En un estudio reciente, el antropólogo David Graeber elabora una historia de la evolución del dinero durante los últimos cinco milenios, en la que se alternan etapas donde rigió el dinero crédito y en las que estuvo vigente un patrón metálico (Graeber, 2012)1. Esa historia, didáctica y clarificadora, difiere de la visión convencional (un recorrido lineal del trueque al crédito), revela una trayectoria no lineal, de ida y vuelta, susceptible de invertirse2.
Las investigaciones de antropólogos, asiriólogos, arqueólogos y estudiosos de disciplinas afines sobre las instituciones que han regulado la interacción social en diversas etapas históricas ayudan a entender el dinero como relación social. Sus hallazgos cuestionan la circularidad eterna de la fábula del trueque, que junta elucubraciones lógicas basadas en un raciocinio individual etnocéntrico que llevan a ver mercados organizados donde no existían mi existen las instituciones necesarias para su formación (Polanyi, 1976b). Como advirtió George Dalton (1976), la aplicación de las categorías economicistas del capitalismo a otras formas de organización de la economía oscurece diferencias esenciales en su funcionamiento3, algo que ocurre con el papel del dinero, como se muestra en este artículo.
Hay poca interacción entre economistas y miembros de otras disciplinas, especialmente en el campo de la historia monetaria, y pocos economistas han estudiado el origen del dinero para entender su naturaleza y sus funciones. Este trabajo reaviva la controversia del Methodenstreit en la que, entre otras cosas, se enfrentaron dos visiones sobre el origen del dinero y pareció quedar cerrada con el triunfo de la visión mengeriana-metalista sobre el análisis histórico e interdisciplinario4. En la primera sección se muestra la fragilidad de la visión metalista.
Las huellas de la organización de la economía en Mesopotamia y el Antiguo Egipto son la base para retomar la controversia entre metalismo y cartalismo en la segunda sección, donde se señalan algunos vestigios del origen del dinero como deuda, y los cambios en la estructura social necesarios para hacer posible la creación de un estándar o unidad de cuenta. Además, se discuten las condiciones en que surge el trueque a partir de la función primordial del dinero como unidad de cuenta, y no como medio de intercambio, una función secundaria cuyo origen fueron las tablas de valor establecidas por una autoridad central.
En la tercera sección se cuestiona la visión del Estado y del mercado como instituciones enfrentadas. Muestra que el dinero-crédito es una relación social entre agentes económicos y entre ellos y una autoridad central que respalda su circulación debido a su potestad para imponer obligaciones. Y que esta es la clave para entender el papel del Estado moderno y su lugar en la jerarquía de la pirámide monetaria. En la última sección se presentan algunas reflexiones sobre los principales elementos de la teoría cartalista, y algunas implicaciones políticas de la teoría monetaria moderna.
LA ERRÓNEA CONCEPCIÓN METALISTA DEL DINERO
El enfoque metalista se basa en ciertas características de los metales preciosos para argumentar que fueron adoptados de manera no planificada por individuos racionales en el contexto del intercambio5. En esa óptica, el dinero es una innovación espontánea que ayuda a superar las dificultades de la doble coincidencia de deseos, y constituye el mito fundacional de nuestro sistema de relaciones económicas. Cabe discrepar de esta visión. Como observó Marx (1989), el pescador y el cazador en los que Adam Smith basó su análisis de la evolución de la organización social (el cual es el origen de la concepción del dinero-mercancía como innovación técnica que surge de la división del trabajo) son figuras ficticias de la sociedad utópica que el filósofo escocés imaginaba. En esa sociedad, que alcanzó su cénit en el siglo XIX, muchos autores interpretaron las instituciones según su concepción de la naturaleza humana, no como producto de la historia.6 Así despojaron al individuo de todo lazo social, so pretexto de la racionalidad universal atemporal del comportamiento económico, y concibieron la realidad como un orden estético fácil de modelar formalmente.
