Introducción
En los primeros días de junio de 1626, peinando densas canas, pero aún altivo y tenaz, el mexicano Juan de Oñate falleció en Gudalcanal, en la provincia de Sevilla (España). Algunos dicen que murió aplastado dentro de un socavón, mientras que otros afirman que la muerte le llegó cuando yacía en su lecho, tras una corta pero intensa enfermedad(2). Sea cual fuere la causa de su muerte, uno no deja de preguntarse qué hacía este anciano conquistador en aquellas remotas tierras, tan lejanas de su nativa Zacatecas. En efecto, actualmente Oñate es famoso sobre todo por haber dirigido la conquista y colonización de los territorios de Nuevo México a finales del siglo XVI. Sin embargo, la presencia de este antiguo soldado y gobernador en el pequeño poblado minero de Guadalcanal se vuelve mucho más comprensible cuando vemos a Oñate no sólo como un conquistador, sino también como un minero y empresario, quien se había internado en Guadalcanal para valorar la calidad de las minas de la región. Luego de su turbulenta experiencia en Nuevo México, de donde fue desterrado en 1607, regresó a su nativa Zacatecas, que por entonces emergió como uno de los mayores centros mundiales de extracción y producción de plata(3). Allí reasumió sus negocios familiares y se dedicó de lleno a mejorar las minas que había heredado. Así, cuando, a inicios de la década de 1620, Oñate, ya viudo y en la última etapa de su vida, decidió viajar a España con el objetivo de limpiar su nombre y apelar las antiguas sentencias que lo habían desterrado de Nuevo México, era sin duda un hombre sumamente rico y un experto minero(4).
Por todo ello, resulta plenamente comprensible que en 1624 Felipe IV nombrase a Oñate Visitador General de Minas y Escoriales de España(5). Con esta elección, el monarca no estaba confiando sólo en el experimentado conquistador y exgobernador, sino principalmente en Oñate el minero. El objetivo de su nombramiento era claro: la Corona deseaba incrementar la producción minera en la península ibérica, que en las décadas previas se había estancado. Podemos presumir que, casi con toda seguridad, no había nadie en España con mayor experiencia en minería que Oñate. Al aceptar el cargo, Oñate solicitó traer seis indígenas mexicanos, expertos en minería, para que lo asistieran(6). Resulta difícil imaginar un equipo europeo que fuese capaz de igualar la experiencia y el saber de Oñate y su cuadrilla americana. En aquel momento, la minería americana era la más avanzada del mundo y su técnica y sus tecnologías estaban en constante innovación(7). Como bien señala Homer Milford, con el nombramiento de este viejo conquistador tácitamente se reconocía que el conocimiento y tecnología americanos en materia minera eran más avanzados que los que circulaban por el Viejo Continente y que podían contribuir a la mejora de estos últimos(8).
En este artículo examinaré el concepto e ideal de “experiencia”, aquel conocimiento adquirido a partir de las situaciones vividas, en el gobierno y funcionamiento del Imperio español durante el siglo XVII. En primer lugar, haré un breve análisis de cómo la experiencia fue valorada por los tratadistas políticos. En seguida, mostraré cómo los oficiales imperiales -aquellos hombres que ocuparon puestos de gobierno, como por ejemplo, corregidores o gobernadores- fueron adquiriendo distintos tipos de experiencia, y, principalmente, expondré la circulación de tal experiencia: cómo era puesta en práctica en otras regiones del imperio y cómo fue acumulada, codificada y divulgada. La experiencia de los oficiales circuló de manera profusa a través del imperio global y ayudó a construir un conocimiento común sobre cómo gobernar los muy variados y dispersos espacios y sujetos del rey hispano.
Según Jeremy Robbins, el aprecio por la experiencia era parte de una corriente epistemológica hispana mayor. Esta se basaba en ideas filosóficas del escepticismo y del neoestoicismo que enfatizaban el “arte de la percepción” como el medio para realmente aprehender el mundo y que urgían a los individuos a evitar un exceso de credulidad. Por un lado, el reclamo escéptico de que no era posible asegurar ninguna forma de conocimiento, ya fuesen grandes actividades intelectuales o simples actos de percepción, tuvo amplia acogida en la sociedad hispana(9). Por otra parte, los principios estoicos que hacían hincapié en la falsedad de las apariencias o de las ideas de sentido común, así como en la miseria y brevedad de la vida, la inevitabilidad de la muerte y, en general, una denuncia de todo lo “externo”, eran moneda corriente y pueden encontrarse con facilidad en casi cualquier escritor o intelectual del momento(10).
Conjuntamente, estas doctrinas ponían de relieve la idea de la falibilidad humana y la dificultad inherente para descubrir la verdad y esencia del mundo. Así, la problemática del conocimiento y percepción se expresó en los términos ser/parecer y engaño/desengaño(11). Para desvelar la verdad era necesario tomar distancia del objeto por conocer y desarrollar las técnicas apropiadas para una examinación perceptual. En este contexto de incertidumbre epistemológica -en el que se admitía que era imposible alcanzar un conocimiento pleno y que el mundo, aunque en extremo diverso, estaba ordenado por una razón única-, la experiencia adquirió un papel fundamental. Sólo a partir de la observación y el juicio cuidadosos de muchos eventos particulares era posible conocer la esencia general de aquellos eventos y sacar conclusiones. Más aún, debido a la naturaleza incierta y engañosa de las apariencias externas, el objetivo del conocimiento era capturar la verdadera esencia de las cosas. La única certeza a la que uno se podía aferrar era la doctrina católica, la cual fue tomada, entonces, como el modelo contra el que la realidad era medida e interpretada. De esta manera, el conocimiento se volvió una empresa moral: la verdad sólo podía emerger al discernir lo bueno de lo malo(12).
