Yo no creo que sea posible ningún curso de pensamiento sin experiencia personal. Todo pensar es un repensar, un repensar las cosas. Hannah Arendt.
Introducción
A partir de esta propuesta de trabajo pedagógico e investigativo se destacan dos objetivos. El primero, reposicionar la voz del docente en relación con su actividad profesoral y; segundo, reconstruir la memoria pedagógica como forma de conocimiento en el desarrollo curricular. Es decir, orientar la comprensión pedagógica e indagar desde el escenario narrativo la búsqueda por el sentido de la vida laboral, la cotidianidad en la escuela y las cosas que piensan, sienten y hacen los profesores a partir de las reflexiones provenientes de sus experiencias vividas.
Esta opción metodológica comprende una realidad en el abanico extenso para entender y conocer el mundo humano, pero se diferencia de otras por la posibilidad alterna ante la “certeza” cuantitativa. Ante el choque entre enfoques cuantitativos y cualitativos, algunos han querido reducir su discusión ontológica, epistemológica y axiológica a la utilización de números en el primer caso y el no uso en el segundo. Sin embargo, la diferencia principal se ve en la intención y el tipo de mundo que cada enfoque percibe (Barrera, 2020, p. 206).
En tanto mediación formativa, la investigación narrativa en el campo pedagógica está vinculada a los relatos, experiencias y reflexividad de los docentes que buscan interpretar2 sus actividades pedagógicas bajo “la capacidad del ser humano para configurar narrativamente su existencia y para biografiar su experiencia singular del mundo histórico y social” (Delory-Momberger, 2015, p. xv)". De este modo, la estrategia será, entonces, formar e investigar para afianzar criterios epistemológicos a partir de la critica social e interpretación como método. A partir de estos escenarios, el trabajo pedagógico estará dirigido a reposicionar el papel docente, cuestionar las modalidades formativas e investigativas y fundamentar en la narración la posibilidad de reconstruir los saberes de los profesores. Esta práctica, sin lugar a duda, activará la memoria para recrear mundos, interpretar situaciones y reflexionar la historia escolar que atiende a versiones disímiles a través de lo que acontece.
Orientar la comprensión pedagógica es otro elemento dentro de la indagación narrativaque busca la reflexión compuesta por experiencias y mostrada en los relatos o testimonios que supone una construcción de sentidos.
Por eso, cuando los docentes se convierten en narradores de sus propias experiencias escolares, dejan de ser los que eran, se trans-forman, son otros. Asumen una posición reflexiva que desafía las propias comprensiones, reconfigura las propias trayectorias profesionales y resignifica las propias acciones e interpretaciones sobre la escuela (Suárez, 2011, p. 19).
En otras palabras, desestabilizan la certeza dominante. Esto equivale, posiblemente, a lo que Patel (2016) considera como “pedagogía de la pausa” que implica la suspensión de la marcha triunfal (la marcha del paper) en la investigación educativa donde los datos, las publicaciones y el hacer académico borra los otros movimientos sensibles del campo.3 Desde esta perspectiva, la narración no es un mero registro o descripción del mundo. No es una lista de cosas inamovibles de la vida, sino más bien productor de nuevas experiencias, algunas poco habituales para repensar nuestras prácticas “This particular genre of instructional case probably best promotes acquisition of pedagogical knowledge that will contribute directly to pedagogical content knowledge”4 (Morine-Dershimer y Kent, 1999, p. 40). Narrar es reinventar para nombrarnos y transformarnos. Se trata básicamente de ubicar otras reglas que hagan visible el actuar pedagógico, reglas soportadas por la enunciación novedosa y particular de las experiencias. Es recoger los “momentos”, la vida itinerante y conversar en torno a las diferentes versiones que presenta la vida. Esto significa analizar y explicar como forma de nombrar y ver el mundo escolar.
En palabras de Polkinghorne (1988), el conocimiento narrativo es un esquema básico que permite organizar las acciones humanas para posibilitar la comprensión de las acciones vividas. El significado narrativo nos provee de un marco para la interpretación de las experiencias pasadas, pero, también, nos puede servir para proyectar las acciones futuras o, por caso, para transformar las prácticas5 pedagógicas. La narración viene a ser algo así como un esquema primario mediante el cual la existencia se organiza significativamente. A esto se añade las ideas Bruner (1996) quien explica que
[h]ay dos modalidades de funcionamiento cognitivo, dos modalidades de pensamiento, y cada una de ellas brinda modos carácterísticos de ordenar la experiencia, de construir la realidad. Las dos (si bien son complementarias) son irreductibles entre sí. Los intentos de reducir una modalidad a la otra o de ignorar una a expensas de la otra hacen perder inevitablemente la rica diversidad que encierra el pensamiento (p. 23).
