Introducción
En América Hispánica, la Independencia fue una época en la cual numerosas mujeres, de diferentes lugares y procedencias, se comprometieron con causas que consideraron justas, aun a costa de perder su tranquilidad o su vida. Asunción Lavrin escribió al respecto: «Las mujeres tuvieron participación en las sublevaciones, conspiraciones y tumultos populares en la época colonial, pero fue durante las guerras de Independencia cuando en toda la América española tuvieron la oportunidad de tomar parte a gran escala en los cambios políticos».1 Debido a la pertinencia de la temática, en la his toriografía colombiana varios autores han estudiado la contribución femenina en ese periodo, enfatizando en algunas biografías de mujeres calificadas como heroínas, entre ellas: Antonia Santos, Mercedes Abrego, Mercedes Nieto2 o Policarpa Salavarrieta, la figura que mayor atención atrae entre los estudiosos, quienes la consideran la principal heroína del país; destacan sus orígenes, sus acciones políticas, su va lentía, inteligencia, juventud y belleza.3
Otros autores4 reivindican a cuatro heroínas republicanas residentes en Pasto: Andrea Velasco, Luisa Figueroa, Domitila Sarasti y Dominga Burbano, quienes fueron apresadas y fusiladas en 1813, tras su intento de liberar a Joaquín Caicedo y Cuero y a Alejandro Macaulay, dirigentes comprometidos con la Independencia. En cambio, las gestas de las mujeres realistas vencidas en la contienda son menos conocidas. En los escritos de Evelyn Cherpak y de Jenny Londoño las acciones de las mujeres independentistas, tuvieran recursos o no, fueron analizadas con mayor profundidad, pero las re alistas son apenas mencionadas.5
Nuevas interpretaciones surgieron del trabajo de Martha Lux, quien, a partir de abundantes fuentes primarias, analizó la activa participación política, social, económica e ideológica de mujeres republicanas y realistas. Lux destacó cómo numerosas damas de ambos bandos procuraron el bienestar de los hombres de su familia y la protección de sus bienes, aunque algunas de ellas lograron sus propósitos usando como argumento la supuesta indefensión femenina. Con todo, la autora cuestiona los estereotipos de sumisión y pasividad que les han sido otorgados a las mujeres. Así mis mo, desmitifica al reducido grupo de heroínas, mostrando que muchas mujeres fueron violentadas y asesinadas por defender su ideología o para amedrentar a la sociedad.6
De otro lado, algunos historiadores han estudiado someramente la postura ideológica de las enclaustradas en la guerra. El franciscano Roberto María Tisnés señaló que, en Santafé de Bogotá, monjas de los cinco conventos citadinos abrazaron las ideas republicanas, influenciadas por sus familias, y que aportaron a esa causa: cartas, rezos y donaciones.7 Pilar Foz y Foz, por su parte, establece que las religiosas de La Enseñanza de Santafé, dedicadas a la educación femenina, desarrollaron una conciencia criolla americana cuyo pensamieno político evolucionó hacia la Independencia, mediadas por su capellán y la élite intelectual, quienes tenían en ese claustro hijas estudiantes y parientes monjas.8 Entretanto, en Popayán, las carmelitas simpatizantes del rey fueron aleccionadas por su capellán con el fin de que defendieran la Independencia.9 En la misma línea, Luis Alberto Ramírez sostiene que las clarisas de Mérida (Venezuela) se dividieron entre realistas y patriotas: las primeras siguieron las directrices del clero y las segundas se adhirieron a las posturas políticas de sus familiares, muchos de ellos militares independentistas. Las realistas, respaldadas por la Iglesia, emigraron a Maracaibo. Esta separación se dio entre 1816 y 1827, cuando acabó el cisma.10
Para los anteriores investigadores, las enclaustradas se alinearon a la postura política asumida por sus familiares o a los sacerdotes de su entorno. Con esa interpretación sesgaron el análisis, pues negaron la posibilidad que tenían las monjas de discernir por ellas mismas qué posición política iba de acuerdo con sus creencias e intereses. En el caso de las conceptas11 pastusas, varios autores como Ezequiel Márquez, Sergio Elías Ortiz, Alfonso Ibarra Revelo, Roberto Botero y José Rafael Sañudo12 describieron sus acciones pro realistas -como guardar armas en el convento y luego entregarlas a los realistas u ocultar a los militantes realistas en el monasterio-, aunque sin explicar las motivaciones de tales decisiones. Años después, en 2009, Lydia Inés Muñoz escribió el primer artículo acerca de la posición realista de las conceptas en Pasto. Muñoz estableció que las monjas, en unión con sus coterráneos, apoyaron al rey y a Dios porque consideraron que defendían una justa causa religiosa, política y social, y que respaldaron ese propósito con los indios de su servicio y sus bienes, asumiendo los riesgos de esos actos.13
En esos años, las religiosas se caracterizaron por su participación política, que consistió en las acciones que emprendieron y las reacciones que asumieron como respuesta a las decisiones de los líderes políticos y a las políticas de gobierno.14 En este caso particular, los lineamientos republicanos que algunos foráneos deseaban implementar en Pasto por la fuerza.
En este contexto, en el artículo se analiza por qué las conceptas de Pasto tomaron una posición política realista al margen de su superior, el sacerdote Aurelio Rosero, defensor de la Independencia. De esta forma, se continúa la interpretación iniciada por Muñoz, profundizando en otras causas sociales y políticas que explican por qué las monjas se inclinaron por esa opción, al tiempo que se destacan los nexos que establecieron con los líderes realistas entre 1822 y 1824, en particular con Agustín Agualongo,15 principal responsable de ese movimiento. Además, se establecen las formas mediante las cuales las monjas se involucraron en la confrontación: por ejemplo, el respaldo político y económico que prestaron a la causa al permitir que mujeres, niñas y realistas se refugiaran en su hacienda de Sandoná en momentos álgidos del combate. Así mismo, el escrito ofrece nuevas interpretaciones a la historiografía de América Latina, en la que poco se ha investigado acerca de las motivaciones políticas y la acción de los monasterios feme ninos durante esta guerra, lo cual se constituye en un tema fundamental para analizar la con tienda desde otras perspectivas.
El texto que sigue se divide en cuatro partes: en la primera se analiza la defensa que hicieron los moradores de Pasto de la justa causa; la segunda trata sobre el proceso político y las monjas; la tercera indaga sobre el actuar de las religiosas, y la cuarta explica el apoyo económico que el monasterio ofreció a los realistas.
