigüedad sus primeras marcas”.5
Conceptualizado como “la fisonomía, la morfología o la expresión formal del espacio y de los territorios [...] refleja la visión que la población tiene sobre su entorno”.6 En este sentido, el paisaje es una síntesis del patrimonio natural y cultural y de los vínculos que crean significados y simbologías.7 La noción incluye elementos tanto naturales como culturales y la interrelación entre ambos. El paisaje se constituye a partir de una indistinción entre el sujeto y el objeto; es un resultado de la coproducción8 entre naturaleza-intervenciones humanas (científicas, económicas, sociales, etc.)-percepciones sociales-percepciones individuales.
La relevancia del elemento subjetivo en la conceptualización del paisaje es resaltada por algunos autores, Roger indica que “la percepción de un paisaje […] supone a la vez distanciamiento y cultura, una especie de recultura”,9 en tanto que Fernández Rodríguez da cuenta de que “El elemento subjetivo pues, unido a ese sustrato físico y a una concepción estética de la persona que aprecia, resulta fundamental como punto de partida para considerar que el paisaje […] es un bien digno de protección”.10 La conjugación de estos elementos ofrece dificultades para la aprehensión, por el derecho, de este objeto.
Esta complejidad en su constitución se traduce al ámbito jurídico al momento de su regulación. Como se indicó, la doctrina da cuenta de una regulación de los distintos elementos que componen el paisaje de forma desordenada, fragmentaria, discontinua. Pero, como indica Priore, el derecho aún adeuda una reflexión sobre el paisaje como un objeto y derecho autónomo. En el primer caso, entendido “como un elemento que debe ser valorado como interés individual y colectivo relevante para el derecho. Como derecho autónomo, implicaría que este objeto es merecedor de una protección jurídica particular independiente de cualquier otra situación jurídica”.11
Hasta mediados del siglo XX, el paisaje se consideró a partir de su externalización como belleza natural. En esta época, el derecho lo reguló como un objeto estático e intangible, digno de tutela; siendo una faceta de la regulación de la naturaleza. No obstante, en la actualidad, como se visibilizó en las definiciones anteriores, el paisaje se conceptualiza a partir de la percepción de los sujetos, de las modificaciones que ellos introducen a la naturaleza, y, finalmente de la sinergia a partir de la cual se ensamblan actores heterogéneos, autoridades que se presentan descentralizadas y eventos vinculados y dispersos que constituyen una narrativa del mundo. En este sentido la doctrina da cuenta que “el medio ambiente es percibido y modelado a través de las vivencias que las personas tienen de las cosas y sucesos que en él ocurren, han ocurrido o pueden ocurrir. En esa relación dinámica cada sociedad crea sus propios paisajes culturales”.12 Esto implica un conjunto de dificultades a la hora de regularlo: ¿es posible la consideración de paisajes degradados? ¿Quién define qué es un paisaje? ¿En qué consiste la tutela de este? ¿Deben mantenerse las condiciones estáticas de un paisaje excepcional? ¿Quiénes tienen el poder de decidir sobre el paisaje?
Este trabajo se origina en estos interrogantes, ampliamente formulados, y se encauza a la finalidad de analizar la construcción del paisaje como un particular objeto de regulación dentro del campo legal argentino. En este país no existe una norma jurídica integral que aborde la gestión y ordenación del paisaje, sino que la caracterización de un derecho al paisaje se ha realizado a partir de aportes doctrinarios y algunas sentencias judiciales.13 Asimismo, en 2009, la Quebrada de Humahuaca fue inscrita en la Lista del Patrimonio Mundial14 en la categoría “paisaje cultural”. Estos antecedentes, unidos al surgimiento de conflictos en el uso del suelo y el territorio, han impulsado proyectos regulatorios que hasta el momento no se han concretado.15 En este contexto, el aporte de este trabajo se circunscribe al análisis de los textos internacionales que son fuente de los proyectos mencionados: la Convención para la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de Unesco16 y el Convenio Europeo del Paisaje.17 La finalidad de este estudio es esclarecer la concepción jurídica del paisaje que sustenta cada uno de estos textos y el régimen de gestión que proyectan.
En el primer apartado se reconstruirán, sucintamente, las concepciones históricas que predominaron en la regulación del paisaje; para ello se realizó un análisis de fuentes de segundo orden y, a partir de las mismas, se infirieron periodos históricos conforme ciertas características presentes en estos. En el segundo apartado se presenta un análisis dogmático de los textos internacionales mencionados, complementados con aquellos antecedentes y regulaciones subsidiarias, a fin de interpretar el sentido, contenido y alcance de sus normas.18 La técnica utilizada, proveniente del derecho comparado, es la microcomparación de elementos en cada uno de los textos legales.19 Estos elementos se nuclean alrededor de las categorías: concepto del paisaje y formas de gestión del mismo. Dado que en Argentina se encuentra vigente la Convención del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural y existe un sitio inscripto como “paisaje cultural”, se efectuarán referencias a la implementación de esta regulación. El trabajo culmina con una reflexión acerca del proceso de construcción de esta pieza del rompecabezas legal.
