Introducción
Entre el miércoles 16 y el lunes 21 de febrero, un escuadrón paramilitar conformado por 450 hombres, en connivencia con fuerzas del Estado, irrumpió en El Salado, corregimiento del municipio de Carmen de Bolívar, departamento de Bolívar, en el Caribe colombiano. A las cien personas que fueron asesinadas, la gran mayoría de ellas tras haber sido torturadas, deben sumarse las mujeres que fueron violadas y empaladas, así como los miles de sobrevivientes que, después de lo ocurrido, decidieron marcharse del pueblo, engrosando así las listas de desplazados internos del país. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, la de El Salado fue una de las 42 masacres paramilitares que, entre 1999 y 2001, tuvieron lugar en la región de los Montes de María, arrojando un saldo de 354 víctimas fatales (16).
Sin duda, una lectura ecocrítica de la literatura colombiana de orientación ecológico-ambientalista permitiría observar, tanto en la naturaleza como en la cultura, "the ubiquity of signs, indicators of value that shape form and meaning" (Howarth 77). Pero cuando a dicha lectura se le suma otra, esta vez en clave de eso que Richard Grusin ha denominado el giro "no-humano" (vii-xxix), el análisis de tal ubicuidad en un marco de violencia sociopolítica rural obliga a pensar, por ejemplo, en los roles actanciales1 y/o posturas que pueden llegar a adoptar los animales, los ríos, las plantas, los árboles y las montañas y, dentro de ese contexto, en los límites y alcances que dichos roles y/o posturas pueden llegar a tener tanto en la forma como en el contenido de su programa poético-narrativo.
Atento, entonces, a esas relaciones entre lo humano y lo no-humano, y a las implicaciones que dichas interacciones tienen en el plano poético-narratológico, el presente artículo tiene como propósito señalar la manera en que, en el poema La mata (2020), de Eliana Hernández (1989-) con ilustraciones de María Isabel Rueda (1972-), la naturaleza se presta para ser leída como una red de agenciamientos no-humanos que, en su interacción con sujetos humanos, termina siendo capaz de presagiar la barbarie y la destrucción, comprobando, de paso, la capacidad que tiene dicha red para lograr, en calidad de actante de tipo adyuvante, que el programa poético-narrativo en cuestión pueda cumplirse. En una segunda instancia, el artículo se detiene a pensar en los modos en los que su autora reformula el arquetipo fecundativo de la tierra a partir del cuerpo y la sangre de las víctimas, para de esta manera hacer del mundo de lo no-humano un testigo de la violencia, al mismo tiempo que un lugar de memoria tanto para los asesinados como para los sobrevivientes.
El poema: sus formas, significaciones y posibilidades
La mata (2020), ganador del Premio Nacional de Poesía 2021, es un poema extenso que ofrece una reconstrucción polifónica y poético-narrativa de los días previos y posteriores a la masacre de El Salado. El libro está dividido en tres partes, cada una de las cuales, siguiendo los encabezados de la diagramación, lleva como título los nombres de los tres personajes principales: "Pablo" (páginas 7 a 23), "Ester" (páginas 25 a 39) y "La mata" (páginas 41 a 87). Durante gran parte de la narración se advierte la presencia de una voz poética extraheterodiegética que por momentos se esconde para dar cabida a las voces e historias de los dos primeros (que son esposos), pero también, y en una suerte de contrapunto que comienza a darse a la altura de la página 43 (es decir, en la tercera parte), de la naturaleza/mata, los investigadores forenses y algunos otros testigos anónimos.
Las múltiples subjetividades que allí interactúan, su hibridez genérica, pero también su innegable intención referencial -constatable a través del constante diálogo historiográfico que sostiene con el informe que preparó el Centro Nacional de Memoria Histórica sobre este macabro suceso (La masacre de El Salado: Esa guerra no era nuestra, publicado en el 2010)-, hacen que sea posible pensar La mata como un poema documental. Por "documental" me refiero a aquellos textos que, por un lado, "buscan articularse a los discursos públicos de la cultura" (Rivera Garza 48), y que, por otro, cuestionan "[...] el carácter indisputable de la agencia autoral en la producción de sentido de un texto, [planteando con ello] preguntas de relevancia estética y política sobre las maneras en que se genera, distribuye y archiva la voz alterada: la voz del otro" (48). Un otro que, en el contexto del programa poético-narrativo en cuestión, como ya es evidente a estas alturas, no solo está conformado por sujetos humanos, sino también por la naturaleza.
