Introducción
1En estas ilustraciones, publicadas en septiembre del 2001, el caricaturista sudafricano Zapiro capta con una impresionante claridad y precisión las geografías imperiales contemporáneas. Vista en retrospectiva, la imagen de Bush y Sharon pavoneándose en el espacio sirve de recordatorio escalofriante de la ira desatada en la Conferencia Mundial Contra el Racismo (WCAR)2, que se llevó a cabo en Durban con el patrocinio de la ONU la semana previa al 11 de septiembre del 2001. El 3 de septiembre, Estados Unidos e Israel abandonaron la conferencia en protesta por las críticas hechas a Israel, entre ellas, algunos documentos de la conferencia que hacían referencia a una nueva forma de apartheid. Un mes antes, Colin Powell había amenazado con un posible boicot estadounidense a la WCAR si los organizadores no eliminaban las referencias al sionismo como racismo y a la esclavitud como crimen de lesa humanidad, con las respectivas demandas de reparación. El abandono de la conferencia fue visto por muchos como una conveniente estrategia usada por Estados Unidos para evitar enfrentamientos relacionados con la injusticia racial en sus múltiples manifestaciones. Recuerdo vívidamente varias de las conversaciones telefónicas que sostuve con colegas en Sudáfrica el domingo 9 de septiembre, en las que comentaron la ira incandescente hacia Estados Unidos e Israel que había consumido a la conferencia de Durban.
Ilustración 1, Ilustración 2, Ilustración 3.
Yuxtaponga, si lo desea, las “geografías de la ira” retratadas brillantemente por Zapiro con otro conjunto de imágenes globales producidas por Thomas P. M. Barnett, profesor de análisis de guerra en la Escuela de Guerra Naval en Newport, Rhode Island, asesor del Departamento de Defensa de Donald Rumsfeld, y autor del “Nuevo mapa del Pentágono” (Esquire, marzo del 2003) y de un libro posterior con el mismo título (Barnett 2004). El mundo, según Barnett, se divide entre un centro funcional y la brecha no-integrada, con una serie de Estados costura que “yacen a lo largo de las sangrientas fronteras de la brecha”, entre ellos México, Brasil, Sudáfrica, Marruecos, Argelia, Grecia, Turquía, Pakistán, Tailandia, Malasia, Filipinas e Indonesia (figura 1).
Esta es la lógica de lo que Roberts, Secor y Sparke (2003) llaman la geopolítica neoliberal de Barnett:
Muéstrenme en dónde la globalización es fuerte en conectividad, transacciones financieras, flujos de medios de comunicación liberales y seguridad colectiva, y yo les señalaré regiones con Gobiernos estables, calidad de vida en ascenso y más muertes por suicidio que por asesinatos. A estas partes del mundo las llamo el Centro Funcional o Centro.Pero muéstrenme en donde se está debilitando la globalización o simplemente no existe y les señalaré regiones plagadas de regímenes políticos represivos, pobreza y enfermedad generalizada, asesinatos masivos y, lo más importante, conflictos crónicos que incuban la próxima generación de terroristas. A estas partes del mundo las llamo la Brecha no-Integrada o Brecha. (2003, 2)
Barnett continúa declarando que:
En muchos sentidos, el ataque del 11 de septiembre le hizo un gran favor al establecimiento de la seguridad nacional de los Estados Unidos, pues lo obligó a ir de la planificación abstracta de guerras futuras de alta tecnología en contra de “pares cercanos” al aquí-y-ahora de las amenazas del orden global. Al hacerlo se realzaron las líneas que dividen el centro de la brecha y, más importante aún, se hizo visible la naturaleza amenazante del entorno. (10)
En resumen, “la desconexión define el peligro” y, como nos aclara Barnett en otra cita: “el potencial de un país de garantizar una respuesta militar estadounidense está inversamente relacionado con su conectividad globalizada” (Barnett 2003, 5). La brecha no-integrada debería, literalmente, ser bombardeada para que adopte la democracia liberal occidental y el capitalismo de mercado. Tan directa, notable y profética es la caricatura de Zapiro del 28 de septiembre del 2001, que uno se pregunta si acaso él tuvo acceso privilegiado a las salvajes cartografías del Pentágono.
En un reciente y brillante libro, Matthew Sparke (2005) destaca la importancia de comprender cómo el resurgimiento del imperialismo opera junto con la globalización neoliberal y con las representaciones de un mundo plano y descentrado y un “espacio de flujos”. De hecho, observa que Thomas Friedman (1999) y Michael Hardt y Antonio Negri (2000) usan imágenes muy similares de un espacio global aplanado, un imaginario que no solo minimiza la dominación estadounidense, sino que propicia parcialmente las mismas asimetrías que oculta. Hay resonancias importantes, señala Sparke, entre estas representaciones del espacio y aquellas de los líderes estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. En American Empire, Neil Smith muestra que estos líderes veían en su imperio poscolonial “la quintaesencia de la victoria liberal sobre la geografía” y que “en la visión globalista, ese desarraigo de la geografía generó una amplia autojustificación ideológica del imperio americano” (Smith 2003, xvii). Un rasgo distintivo de la coyuntura actual es que la guerra en Irak, por ejemplo, fue legitimada por funcionarios del Pentágono en completa congruencia con un proyecto neoliberal (y, por lo tanto, supuestamente no-imperial) de conexión por redes y de una integración más completa del mundo (Roberts, Secor y Sparke 2003)3.
Sin lugar a dudas, desde hace tiempo los geógrafos han sido cómplices de los proyectos imperiales. Sin embargo, una concepción del espacio (o del espacio-tiempo) y de la escala como asuntos producidos activamente en prácticas cotidianas que son materiales y simbólicas a la vez, puede proporcionar una perspectiva crítica de vital importancia para iluminar el ejercicio del poder imperial. Tal concepción también es crucial para el proyecto, estrechamente relacionado, de replantear críticamente los estudios de área. Con esta afirmación general no estoy buscando delimitar y realzar un terreno disciplinario ocupado por un pequeño grupo de geógrafos. De hecho, algunos de los usos más brillantes de concepciones críticas sobre la espacialidad, que tienen una relevancia directa para repensar los estudios de área, han venido de más allá de la geografía.
