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Estudios de Filosofía

versión impresa ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.57 Medellín ene./jun. 2018

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n57a02 

Artículos de investigación

La irracionalidad de la técnica. Aproximaciones a los conceptos de mito y líder carismático en Carl Schmitt*

The irrationality of technique. Approaches to the concepts of myth and charismatic leader in Carl Schmitt

Lily García Vásquez1 

1G. I.: Filosofía Política (GIFP) Instituto de Filosofía Universidad de Antioquia Medellín, Colombia, E-mail: lily.garcia@udea.edu.co


Resumen.

Este artículo busca problematizar los conceptos de mito y líder carismático en la obra de Carl Schmitt, presentándolos como ejes fundamentales en la comprensión de la crítica del autor al liberalismo y, al mismo tiempo, señalando la contradicción que subyace en el aparente irracionalismo de estos conceptos y su devenir en técnica pura dentro de la teoría política schmittiana.

Palabras clave: mito; líder carismático; irracionalismo; Schmitt

Abstract.

This article seeks to problematize the concepts of myth and charismatic leader in Carl Schmitt’s work, presenting them as fundamental axes in the understanding of the author’s critique to liberalism and, at the same time, pointing out the underlying contradiction in the apparent irrationalism of these concepts and its becoming pure technique within Schmittian political theory.

Keywords: myth; charismatic leader; irrationalism; Schmitt

El empeño de Schmitt por combatir las teorías racionalistas de la política y el afán por develar la falsedad del anhelo de neutralidad que -en su opinión- caracteriza el devenir del espíritu europeo, parecen otorgarle el lugar del Quijote

-protagonista de sus escritos de juventud-, quien arriesgándose a ser el hazmerreír se enfrenta a la «comprensión normal» impuesta por la vida liberal burguesa. Su enfrentamiento y el presunto heroísmo del que él mismo se hace acreedor, se pueden resumir en las siguientes líneas de H. Meier:

A un mundo que intenta escapar de la distinción entre amigo y enemigo [Schmitt] le pone frente a los ojos el carácter ineludible de una disyuntiva radical para agudizar la «conciencia del caso extremo» y fomentar o volver a despertar esa capacidad cuya eficacia se manifiesta en aquellos «momentos en los que el enemigo se ve concreta y claramente como tal»; en una época en la que «nada es más moderno que la lucha contra lo político», lo que él pretende es hacer valer el carácter «irreductible» de lo político, el carácter «ineludible» de la hostilidad (Meier, 2008: 14).

El liberalismo -convertido en un gran maquinaria de falsa conciencia, sostenida sobre cuatro siglos de ingenuidad teórica racionalista1, sobre la técnica propagandística y el poder subrepticio de grandes poderes que se ocultan bajo el aura de ‘la Verdad’-, debe ser puesto en evidencia y, adicionalmente, todos los sueños de la razón que van más allá de la veracidad de lo inmediato caen como mitos ante el veredicto del existencialismo político. Incluso el positivismo, a pesar de su conformidad respecto a la constatación del caso particular y su renuncia al sentido de lo constatado, resulta culpable por haber pretendido algo como la objetividad y la cientificidad, y por la incapacidad que le define para aceptar el relativismo del que, según Schmitt, es presa todo conocimiento humano.

El Quijote del desencantamiento lucha contra el enorme imaginario de la razón construido por el hombre moderno y combate como «ilusión» a todo intento de concebir una objetividad de la razón: “Finalmente, ninguna realidad en particular puede aparecer per se como racional; vaciadas de su contenido, todas las nociones fundamentales se han convertido en meros envoltorios formales. Al subjetivizarse, la razón también se formaliza.” (Horkheimer, 2007: 19)

La desautorización de la razón como fuerza y principio ordenador va seguida del intento por resolver el caos de la única manera que la limitada existencia humana puede permitírselo: con una nueva falsa conciencia, erigida sobre el cadáver de la razón, construida a partir de los impulsos irracionales de los hombres y, sobre todo, consciente de su propia falsedad. Esta falsa conciencia que -como ya se ha mencionado- Marcuse acierta al denominar «realismo heroico-popular», se vale del mito, concibiéndolo como instrumento principal de la técnica política con el propósito de conducir a los hombres hacia la unidad política y el orden. Este mito se propone, por todos los medios, ser la sustancia de una identidad que -como se verá- es la condición de la democracia como forma de gobierno del Estado total soberano y no puede pensarse en ausencia de un líder carismático quien, además de encarnar la figura del soberano -de la fuerza que decide en caso de excepción-, es el gran portador del mito; es decir, en su poder se encuentran los medios técnicos útiles para crear y popularizar la fe sobre la que se sostiene la homogeneidad del pueblo.

Interesarse en el mito es, según Schmitt, ir a las fuentes de toda gran acción histórica. Adherir a un gran mito puede conferir a un grupo social o a un pueblo una misión histórica y un destino político. Es que el mito no nace del racionamiento ni de la reflexión, sino de la profundidad de los instintos vitales. Conlleva además una capacidad de movilización de las masas contra la cual los razonamientos se intentarían en vano. A través del mito que un pueblo o una clase social produce en un momento de la historia, esta puede convertirse en el motor de la historia universal. (Zarka, 2010: 10)

Sin embargo, el restablecimiento de una concepción, en principio atávica2, del Estado, que acepte el mito y sus implicaciones como partes fundamentales dentro del ejercicio de legitimación del poder, supone la confrontación con la concepción racionalista del Estado que Schmitt identifica con el liberalismo parlamentario. Por esta razón, en Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo actual, Carl Schmitt asume la tarea de criticar al liberalismo desde sus «principios», o lo que él mismo denomina «categorías enmohecidas», las cuales, como ya se ha mencionado, son la discusión y la publicidad, ambas consideradas por el autor como condiciones de posibilidad de las instituciones derivadas del pensamiento liberal. Refiriéndose a este punto de su obra crítica, Schmitt arguye que solo a partir de los razonamientos sobre dichas categorías puede reconocerse lo específico del parlamentarismo y, «únicamente en ellas conserva el Parlamento el carácter de institución con un fundamento peculiar, capaz de mantener su superioridad espiritual tanto frente a las consecuencias de la democracia directa como ante el bolchevismo y el fascismo» (Schmitt, 2008b: 8).

Así pues, las críticas de Schmitt a la modernidad y al liberalismo tienen como propósito develar las dificultades fácticas que se interponen a la posibilidad de unas instituciones que en acto, y no solo en potencia, funcionen coherentemente a partir de tales principios o categorías; es por eso que

[…] al ideal político de negociación y de entendimiento […], conviene oponer una concepción guerrera de lo político donde domina la idea «de una batalla decisiva, sangrienta, definitiva, aniquiladora». Esta concepción guerrera de lo político era compartida a mediados del siglo XIX tanto por el socialismo radical de Proudhon como por el conservadurismo católico de Donoso Cortés […]. Es decir que, a pesar de la oposición casi completa entre el socialismo radical y el conservadurismo católico, había un punto en común: una mitología política -que también puede llamarse teología política- fundadora de la creencia de que debe haber negaciones radicales y afirmaciones soberanas, y que la violencia del combate tendrá su sanción histórica (Zarka, 2010: 11)3.