La llegada de la edad moderna contribuyó a mistificar las propiedades naturales del oro y la plata como equivalente general aunque esta mistificación se remonta a épocas muy anteriores. Al parecer, la discusión de la conmensurabilidad de Aristóteles (1988) originó la confusión sobre el dinero que dio lugar al fetichismo de los metales preciosos y condicionó la visión del dinero de los primeros economistas. Una confusión que aún persiste.
La creencia en el valor intrínseco de las monedas basado en el metal en que se acuñan reapareció durante la transición de las monarquías a los estados nación que nacieron con el capitalismo (Tymoigne y Wray, 2006). La desconfianza en la solvencia de los soberanos y en las mismas monedas, debido a la degradación del metal en que se acuñaban, siempre impulsó la búsqueda de una medida estable del valor. En 1252, en la Baja Edad Media, la República de Florencia acuñó la primera moneda de oro, que luego fue protagónica en el comercio europeo: el florín7. La limitación draconiana del volumen de moneda en circulación para mantener su paridad con otras monedas, pese a las vastas deudas de guerra y a estar en plena decadencia, llevó a que los florentinos fueran prisioneros de su propia disciplina monetaria. Paradójicamente, como señaló el historiador Carlo Cipolla (1994), tal rigidez monetaria acabó por reforzar el mito del buen gobierno de la moneda toscana, símbolo de su potencial mercantil. Más adelante, ya entrado el siglo XVI, los autores escolásticos asociarían vagamente la afluencia de oro y plata de América a las variaciones de los precios de las mercancías; y la dinamización del comercio en los imperios europeos, fruto de este descubrimiento, llevaría a los mercantilistas a equiparar la prosperidad con la disponibilidad de metales preciosos.
Todo ello llevó a la formulación de la teoría cuantitativa del dinero que, con matices, es la visión predominante desde finales del siglo XVIII8, y mantiene el legado del patrón dinero-mercancía o enfoque metalista, pese a que ya hace bastante tiempo se pasó a una nueva etapa, la del dinero crédito o, como sostenemos en este artículo, de "dinero cartalista".
La revolución de los precios y la prudencia monetaria de Florencia para mantener la alineación de las monedas metálicas propiciaron una concepción idólatra de los metales como dinero, en su sociedad y en su época. Esta concepción se ha transmitido a quienes, observando el valor puramente convencional del dinero, reclaman un patrón metálico, considerando que la escasez natural de metales preciosos impone un límite forzoso a la creación de dinero, es decir a los defensores del dinero restrictivo como medio para mantener una moneda fuerte y estable. Un punto de vista que Joseph Schumpeter (2012) llamó "metalismo práctico".
Los defensores del enfoque metalista se remontan a la decadencia del Imperio romano para ilustrar su tesis: la inflación provocada por el gasto del gobierno y el envilecimiento de la moneda ocasionaron dicha decadencia. Michael Hudson (2003) propone otra interpretación, que la atribuye a la deflación de la deuda y a las expropiaciones forzosas9. Debido a la brecha entre el crecimiento del crédito y la capacidad de pago de la población, esta fue despojada del medio que le servía para saldar sus obligaciones, y, para ganarse el sustento, muchos propietarios de tierras solo podían sobrevivir como mercenarios, por la presión del marco institucional imperial de carácter extractivo. La retribución de los mercenarios no provenía del ingreso generado por un excedente interno, sino por la distribución del botín de guerra obtenido en los territorios conquistados. Así, con un mercado interno destruido, el "complejo militarista-acuñador-esclavista" solo podía durar lo que durara la expansión del imperio (ibíd.).
Mientras que la historiografía convencional comienza con la acuñación de moneda, el enfoque cartalista explora la historia en busca de respuestas, sin recurrir a mitos y conjeturas ad hoc. Si bien no se sabe con exactitud cuando surgió el dinero, los vestigios de los primeros escritos muestran que apareció como un registro de las deudas en los templos y palacios de los antiguos imperios de Oriente Próximo hacia el tercer milenio a.C., unos dos milenios antes de la acuñación de las primeras monedas (Graeber 2012).