La defensa de los moradores de Pasto de la justa causa
San Juan de Pasto, cuya fecha de fundación es discutida y situada entre 1537 y 1539, es una de las ciudades más antiguas de Colombia. Los españoles la poblaron al observar la presencia de nativos, la fertilidad de las tierras, el clima sano y su relativa cercanía a minas aluviales. El Camino Real que unió a Suramérica cruzaba esa zona. La economía colonial giró en torno al agro, las artesanías y a un comercio de mediana importancia, cuyos principales destinos fueron los distritos mineros, la Audiencia de Quito y la Gobernación de Popayán. En Pasto, al igual que en muchas ciudades hispanoamericanas, los miembros de las familias más acomodadas se repartían los cargos públicos del cabildo.16
Durante la Colonia, su jurisdicción estuvo dividida entre Popayán y Quito. La primera ciudad se encargaba de los asuntos económicos, militares y políticos, y la segunda era responsable de los temas judiciales y administrativos; igualmente, todos los religiosos y las monjas de Pasto dependieron tanto del obispo de Quito como de las casas provinciales ubicadas en esa ciudad. La agitación política que a principios del siglo XIX sacudió a España y a sus colonias, pronto se extendió a Pasto. En Quito, en 1809, se es tableció la Junta Suprema, que según sus integrantes presidiría a nombre de Fernando VII, mientras el rey recuperaba la península o venía a gobernar en América. La Junta, mediante una carta, invitó a los pastusos a sumarse a esa iniciativa, pues su propósito era controlar las ricas minas auríferas de la costa Pacífica de la actual Colombia y dominar a Panamá, ambicionada por su localización estratégica.17
Esa misiva la rechazó el cabildo de Pasto. A partir de ese hecho, sus integrantes justificaron su posición política desde la denominada «justa causa», que consistió en defender al rey, a la religión católica, a Dios, a la madre patria y sus derechos.18 Para ellos resultaba inaceptable romper su juramento de fidelidad al monarca. La defensa fue la expresión de la autodeterminación de un pueblo que tenía un proyecto de vida en el contexto de la monarquía y que resistió frente al proyecto liberal-republicano, porque consideró que el nuevo modelo tras tocaba sus costumbres, su economía, sus po sesiones, su manera de ser y su organización social.19 Incumplir con sus arraigados preceptos fue considerado como actos de agravios, deslealtad y deshonra, actitudes que eran rechazadas por la sociedad.20
La élite también buscaba resguardar sus prerrogativas políticas, económicas y sociales, que se manifestaban en el poder que les otorgaba el monopolio de los cargos públicos: teniente de gobernador, alférez real, regidores o miembros del cabildo, alcaldes de primer y segundo voto, entre otros cargos. Algunos de esos fun cionarios pertenecieron a la familia Santacruz, que condujo el realismo local (1809-1816) e, incluso, desde unos años atrás, era la más reconocida del lugar por su liderazgo económico, político y social. Entre 1799 y 1819, doce de sus miembros ocuparon diferentes cargos en el cabildo citadino y en pueblos de indios.21 En menor medida también ejercieron influencia en la provincia de Los Pastos,22 en donde el presbítero Juan de Santacruz era el párroco de Túquerres.23 La familia estaba emparentada con otros linajes destacados en el medio: Delgado, De la Villota, Polo y Segura. Por su parte, don Tomás de Santacruz y Caicedo fue teniente gobernador en 1810 y coronel del ejército del rey entre 1810 y 1814, al tiempo que encabezó la defensa del nexo pastuso con la Corona.
Con respecto a los asuntos económicos, en 1809 el cabildo consideró que la única forma que tenía la Junta Suprema de Quito para adelantar su proyecto político era establecer nuevas rentas, porque los erarios de esa ciudad resultaban insuficientes a la hora de solventar los gastos que planeaba; en aras de cubrir ese déficit, los quiteños echarían mano de «todo el patrimonio de Jesucristo», consistente en la venta o usurpación de los bienes de la Iglesia, intromisión en el patronato, abuso del diezmo y establecimiento de nuevos tributos, lo que provocaría en la población una «intolerable mendicidad».24 Con ese planteamiento, demostraban su preocupación frente a la posibilidad de ser castigados con nuevos im puestos. En el fondo, buscaron defender su estatus económico, que desde 1770 fue afectado por largos veranos y plagas de langostas que ocasionaron una crisis en la agricultura junto a un desabastecimiento de productos, tanto para el consumo local como para el comercio, al tiempo que generaron pobreza entre sus habitantes.25
Desde el inicio de la disputa, los indígenas de los veintiún pueblos de indios que rodeaban a la ciudad, así como los de otras poblaciones cercanas, se involucraron en el conflicto. Según Marcela Echeverri, apoyaron lo que ella denomina el «realismo popular», porque a partir de 1809 diversas autoridades hicieron alianzas con los nativos: a cambio de su respaldo en la confrontación -básicamente sirviendo como cargueros-, las autoridades ofrecieron suprimir el tributo, que era un ingreso importante para las rentas coloniales. Esa posición no fue estática: entre 1815 y 1820, con la llega da a la Nueva Granada del reconquistador Pablo Morillo y el retorno al autoritarismo en España, los indígenas perdieron esos beneficios, porque los caciques, en aras de recuperar su poder frente a la Corona, decidieron que sus comunidades conti nuaran pagando el tributo.26 Los nativos fueron aliados porque sentían que con la Independencia se ponía en riesgo la estructura social y cultural en la cual vivían: los resguardos, las cofradías, los cacicazgos y cierto amparo del rey a través de los protectores de indios. Lo anterior aseguraba su identidad y reproducía su subsistencia material y simbólica como grupo.27 A mediano plazo, sus temores se cumplieron: en la Constitución de 1821 se decretó la disolución de los resguardos y la supresión de tributos.28 Pero esa medida no cubrió a los nativos de Pasto debido a su posición po lítica. Igualmente, la participación de mestizos y blancos pobres fue decisiva en el curso de las confrontaciones, tema que no se ha investigado.