La nueva concepción de lo político, coherente con la postura gnoseológica de Schmitt y en clara contradicción con los postulados del parlamentarismo liberal, se concibe a sí misma como portadora de un impulso revolucionario que requiere de una movilización total y que da sentido al Estado. Esta concepción tiene como condición la identificación de cada uno de los hombres con la totalidad, es decir, la mímesis antes que el sometimiento por la pura fuerza policial, la esperanza y la fe, y no el miedo como sentimiento unificador, y la simpatía por el líder carismático, considerado portador de las características que la totalidad ha definido como virtudes. Para tales propósitos, la democracia, entendida como «forma política que corresponde al principio de la identidad [quiere decirse identidad del pueblo en su existencia concreta consigo mismo como unidad política]» (Schmitt, 2006: 221), es un método eficaz para el ejercicio de las actividades estatales sin que ellas impliquen descuidar el hecho de que en el siglo XX «nadie tiene el valor de gobernar de otra manera que no sea mediante el recurso de apelar a la voluntad del pueblo» (Schmitt citado por Serrano, 2002: 54).

El mito

En La teoría política del mito, Schmitt, al exponer los planteamientos de George Sorel, dice obedecer al propósito de conocer la situación histórico-intelectual del parlamentarismo y la verdadera fuerza de la idea parlamentaria. Ante tal cometido su conclusión es la siguiente:

La teoría del mito es la manifestación más clara de cómo ha perdido evidencia el racionalismo relativo del pensamiento parlamentario. El hecho de que ciertos autores anarquistas hayan descubierto la irracionalidad del mito a partir de su antagonismo contra la autoridad y la universalidad, no impidió que colaboraran en sentar las bases de una nueva autoridad y un nuevo sentimiento de orden, disciplina y jerarquía. (…) El optimismo parlamentario tiene, quizá, la esperanza de limitar este movimiento también a una función relativa y de soportar todo con resignación, como en la Italia fascista, hasta que vuelva a discutirse; tal vez quiera poner a deliberación la discusión misma, si es que en verdad se está deliberando. Con todo no será suficiente si, al recibir tales ataques a sus cimientos, sólo puede señalar que aún no existe nada capaz de sustituirlo; es decir, si sólo puede oponer a las ideas antiparlamentarias su argumento de «parlamentarismo, ¿qué más?» (Schmitt, 2004b: 74).

Aun cuando este texto corto procura mantener las referencias al mito como producto de pensadores diferentes al mismo Schmitt, en la conclusión no es despreciable el hecho de que el mito -que comparten tanto Sorel, como pensadores del conservadurismo católico como Donoso Cortés- constituye la mejor alternativa a la decadente y falsa neutralidad del liberalismo que es objeto de denuncia en la obra de Schmitt. Esta alternativa a la que Schmitt se refiere como la ‘filosofía de la irracionalidad’ tiene como fin la resolución de un problema del que Schmitt no puede liberarse y que consiste en la exaltación de la ejecución, de la decisión y de la verdadera lucha fuera de su alcance metafórico, en oposición al «ideal burgués del acuerdo pacífico, del que todos sacan ventaja y obtienen provecho, [el cual, desde el punto de vista de esta filosofía] se convierte en un engendro de intelectualismo cobarde» (2004b: 68). La renovación del mito que tiene lugar en la teoría del Estado total de Schmitt responde, pues, a la exaltación de una filosofía irracionalista, que se aparta de los contratos sociales racionales, de la discusión como medio de expresión de la razón y, en cambio, asume como verdad ontológica que el poder es la esencia de todas las relaciones posibles entre el hombre y todo aquello que le rodea.

La diferencia en la apelación al mito del conservadurismo y el anarquismo yace en que el primero apela -como lo dice Schmitt en Teología Política- a la exaltación de los ánimos violentos y de las fuerzas vitales como elementos indispensables para dar lugar al momento de excepción, que es a la vez «el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas, y ninguna discusión parlamentaria lo detendrá» (Schmitt, 2009a:68); en cambio, el anarquismo, aunque se vale de las mismas fuerzas, se pone del lado de los instintos del pueblo y reconoce en los ánimos exaltados el impulso de una revolución permanente que logre oponerse a cualquier tipo de autoridad; sobre esto dice Schmitt: «Todas las doctrinas anarquistas, desde Babeuf hasta Bakunin, Kropotkin y Otto Gross, giran en torno a este axioma: ‘El pueblo es bueno y el magistrado, corruptible’» (Schmitt, 2009a: 50).

Pero más allá de las diferencias estructurales de ambos mitos, Schmitt ve en el Estado fascista la realización de «las aguerridas y heroicas ideas vinculadas a la lucha y la batalla, las cuales encarnan los magnos impulsos de la vida intensa» (Schmitt, 2004b: 69), a las que Sorel convocaba al proletariado, al tiempo que lo exhortaba a tomarse en serio la lucha de clases como una «lucha auténtica, no como lema para discursos parlamentarios y la propaganda electoral democrática (…) [sino comprendida] a partir de su instinto vital, no con base en una construcción científica, sino al crear un gran mito que le infunde el valor para la batalla decisiva» (Schmitt, 2004b: 69).

Por lo tanto -agrega Schmitt, con la clara intención de mostrar las inusitadas coincidencias entre el pensamiento anarquista y el Estado fascista - «el peligro máximo enfrentado por el socialismo y esta idea de la lucha de clases son los políticos profesionales y la participación en el ejercicio parlamentario, el cual, con su palabrería e intrigas, debilita el gran entusiasmo y mata todos los instintos e intuiciones auténticas de las que brota la decisión moral» (Schmitt, 2004b: 69). Así, después de que el parlamentarismo y sus principios son declarados enemigos absolutos de la filosofía del irracionalismo, Schmitt llega a una conclusión existencial, que conecta el llamado a los impulsos vitales con la gran revolución a la que aspira el movimiento del Estado total: «Lo que la vida humana tiene de valiosa no proviene de un razonamiento sino que se produce en un estado de guerra dentro de los participantes en la lucha, inspirados en grandes símbolos míticos».

De este modo, lo que para Bakunin, Proudhon y Sorel aparece como un fin -la agitación de las fuerzas vitales del pueblo- que implicaba la sustitución del Estado por la fuerza creativa del proletariado (Schmitt, 2004b: 71), para los conservadores -con los que Schmitt simpatiza abiertamente- es solo un medio, una forma de sacar a la masa de la somnolencia liberal y de conducirla hacia una nueva unidad, en la que no predomina una existencia racional y mecanicista, basada en el predominio del mecanismo de producción (71) -como sucede en el Estado burgués- sino que se privilegia «el intento heroico (…) de conservar e imponer la dignidad del Estado y de la unidad nacional frente al pluralismo de los intereses económicos» (Schmitt, 2004a: 76), propósito que va de la mano del totalitarismo y que incluso, en las palabras usadas por Schmitt en su reseña del libro de Erwin von Beckerath El ser y el devenir del Estado fascista, es la prueba de «la superioridad del fascismo sobre los intereses económicos, ya sea de los patrones o de los trabajadores» (Schmitt, 2004a: 76).