Como se mencionó anteriormente, cabe señalar que el libro, de manera simultánea al discurso escrito, también cuenta con unas ilustraciones de María Isabel Rueda que descansan sobre las páginas pares, es decir, a mano izquierda. No obstante, a partir de la página 67 estos dibujos, trazados sobre un fondo negro en el que se observa la fachada de una casa progresivamente engullida por una vegetación cada vez más densa, comienzan a invadir el espacio textual hasta cubrirlo por completo. Entonces, Rueda lleva a cabo una traducción no-verbal del texto con sus dibujos, esto es, una "transmutación" (Jakobson 261) en la que el régimen de representación escriturario-literario se evapora para finalmente dar paso a una maleza pictórica que todo lo invade.
La naturaleza como vaticinadora de la violencia
El programa poético-narrativo de base que vemos en La mata gira mayoritariamente en torno a dos personajes-actantes, Pablo Rodríguez y Ester Martínez, una pareja de campesinos quienes, en tanto proyección sinecdótica de la población de El Salado, se ven teleológicamente empujados, en calidad de víctimas y sobrevivientes, a la violencia paramilitar. Hay también, como ya se ha dicho, una naturaleza ("La mata") que, valiéndose de formas y lenguajes animales, vegetales o minerales, y de las agencias presentes en ellos, contribuye a que el núcleo de dicho programa, es decir, la captura y el asesinato de Pablo, por un lado, y el desplazamiento forzado y eventual retorno de Ester, por otro, se movilice y pueda ser cumplido. En síntesis, tenemos dos sujetos (Pablo y Ester) quienes, por medio de una naturaleza/mata que funge como ayudante, se acercan a ese objeto que es la violencia.
En su libro Beyond Nature and Culture, Phillipe Descola señala que la relación que el ser humano establece con el mundo natural puede pensarse a partir de cuatro ontologías: naturalismo, totemismo, analogismo y animismo. Para el antropólogo francés, el naturalismo es una modalidad de identificación con base en la continuidad entre las materialidades físicas y una discontinuidad entre las almas; en el totemismo tanto humanos como no-humanos comparten atributos idénticos que resuenan tanto un nivel físico como interior; en el analogismo el mundo se percibe como una infinidad de singularidades todas diferentes entre sí; y, finalmente, en el animismo se hace clara una continuidad entre las almas, pero una discontinuidad entre las materialidades físicas (117-122).
A la luz del modelo actancial, los aportes de Descola resultan útiles por cuanto ayudan a comprender la "relación teleológica" (Greimas, Semántica 270) que dentro de dicho esquema actancial establecen los sujetos con el objeto. Por tal motivo, consideramos importante detenernos en las complexiones psicofísicas de los primeros, así como en las maneras que tienen ellos de interactuar, como habitantes rurales que son, con el segundo. En primer lugar, es importante decir que la compenetración con el mundo de lo no-humano no se da de igual manera en ambos. Por ejemplo, en Pablo, precisamente por la visión animista que pareciera guiarle, la naturaleza se muestra como un tejido de agenciamientos no-humanos que, valiéndose de cualquier tipo de concesión vegetal, animal o mineral, lleva a cabo funciones decididamente agoreras con respecto a la violencia sociopolítica próxima a cernirse sobre el pueblo y sus gentes. En cambio, con Ester la aprehensión de la naturaleza está atravesada, antropológicamente hablando, por una lógica que, si bien no es vertical ni, por tanto, hostil, se muestra un tanto más naturalista en sus maneras, conduciendo a que la segunda, actancialmente hablando, no siempre encuentre las formas necesarias para aceitar el engranaje del programa poético-narrativo en cuestión.
Sea que se trate del animismo de Pablo o del moderado naturalismo de Ester, lo cierto es que los grados de interacción e intersubjetividad entre el ámbito de lo humano y lo no-humano que a través de ellos se observan, dependen, en gran medida, de la compenetración que, fenomenológicamente hablando, se da entre cuerpo y mundo. Como bien sugiere David Abram, esto es importante en la medida en que los gestos y manifestaciones de esos otros cuerpos, en este caso no-humanos, llevan a que el sujeto encarnado [embodied subject] los conciba también como epicentros de la experiencia y la producción de sentido (37). Detengámonos, pues, en ambos personajes.