Un factor que agravó las diferencias entre los habitantes de la ciudad y políticos de otras ciudades fueron las cartas agresivas y descalificadoras que mandaron los foráneos. Las propuestas que estos le presentaron al ayuntamiento de Pasto inicialmente eran conciliatorias, pero luego se tornaron violentas y amenazantes, porque la postura de los pastusos frenaba sus objetivos. Algunos de los emisarios fueron la Junta Suprema de Quito (1809); Joaquín Caicedo y Cuero, presidente de la Junta Suprema de Popayán (1811); Alejandro Macaulay, comandante y luego coronel del ejército del Superior Gobierno de la Provincia de Popayán (1812); Antonio Nariño, teniente general y presidente del estado de Cundinamarca (1814), y Simón Bolívar (1823-1824).29 En este contexto, la Junta Suprema de Popayán le escribió al cabildo de Pasto, el 4 de julio de 1812: «La ruina de Pasto ha llegado y esta ciudad infame y criminal va á ser reducida a cenizas».30 Los extraños no crearon las condiciones para entender los argumentos de sus contrincantes, solo querían imponer sus ideas. Aparentemente, para los defensores de la Independencia sus planteamientos eran los únicos válidos. Como ya se estableció, los pastusos se sentían a gusto con los valores, que a su vez eran cuestionados por los defensores de las Juntas o de la Independencia.
En Pasto, las decisiones del cabildo contaron con el apoyo de amplios grupos, como resultado de una identidad regional, un sentido de pertenencia y una lealtad, lo cual le permitió ser el principal actor político y militar entre 1809 y 1822.31 Esas acciones no fueron excepcionales. Para Annick Lempérière los cabildos fueron los actores principales de los acontecimientos políticos.32 Los argumentos que los cabildantes esgrimieron desde 1809 se revelaron con claridad en la misiva que le enviaron a Nariño el 4 de abril de 1814:
Nosotros, en fuerza de los principios santísimos que le compendiamos en nuestro oficio, hemos vivido satisfechos y contentos con nuestras leyes, gobiernos, usos y costumbres.
Por uno y otro extremo hemos padecido violencias, incendios, robos y escándalos y hasta ahora no podemos comprender con qué autoridad se han formado estas revoluciones, pretendiendo por la fuerza, ó sujetarnos ó destruirnos al mismo tiempo que se decanta la libertad.
[...] pero es inevitable, ó defendernos o morir por los sagrados principios que nos conducen.33
Parte de esa situación se debía a que la sociedad pastusa desconfiaba de las nuevas ideas que le resul taban difíciles de comprender. Germán Carrera analizó el caso venezolano, una interpretación que es válida para todas las colonias españolas. Carrera muestra que para la población era más sencillo entender la figura del rey que la de la República: «era un concepto abstracto, difícilmente comprensible para la mayoría de la población. En cambio, el rey era un principio de la vida que no necesitaba ser probado». Además refirió cómo Coro y Maracaibo fueron realistas durante la Independencia, y propuso la siguiente reflexión: «¿Estaban obligados, controlados, políticamente y militarmente, o se trataba en realidad de una sociedad que no se hallaba mal bajo el dominio del Rey?».34
Entre 1809 y 1824, los éxitos militares y políticos que alcanzaron los pastusos se debieron al compromiso resuelto de amplios sectores de la población. La participación femenina fue fundamental: trasportaron armas, municiones y comunicaciones; co cinaron; atendieron a los combatientes heridos; engañaron a los adversarios y animaron a sus familiares. Mujeres de todas las condiciones demostraron valentía y decisión para defender sus valores,35 entre ellas se destacaron las conceptas, quienes, al igual que sus coterráneos, rechazaron los planteamientos republicanos que se intentaron imponer en su ciudad.
El proceso político y las monjas
La presencia de las religiosas en la ciudad era antigua. El Real y Religioso Monasterio de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora, de la Segunda Orden de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, se estableció en Pasto en 1588. Este, que fue el único claustro femenino que se abrió en la ciudad, el tercero que se creó en la actual Colombia y uno de los quince conventos femeninos fundados en este territorio durante la Colonia, surgió como respuesta a las peticiones de los habitantes para que sus hijas pudieran acceder a la vida monacal, y, desde el comienzo, dependió del obispo de Quito.36
En la América colonial las comunidades religiosas femeninas desempeñaron varios papeles, entre ellos: rezaban por sus contemporáneos, intercedían por las almas del purgatorio, organizaban celebraciones religiosas, prestaban dinero, eran propietarias de numerosos bienes inmuebles, educaban a niñas.37 Por esas razones, en sus entornos eran apreciadas y respetadas como per sonas dedicadas a la más elevada forma de vida.
Este monasterio, como muchos otros del continente, tuvo muchos roles sociales: fue el espa cio en el que algunas damas, obedeciendo los dictámenes de sus padres o sacerdotes, o por vocación religiosa, tomaron la decisión de volverse monjas; era el hogar de numerosas mujeres de diversas etnias y condiciones económicas, como expósitas o niñas en estado de indefensión, laicas que vivieron en el claustro -algunas de ellas para escapar de relaciones complicadas- y empleadas domésticas que se ocupaban de diferentes labores. El claustro en menor grado cumplió funciones de control social: lugar de reclusión para esposas «rebeldes» llevadas por sus cónyuges o cárcel femenina.38 También tenía importancia en la vida regional, pues a él ingresaban jovencitas oriundas de otros lugares, como Barbacoas. En 1825, en el claustro habitaban veintinueve mujeres, entre monjas, profesas y novicias, según se registró en el censo de 1825. Entre tanto, la población total de la pro vincia de Pasto era de 27 295 personas.39
En ese medio, los familiares de quienes eran candidatas a ingresar al convento debían cancelar una dote. El valor de esa contribución influyó en el estatus de las religiosas: cuando los parientes cancelaban una dote de mil pesos, ocupaban los cargos de mayor jerarquía y usaban un velo de color negro; mientras que cuando los responsables consignaron quinientos pesos, las enclaustradas cubrían su cabeza con un velo blanco y eran las responsables de los oficios -como panadería o portería-.