Es así como las concepciones del mito de los anarquistas y de los conservadores toman caminos completamente diferentes. La unidad, la centralización y la uniformidad que con tanto ímpetu busca superar Sorel con su teoría, es el fin último, el objetivo primordial de un conservador como Schmitt. Por eso su revisión de la teoría del mito de Sorel es tan cuidadosamente selectiva. De ella valora los elementos que sirven a su propia teoría y que describen la utilidad que representa el mito en la consolidación de la homogeneidad requerida por la auténtica democracia:

La fuerza para actuar y para el gran heroísmo, es más, toda actividad histórica trascendente, radica en la disposición para el mito. Algunos ejemplos de tales mitos son, según Sorel: la idea griega de la fama y del renombre o la expectativa del juicio final en la antigua cristiandad; la fe en la vertu y la libertad revolucionaria en la gran Revolución francesa; la exaltación patriótica de la guerra de independencia alemana de 1813. La fuerza para crear el mito constituye el criterio que permite discernir si un pueblo u otro tipo de grupo social posee una misión histórica y si ha llegado su momento histórico. (Schmitt, 2004b: 67)

Sin embargo, el enunciado con el que Schmitt continúa el párrafo citado permite plantearle algunos problemas al mito conservador:

El gran entusiasmo, la gran decisión moral y el gran mito brotan de la profundidad de los auténticos instintos vitales, no de un razonamiento ni de una evaluación de utilidad. A partir de la intuición directa, la masa exaltada produce la imagen mítica que impulsa su energía y le confiere fuerza para el martirio, al igual que valor para la violencia (67).

Esos problemas pueden resumirse en la pregunta por el origen del mito y la identidad de quien determina su utilidad, en cuya respuesta -el pueblo- parecen converger en el discurso tanto los anarquistas como los conservadores, y aunque en este texto sea necesario mantener la atención en la relación de los segundos con dicha pregunta, no debe omitirse el hecho de que la cita anterior cobra un sentido muy diferente cuando es enunciada por un anarquista -quien se escinde políticamente de toda intención de consolidación de un nuevo poder-, y cuando hace parte de los discursos de un conservador como Schmitt o Donoso Cortés, quienes ven en el mito la fuerza potencial para la instauración de un nuevo orden.

Cuando Schmitt asegura que el mito ha brotado de las masas y no de los ideólogos e intelectuales, parece contradecir el hecho de que sea el soberano el portador del mito y la verdadera decisión que crea el estado de excepción. Sin embargo, ya que la auténtica democracia implica la absoluta identidad entre gobernados y gobernantes, el autor podría responder a la objeción por el origen del mito arguyendo que ante tal homogeneidad no hay diferencia en decir que el soberano es portador del mito, a decir que es el pueblo quien lo hace. De este modo, todo lo que haga el soberano, aun partiendo del secreto de Estado o de la razón de Estado como causas, puede ser tomado como acción de la totalidad.

No obstante, debe subrayarse una importante diferencia entre gobernantes y gobernados: mientras que los segundos deben renunciar a la razón y dejarse llevar por la vitalidad de sus instintos y fuerzas irracionales, los primeros, deben actuar en conformidad con la racionalidad que supone el mantenimiento de la estructura del Estado moderno y aún más, del Estado administrativo soberano. Es así como en el contexto de los gobernantes, el mito más que irracionalidad y vitalidad es técnica política, asunto del que -según Schmitt- Maquiavelo se ocupó magistralmente en El Príncipe: «En los asuntos políticos y diplomáticos, lo que más le preocupa [a Maquiavelo] son la cuestiones de cómo puede alcanzarse un determinado éxito, cómo «se hace» algo, y cuando en El Príncipe se deja traslucir un afecto más honrado, este es el odio y el desprecio por los diletantes, por los chapuceros de la vida política, que hacen a medias las cosas, con medias crueldades y medias virtudes» (2009b: 39). Así pues, en lo que se refiere a la técnica política,

lo que se plantea como problema es algún resultado político, ya sea la dominación absoluta de un individuo o una República democrática, el poder político del príncipe o la libertad política del pueblo. La organización política del poder y la técnica de su conservación y su ampliación es diferente en las distintas formas estatales, pero siempre es algo que puede ser realizado de una manera técnica objetiva, igual que el artista crea una obra de arte partiendo de una concepción racional. Los métodos difieren según las relaciones concretas situación geográfica, carácter del pueblo, creencias religiosas, agrupación social del poder y tradiciones-, las cuales hacen nacer un edificio distinto. (Schmitt, 2009b: 39)

El mito -como técnica requerida para una auténtica democracia- va de la mano de la razón de Estado y del arcanum político -figuras de las que el Estado total no debe prescindir-, por lo que no es un producto espontáneo de la masa, sino que depende directamente de la pregunta por «quién es el portador del gran mito» (Schmitt, 2004b: 68), y dado que el carácter del representante de la unidad sustancial es la preocupación que Schmitt busca resolver con el fortalecimiento del Estado, se infiere que es este mismo el que debe encargarse de definir la naturaleza y utilidad del mito en concordancia con los fines y el mantenimiento del poder político.

Este mito se vale también de la técnica científica porque ya ha reconocido en ella la maleabilidad de sus usos, su capacidad intrínseca para ser revolucionaria o reaccionaria; pero aquello que presenta como «cuestiones de hecho», como datos empíricos comprobables -entre los que se incluye el pluralismo concreto de los pueblos y las naciones, que se opone a cualquier concepción de humanidad liberal o socialista- no se asume solo como lo real, sino también como lo verdadero. De ello resulta una ontologización sistemática de la existencia, que se manifiesta en los enunciados apodícticos y los epítetos de pretensiones objetivas que se presentan en los discursos del mito. En suma, el mito es el producto de una técnica que evidencia la esencia del devenir de la Ilustración a finales del siglo XIX y principios del XX, ya que su condición pos-positivista -es decir, de un positivismo que ha renunciado a la objetividad y a la cientificidad, pero que se ha aferrado a la realidad- da como resultado un saber que «no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros, al capital» (Adorno y Horkheimer, 2009: 60); es así como el mito de Schmitt es la instrumentalización de los viejos sueños, de los deseos más profundos de los hombres, es el aprovechamiento de las precarias condiciones de la sociedad en un período de la historia y la explotación discursiva de sus necesidades.

Tener el poder sobre el mito implica, al mismo tiempo, tener el poder sobre lo político. La capacidad de crear una homogeneidad o una identidad sustancial tiene su correlato en la fuerza para crear la diferencia, lo heterogéneo; por ello, al hablar del mito no sobra recordar que «la distinción amigo-enemigo -que es la distinción específica de lo político-, es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación» (1998: 57). Esta distinción requiere de un nosotros -constituido a partir de la creación de identidad sustancial- y un ellos, que igualmente adquiere su fuerza de la técnica política, orientada a delinear la figura del enemigo4 a través del mito. Este enemigo, por lo demás, es arbitrario en el discurso schmittiano, y su fuerza no reside en validez objetiva alguna, sino en la capacidad del Estado -como portador del mito- para hacer uso de los medios masivos de la propaganda y la publicidad. El mito tiene como fin darle la forma y el contenido a ese enemigo. Por su parte, el Estado crea el mito, lo difunde y lo hace vital; para luego afirmarlo como un producto que ha nacido de la fuerza de la masa misma, del seno del pueblo y no de la cabeza de los intelectuales o demagogos, como sí lo hace la utopía o los discursos racionales del liberalismo.