Por ejemplo, el antropólogo Fernando Coronil retoma la insistencia de Lefebvre ([1974] 1991) sobre la importancia de un tema relativamente descuidado en los escritos de Marx: su explicación de la “fórmula trinitaria” en el tercer volumen de El capital, que incluye la mercantilización de la tierra/naturaleza, junto con el trabajo y el capital:
Una perspectiva que reconozca la dialéctica triádica entre el trabajo, el capital y la tierra llevaría a una mejor comprensión de los procesos económicos, culturales y políticos implícitos en la constitución mutua de Europa y sus colonias, procesos que continúan definiendo la relación entre los Estados poscoloniales e imperiales. Esto ayuda a especificar las operaciones mediante las cuales las colonias europeas, primero en América y luego en África y Asia, proveyeron los recursos culturales y materiales con los que se dio forma a Europa misma como el estándar de la humanidad: la portadora de una religión, una razón y una civilización superior y encarnada en los seres europeos. (Coronil 2000, 357; véase también Coronil 1996)
Coronil está buscando hacer por Lefebvre lo que Stoler (1995) hizo por Foucault: desplazar la atención de un enfoque predominantemente europeo hacia los procesos, las prácticas y las formas de poder que se constituyen mutuamente y a través de las cuales las metrópolis y las (pos)colonias se hacen y rehacen las unas a las otras4. Este enfoque también deja claro cómo las conexiones coloniales nos permiten explicar lo que aquellos como Thomas Barnett interpretan como desconexión en el presente neocolonial/neoliberal.
Como he sugerido en otro lugar (Hart 2004), al retomar los conceptos de Lefebvre sobre la espacialidad, Coronil logra llevar el debate poscolonial más allá de la crítica de Chakrabarty (2000) al historicismo que confina a las sociedades “no occidentales” a la sala de espera de la narración lineal de la historia. Al impugnar narrativas teleológicas, Chakrabarty propone “dos historias del capital” mediante las cuales diversas formas de pertenencia humana (historia 2) constantemente modifican e interrumpen la fuerza totalizadora de la lógica del capital (historia 1), pero nunca son subsumidas por él: “el capital es un compromiso provisional compuesto por la historia 1 modificada por la historia 2 de alguien” (Chakrabarty 2008, 109). Los límites de este tipo de formulaciones, y de las nociones neoweberianas sobre múltiples capitalismos y modernidades alternativas (Gaonkar 2001), se deben a su supresión de los procesos de interconexión. Lo que resulta tan importante de las concepciones críticas de la espacialidad es, precisamente, su insistencia en la comprensión relacional de la producción del espacio y de la escala, y de la inseparabilidad del significado y la práctica. De este modo, proporcionan los mecanismos para enfrentar las trayectorias divergentes, pero cada vez más interconectadas, del cambio socioespacial que son constitutivas de los procesos de globalización.
Mi propósito en este artículo es contribuir, con dos argumentos relacionados, al replanteamiento crítico de los estudios de área de cara al momento de peligro en el que nos encontramos. En un nivel metodológico amplio, quiero subrayar la importancia de la etnografía crítica y de las estrategias asociadas a lo que llamo la comparación relacional. Tales etnografías no son relatos de variaciones locales o ejemplos de un proceso global. Tampoco son estudios de caso sobre los impactos de la globalización, el imperialismo o cualquier otro conjunto de fuerzas inexorables y predeterminadas. Mucho menos representan simplemente métodos para la producción detallada de más conocimientos sobre un área. Por el contrario, las etnografías críticas ofrecen ventajas para generar nuevas formas de entendimiento al arrojar luces sobre procesos de constitución, conexión y desconexión -que están cargados de poder- junto con deslizamientos, aperturas, contradicciones y posibles alianzas dentro y entre diferentes escalas espaciales. La etnografía crítica y la comparación relacional tienen estrechas afinidades políticas y analíticas con el proyecto de etnografía global del sociólogo Michael Burawoy (2000). Sin embargo, lo que quiero plantear es cómo un uso explícito de concepciones críticas de la espacialidad podría ampliar y enriquecer la etnografía global.
Concretamente, en mi investigación etnográfica me baso en dos lugares de Sudáfrica que están muy conectados con Asia del Este, para participar en discusiones recientes sobre lo que Marx llamó “la denominada acumulación primitiva”5. En un libro importante, pero poco reconocido, titulado The Invention of Capitalism (2000), Michael Perelman llama la atención sobre una profunda tensión en la crítica de Marx a Smith y a otros economistas políticos clásicos. Por un lado, Marx insistió en en un relato fundamentado históricamente (y geográficamente) en el cual la conquista colonial, el saqueo y la esclavitud en África, Asia y las Américas fueron centrales para la acumulación primitiva clásica inglesa, que él tomó como el centro de su propio relato histórico. No obstante, el enfoque analítico en el primer volumen de El capital fue la compulsión silenciosa de las relaciones económicas más que los métodos crudos de la acumulación primitiva: “Marx no quería que sus lectores concluyeran que los males de la sociedad eran el resultado de acciones injustas no relacionadas con los males de una sociedad de mercado” (Perelman 2000, 30). Hay una vital distinción, nos recuerda Perelman, entre la acumulación primitiva construida como un evento que puede relegarse a un pasado precapitalista, por oposición a un proceso continuo. Según Perelman, esta última concepción obliga a prestar atención a las relaciones basadas en las diferencias de género y en las condiciones del trabajo no asalariado -lo que Mitchell, Marston y Katz (2003) llaman el trabajo para la vida- por medio de las cuales la fuerza de trabajo se produce y se renueva diariamente.
Basado en una versión no publicada del texto de Perelman, Massimo de Angelis (1999; véase también De Angelis 2001, 2004) sostiene que la teoría de la acumulación primitiva de Marx abarca a la vez un elemento histórico (la separación ex novo de los productores de los medios de producción) y un elemento de continuidad, incluso en las economías capitalistas maduras. Para De Angelis, la acumulación primitiva como proceso continuo se deriva de las estrategias para desmontar aquellas instituciones que protegen a la sociedad del mercado y las luchas asociadas entre el capital y el trabajo. Su intervención contribuye a la comprensión del capitalismo neoliberal como una forma de “nuevos cercamientos” dirigidos a desmantelar los bienes sociales comunes creados en el periodo de la posguerra6.
En El nuevo imperialismo (2004), David Harvey atribuye el ascenso del proyecto neoliberal a los problemas crónicos de sobreacumulación desde principios de los setenta. Inspirado en Rosa Luxemburgo, hace una distinción entre la reproducción ampliada y la acumulación por desposesión y sostiene que esta última se ha convertido en la forma dominante de acumulación:
[...] la acumulación por desposesión salió de la sombra en la que se había mantenido hasta 1970 para volver a ocupar de nuevo una posición destacada en la lógica capitalista. Por un lado, la posibilidad de liberar activos de bajo coste [a través de la privatización] abría vastas áreas para la absorción de capitales excedentes, por otro, proporcionaba los medios para descargar el coste de la devaluación de los capitales excedentes sobre los territorios y las poblaciones más débiles y vulnerables. (2004, 142)7
El capital financiero y las instituciones de crédito respaldadas por los poderes del Estado constituyen el cordón umbilical que une la reproducción ampliada con la acumulación por desposesión.