En concordancia con todas estas ideas, señala Robbins, en el mundo hispano se desarrolló una actitud que era receptiva a los nuevos preceptos de una ciencia moderna que se basaba en la experimentación y que normalmente se ha atribuido a personajes como Bacon y Locke, en el norte de Europa(13). Así, emergió una forma de empirismo, de conocimiento adquirido a partir de la experiencia, que se apoyaba con fuerza en la sensación de contingencia. Este empirismo se basaba en un intenso escrutinio del mundo exterior, y la experiencia directa personal o de aquellos testigos fiables era una fuente privilegiada de conocimiento e información(14).
En este sentido, los oficiales imperiales españoles desempeñaron un papel clave en el desarrollo de un pensamiento y prácticas empíricas(15). Ciertamente, ellos tenían numerosas vinculaciones con el mundo externo y lejano. Ellos estaban experimentándolo de manera constante y adaptándose a las circunstancias volátiles, y, quizás más importante, como observadores de primera mano, lo estaban reportando.
En su estudio sobre los procesos de acumulación de información y conocimiento en el Imperio español, Arndt Brendecke señala que los muy variados y constantes reportes producidos por los servidores reales en los espacios coloniales fueron de extrema importancia para el gobierno imperial. En efecto, los oficiales imperiales eran los ojos y oídos del rey más allá de la Corte(16). La impresionante cantidad y calidad de información que era procesada por los consejos imperiales se basaban en las experiencias particulares de los oficiales. Este conocimiento sirvió para esbozar una imagen de la naturaleza y la situación del Imperio español, desde las remotas islas Filipinas hasta lugares más cercanos, como podía ser Murcia. La recopilación sistemática de información sobre el Nuevo Mundo fue una práctica que, tal como lo demuestra Antonio Barrera-Osorio, comenzó desde los primeros años del siglo XVI y fue fundamental para el desarrollo y consolidación del imperio(17).
Comúnmente, los oficiales enmarcaron sus experiencias en un documento relativamente estandarizado: las “informaciones de méritos y servicios”. Estos documentos, que serán estudiados con más detenimiento en la sección final de este artículo, eran presentados por los ministros para solicitar el favor regio. En ellos, los oficiales resumían sus acciones más relevantes en los distintos puestos, a lo largo y ancho del globo, en los que pudieron haber servido; así, ensamblaban sus diversos servicios para proyectar una narrativa coherente de ellos mismos, según la imagen ideal del servidor regio. Las informaciones de los oficiales desde todas partes de la monarquía proveyeron muchísima, aunque desperdigada, información concreta sobre eventos locales, y, en conjunto, y a la manera de un conjunto de retales, bosquejaron una visión completa de todo el imperio.
En definitiva, el estudio de la práctica y transmisión de la experiencia pone de manifiesto cómo se articulaba la Monarquía Hispánica. Más allá de las instituciones políticas y jurídicas, fue la experiencia misma de gobierno (y su circulación) la que entretejió el imperio global y le dio cohesión y vitalidad(18). Esta organización política aparece como un ente vivo y en constante reformulación gracias a las actividades de los oficiales(19). Además, el trasplante de las experiencias de estos ministros y la fluidez con que ello ocurría nos demuestran que el Imperio español, pese a su carácter global, su gran tamaño, diversidad y dispersión geográfica, era entendido, vivido y experimentado como una unidad coherente y cohesionada(20).
Los oficiales imperiales ganaron experiencia sobre el terreno mismo, al servir en sus cargos(21). Su ejercicio del poder y de la autoridad en múltiples localizaciones proveyó a estos hombres de un conocimiento amplio y directo de la situación general de la monarquía, así como de las condiciones particulares de cada región. Más aún, los oficiales imperiales no sólo se movían físicamente a lo largo y ancho del espacio imperial, sino que también pusieron a circular nociones sobre lo que un buen oficial imperial debía hacer. Los servicios pasados de los oficiales, ya sea en asuntos políticos, militares, así como económicos, daban validez a sus actividades futuras en regiones y contextos diversos; y servían como un guion para otros oficiales que se encontraban en circunstancias similares, pese a la distancia física y temporal. Estos servidores regios estaban al corriente de las nuevas geografías, sus gentes y sus costumbres, tecnologías, comercios, rutas, guerras, y, por supuesto, las distintas maneras de gobernar y administrar el imperio. En este sentido, conviene señalar que el movimiento de los oficiales y de sus experiencias no fue unidireccional, sino todo lo contrario: si bien hubo un gran flujo de oficiales y sus experiencias desde Europa hacia América, también existió una intensa circulación intrarregional, así como un tránsito desde América hacia Europa(22).
El ideal de experiencia
La experiencia ocupó un lugar central en el pensamiento y las prácticas políticos de la España moderna, principalmente desde la colonización de América en el siglo XVI(23). Por ello, no es de sorprender que Diego Saavedra Fajardo, el tratadista político español más influyente del siglo XVII, dedicase todo un capítulo (o emblema) de sus Empresas políticas a explicar la importancia de la experiencia en el buen gobierno, así como las maneras en que esta se podía obtener(24). Al igual que en los otros capítulos de su libro, Saavedra Fajardo comienza por mostrar y explicar una imagen que resume su argumento (ver la figura 1). El lema del emblema es Fulcitur experientiis: apoyado en la experiencia. La figura muestra una columna rostral, una columna romana que se erigía para celebrar victorias navales. Sobre un plinto emerge una columna en la que están engastadas las proas de los barcos triunfantes. La sólida columna representa la sabiduría y el conocimiento que se obtienen a través de “reflexión y estudio”, mientras que las proas, “cursadas en varias navegaciones y peligros”, significan la experiencia. Según Saavedra Fajardo, estos dos atributos juntos hacían a un perfecto gobernador. La sabiduría se refería a los asuntos abstractos, universales y constantes, mientras que la experiencia concernía a eventos únicos y concretos y a circunstancias particulares(25).
Fuente: Diego de Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas (Mónaco: Nicolao Enrico, 1640), p. 184.