En muchas ocasiones, parte de la dote consistió en propiedades rurales. Como consecuencia de esos aportes, con el trascurrir del tiempo, la comunidad se consolidó como una de las primeras terratenientes de la localidad. A comienzos del siglo XIX contaba con cinco propiedades; cuatro en clima frío, contiguas la una de la otra, próximas a la urbe y cercanas al Camino Real. Sus nombres eran Chapal, Panchindo, Botana y Chávez. La quinta hacienda, Sandoná, de clima templado, estaba a 48 km de la ciudad. Otros bienes del claustro fueron: un molino hidráulico de cereales en la ciudad, tiendas para alquilar y aproximadamente 55 censos que ayudaron a establecer.40
De los predios rurales obtuvieron bienes para su subsistencia como: cereales, tubérculos, frutas, ganado en pie para sacrificar, lácteos, miel de caña, lana y leña, entre otros elementos.41 Parte de esos recur sos les sirvieron para cumplir con algunos de los compromisos laborales que tenían con el perso nal que trabajaba en sus propiedades: aproximadamente 80 indios y mayordomos que laboraban en las haciendas, capellán, administrador, molinero, notario del convento, músicos y cerca de 40 criadas que les servían en el claustro.42
En esos años, debido a la producción de las fincas, al alto número de indios que trabajaba en ellas y a los ingresos que recibían de los censos, la importancia del monasterio en la economía local era innegable.43 Por otro lado, en la población, ante la ausencia de establecimientos de instruc ción femenina, las religiosas se encontraron entre las mujeres más estudiadas de su entorno, ya que para profesar debían saber leer, escribir, rezar en latín y elaborar obras manuales.44 Las anteriores características contribuyeron a que las enclaustradas tuvieran un estatus social y económico alto dentro de su territorio y a que gozaran del respeto de sus coetáneos.
Pasando al plano político, la defensa de las conceptas a la Santa Causa se manifestó desde los primeros años del proceso. En septiembre de 1811, Pasto estaba rodeado de enemigos: al sur, se encontraban las tropas quiteñas dirigidas por Pedro Montúfar y Feliciano Checa, que representaban a la Junta Suprema de Quito, y, al norte, se hallaban los hombres al mando de Joaquín Caicedo y Cuero. El 16 de septiembre de 1811, tras deliberar acerca de la situación en un cabildo abierto, el ayuntamiento de Pasto capituló pues no tenía alternativa.45 Esa acción no frenó a los quiteños que, el 22 de ese mes, saquearon la ciudad y cometieron muchos desafueros. Luego, ingresaron los hombres dirigidos por Caicedo y Cuero y los del sur se retiraron.46
El 8 de octubre, Caicedo y Cuero animó a un puñado de pastusos republicanos a declarar la autonomía mediante el Acta de Independencia de Pasto. Así, controlaron la ciudad hasta mayo de 1812.47 En ese grupo hubo algunos sacerdotes como Aurelio Rosero, capellán de las concep tas y posteriormente capellán de las tropas de Caicedo, José Paz y Burbano y José Palacios.48 El intento fue pasajero, pues la iniciativa política no se ganó la voluntad de sus coterráneos. En mayo de 1812, los realistas, encabezados por el militar Ramón Zambrano y el sacerdote Pedro José Sañudo, reorganizaron a los antiguos combatientes, quienes con ayuda de los moradores de El Patía vencieron a los republicanos; Caicedo y Cuero fue apresado.49
En esa derrota, las religiosas jugaron un papel decisivo. De hecho, los miembros del cabildo des tacaron su actuación: «porque en las calles se fueron proveyendo los nuestros de cartuchos y fusiles que habían tenido ocultos, habiéndoles proveído de uno en uno aún las religiosas del Monasterio de Conceptas de esta ciudad».50 En julio de 1812, dos meses después de la retoma de la ciudad, los patriotas de Popayán instruye ron al coronel comandante Alejandro Macaulay para liberar a Caicedo y Cuero, junto con los oficiales prisioneros, y recuperar las armas.
Con respecto a las concepcionistas le ordenaron: «El Gobierno tiene entendido que el Convento de Monjas ha tomado una parte activa en la insurrección y mal ejemplo, en lugar de servir de estímulo á la virtud. Si así fuere, se pondrá de acuerdo con el Reverendo Obispo de Quito para remitir allá á todas las monjas, destruyen do esa casa de desedificación».51
El párrafo muestra cómo las acciones de las religiosas fueron conocidas fuera de su ámbito, así como la posición intransigente de los payaneses contra ellas; a Macaulay no le ordenaron usar las palabras sino la fuerza, expulsarlas a Quito y acabar con el convento para que dejara de arrastrar a la población con su supuesto mal ejemplo. Esas recomendaciones se incumplieron, porque el cabildo de Pasto acordó con Macaulay entregar a Caicedo y Cuero, además de las tropas, a cambio de que los foráneos re gresaran a Popayán. Pero los dos dirigentes contravinieron lo pactado: en su intento de continuar a Quito, fueron apresados y fusilados el 26 de enero de 1813.
Ese compromiso pro realista que asumieron las monjas resultó nítido en los apartes de una carta escrita por la abadesa Manuela de la Concepción el 13 de junio de 1813:
[...] que a más de haber estado nosotros dirigiendo insesantemente nuestras tibias oraciones al Dios de los Ejércitos por la prosperidad de las reales armas; y de haber padecido muchas vejaciones y maltra tos, por haber hablado siempre a favor de la Santa Causa granjearnos toda la indignación del prelado a más de todo esto son notorias y constantes los servicios que hizo este Monasterio para que entrasen triunfantemente la expedición de Patía a esta ciudad,52 auxiliándolos con los indios de nuestras fincas, con fusiles, pólvoras y demás pertrechos que teníamos ocultos, socorriéndolos igualmente con cuantos comestibles se pudo para que tomasen esfuerzo las tropas.53
Del párrafo anterior se concluye que para las enclaustradas era justo luchar a favor del rey, ya que estaban convencidas de la bondad y de la probidad de la Santa Causa. Sin embargo, por su postura política fueron víctimas de diversas agresiones proferidas por varios religiosos, entre ellos su capellán Rosero, decidido defensor de la República, quien luego fue designado vicario de la ciudad. A pesar de la presión de los sacerdotes -en el contexto de una sociedad patriarcal-, las monjas se mantuvieron fieles a sus ideas.
Esa actuación de las enclaustradas marcó su activa posición a lo largo de la guerra de Independen cia; se convirtieron en importantes actores políticos, demostrando a la comunidad local y foránea su firme defensa de los valores hispánicos y católicos. Además de rezar a favor de la causa, establecieron varios precedentes: apoyaron a los rebeldes con ayuda de los indígenas de sus haciendas, a quienes autorizaron para que partici paran en combates; ofrecieron los productos que se daban en sus propiedades; permitieron que sus aliados escondieran armas y municiones en el monasterio, amparadas en la condición de inviolabilidad del recinto y creyendo que este no sería allanado por los militares. La céntrica ubicación del convento en el costado suroriental de la Pla za Mayor, les permitió a los milicianos guarecerse en caso de peligro. Igualmente, la vecindad de la institución con El Ejido facilitó la huida de los insurrectos cuando las fuerzas enemigas los acechaban. Con esos procederes, las religiosas adquirieron una bien ganada fama de rebeldes entre los militares.