1. Hacia la captura de la naturaleza: la regulación del paisaje en perspectiva
La regulación del paisaje, como la producción normativa en general, se desarrolla a partir de la intersección de múltiples discursos que prevalecen o se eclipsan en los momentos de su formación, descomposición y recomposición.20 Así, pueden observarse periodos de letargo y activación, momentos en los cuales predominan unos u otros discursos que se ven reflejados en la regulación. La teoría crítica del derecho ha realizado aportes para analizar los productos jurídicos a partir de los discursos que se conjugan para elaborarlos.21 Con base en estas contribuciones, este apartado procura ensayar una categorización de diversas concepciones que, como resultado de la articulación de discursos políticos, económicos, filosóficos, ambientales, han organizado la regulación del paisaje. Estas concepciones se caracterizan de modo general, tomándose en algunos casos los ejemplos sobresalientes en legislaciones nacionales o en normas internacionales, ya que el objetivo del apartado es ofrecer al lector un contexto general en el cual se insertan las normas internacionales que se analizarán en el apartado siguiente.
Asimismo, si bien se realizan anotaciones temporales que indican momentos de surgimiento o prevalencia de estas concepciones, estas no deben inducir a visualizarlas como etapas o periodos históricos con términos fijos. Antes bien, estas concepciones se solapan, coexistiendo en ciertas épocas o en regulaciones específicas.
La primera concepción surge como una consecuencia de la distinción dicotómica moderna. La doctrina identifica las primeras regulaciones del paisaje con aquellas normas destinadas a preservar la naturaleza en virtud de un criterio estético.22 El hombre admira la naturaleza y pretende preservar aquella percepción estética de modo estático; por otra parte, el hombre domestica la naturaleza, la reproduce a imagen de su proyecto de conservación, nutrición o contemplación, moldeándola y modificándola para estos fines.23 La naturaleza se concibe como no humana, aunque posee “una dimensión sensible a través del arte de los jardines y del paisaje”.24 Por una parte, se representa a la naturaleza como “recurso”, como ámbito que puede ser “dominado” y que sirve al propósito del progreso económico, fundamentándose así una regulación jurídica que permitió (y permite aún) esta apropiación. Por otra parte, a inicios del siglo XX, la dimensión sensible comienza a ser destinataria de una protección legal, a partir de la asociación del paisaje a una naturaleza prístina. Así se lo define en diversos instrumentos jurídicos a partir de un léxico propio del arte.25 En este contexto, no existía una regulación del “paisaje” como un objeto jurídico autónomo, sino más bien se encontraban normas que tutelaban distintas manifestaciones paisajísticas, como ambientes naturales pintorescos, de gran valor visual o histórico.
La protección de estos espacios, caracterizados como “patrimonio excepcional”,26 tuvo sus orígenes en una concepción romántica que consideró como un criterio de legitimación sacralizado a la naturaleza.27 Es decir, la valoración de aquella naturaleza salvaje, no moldeada por el hombre, que se encontraba fuera del orden social, permitía legitimar su tutela a partir de un conjunto de medidas de activación de un repertorio patrimonial.
Esta concepción “conservacionista” se manifestó en el ámbito jurídico a partir de la creación del Parque Nacional de Yellowstone (Estados Unidos, 1872), cuyo objetivo era preservar parte del territorio nacional como santuario de la naturaleza. Ello generó un movimiento de preservación de bellezas naturales que inspiró la legislación de países americanos y de las colonias británicas.28 Las regulaciones surgidas en relación con dicho modo de pensamiento postularon al paisaje como una especie de bienes del dominio público. Así, en la mayoría de los países de Occidente, los parques nacionales integraban el dominio del Estado nacional. De lo que se trataba, con la normativa que los concernía, era de preservar una parte del territorio en su “estado original”, es decir, de perpetuar sus condiciones inhóspitas. Estas regulaciones exteriorizan la concepción “estática” del paisaje.29
Paralelamente, se preservaban ciertos paisajes modificados pero inmutables (tales como las ruinas), entendiendo por tales aquellos espacios territoriales que poseen relevancia por su pasado histórico o por el valor simbólico que se les atribuye.30 De esta manera, se encarna la articulación de la protección de estos espacios territoriales con la tutela del patrimonio cultural que había surgido a partir de 1790 en Europa.31
Esta mirada es acogida por la Convención para la Protección de la Flora, de la Fauna y de las Bellezas Escénicas Naturales de los países de América, que la Organización de Estados Americanos (OEA) aprueba en 1940. En el Preámbulo de esta Convención, que alude al paisaje como una especie de “patrimonio cultural”, se establece que su objetivo es “proteger y conservar los paisajes de incomparable belleza, las formaciones geológicas extraordinarias, las regiones y los objetos naturales de interés estético o valor histórico, científico, y los lugares donde existen condiciones primitivas”. Los gobiernos asumen, allí, la obligación de establecer, en sus espacios nacionales y bajo su dominio, algunos de los dispositivos previstos para efectivizar dicha protección, creando Parques Nacionales, Reservas Nacionales, Monumentos Naturales, Reservas y Regiones Vírgenes.
De hecho, en su artículo I.1 se establece una definición de Parque Nacional cuya impronta confirma la concepción a la que nos venimos refiriendo: “Las regiones establecidas para la protección y conservación de las bellezas escénicas naturales y de la flora y la fauna de importancia nacional, de las que el público pueda disfrutar mejor al ser puestas bajo la vigilancia oficial” (énfasis agregado).