Al mismo tiempo, la investigación narrativa ha girado, de acuerdo a Pinnegar y Daynes (2006) hacia: a) relación entre el investigador y el participante; b) paso hacia el uso de los discursos como “datos”; c) cambio a lo particular y d) aceptación de epistemologías alternativas. En ese mismo sentido, Clandinin y Caine (2008), por ejemplo, ha señalado que los investigadores narrativos no se pueden sustraer de la realidad investigativa, sino que ellos participan como sujetos activos a través de las experiencias co-construidas. Otro rasgo es la interdisciplinariedad propuesta por Schwandt (citado en Montagud-Mayor, 2014):
la investigación narrativa es el estudio interdisciplinario de las actividades involucradas en la generación y análisis de relatos de experiencias de la vida (por ejemplo, las historias de vida, entrevistas narrativas, revistas, diarios, memorias, autobiografías, biografías) (p. 210).
Para otros académicos como Barkhuizen (citado en Mendieta, 2013) la investigación narrativa tiene diferentes concepciones según diversos investigadores:
For some, it means becoming involved in the big stories of their participants' lives, opening up and exploring vast spatiotemporal landscapes. For others, it means focusing on the here and now of narrative small stories generated in talk-in-interaction. For some, reflections on the content of past experience are important [narrative inquiry], and for others, it is the form of emergent narratives in conversation [narrative study] that attracts analytical attention6 (p. 140).
Sin embargo, todos coinciden en la relación investigador y participante. Para Lieblich, Tuval-Mashiach & Zilber (1998) las narrativas se pueden estudiar como su objeto mismo; es decir, en la narración misma o como un medio para estudiar otros interrogantes. En el primero, el foco se centra en los aspectos formales de las narrativas: estructura de la historia, organización del contenido o el uso del lenguaje; en el segundo, el contenido de las narrativas es el centro de atención. Estas dos tendencias son denominadas por algunos como el estudio narrativo y la investigación narrativa. También, Polkinghorne (1995) identifica dos modos de investigación narrativa, siguiendo la distinción de Bruner: razonamiento paradigmático y narrativo. El primero se denomina “análisis de narrativas” y es útil cuando existen varios relatos narrativos. El investigador estudia estos relatos con el fin de encontrar “temas comunes o manifestaciones conceptuales” (p. 13) a través del corpus elegido. El segundo modo es llamado “análisis narrativo”.
Análisis narrativo y saber pedagógico
Cada vez que se reconstruye un relato, como lo sostiene Riessman (2008), los narradores seleccionan y evalúan los eventos que aprecian como importantes y los enlazan secuencialmente para que los oyentes tengan un significado particular fuera de su “objetividad”. Por tanto, las narrativas reflejan “the power of memory to remember, forget, neglect, and amplify moments in the stream of experience”7 (s/p).
Además de estas cuestiones, el proceso narrativo afirma su carácter dialógico y comunitario al ayudar en la construcción de saberes mediante historias. Incluye la voz del protagonista y, también, otra voces con quienes se comparte el mundo social y cultural. La de otros habitantes e intérpretes que aportan en la significación del relato propio. Entonces, según esta perspectiva, contar implica un encuentro entre el narrador y la comunidad. Se dirige hacia la circulación de ideas entre sus miembros y propicia comprensiones recíprocas o producciones diferentes acerca de la educación. De tal modo que se garantiza la participación de los actores en el marco de un ejercicio democrático de los significados (Kincheloe, 2001). De esta manera, las narrativas docentes incluye los saberes y experiencias, asimismo, los sentidos dados a partir del proceso narrativo. Pero, indudablemente, la implementación de nuevos “dispositivos” de conocimiento en la educación que contribuyen en repensar la enseñanza y el aprendizaje, así como las prácticas derivadas del currículum. Es decir, redefinir los términos de la actividad y el saber pedagógico. “Pero para hacerlo, ese saber pedagógico reconstruido a través de relatos de experiencia tendrá que someterse a ejercicios de reflexividad y a evaluaciones rigurosas en el mismo proceso y después de su elaboración, que les otorguen confiabilidad y legitimidad” (Suárez, 2011, p. 23).