Saavedra Fajardo mantenía que hay dos tipos de experiencia. La primera es una experiencia personal y adquirida de manera directa. La segunda es la experiencia indirecta, cultivada a través del estudio de la historia o por medio de comunicaciones con aquellos con experiencia directa(26). De este modo, el conocimiento sería también una forma de experiencia. Sin embargo, él argumentaba que la experiencia indirecta no es tan persuasiva como aquellas experimentadas directamente por uno mismo, y que “en el corazón las deja esculpidas el peligro”. De manera muy gráfica alegaba que un naufragio visto desde la orilla es, sin duda, impactante, pero nada comparado con sobrevivir a uno(27).
Saavedra Fajardo sostenía también que los mejores maestros de un príncipe no eran aquellos con “los ingenios más scientíficos [sic]”, sino aquellos hombres prácticos que tienen “conocimiento y experiencia de las cosas del mundo”(28). Así, Saavedra Fajardo urgía al monarca a que utilizase oficiales con experiencia y lo prevenía de dejar el gobierno en manos de quienes eran muy pensativos y dados a una vida monástica. Alegaba que estos últimos carecían de experiencia en el terreno, así como de conocimiento de asuntos pragmáticos, por lo que en el momento de gobernar se equivocarían por ser muy tímidos o muy atrevidos(29).
La insistencia de Saavedra Fajardo en el valor de la experiencia no era un caso aislado. Por el contrario, esta reflexión emanaba a partir de las prácticas concretas que durante décadas venían llevando a cabo los oficiales imperiales españoles a lo largo y ancho del mundo.
Moviéndose y experimentando el imperio
Ciertamente, los servidores imperiales constituyeron uno de los grupos de actores dentro de la Monarquía Hispánica que acumuló una mayor y más diversa experiencia. Un oficial tan recorrido como Sebastián Hurtado de Corcuera sabía perfectamente el valor de su experiencia y se regodeaba de ella. En 1656, ya en los últimos años de su vida, rechazó (por tercera vez) un segundo nombramiento como gobernador de Panamá con un argumento un tanto peculiar: tenía demasiada experiencia. En su carta al conde de Peñaranda, presidente del Consejo de Indias, Hurtado de Corcuera partía de la premisa “que la experiencia es maestra de la ciencia”, para luego afirmar que tras haber servido por más de veinticuatro años en tres distintas partes de las Indias (Perú, Panamá y Filipinas), así como en Flandes y en España, tenía muchísimo conocimiento e información. Por lo que, sostenía el viejo y sagaz oficial, si era enviado de nuevo a Panamá, una región tan alejada, no podría compartir fácilmente su sabiduría con el Consejo. Por ello, Hurtado de Corcuera alegaba que en realidad lo mejor era cambiar su nombramiento en Panamá por una silla en el Consejo de Indias(30).
Hurtado de Corcuera no exageraba en sus afirmaciones, y, en efecto, a lo largo de su dilatado servicio al rey acumuló numerosas experiencias que puso en práctica en múltiples ocasiones. La guerra era su campo de mayor pericia; de joven empezó sirviendo en los Tercios de Flandes y, de hecho, tuvo una destacada participación en el célebre sitio de Breda (1625)(31). En recompensa, el rey lo escogió como uno de los doce soldados a quienes premió con un hábito militar por aquella victoria(32). Por esta razón, Hurtado de Corcuera adquirió fama mundial, y cuando llegó a Lima, en 1630, el poeta peruano Bernardino de Montoya no escatimó elogios hacia el capitán: en su poema “Al río Lima” afirmó que, gracias a sus muy reconocidos experiencia y valor, la capital virreinal bien podía sentirse segura(33). Poco tiempo después, en 1632, Hurtado de Corcuera fue nombrado gobernador de Panamá. Los consejeros de Indias justificaron su nombramiento alegando que en aquella plaza se necesitaba “persona de mucha plática y experiencia en las cosas de la milicia y que ponga en defensa aquella tierra y con valor la defensa de las embarcaciones que intentare hacerla el enemigo que con tanto atrevimiento navega ambas mares”(34). Un par de años más tarde, los consejeros utilizaron unos argumentos similares para nombrarlo gobernador de Filipinas(35).
Por todo ello, no es de sorprender que veinte años más tarde, en 1656, en el contexto de la guerra con Inglaterra, gracias a su “mucha experiencia y autoridad”, Hurtado de Corcuera fuera comisionado por el rey para organizar la defensa militar del Principado de Asturias, en el norte de la península ibérica(36). Felipe IV confirió al viejo capitán amplios y extraordinarios poderes: ordenó al corregidor de Asturias, así como a otras autoridades locales, que obedeciesen en todo al exgobernador, pues era una “persona de las calidades y experiencia militar que sabéis”(37). En efecto, el propio Hurtado de Corcuera afirmaba que ya había informado a las autoridades asturianas que por “haber sido capitán de caballos en Flandes, y general de caballería en el Pirú, les asistiré, seré su capitán y gobernaré”(38). Así, el ducho militar no sólo sintetizaba su trayectoria y se vanagloriaba de ella, sino que presentaba sus experiencias, tanto en Flandes como en América, como el aval que legitimaba su gobierno en Asturias.
Sin duda, las habilidades y experiencias militares de los oficiales imperiales eran muy valoradas. En este aspecto, la guerra en Flandes (1568-1648) sirvió como una gran escuela. Este dilatado conflicto enseñó a varias generaciones de soldados cómo combatir a los enemigos de la Corona y la Fe. Hombres procedentes de todos los rincones del mundo confluyeron en dicha guerra y compartieron las mismas experiencias y se vieron a sí mismos como españoles(39). Jacinto de Aguilar y Prado era un escritor, historiador y soldado, y hacia 1610 fue voluntariamente a pelear a Flandes “porque si un soldado no sirve en aquellos países, parece que sus servicios son de menor tonsura, aunque sean dignos de estimación”(40). De igual manera, en 1623, mientras Pedro Esteban Dávila gobernaba las Azores -una posesión portuguesa con una notoria tradición de rebeldía a la autoridad castellana y que en ese momento estaba bajo dominio castellano debido a la Unión de las Coronas (1580-1640)-, pidió al rey que nombrase sargento mayor de la isla a “un soldado portugués de los de Flandes”: alguien que tuviese los méritos y conocimientos militares necesarios y que, además, gracias a su paso por aquella esa guerra, ya hubiera probado su lealtad al monarca y se considerara a sí mismo como “español”(41).