Una deficiencia clave de la política ortodoxa de izquierda, señala Harvey, ha sido su enfoque exclusivo en las luchas proletarias en el momento de la producción y su descuido con respecto a la inmensa variedad de luchas desencadenadas a raíz de la acumulación por la desposesión: luchas por el desplazamiento, la privatización del agua, la electricidad y otros servicios, la depredación de la naturaleza, la biopiratería y así sucesivamente. El desafío político clave es forjar conexiones entre estas dos formas de lucha: un proyecto respecto al cual Harvey es optimista, a la luz del reconocimiento del papel fundamental de los arreglos financieros a la hora de vincular la reproducción ampliada y la acumulación por la desposesión: “Con un reconocimiento tan claro del núcleo del problema político, debería ser posible avanzar hacia una política más amplia de destrucción creativa movilizada contra el régimen dominante del imperialismo neoliberal impuesto al mundo por las potencias capitalistas hegemónicas” (2004, 138).
Lo que parece ser tan convincente en la idea de la acumulación primitiva (o acumulación por desposesión) como un proceso continuo es su potencial para iluminar las conexiones. Como lo señala De Angelis (2001), el carácter continuo de los cercamientos pone en evidencia que “la gente del norte, este y sur está enfrentando estrategias de separación de los medios de existencia que pueden ser distintas como fenómeno pero que son sustancialmente similares” (20). Sin embargo, existen diferencias claves entre la formulación de los nuevos cercamientos y el análisis de Harvey. Este último pone en primer plano las tendencias a la sobreacumulación, mientras que De Angelis y otros de la escuela de los nuevos cercamientos ponen el énfasis en las luchas de la clase obrera8. Para Harvey las luchas contemporáneas más allá del lugar de trabajo representan reacciones a la acumulación por desposesión, mientras que para De Angelis son fuerzas constitutivas activas.
No obstante, ambas formulaciones funcionan en niveles de abstracción bastante elevados. Dado el potencial de la importancia política de este reconocimiento de la acumulación primitiva como un proceso continuo, hay una necesidad urgente de desarrollar niveles de especificación más concretos, no solo en el sentido del detalle descriptivo empírico, sino de conceptos concretos que sean adecuados para enfrentar la complejidad que se busca abordar. Los hechos materiales del despojo son tan importantes como sus significados y deben ser entendidos en conjunto, en términos de múltiples determinaciones, conexiones y articulaciones histórico-geográficas9. En este artículo me enfoco específicamente en formas racializadas de despojo y sugiero que las estrategias para desnaturalizarlo pueden contribuir a las luchas por la reparación en lo que Gregory (2004) ha llamado el presente colonial.
Permítanme comenzar con el primer dibujo de Zapiro y con las expresiones de ira que estallaron en la Conferencia Mundial Contra el Racismo de Durban (WCAR) en torno a las historias, las memorias y los significados del despojo racializado. Al tomar a la WCAR como punto de partida no estoy afirmando que esta constituyó una suerte de microcosmos de las tensiones globales que explotaron, literalmente, la semana siguiente. En otras palabras, la conferencia no fue una nueva versión de la pelea de gallos balinesa de Clifford Geertz. Más bien sugiero que nos imaginemos la WCAR como un momento en el que fuerzas a escalas múltiples y multiplicadoras entraron en conjunción (y disyunción), de tal forma que nos hacen discutir sobre la destrucción creativa en terrenos concretos, así como sobre lo que puede estar en juego en un replanteamiento crítico de los conocimientos de área.
Grietas posapartheid
Si en Durban colapsó la visión de la ONU sobre la WCAR como un ejercicio respetuoso del liberalismo mundial, lo mismo sucedió con las pretensiones de los líderes del Congreso Nacional Africano (ANC) por mostrar los logros del Rainbow Nation. De hecho, Durban se volvió el lugar de una estridente oposición a esa versión doméstica del neoliberalismo del ANC, con marchas masivas que no se habían visto desde los viejos tiempos del apartheid.
Los movimientos de oposición que irrumpieron en el escenario internacional durante la WCAR, avergonzando gravemente al Gobierno del ANC, fueron catalizados por un caso extremadamente significativo de ocupación de tierras. A principios de julio del 2001, el Congreso Panafricano vendió pequeñas parcelas de la finca Bredell, un terreno vacío ubicado entre Johannesburgo y Pretoria, por 25 rands (aproximadamente 3 dólares) a miles de colonos esperanzados que inmediatamente empezaron a construir precarios refugios (Hart 2002). La ocupación generó una gran indignación nacional que a su vez invocó ampliamente los fantasmas de Zimbabue, razón por la cual el Gobierno del ANC actuó rápidamente para desalojar a los colonos.
Por televisión se transmitieron imágenes inquietantes que recordaban la época del apartheid; se veía a la policía fuertemente armada y apoyada por el odiado y temido East Rand Dog Unit, metiendo a la gente dentro de vehículos blindados, mientras que muchos de los que evadieron el arresto declararon su oposición al Estado. Otras imágenes vívidas incluyeron a la ministra de Vivienda, Sankie Mthembi-Mahanyele, en una rápida retirada a bordo de su Mercedes Benz mientras los colonos le gritaban enojados: “¡hamba, hamba!” (¡lárguese!). También se mostró al ministro de Asuntos de la Tierra, Thoko Didiza, declarando por televisión que “cuando los inversionistas extranjeros ven un Gobierno decidido, actuando en la forma en la que estamos actuando, se envía el mensaje de que el Gobierno no tolerará este tipo de actos de nadie”. Mientras Didiza proclamaba que “esa gente debe regresar de donde vino”, las hormigas rojas (trabajadores con uniformes rojos empleados por una empresa subcontratada para llevar a cabo los desalojos) destrozaban los rudimentarios refugios.
Fiel a su estilo, en el Mail and Guardian del 13 de julio del 2001 el inigualable Zapiro ofreció una mordaz caricatura sobre esa crisis hegemónica del Estado posapartheid:
Pese a que las protestas por los desalojos fueron contenidas rápidamente, el desplome moral resonó poderosamente en toda la sociedad sudafricana. Bredell representó un dramático momento coyuntural que dejó al descubierto las fracturas y fisuras que han acompañado lo que John Saul (2001) llamó los esfuerzos del ANC por construir su proyecto hegemónico en el altar del mercado. El efecto más inmediato de Bredell fue que dirigió la atención hacia los terribles extremos de riqueza y pobreza que, tal parece, se intensificaron en los noventa a pesar de una mayor desracialización en los niveles más altos de la distribución del ingreso10. Por casualidad, pero de manera significativa, un día antes de que comenzara la ocupación de Bredell, una coalición integrada por el Congreso de Sindicatos Sudafricanos (Cosatu), la Campaña de Acción pro Tratamiento (TAC)11 y varias iglesias emitió un comunicado de prensa para exigir un ingreso básico garantizado (BIG) de 100 rands al mes12. En noviembre del 2001, la TAC emitió la “Declaración del Consenso de Bredell sobre el imperativo de ampliar el acceso a medicamentos antirretrovirales para adultos y niños con VIH/SIDA en Sudáfrica”.