Estos criterios de “validación” difieren con la convencionalidad investigativa. Para eso se propone no caer en la despersonalización u objetividad exigida por la ortodoxia del conocimiento occidental y, al contrario, considerar criterios de participación, verosimilitud, y significado demandados en la investigación crítica. De acuerdo con Gary Anderson y Kathryn Herr (citado en Suárez, 2011), existen una serie de criterios de “confiabilidad” y “validez” para las investigaciones participativas y que se pueden extender hacia el escenario narrativo: 1) acciones que den un entendimiento del problema o reconceptualice; 2) proceso conducente a cuestionar y adecuar las perspectivas existentes a través de triangulación de la información; 3) democratización investigativa que refiera el grado de participación bajo ejes éticos; 4) motivación de los participantes a comprender la realidad para la transformación y 5) la confrontación, evaluación y diálogo de los participantes para llegar a interpretaciones en la investigación.
Cabe mencionar que en ocasión al proceso de indagación narrativa, la experiencia con tada mediante entrevistas o conversaciones a profundidad permite el análisis de lo recordado en las prácticas escolares. Es el momento donde los docentes dotan de densidad las narraciones y las re-interpretan, articulando y dando sentido a los contenidos pedagógicos fragmentados por los acontecimientos. A partir de esta configuración, entonces, el relato va ganando reflexividad a medida que el narrador documenta. Por otro lado, va apropiándose conscientemente de las formas discursivas que posee para identificar el saber pedagógico desde su experiencia. Al mismo tiempo, resulta importante el hecho por su connotación político-pedagógica producto del saber y poder (Foucault, 1970) presente en el ejercicio escolar que deja una huella relativamente reconocible entre maestros.
No obstante, para discernir sobre el concepto de saber pedagógico debemos identificar ciertas ideas que giran en torno a la experiencia, así como entender su desarrollo en la investigación narrativa. Partamos por decir que la experiencia en el campo pedagógico es el núcleo de sentido del proceso educativo. Cabe oponer a esto la disyuntiva que el mundo académico ha presentado al considerar la experiencia como algo de no considerar ni validarla como compañera de la investigación científica formal. En efecto, esto, durante mucho tiempo, generó un obstáculo.
La experiencia era identificada con sensaciones, pulsiones, pasiones, ingenuidad, intuición, credulidad, superficial empirismo, con quedarse atrapado en lo concreto y, por tanto, con ausencia de razón, esto es, de abstracción. Por tanto, el conocimiento, avanzaba contra la experiencia. La experiencia era lo que debía ser superado: en tanto que concreto, en tanto, que subjetivo, en tanto que afectado de afecto, de apego, de interés personal (Contreras & Pérez de Lara, 2010, p. 16).
Pero, en los últimos años, los desarrollos en la vida académica han puesto en evidencia la urgente necesidad de contemplar la experiencia (lo particular, lo temporal, lo subjetivo y lo contingente) como forma de examinar las vivencias humanas, como modo de conocer las realidades en los sujetos para tratar de comprender las singularidades que trae la vida. Es decir, un acercamiento que supera la dualidad objeto/sujeto y nos pone de manifiesto el saber de la experiencia en tanto que la vida se reconoce en unidad a pesar de la complejidad contextual.
De acuerdo con Clandinin y Connelly (2000), algunos métodos en la investigación man tienen ciertas prácticas científicas inflexibles, formalizando marcos de análisis a cualquier realidad8. Por lo tanto, todo lo que esté fuera de él no tiene posibilidad de comprensión ni perspectiva teórica. Incluso, no vale la pena ya que las estructuras formales establecidas son las únicas que darán visión objetiva a la investigación.
Según esta visión formalista, la investigación supone siempre someter los datos a un marco teórico previo y ajeno, de tal manera que quien investiga no está autorizado a tener una perspectiva propia de lo que estudia, no puede dejarse sorprender por lo que observa, no puede encontrarse con lo inesperado, no puede descubrir lo que no estuviera ya de alguna manera anticipado o previsto en el marco (Contreras & Pérez de Lara, 2010, p. 16).