Evidentemente, un buen oficial no podía destacar sólo por su belicosidad; también se esperaba que tuviese otros tipos de experiencias. Otras habilidades, como las políticas y financieras, eran muy apreciadas. En 1580, Martín Enríquez, el saliente virrey de la Nueva España, escribió a su sucesor recordándole que en las Indias todo era muy distinto a España, por lo que si “el gobernador nuevo no se vale de lo que puede advertirle el que acá ha estado” sería imposible actuar de manera correcta. En efecto, Enríquez confesaba que “por haberme faltado a mí esta luz cuando aquí vine, fue necesario creer a otros y errar algunas [veces] por su causa”(42). Había ciertas peculiaridades propias del contexto americano y que sólo podían ser captadas una vez se estaba en la región, y por aquellas personas en contacto directo con el continente. El ministro afirmaba que algunos ideales y preceptos que podían ser válidos en otras partes no se aplicaban necesariamente en el Nuevo Mundo, por lo que una experiencia particular era ineludible.
Brendecke afirma que los oficiales imperiales estaban intentando constantemente hacerse una idea sobre América, que aparecía tan distante en muy diversos aspectos. En 1566, el presidente del Consejo de Castilla, el cardenal Diego de Espinosa, solicitó se le diese un reporte sobre las Indias y su gente. El clérigo Luis Sánchez, quien había pasado dieciocho años en América, escribió tal reporte y en él sostenía que la distancia, extensión y diversidad de la población volvían al Nuevo Mundo imposible de comprender. Un lector anónimo sintetizó, de manera sencilla y nítida, estas ideas en una nota al margen: “las Indias no se entienden”(43). Por ello, la información brindada por los mismos americanos o por personas en contacto directo y con experiencia en el continente era crucial para superar tales vacíos en el conocimiento.
La importancia de las experiencias peculiares en el gobierno del imperio llevaría a Saavedra Fajardo, ya bien entrado el siglo XVII, a concluir que, si bien se entendía que existía una razón universal común a todos, ello no impedía que los espíritus de los hombres fuesen muy variados y que, entonces, pudiesen existir múltiples caminos. Por ello, la clave para un buen gobierno radicaba en que el gobernante se adaptase a la naturaleza de los que estaba gobernando, “como se varían los bocados de los frenos según es la boca del caballo”(44). No todo oficial servía para todo escenario o tipo de gente; dependía mucho de la experiencia que este había adquirido, así como de sus propias habilidades.
Como es de suponer, hombres con destrezas y experiencias tan variadas eran escasos. Las autoridades a lo largo del imperio, desde Lima hasta Nápoles, se quejaban de manera constante de las dificultades que tenían para encontrar oficiales apropiados y alertaban sobre los peligros de nombrar a gente que no tuviese las credenciales necesarias y que no sabría cómo actuar ante los distintos escenarios que se les iban presentando(45). La experiencia de los oficiales era un bien sumamente preciado y difícil de conseguir.
Sin embargo, no toda experiencia era positiva o deseable de ser trasplantada. Algunas veces los oficiales podían también aprender y contagiar vicios a lo largo del imperio. Por ejemplo, en 1643 llegaron a la Corte avisos de que los musulmanes estaban preparando un ataque desde Argel sobre las fortalezas del norte de África. La respuesta de Felipe IV fue nombrar a don Juan de Meneses, un miembro del Consejo de Guerra, corregidor de Cartagena. El objetivo, a sugerencia de dicho Consejo, era contar con alguien de experiencia y autoridad listo para actuar y prevenir cualquier actividad militar de los argelinos. Sin embargo, cuando el Consejo de Catilla se enteró de tal nombramiento, protestó con energía. Los consejeros se quejaron de un oficial a quien tenían por profundamente incapaz y afirmaban que “en todas las partes que ha estado ha dado muestras de no ser a propósito para ningún gobierno”. En contra de lo que se podría esperar de un oficial veterano, a ojos de los consejeros, las experiencias de Meneses no habían servido para formarlo ni mejorar sus capacidades. Más aún, sobre la evidencia de sus servicios previos (reflejados de manera patente en una visita que se le hizo), los consejeros afirmaron con contundencia que “este sujeto es más a propósito para ser mandado que para mandar”(46).
Aunque no queda claro el origen de la evidente animosidad en contra de don Juan de Meneses, como tampoco si en efecto era un oficial incompetente, sí es evidente que el Consejo de Castilla recurrió a un discurso de experiencia negativa para justificar sus argumentos y convencer al rey para apartar a tal oficial, lo cual ocurrió de manera inmediata. Contrariamente a la idea común de que la experiencia proveía conocimiento, así como la base para un buen gobierno, para los consejeros la experiencia adquirida por Meneses no era más que negativa, y gracias a ella había aumentado sus métodos y hábitos perniciosos. Este hecho reforzaba la máxima de que el rey siempre debía estar atento al comportamiento de sus oficiales. No en vano, Saavedra Fajardo aconsejaba tener siempre un ojo puesto en lo que los servidores hacían sobre el terreno, así como estar muy pendiente de los reportes que ellos enviaban a la Corte, puesto que los oficiales, sostenía el tratadista, tendían a escribir no lo que habían hecho, sino lo que debían haber hecho(47).