La regulación argentina no fue ajena a esta concepción, en 1922 se inauguró el primer parque nacional y en 1934 se sancionó la Ley 12.103 que establece y organiza la Dirección Nacional de Parques. Esta regulación está en consonancia con la concepción dicotómica y estática del paisaje, regulando solo aquellos sitios de “extraordinaria belleza” con la finalidad de disfrute público.32
Tras la Segunda Guerra Mundial surge una segunda concepción del paisaje, cuyas características distintivas respecto de la anterior están dadas por la consideración de la ocupación humana del territorio y el carácter “patrimonial” de los paisajes. A raíz del fomento del turismo por parte de diversos Estados europeos33 y americanos,34 se multiplicaron los parques naturales y surgieron “valores históricos” que, sumados a un aprovechamiento productivo, alteraron el objetivo de la tutela.35 Se consolidó así una concepción de paisaje histórico como aquel en el que se muestran elementos del pasado humano, razón por la cual el mismo se convierte en un recurso para la conservación de la memoria colectiva.36
Esta progresiva ampliación de los espacios concebidos como paisaje exigió considerar la ocupación humana del territorio. Tanto las ruinas como los parques naturales presuponían, para su regulación, que el sitio estaba deshabitado. Esta ficción jurídica se mantenía a pesar de la constatación, en los hechos, de una ocupación del sitio por comunidades indígenas originarias o por otras poblaciones locales.37
Normas provenientes de diversas organizaciones internacionales procuran la incorporación de la complejidad urbana a la preservación patrimonial y natural. Entre ellas, la “Recomendación relativa a la protección de la belleza y del carácter de los lugares y paisajes”38 insta a los países miembros a adoptar medidas para la conservación de los paisajes naturales, rurales o urbanos puramente naturales o realizados por la interacción antrópica.
Esta concepción, sin embargo, sigue siendo heredera de la dicotomía moderna, tal como lo revelan instrumentos como las Normas de Quito al establecer que “Los lugares pintorescos y otras bellezas naturales objeto de defensa y protección por parte del Estado, no son propiamente monumentos nacionales. La huella histórica o artística del hombre es esencial para conferir a un paraje o recinto determinado esa categoría específica”.39
Esta concepción, objetiva, se tradujo en la Convención para la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de Unesco. Originariamente, la Convención concibe al patrimonio natural y al cultural como dos tipologías diferenciadas. Esto proviene de las intensas negociaciones que se realizaron entre 1970 y 1972 entre Unesco, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) y el Grupo de Trabajo Intergubernamental sobre Conservación (creado por las Naciones Unidas a fin de preparar el documento para la Conferencia de Estocolmo de 1972).40 Fruto de las mismas se logró un borrador de tratado que combinaba dos proyectos: el de Unesco sobre la protección de monumentos, grupos de edificios y sitios de valor universal excepcional y el de UICN sobre patrimonio natural mundial.
En el ámbito nacional argentino, esta concepción fue traducida jurídicamente a partir de 1990. La modificación, en 1994, de la Constitución Nacional incorporó la preservación del patrimonio natural y cultural asociándolo a la calidad de vida.41 Asimismo, un conjunto de disposiciones de diverso nivel daban cuenta,42 en aquellos años, de la necesidad de regular el territorio disponiendo la protección del paisaje.
A partir de la década de los sesenta, el surgimiento de la preocupación por el medio ambiente, sumado a aportes provenientes de la antropología, ponen el acento en la interrelación entre persona y ambiente.43 De este modo el paisaje protegido se concibe como un territorio vivido, habitado, pasible de modificaciones para mejorar los niveles de vida y confort de las personas. Emerge así una concepción “dinámica” del paisaje y del patrimonio cultural que se intensificará hacia fines del siglo XX.
Así, en esta etapa comienza a producirse un lento deslizamiento y las tipologías de patrimonio natural y cultural comienzan a yuxtaponerse, conformándose categorías que las articulan.44 Este proceso se verifica, entre otros, en la ampliación de los bienes incluidos en la Lista del Patrimonio Mundial (como canales culturales, caminos culturales o el propio paisaje cultural). Por otra parte, también en las instituciones dedicadas a la preservación de la naturaleza comienzan a advertirse esa clase de solapamientos. A partir del concepto de ecodesarrollo,45 asociado inicialmente a la protección del medio ambiente, se interpreta como una precondición este el tratamiento unificado de aspectos naturales y culturales, percibiendo “el ‘todo’ de la naturaleza”.46 En la Conferencia de Estocolmo esta noción se cristalizó en el concepto de “medio humano”, reafirmándose esta posición al aprobarse la Carta Mundial de la Naturaleza (1982), entre cuyos considerandos se indica la necesaria interrelación entre naturaleza y cultura.
Este proceso culmina con la inclusión de la “interacción humana” en el concepto de patrimonio. Como corolario de ello se formula un concepto dinámico, en el cual las actividades toman una relevancia antes inexistente.47 Esta mutación exige dejar atrás una concepción estática y transitar hacia una concepción dinámica que permita dar cuenta de la relación entre hombre, historia, cultura, y entre los hombres y los pueblos.48
Algunas de las nociones jurídicas que traducen esta concepción “dinámica” asocian el paisaje a la calidad de vida y al desarrollo sostenible.49 Una interesante perspectiva incluye al paisaje como parte del patrimonio inmaterial.50 Finalmente, la presentación del “territorio” como una categoría específica es una novedad que aparece en algunos instrumentos internacionales,51 unido al concepto “paisaje”.