En lo que concierne al contenido del mito, Schmitt vaticina el fracaso del mito socialista y valora la transformación histórica y, por ello, necesaria de lo que el autor denomina el «mito de las clases», hacia el mito de la nación. Al marxismo y a los anarquistas les reconoce la construcción de la imagen del burgués y su consolidación como un «adversario en el que pueden descargarse todas las emociones de odio y desprecio» (Schmitt, 2004b: 72). Por ello -y en una paradójica asimilación a su concepción de la distinción entre amigos y enemigos- dice Schmitt que Marx y Engels dieron al burgués, «la dimensión de un producto de la historia mundial. Le otorgan el significado del último representante de una humanidad dividida en clases, el último enemigo de la humanidad, el último odium generis humani» (2004b: 72). De este modo, Schmitt hace de la obra de Marx y Engels un ejemplo del mito materializado en la constitución de un enemigo5. Sin embargo -para Schmitt- no es el mito de clases el que dará la fuerza al Estado como unidad superior, sino el mito de la nación:

La violencia proletaria le devolvió su carácter moscovita a Rusia. En boca de un marxista internacionalista se trata de una alabanza extraña, porque revela que la energía nacional es más fuerte que el mito de la lucha de clases. Los otros demás mitos contemporáneos mencionados por Sorel también demuestran la superioridad del concepto nacional (…) En el sentimiento nacionalista confluyen diversos elementos de maneras muy variadas en los distintos pueblos: los conceptos congénitos de raza y origen, un terrisme más bien típico, al parecer, de las tribus romanoceltas; también el idioma, la tradición, la conciencia de una cultura y formación comunes, de un destino común, y sensibilidad para la diferencia en sí: todo ello hoy en día tiende más bien a antagonismos nacionales que de clases (Schmitt, 2004b: 73).

Las palabras de Mussolini en el discurso de octubre de 1922 en Nápoles, citadas por Schmitt al final de la Teoría política del mito, dan cuenta de la fuerza irracional del mito de la nación: «Hemos creado un mito y el mito es una fe, un noble entusiasmo que no necesita ser realidad; constituye un impulso y una esperanza, fe y valor. Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos convertir en una realidad concreta» (Schmitt, 2004b: 73). Esta alocución sienta también las bases diferenciadoras entre lo que es y no es el mito, diferenciación que pone en cuestión las afirmaciones de Schmitt respecto a lo que él denomina el «mito de clases».

Esa diferenciación está puesta en el hecho de que el mito, como lo dice Mussolini, no esté fundado en una realidad concreta, sino que sea el producto de una «fe», proposición que difiere sustancialmente del esfuerzo científico de Marx y Engels por sustentar la lucha de clases a partir de las condiciones concretas e históricas de la sociedad burguesa. El mito que se corresponde con la utilidad buscada por el Estado fuerte, propuesto por Schmitt, y que intenta superar la heterogeneidad de la masa es, en cambio, un manto encubridor de la realidad plural concreta y se aproxima a la idea de una construcción discursiva de quienes detentan el poder, destinada al cumplimiento de un fin específico como parte del ejercicio de la técnica política. Por eso, aun cuando ese mito busque apelar en sus contenidos a «realidades concretas» que, por ello, superan «el concepto socialista de humanidad y su monismo ideológico-abstracto fantástico» (Schmitt, 2004a: 81), esa concreción no es más que el uso ideológico6 de conceptos capaces de movilizar el sentimiento y el deseo más humano, v. g. raza, territorio y origen, acompañados de la re-utilización de formas míticas del pasado. En palabras de Cassirer:

Myth has always been described as the result of an unconscious activity and as a free product of imagination. But here we find myth made according to plan. The new political myths do not grow up freely; they are not wild fruits of an exuberant imagination. They are artificial things fabricated by very skilful and cunning artisans. It has been reserved for the twentieth century, our own great technical age, to develop a new technique of myth. Henceforth myths can be manufactured in the same sense and according to the same methods as any other modern weapon as machine guns or airplanes. That is a new thing and a thing of crucial importance. (Cassirer, 1946: 282)

Una buena referencia a lo anterior se encuentra en el texto de Ernst Bloch, Aportaciones a la historia de los orígenes del Tercer Reich. En él, el autor alude a la vivacidad y vigencia de los viejos sueños de un Salvador y un Imperio, y al arraigo de las formas míticas del pasado y de las épocas doradas del mismo reconstruidas por un nuevo jefe, incluso, cuando este es un «grupo de estafadores» (Bloch, 1971: 104). Bloch ilustra el enunciado anterior de la siguiente manera:

[Los] mitos arcaicos y evocadores viven todavía, aunque a veces estén muy debilitados o pervivan solamente de forma analógica muy desdibujados por la historia. El mismo Napoleón se vestía como un Carlomagno redivivo y Hitler (si me es posible citarlo en la misma comparación) hizo una expedición a la tumba de Enrique el Lobo donde inició relaciones para su ‘encarnación’ futura. No cabe duda de que los nazis pensaron desde el principio substituir, en la menor ocasión que tuvieran, el título de Jefe que habían heredado por el de Príncipe del Pueblo. Sin embargo, esta ocasión no se presentó. Tampoco debe dudarse de que a los nazis les prestó gran ayuda la antigua idea del Salvador, por lo demás muy desvirtuada, y especialmente la visión más firme a la que aquella se subordinaba, la del Tercer Reich. (Bloch, 1971: 108)

Las condiciones concretas determinan también la fuerza y el entusiasmo de las masas ante un proyecto como el del Estado total y, por supuesto, su disposición frente al mito. Sobre esto afirma Bloch que «los pobres se valen por sí mismos tarde y despacio. El deseo de un ‘jefe’ debió ser el deseo más antiguo» (Bloch, 1971: 104). En otras palabras, cuando las condiciones son precarias, debido a la escasez, la guerra o a la incertidumbre, la necesidad de un padre se hace perentoria y la espera que supone el pensamiento, insoportable. Los momentos históricos en los que el totalitarismo y el mito de la nación han tenido gran acogida dan cuenta de su vinculación con condiciones especialmente precarias -la situación de la república de Weimar era precisamente la de un país empobrecido y estancado en dicha situación y, en general, el fascismo tomó fuerza en los países europeos que no habían alcanzado un alto grado de industrialización y desarrollo o en aquellos que habían quedado debilitados por la Primera Guerra Mundial -; pero, también en ausencia de estas condiciones, el Estado total busca mantener a través del mito la situación mental de la masa al nivel de dicha precariedad, a través de la renovación del enemigo como amenaza real y permanente. E. Cassirer enuncia la relación entre la precariedad y el mito en las siguientes palabras: «In desperate situations man will always have recourse to desperate means and our present day political myths have been such desperate means. If reason has failed us, there remains always the ultima ratio, the power of the miraculous and mysterious» (Cassirer, 1946: 279). En este sentido Adorno se refiere en «Aldous Huxley y la utopía» a la relación entre el pánico y la identidad colectiva, la cual bien puede considerarse equivalente a la identidad sustancial schmittiana:

El pánico es el estado en el cual se disgregan poderosas identificaciones colectivas y la energía instintiva liberada se convierte repentinamente en terror, entonces el hombre aferrado por el pánico consigue enervar lo más tenebroso que se encuentra sobre el fondo de la identificación colectiva misma, la falsa conciencia de los individuos que, sin clara solidaridad, ciegamente atados a las imágenes del poder, se creen identificados con un todo cuya ubicuidad les asfixia (Adorno, 1962: 101).