En The Environmental Imagination, Lawrence Buell comenta que "One of the dramatic developments in postromantic thinking about nature has been the decline and revival of the kinship between nonhuman and human" (180). Para Buell esta compenetración entre lo humano y lo no-humano comienza a evaporarse en la segunda mitad del siglo XIX, llega a su aparente fin con la vanguardia de comienzos del XX, pero vuelve a adquirir protagonismo con el pensamiento ecológico contemporáneo (180). De esta manera, tiene sentido que La mata, como ecopoema que es, nos muestre cuerpos y subjetividades profundamente atravesados por la simbiosis entre cultura y naturaleza. Solo así puede entenderse que Pablo tenga "bolsas bajo los ojos como almendras", "[...] la piel dura como el cuero", "las manos torpes, gruesas de trabajar la tierra" y "[...] el cuerpo como un roble" (7). Esta total y absoluta imbricación corporal y psíquica con el mundo natural en su vertiente telúrica es lo que, en una primera instancia, convierte a Pablo en un sujeto más atento y por ende sensible a los modos que tiene la naturaleza de anunciar la tragedia:
En la mañana Pablo descubre
bichos muertos frente a la puerta:
el primer día un colibrí pesado
como una naranja en la mano,
luego una serpiente, un ratón.
Ester le ve las líneas en medio de la frente, dice:
los trajo el gato de regalo,
lo está invitando a cazar:
él es un cazador.
Pablo no le cree, le parece
una mala señal, y ella insiste:
vive de noche, dice,
su vida no es como la nuestra (Hernández 11, 13. Énfasis mío).
En sintonía con una visión que puede ser hallada también en las cosmogonías de los pueblos originarios y afrodescendientes del mundo, Buell nos recuerda que el credo estético del romanticismo sostenía que las grandes verdades podían encontrarse en lo particular, en lo fragmentario (264). Aquí, sin embargo, eso que es particular en la naturaleza no pareciera apuntar hacia un sublime positivo. Todo lo contrario: los bichos, el colibrí, la serpiente y el ratón no son más que el preludio mortuorio a esa experiencia límite próxima a tener lugar. Esto explica por qué, para Pablo, estos animales, en tanto ofrendas que el gato -revestido de agencia, una agencia que se legitima desde la estructura sintáctica misma del verso: "los trajo el gato de regalo / lo está invitando a cazar"- trae hasta la puerta, son la antesala de la catástrofe. Así, Hernández se vale de la ironía para, desde allí, mostrar que lo que para Ester no son más que manifestaciones normales del instinto felino de caza, para Pablo estos animales muertos, en tanto indicio cinegético, son la señal de una "caza" próxima a tener lugar. No es casual que un par de páginas después la voz poética extraheterodiegética nos diga que Pablo:
Desde hace un tiempo
siente un cambio pesado, en el aire,
que no sabe cómo explicar.
Por ejemplo,
cuando pasa por el pueblo en la noche,
cuando oye que las bestias
no logran descansar (Hernández 15).
Aquí lo interesante es notar que el "cambio pesado, en el aire", que según la voz poética extraheterodiegética Pablo "no sabe cómo explicar", se traduce justamente en eso: en el preámbulo de una alteración en la densidad misma del aire, y que eventualmente desemboca en una experiencia tanto auditiva como visual más que aterrorizante:
A Pablo lo despierta de la siesta
el ruido de un helicóptero.
Sale al patio y ve papeles blancos
que caen como nieve del cielo:
«CÓMANSE LAS GALLINAS Y LOS CARNEROS
Y GOCEN TODO LO QUE PUEDAN ESTE AÑO
PORQUE NO VAN A DISFRUTAR MÁS»
Siente el calor entre los ojos.
Mejor ponerse a hacer algo,
dar vueltas a la casa,
recoger papeles.
El miedo se acomoda
como un gato, en la garganta,
mejor hacer con ellos una bola,
tirarla al monte enfurecido (Hernández 19).