A ello se suman las modificaciones que han sufrido los paisajes, de modo acelerado, en las últimas décadas del siglo XX. Nogué indica que la estructura y morfología del paisaje se caracteriza por una alta fragmentación, evidente en “una gran dispersión de usos y de cubiertas del suelo”,52 de modo que se generan “paisajes híbridos” cuya lógica discursiva es de difícil aprehensión. A ello se suma la característica de efímeros de los paisajes. La movilidad, la fluidez, la liquidez de los paisajes, metáfora que alude al concepto del sociólogo recientemente fallecido Zygmunt Bauman distinguen los paisajes del presente. Estas calificaciones dan cuenta de las múltiples modificaciones que sufren los territorios y la inevitabilidad de los cambios en estos espacios.53 El signo que activa estos cambios constantes se relaciona con una necesidad de satisfacción inmediata de ciertos deseos, asociada a la mercantilización de los mismos. Los paisajes son concebidos, entonces, como redes espaciales de carácter disidente, alternativo y heterodoxas.54
Ello presenta un desafío para el derecho, que aún no ha reflexionado acerca del objeto paisaje como algo sin consolidar, como un conglomerado que, por estar constituido por elementos objetivos y subjetivos, como se indicó en la introducción, por su propia estructura se encuentra sujeto a incertidumbres en tanto sistema referencial. Los paisajes líquidos, híbridos y efímeros presentan dificultades para su regulación y gestión, dificultades que procuran ser salvadas a partir de propuestas abiertas y flexibles,55 o “de la intervención pensada y participada, socialmente consensuada”.56
Los dispositivos jurídicos para regular los paisajes líquidos aún no se han consolidado, sin embargo, algunos se han perfilado en el Convenio Europeo del Paisaje, siendo extrapolados a regulaciones locales.57 Las disposiciones del Convenio serán objeto de análisis en el apartado siguiente, a partir de su comparación con la Convención para la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural.
2. La construcción de un objeto híbrido: el paisaje como imbricación de naturaleza y cultura
2.1. ¿Qué es un paisaje para el derecho?
Más allá del Convenio para la protección de la flora, de la fauna y de las bellezas escénicas naturales de los países de América, antes mencionado, el paisaje como objeto de tutela jurídica ha sido abordado, en el ámbito internacional, por la Convención para la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de Unesco (1972) y por el Convenio Europeo del Paisaje aprobado por el Consejo de Europa (2000). En este apartado analizaremos las definiciones contenidas en ambos documentos, para así esclarecer cómo está concebido hoy este concepto.
La Convención para la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural tiene alcance internacional y ha sido ratificada por 190 Estados. El objetivo de la Convención es “identificar, proteger, conservar, rehabilitar y transmitir a las generaciones futuras el patrimonio cultural y natural” (art. 4).
La Convención considera patrimonio cultural a
... los monumentos: obras arquitectónicas, de escultura o de pintura monumentales, elementos o estructuras de carácter arqueológico, inscripciones, cavernas y grupos de elementos, que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia;
los conjuntos: grupos de construcciones, aisladas o reunidas, cuya arquitectura, unidad e integración en el paisaje les dé un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia;
los lugares: obras del hombre u obras conjuntas del hombre y la naturaleza así como las zonas incluidos los lugares arqueológicos que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista histórico, estético, etnológico o antropológico.
Asimismo, considera patrimonio natural a
... los monumentos naturales constituidos por formaciones físicas y biológicas o por grupos de esas formaciones que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista estético o científico,
las formaciones geológicas y fisiográficas y las zonas estrictamente delimitadas que constituyan el hábitat de especies animal y vegetal amenazadas, que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista estético o científico,
los lugares naturales o las zonas naturales estrictamente delimitadas, que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista de la ciencia, de la conservación o de la belleza natural.
Estas categorías han sido desdobladas en la reglamentación que de la Convención ha hecho el Comité del Patrimonio Mundial.58 Esta reglamentación fue adoptada bajo la denominación de “Directrices prácticas para la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial” (en adelante, Directrices). La primera versión de las Directrices fue aprobada en junio de 1977 y, desde entonces, ha sido revisada más de una veintena de veces por el Comité.
En 1992, el Comité del Patrimonio Mundial introdujo, como un desprendimiento de la categoría de bienes culturales establecida en el artículo 1, tercer párrafo, la subcategoría “paisajes culturales”.59 Definidos como bienes culturales que representan las obras “conjuntas del hombre y la naturaleza”, su desagregación se realiza a través de un Anexo de las Directrices hoy vigentes. Conforme las mismas, los paisajes culturales “ilustran la evolución de la sociedad y de los asentamientos humanos a lo largo de los años, bajo la influencia de las limitaciones y/o de las ventajas que presenta el entorno natural y de las fuerzas sociales, económicas y culturales sucesivas, tanto internas como externas”.
La inscripción de un sitio en la categoría de “paisajes culturales” depende, de acuerdo al Comité, del valor excepcional del sito en cuestión, así como de “la opinión interdisciplinar de las propuestas de inscripción”.
Las Directrices establecen: “El término ‘paisaje cultural’ comprende una gran variedad de manifestaciones de la interacción entre la humanidad y su entorno natural” (Directrices, Anexo 3, párr. 8). Es decir, que en este documento la Unesco resalta la importancia de la interacción entre los elementos natural y cultural para la formación del paisaje cultural que será protegido por la Convención. De este modo, el Derecho da cuenta de la coproducción del objeto paisaje a partir de la concurrencia de elementos humanos y no humanos en él.