El periodo trascurrido entre 1814 y 1821 fue de relativo sosiego para los pastusos, pues algunos de esos años correspondieron a la Reconquista, política española que consistió en reprimir violentamente a los líderes de la Independencia, cuyos principales núcleos eran Cartagena y Santafé de Bogotá. Entretanto, según la perspectiva de las autoridades españolas, los triunfos obtenidos por los pastusos fueron reconocidos por ellas: uno, cuando se impusieron a los quiteños (1809). Dos, cuando vencieron, apresaron y cumplieron las órdenes dadas en Quito -ciudad que desde enero de 1812 nuevamente se encontraba bajo la dirección de autoridades hispánicas-, de condenar a muerte a Caycedo y Cuero y a Macaulay (1813). Tres, en el momento del encarcelamiento de Nariño, presidente de Cundinamarca (1814-1815), pues esto despertó admiración entre los partidarios de España por la ciudad. Sus moradores fueron exaltados y recibieron cartas de congratulación.54 A su vez, el cabildo valoró la participación de las monjas, pues fortalecían la causa realista y su ayuda era estimada.55
La aparente paz que vivieron Pasto y sus alrededores se perturbó a partir del 7 de agosto de 1819, cuando las tropas a favor de la monarquía perdieron la batalla de Boyacá. La derrota condujo al establecimiento de la República de Colombia (1819-1830). Después de la contienda, algunos comandantes y militares españoles buscaron refugio en Pasto. El 7 de abril de 1822 los destacamentos pro ibéricos, comandados por Basilio García, se enfrentaron con los republicanos que encabezaba Bolívar en la batalla de Bomboná, próxima a Sandoná, en donde no hubo un ganador contundente. Pocas semanas después del combate, el venezolano envió una capitulación que el cabildo tuvo que aceptar al enterarse del éxito que lograron los ejércitos republicanos en la batalla de Pichincha, el 24 de mayo de 1822. Al caer Quito en manos de los independentistas y siendo Pasto realista, sus habitantes sabían que se enfrentaban solos a los ejércitos de la campaña del sur. Fue así como la élite local firmó la capitulación en junio de 1822 y aceptó la nueva autoridad.56 El sacerdote Rosero era uno de los clérigos que respaldó a Bolívar, quien le devolvió la confianza designándolo entre los integrantes para elegir a los nuevos funcionarios pastusos de la naciente República.57
Entre tanto, muchos de sus moradores y los nativos que vivían en la ciudad o en sitios cercanos rechazaron la capitulación y decidieron continuar defendiendo la Santa Causa. Para Armando Montenegro, las acciones de las guerrillas pastusas independentistas se asemejan a la violencia que vivió Colombia entre 1962 y 2002 -fecha en que se publicó el libro-, situación que ha sido catalogada como «la au tonomía», «la inercia», o la «rutinización» del crimen, lo que para los investigadores signi fica que la violencia se nutre de la propia violencia.58 Según el autor, nativos y mestizos continuaron la lucha a favor del realismo con la misma resolución que demostraron al inicio de los enfrentamientos, al tiempo que señala que fue la propia dinámica de la confrontación la que generó sentimientos de venganza y resentimiento. Así, cuando los ediles capitularon, en 1822, los militantes no estaban ni vencidos ni disminuidos, a lo cual se agrega que entre los combatientes hubo una sensación de invulnerabilidad porque no resultaron derrotados en el curso de la guerra.59
En este contexto, nuevamente se demostró el compromiso de las religiosas con los valores ibéricos. En los párrafos siguientes se hará énfasis únicamente en la participación de la comunidad: la rebelión contra el sistema republicano la inició el coronel español Benito Boves y pocas semanas después, entre octubre de 1822 y ju nio de 1824, la lideró Agualongo; ese alzamiento fue rechazado por ciertos pastusos, algunos integrantes del clero y autoridades municipales. Bolívar desaprobó ese desacato y envió a va rios de sus mejores oficiales para recuperar la zona. En esos meses cruciales la ciudad fue tomada y retomada por los dos bandos. Desde el comienzo de la contraofensiva, las consagradas desempeñaron un papel preponderante, pues, de acuerdo con Ortiz, conservaban sus sentimientos monárquicos: «aunque los hombres estuviesen cansados de luchar las mujeres no lo estaban: [...] las señoras de calidad y las monjas continuaban auxiliando con víveres y dinero a los milicianos».60 Esa postura se reflejó en diferentes actos, como se explicará a continuación.