El poder de crear lo heterogéneo y lo homogéneo lleva también implícita las tareas de decidir sobre las condiciones de la normalidad, como estado propicio para el ejercicio de cualquier norma ética o jurídica, las cuales significan el regreso de la tranquilidad. Esa es, a su vez, una importante justificación del Estado fuerte defendido por Schmitt y uno de los argumentos en contra del debilitamiento de la forma estatal a causa del pensamiento y las instituciones liberales.7 Lo que se ve, entonces, en la atribución de la tarea del establecimiento de la normalidad a la decisión arbitraria del soberano (el cual también determina las condiciones del estado de excepción), es la consecuencia del derrumbamiento de los valores y de todo intento de abstracción del poder ordenador; es decir, cuando todo intento de pensar el orden a través de principios morales universales es entendido como tiranía, o como una falsa conciencia contra la que Schmitt ha enfrentado toda su lucha teórica, la consecuencia es la aprobación de la facticidad del orden. Entonces, al orden no le quedan más opciones que existir en la palabra, en la acción coactiva o en la figura de un gran líder.

Así se muestra la Ilustración luego de hacerse violencia a sí misma: primero rompe con el poder del monarca absoluto, luego toda moral y principio racional cae como tiranía de los valores y, finalmente, la técnica objetiva y la utilidad como único principio aceptable exigen un regreso al mito como instrumento y medio para alcanzar los fines de los poderosos; el proceso obedece al hecho de que para dar espacio al mito instrumentalizado hay que limpiar primero a los hombres de todos los otros mitos: del mito de la razón, de la verdad, de la objetividad, de la libertad sobre la necesidad. Así pues, lo que se consigue es que «la antimitológica obediencia a lo existente [restablezca] la cadena mítica» (Adorno, 1962: 105). Cassirer expresa la permanente amenaza del resurgimiento de estas fuerzas míticas de la siguiente manera:

In politics the equipoise is never completely established. What we find here is a labile rather than a static equilibrium. In politics we are always living on volcanic soil. We must be prepared for abrupt convulsions and eruptions. In all critical moments of man’s social life, the rational forces that resist the rise of the old mythical conceptions are no longer sure of themselves. In these moments the time for myth has come again. For myth has not been really vanquished and subjugated. It is always there, lurking in the dark and waiting for its hour and opportunity. This hour comes as soon as the other binding forces of man’s social life, for one reason or another, lose their strength and are no longer able to combat the demonic mythical powers (Cassirer, 1946: 280).

La sospecha de Schmitt de la neutralidad que suponía la era de la técnica es confirmada por el restablecimiento del mito en pleno siglo XX. En lugar de pacificar y despolitizar la existencia humana, la técnica había servido como catalizador de las ideas sobre el mito, que encontraron en la nueva era los medios necesarios para desarrollarse y un poder dispuesto a apropiarse tanto de los medios como del mito tecnificado:

To change the old ideas into strong and powerful political weapons something more was needed. They had to be accommodated to the understanding of a different audience. For this purpose a fresh instrument was required not only an instrument of thought but also of action. A new technique had to be developed. This was the last and decisive factor. To put it into scientific terminology we may say that this technique had a catalytical effect. It accelerated all reactions and gave them their full effect. While the soil for the Myth of the Twentieth Century had been prepared long before, it could not have borne its fruit without the skilful use of the new technical tool (Cassirer, 1946: 277).

Schmitt había dicho ya que «la técnica es siempre sólo instrumento y arma, y porque sirve a cualquiera no es neutral» (Schmitt, 1998:118), y la comprobación histórica de este enunciado no se hizo esperar durante su propio siglo. Un rápido ejemplo de ello son las técnicas de difusión de la información que como medios propagandísticos permitieron la rápida expansión y acogida del mito.

La capacidad de las tecnologías de la comunicación para afectar el juicio y adormecer la razón supera con creces las posibilidades ofrecidas por la tradición oral y escrita; los medios de comunicación de masas acentúan la sensación de estar en contacto con lo inmediato, con lo ‘verdadero’ y la imagen en movimiento crea la impresión de estar viendo las cosas tal y como ellas son, por lo que el mediador queda oculto en la aparente objetividad de lo que se puede ver y escuchar. De este modo, el mito construye sus fundamentos a partir de imágenes que lo validan como una fe con bases objetivas y el líder se vale de los trucos de la tecnología para mostrarse más grande, más bello, más virtuoso, con discursos bien editados y por ello perfectamente diseñados por la técnica.

Así pues, el nuevo mito -que en lugar de contradecir los productos de la razón técnica se vale de ellos, incluso cuando se trata de ponerse el ropaje de la inmediatez, la vitalidad y la irracionalidad- abarca las ideas sobre el pueblo, la identidad, la nación, la totalidad y hasta el carisma del líder, el cual es también una construcción bien planificada de un salvador, que depende tanto de unas condiciones concretas precarias que hagan emerger los anhelos de un padre o de un gran guía, como de la manipulación discursiva de dichas condiciones y la elaboración y propagación de la idea de un gran hombre portador de un carisma inigualable. Neumann explica esta conjunción de condiciones en el siguiente fragmento:

Como ha demostrado Rudolf Otto, el estado mental y las emociones que esa adoración implica son los de un hombre que se siente anonadado por su propia ineficacia y que se ve llevado a creer en la existencia de un Mysterium Tremendum. El misterio crea el temor reverente, el miedo y el terror. El hombre siente escalofríos ante el demonio o ante la ira de Dios. Pero su actitud es ambivalente -está atemorizado y fascinado a la vez-; experimenta momentos de entusiasmo extremo durante los cuales se identifica con lo sagrado. […] Los estratos menos racionales de la sociedad buscan líderes. Como los hombres primitivos, buscan un salvador que elimine su miseria y les libre de la pobreza. hay siempre un factor de cálculo, con frecuencia en ambas partes. El líder usa y realza el sentimiento de temor reverente; los secuaces se aborregan junto a él para alcanzar sus fines. (Neumann, 1943: 121)

El líder carismático

El Estado fascista de Schmitt es una gran máquina de medios y fines que dependen del arbitrio de quien funge como su primer servidor. Solo hay un fin superior que se identifica en Schmitt y que justifica la multiplicidad arbitraria de decisiones que se desprende del gusto del líder carismático, y es la labor intermediaria que tiene el Estado entre el mundo de los hombres o el mundo empírico y el derecho; esa es la esencia del Estado, ser el único sujeto del ethos jurídico; es decir, solo al Estado como unidad política le está dada la posibilidad de actuar en nombre de algo que pueda denominarse derecho y solo a partir de él puede el individuo particular conocer y pensar el derecho. Todo lo que se le enfrenta desde afuera como normativo es, pues, apócrifo en el sentido de que no existen fuentes legítimas del derecho al margen del Estado.