De forma diferenciada, las Directrices siguen protegiendo el patrimonio mixto, definido como aquellos “bienes que respondan parcial o totalmente a las definiciones de patrimonio cultural y patrimonio natural que figuran en los artículos 1 y 2 de la Convención” (Directrices, párr. 46). El fundamento de la subsistencia de esta categoría es que en este patrimonio mixto no se configura tal interacción pese a haber elementos naturales y culturales en juego. Se mantiene, de este modo, un énfasis en la diferenciación y la no combinación de ambos criterios para el patrimonio mixto. La diferencia entre “paisaje cultural” y “patrimonio mixto” estaría dada por la combinación, en el primer caso, de valores culturales y naturales; mientras que en el segundo caso estos valores existirían de manera independiente.60 La permanencia de esta distinción puede deberse a la facilidad de protección de sitios mixtos, en los cuales las normas nacionales tutelan, por una parte, el patrimonio natural a través de la creación de Parques Naturales y. por otro. el patrimonio cultural a partir de normas específicas de tutela. Ello a pesar de que en muchos casos la distinción con los paisajes culturales es poco clara.
A su vez, el paisaje es subdividido en categorías establecidas en las propias Directrices, conforme la preeminencia de algunos elementos sobre otros en la configuración del bien:
a) Paisaje concebido y creado intencionalmente por el hombre, que comprende los paisajes de jardines y parques creados por razones estéticas.
b) Paisaje que ha evolucionado orgánicamente, el cual es fruto de una exigencia originalmente social, económica, administrativa o religiosa y ha alcanzado su forma actual por asociación y como respuesta a su entorno natural.
c) Paisaje asociativo, el que se justifica por la fuerza de evocación de asociaciones religiosas, artísticas o culturales del elemento natural.
La Convención del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural podría encuadrarse en una visión objetiva y estática del paisaje, conforme fue explicitada en el apartado anterior. Del análisis de los textos presentados se deduce, en primer término, que solo será considerado paisaje cultural aquel bien en el cual los dos elementos mencionados interactúen para formarlo, lo que configura la diferencia fundamental entre bienes mixtos y paisaje cultural. De este modo, la correlación naturaleza-cultura se transforma en un elemento esencial para definir el paisaje. No obstante, el fruto de este maridaje debe estar consolidado al momento de la declaratoria, cimentando en ello su carácter “excepcional”. De la definición del artículo 1 se desprende que solo serán objeto de esta Convención aquellos paisajes de valor universal excepcional. Esta característica ha sido definida como “una importancia cultural y/o natural tan extraordinaria que trasciende las fronteras nacionales y cobra importancia para las generaciones presentes y venideras de toda la humanidad” (Directrices, párr. 49).
En segundo término, al analizar las categorías de paisajes culturales, se observa una preeminencia del elemento humano;61 este se visualiza ya sea a partir de diseños predeterminados por el accionar humano o por necesidades socioeconómicas, de modo que siempre es el hombre quien modifica la naturaleza para crear un paisaje determinado.
Por consiguiente, la concepción de paisaje de este documento puede inscribirse en una mirada dicotómica sofisticada, en la cual el valor del elemento humano es mayor al elemento natural en el proceso de coproducción. Ello no obsta para reconocer una evolución en la concepción del paisaje, producida al interior de la Convención, en virtud de su reconocimiento por el Comité del Patrimonio Mundial.
Frente a esta normativa, el Convenio Europeo del Paisaje se inscribe, desde su génesis, en una consideración dinámica del paisaje. La inclusión de elementos como la ocupación humana, las actividades desarrolladas y la noción de territorio consolidan la emergencia de un nuevo objeto jurídico.
El Convenio Europeo del Paisaje entró en vigor el 1 de marzo de 2004. Si bien como instrumento jurídico tiene antecedentes en otros anteriores de carácter regional o nacional, cada Estado firmante tiene la potestad de establecer su alcance normativo.
Respecto de la regulación que establece para el paisaje, en primer lugar se destaca la definición que en su artículo 1 propone: “A los efectos del presente Convenio: a) por ‘paisaje’ se entenderá cualquier parte del territorio tal como la percibe la población, cuyo carácter sea el resultado de la acción y la interacción de factores naturales y/o humanos”. Esta definición da cuenta de algunos elementos que merecen destacarse.
En primer lugar, refiere a cualquier parte del territorio, con lo cual incluye en la definición no solo a aquellos paisajes excepcionales, sino también a los paisajes cotidianos e incluso a los degradados. Aquí es importante distinguir entre dos acciones que promueve la norma: por una parte, una inserción de la categoría “paisaje cotidiano”, la cual habilita la aplicación de dispositivos jurídicos de tutela específicos. Esta categoría es fruto de una ampliación valorativa, e incluye los paisajes de la ciudad, y también paisajes rurales, es decir aquellos territorios modificados por el hombre y que no poseen el atributo de excepcionalidad.62 Por otra parte, la norma recepta los paisajes degradados, aunque en este caso con una connotación negativa: se promueve una gestión del territorio tendiente a su rehabilitación y ordenación.63 Asimismo, se introduce una unificación entre aquellos territorios que forman parte del dominio público (como tradicionalmente fueron los parques nacionales) y territorios que pueden pertenecer al dominio privado (en una ciudad, las parcelas habitacionales que conforman su paisaje son de titularidad privada). Esta desdiferenciación permite introducir dispositivos de tutela novedosos, cuya finalidad sea la protección del paisaje pero sin limitar notablemente el derecho de dominio.