Estos hallazgos refutan empíricamente una noción que ya parecía inconsistente: que los intercambios bilaterales dan lugar a un precio único, el cual habilita a una mercancía para servir como equivalente general. Como señala Geoffrey Ingham (2004), la falta de una doble coincidencia y la existencia de diferentes gustos y preferencias llevan a que un centenar de bienes genere unas 5.000 relaciones de cambio. De modo que el proceso de intercambio no puede producir la medida del valor, sino que esta es anterior al intercambio multilateral. En suma, el dinero como unidad de cuenta es, por obvias razones, anterior al mercado10.
Con base en la evidencia histórica, sostenemos que el dinero está asociado al desarrollo de un sistema de jerarquías y obligaciones sociales, y que no es una mera innovación técnica para hacer más eficientes los intercambios. No es un simple lubricante de los mercados, como sostienen los metalistas. Como dice Georgios Papadopoulos (2013), el sistema de valoración resultante de este enfoque alternativo es un patrón de valor abstracto, creada por la cultura y las instituciones, relacionadas constitutivamente con las necesidades económicas. A priori, esta diferencia puede parecer trivial pero, metodológicamente, es crucial.
LA FUNCIÓN PRIMARIA DEL DINERO: UNIDAD DE CUENTA
Para entender cómo sea crea una unidad de cuenta es preciso entender el contexto en el que se estandarizan las deudas. En las sociedades tribales no era necesario un medio de cambio ni un numerario, pues prevalecía el principio de reciprocidad, propio de una comunidad primitiva en la que el bienestar de los miembros dependía de la producción colectiva a la que contribuían.
Stephanie Bell y John F. Henry (2001) muestran que en las sociedades tribales la noción de deuda, institucionalizada por el sistema wergeld11, no implicaba la existencia de dinero. Esta práctica consistía en un pago, acordado comunitariamente, que debía hacer quien infringía algún daño a la víctima o a su familia para evitar una posible venganza (Wray, 1998). El pago se determinaba habitualmente considerando los objetos que poseía el infractor o que pudiese obtener de sus parientes; así cada deuda dependía del transgresor. El "dinero primitivo" (un término inadecuado) no se usaba para comprar ni vender. Su función no era agilizar el intercambio; era pacificar (evitar el "ojo por ojo"), reorganizar, crear o conservar las relaciones entre personas, concertar matrimonios o conseguir seguidores; todo ello excepto facilitar el comercio (Graeber, 2012).
Si bien el wergeld puede haber sido el origen de la noción de deuda, es objetable que sea el origen del dinero. Como la compensación era bilateral, entre las partes involucradas, no había razones para normalizar los pagos por compensación. Con base en códigos legales germánicos y sajones de los siglos IX y XIII que aún se conservan, Mark S. Peacock (2003) muestra que las ofensas contra las personas llegaron a ser vistas como delitos contra el reino. Con ello se extendieron las indemnizaciones para restituir "la paz del rey", los que llevó a estandarizar las reparaciones en metálico para administrar la justicia. Los códigos mencionados son de la era post-romana, posteriores a la existencia de una unidad de cuenta y puesto que el wergeld es anterior a tales, se conjetura que fueron la primera forma de unidad de cuenta abstracta.
Por otra parte, la naturaleza del dinero depende de prácticas complejas que incluyen la existencia de una relación de dominancia entre clases. A este respecto, el metalismo sostiene que el dinero surgió en un entorno de igualdad entre los participantes en el intercambio, mientras que el enfoque cartalista plantea que la existencia de dinero exige una brecha social entre quienes pueden imponer obligaciones y quienes deben atenderlas (Semenova y Wray, 2015). De modo que en la evolución histórica hubo un proceso que alteró los lazos de reciprocidad y, así, un segmento de la sociedad tribal pudo llegar a ejercer el usufructo de la propiedad productiva, que antes estaba en manos de la comunidad.