La totalidad trascendente (el Estado) es, entonces, el vínculo, el mediador entre la finitud de todo lo humano y la infinitud o la unidad perfecta (esta unidad es la norma pura que en la obra de Schmitt queda indeterminada, sin contenido preciso). Hay que recordar que en el sentido weberiano del concepto, el Estado de Schmitt se encuentra determinado por el territorio, la población y un monopolio de la violencia legítima, en ello radica la pertenencia al Estado y la categoría de ciudadano; pero, en la sociedad de masas dichos elementos no parecen ser suficientes para conservar la unidad y la integridad del Estado nación, de ello resulta la necesidad de consolidar la pertenencia a partir de una identificación sustancial que vaya más allá de los registros de nacimiento dentro de un territorio. Es así como el carisma de un líder sirve en el propósito de generar la simpatía necesaria para sentirse parte de una unidad legítima y al mismo tiempo de una comunidad capaz de trascender a cada individuo en su finitud intrínseca. El soberano contribuye de dos maneras a la realización de la mediación entre la infinitud y la finitud de lo particular: por un lado, da existencia a la totalidad a través del uso instrumental del mito en la creación de una identidad sustancial; y por otro lado, a través de su ejecutividad, de la decisión continua, mantiene tanto el orden como la movilidad de la totalidad. Según Schmitt -afirma Žižek- «no es posible pasar directamente de un orden normativo puro a la realidad de la vida social -el mediador necesario entre ambos es un acto de Voluntad, una decisión, fundada sólo en sí misma, que impone un cierto orden o hermenéutica legal» (Žižek, 2011: 35).

Así, la totalidad puede fluir de la inmediatez del estado de excepción -en el que las fuerzas vitales exacerbadas por el efecto del mito se encuentran en su pura acción revolucionaria-, a la mediación, momento en el que una nueva decisión ha dado lugar a la normalidad sobre la que se sostiene la totalidad administrada. Contrario a la quietud que experimenta el Estado bajo las lógicas del liberalismo, el Estado gubernativo-administrativo schmittiano reemplaza la discusión eterna por la decisión, lo que implica el importante paso de la quietud al movimiento permanente; la dirección y el destino de dicho movimiento no son claros en Schmitt y quedan también indeterminados, sin embargo, el movimiento producido por la decisión, independientemente de su contenido tiene un valor en sí mismo que está arraigado en la situación de movilización que supone la existencia del Estado total. Sobre esto agrega Žižek: «la decisión (…) no es una decisión para algún orden concreto, sino sobre todo la decisión para el principio formal de orden como tal. El contenido concreto de la orden impuesta es arbitrario, depende de la voluntad del Soberano, se lo deja a la contingencia histórica» (Žižek, 2011: 36). En el la insignificancia del ‘para qué’ de la decisión se manifiesta también el existencialismo político de Schmitt. La justificación objetiva de la conducta es insignificante para el irracionalismo de esta postura que además sostiene que «lo esencial es sólo adoptar una dirección, tomar partido» (Marcuse, 1978: 39).

La importancia del soberano en la auténtica democracia no es, pues, poca, sino que como gran conocedor de la técnica política, es su efectividad y carisma las características que dan lugar al mito como sustancia de la identidad, la cual no puede mantenerse en las condiciones de un Estado débil como el Estado de derecho burgués8. Por el contrario, la fortaleza del mito es directamente proporcional a la fuerza ejecutoria del Estado, a la realización de la soberanía y, por ende, a su capacidad para determinar, politizar y darle significado a los individuos. Características que le permiten a Schmitt hablar de la filiación entre la auténtica democracia y la dictadura cesarista:

El liberalismo consecuente está arraigado tanto en el ámbito económico como en el ético y constituye, por lo demás, un sistema de métodos hábilmente diseñados para debilitar al Estado. Desde su posición ética y económica disuelve todo elemento de carácter específicamente político y estatal. La democracia, por el contrario, es un concepto que de manera igualmente específica pertenece a la esfera de lo político. El auténtico nacionalismo, el servicio militar obligatorio y la democracia son «uno y trino, inseparables», y el demócrata de tendencia cesarista es una categoría histórica ya antigua (Schmitt, 2004a: 76).

La compatibilidad entre democracia y dictadura es un punto importante en el pensamiento de Carl Schmitt, que ocupa, además de unas líneas de Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, el tema principal desarrollado por el autor en La Dictadura. En ambos textos, la dictadura (tanto la soberana como la dictadura comisarial9 en diferentes proporciones) aparece como una perfecta confluencia de los elementos que deben definir el Estado moderno, a saber, el racionalismo de la estructura burocrática, la tecnicidad y la ejecutividad (2009b: 44), elementos que convergen en una empresa creada exclusivamente para perseguir ciertos fines que vienen determinados por la contingencia de la situación concreta o por el ánimo del soberano. «El Estado moderno ha nacido históricamente de una técnica política» (Schmitt, 2009b: 44), enuncia Schmitt con la intención de reivindicar como elementos propios del Estado moderno la razón de estado, el secreto de estado y la figura del César con las virtudes que su ejercicio supone. En efecto, el Estado fascista, al reunir tales elementos en una correcta aleación entre democracia y dictadura se erige como la forma correcta en la que ‘el Estado vuelve a ser Estado’ y como alternativa para la realización de la auténtica democracia:

La renuncia del fascismo a las elecciones, la aversión y el menosprecio que profesa por el elezionismo, de ninguna manera son actitudes antidemocráticas sino antiliberales, derivadas de la observación correcta de que los medios actuales de votación uninominal secreta ponen en peligro la esencia del Estado y de la política por medio de la privatización total, eliminan completamente el ámbito público al pueblo como unidad (el soberano desaparece en la cabina electoral) y degradan la formación de la voluntad estatal al convertirla en la suma de las voluntades privadas y secretas, es decir, de los deseos y resentimientos en realidad incontrolables de las masas (Schmitt, 2004a: 77).

Pero lo que Schmitt considera fundamental de la dictadura cesarista es la relación que esta supone entre el pueblo y el dictador; este último hace las veces en su teoría de líder carismático, cambiando la idea de una dominación absolutista por el carácter de liderazgo. Así pues, la primera reivindicación que supone la evocación de la figura del César dentro de la auténtica democracia es la acclamatio como verdadera expresión de la voluntad del pueblo, en oposición al voto individual y secreto -al cual el autor reprueba por estar en «el secreto más estricto y completamente aislado, o sea, sin salirse de la esfera de lo privado e irresponsable» (Schmitt, 2008a: 37). La aclamación es -para Schmitt- «el hecho natural e incuestionable de estar ahí» (38), la voluntad del pueblo que, como pueblo, solo existe en la publicidad, lejos de todo el aparato estadístico que ha reemplazado la fuerza vital de la expresión democrática:

Pueblo es un concepto que sólo adquiere existencia en la esfera de lo público. El pueblo se manifiesta solo en lo público; incluso lo produce. Pueblo y cosa pública existen juntos; no se dan el uno sin la otra. Y, en realidad, el pueblo produce lo público mediante su presencia. Sólo el pueblo presente, verdaderamente reunido, es pueblo y produce lo público. (…) Sólo el pueblo verdaderamente reunido es pueblo, y sólo el pueblo verdaderamente reunido puede hacer lo que específicamente corresponde a la actividad de ese pueblo: puede aclamar, es decir, expresar por simples gritos su asentimiento o recusación, gritar ‘viva’ o ‘muera’, festejar a un jefe o una proposición, vitorear al rey o a cualquier otro, o negar la aclamación con el silencio o murmullos (Schmitt, 2006: 238).