El 24 de diciembre de 1822, fecha conocida en la historiografía local como «La Nochebuena Negra», las tropas dirigidas por Antonio José de Sucre invadieron Pasto y protagonizaron un com bate contra los hombres de Agualongo; durante tres días saquearon la ciudad y a lo largo de nueve días las zonas rurales próximas, exceptuando el convento femenino. En el enfrentamiento, los republicanos se percataron de que les disparaban desde ese monasterio, por lo que un veterano for zó las puertas del edificio e ingresó, aunque una religiosa le cerró el paso.61 Otros militares intentaron violar la clausura, pero la presencia de sacerdotes evitó que ingresaran al recinto en donde se encontraban escondidos los grandes custodios del nexo con España: Agualongo, Estanislao Merchancano, Juan José Polo y Joaquín Enríquez.62
La complicidad de damas de diferentes clases sociales con los insurgentes fue un asunto que molestó a los republicanos, porque obstaculizaba su proyecto. El militar Bartolomé Salom, quien en abril de 1823 reemplazó a Sucre en la jefatura de los departamentos del sur, le escribió a Bolívar comentándole sobre las conceptas que fo mentaban la rebelión, acerca de las espías y de las conductoras de las comunicaciones.63 Bolívar le respondió en una carta fechada el 22 de julio de 1823 desde Quito: «Que las monjas queden to das en su convento, sea cual fuere su opinión».64 Ordenaba dejarlas en paz porque intentaba pre venir problemas mayores si adelantaban el des tierro de las religiosas. No obstante, hubo otras pastusas realistas que no corrieron con la misma suerte: fueron expulsadas a Quito y, posteriormente, en julio de 1824, enviadas a Cuenca. Sus nombres eran María Mercedes Bravo, María Catalina Aux, María Zambrano, María Antonia Rosero y Ascensión Rosero.65
En febrero de 1824, durante tres días, se presentaron combates entre los bandos de Agualongo y Juan José Flores, militar de los ejércitos del sur que remplazó a Salom, hasta que los realistas se dispersaron porque se quedaron sin armas y sin municiones; únicamente continuó luchando un grupo dirigido por Agualongo y sus principales hombres, quienes combatieron desde el claustro femenino. Entre el 6 y el 7 el recinto estuvo sitiado por Flores, quien amenazaba con tomarlo a la fuerza si no se entregaban los rebeldes. Rosero medió entre los combatientes y, entretanto, Agualongo abandonó el refugio en compañía de sus seguidores. El enfrentamiento fue sangriento, y quedaron numerosos muertos y heridos de ambos lados. Además, cerca de doscien tos pastusos resultaron prisioneros, entre ellos, el comandante Nicolás López y el capitán Ramón Astorquiza, quienes fueron fusilados en la Plaza Mayor mientras sus familiares y militantes eran obligados a presenciar el acto.66
A partir del segundo trimestre de 1824, la suerte dejó de acompañar a los militantes de Pasto y sobrevinieron un par de hechos que le pusieron fin al movimiento: la derrota en Barbacoas y el apresamiento y ejecución de Agualongo en julio de 1824. Para las conceptas que apostaron por el triunfo de los realistas como sus aliadas, esto debió ser difícil de aceptar, puesto que se apagó la última esperan za en la defensa de sus convicciones.
El actuar de las monjas
Las monjas abrazaron el realismo porque consideraban que las ideas de la Junta de Quito y, luego, las republicanas, eran ateas, lo que las tocaba profundamente en su fuero interior, porque ellas optaron por consagrarse a Dios, y los independentistas, al atacar al creador, amenazaban su vocación y su estilo de vida. El régimen republicano representaba para ellas un mundo desconocido, lleno de incertidumbre, y las religiosas deseaban preservar sus viejas costumbres, pues estas les daban confianza. En 1809, cuando los cabildantes se refirieron a la preocupación por nuevos impuestos y por la pérdida de sus tierras, no se mencionaron los bienes de las conceptas, sin embargo, en ese contexto se infiere que temieron perderlos, dado que estos les aseguraban los re cursos para conservar su calidad de vida.67
La estratégica ubicación del convento, el cual se hallaba en el costado oriental de la Plaza Mayor, a menos de media cuadra de la casa del Cabildo, les permitió a las damas seguir los acontecimientos y escuchar a los bandos del gobierno informar a la población acerca de la evolución de los hechos políticos. A lo que se agrega que el claustro tenía un mirador; desde ese lugar, fueron testigos privilegiadas de los enfrentamientos o las ejecuciones que se cumplieron en la Plaza Mayor por parte de los militares foráneos cuando ocupaban su población.
La posición de las religiosas difirió notablemente de la asumida por algunas caucanas de prestigio que respaldaron las ideas libertarias. Para Alonso Valencia Llano, las mujeres de la élite estaban mejor preparadas que las de los otros sectores sociales para entender los cambios que se proponían lograr sus parientes, debido a su participación en conversaciones privadas y tertulias; porque la educación que recibían les permitía leer los diversos documentos impresos que circulaban y la correspondencia privada, y porque comprendían las propuestas que fundamentaban el nuevo proyecto político.68
En otras regiones se presentaron situaciones diferentes a la ocurrida entre la élite caucana: algunas heroínas de la Independencia colombianas pertenecieron a sectores populares.69 En cambio, ciertas conceptas eran integrantes de reconocidas familias pastusas: varias descendientes de la familia de los Santacruz ingresaron al convento. Don José Pedro Santacruz era el encargado de cancelar la dote de la religiosa Santa Rosa de San Juan, quien fue abadesa; don Mariano Santacruz respondió por las obligaciones de Mercedes de San José y don Francisco Santacruz pagó los gastos de la monja María de la Encarnación.70 Entretanto, dos hijas del capitán realista Nicolás Chávez pertenecieron a la comunidad: Valentina de San Ignacio y María de San Nicolás.
Las demostraciones de autonomía de las religiosas eran conocidas en la ciudad desde 1812. Tal actitud se reafirmó una vez más en un sonado caso protagonizado en 1820 por varias enclaustradas, como Francisca de San Vicente y Valentina de San Ignacio, cuando, en público y verbalmente, rechazaron con violencia que algunos sacerdotes -entre ellos, el vicario Rosero (1819-1828)- azotaran a una de sus criadas por que la encontraron en la calle. Según se concluye, los religiosos estaban en desacuerdo con que las empleadas salieran del claustro, porque estas llevaban y traían mensajes. Para las monjas, esto constituía una intromisión en la administración de su convento,71 pero su descontento contra Rosero también se debía a que era su enemigo político y un defensor de las ideas republicanas.
Con todo, el nexo político de las religiosas con el cabildo llegó a su fin a medida que el proceso independentista avanzaba. El 8 de junio de 1822, el día en que el cabildo inició el armisticio, una monja gritó desde la ventana del convento: «Abajo los insurgentes».72 Insurgentes eran los defensores de la Independencia. Aunque la élite capituló, como se explicó en párrafos anteriores, las enclaustradas perseveraron en la defensa de los valores de la «justa causa». Para sostener su posición continuaron apoyando a una persona de poco poder social como Agualongo, respaldado por indígenas, mestizos, religiosos y algunos personajes de prestigio.