Así las cosas, al sujetar la interpretación a esta señales, pues dejamos de ver las vivencias, los términos que se manifiestan en las personas tal y como suceden, las relaciones generadas por el acto interaccional a cambio de una verificación guiada por modos cientificistas que silencian la experiencia.
Así, pues, la idea de investigar el saber pedagógico se da a partir de situar la experiencia como inicio del saber en el ejercicio educativo. También, en ubicar un espacio para pensar y reflexionar de lo que no es común al hablar de currículo, pedagogía, acto formativo e investigación. Hacer visible lo agudo de la acción docente, el reconocer al otro como parte de la construcción conjunta del saber, el cuestionar y explorar lo que se cree evidente, recurrir a la memoria, a la creación de mundos y significados, recuperar las huellas, el sentido de los sucesos y la valiosa subjetividad. Hay más: los acontecimientos que desestabilizan perturban y duelen, pero que acompañan el vivir. En definitiva, lo incierto y escurridizo en cada persona será siempre un modo propio para investigar. Se trata, entonces, de aceptar que existen vacío e inquietudes en las situaciones de la vida imposible de esquematizar. Por eso, coincido con Contreras & Pérez de Lara (2010) quienes advierten en que “investigar la experiencia educativa es partir de una aceptación, la de moverse en este terreno de incertidumbre y de misterio, sin querer convertirlo en otra cosa” (p. 18).
Al mismo tiempo, las vicisitudes e inquietudes en el mundo pedagógico deben plantearse como preguntas no a solucionar, sino como espacio de profundización. No se aspira a una explicación estática o descripción representacional, mucho menos al reduccionismo ante la complejidad de las relaciones humanas, antes bien, es un re-buscar sutilmente el sentido que ocurre en las personas o ver con las palabras para registrar los encuadres interiores y exteriores que ayudan a ampliar el detalle de la percepción. Es así como capturar o condensar los instantes que fluyen en el contexto vívido y que no se agotan en la mera observación instrumental. Es más bien, una transformación que revela ángulos insospechados, capacidades del saber pedagógico que apuntan deícticamente sobre aspectos de la educación. A juicio de Contreras & Pérez de Lara (2010), “[l]a experiencia educativa es siempre experiencia de la relación y la extrañeza del otro” (p. 18).
Otro rasgo de la experiencia educativa es el misterio por descubrir, es arriesgarse y en trar en los vericuetos para aprender de los claroscuros. Es buscar formas que cooperen con el significado y que nos empuja a pensar y no a recopilar. Para eso, mi convicción es que la investigación narrativa apoya la experiencia a través del encuentro real con las personas. No es suficiente el modo de investigar que las ciencias sociales han instituido, sino que requerimos de nuevas inspiraciones u otras configuraciones para preguntar, conocer y reconocer la realidad. Ahora bien, no es una propuesta superadora, sino un proyecto que potencialmente puede aportar si le damos valor a la voz (mirada) de los educadores. Porque si bien es cierto, la experiencia es el hilo conductor, solo mediante la narrativa logramos darle sentido al ámbito pedagógico.
Lo anterior, puede sonar contradictorio si lo contrastamos con la posición de Clandinin y Connelly (2000), debido a que ellos ponen adelante la experiencia y de manera “subsidiaria” la narración. Sin embargo, a pesar de las posiciones diversas, lo cierto es que la experiencia destila saber y solo puede reconstruirse gracias a la narrativa.
Por otro lado, aceptar que el profesorado sabe y piensa constantemente por su activi dad práctica es reconocer que es un sujeto reflexivo o que en su proceso formativo-práctico se cuestiona en función del propio pensamiento práctico. “En paralelo, se acepta la complejidad del enseñar y la insuficiencia de los métodos cuantitativos para captar la realidad escolar. Enfoque cualitativo, estudio de casos, historias de vida, biografías, narrativas... se presentan como métodos alternativos y más adecuados” (Prólogo de Juan Pérez Ríos citado en Amar, 2016, p. 4).