Si bien es claro que el caso Bredell iba más allá del acceso a la tierra, expuso la cuestión de la tierra como un flanco particularmente vulnerable en el arsenal estatal del ANC. Menos de dos semanas después de los desalojos de Bredell, el 23 y 24 de julio del 2001, fue lanzado en Johannesburgo el Movimiento de la Gente sin Tierra (LPM) en protesta por la lentitud de la reforma agraria y por los términos que la enmarcaban: “comprador dispuesto, vendedor dispuesto”13. El LPM se estableció bajo el auspicio del Comité Nacional de Tierras (NLC), una organización paraguas de las ONG creada a finales de los setenta para oponerse a los desalojos forzados, con afiliados en cada una de las provincias. Después de 1994, un grupo de activistas en asuntos de tierras se trasladó de las ONG al Gobierno, al tiempo que las ONG afiliadas al NLC fueron reclutadas para que desempeñaran un papel cada vez más parecido al del Estado, en la implementación de las políticas del Gobierno en las zonas rurales14. Uno de los factores que desató la creación del LPM fue la creciente frustración causada por las políticas de reforma agraria, que eran consideradas profundamente deficientes15. Otro factor fue la ira de los arrendatarios negros por los abusos continuos en las fincas de propietarios blancos, a pesar de la Ley de Extensión de la Seguridad de la Tenencia16, la cual, según algunos críticos, solo enseñó a esos propietarios blancos cómo desalojar a sus inquilinos. Los eventos en Zimbabue también impulsaron la formación del LPM, al igual que las conexiones con el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) de Brasil y con la Vía Campesina17.
Bredell también hizo que se les prestara atención a los movimientos urbanos que rechazaban los precios cada vez más altos de los servicios básicos (agua y electricidad, principalmente), los cortes generalizados de esos servicios a quienes no los pagaban a tiempo y los desalojos de las viviendas en los townships18 en casos de atraso con los alquileres. Lo que está en juego en estas luchas son los principios neoliberales de la recuperación de los costos a través de los cuales, muy a menudo, los residentes de los townships pagan tasas más altas por los servicios que quienes viven en antiguas zonas “blancas” y que cuentan con una buena disponibilidad de recursos19. Estos movimientos, ubicados en los principales centros metropolitanos y agrupados de manera poco estructurada en el Foro Antiprivatización (FAP), incluían al Comité de Crisis Eléctrica de Soweto (SECC), el Foro de Ciudadanos Comprometidos en algunos townships de la región metropolitana de Durban y la Campaña Antidesalojos en Ciudad del Cabo20. Como ha observado Leonard Gentle (2002), estos movimientos urbanos que se dirigen contra las instituciones del gobierno local son “luchas defensivas contra el opresor inmediato: el funcionario del gobierno local que les corta el agua, que desaloja a los trabajadores de sus casas o que suspende las conexiones eléctricas” (18).
Las protestas de la WCAR fueron la preparación para la expresión colectiva de un sentimiento antineoliberal aún mayor. Casi exactamente un año después, la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible (WSSD), celebrada en Johannesburgo, se convirtió en otro escenario de protestas de gran visibilidad que culminaron en una espectacular marcha compuesta por un enorme grupo de movimientos de oposición y sus partidarios bajo la bandera de “Movimiento Social Indaba”, que abarcaba desde los barrios pobres del township Alexandra hasta Sandton, una ciudadela que ha sido mercantilizada de una manera obscena.
Después de la marcha en la WSSD, la mayoría de los comentarios provenientes de la izquierda fueron claramente de celebración21. Sin embargo, queda claro en retrospectiva que los movimientos se encuentran profundamente fracturados y aún están muy lejos de constituir un polo contrahegemónico, según lo aclamaron algunos en el momento de las marchas. Como lo señaló Greenberg (2002) desde el principio, existe una paradoja entre la oposición local y la acción militante que crece, junto con la agudización de las divisiones dentro y entre los movimientos, y las tensiones en las relaciones con las ONG22. Esas tensiones han aumentado desde entonces23.
Algunas de estas tensiones se hicieron muy evidentes durante la WSSD, cuando el LPM transportó unas 5.000 personas de todos los rincones del país para que participaran en la Semana de los sin Tierra en Shareworld, un parque temático abandonado en las afueras de Soweto. En Shareworld quedó clara la extraordinaria variedad de intereses y agendas unidas bajo la consigna del LPM: “¡Tierra, comida, trabajos!”. Entre los participantes, que se definieron a sí mismos como “los sin tierra”, había no solo trabajadores agrícolas y arrendatarios, sino jefes, maestros y otros profesionales; también había solicitantes de restitución descontentos y varios residentes de los asentamientos informales de Gauteng, algunos de los cuales tuvieron conflictos entre ellos y con los representantes de las ONG durante el transcurso de la semana. Las tensiones entre el LPM y el Foro Antiprivatización también se hicieron evidentes durante la marcha del Movimiento Social Indaba, cuando explotó el debate sobre el apoyo del LPM a Mugabe24. Desde entonces han surgido otras divisiones dentro y entre las ONG y los movimientos de oposición25. En los movimientos también hay un debate intenso y permanente entre aquellos que abogan por la acción directa y rechazan lo que ven como un vanguardismo peligroso y anticuado y quienes insisten en la necesidad de relacionarse con el Estado en diferentes niveles26.
El abismo entre estos nuevos movimientos sociales y la vieja izquierda de la Alianza del ANC -el Cosatu y el Partido Comunista de Sudáfrica- es aún mayor. En un comentario sobre la ausencia de cualquier participación de las formaciones tradicionales de clase obrera en los movimientos rurales y urbanos, Leonard Gentle (2002, 19) señala el fracaso del movimiento sindical por no comprender la recomposición de la clase obrera en clave de un mayor desempleo, el aumento de la informalización, los cambios en las proporciones entre hombres y mujeres y la emergencia de lo que él llama el nuevo estatus de quienes se desplazan diariamente entre el campo y la ciudad (commuters). Gentle sugiere entonces que las luchas por la falta de tierras, los desalojos y los cortes de electricidad y de agua ofrecen oportunidades para que el movimiento obrero
[...] experimente con nuevas formas de organización que sean más conducentes para organizar a los trabajadores desempleados y que hayan sido despedidos o a los trabajadores ocasionales y en el sector informal. Su “lugar de lucha” no es tanto la sede de trabajo regular sino otro espacio entre el lugar de trabajo y el township. (19)
Sin embargo, hasta el día de hoy esta promesa sigue sin cumplirse.
La posición de combate en la que se encuentra el Cosatu no solo se deriva de la fuerte disminución de los empleos industriales relativamente seguros a causa de la reestructuración capitalista, sino del cambio de liderazgo en el Gobierno después de 1994 y las concesiones impuestas a raíz de la incorporación del Cosatu a la Alianza del ANC27. Estos dilemas se agudizaron dramáticamente en el periodo posterior a la WSSD, cuando altos funcionarios del Gobierno del ANC lanzaron ataques concertados a la ultraizquierda, criticando duramente a la coalición antineoliberal y acusándola de actuar en alianza con neoliberales de verdad (por ejemplo, el Partido Demócrata, predominantemente blanco) y con elementos foráneos hostiles a la revolución democrática nacional28. En el contexto de las elecciones del 2004, el ANC asumió el manto de una democracia social conservadora que incorpora una retórica desarrollista notablemente anticuada de una primera y una segunda economía29 30. Además, la elección dejó claro que, aunque había disminuido el apoyo al ANC, este continuaba teniendo un importante poder hegemónico.