Henry (2004) analiza la importancia de la religión en el proceso en el que un grupo de la comunidad acabó controlando el flujo del excedente. En las sociedades tribales había creencias generalizadas sobre la muerte, y practicaban la magia como una relación con sus antepasados, que habitaban en el mundo de los espíritus, el cual era parte de la naturaleza; y era un deber cumplir las obligaciones sociales mediante la comunicación con el resto de la tribu. Como señala Henry en su análisis del surgimiento del dinero en el Antiguo Egipto, eso llevó a que los "ingenieros hidráulicos" del Nilo (que acaparaban el conocimiento técnico) se convirtieran en sacerdotes y el faraón, en mediador entre los vivos y los muertos. Para que se aceptara esa estructura social desigual, las viejas formas de relación debían parecer intactas. En las teocracias de la antigüedad, los rituales de ofrenda de sacrificios a las deidades escenificaban esa ficción igualitaria (Semenova, 2011)12.
En la nueva organización social, en la que un grupo controlaba y administraba los recursos de la comunidad, el excedente económico se recogía en forma de impuestos, que luego redistribuían los sacerdotes entre los órdenes burocráticos, artesanos, y trabajadores de los proyectos religiosos e hidráulicos. Henry muestra que dichas distribución requería un sistema de contabilidad y una unidad de cuenta: el deben. El deben no tenía un valor intrínseco ni una relación de valor con un objeto específico. Era una unidad arbitraria con un peso determinado que permanecería invariable, inicialmente 92 gramos de trigo, luego de cobre, y, en el periodo helenístico, de oro y plata.
La primera civilización que dio el paso de una sociedad basada en relaciones de reciprocidad a una economía de redistribución fue la de Mesopotamia, hacia el tercer milenio a.C. Fue en los templos y palacios sumerios donde se inventó la contabilidad para mantener registros y planificar a largo plazo (Mederos y Lamberg, 2004)13. La escala y la especialización de las actividades económicas requerían un sistema integrado de pesos, medidas y equivalencias de precios para hacer el seguimiento de los cultivos y de la producción de otras materias primas. Así como para calcular y programar el flujo de rentas, créditos e intereses. Según Michael Hudson (2004a, 2004b), ese fue el origen del dinero usado para fines generales y de la primera unidad de cuenta estandarizada en el peso de la plata, miles de años antes de que se acuñara la primera moneda.
La creación del siclo de plata, con un valor equivalente al consumo mensual de cebada, convirtió a este metal en medida estándar del valor y en medio de pago de los precios públicos y las obligaciones. Y se adoptó en las transacciones de la comunidad, fuera de las instituciones públicas. La plata debía su estatus a la función que desempeñaba en los templos y palacios, quizá por ser el medio principal para hacer las donaciones religiosas. Y se convirtió en el vehículo de pago preferido por los comerciantes para liquidar los saldos adeudados en los templos.
Los templos y palacios mesopotámicos requerían un estándar para fijar el precio de las raciones y materias primas que entregaban a sus trabajadores, y de los productos que entregaban a los comerciantes, quienes proporcionaban al templo los materiales que no obtenían en sus propias tierras. Los asiriólogos han revelado que los registros cuneiformes clasificaban a los trabajadores por categorías y contabilizaban las raciones de alimentos se necesitaban para producir textiles, ladrillos, construir obras públicas o excavar canales. Mediante el suministro de estos productos a los comerciantes y la cesión de tierra a los aparceros, los templos actuaban como acreedores y rentistas. Para que tal organización centralizada produjera excedentes sistemáticos, los administradores fijaban plazos de entrega, según las características del cultivo, la época de siembra y de cosecha, sus rendimientos, la renta de la tierra y los precios que pagaban a los comerciantes, que saldaban al regreso de sus viajes (Hudson, 2004a).
En Mesopotamia había mercados, pues existía intercambio local y a larga distancia. Pero la distribución y el sistema de precios no operaban según el principio de oferta y demanda. No existía el dinero-crédito moderno, pues estaban ausentes al menos tres elementos esenciales: no había depósitos bancarios, las tablillas de arcilla que registraban las transferencias no eran canjeables14, y no existía la noción de déficits gubernamentales (Wray, 1999).