Por su parte, Foucault (1970) define que el saber no puede analizarse como un dato ni tomarse como una racionalidad, sino que se debe comprender como una práctica discursiva:
[u]n saber es aquello de lo que se puede hablar en una práctica discursiva que así se encuentra especificada: el dominio constituido por los diferentes objetos que adquirirán o no un estatuto científico (el saber de la psiquiatría, en el siglo XIX, no es la suma de aquello que se ha creído verdadero; es el conjunto de las conductas, de las sin gularidades, de las desviaciones de que se puede hablar en el discurso psiquiátrico); un saber es también el espacio en el que el sujeto puede tomar posición para hablar de los objetos de que trata en su discurso (en este sentido, el saber de la medicina clínica es el conjunto de las funciones de mirada, de interrogación, de desciframiento, de registro, de decisión y de subordinación de los enunciados en que los conceptos aparecen, se definen, se aplican y se transforman (a este nivel, el saber de la Historia natural, en el siglo XVIII, no es la suma de lo que ha sido dicho, sino el conjunto de los modos y de los emplazamientos según los cuales se puede integrar a lo ya dicho todo enunciado nuevo); en fin, un saber se define por posibilidades de utilización y de apropiación ofrecidas por el discurso (así, el saber de la economía política, en la época clásica, no es la tesis de las diferentes tesis sostenidas, sino el conjunto de sus puntos de articulación sobre otros discursos o sobre otras prácticas que no son discursivas). Existen saberes que son independientes de las ciencias (que no son ni su esbozo his tórico ni su reverso vivido), pero no existe saber sin una práctica discursiva definida; y toda práctica discursiva puede definirse por el saber que forma (pp. 306-307).
Dicho de otro modo, en lugar de sostenernos tercamente en el eje conocimiento igual a ciencia, podemos, de otro lado, atrevernos a nuevos encuentros partiendo del saber en donde el dominio situado, co-partícipe y empírico nos configure reflexiones más que “proposiciones que obedecen a ciertas leyes” (Foucault, 1970, p. 308). No debemos, entonces, cerrar filas solamente a lo que es demostrable, cosa distinta es abrir territorio a ciertas prácticas que no coinciden con la elaboración científica. Tampoco creer que el saber “es ese almacén de materiales epistemológicos que desaparecería en la ciencia que lo consumara” (Foucault, 1970, p. 310), sino un campo para pensar la sociedad, la cultura, la educación y las relaciones interdisciplinarias que conduzcan a novedosas estrategias pedagógicas (Sáenz, 1992).
De lo anterior, un grupo de investigadores de las Prácticas Pedagógicas en Colombia se apoyaron para pensar el saber escolar. Esto permitió introducir y explorar otros conceptos como intencionalidades, saberes y cotidianidad. Haciendo frente a la disciplina y manuales conductuales en la práctica educativa9. Así, por ejemplo, Martínez Boom (1990) apuntó hacia la práctica pedagógica como un ejercicio azaroso y no tanto institucional o predefinido. Una vitalidad y movilidad de sentidos que evocan pensamiento y relaciones no instrumentales y sí resonantes. “Pensar es un gesto que se proyecta, no como una sumatoria de la teoría y de la práctica, sino como una actitud frente al mundo y como una forma de proceder en el discurso” (Alzate & Tobón, 2007, p. 219). Por eso, la intervención pedagógica debe explicarse como una posibilidad de crítica para la construcción del saber pedagógico que abre puertas hacia la vinculación educativa. Es decir, una práctica que la componen múltiples discursos y variados saberes sobre la realidad. “El Saber Pedagógico desde la lectura arqueológica aplicada a los relatos nos ha mostrado que el saber pedagógico es un saber plural que permite múltiples lecturas de la cotidianidad y muchos de ellos arrojan más dispersión que sistematicidad” (Alzate & Tobón, 2007, p. 221).