En resumen, el aumento de los movimientos de oposición que exigen la redistribución y desmercantilización de la tierra, del agua, de la electricidad, de los medicamentos antirretrovirales y así sucesivamente, ejemplifican lo que Harvey (2004) definiría como luchas desencadenadas a causa de la acumulación por desposesión. Sin embargo, las tensiones que han acompañado su emergencia y sus relaciones con los movimientos obreros son prueba de que en la práctica la coherencia no está garantizada.
La acumulación por desposesión puede ser un primer paso útil para poner de relieve las depredaciones forjadas por las formas neoliberales del capital, pero debe acompañarse de entendimientos concretos de las historias, las memorias y los significados específicos del despojo. Para ser percibido como un proceso continuo, el despojo también necesita ser retratado en sus especificidades históricas y geográficas, y es desde esas especificidades y conexiones que se puede producir un trabajo político y analítico.
Basada en mi investigación sobre empresarios industriales taiwaneses en Sudáfrica y sobre la dinámica política divergente en dos sitios estructuralmente similares en la provincia de KwaZulu-Natal, trataré de sugerir, a grandes rasgos, cómo la etnografía crítica y la comparación relacional pueden iluminar tales entendimientos de una manera que sirva para forjar conexiones entre campos de lucha diversos pero interrelacionados.
Desnaturalizar el despojo
Aunque el despojo claramente tiene que ver con mucho más que con la tierra, cualquier esfuerzo por abordarlo como un proceso continuo en Sudáfrica debe comenzar por lo que se conoce como la cuestión de la tierra. En el movimiento de liberación y de manera más general en la sociedad sudafricana, las exhortaciones a la cuestión de la tierra (expresión que evoca cómo las fuerzas del colonialismo y el apartheid les robaron a los sudafricanos negros el 87 % de sus tierras y al 13 % restante lo metieron en bantustanes o reservas) mantienen una tremenda fuerza simbólica y moral (Walker 2000). En la práctica, sin embargo, la cuestión de la tierra se define cada vez más en términos de “comprador dispuesto, vendedor dispuesto” y de la drástica falta de fondos del programa de reforma agraria, lo que impulsó la formación del LPM. Con un énfasis restringido a la agricultura y a lo rural, el principal impulso de las políticas de redistribución de la tierra es la formación de una clase de agricultores comerciales negros en un momento en el que la agricultura sudafricana detenta uno de los niveles más bajos de protección estatal a escala mundial.
Desde una perspectiva histórica, el movimiento de liberación, principalmente urbano, ha puesto muy poca atención a las cuestiones agrarias o a tratar de vincular las luchas rurales con las urbanas31. Sin embargo, existen importantes excepciones a esa tendencia32. En general, muchos de los activistas e intelectuales han dado por sentado el papel vanguardista de la clase obrera industrial urbana para allanar el camino hacia el socialismo. Así, por ejemplo, en el apogeo de los despojos de tierra durante el apartheid, en los setenta, muchos en la izquierda insistieron en que los traslados forzosos y los desalojos de las fincas debían entenderse en términos económicos en vez de políticos. Temían que atribuirle la brutalidad del despojo racializado al apartheid y no al capitalismo menoscabaría una comprensión de las dinámicas capitalistas y socavaría las posibilidades de un futuro socialista impulsado por la clase obrera urbana.
El resultado, sin embargo, ha sido una tendencia a considerar el despojo de la tierra como un precursor “natural” del desarrollo industrial, de la urbanización y de la acumulación de capital. Según esa imagen generalizada, Sudáfrica es una economía industrial, predominantemente urbana y en proceso de modernización, que pasa por una etapa temprana de desarrollo conforme al progreso lineal que han atravesado Europa y América del Norte. Estas tendencias fueron reforzadas en el primer periodo posapartheid, cuando intelectuales influyentes del movimiento obrero hicieron afirmaciones extravagantes sobre cómo Sudáfrica habría de seguir el “camino rápido” del desarrollo industrial de manera semejante a la llamada “tercera Italia”.
Para cuestionar la naturalización del despojo y sugerir su relevancia contemporánea como un proceso continuo, me baso en una fuente que aparentemente no tiene relación: el movimiento de capitalistas taiwaneses de pequeña escala hacia regiones periféricas de Sudáfrica, muchas de las cuales fueron lugares importantes de despojo y de desplazamiento durante el apartheid (Hart 2002). A partir de los ochenta, el Estado del apartheid ofreció enormes subsidios a los industriales para que se trasladaran a zonas dentro o en las inmediaciones de los townships, en terrenos definidos como parte de los bantustanes, muchos de ellos a una distancia de entre 15 y 20 km de antiguas ciudades blancas como Ladysmith y Newcastle, donde llevé a cabo mi investigación entre 1994 y el 2001. En aquel preciso momento, un gran número de industriales enfrentaba enormes presiones para dejar Taiwán: el aumento de los salarios y de los alquileres y la escalada de las tasas de cambio. Esas condiciones eran consecuencia del impresionante ritmo de industrialización y del propio impulso de las exportaciones. Durante los ochenta, más de 300 propietarios de fábricas taiwanesas se trasladaron a esos espacios racializados en el campo sudafricano, densamente poblados, llevando consigo no solo equipos y técnicas de producción de mano de obra intensiva, que se estaban volviendo obsoletas en Taiwán, sino también un conjunto de prácticas laborales que resultaron ser socialmente explosivas. Los procesos de los cuales surgieron dichas prácticas son esclarecedores porque nos obligan a repensar categorías que damos por sentadas.
Estos industriales taiwaneses son producto de las reformas agrarias redistributivas de los años cuarenta y principios de los cincuenta, que erosionaron el poder de la clase terrateniente, transformaron las relaciones agrarias y ayudaron a crear las condiciones para el surgimiento de una amplia clase de campesinos industriales. Las reformas agrarias en Taiwán, al igual que en Japón y Corea del Sur, fueron apoyadas y financiadas por Estados Unidos con el objetivo de evitar la insurgencia campesina con la cual Mao Zedong había llegado al poder en la China continental33.