Tampoco es de sorprender que la experiencia estuviese muy ligada con la edad. En 1651, Francisco de Herrera, quien por entonces tenía 35 años, no aceptó el corregimiento de Salamanca, una ciudad en permanente agitación, argumentando que no tenía las suficientes “canas y experiencia” para ocupar tan complicado puesto(48). En efecto, para los oficiales imperiales ser viejo no era una desventaja, sino todo lo contrario. Esta celebración de la edad era cierta, incluso cuando los ministros estaban ya muy ancianos y en sus últimos días de vida. Recordemos que Juan de Oñate fue nombrado Inspector de las Minas de España cuando ya tenía 74 años. El conocimiento y la sabiduría adquiridos por los oficiales ya mayores eran muy apreciados, y sus ventajas compensaban los problemas relacionados con la edad de los ministros, como su falta de movilidad, sus enfermedades o sordera.
Este respeto por la edad iba de la mano con la veneración de la tradición, tan típica del mundo moderno. Los escritores políticos mostraron abiertamente su rechazo a la novedad y el cambio. En su tremendamente influyente Della ragion di stato (1589), Giovanni Botero dedicó una sección entera a esta idea y no dudó en afirmar que “la novedad trae consigo odio”(49). En su perspectiva, no había nada más dañino para el buen gobierno que cambiar aquellas cosas a las que la Antigüedad había conferido reputación. Por ello, lo más acertado era siempre respetar y seguir el saber, las ideas y las prácticas antiguos. Décadas más tarde, Saavedra Fajardo esgrimió una idea similar y sentenció que “porque ninguna cosa nueva debajo del sol. Lo que es, fue; y lo que fue, será. Múdanse las personas, no las escenas. Siempre son unas las costumbres y los estilos”(50). El pasado servía como un ejemplo constante y como una ventana hacia el futuro. Por todo ello, la experiencia de los oficiales hacía posible navegar distintos escenarios.
La historia era la principal fuente de conocimiento y, en consecuencia, de experiencia indirecta que permitía dilucidar los problemas presentes. Por encima de todo, la Biblia y la vida de Jesús proveían las mejores lecciones y eran fuente de inspiración(51). Sin embargo, fue principalmente el Imperio romano el que aportó el lenguaje y la estructura políticos con los que el naciente imperio atlántico fue entendido y explicado(52).
No obstante, el movimiento y la experiencia mismos de los oficiales pusieron tales ideales en entredicho. Estos servidores regios estaban en contacto constante con el mundo, y en él había muchos factores imprevistos y las cosas no salían necesariamente como habían sido planeadas. En efecto, el propio Saavedra Fajardo moderó sus afirmaciones y tan sólo unas pocas páginas después reconocía la importancia de la contingencia y de la aparición de nuevas, inesperadas y diferentes circunstancias. Así, en un modo radicalmente moderno, alertaba sobre los riesgos de una veneración excesiva del pasado y abría la puerta para la novedad y el cambio: “No siempre las novedades son peligrosas. A veces conviene introducillas. No se perfeccionaría el mundo si no innovase”(53). Debido a la singularidad de cada situación, el pasado por sí solo no podía servir como guía. Era imperativo conocer plenamente el presente, y el entendimiento de los problemas contemporáneos sólo se lograba por medio de la experiencia directa o por comunicación con alguien que poseyese tal experiencia(54).
En consecuencia, la única manera de ganar experiencia era mediante acciones concretas: moviéndose y teniendo vinculaciones directas y sobre el terreno con el mundo. Saavedra Fajardo prevenía contra los espíritus quietos y contemplativos que permanecían enclaustrados y alejados. En esta línea, un todavía joven y ambicioso Pedro Esteban Dávila se quejaba de las pocas responsabilidades y actividades que tenía como gobernador de Tercera, en las islas Azores, y pidió al rey que le diese otra ocupación sin importar dónde, ni cuán dificultosa podía ser. Desesperado, clamaba, “sáqueme Vuestra Majestad de este rincón, que este puesto es para enviar viejos a descansar”(55).
Traslado de experiencias en los espacios imperiales
El movimiento de los oficiales imperiales era intenso y de escala mundial. Usualmente, la historiografía por mucho tiempo enfatizó la transmisión de gente, ideas, instituciones, e incluso enfermedades desde Europa hacia América, pasando por alto el flujo en la dirección contraria(56). Sin embargo, hubo también un considerable número de oficiales con experiencia en América que fueron a Europa. Ellos presentaron sus servicios en el Nuevo Mundo como crédito para optar a puestos en la península ibérica. En 1616, don Juan de Toledo Meneses fue el primero en la lista de candidatos para el corregimiento de Salamanca propuesta por el Consejo de Castilla. En el sumario de los méritos y experiencias de dicho oficial los consejeros notaban que había empezado a servir al rey hacía treinta años en las Indias y que desde allí, en una dirección opuesta a la mayoría de los otros oficiales, había pasado a Flandes. No hay duda de que este ministro gozaba del favor de los consejeros, quienes afirmaban que su nombre también había sido sugerido para los corregimientos de Palencia, Badajoz, Las Cuatro Villas de la Costa de la Mar, Toro, Logroño, y Ronda y Marbella en dos ocasiones(57). Aunque Toledo Meneses no fue nombrado en aquella oportunidad, continuó siendo un candidato habitual y cinco años más tarde el rey finalmente lo eligió corregidor de Salamanca, aunque no duró mucho en este cargo, puesto que pronto renunció a él para ir a servir al duque de Alcalá en Roma(58).
Toledo Meneses no fue el único indiano que sirvió en Salamanca y, definitivamente, no fue el único oficial con experiencia americana que actuó en Europa. En la misma lista de 1616 los consejeros también recomendaron a don Francisco de Brizuela(59). Él era hijo de Melchor de Brizuela, quien luego de servir muchos años en Perú regresó a España y peleó en Portugal. Luego, se incorporó al séquito de la reina doña Ana en El Escorial, donde supervisó la construcción de dicho monasterio. Finalmente, don Melchor fue nombrado corregidor de Mérida, donde murió(60).