Para el saber pedagógico el maestro, el estudiante y el contexto se componen de voluntades y deseos que desembocan en formas de vida10. Se trata, entonces, de revelar las prácticas pedagógicas mediante el ejercicio cotidiano que permite la narrativa y así encontrar los extremos del saber que danzan entre el deseo por conocer y la voluntad de entender. No obstante, con la aparición de las sociedades disciplinadas en el siglo XIX, el saber ha estado centrado en instituciones que ejercen poder, abandonando la percepción y la cotidianidad. Por esta razón, el cuerpo trasmutó a la función objetual “digno” de corrección, castigo y docilidad (Foucault, 2002). Un cuerpo para la utilidad y productividad. “A este saber y a este dominio sobre el cuerpo, Foucault propone llamarlo tecnología política del cuerpo. Se trata de una microfísica del poder que los aparatos y que las instituciones ponen en juego” (Alzate & Tobón, 2007, p. 226). Así las cosas, para algunas instituciones la norma (saber para disciplina) será el discurso a implantar y no la reflexión, educabilidad, enseñanza, aprendizaje, experiencia y práctica que edifique saber pedagógico. Al respecto conviene decir que el saber pedagógico (y su discurso) se desplaza por formas regladas. Contrario a esto Mockus (2002) opina que la norma está por fuera de la esencia fundada por el convivir porque la diferencia es más fértil para vivir juntos. Esto nos lleva a afirmar que el saber está por fuera de las exigencias, pero supone una implicación con el poder y sus formaciones históricas.
Reconozcamos, entonces, que los escenarios escolares coadyuvan en la formación de saberes peculiaridades, diferencias y significativos.
Sin lugar a dudas, la institución escolar siempre estuvo y estará afectada por las expectativas sociales y públicas sobre la formación social y personal de las nuevas generaciones. Pero la actividad de las escuelas no tiene ni cobra sentido si no es experimentada, contada, recreada, vivida por sus habitantes, por los que a través de sus prácticas la reproducen y recrean cotidianamente (Suárez, 2017, p. 43).
Esta permanente resignificación hace del campo educativo un estadio de experiencias cargadas de sentidos diversos que producen interpretaciones del mundo sígnico. No es el control de las prácticas docentes o la determinación de las acciones humanas, sino el despliegue cotidiano producto de la dinámica escolar; es decir, es la actividad educativa la que fabrica formas variadas del saber pedagógico, lejos de las prescripciones teóricas. Todo indica que en el espacio escolar la interdicumbre acompaña cada interacción social. Asimismo, no olvidemos que
las escuelas están surcadas por relatos y discursos que actualizan y tratan de darle una dimensión y una temporalidad humanas, concretas, a ese sentido histórico. Algunos de esos discursos son “oficiales”: están dichos y escritos en el lenguaje técnico, pretendidamente “objetivo”, “neutral”, despojado de subjetividad, que imponen el gobierno, la administración y la gestión de los sistemas educativos. Otras historias, en cambio, se cuentan, se intercambian y se comunican al ras de las experiencias que tienen lugar en las escuelas. Estas historias se narran con las mismas palabras, argumentos y estilos que usan los actores de esas experiencias para ordenarlas, estructurarlas, otorgarles sentido y valor moral (Suárez, 2017, p. 44).
Con sus relatos el docente invita a escuchar, a sumergirse en las experiencias, a las más sutiles percepciones, a la interlocución, a la reflexión, a la discusión, al diálogo polémico, a reconocer las dificultades, a mirar otras estrategias que lograron en el accionar pedagógico de manera particular. Narrar las prácticas escolares abre las perspectivas y pone en consideración el papel de profesores y estudiantes ante una sociedad contemporánea que llama a crear nuevas comprensiones de la función pedagógica. Sus historias nos muestran, también, el saber pedagógico y práctico situado, rico en reflexiones y experiencias, pero que muchas veces es silenciado por voces gubernamentales (dominantes).
Por eso, si pudiéramos sistematizar, acopiar y analizar estos relatos podríamos conocer, entonces, buena parte de la trayectoria profesional de los docentes implicados; sus saberes y supuestos sobre la enseñanza; sus recorridos y experiencias laborales; sus certezas, sus dudas y preguntas; sus inquietudes, deseos y logros (Suárez, 2017, p. 44).
Ahora bien: si le apostáramos a la investigación narrativa con docentes, seguramente conoceríamos otras versiones sobre la historia escolar, leeríamos una realidad más polifónica, llena de contingencias que nos llevaría a pensar en términos político-pedagógicos y no tanto al recetario didáctico de la “buena enseñanza”. Podríamos, además, reconocer en las narraciones oportunidades para la construcción del saber pedagógico específico. No obstante, lastimosamente, la mayoría de las historias se pierden o desechan. En muchos casos, las descalifican y las ponen en un conjunto de cuentos triviales que los docentes emplean para hablar entre ellos porque a la luz de la tradición pedagógica el discurso permitido es de calidad, resultados, evaluación, control y eficiencia. Ahora, esta dificultad se hace más compleja si el docente no toma consciencia de sus experiencias y no las registran o no las documentan.