En estos años de guerra, las religiosas demostraron su preocupación por otros grupos de la sociedad. Ante el temor de la inminente presencia de tropas foráneas y del estallido de combates, algunas mujeres y niñas se refugiaron en el convento. Esto ocurrió en la violenta toma de la ciudad en la Navidad de 1822. Semanas después, el 7 de febrero de 1823, el vicario mandó salir a las seglares, quienes le solicitaron que les permitiera quedarse un tiempo más hasta que pudieran arreglar las puertas de sus moradas, las cuales habían sido destrozadas por los combatientes.73
De la misma manera, muchas personas, ante la posibilidad de saqueos a sus residencias, op taron por encargar sus bienes a religiosas conocidas, quienes los depositaron en sus celdas. Así, por ejemplo, el sacerdote Casimiro de la Barrera le solicitó a María Rosa de San Joaquín que le guardara sus trastos.74 Sin embargo, frente a los excesos de los combatientes, el recinto no fue inviolable como se creyó. En plena contraofensiva, un oficial republicano de apellido Ramírez lo saqueó.75 Igualmente, en mayo de 1823, Agualongo, con algunos de sus hombres, entre ellos Joaquín Enríquez, José Gregorio Sarria, el español Juan Peña y el venezolano Juan Gallardo, sustrajeron del claus tro dos cargas de ropa de Castilla -nombre que recibieron en la Colonia las telas oriundas de Europa- pertenecientes al payanés don José Rafael Arboleda.76 Con esa acción, los pastusos abusaron de la confianza que les dieron sus protectoras y las pusieron en una situación in cómoda frente a Arboleda.
De los actos referenciados se desprende que, en las épocas más álgidas del conflicto, la vida privada del convento fue tensa. En pos de la defensa de sus creencias, las monjas lo usaron con fines políticos e incluso militares, amparadas en la supuesta inviolabilidad de la clausura, lo que provocó muchas dificultades: el riesgo de tener militares acechando en las tapias del convento; la intromisión durante días de militantes pastusos dentro de su claustro, porque aunque estuviesen alejados de la clausura, su presencia y la satisfacción de sus necesidades alteraba las rutinas, y, finalmente, su vulnerabilidad, pues integrantes de los dos bandos saquearon bienes que eran de su propiedad o que habían sido encomendados a su cuidado.
Respaldo económico
El recrudecimiento de la guerra entre 1822 y 1824 dejó numerosos daños materiales en Pasto y en las zonas rurales cercanas, como resultado de las acciones de militares colombianos, insurgentes de la zona, soldados realistas derrotados en varios lugares que deambulaban por el territorio, nativos y algunos delincuentes; muchos aprovecharon la inestabilidad, la violencia política reinante y la falta de autoridad y justicia para delinquir.77 De hecho, la ubicación de las haciendas del monasterio, próximas al Camino Real, influyó para que se convirtieran en uno de los blancos favoritos de los actores del conflicto, pues allí se «abastecían» de bienes. Ahora bien, aunque en esos lugares sin duda se sintió la crudeza de la guerra -hubo saqueo y malos tratos a los indígenas-, no hay datos de muertos.
El sacerdote José Paz y Burbano, administrador de temporalidades78 del Monasterio, rindió un informe en abril de 1825 que comprendía des de septiembre de 1822 hasta febrero de 1825,79 periodo clave en el proceso de insurgencia y pacificación de la ciudad. En él, daba cuenta de los constantes saqueos de los que fueron objeto esas propiedades, tanto por parte de los combatientes pastusos, a quienes se les llamó en la época «tropas bochinches» o simplemente «bochinches», como de los militares republicanos denominados «tropas de la patria», «tropas de Colombia», «tropas de Sucre», «tropas de Mires» o «soldados de la República». Otros grupos sin propósitos políticos también se aprovecharon de esos recursos; ellos fueron: los indios de Catambuco y sus vecinos de Pueblo Negro, bandoleros y ladrones.80
En el documento, el religioso detalló las numerosas apropiaciones de bienes lideradas, principalmente, por las tropas republicanas y los milicianos de Pasto, entre 1822 y 1824. A pesar de que no hay una secuencia cronológica de los hechos, se describieron los daños que sufrió cada propiedad, se señaló a los respon sables de los mismos y se hicieron observaciones sobre las distintas pérdidas. A partir de ese informe se identifica el difícil momento que atravesaban las religiosas y todos los que dependían de ellas, puesto que sus cosechas y animales fueron robados por los acto res del conflicto. Los responsables de ambos bandos no quisieron o no pudieron controlar a sus hombres, porque necesitaban con urgencia de esos recursos para sostenerse. El saqueo era considerado como un premio para los militares y, en ocasiones, respondía a la demanda y a las exigencias hechas por los superiores en lo referente al envío de animales y alimentos destinados a los batallones republicanos. Se llevaban todo lo que podían, por ejemplo: herramienta agrícola, hierba para alimentar a sus caballos o tusas para cocinar.81
Paz y Burbano, como muchos religiosos del clero local, estaba en desacuerdo con las acciones emprendidas por sus coterráneos. Aparentemente no se mostró partidario de ningún bando y, aunque criticó los excesos de los distintos implicados, trató como «beneméritos» a Sucre y a Salom. Tampoco tuvo reparos en decir que «en diciembre de este mes [14 diciembre de 1823] comensó la destrucción de la ciudad, por la guerra que dentró el Señor General Mires,82 y no ubo ombre con ombre, ni oficio con oficio, y el molino se destruyo».83
En esas circunstancias, el auxilio de las conceptas a los realistas fue total cuando les permitieron establecerse en Sandoná y disponer de sus bienes para su manutención. La religiosa María Teresa de Santa Rita fue una de las abanderadas de esa iniciativa:
[...] que todo quedo arruinado por los vandidos de Pasto, en todo el tiempo que se mantuvieron en la expresada Hacienda de Sandoná, manteniendose con solo frutos y ganados por orden que de las mismas monjas, y en principal de la María Teresa de Santa Rita; asi consta por declaracion que vajo de la religion del juramento tiene echa, el mayordomo Manuel Diaz [...].84
En la cita queda en evidencia el desafecto de Paz y Burbano hacia los combatientes realistas, a quienes siempre trató de bandidos. Por otro lado, el documento cuestiona la idea generalizada de que los realistas pastusos se amparaban en sus residencias rurales tras los enfrentamientos,85 ya que en sus pueblos tenían varios limitantes: eran pequeños, sus vecinos los conocían y su cercanía a Pasto los convertía en refugios inseguros. Los combatientes de origen urbano no podían esconderse en la ciudad, puesto que resultaba un espacio reducido para ocultarse y podían ser víctimas de delaciones. De esta manera, Sandoná fue un cobijo que proporcionó mayor resguardo, ya que su ubicación en las riberas del río Guáitara -entre el río Patía y el altiplano de Túquerres e Ipiales- era estratégica, lo cual les facilitaba el control del territorio en el norte y el sur, además de la movilización por la región. No obstante, su estancia en ese lugar fue transitoria: no solo los militantes pastusos usaron la propiedad y abusaron de ella, también los republicanos la ocuparon y saquearon.86 Cabe anotar, sin embargo, que no se ha podido establecer cuándo y por qué salieron los milicianos realistas y en qué momento entraron los independentistas.