La acclamatio, elegida como expresión adecuada de la democracia, se distancia claramente de la democracia liberal, de los dualismos entre individuo- estado, individuo-sociedad, y estado-sociedad y de la separación entre esfera pública y esfera privada, propia de la teoría del Estado de derecho. Esta no viene a reemplazar el lugar que en liberalismo tenían la discusión y la publicidad, pues ambos principios se ven de tajo eliminados de la estructura de este nuevo Estado en el que no hay nada que discutir, ni desconfianza alguna que deba suplirse con una publicidad estricta de las decisiones de quienes detentan el poder. Todo ello ha sido resuelto a partir de un acuerdo común respecto al mito, un acuerdo que no es el producto de voluntades libres, sino de un ejercicio del poder sobre el inconsciente colectivo, los deseos y las necesidades particulares. En este nuevo Estado es el sentimiento el que decide si apoya o no al líder, a partir de una deliberación al mejor estilo hobbesiano entre el placer y la aversión, y entre los deseos más inmediatos que caracterizan esa pobre y limitada concepción de felicidad que va a justificar luego la subordinación a un Leviatán (Hobbes, 1996). Aquí todo argumento racional ha sido dejado de lado, al menos en el sentido de una razón objetiva. Esta nueva irracionalidad es, sin embargo, la más racional de todas en términos técnicos, todo en ella se encuentra orientado y milimétricamente diseñado para cumplir con los fines propuestos por el soberano.

La referencia a la aclamación evoca multitudes de hombres y mujeres movidos por la fuerza de la demagogia, el mito y el aparato técnico, reunidos en plazas públicas, plenamente identificados con el líder carismático; en suma, un movimiento total que da cuenta de la politización de toda la existencia humana. Así pues, la aclamación es la imagen genuina del Estado totalitario, lo que da pie para explorar la entrañable relación que encuentra Schmitt entre la auténtica democracia y el proceder de una dictadura fascista o bolchevique:

Ante una democracia directa, no solo en sentido técnico, sino también vital, el Parlamento surgido a partir de razonamientos liberales aparece como una maquinaria artificial, mientras que los métodos dictatoriales y cesaristas no solo se sostienen sobre la acclamatio del pueblo, sino que pueden ser incluso manifestaciones directas de una sustancia y una fuerza democráticas (2008b: 38)

Para el realismo heroico-popular lo eterno es la totalidad natural del pueblo; todo lo demás, «los destinos particulares de los individuos, sus afanes y necesidades, sus horas de penuria y de felicidad, todo esto es vano, transitorio. El pueblo es lo único permanente: está en la historia como la naturaleza misma» (Marcuse, 1978: 30). Ese pueblo, sin embargo, es el resultado de la identidad sustancial a la que el mito dota de contenido y, en consecuencia, también el producto de una decisión del líder carismático, quien se encarga de buscar la perfecta identificación entre el pueblo y sus gobernantes hasta dar lugar a la totalidad. Ante todo, el líder debe constituirse a sí mismo como mito, como «ser dotado de cualidades que no tiene el común de los mortales. De él emanan cualidades sobrehumanas que penetran en el Estado, el partido y el pueblo» (Neumann, 1943: 109).

El líder tiene la misión de guiar la gran revolución que es el Estado total y la realización del papel histórico del pueblo; al ser la figura que unifica a la complexio oppositorum, el líder debe erigirse por encima de las particularidades y ser el representante de la homogeneidad. Para ello debe ser un virtuoso en el manejo de la técnica política y a partir de ella planificar de formas bien calculadas la constitución de los productos que evocan la vitalidad de la masa y el impulso del pueblo. La racionalidad instrumental es la que produce todo lo que es atribuido a la inmediatez irracional: el mito, la identidad, el pueblo, el líder, la excepcionalidad. Para Neumann sería, entonces,

[...] una equivocación fatal pretender que el carisma político contradice toda justificación racional de la soberanía estatal. La pretensión carismática de los líderes modernos funciona como un artificio consciente, encaminado a fomentar el sentimiento de desamparo y la desesperanza del pueblo, a abolir la igualdad y a sustituirla por un orden jerárquico en el cual el líder y su grupo se dividen la gloria y las ventajas del numen (Neumann, 1943: 121).

Finalmente, queda la filosofía irracionalista también al descubierto y exhibida como el producto de la técnica y la perfecta planificación. Con el discurso de la irracionalidad, la razón evade la responsabilidad de una verdadera reconciliación de los hombres y diluye las expectativas mediante la naturalización de las condiciones y los poderes objetivos, los cuales pasan a ser determinaciones naturales del ser. Pero el retroceso de las condiciones subjetivas de los hombres no implica la paralización del avance de la razón en lo que concierne a la técnica y la tecnología. De ello se vale el poder, el cual logra hacerse más fuerte al apropiarse de los medios materiales y al acentuar una separación radical entre el progreso espiritual y el progreso material.

Así pues, la paradoja de la razón se revela cuando en la escena de una industria y una técnica inusitadamente desarrolladas, aparecen hombres dispuestos a sacrificar toda la conciencia del individuo en aras de una totalidad cuyos fines se reducen a la autoconservación de la unidad estatal. El regreso al mito pone al descubierto las fracturas de la razón y de la idea acerca de la capacidad de la ciencia para desencantar al mundo por sí sola. El realismo heroico-popular existe solo gracias a ese encanto de laboratorio que renueva los deseos de un padre carismático, decididor y autoritario; sin embargo, este deseo debe ir acompañado de la renuncia a la individualidad, a la autonomía, a la libertad y por ende, a la idea de la maleabilidad del hombre que había servido de hilo conductor para el espíritu occidental desde el Renacimiento.

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* El presente artículo hace parte del trabajo de maestría Crítica a la antropología política de Carl Schmitt, presentado en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia (Colombia) y asesorado por el profesor Andrés Saldarriaga Madrigal. Es producto del upo de Investigación Filosofía Política -GIFP- del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.

Cómo citar este artículo MLA: García, Lily. “La irracionalidad de la técnica. Aproximaciones a los conceptos de mito y líder carismático en Carl Schmitt.” Estudios de Filosofía, 57 (2018): 11-33 APA: García, L. (2018). La irracionalidad de la técnica. Aproximaciones a los conceptos de mito y líder carismático en Carl Schmitt. Estudios de Filosofía, 57, 11-33. Chicago: García, Lily. “La irracionalidad de la técnica. Aproximaciones a los conceptos de mito y líder carismático en Carl Schmitt”. Estudios de Filosofía n.° 57 (2018): 11-33

1Aun cuando esta expresión no es propiamente de Schmitt, en textos como La época de las neutralizaciones y despolitizaciones, El valor del Estado y el significado del individuo, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, Teoría de la Constitución, puede encontrarse una crítica al racionalismo liberal que pone como eje principal de esta “concepción del mundo” el optimismo antropológico y la esperanza en la razón. Dado que los argumentos de Schmitt en contra de estas dos últimas posturas apelan a la hostilidad y al caos inevitables en el hombre y en la sociedad, y no a los intereses que esconde la misma ideología liberal (propiedad privada), puede argüirse que, para Schmitt, el liberalismo no es incompleto o irrealizado a causa de los intereses particulares de sus propios defensores, sino que el racionalismo por él profesado es ingenuo por desconocer la parte (malvada) de la constitución humana que funge como límite de los logros alcanzables pacíficamente por la humanidad y atribuibles a la razón.