En suma, el dinero era un medio para expresar y pagar las obligaciones con la autoridad, es decir, una unidad de cuenta que hizo posible pagar las deudas e intercambiar los bienes conforme a los precios administrados por esas instituciones, que tenían listas de productos básicos que se podían utilizar para pagar las deudas. La existencia de este patrón de valor abstracto sería la condición principal para que los mercados operaran con base en créditos y débitos, y precios como forma de equivalencia (Polanyi, 1976b, pp.177-178; 1976a)15.
El carácter del dinero como unidad de cuenta se hizo evidente tras la disociación entre dinero de cuenta y medio de pago, provocada por la desintegración del imperio romano, un periodo en el que la acuñación de monedas alcanzó un punto sin parangón en otros momentos de la historia, hasta el siglo XIX. Es cierto que en la Europa medieval fragmentada existía una moneta immaginaria o moneda fantasma, que no era otra cosa que una unidad de cuenta. Conocida como libra en todo el continente, la moneta immaginaria funcionó como medida del valor para determinar los derechos económicos, las deudas y los intercambios (Wray, 2012).
Como explica Geoffrey Ingham (2000), esta disociación entre dinero de cuenta y medio de pago creó las condiciones para la aparición del dinero privado de comerciantes y banqueros, a partir de la letra de cambio. Ingham señala que aún faltaba un ingrediente esencial para que el crédito de los comerciantes-banqueros se aceptara como medio de pago fuera de las redes de comerciantes: que los nuevos Estados acogieran el uso de estos giros bancarios. Esto ocurriría por primera vez en las ciudades-estado italianas16, aunque el desarrollo institucional fundamental fue la fundación del Banco de Inglaterra, que monetizó las deudas de guerra en forma de préstamos al gobierno, a cambio del monopolio de crear dinero-crédito.
En definitiva, la despersonalización legal y la negociabilidad de la deuda requieren que el Estado sea partícipe en este sistema de dinero-crédito. Abordamos esta innovación institucional en la siguiente sección, donde argumentamos que la condición suficiente para aceptar el crédito privado es la existencia de una relación a tres bandas en la que la autoridad monetaria central ocupa el escalafón más alto de la jerarquía.
UNA VISIÓN HOLÍSTICA DEL DINERO
Hemos mostrado que el dinero es fundamentalmente una medida abstracta de valor, una unidad de cuenta. El dinero fue creado con el fin de redimir deudas, mucho antes de la acuñación de monedas. Si bien el dinero se origina como un crédito, es necesario entender de qué manera las deudas multilaterales contabilizadas en libros se convirtieron en créditos negociables, es decir, en la creación de dinero a través de préstamos bancarios. La transferencia de las deudas y la creación de una jerarquía que las aceptara fueron cruciales en el desarrollo del dinero como crédito, en una forma de circulante. Y la aceptación de títulos de deuda privada como medio de pago fue determinante para el avance del capitalismo, como argumenta Ingham (2004). Esta aceptación la hizo posible una novedad institucional propia de esta época: la integración del endeudamiento estatal y los préstamos bancarios. El dinero de cuenta y el vínculo crédito-deuda son las relaciones institucionales claves de la economía capitalista17.
En el apogeo del patrón oro, Mitchell Innes (1913, 1914) advirtió, a contracorriente, que el valor de un crédito no dependía de su respaldo en oro, plata u otro metal, que no representaba su valor subyacente y que no era medible por un estándar tangible. Igual que las medidas de longitud, tiempo o peso, la medida del valor abstracto es una convención social, que en este caso denota una deuda no una cualidad natural de algo material. Aunque como dinero se utilizara un sistema basado en mercancías (ganado, cuero, metales o papel), su valor no provenía de la mercancía aceptada como dinero, pues constituía una promesa de pago.