Se observa, entonces, la manera en que la violencia se vale de una puesta en escena, con tintes cínicamente hollywoodescos, a través de la cual se anuncia la masacre que está por venir2. Nótese, además, que el gato que Pablo había asociado previamente con el preludio a una voraz cacería, vuelve a irrumpir en escena, solo que esta vez lo hace para dar cuenta, vía el símil, del pavor del que él es ya presa ("el miedo se acomoda / como un gato, en la garganta"). En este sentido, podría decirse que la doble aparición del gato en el poema (la primera vez de forma real, la segunda, metafórica), con las respectivas constelaciones afectivas de tipo fatalista que Pablo construye en torno a este, sirven para constatar que, a partir de los años sesenta, en la producción cultural latinoamericana, incluyendo desde luego a la literaria, el animal adquiere los tintes propios de un signo político (Giorgi 13) en la medida en que sirve para poner sobre relieve:
esos ordenamientos de cuerpos desde los cuales una sociedad traza un campo de gradaciones y de diferenciaciones entre las vidas a proteger, a cuidar [...] y cuáles son los cuerpos y las vidas que se abandonan, que se reservan para la explotación, para la cosificación, o directamente para el abandono o la eliminación (Giorgi 15).
Con esta intranquilidad a cuestas, Pablo, de quien también nos dice el poema es el líder de la Junta de Acción Comunal del pueblo, decide meter en una caja sus objetos y documentos más preciados, para luego enterrarlos en el monte:
La noche antes de que lleguen
Pablo no puede dormir:
sabe que algo va a pasar,
pero no está seguro qué.
Se levanta de noche,
Ester ronca en el quinto sueño,
busca el cajón de la mesita,
Desenrolla la tela que aún huele
a pelo de un animal de monte.
Apurado comprueba que en la caja de madera
Ester guarda:
una cadena,
una medalla,
unos sobres,
y, al fin, las escrituras.
Ya qué putas.
Coge la pala,
camina a campo abierto por la trocha,
veloz,
después silencio.
Apaga la linterna y piensa
mejor que nadie me vea.
Cuenta los pasos, cava un hueco
en el lugar exacto, y entierra.
Lo hace cuando todavía no amanece,
repite en su mente fueron trece,
los pasos, trece,
uno y tres,
no es el mejor número,
mejor no decirle,
siempre es mejor no saber (Hernández 21, 23).
Si algo resulta notorio en estos 31 versos es la presencia de diferentes semas isotópicamente ligados al tema de la muerte y la inhumación ("caja de madera", "pala", "campo", "silencio", "hueco", "entierra") que anticipan, de algún modo, el destino trágico de Pablo. Vemos también cómo a su animismo se le suma también una sensibilidad numerológica que le permite advertir las señales de un triste sino ("uno y tres, / no es el mejor número"). Fiel a su textura narrativa, el poema, valiéndose de una estructura sintáctica que les otorga a los árboles agencia, nos dice luego que a Pablo se lo traga la selva, una selva oscura "porque los árboles tan altos / no dejan pasar la luz del sol" (27. Énfasis mío).
Es cierto que Hernández no tarda en mostrar que a Ester le produce zozobra la ausencia de Pablo. Pero, contrario a lo que vemos en su esposo, ella se rehúsa a ver en la naturaleza los signos que anuncian la tragedia. No por nada, la poeta bogotana se asegura de que, en la interacción que tiene Ester con la naturaleza (vista a través de los animales o los alimentos que le proporciona la tierra), esta última carezca de una agencia, ausencia que se comprueba, incluso, con la transitividad misma de las oraciones con las que se describe dicha interacción:
Tiene un radio del 85
Que pone mientras está el almuerzo,
sabe matar un animal de un golpe
[...]
Una vez por semana,
[...] cuelga animales de un gancho de metal
para que la sangre les escurra:
no siempre hay carne para comer.
Ve la sangre morada en el piso
y piensa
en lo que viene con un cambio de luna:
cuarto menguante plantas bajo tierra,
la yuca cosecharla con la nueva (Hernández 9, 17. Énfasis mío).
Dos cosas merecen ser examinadas. Por un lado, la postura de Ester corrobora que "We consciously encounter nonhuman nature only as it has been circumbscribed by our civilization and its technologies" (Abram 28), haciendo que la naturaleza sea simplemente "a stock of 'resources'" (28). Por otro, y más interesante aún, la casi nula intersubjetividad que revela Ester a la hora de interactuar con la tierra y todo lo no-humano que en ella habita, pareciera servirle a Hernández para cuestionar, desde una perspectiva ecofeminista, la siempre problemática simbiosis discursiva que desde tiempos milenarios se ha forjado entre mujer y tierra, entre mujer y naturaleza, desembocando, así, en una mitificación de la tierra-naturaleza como un ente feminizado, benévolo, maternal y sumiso, listo para ser explotado, violentado3.