El antes mencionado Sebastián Hurtado de Corcuera también trasladó su experiencia americana a Europa. Cuando estaba gobernando Asturias propuso que se construyese un castillo en el puerto de Santoña con el objetivo de controlar de manera más eficiente los barcos extranjeros que continuamente contrabandeaban en aquella región. El experimentado oficial sostenía que para proteger la tierra de una invasión extranjera era fundamental también proteger su comercio. Remataba su argumentación señalando que “el haber servido a Vuestra Majestad en tantas partes de las Indias, las noticias y experiencias que tengo en estas materias me han enseñado a reparar en este punto”(61). Su experiencia gobernando Panamá y Filipinas, dos epicentros comerciales que atraían a muchos extranjeros, hacía que estuviese consciente de los riesgos de permitir el comercio ilegal en Europa; pero al mismo tiempo, dicha experiencia también le brindaba los métodos para detener tal actividad.
Para todos estos oficiales, así como para el monarca y sus consejeros, las experiencias previas de estos hombres en el otro lado del Atlántico no eran sólo encomiables, sino que también eran consideradas como válidas y útiles en el Viejo Mundo. En efecto, para los súbditos de la Monarquía Hispánica, Europa y América, aunque cada una tenía sus particularidades intrínsecas, estaban profundamente entrelazadas y las experiencias en una región podían trasplantarse con facilidad en la otra.
Quizás es a través de la minería donde se ve de manera más clara el impacto de la experiencia americana, no sólo en el desarrollo de la ciencia moderna, sino también en el gobierno del imperio. Juan de Oñate era, no cabe duda, un experimentado minero. Aunque en la actualidad esté más asociado con la conquista de Nuevo México, esas actividades fueron en realidad tan sólo una pausa en su constante dedicación a la minería. Incluso sus primeros servicios a la Corona, mucho antes de embarcarse en sus aventuras conquistadoras, se dieron en este campo(62).
Más aún, Juan de Oñate reflexionó sobre su conocimiento de minería en su “Tratado de Re Metallica”, un breve manual en el que se presentan los principales métodos para beneficiar los minerales(63). En un lenguaje sumamente técnico se describen las principales fases de la minería, tales como encontrar las venas de plata primero, extraer los metales y, luego, refinarlos. El texto se centra sobre todo en el Beneficio de Patio, un novedoso proceso que usaba mercurio para amalgamar los minerales y recuperar la plata. Este método fue inventado en 1554 por Bartolomé de Medina en Pachuca (México) y revolucionó la industria minera debido a su eficiencia. Es más que probable que Juan de Oñate se convirtiese en uno de los mayores promotores de esta técnica en Europa(64).
Cuando Oñate llegó a la península ibérica era ampliamente conocido y respetado. Sus aventuras conquistadoras eran celebradas por muchos, pero también eran famosas su industria minera y su riqueza; prueba de ello eran los metales preciosos que había traído como regalos para el rey(65). Muchos creían que gracias a la experiencia de Oñate sería posible sacar provecho de los recursos minerales existentes en España. El rey mismo era de esta opinión. En enero de 1624, Felipe IV estableció la Junta de Minas, la primera junta dedicada exclusivamente al gobierno y administración de las minas ibéricas. Ella tenía amplias atribuciones y jurisdicción exclusiva en todo lo relacionado con la minería. El monarca puso a Juan de Oñate a la cabeza de esta junta, que por lo demás tenía entre sus miembros a varios de los ministros más importantes de la época, incluido el ubicuo conde-duque de Olivares(66). Desde 1624 hasta su muerte, en 1626, el viejo y experimentado mexicano se dedicó en cuerpo y alma a inspeccionar las principales minas de España para así evaluarlas y decidir cuáles y cómo podían ser explotadas(67).
La experiencia y el conocimiento mineros de Oñate no fueron únicos. Él fue parte de una larga tradición de hombres establecidos en América que se dedicaron a esta actividad. Ellos eran verdaderos expertos, escribieron tratados, investigaron en el terreno, experimentaron y crearon nuevos inventos y métodos. En definitiva, desarrollaron una tecnología y ciencia de vanguardia. Así tenemos, por ejemplo, al ya mencionado Bartolomé de Medina y su Beneficio de Patio. En 1590, en las minas sudamericanas de Potosí, Álvaro Alonso Barba perfeccionó este método gracias al uso de hornos de fundición(68). Como bien señala Carmen Salazar-Soler, la pericia de estos hombres descansaba en su enorme experiencia de primera mano. Asimismo, ellos actuaron como cultural passeurs (mediadores culturales), al trasladar ideas occidentales a América, pero también en la transmisión del conocimiento americano, tanto español como indígena, a Europa(69).
En efecto, Juan de Oñate no fue el primer oficial imperial que propuso aplicar y transferir su experiencia minera americana a España. En 1601, el capitán Martín de Ocampo, un excorregidor de Cuenca (Perú) que se encontraba de vuelta en España, escribió un memorial con el objetivo de traer a la atención del monarca los muchos tesoros escondidos que existían en Castilla y de los que la Corona no estaba sacando provecho. Sostenía que las minas españolas estaban lejos de estar exhaustas y que si ellas no estaban siendo explotadas era debido a la falta de conocimiento y técnicas adecuadas. Ocampo proponía, entonces, aplicar nuevos métodos para obtener y refinar mercurio de las minas del Almadén que se basaban en el “conocimiento y experiencia que ya se tiene de las cosas referidas”(70). Él presentaba su propia experiencia en el tema como la principal evidencia para respaldar sus afirmaciones(71). Algunos años más tarde, otros indianos contribuyeron a mejorar el Almadén: en 1646, Juan Alonso de Bustamante, quien acababa de retornar de Huancavelica, en Perú, construyó allí el Horno de Aludeles. Precisamente, dicho tipo de hornos había sido inventado en las minas de mercurio de Huancavelica diez años antes por Lope Saavedra Barba(72). En 1652, Diego de Sotomayor, un socio de Bustamante, solicitó ser recompensado por tal mejoramiento. El Consejo de Indias concluyó que la nueva tecnología americana implementada en España había mejorado de manera significativa la producción de la mina y que ya no era necesario comprar mercurio en Alemania, por lo que era justo recompensar a Sotomayor(73).