Si el dinero representa una promesa de pago, como sostenemos, su creación no es limitada, pues la capacidad de estas promesas para convertirse en dinero solo depende de su aceptación, de extender su carácter original a relación de deuda bilateral. La condición para que estas promesas se conviertan en dinero es que las instituciones y las personas acepten mantenerlas, que circulen por el sistema, y así se generalice su función de medio de pago y por tanto, de depósito de valor.
De acuerdo con Hyman Minsky (2008), hay una jerarquía de pasivos que describe el nivel de aceptación de las deudas emitidas por los diversos agentes (gráfica 1). La cual se puede representar por una pirámide de cuatro niveles, que reflejan la posición de las deudas de los hogares, las empresas, los bancos y el banco central. Los pasivos que emite el banco central no son más que la deuda del Estado. El gobierno estampa sobre piezas de oro o de papel un sello que ratifica su promesa de que las aceptará para pagar impuestos. Las personas que pagan impuestos deben buscar a los titulares de lo que el gobierno reconoce como deuda suya, y adquirirlo con venta de un producto o servicio. Cuando entregan al gobierno sus piezas selladas cancelan esta deuda.
El hecho de reconocer que el emisor debe aceptar sus propios pagarés permite integrar la teoría del crédito de Innes y la teoría del dinero estatal de Georg Knapp (1924).18 Como los pagos entre bancos se hacen con dinero del banco central, dan a las promesas del banco una alta liquidez, como si fuesen promesas de deuda del Estado (en última instancia lo son) (Bell, 2001). El Estado debe respaldar, implícita o explícitamente, los pasivos o deudas bancarias, y es el último garante de la liquidez de estas deudas a través de su banco central, lo que implica que los bancos son tan solventes que nadie pide que les sean reembolsadas. La aceptación general de las promesas del Estado y de la banca privada, les confiere valor por su utilidad para saldar las obligaciones impuestas por la autoridad que ejerce un poder soberano mediante la coacción. La deuda privada emitida por los bancos podría ser aceptada para liquidar operaciones, pero la prerrogativa del Estado para declarar qué es dinero es lo que convierte la deuda del banco en dinero. La unidad de cuenta, o dinero de cuenta, es elegida legítimamente por el Estado, más allá de las leyes de curso legal (Wray, 2000). Aunque el dinero no sea emitido por el Estado, es siempre deuda del Estado, e incluye todo lo que acepta para cancelar las obligaciones de los agentes.
Los primeros bancos centrales se crearon para dar apoyo financiero al gobierno, pero su posición en el vértice de la pirámide (gráfica 1) los capacitó para actuar como prestamistas de última estancia, proporcionando reservas sin límite, resolvió en parte el problema de provisión de liquidez, la cual es vital en una economía monetaria de producción (Wray, 2012)19.
Además de reconocer el papel esencial del Estado en la actividad bancaria, que da estabilidad al sistema de pagos, la teoría cartalista apoya la tesis de la endogeneidad de la oferta de dinero, sustento de la demanda efectiva de la producción futura que crearán los agentes que han recibido créditos bancarios.
La demanda de préstamos determina el tamaño del crédito bancario, de modo que no hay una oferta monetaria fija establecida por la cantidad de algún metal precioso o unas restricciones de reservas impuestas por la autoridad monetaria, so pena de generar una crisis por falta de liquidez. La clave para prevenir la inestabilidad es que la autoridad monetaria asuma su función como prestamista de última instancia, una innovación que fue gradual y ayuda a superar las restricciones financieras a las que está sometido el crecimiento del sector real. Así, del monopolio para crear billetes respaldados por oro se pasa a un sistema de reservas fraccional20, donde la responsabilidad del banco central como prestamista de última instancia suprime la exogeneidad defacto21.
A pesar de este desarrollo institucional, se mantienen algunas prácticas asociadas al patrón oro que generan restricciones operativas, las cuales mencionamos en la última sección. Aquí señalamos dos cuestiones que parecen obvias. Primera, un Estado no puede quedarse sin reservas del dinero fiduciario que él mismo puede crear y respaldar estableciendo impuestos a los agentes privados en su ámbito de soberanía. Segunda, la clave del crecimiento económico en el capitalismo es la financiación del déficit de al menos un sector de la economía, un papel que ha cumplido el Estado en varias épocas; cuando no lo ha cumplido se han formado burbujas especulativas (Lau y Smithin, 2002).