Sin embargo, incluso tras percatarse de la ausencia de su esposo, Ester sigue negándose a concebir a la naturaleza y al medioambiente como sujetos no-humanos, a través de los cuales podría interpretarse el presente y predecir el futuro:
Intenta pensar con claridad
y mira desde la puerta el inicio del monte,
se hace tronar los dedos.
En realidad
era una nube
lo que se movía en el cielo
no era una señal:
una nube encima, gris,
relámpagos se veían mientras
se acercaba un colibrí manglero (Hernández 25. Énfasis mío).
Como si lidiar con la desaparición de Pablo no fuera suficiente, Ester entra luego en contacto con "una silueta que se pierde / en un celaje de monte" (Hernández 29), esto es, la silueta de una mujer que "lleva de la mano una niña" (29), y que parece estar huyendo de algo o alguien; una mujer de quien luego se nos dirá que pega gritos al dormir (37). Sin ni siquiera habiéndosele preguntado, la mujer brinda explicaciones:
Me lo hicieron con un cuchillo, dice la mujer
y señala una marca en el brazo.
También me hicieron cosas
que no puedo decir (Hernández 29).
Enfrentada a la indecibilidad del horror, Ester, como el Charles Baudelaire de "Correspondencias", comienza a concebir la naturaleza como "un templo de pilares vivientes / que a veces salir dejan sus palabras confusas" (95):
Como aguacero, de repente,
llegan las preguntas, por ejemplo:
¿habrá sido lo que oí y no quiero?
El monte a los animales olvida
La lluvia cuando arrecia
Se come las preguntas (Hernández 31).
La respuesta a la pregunta formulada por Ester procede de la voz poética extraheterodiegética para quien la naturaleza, vista a través del monte y la lluvia, es un sujeto no-humano portador de agencia (el primero olvida a los animales; la segunda se come las preguntas). Así, podría decirse entonces que la desaparición de Pablo y la aparición de esa madre y esa hija que huyen despavoridas marcan un punto de inflexión en el programa poético-narrativo de La mata, pero también en las formas que hasta ahora había tenido Ester de interactuar con el mundo natural. Presa ya de un entendible fatalismo,
Ester imagina
la maleza entrando en la casa,
piensa en todas las cosas
que se quedaron sin hacer.
Oyen voces de la mata de monte,
crece sobre las piedras más plateadas el musgo.
No era nada, suspira.
Pisa luego dos caracoles juntos:
otra vez esta maldita llovizna.
Pregunta: ¿qué ya no volviera el gato
habrá sido una mala señal?
Lo que pasa cuando un animal de monte
la mira a una a los ojos,
los dientes que son los ojos,
la locura
que hace su nido
después de tantos días en el monte.
Mejor no pensar. Mejor
enumerar las cosas que le gusta hacer:
echarle [sic] maíz a los pollos
podar el jardín
meter las manos
en la leche
fresca para el queso (Hernández 33).
Tal y como se puede observar, por primera vez en lo que va corrido del poema, concentrada en la maleza Ester ve a la naturaleza como un sujeto no-humano que, revestido de agencia, termina, en un gesto análogo al que hacen los dibujos de Rueda hacia el final del libro, cubriendo y devorándose todo ("Ester imagina / la maleza entrando en la casa"). En ese sentido, la imagen también apunta al hecho de que para Ester la maleza, con su verdor invasivo, opera también como significante para denotar el escuadrón camuflado de paramilitares que han incursionado en esa otra casa suya que es el pueblo. De allí la importancia del título del poema, que, valiéndose de la polisemia, vincula a la naturaleza con la violencia (mata - naturaleza) / (mata - matazón/matanza).
Solo así puede explicarse que, tras experimentar ese nivel de terror, pánico y ansiedad, ahora ella vea por todas partes los signos de una materialidad orgánica y una animalidad capaces de augurar la masacre: "Ve frutas podridas en el suelo, / Guayabas que no se pueden comer, / Encima una maraña de hormigas" (Hernández 37). Son, además, materialidades orgánicas y animalidades que vienen acompañadas de preguntas que, ensombrecidas como la noche, solo revelan angustia, autoinculpación y, más problemático aún, una radical horizontalización entre lo humano y lo no-humano que, de manera paradójica, mengua toda posibilidad de alteridad:
De noche se pregunta:
¿cuál ha sido mi pecado?
¿cuál ha sido mi error?
¿será la mata hombre o mujer? (Hernández 37).