Ello se ve complementado con lo establecido por el artículo 2: “El presente Convenio abarcará las áreas naturales, rurales, urbanas y periurbanas. Comprenderá asimismo las zonas terrestre, marítima y las aguas interiores. Se refiere tanto a los paisajes que puedan considerarse excepcionales como a los paisajes cotidianos o degradados”.
Esta concepción que extiende el concepto de paisaje a todo el territorio representa una ruptura con los documentos regionales o locales que fueron el antecedente y que consideraban paisaje solo a aquellos lugares excepcionales. El Informe Explicativo del Convenio, en su apartado 44, justifica esta posición en que todos los paisajes “son determinantes para la calidad de los espacios vividos por las poblaciones europeas”. Esta amplitud de criterio ha sido criticada por algunos autores64 por la ausencia de adjetivación del paisaje. Esta adjetivación, entendida como la clasificación del paisaje por determinada categoría sobresaliente o que se quiere proteger preferentemente (como paisajes culturales, paisajes naturales, etc.) permitía aplicar dispositivos jurídicos diferenciados basados en la dicotomía clásica naturaleza-cultura (la naturaleza debe preservarse virgen, la cultura debe conservarse en cuanto pueda valorizarse positivamente). No obstante, este criterio amplio no excluye la caracterización, clasificación y evaluación de los paisajes, tarea que, por el contrario, la puesta en vigencia del Convenio ha impulsado.
La definición del artículo 1º de igual forma ratifica el lazo existente entre el territorio y las personas, en tanto el vocablo “percepción” da cuenta de la existencia de un perceptor del paisaje que entiende la realidad territorial como fruto de la interacción de naturaleza, historia y experiencia subjetiva de percepción.65
Ello es complementado por la disposición del artículo 5 inc. c) referente a la participación pública en la formulación y aplicación de políticas del paisaje. Así, el Convenio introduce al ciudadano en la ordenación de los paisajes, a partir de una democratización de las decisiones políticas y técnicas que presentan un desafío al derecho.
Tradicionalmente, el ordenamiento jurídico había relegado la participación pública al momento exclusivo y limitado de las elecciones de dirigentes políticos. No obstante, asistimos a una alteración de esta forma de democracia en Occidente, y a una ampliación de los espacios de participación en virtud de prácticas innovadoras de ciencia y tecnología. Planes de gestión y conservación del paisaje, que antaño se hubiesen encomendado a expertos (geógrafos, urbanistas, entre otros) ahora exigen una mayor integración activa de los ciudadanos.66 Los dispositivos y requisitos para lograr esta democracia genuinamente participativa son un reto que el derecho debería enfrentar.
2.2. Dos formas de gobierno del paisaje
En este apartado realizaremos una breve comparación entre los dos dispositivos jurídicos desarrollados para regular el paisaje que tratamos anteriormente. A tal fin analizamos los dos instrumentos jurídicos escogidos a la luz de cinco criterios: 1) las estrategias que los Estados disponen para “conocer” el paisaje por proteger, 2) la división de competencias entre los niveles nacional y subnacionales para planificar y ejecutar políticas de gestión y conservación del paisaje, 3) las políticas públicas previstas para proteger el paisaje, 4) la formación y el reconocimiento de la voluntad popular, y 5) la cooperación con otros Estados firmantes. A fin de comparar estos objetivos en cada uno de los instrumentos, se presenta la tabla 1.
Según la Convención para la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural, la acción del Estado se torna fundamental en la protección del paisaje. Así se pone de manifiesto en su texto, que establece en su artículo 5 las obligaciones de los Estados partes. Estas obligaciones están guiadas por una tutela del patrimonio cultural y natural que tiende a la preservación de su atributo de excepcionalidad de manera estática. Así, el conocimiento del paisaje se diseña desde los expertos hacia la sociedad, siendo los primeros quienes deben identificar aquellos bienes relevantes y adoptar las medidas adecuadas para su protección y revalorización. La población se ubica, de esta manera, en un lugar pasivo respecto del gobierno del paisaje.
A modo de ejemplo, puede indicarse que la postulación argentina del sitio Quebrada de Humahuaca a la Lista del Patrimonio Mundial fue realizada por un grupo interdisciplinario de expertos de la provincia de Jujuy, Argentina, que conformaron una comisión ad hoc.67 La misma ofrece un relato lineal, apoyándose implícitamente en una concepción evolucionista y omite los procesos concretos que tuvieron y tienen lugar, así como las luchas y los conflictos que se generaron en torno a este paisaje.68
En este sentido, si bien la ocupación de los sitios ha sido advertida por parte de Unesco,69 es posible observar que en materia de formación y reconocimiento de la voluntad popular esta regulación se encuentra en la escala más básica de la participación y se reduce a un acceso a la información, sin establecer mecanismos de participación y control ciudadanos sobre las decisiones tomadas en torno al paisaje. De hecho, el sistema de gestión del sitio puede incorporar prácticas tradicionales, instrumentos de planificación existentes y mecanismos de control formales e informales, aunque ninguno de ellos exige una participación de la comunidad en la toma de decisiones.