Como señalan Parguez y Seccareccia (2000), las transacciones entre compradores y vendedores en una economía monetaria se realizan a través de la deuda de un tercer agente, la cual funciona como dinero. La aceptación de la deuda bancaria como forma de pago depende del respaldo del Estado, y este, a su vez, de su capacidad para imponer el pago de impuestos en lo que representa su deuda. En una primera fase, se emiten deudas para que las empresas privadas inicien el proceso de producción con los créditos concedidos por los bancos emisores. En una segunda fase, cuando las empresas reembolsan el crédito tras la venta de bienes y servicios, se cancela o destruye la deuda.
La descripción de la jerarquía de deudas en la óptica del circuito monetario nos alerta sobre un tema controvertido, la función del Estado moderno como proveedor de bienes y servicios públicos: el Estado debe gastar o prestar antes de recaudar (Bougrinne y Seccareccia, 2006). No puede recaudarlos a menos que haya dinero preexistente en circulación. La introducción de una nueva moneda en los territorios colonizados de África sirve para que Mathew Forstater (2005) muestre que el Estado gasta primero y que el poder de los impuestos obliga a aceptar esta moneda e impulsa los mercados privados, al obligarlos a saldar esa deuda con la autoridad ofreciendo bienes y servicios a cambio de aquello que esta acepta para redimirla. Conforme a este autor, el pago de impuestos en moneda europea fue crucial para monetizar las economías africanas y difundir el trabajo asalariado. Dos elementos aseguraron su efectividad: las fuertes sanciones por incumplimiento, como la confiscación del ganado o la quema de las cabañas de los morosos; y la fijación de salarios bajos con respecto a la carga tributaria, pues si no hubiese sido así los nativos solo habrían trabajado lo suficiente para pagar sus obligaciones tributarias.
Contra la idea convencional de que los impuestos financian los gastos del gobierno, el cartalismo propone una dirección inversa: el Estado primero gasta y luego recauda. Sostiene, entonces, que la función principal de los impuestos es garantizar que la unidad monetaria emitida por el gobierno se pueda exigir a cambio de cualquier bien o servicio. Para inducir al sector privado a vender al gobierno, el Estado impone a la población una obligación tributaria que debe saldar en su moneda. La población, presionada por la necesidad de pagar esa obligación, vende al gobierno a cambio de dicha moneda. Así, la moneda es de un crédito fiscal a la población, que impulsa la transferencia de bienes y servicios del sector privado al sector público, y así crea las condiciones para el desarrollo de los mercados privados (Tcherneva, 2002). La neutralidad del dinero es, por tanto, fácilmente refutable.
REFLEXIONES FINALES
La principal contribución cartalista es concebir la el dinero como una creación del Estado y de la existencia de un crédito fiscal para saldar una deuda. Es decir, la concepción del dinero como una unidad de cuenta establecida por una autoridad para codificar las obligaciones, bien sea en sociedades primitivas o en estados-nación modernos. Lo cual va más allá de la acuñación de moneda y precede a la creación de los mercados, como muestran los registros de deudas unos tres milenios antes, que se administraban mediante listas de precios elaboradas para estandarizar los pagos y que acabaron dando lugar a los intercambios de mercado.
El cartalismo puede explicar por qué se han utilizado como dinero algunos objetos sin valor intrínseco aparente: palos de madera, tablillas de arcilla o de papel, y también metales preciosos (Tcherneva, 2006). La autoridad no solo regula qué cosa es dinero y las medidas de cuenta, sino que también utiliza (y ha utilizado) los impuestos para lanzar nuevas monedas, y asegurar que los individuos transfieran recursos reales, obligándolos a pagar esos impuestos. Así, la autoridad puede emplear el dinero como mecanismo de redistribución (Tcherneva, 2016).