Pero, a la par con todo esto, y un gesto que no se le había visto hasta ahora, Ester, en medio de gritos ensordecedores y de angustias, ve también en la naturaleza una generadora quizá no de optimismos, pero sí de pequeños intervalos de tranquilidad: "Late el monte dentro, / afuera los cachitos, las hormigas, / olvida un momento la amenaza" (Hernández 37). Tranquilidad que, en sintonía con el programa poético-narrativo del libro, sucumbe nuevamente al pavor producido por una violencia irrefrenable que, valiéndose del lenguaje de unos ríos henchidos de cadáveres, no escatima en hacer visible su sevicia a través de un procedimiento metonímico como el de la camisa:
Pero otra vez anochece,
se ven con la luna
punticos blancos en el agua.
De noche, olvidan, sube el caudal.
¿Dónde encontraste esa camisa?
La escurrí ayer, responde la niña,
la saqué con un palo del río (Hernández 39).
De todo lo anterior, para Hernández queda más que claro que el mundo de lo no-humano, visto en sus diversas formas, constituye una red de agenciamientos de carácter actancial que, en su interacción con los sujetos humanos del poema, en este caso Pablo y Ester, adquiere cualidades vaticinadoras con respecto a la violencia que se cierne sobre El Salado. De alguna manera u otra, esto equivale a decir que el espacio natural dentro del que se desarrolla La mata, con todo y lo que este comprende (animales, ríos, selvas, montañas, materia orgánica), se presta para ser leído en clave de eso que Gilles Deleuze y Felix Guattari, en su libro Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, denominan "agenciamiento territorial", esto es, una urdimbre o ensamblaje en el que el parapeto entre naturaleza y cultura se derrumba mediante "la imbricación de lo semiótico y de lo material" (341), dando paso, con ello, al surgimiento de agenciamientos distributivos en los que la causa de un efecto debe pensarse siempre en clave interrelacional (Bennett 31-32).
La naturaleza: ¿testigo de la violencia?
Fiel a la dinámica documentalista del poema, en la tercera y última sección titulada "La mata" (pp 41-87), asistimos a un contrapunto de voces deícticamente situadas en los días posteriores a la masacre. Por ejemplo, intervienen los investigadores:
¿Qué les hicieron? ¿A los que mataron los mataron
porque venían en la lista, o porque se querían defender?
¿Y ese día qué más hicieron? ¿Alguna advertencia?
¿Por dónde llegaron? ¿Y a ese otro muchacho
por qué se lo llevaron? ¿A quién se los robaba? Nos
contaron del señor que iba en un burro. ¿Dónde fue
eso? ¿Cómo fue eso? ¿En cuántos volaron? ¿Las
conexiones estaban hace mucho o se hacían y se deshacían?
¿Se quedaron como centinelas? ¿Se fueron?
¿Luego de ese día se fueron? (Hernández 51).
También los testigos:
Ese día, cuando llegaron al pueblo, preguntaron si
los guerrillos vivían ahí, si tenían mujeres ahí,
preguntaron si bailaban. También si les cocinaban ahí, si
pegaba duro el sol ahí, si paseaban de vez en cuando.
Mientras preguntaban querían saber si habían ido
antes al fin del mundo, si habían hecho el amor ahí,
si tenían gallos y si sus gallos cantaban o cacareaban.
Si cantaban con el sol, como los gallos normales, o si
estaban desfasados y cantaban a las once, a las siete, a
las diez. Si había días en los que no cantaban (53).
Pero ¿qué pasa cuando la naturaleza se enfrenta al hecho violento que ella misma, con sus múltiples y diversas formas y lenguajes, ayudó a profetizar? ¿Podemos identificar en ella posturas cuando se le representa en contextos plagados de injusticia, dolor y angustia? ¿Cómo pensar dichas posturas sin que ello suponga el restablecimiento de la escisión naturaleza/cultura? A la luz de estos interrogantes, creemos que una manera de salir al paso a dicho escollo es pensar, por ejemplo, en las posibilidades de agenciamiento de lo no-humano que provee el arquetipo fecundativo de la tierra a partir del cuerpo y la sangre de las víctimas.