En el caso argentino mencionado, la participación ciudadana se formalizó a través de Comisiones Locales de Sitio, organizaciones comunitarias integradas con personas propuestas por entidades representativas de los diferentes sectores del sitio patrimonial (Res. 164/04, Secretaría de Turismo y Cultural). En estas comisiones se vertieron los intereses de la ciudadanía referentes no solo a la participación en la gestión del sitio, sino a expectativas económicas y sobre la preservación del legado histórico de la Quebrada de Humahuaca, a pesar de que las posibilidades de intervención en el diseño y la ejecución de normativas atinentes a este paisaje fue cuestionada por diversos actores sociales.70
La Convención no establece disposiciones específicas referentes a la distribución de competencias entre los niveles estaduales.71 En materia de políticas públicas, se fomentan aquellas políticas estatales que propenden por conservar y revalorizar el paisaje como manifestación del patrimonio cultural, otorgándole funciones y favoreciendo la investigación experta. Y en cuanto a la cooperación con otros Estados firmantes, las medidas se limitan a la colaboración asistencial.
De esta manera, la regulación del paisaje hecha por la Convención pretende preservarlo como un subtipo de patrimonio cultural y, como tal, tutelarlo en su inmutabilidad. No se prevé la variable de sostenibilidad económica cuando el paisaje es habitado y la reglamentación solo refiere al mantenimiento de sistemas económicos de utilización de tierras en cuanto sean viables para sustentar la diversidad biológica (Directrices, Anexo 3, párr. 9).
La influencia del discurso económico del desarrollo operó como un legitimador al momento de postular el sitio Quebrada de Humahuaca como Patrimonio Mundial. En este caso, el modelo de desarrollo ligado al crecimiento económico se orientó al turismo, aunque este se impulsó en forma espontánea a partir de iniciativas de los emprendedores turísticos en el sitio. Así, la presión turística generó, algunas veces, consecuencias no deseadas, que se atribuyen a la ausencia de control estatal.72
Por su parte, el Convenio Europeo del Paisaje establece una variedad de medidas jurídicas de cumplimiento obligatorio para las Partes Firmantes. Primeramente, se distingue de su par al tener en cuenta la posibilidad de transformación de los paisajes, registro que debe realizarse paralelamente al de los valores que no solo el Estado sino la población otorgan al paisaje. De este modo, configura desde el inicio un concepto de paisaje modificable, dinámico y comprensivo de la ciudadanía que lo percibe.
Asimismo, tiene en cuenta los distintos niveles de la administración estadual a fin de que cada uno de ellos se comprometa con la protección, gestión y ordenación del paisaje. Particularmente relevante parece la mención a las organizaciones privadas que aparecen como un sujeto pasible de sensibilización respecto de los valores del paisaje, lo que podría desencadenar en dispositivos como el mecenazgo de paisajes. A pesar de la independencia de los niveles estaduales, se establecen algunas líneas mínimas de tutela sobre las cuales los Estados partes deberán erigir sus políticas de salvaguarda, tales como la calificación de los paisajes o la necesaria participación ciudadana en la toma de decisiones sobre los mismos.
En estas políticas, los Estados deben reconocer al paisaje como “objeto jurídico digno de tutela” (art. 5 a). Este objeto se configura a partir de una multiplicidad de aristas: territorial, urbanística, cultural, ambiental, agrícola, social, económica, etc. Así, el mosaico que configura este objeto jurídico da cuenta de su hibridez y de la necesidad de entrelazar diversos organismos y saberes en su gestión. Refiriendo a estos últimos, el Convenio establece la necesidad de formar especialistas en la “valoración” e “intervención” de los paisajes, los cuales, unidos a la población, deben decidir las medidas por tomar para su gestión. Estas medidas se instrumentarán a partir de dispositivos jurídicos que deben ser establecidos (art. 6 E). Es decir, que el Convenio proyecta una tarea para el derecho: delinear nuevas formas de regulación que pueden formarse a partir de elementos existentes, para el buen gobierno del paisaje. Los objetivos de este buen gobierno no tienden necesariamente a mantener/mejorar la calidad estética del mismo, dado que ellos también deben ser definidos a partir de un diálogo entre los expertos y la ciudadanía.
En cuanto a la formación y el reconocimiento de la voluntad popular, el Convenio diferencia los objetivos según los destinatarios. De este modo, en un nivel elemental cuya destinataria es la ciudadanía escolarizada (en todos los niveles educativos) deben promoverse cursos escolares cuyo contenido estará centrado en los “valores” relacionados con los paisajes. Estos “valores” son abordados por el Convenio como criterios de legitimación de la tutela, y, en este sentido, si bien el art. 6 C. b) refiere que se calificará a los paisajes “teniendo en cuenta los valores particulares que les atribuyen las Partes y la población interesadas”, los mismos pueden aglutinarse en las nociones de naturaleza y cultura, conforme se desprende del art. 1 inc. d). Esta norma, al definir la “protección de los paisajes”, establece que los mismos tienen un “valor patrimonial derivado de su configuración natural y/o la acción del hombre”.
En otro nivel, dirigido a los profesionales del ámbito público, privado o del tercer sector, los Estados deben promover programas pluridisciplinares de formación. De este modo, se procura una intervención experta sobre los paisajes. En este contexto, la participación del ciudadano que no ha obtenido una escolarización con contenidos de valoración del paisaje, y no forma parte del estamento de los profesionales, solo será informada a través de la sensibilización establecida en el art. 6 a).