Como argumento con más detalle en mi libro (Hart 2002), una consecuencia no esperada de las reformas agrarias en el este de Asia es que efectivamente estas operaron como un salario social que subsidió la movilización masiva de la mano de obra industrial en Taiwán. Del mismo modo, gran parte del espectacular crecimiento de la producción industrial en la China continental desde principios de los ochenta ocurrió en pueblos y ciudades pequeñas y fue precedido por una redistribución relativamente igualitaria de derechos a la tierra entre los hogares (aunque no dentro de ellos). Mientras que las formas específicas de acumulación industrial -que incluyen de manera importante su inflexión mediante lenguajes y relaciones de género y parentesco- varían de región a región, las estrechas conexiones entre la redistribución agraria y la expansión industrial son omnipresentes. Dicho en otras palabras, algunas de las industrializaciones más rápidas de los últimos años del siglo XX ocurrieron sin despojo de tierras, más bien todo lo contrario34. Impulsadas en parte por la movilización del campesinado chino de Mao, estas trayectorias, claramente no occidentales, han desempeñado un papel central al moldear las condiciones de la competencia global y las tendencias hacia la sobreacumulación.
Vistas en relación con Sudáfrica, las trayectorias del este de Asia son un vehículo poderoso para entender el despojo desde el caso particular de la tierra y para aclarar su operación como un proceso continuo, que sigue moldeando las condiciones materiales de reproducción de la fuerza de trabajo. Más ilustrativamente: las conexiones con el este de Asia pusieron de cabeza la tesis de la reserva subsidiaria sudafricana. Harold Wolpe, en un artículo pionero de 1972, reconoció que la capacidad de las reservas para proporcionar una subsistencia generalizada estaba agotada. Lo que él no anticipó en ese momento fue que los subsidios agrarios en otras partes del mundo subsidiarían la movilización masiva de mano de obra y el ritmo vertiginoso de la industrialización del campo.
Justo cuando las reformas redistributivas estaban ocurriendo en el este de Asia, millones de sudafricanos negros fueron arrancados de la tierra en la Sudáfrica “blanca” mediante expulsiones forzadas de los freehold lands35 africanos, desalojados de las fincas de propiedad de los blancos y arrojados a los townships, en donde los medios de subsistencia se mercantilizaron de manera radical. Irónicamente, fue en esos lugares donde muchos taiwaneses establecieron sus fábricas. En un artículo publicado hace algunos años (Hart 1995), mostré cómo el poder adquisitivo derivado de los salarios pagados por los industriales taiwaneses en Sudáfrica era menor al de los salarios pagados por empresas taiwanesas semejantes en la China continental, pese a que los sueldos de los trabajadores sudafricanos eran considerablemente mayores a los de los chinos. En contraste con su contraparte china, que tenía acceso a la tierra y a los remanentes de la redistribución de la era socialista, los trabajadores sudafricanos no solo habían sido reubicados en townships sino que tenían que pagar por todo.
Sin embargo, había una suerte de amortiguadores. Durante el apartheid, los residentes reubicados en los townships, que eran los antiguos bantustanes, pagaban relativamente poco por los servicios de agua y electricidad y por los alquileres. En esencia, esos costos altamente subsidiados eran parte de un pacto fáustico por medio del cual el Estado del apartheid trató de crear cierto nivel de consentimiento entre algunos de los sudafricanos negros trasladados a los townships. Pero en la era posapartheid el principio de recuperación de costos ha traído un importante incremento en los cargos por los servicios, lo que simultáneamente ha aumentado la ira entre los residentes de los townships en todo el país. El rechazo generalizado a pagar los aumentos del agua, la electricidad y los alquileres es uno de los elementos claves de la crisis fiscal que enfrentan la mayoría de los gobiernos locales y del surgimiento de los movimientos de oposición en diferentes zonas urbanas. En otras palabras, desde el punto de vista del este de Asia, lo que es característico y particular de Sudáfrica son tanto la profundidad y el alcance del despojo racializado, como la forma en la que se perpetúa, por no decir que se intensifica, mediante los principios y las prácticas de la recuperación de costos.
Las enseñanzas de estas comparaciones relacionales podrían ser empleadas para plantear que las reformas agrarias y otras formas de redistribución son necesarias para proveer subsidios salariales a fin de reducir los costos de la mano de obra y así contener el disenso. Pero también se pueden orientar hacia una dirección bien distinta. Como lo analizo con mayor detalle en mi libro (Hart 2002), las conexiones entre el este de Asia y Sudáfrica sugieren que la poderosa fuerza moral de la cuestión de la tierra -una fuerza que se deriva de historias, memorias y significados del despojo racializado, sumada al imperativo de la reparación- puede ser aprovechada y redefinida para apoyar la formación de alianzas políticas populares amplias que presionen por la justicia social y económica.
A partir de estas conexiones, una idea central del libro es la necesidad de desarticular o desvincular la cuestión de la tierra de la agricultura y de las demandas individuales de restitución, y rearticularla en términos del despojo racializado como un proceso continuo, junto con la erosión de la seguridad social y el imperativo moral y material de un salario social y de unos medios de subsistencia garantizados. En el contexto posapartheid en Sudáfrica, este movimiento amplía la definición del salario social más allá de los derechos al empleo o, incluso, de la política social convencional, para insistir en una seguridad social mínima basada en los derechos ciudadanos. Al fortalecer y ampliar los reclamos por una justicia redistributiva, esta redefinición ofrece la posibilidad de vincular las luchas en múltiples ámbitos, así como entre la división urbano-rural.
Replantear el despojo y la reparación en términos de un salario social y de unos medios de subsistencia garantizados es también una manera de rearticular la raza y la clase36. Esto, por ejemplo, se podría usar para apoyar las críticas crecientes dentro de la alianza del ANC al elitismo de las estrategias oficiales del empoderamiento económico negro37. También podría invocarse para impugnar los reclamos oficiales de una cultura de los derechos en el intenso debate nacional sobre la subvención de un ingreso básico (BIG). Generalmente, este tipo de reformulaciones en principio podrían desplegarse en una variedad de luchas, tanto nacionales como transnacionales.
En la práctica, las estrategias políticas que se basan en el despojo como un proceso continuo deben comprometerse con las configuraciones locales específicas de las fuerzas sociales y sus condiciones materiales, y deben ampliarse para conectarse con las fuerzas en juego en los ámbitos regional, nacional y transnacional. Esto se debe en parte, como lo explico con más detalle en mi libro, a que el llamado “gobierno local de desarrollo” se ha convertido en un lugar clave de las contradicciones del orden posapartheid que ayuda a poner en evidencia la parte más vulnerable del capitalismo neoliberal.
Mi trabajo en Ladysmith-Ezakheni y Newcastle-Madadeni muestra además las formas divergentes que puede tomar la dinámica política en dos lugares cercanos y que son similares en muchos aspectos. En otras palabras, la comprensión de la gente sobre sí misma como sujetos y actores políticos se ha formado de diferentes maneras en los dos lugares por medio de la superposición de luchas en múltiples arenas. Lo que emerge de las etnografías históricas es cómo el traslado forzoso fue mucho más disputado en las zonas aledañas a Ladysmith que en las zonas comparables de Newcastle; que estos patrones diferenciados de resistencia al despojo han afectado la política del township y las diferentes formas de conexión con el movimiento de liberación y el movimiento obrero, y que las luchas en el township y en los lugares de trabajo estaban profundamente interconectadas, aunque tomaron formas bastante disímiles.