En su libro Polen y escopetas: la poesía colombiana sobre la violencia, Juan Carlos Galeano señala la manera en que algunos poetas colombianos de mediados de siglo XX escribieron versos atestados de: "metáforas vitalistas, [de] imágenes de siembra del suelo con la sangre y los cuerpos, tendientes a asegurar la continuidad de la vida, que nos recuerdan las prácticas agrarias en el Mundo Antiguo y los pueblos precolombinos" (40). De esta forma, nos dice Galeano, los poetas logran preservar "mediante la verdad poética fundada en este arquetipo de la sangre y los cuerpos fecundantes, la permanencia de la comunidad" (41).
Ahora bien, uno de los mayores problemas que vemos con el uso del arquetipo fecundativo de la tierra es que al apoyarse en ella, el/la poeta puede fácilmente incurrir en una especie de bucolización de la violencia que, al estar orientada hacia la palingenesia, hace que los vejámenes a los que es sometido el sujeto-víctima, pero también la naturaleza misma, sean, en provecho de una pulsión neovirgiliana, completamente ignorados. Si traigo esto a colación es porque en el poema de Hernández lo que vemos es todo lo contrario: una materialidad de cuerpos humanos que se amalgama por completo con la materia orgánica e inorgánica presente en el suelo4. De esta manera, el poema no banaliza la violencia que opera sobre los cuerpos humanos, pero tampoco cae en la tentación antropocéntrica de ignorar los modos en que esos cuerpos producidos por la violencia alteran la materialidad misma de la naturaleza5. Así lo corrobora esta intervención de "La mata":
En sus huesos,
en sus últimas formas palpables,
se condensan hasta extinguirse
lo que alguna vez fueron:
lunares, masas,
luego humus, tierra, simple tejido
que con el peso de los días
se vuelve poco a poco
una capa de tierra transparente (57).
O esta otra:
Si es humana la materia,
esta mata, que respira,
sigue el curso de ella misma,
y es sustancia que se descompone,
se come a sí misma,
y se vuelve a formar:
furiosa respiración.
Todo lo envuelve:
las larvas, su paciencia,
las setas desnudas y el olor
hipnótico de las flores.
En medio del concierto
la lluvia es generalidad.
Todo yo, todo mío,
se vuelve cielo abierto o verdín.
Pierde el posesivo pero es
agua empozándose, espesa,
que cría renacuajos (65).
Tras la noche
amanece de nuevo como enmienda
o castigo:
tibias despiertan de su oscuridad las hojas
con el sereno se animan
y la voz de la mata, la estridencia de sus bichos,
es aún concierto,
destemplado, chillón,
pero concierto.
Va siempre hacia adelante:
no hay tiempo para dejar de inventar cosas,
en su primera miel, aún caliente,
se amontonan los nombres (81).
De lo anterior se colige que Hernández, consciente de los peligros que dicha bucolización trae consigo, aboga más bien por una fecundación negativa de la tierra, esto es, una fecundación que evita caer en la idealización del mundo natural, precisamente porque reconoce que esta puede no solo llevar a la elisión del componente humano y su experiencia del dolor y la muerte, sino también a la elisión de ese mismo mundo natural que busca ser ensalzado. En síntesis, la fecundación negativa opera con base en el convencimiento de que todo acto de violencia contra el hombre rural debe ser abordado desde un contexto más que natural y más que humano, particularmente porque "Potent ethical and political possibilities emerge from the literal contact zone between human corporeality and more-than-human nature" (Alaimo 2).
A su vez, estas posibilidades, tanto éticas como políticas, son las que permiten pensar la violencia no solo desde la experiencia humana, sino también desde las agencias distributivas presentes en una naturaleza que, gracias a dichas agencias, termina haciendo las veces de testigo no-humano del conflicto armado colombiano, pero también de lugar de memoria que vela por la continuidad de una comunidad de la que forman parte los sobrevivientes, pero también los cuerpos de los masacrados.
Por otro lado, no deja de ser llamativo el hecho de que "La mata" sea también la responsable de darles la bienvenida a esas madres, hijas, esposas y tías que, al igual que Ester, decidieron regresar al pueblo tras la masacre:
Para quienes volvieron:
un manojo de flores del totumo,
piñuelas con sus pulpas jugosas,
su tomento estrellado de blanco color.
Estas flores de pétalos carnosos,
vainillas, olorosas durante la noche,
y también otras flores furiosas,
expertas en la desobediencia:
varias flores del pico de loro,
las espinas que rasgan la piel escondidas.
Una invasión de trinitarias,
un desfile coronado por sépalos persistentes.