En cuanto a cooperación con otros Estados firmantes, la novedad del Convenio se centra en reconocer que los paisajes exceden las fronteras políticas, y la gestión de los paisajes transfronterizos debe realizarse conjuntamente tanto a nivel local (es decir, subnacional) como a nivel regional.
Finalmente, el Convenio también incluye una medida de fomento a la tutela del paisaje que puede ser complementada con otras medidas financieras o fiscales tomadas a nivel nacional o local para incentivar la tutela.
La concepción de paisaje se presenta no solo amplia sino dinámica y la reglamentación no busca únicamente su preservación inalterada, sino más bien la sostenibilidad de las comunidades que se asientan en él. En este sentido, el paisaje se constituye como un objeto jurídico híbrido, que no atañe solamente al Estado, sino a la sociedad y que surca toda la regulación jurídica de un territorio.
En materia de formación y reconocimiento de la voluntad popular las normas del Convenio son exhaustivas y abarcadoras tanto de la sensibilización como de la participación en la formulación y aplicación de políticas del paisaje. Ello reclama una profunda conciencia y compromiso democrático por parte de la ciudadanía.
3. Delineando una nueva pieza del rompecabezas legal
La configuración del paisaje como un objeto de tutela jurídica ha tenido una historia sinuosa. Fue concebido inicialmente como naturaleza estática, “no humana”, que merecía protegerse por un criterio estético. Posteriormente, se agregó el “elemento humano”, aunque sin modificar esencialmente esta regulación que era planteada desde el Estado. En este sentido, la órbita pública y la propiedad estatal se adoptan como posibilidades de preservación de la integridad e inmutabilidad de estos paisajes excepcionales.
En los últimos años del siglo XX, entran en juego nuevos trazos que, proviniendo de la regulación del ambiente y de una modernización de la regulación del patrimonio cultural, proponen nuevos diseños para esta pieza del rompecabezas jurídico. Considerando todos los espacios vividos como paisaje e incluyendo el elemento humano como un sujeto que decide y participa de la gobernanza del mismo, se hace necesaria una nueva regulación del paisaje. A ello se suma una consideración de la mutabilidad y liquidez de los paisajes, que requiere el desarrollo de nuevas herramientas jurídicas para su regulación.
La protección del paisaje aparece, de este modo, como un objeto de regulación híbrido, fruto de la coproducción entre humanos y no humanos, y cuya tutela no se restringe al mantenimiento de sus condiciones inmutables. Este objeto jurídico no puede ser restringido a la reglamentación de los bienes naturales o los culturales. Configura una combinación de ambos que merece ser protegida en su integridad, y en la percepción que de esta integridad tienen los individuos, quienes a su vez participan en su conformación.
Algunas reflexiones acerca de las implicancias de la conceptualización del paisaje como un objeto jurídico “dinámico” permiten esbozar lineamientos para la regulación del mismo. En primer lugar, existen consecuencias respecto de la toma de decisiones sobre las políticas públicas que puedan afectar al paisaje. Estas decisiones necesariamente deben contar con la debida participación de la ciudadanía que habita, modifica y construye su identidad en dicho territorio. Esto resulta notable en los paisajes urbanos, creados no solo por planes y proyectos urbanos, sino por multitud de actuaciones particulares referidas a la organización de espacios, a la disposición e incorporación de bienes muebles e inmuebles, a la iluminación, vegetación, entre otros. En esta particular clase de paisaje, la participación ciudadana es fundamental al momento de establecer una política que pueda afectar la constitución de la ciudad como tal. El desafío singular para esta participación es lograr un equilibro entre el mantenimiento de paisajes tradicionales y la mutabilidad de los mismos, que permita generar nuevas identidades. Este desafío no es propio del derecho del paisaje sino que forma parte del proceso de desregulación de todos los ámbitos de la vida social en la modernidad líquida descrita por Bauman.
Por otra parte, existe un impacto relevante de la inclusión del paisaje en todo el ordenamiento jurídico. El reconocimiento de la territorialidad, pero también de la inmaterialidad del paisaje implica tomar en cuenta la opinión de los expertos en paisaje como nuevos saberes de Estado que juegan un papel esencial en el diseño de dispositivos de gobierno de este objeto.
En cuanto a la territorialidad, el paisaje ya no se asimila a un bien del dominio público, sino que el mismo incluye bienes del dominio privado para los cuales parece necesario imaginar nuevos dispositivos jurídicos que permitan una eficaz protección. Respecto de la inmaterialidad, los valores o criterios de legitimación para la protección del paisaje ya no se reducen a la belleza estética, sino que surgen de la conciliación entre los intereses de los expertos, de la ciudadanía y del propio Estado. De este modo, la regulación del paisaje no se resuelve en la modificación de alguna pieza del rompecabezas, sino que implica la inserción de una pieza nueva cuyos contornos necesariamente modifican los aledaños transfigurando la imagen total.
El reconocimiento de este objeto jurídico híbrido necesariamente da cuenta de una nueva imagen del ordenamiento jurídico. Esta nueva imagen del rompecabezas se viene construyendo a partir de la reciente regulación del ambiente y de la concepción holística del patrimonio cultural, entre otras. El paisaje es un objeto que se extiende sobre los nombrados sin contenerlos totalmente, y los modifica también a ellos. Es evidente que esta modificación en la estructura jurídica no ha culminado, quedando aún una gran tarea para los operadores jurídicos: diseñar dispositivos para proyectar una imagen del rompecabezas cuyas piezas aún no están totalmente delineadas.