Los docentes, por lo general, son renuentes a escribir, pero cuando escriben en la escuela lo hacen siguiendo pautas externas o guiones prefigurados, copiando planificaciones didácticas, llenando planillas administrativas, completando informes solicitados por superiores jerárquicos del aparato escolar. Pero sus datos, informes y documentos muchas veces no ofrecen materiales ricos, sensibles y adecuados para la deliberación, la reflexión y el pensamiento pedagógicos, o para la toma de decisiones en los ambientes inciertos, polimorfos y cambiantes que se conforman en las escuelas y las aulas. No caben dudas de que, a través del acopio y la sistematización de las informaciones que proveen, se pueden conocer aspectos importantes del funcionamiento de las escuelas y de la producción pedagógica de sus actores. No obstante, la mayoría de las veces, estos documentos escolares están estructurados y se desarrollan con arreglo a requerimientos estrictamente administrativos, de gestión y de control para el gobierno centralizado de la actividad de las escuelas, o bien están atravesados por la lógica normativa-prescriptiva de la anticipación (Suárez, 2017, p. 45).
En los dos casos, lamentablemente, las experiencias se fragmentan o procedimentalizan en categorías ajenas a la actividad educativa (Bolívar, 2002). En cambio, cuando las narrativas pedagógicas se reconocen como espacio de saber y están bien construidas, pues, las historias contribuyen a los docentes a pensar, sentir y ver lo que hacen en la escuela. Son materiales significativos que llaman a la reflexión y diálogo comunitario. La interpretación, discurso e intercambio entre profesores hacen posible una identidad del quehacer pedagógico y reflejadas en la reconstrucción del saber pedagógico producto de las prácticas, experiencias y reflexiones.
Esta concepción señala también a las narrativas como consustanciales al campo de la educación: pequeños relatos, historias de vida, experiencias, autobiografías, testimonio, búsquedas identitarias, trayectorias, recuperación de memorias familiares o grupales, que pueden ser analizadas no sólo en «lo que dicen» sino en los modos de su enunciación, atendiendo a las voces del relato, su temporalidad, sus protagonistas, los sentidos de su puesta en trama, la dimensión histórica y existencial que trazan, las tramas de poder que configuran (Arfuch, 2009, p. 240).
Así las cosas, la investigación narrativa adquirirá relevancia al identificar el saber peda gógico a partir de los relatos que contienen sus experiencias e interpretaciones del mundo escolar. Asimismo, reconociendo la voz de sus protagonistas que no solo explican, sino que incorporan su mirada y exponen el sentido de lo que hacen a diario. De esta manera, al hilar sus historias, los docentes dan parte de su saber práctico y, al mismo tiempo, ponen en conocimiento a otros para que estos las entrelacen, las comprendan, las vuelvan explícitas e interpreten las experiencias a partir de la estructura narrativa (Ricoeur, 2001). Es decir, los relatos son la forma de compartir, saber, transmitir, comunicar y leer el mundo escolar como texto. Además, de recrear el modo como los docentes organizan y cuentan la actividad educativa. Pero,
¿ [c]ómo pensar la cuestión de lo biográfico en el campo de la educación? Por un lado, la investigación educativa ha descubierto, como otras disciplinas, el interés que ofrecen las biografías de los actores y los «pequeños relatos» que los involucran en todo intento de historizar y analizar las prácticas, de dar cuenta de lógicas institucionales y dirimir conflictos de interpretación. Por el otro, y éste es el aspecto, creo, menos con templado y en el que me gustaría insistir, está la cuestión esencial de lo que supo ne la biografía en el aula, es decir, las experiencias singulares de los educandos en el proceso de la educación. Porque en la tensión uniformizadora de la escuela, en su pretensión de universalidad -de criterios, de conceptos, de creación de ciudadanía, de afianzamiento de la nacionalidad- el grupo prima a menudo por sobre las individualidades y los rasgos propios se diluyen en categorizaciones de orden general. Sin embargo el poder hablar de sí, de la experiencia cotidiana y la trama familiar, de situaciones y conflictos en los distintos ámbitos de pertenencia, es una ayuda invalorable para la creación colectiva del saber, al tiempo que el conocimiento recíproco puede aportar justamente al reconocimiento de las diferencias -étnicas, religiosas, culturales, de género, etcétera- en tempranas etapas de la formación. La biografía puede integrarse también a la propia expresión creativa en cualquier tema, si se le da un lugar preponderante y no se la diluye en la identidad grupal (Arfuch, 2009, pp. 235-236).