Unas con cáliz, que acompaña al fruto,
otras estériles; también racimos
de flores amarillas del bombito,
de la flor de la bajagua,
de esa flor que se llama amor que zumba,
racimos abundantes,
retoñadas de sí (Hernández 87).
Que sean flores de "pulpas jugosas", "pétalos carnosos", "sépalos persistentes", algunas con "cáliz", otras "estériles", no es algo fortuito. En su informe sobre la masacre, el Centro Nacional de Memoria Histórica señala que: "Los silencios más arraigados en la memoria de los sobrevivientes tienen relación con la violencia contra las mujeres: el empalamiento y el embarazo de una de las víctimas" (124). Vistas a la luz de estas realidades, las flores no deben leerse como simples concesiones miméticas: tanto su materialidad como su capacidad de agenciamiento ("furiosas", "expertas en la desobediencia") le permiten a Hernández devolverles algo de la dignidad que les fue arrebatada.
Visto en retrospectiva, el poema constata que los habitantes de El Salado, tanto aquellos que fueron asesinados como los que no, literalmente están ante una "invasión", y no solo de trinitarias, sino también de líquenes, larvas, setas, piedras, detritus, renacuajos, matorrales, pájaros, riachuelos y árboles: todo un conjunto de materialidades orgánicas e inorgánicas que desde el inicio fueron acumulándose e interconectándose hasta formar toda una urdimbre biótica y abiótica que, gracias a sus agenciamientos y a las lógicas distributivas que les subyacen, permiten hablar del monte como un espacio de muerte, pero, sin duda alguna, también de vida. No es casual, en ese sentido, que, justo después de que "La mata" les dé la bienvenida a las mujeres (esas otras guardianas de la memoria), Rueda, con sus dibujos, construya toda una sintaxis espacial con intenciones intersemióticas en donde el régimen de representación escriturario-literario de Hernández se evapora para dar finalmente paso a una maleza pictórica que, como se dijo anteriormente, todo lo invade6. En ese sentido, la supremacía visual que hacia el final del libro adquieren dichas ilustraciones es sintomática, como bien dice La mata en una de sus intervenciones, de "la detonación / de un acto que venía entrañándose" (Hernández 63).
Conclusiones
En La mata la naturaleza puede ser leída como una red de agenciamientos no-humanos que, en su interacción con los sujetos humanos, termina perfilándose como un actante de carácter adyuvante capaz de vaticinar la masacre paramilitar de El Salado. Dicha lectura permite corroborar la agencia que tiene dicha red para lograr que el programa poético-narrativo en cuestión pueda cumplirse. En el marco de dichas discusiones también quisimos arrojar luz sobre los modos en los que Hernández se vale del arquetipo fecundativo de la tierra a partir del cuerpo y la sangre de las víctimas, para de esta manera hacer del mundo de lo no-humano un testigo de la violencia, pero también un lugar de memoria para los masacrados y los sobrevivientes.
La literatura colombiana no ha sido ajena a estas sensibilidades ecológico-ambientales, como tampoco a las relaciones entre el ámbito de lo humano y lo no-humano que dichas sensibilidades suponen cuando se les mira dentro de un marco de violencia. Sin obviar novelas como La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera y Toá. Narraciones de cauchería (1933), de César Uribe Piedrahita, o poemarios como Los ríos navegados (1951), de Carlos Castro Saavedra o La serena hierba (2013), de Horacio Benavides, lo cierto es que, en los últimos años, ha sido la escritura de mujeres la que, al parecer, y con mayor ahínco, se ha atrevido -y La mata es un claro ejemplo de ello- a pensar nuestras violencias en clave relacional7.
Bien sea que se le mire desde los linderos de la poesía o desde la narrativa, lo cierto es que una aproximación a La mata como la que aquí hemos propuesto, cimentada en los preceptos hermenéuticos y teórico-conceptuales del giro no-humano y con ello de la ecocrítica materialista, permite leer de mejor manera toda una tradición literaria, tanto poética como narrativa, que ha hecho del binomio naturaleza-violencia su rasgo más definitorio. A su vez, una lectura como esta contribuye a un análisis mucho más pormenorizado de cómo el conflicto armado ha sido capaz de integrar al sujeto no solo humano, sino también no-humano (naturaleza y medioambiente) en su lógica destructiva, pero también de las maneras en las que la palabra escrita se ha acercado al país desde una lógica constructiva de la paz, la reconciliación y la no repetición en la que la naturaleza, y todo lo que en ella habita, también sea tomada en cuenta.