Las particularidades del registro histórico que esbozamos se sintetizan en el cuadro 1, el cual contrasta las visiones cartalista y metalista de los aspectos del dinero que hemos analizado. Desde la perspectiva cartalista, el metalismo no es un planteamiento opuesto que compite para explicar el fenómeno del origen del dinero, sino una fase de desarrollo del dinero en la que es conveniente usar un patrón metálico para establecer una unidad de cuenta estable en una época de guerras e inestabilidad política22.
Una de las principales conclusiones este contraste es la falsa oposición entre Estado y mercado. La autoridad cumple un papel clave en la creación de excedentes, pues establece un patrón de valor en el que se fijan los precios de mercado y se transfiere el crédito privado, que al ser aceptado de manera general se convierte en dinero defacto, sin recurrir a disposiciones legales.
Los autores cartalistas han acuñado la noción de Tax-driven money, que alude al poder del Estado u otra autoridad para fijar un impuesto que se debe pagar en su propia moneda, lo que es suficiente para crearle demanda y darle valor. Aunque novedosa, esta visión no pude ser ignorada ni tachada de heterodoxa. Mathew Forstater (2006) muestra que muy diversos autores se han referido al funcionamiento de una moneda impulsada por impuestos, en ciertas condiciones institucionales, como Adam Smith, Jean Baptiste Say, Karl Marx, John Stuart Mill, William Jevons y James Tobin. Esto no significa que entendieran el dinero de la misma manera que los cartalistas. El mero reconocimiento de que es imperativo que el dinero sea aceptado no es suficiente para deducir todas las implicaciones y conclusiones lógicas del enfoque cartalista. Entre los cartalistas incluimos a John Maynard Keynes y a Abba Lerner, quien fue un gran economista. Keynes (2009) y Lerner (1947) adoptaron el enfoque que aquí presentamos, en el que prima la función del dinero como unidad de cuenta, con todas sus implicaciones, e hicieron suyas la teoría del dinero del Estado de Georg Knapp y la teoría del crédito de Mitchell Innes, como suelen hacer los cartalistas.
El enfoque cartalista, que se ha difundido en las dos últimas décadas, ha llevado a reconsiderar el dinero, el endeudamiento público y la función de los bancos centrales; sobre sus cimientos se levanta la teoría monetaria moderna (TMM)23. Esta teoría, que amplía la visión postkeynesiana institucional, analiza las opciones de política fiscal y monetaria disponibles para un gobierno monetariamente soberano o no, concibiendo la soberanía monetaria como el poder de emitir una moneda propia y dejarla flotar (Wray, 2014).
Las tesis de la TMM chocan con el saber convencional, pues sustituyen la política económica tradicional, basada en el equilibrio fiscal y en la independencia del banco central para controlar la inflación, por lo que Lerner llamó Hacienda Funcional. Esta implica que los Estados que tienen un control soberano de sus monedas no enfrentan restricciones financieras operativas, ni están obligados a endeudarse ni a recaudar impuestos para cubrir sus gastos.
No obstante, las autoridades monetarias aún siguen normas propias del patrón oro anacrónico. Georgios Papadopoulos (2009) denomina "encapsulación ceremonial" a esta situación, que mantiene los arreglos institucionales preexistentes ignorando la evolución institucional del dinero. Al adoptar el enfoque cartalista del dinero y todas sus implicaciones, la TMM crea una poderosa caja de herramientas para lograr el pleno empleo y la estabilidad de precios. Al devolver a los Estados el control de la política fiscal y monetaria, estos pueden "conseguir que la cuantía del gasto no sea ni demasiado pequeña (como para acabar generando desempleo), ni demasiado grande (como para producir inflación)" (Lerner, 1957). Este enfoque se aleja sustancialmente de la austeridad fiscal que las autoridades monetarias hoy exigen a los gobiernos. Ese es el tema de debate, y el reto que debemos enfrentar.