Conclusiones: la codificación de la experiencia en las informaciones de méritos y servicios
Evidentemente, Martín de Ocampo, Juan de Oñate y los otros actuaron con la esperanza de recibir recompensas regias. De acuerdo con los preceptos de la cultura de patronazgo, se esperaba que el rey premiase apropiadamente los servicios de sus súbitos. Por tal motivo, los oficiales imperiales se apresuraban en promocionar todos los servicios que realizaban. Sin embargo, no bastaba con que declarasen sus contribuciones; también tenían que probarlas. La manera más común en que los oficiales hicieron esto fue a través de las “Informaciones de méritos y servicios”.
El uso de estos documentos, también llamados “relaciones” o “probanzas”, estaba bien establecido y había sido práctica común por varios siglos en Castilla(74). Sin embargo, su número creció exponencialmente, junto con el desarrollo de la monarquía y de sus instituciones, así como con la cantidad de personas involucradas en las empresas imperiales. En efecto, ya desde los primeros años de presencia hispana en América, las informaciones se volvieron sumamente populares e, incluso, estas fueron adoptadas con rapidez por las élites indígenas, quienes las utilizaron para consolidar su autoridad(75).
Los oficiales imperiales presentaban las informaciones a uno o varios de los consejos del rey en el momento en que pedían ser recompensados. Por ello, las informaciones circularon extensamente por medio de las cortes imperiales. Esto explica por qué ejemplos de estos documentos abundan en todos los archivos hispánicos, ya sea en Europa, América o Asia, e incluso hay algunas colecciones dedicadas de manera exclusiva a ellos. Las informaciones son probablemente el tipo de escrito más común en el mundo hispano moderno. Este hecho por sí solo habla de la importancia de la cultura de patronazgo, del servicio regio y, por sobre todo, del valor de la experiencia.
Fue a través de estos documentos que los oficiales imperiales reportaron y codificaron su experiencia, de modo tal que pudiese ser legible y entendible para una amplia audiencia. En otras palabras, las informaciones se establecieron como una suerte de código común en toda la monarquía. Esto fue un movimiento clave para alcanzar la articulación y administración del Imperio español, a pesar de su dimensión global, de las enormes distancias que separaban sus regiones, así como de su intrínseca diversidad. Para poder gobernar de manera efectiva el imperio fue necesario desarrollar lenguajes comunes que pudiesen ser compartidos por cualquier súbdito en cualquier parte y posición del imperio(76). Esto resulta patente en la náutica y la cartografía, donde es fundamental un entendimiento general(77). Sin embargo, este proceso también ocurrió en el ámbito político; así, por ejemplo, la idea misma del rey y de su Corte fue replicada y trasplantada por todo el imperio(78). Es decir, existió una cultura política -con ciertas nociones básicas sobre el gobierno, la justicia y la autoridad- que era inteligible para la gran mayoría de los miembros de la Monarquía Hispánica. Las experiencias de los oficiales, inscritas en las informaciones, eran parte de este lenguaje común.
Aunque originalmente las informaciones no se concibieron como un mecanismo para que los oficiales reportasen sus experiencias, fueron usadas por la Corona, los consejeros y demás oficiales como insumos necesarios para conocer lo que estaba ocurriendo en los distintos territorios de la monarquía(79). Era por medio de estos documentos que se sintetizaba y valoraba la experiencia de los oficiales; ellos eran, pues, la carta de presentación de los servidores regios en este sistema político que se organizaba por medio de la economía de la experiencia y de la gracia. Por estos motivos, la experiencia de los oficiales debía ser resumida y destacar los hitos centrales de las actividades de los oficiales. Al mismo tiempo, esta sinopsis de las actividades de los oficiales debía estar en consonancia con lo que se sabía del imperio, así como con lo que se esperaba de un buen oficial.
Las informaciones tendían a ser documentos cortos (de entre cuatro y cinco folios) y, usualmente, estos eran escritos a mano; aunque hubo también muchos oficiales que preferían imprimirlas. En estos documentos los oficiales esbozaban lo que ellos consideraban habían sido sus logros más importantes y sobresalientes, dando información detallada sobre cómo, cuándo y dónde habían servido a la Corona. Algunas veces, los oficiales también podían utilizar las informaciones para defenderse de las acusaciones de sus enemigos, así como para justificar sus servicios fallidos.
En lo que para un lector actual podría parecer un tono quejoso y dramático, los ministros relataban los muchos sacrificios que habían tenido que sobrellevar para poder cumplir con sus obligaciones y, por lo común, lamentaban la situación precaria en la que habían quedado y que los dejaba a merced del favor regio. Luis Fernández de Córdoba y Arce, por ejemplo, señalaba que en el viaje de vuelta que hizo desde las islas Filipinas como general de la Armada, donde fue a luchar contra los holandeses, atravesó diecisiete tormentas, y “pasaron tanta hambre que llegaron a comer sabandijas y otras bascosidades”(80). Asimismo, Alonso Mercado y Villacorta indicaba en su relación de méritos que cuando estuvo luchando en la guerra de Cataluña fue herido y hecho prisionero, y luego lo llevaron a Barcelona, “donde estuvo un año pidiendo limosna”(81).
Debido a que en esta época no había una separación clara entre las esferas pública y privada, los oficiales comúnmente presentaban como servicios al rey actividades que hoy consideraríamos privadas, tales como proyectos comerciales o la escritura de un libro(82). Del mismo modo, no todos los servicios eran dados al rey mismo, sino generalmente a la entidad abstracta de “la Corona” y, en algunos casos, a “la república”(83). Por ello, el rey, quien personificaba el cuerpo político, tenía la obligación de recompensar servicios pasados hechos a sus ancestros, así como aquellas actividades que no necesariamente lo beneficiaban de manera directa, pero que eran en favor de la comunidad. En consecuencia, los oficiales no sólo promocionaban sus servicios, sino además los de sus familiares (con los ancestros y los parientes políticos incluidos), en especial si estos no habían sido todavía recompensados(84).