El libro también se adentra en las relaciones diversas entre los diferentes grupos de capitalistas y el Estado local, en sus múltiples conexiones con los ámbitos regionales, nacionales y transnacionales de poder estatal y de acumulación del capital, y en cómo, a su vez, las luchas locales interconectadas transforman estas relaciones. De todo esto lo que surge, además, es que la raza y el género desempeñaron papeles muy diferentes en el contexto de las luchas por los salarios, las condiciones de trabajo y de vida, y que el nacionalismo étnico zulú adquirió formas sorprendentemente diferentes en los dos lugares. En la era posapartheid, estas dinámicas tuvieron un papel en la formación del Estado local en ambos lugares. Pero estas no han determinado desarrollos posteriores en un sentido unilateral. De hecho, han estado marcadas por giros y vueltas que reflejan, y en algún nivel reconfiguran, las fuerzas que están en juego en los escenarios regionales, nacionales y transnacionales38.
Las contrastantes y cambiantes dinámicas políticas en Ladysmith, Newcastle y cualquier otro lugar ponen de relieve la importancia de las fuerzas populares, que están muy organizadas y movilizadas dentro de la sociedad civil, a la hora de definir (y, en parte, de convertirse en) el Estado y de señalar las posibles alternativas a seguir. En otras palabras, ayudan a definir lo que Gramsci llama “el terreno de lo coyuntural”, al tiempo que dirigen la atención hacia la profundidad y amplitud de los imperativos de las organizaciones. Varios estudios recientes sobre KwaZulu-Natal, y otros que están en curso, enriquecen estos argumentos39. Estas etnografías críticas muestran que cualquier estrategia de movilización en torno al despojo como un proceso continuo debe construirse sobre la base de los recursos materiales y simbólicos provenientes del pasado, pero debe moverse en nuevas direcciones.
Las apuestas analíticas y políticas sobre cómo concebimos la espacialidad surgieron de un intercambio entre Arjun Appadurai y Swapna Bannerjee en la conferencia sobre Destrucción Creativa, para la cual se preparó este documento originalmente. Con el fin de dar sustento a la afirmación de que los nuevos estudios de área deberían ir más allá de las geografías estáticas sobre masas de tierra para centrarse en procesos circulatorios, Appadurai señaló nuevas formas de activismo transnacional y lo que él llamó la expansión galáctica de grupos aliados. En respuesta, Bannerjee, basada en su trabajo con los habitantes de los barrios pobres de Mumbai, señaló que muchos de los residentes de esas zonas se oponen activamente a los tipos de alianzas que las ONG locales e internacionales están forjando entre ellas, con las instituciones financieras internacionales y con el Estado en sus diferentes niveles. “Los habitantes de esos barrios pobres saben que esas alianzas no son para ellos”, declaró Bannerjee. Appadurai reconoció entonces que tal vez los asuntos de las alianzas no podían resolverse sin una comprensión etnográfica detallada de las formaciones y los procesos sociales en juego en Mumbai, y que tal vez estamos regresando hacia “¡algo bastante viejo!”.
Hace algunos años, Appadurai (1988a, 1988b) condenó rotundamente las etnografías tradicionales mediante las cuales los antropólogos, siempre en movimiento, producen conocimiento que encarcela a los “nativos” en localidades delimitadas. Esta fue también una crítica a los estudios de área convencionales y a las prácticas disciplinares que mapean culturas esencializadas en territorios delimitados y que despliegan estrategias de “congelación metonímica”, a través de las cuales ciertos aspectos de la vida de las personas caracterizan o representan toda la cultura. Las quejas de Appadurai resonaban con una crítica semejante de James Clifford (1992), quien invocó la metáfora del viaje como un mecanismo de escape empleado por el etnógrafo para salir del encarcelamiento de lo local y de la inmovilización del espacio. Esta estrategia resuena, a su vez, con la caracterización que hizo Appadurai (1996) de la globalización cultural como una desterritorialización y con su insistencia en una etnografía “que no está firmemente localizada” y que se enfoca en una imaginación desprendida del lugar.
Las metáforas espaciales de los viajes y los flujos disyuntivos buscan trascender las concepciones estáticas, limitadas y esencializadas del espacio, el lugar y la cultura, pero terminan dejando intactas esas concepciones y las formas de poder mediante las cuales operan40.
Para concluir, quiero concentrarme en cómo las etnografías críticas, y lo que yo llamo comparación relacional, se arraigan en concepciones lefebvrianas de producción del espacio y la escala, y en cómo pueden contribuir a repensar críticamente los estudios de área.
¿Reemplazar los estudios de área? Etnografía crítica y comparación relacional
El lugar de la etnografía tradicional, a la que Appadurai, Clifford y otros tantos reaccionaron con tanta fuerza en los ochenta, se deriva de una representación cartesiana del espacio que Lefebvre ([1974] 1991) rechazó con vehemencia. Las metáforas espaciales fallan como vía de escape justamente porque se basan en esa problemática concepción del espacio como contenedor estático que fundamenta los significados (Smith y Katz 1993). La insistencia de Lefebvre en una concepción del espacio (o del espacio-tiempo) como una producción activa, situada y encarnada en prácticas materiales, en los discursos asociados y en las relaciones de poder, es mucho más radical en su mordacidad analítica y en su alcance político.
Desde la perspectiva de la etnografía crítica y de la comparación relacional, las concepciones del lugar y del espacio también son de vital importancia. Dentro y fuera de la geografía hay una tendencia generalizada a concebir el lugar como lo concreto y el espacio como lo abstracto; en otras palabras, el lugar es como el espacio con significado. Un conjunto de reacciones a las afirmaciones sobre la desterritorialización y los espacios de flujos ha servido para llamar la atención sobre esta distinción con el fin de insistir en que la cultura habita en lugares y abogar por una defensa del lugar41.
Una comprensión lefebvriana de la producción del espacio rechaza decididamente tal distinción entre espacio y lugar. Como Merrifield (1993) señaló hace algún tiempo, el espacio para Lefebvre no es una teorización abstracta separada del “dominio más concreto y táctil de lugar, que a menudo se toma como sinónimo de una realidad fácilmente identificable tal como una ubicación o una localidad específica” (520). En cambio, el espacio y el lugar se conciben ambos en términos de prácticas encarnadas y de procesos de producción que son al mismo tiempo materiales y discursivos42. Desde esta perspectiva, el lugar se entiende mejor como los puntos nodales de conexión con redes más amplias del espacio producido socialmente, a lo que Massey (1994) llama un sentido extrovertido del lugar. Si la espacialidad se concibe en términos de espacio-tiempo y está formada a través de las relaciones sociales y las interacciones en todas las escalas, entonces el lugar no puede verse como un recinto cerrado ni como el sitio donde se construye el significado, sino como “un subconjunto de las interacciones que constituyen el espacio [social], una articulación local dentro de un todo más amplio” (Massey 1994, 4). Los lugares siempre se forman mediante relaciones con escenarios más grandes y con otros lugares; los límites siempre se construyen y se impugnan socialmente, y la especificidad de un lugar -independientemente de cómo se defina- surge de las interrelaciones particulares con lo que está más allá de él y que entran en la coyuntura de maneras específicas43.