Varios de los «robos» que el sacerdote denunció como actos de los bochincheros fueron acciones aprobadas por las religiosas, en particular en Sandoná, entonces no siempre se les puede rotular como saqueos. Agualongo, por ejemplo, contaba con la autorización de las monjas para llevarse ganado destinado a sus militantes. En estas circunstancias, ciertos militares no estaban cometiendo un delito, sino aprovechando un beneficio. Su subalterno, Carlos Calvache, escribió y firmó: «Resibi de mano del señor Manuel Dias [mayordomo de la hacienda Sandoná] seys reses para la tropa de orden del Comandante General Don Agustín Agualongo para que conste lo firmo en Chaguayco,87 22 de febrero de 1824».88 Este recibo muestra que las monjas o Agualongo intentaron ejercer cierto control sobre algunos bienes que los re alistas se llevaron para sostenerse. Además, se infiere que hubo un acuerdo entre las religio sas, su mayordomo y militantes realistas.
De hecho, se sabe que Agualongo intentó proteger los bienes del claustro de la rapiña de los soldados de la Campaña del Sur y de la delincuencia común. El 26 de febrero de 1824, mandó a sus hombres a que llevaran a Chaguarbamba89 los víveres para el miércoles de ceniza, los cuales debían ir divididos para que el cargamento resultara menos llamativo. Finalmente, el comandante confió en que sus órdenes se cumplirían. El escrito da cuenta de la inseguridad de la época, ya que incluso el supremo guía solicitó que se tomaran las precauciones necesarias para que la remesa llegara satisfactoriamente a su destino:
En el momento que vea usted esta orden, pondrá en el campo de Chaguarbamba la remeza que debía ir para ceniza90 á las Monjas, que será de 30 cargas de toda especie de viveres; debiendo presisar a los arrendadores para que los carguen y las sacará aunque sea en partidas de diez en diez. Espero no haya lugar á otra cosa. Tanguana91 febrero 26 de 1824. Agualongo.92
La complejidad del conflicto provocó que, por presiones externas o por necesidad, algunas religiosas ofrecieran obsequios a militares republicanos: la otrora rebelde Manuela de la Concepción mandó a preparar conservas para Flores, y la vicaria Rosa de Jesús dio un novillo al general Salom.93 Igualmente, tres enclaustradas salieron de su encierro para servirle a Salom como mensajeras de una misiva que mandó a Agualongo, comunicación que este último rechazó.94
Las conceptas les ofrecieron a sus aliados una ayuda fundamental, que les permitió sostenerse duran te veintidós meses batallando contra los republicanos, ya que en los últimos años de confrontación no hubo en la ciudad ni en sus alrededores personas con una voluntad política y una solvencia económica equivalentes a las del claustro. La gente temió las represiones del nuevo régimen o creyó que no tenía sentido seguir luchando. En abril de 1825, derrotada y en plena postguerra, la abadesa Rosa de Jesús recibió el dinero obtenido por las moliendas de trigo y cambió al mayordomo de la hacienda de Panchindo. A Paz y Burbano le desagradaron esas decisiones que se tomaron sin tenerlo en cuenta:95 aunque la superiora estaba vencida políticamente demostraba la autoridad que aún detentaba.
Conclusiones
En la Colonia, las conceptas gozaron de poder social y económico, y en los años de Independencia detentaron uno más: el político. Durante la confrontación procedieron con coraje y temeridad en un contexto público violento. Esto confirmó lo que escribió Bolívar acerca de las pastusas en julio de 1823: «[… ] las mujeres mismas son peligrosísimas».96 Las religiosas como colectivo fueron «peligrosísimas», porque con los recursos que tenían desafiaron a militares como Caycedo y Cuero, Sucre, Salom y Flores, entre otros.
Su autonomía contrastaba con lo que se esperaba de las mujeres en ese momento. Según la tradición jurídica y social heredada del judeo- cristianismo y de España, las mujeres debían someterse a sus padres, esposos o hijos, y eso mismo ocurría al interior de los claustros.97 Du rante un tiempo, las conceptas no fueron la ex cepción: dependieron del mitrado quiteño, y, en Pasto, obedecieron al vicario local, aunque desconocieron esas costumbres rebelándose contra los foráneos y, desde los primeros años de Independencia, contra su «superior», lo que estaba en franca oposición a lo que se creía que debían ser las damas del siglo XIX: personas pasivas, dependientes de las decisiones de los hombres de las familias e incapaces de asumir el mane jo de sus vidas y de sus intereses. No obstante, la obediencia de las monjas a sus superiores tenía numerosas excepciones: el sacerdote Ángel Martínez mencionó en el siglo XVIII muchos y complejos casos de claustros en América Hispánica en donde las religiosas rechazaron las órdenes de obispos que, según ellas, atentaban contra sus derechos.98
Las monjas, por su condición religiosa, se libraron de una violencia descarnada. Su actuar político, como el de los republicanos, tuvo límites: aunque demostraron mucha resolución, no hay indicios de que hayan combatido o escrito proclamas. Entretanto, los militares, aunque consideraron la posibilidad de trasladarlas a Ecuador, no lo hicieron, ni tampoco asaltaron el claustro a la fuerza. Se infiere que temieron las graves consecuencias que podía provocar esa medida en un territorio que tanto les costaba pacificar.
En cambio, para otras comunidades masculinas en Colombia y de ambos sexos en Perú la situación fue más compleja: Bolívar, necesitado de recursos para cumplir con sus promesas republicanas, expropió bienes de los monasterios y suprimió algunos conventos masculinos para conseguir rentas y obtener sedes con el fin de crear instituciones que suplieran a las católicas en sus tareas caritativas y educativas.99 De forma abrupta concluía, entonces, un antiguo pacto colonial entre religiosos y autoridades.
Para cerrar, cabe destacar que este artículo, desde las categorías de política y de género, intentó, por un lado, aportar a una línea de investigación poco tratada en Colombia, el actuar político de los claustros femeninos durante la Independencia, y, por otro, contribuir a complementar la historia de las mujeres pastusas; una historia en la que muchas hicieron parte de la resistencia frente a las propuestas republicanas.