Por otro lado, cabe resaltar también que la mayoría de los servicios presentados por los oficiales imperiales tenía un cariz militar. Incluso aquellas actividades que no tenían nada ver con la guerra, como por ejemplo, ser miembro del concejo de la ciudad, eran militarizadas todo lo posible. Irving A. A. Thompson sostiene que las informaciones constituyen una “declaración ideológica” sobre la naturaleza del servicio regio. Las actividades y los comportamientos expuestos en ellas se correspondían con las imágenes arquetípicas del hidalgo castellano(85).
Las informaciones, del mismo modo que las cartas de remisión estudiadas por Natalie Z. Davies, fueron, ciertamente, producciones literarias(86). Ellas podían adquirir un carácter épico, en el que el oficial no escatimaba elogios a sí mismo, se presentaba autoinmolándose y básicamente clamaba ser la razón última de la supervivencia de la monarquía. Los oficiales fabricaron historias en las que se representaban a sí mismos en armonía con el arquetipo del oficial imperial español, quien sacrificaba su vida con tal de defender al Rey y a la Fe, y quien siempre se comportaba de manera honorable. Las informaciones no exponían necesariamente la “verdad” de los eventos pasados. Sin embargo, esto no significa que deban ser desechadas. En realidad, estos documentos son fuentes muy valiosas que nos revelan cómo estos oficiales dieron sentido a sus vidas y actividades, a sus misiones y objetivos, así como a sus logros y fracasos. Las informaciones exponen cómo los oficiales imperiales incorporaron fragmentos de sus experiencias e historias personales dentro de un discurso más amplio sobre el servicio real y la formación y preservación del imperio. Estos ego-documentos seguían, al mismo tiempo que establecían, un modelo de cómo los oficiales debían actuar. Las múltiples, diversas y muy particulares experiencias sobre el terreno de los oficiales imperiales eran sintetizadas y codificadas en formas que podían resonar para cualquier lector en cualquier parte del mundo.
Evidentemente, la sola palabra de los oficiales no bastaba para probar sus servicios. Ellos acompañaban sus memoriales con cartas y certificaciones de sus colegas y, en especial, de sus superiores y patrones. Con el fin de elaborar y corroborar las informaciones eran interrogados testigos, quienes por lo común eran presentados por los oficiales para respaldar sus aseveraciones. Por ejemplo, Francisco Pacheco de Córdoba compuso su información de méritos juntando varias cartas de referencia, incluida una de la Audiencia de México, del virrey marqués de Montesclaros, así como de los cabildos seculares y religiosos de la capital americana(87). De esta manera, la producción de las informaciones, el sumario y evaluación de la experiencia de los oficiales, era una actividad colectiva. Los servicios realizados por los oficiales eran descritos y analizados por distintas personas. Las actividades de los ministros eran leídas desde diferentes puntos de vista con el fin de brindar una lectura sintética y homogénea de estas.
Asimismo, al tiempo que las instituciones imperiales crecían y se tornaban más sofisticadas, las informaciones eran cotejadas con los documentos existentes en los archivos imperiales. Por ejemplo, en 1652 el Consejo de Indias, tras contrastar las informaciones presentadas por don Sebastián de Seruela y Caxa con los papeles que ellos tenían, confirmaba que “consta ser ciertos los servicios que presenta”(88). Estos archivos, como bien lo puede comprobar cualquier historiador, contenían registros de las informaciones, así como de muchos otros documentos que servían como fuente de conocimiento e información para la Corona(89). El secretario del Consejo de Estado anotó al final de la relación de Rodrigo de Uceda y Salcedo que de los archivos de la Secretaría de Guerra se habían sacado los papeles firmados que refrendaban lo dicho por el oficial en su información(90). Los consejeros corroboraban y certificaban la información dada por los ministros, y la volvían oficial. La acumulación de todos estos documentos sirvió para crear un patrón maestro sobre el que las informaciones eran leídas.
Las informaciones eran estudiadas por los consejeros, quienes se apoyaban en ellas para evaluar los servicios y la experiencia de los oficiales. En estos documentos, la movilidad y la experiencia de los oficiales eran registradas y los consejeros las utilizaban para proponer candidatos para los diversos puestos a lo largo del imperio. Además, la Corona misma aprendía de las informaciones. Los múltiples testimonios de actividades a lo largo del mundo brindaron al rey valiosa información de primera mano sobre su extenso imperio. Una vez ensamblados los desperdigados casos de servicio regio era posible obtener una impresionante visión completa del funcionamiento del entramado imperial.
Los oficiales imperiales ganaron experiencia sobre el terreno mismo al servir en sus cargos. Su ejercicio del poder y de la autoridad en múltiples localizaciones, ya sea en América, Asia o Europa, proveyó a estos hombres de un conocimiento amplio y directo de la situación general de la monarquía, así como de las condiciones particulares de cada región. Más aún, los oficiales imperiales no sólo se movían físicamente a lo largo y ancho del espacio imperial, sino que también pusieron en circulación nociones sobre lo que un buen oficial imperial debía hacer. Estos oficiales estaban al corriente de las nuevas geografías, sus gentes y sus costumbres, tecnologías, comercios, rutas, guerras, y, por supuesto, las distintas maneras de gobernar y administrar el imperio.
La experiencia de los oficiales imperiales, que se obtenía a través de su movilidad y sus contactos cotidianos y directos con poblaciones y geografías muy diversas, se volvió indispensable para el gobierno de la Monarquía Hispánica. No sólo porque la experiencia hacía mejores a los oficiales y les brindaba herramientas para solucionar los problemas diarios de la administración imperial, sino también porque tal experiencia era una fuente fundamental de información y conocimiento que tenía consecuencias directas e inmediatas en las políticas imperiales. Sin duda, las variopintas experiencias de los oficiales imperiales moldearon la imagen que el resto de la sociedad hispana tenía del mundo.