La etnografía crítica y la comparación relacional se erigen sobre esta concepción de la producción del espacio y del lugar, por lo que me gustaría concluir destacando algunas de sus implicaciones metodológicas y apuestas políticas claves. Antes, sin embargo, me referiré al proyecto de la etnografía global de Michael Burawoy, que se sitúa firmemente en un terreno sociológico. Burawoy no se involucra de manera explícita con las concepciones de la espacialidad y menos aún con la geografía. No obstante, su propia narrativa de cómo ha evolucionado ese método está profundamente espacializada y gira en torno a concepciones cambiantes de la relación entre lo que él llama procesos locales y fuerzas externas. En Ethnography Unbound (1991), la primera colección editada de los estudios realizados por sus alumnos, Burawoy (2000) reconoce que “el área de la bahía de San Francisco fue solo el contenedor de nuestras etnografías. Lo extralocal nunca fue problematizado” (29). En contraste, los colaboradores del libro Global Ethnography (2000) debatieron directamente con “la extensión de lo micro a lo macro, de lo local a lo extralocal, de los procesos [locales] a las fuerzas [globales]” (29)44. Burawoy (2001) ha reconocido recientemente que las estrategias utilizadas por él y sus estudiantes en Global Ethnography se desarrollaron desde el punto de vista de las experiencias de la globalización y sugiere entonces que el camino que debe seguir ahora el proyecto de la etnografía mundial es:
[...] mostrar que no solo la experiencia de la globalización sino la misma producción de la globalización puede ser perfectamente el objeto de la etnografía. Aquello que entendemos como lo “global” está constituido en sí mismo por lo local: emana de agencias, instituciones y organizaciones muy específicas cuyos procesos pueden observarse de primera mano... Desde el punto de vista de su producción, la globalización parece más contingente y menos inexorable que desde el punto de vista de su experiencia o recepción. (150, énfasis en el original)
En otras palabras, Burawoy se ha ido acercando a una concepción de la producción del espacio. Además, hay fuertes paralelos entre su reconocimiento de la producción de la globalización y mis propios argumentos sobre los peligros de los modelos de impacto de la globalización y la importancia de centrarse en sus procesos constitutivos (Hart 2001, 2002).
Sin embargo, sugiero que un compromiso más completo y explícito con las concepciones lefebvrianas de la espacialidad contribuiría significativamente a usar estudios etnográficos intensivos para hacer un trabajo analítico y político más amplio. En primer lugar, una concepción de lugar como puntos nodales de conexión en el espacio socialmente producido nos lleva más allá de los estudios de caso para hacer postulados más grandes; en otras palabras, que permitan una comprensión no positivista de la generalidad45. En esta concepción, las particularidades o las especificidades surgen mediante las interrelaciones entre objetos, eventos, lugares e identidades. Y al clarificar cómo se producen y cambian esas relaciones en la práctica, el estudio minucioso de una particularidad puede generar afirmaciones e interpretaciones más amplias. Este enfoque rechaza decididamente formulaciones sobre el impacto de lo global en lo local. Subraya, además, las falacias inherentes a las ideas de que los estudios concretos se enfocan en lo local y lo particular mientras que la teoría abstracta abarca los procesos generales (o globales) que trascienden lugares particulares. Esta fusión de lo local con lo concreto y de lo global con lo abstracto confunde la escala geográfica con los procesos de abstracción en el pensamiento (Sayer 1991).
Las concepciones críticas de la espacialidad son fundamentales para lo que llamo comparación relacional, una estrategia que difiere fundamentalmente de aquella que despliega tipos ideales, o que postula distintos casos como variantes locales de un fenómeno más general. En lugar de comparar objetos, eventos, lugares o identidades preexistentes, la atención se centra en cómo estos se constituyen en relación con los otros, a través de prácticas cargadas de poder, en ámbitos múltiples e interconectados de la vida cotidiana. Aclarar estas conexiones y los procesos de constitución mutua -así como los deslizamientos, las aperturas y las contradicciones- ayuda a que se generen nuevos entendimientos de las posibilidades del cambio social.
Así, por ejemplo, las trayectorias divergentes pero interconectadas del cambio socioespacial en Ladysmith y Newcastle escenifican al Estado local como un centro clave de las contradicciones en el orden neoliberal posapartheid, lo que Gramsci hubiera denominado el terreno de lo coyuntural, con conexiones con otros sitios clave. Los vínculos entre el este de Asia y Sudáfrica, debido a la inversión taiwanesa, ilustran otra dimensión de la comparación relacional, a saber: que poner en tensión geografías históricas diversas pero conectadas ayuda a cuestionar y volver peculiares algunas categorías que se dan por sentadas, además de señalar nuevas conexiones, demandas y rearticulaciones. La comparación relacional también pone atención a la producción de formas de diferencias raciales, étnicas y de género como fuerzas constitutivas activas que impulsan trayectorias divergentes de cambio socioespacial y que son cruciales en cualquier estrategia para forjar alianzas (Hart 2002).
Para terminar, regreso a la gran inquietud planteada en la introducción sobre repensar críticamente los estudios de área. En respuesta a los retos que Edward Said plantea en “Orientalismo reconsiderado” ([1986] 2002), Coronil (1996) sugiere que centremos nuestra atención en trastornar el occidentalismo, entendido no como el reverso del orientalismo, sino como su condición de posibilidad, arraigada en relaciones asimétricas del poder global, que establece un vínculo específico entre el conocimiento y el poder. Así visto, el occidentalismo se refiere a un ensamblaje de prácticas de representación que separa los componentes del mundo en unidades delimitadas, desagrega sus historias relacionales, vuelve la diferencia jerarquía y naturaliza estas representaciones.
Los imperativos para poner en un primer plano lo que Coronil llama categorías geohistóricas no imperiales cobran una intensa urgencia en un mundo después del 9/11, en el que personas como Thomas Barnett y Samuel Huntington están a la cabeza de la producción de conocimientos oficiales, los cuales delimitan regiones del mundo de maneras nuevas y peligrosas. Las comprensiones relacionales de la producción del espacio y la escala son cruciales para dirigir la atención hacia los procesos que se constituyen mutuamente y por medio de los cuales las metrópolis y las (pos)colonias se hacen y rehacen las unas a las otras. Además, prestar atención a las interconexiones que descentran a Estados Unidos y a Europa puede producir ideas nuevas y refrescantes de los procesos constitutivos más amplios, así como nuevas posibilidades para el cambio social.