2Se plantea de esta manera porque el atavismo que inmediatamente parece definir la función del mito en el Estado total entra en confrontación con la interpretación que una concepción dialéctica de la modernidad puede ofrecer. De acuerdo con esta última, el mito debe pensarse también como producto de la racionalidad instrumental y como consecuencia del triunfo de la razón subjetiva sobre la razón objetiva.

3Un fragmento de 1984, de George Orwell, refleja en buena medida la dinámica del Estado total que Schmitt tiene en mente: «There will be no loyalty, except loyalty towards the Party. There will be no love, except the love of Big Brother. There will be no laughter, except the laugh of triumph over a defeated enemy. There will be no art, no literature, no science. When we are omnipotent we shall have no more need of science. There will be no distinction between beauty and ugliness. There will be no curiosity, no enjoyment of the process of life. All competing pleasures will be destroyed. But always — do not forget this, Winston — always there will be the intoxication of power, constantly increasing and constantly growing subtler. Always, at every moment, there will be the thrill of victory, the sensation of trampling on an enemy who is helpless. If you want a picture of the future, imagine a boot stamping on a human face — forever.’ (Orwell, 1972:215)

4En este desplazamiento, Slavoj Žižek identifica una forma específica de repudio del momento político, el cual, para el eslovaco, implica tensión entre el cuerpo social estructurado, e implica lo que él denomina «una suerte de corto circuito entre lo Universal y lo Particular: involucra la paradoja de un singular que aparece como sustituto para el Universal, desestabilizando el orden funcional ‘natural’ de las relaciones en el cuerpo social» (2011: 47). Aun cuando la crítica de Schmitt al liberalismo esté fundamentada en controvertir el rechazo del antagonismo por parte de las instituciones liberales y la búsqueda de la neutralización de todos los ámbitos de la existencia humana, cuando el filósofo alemán apela a la externalización de lo político, rechaza de una nueva manera el antagonismo inherente a una dinámica política interna, esfuerzo al que se dirige toda su construcción teórica de la auténtica democracia. La forma que toma este rechazo es denominada por Žižek la ultrapolítica y es definida por el autor como «llevar el conflicto al extremo, mediante la militarización directa de la política, para intentar despolitizarlo. En la ultrapolítica -agrega Žižek-, lo político ‘reprimido’ regresa como el intento de resolver el punto muerto de conflicto político mediante su radicalización falsa -mediante la reformulación de éste como una guerra de «Nosotros» contra «Ellos», nuestro enemigo, donde no hay terreno común para el conflicto simbólico […]. La indicación más clara de este repudio schmittiano a la política es la primacía de la política externa (relaciones entre estados soberanos) por sobre la política interna (antagonismos sociales internos) en la cual insiste: ¿no es la relación con un Otro externo como el enemigo una forma de repudiar la lucha interna que atraviesa el cuerpo social?» (Žižek, 2011: 48).

5Tal interpretación es cuestionable en la medida en que Marx (2001) habla continuamente de la emancipación de toda la humanidad, aún cuando ve en el proletariado a la clase social que reúne las condiciones necesarias para erigirse como sujeto de la revolución mundial. En ese sentido, el burgués no puede considerarse un enemigo que debe aniquilarse, sino el resultado de las condiciones de producción, el cual debe desaparecer en la medida en que las condiciones objetivas cambien.

6Como ya se había dicho en párrafos anteriores, el relativismo teórico de Schmitt no le permite asumir peyorativamente la frase relativa al uso ideológico de los conceptos, ya que dicha actitud es asumida por el autor como la única posible. Los conceptos se presentan así como entidades vacías que adquieren el contenido de acuerdo con su utilidad. Por ello, en oposición a una verdad objetiva, Schmitt ve una multiplicidad de ideologías que coexisten polémica y conflictivamente y cuya fuerza se deriva de su poder para ser aceptadas por la masa.

7El debilitamiento de este vehículo único de decisión política que, en la política moderna, es el Estado, y más allá de ello, la ruptura con la normalidad establecida, crean «una situación intolerable, dado que la remoción de las condiciones normales se lleva consigo la presuposición de cualquier norma ética o jurídica» (Schmitt citado por Kervégan, 2011: 85).

8Sobre esto escribe Schmitt en La dictadura: “En la transición del absolutismo regio al Estado de derecho burgués se presupuso, como evidente por sí mismo, que en lo sucesivo estaba asegurada de una manera definitiva la unidad solidaria del Estado. La seguridad podía ser alterada por tumultos y motines, pero la homogeneidad no estaba amenazada seriamente por los agrupamientos sociales dentro del Estado. Si un individuo o un tropel de individuos alteran el orden jurídico, esta es una acción cuya reacción puede ser calculada y regulada previamente, del mismo modo que la ejecución procesal civil y penal delimita con exactitud la esfera de sus medios de poder, en lo cual radica la regulación jurídica de su procedimiento. […] Pero este escarnio no amenaza la unidad del Estado ni la existencia del ordenamiento jurídico. La ejecución puede ser regulada en un procedimiento jurídico, siempre que el adversario no sea una potencia que ponga en peligro esa misma unidad. En esto se basa, al menos para el liberalismo del Estado de derecho continental de los siglos XVIII y XIX, el valor jurídico de la monarquía absoluta, que aniquiló los poderes feudales y estamentales, creando así una soberanía en el sentido moderno de la unidad estatal. La unidad así lograda es el presupuesto fundamental de la literatura revolucionaria del siglo XVIII. El esfuerzo por aislar a los individuos y eliminar a todo grupo social en el seno del Estado, a fin de enfrentar entre sí de una manera inmediata al individuo y el Estado, se pone de relieve en la exposición de las teorías del despotismo legal y del contrato social (Schmitt, 2009b: 261-262).

9En la dictadura comisarial, propia de la República Romana, existía un propósito específico conforme al cual se nombraba un ejecutor capaz de establecer un imperium fuerte en momentos de peligro: «El dictador, que era nombrado por el cónsul a solicitud del Senado, tiene el cometido de eliminar la situación peligrosa que ha motivado su nombramiento, o sea, hacer la guerra o reprimir una rebelión interna [...]. El dictador era nombrado por seis meses, pero antes del transcurso de este plazo resignaba su dignidad, al menos con arreglo al loable uso de los viejos tiempos republicanos, si había ejecutado su misión. No estaba ligado a las leyes y era una especie de rey, con poder ilimitado sobre la vida y la muerte» (Schmitt, 2009b: 34). En cambio, la dictadura soberana no se propone la defensa de una Constitución, como sí lo hace la comisarial, sino que «ve en la ordenación total existente la situación que quiere eliminar mediante su acción. […] No suspende una constitución existente valiéndose de un derecho fundamentado en ella y, por tanto, constitucional, sino que aspira a crear una situación que haga posible una Constitución, a la que considera como la Constitución verdadera», es por esto que la dictadura soberana es la única con verdadera capacidad de ejecución y sin términos fijos que la limiten en su acción. Así, es esta la que cumple a cabalidad la definición dada por Schmitt a una dictadura: «Políticamente, puede calificarse de dictadura a todo ejercicio del poder estatal que se realice de una manera inmediata, es decir, no mediatizado a través de instancias intermedias independientes, entendiendo por ella el centralismo, por oposición a la descentralización» (Schmitt, 2009b: 178-179).

Recibido: 24 de Agosto de 2017; Aprobado: 30 de Noviembre de 2017

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