Ahora es oportuno mencionar que este dispositivo de indagación pedagógico tiene desarrollos profundos en países como Argentina desde inicio del siglo XXI. Puesto en marcha por diferentes investigadores a través de proyectos que centraron su mirada en el saber pedagógico y las experiencias docentes (ver Suárez, Ochoa & Dávila, 2003a; Suárez, Ochoa & Dávila, 2003b; Suárez & Ochoa 2005). Al mismo tiempo, esta modalidad de investigación se ha apoyado de principios teóricos y metodológicos provenientes de la etnografía de la educación (ver Velasco, García & Díaz de Rada, 1993), la investigación cualitativa, interpretativa, investigación-acción o aquellas basadas en la reflexión (Bolívar, 2002) entre otros. Todo en función, básicamente, de conocer las prácticas y experiencias sociales, culturales y educativas de los docentes. En esta parte involucramos los elementos sociales y culturales porque en ellos hay un conjunto de estilos de vida adquiridos que incluye modos de pensar, actuar y sentir (Harris, 1990).
Los docentes, cuando narran experiencias pedagógicas que los tienen como protagonistas, están reconstruyendo interpretativamente sus trayectorias profesionales y les están otorgando sentidos particulares a lo que hicieron y a lo que alcanzaron a ser como docentes, en el mismo movimiento en que re-elaboran reflexivamente sus vidas y se re-posicionan respecto de ellas, ya más distanciados que cuando las vivieron. A través de esas narraciones, proyectan sus expectativas, preguntas y preocupaciones; las dicen, las escriben, las comparten y conversan con otros colegas en el lenguaje de la práctica, con sus propias palabras (Suárez, 2017, p. 45).
Como se ve, cuando los docentes narrar sus experiencias, entonces, revelan los sentidos y saberes pedagógicos que se encontraban ignorados o no se nombraban por creerlas cotidianas y poco dignas de contar. Por el contrario, al relatar descubrimos condiciones especificas del mundo escolar, interpretaciones y reflexiones producto de la disposición narrativa, llevándonos a crear y habilitar nuevas formas de difusión del saber pedagógico. Son las huellas educativas y no la tradicional “corrección escritural” la que se considera en este proceso. En definitiva, es una propuesta que pretende combinar lo político, social, cultura y pedagógico para promover otras miradas en la educación y la actividad docente.
A diferencias de los trabajos donde la dimensión subjetiva se esconde o se controla por creerla poco neutral, acá la experiencia escolar cobra una importancia y relevancia movida hacia los interrogantes y vicisitudes de la práctica pedagógica, intenta destacar las experiencias vívidas y únicas de los maestros, busca comprender la cotidianidad, reconstruye los sentidos, reformula, amplía y transforma la propia práctica.
La propuesta, entonces, consiste en habilitar otros espacios, tiempos y condiciones para pensar y actuar sobre la escuela, y hacer posible otras relaciones entre los actores de los sistemas escolares que permitan comprender y problematizar algunos aspectos significativos de la vida escolar, que las estrategias vigentes no tienen presentes (Suárez, 2017, p. 53).
Esto significa, valorar el papel docente, destacar las acciones innovadoras en el aula, reconocer el carácter polifónico de la educación y atender las experiencias situadas con el propósito de identificar los saberes pedagógicos que a diario se fabrican. El saber pedagógico es específico e irrectucible, pero lo más importante es que nos acerca en la identificación de límites y posibilidades como sujetos pedagógicos ante contextos variados e influenciados por condiciones sociales y culturales de todo tipo. En consecuencia, el saber remite más hacia una “cultura práctica”, diferenciada de la “cultura técnica” u burócrata organizacional. A juicio de Gómez-Ramos (2021), “[l]a relación con el saber requiere de un reconocimiento, por encima de los contenidos y guías de aprendizaje” (p. 61). Así las cosas, el saber pedagógico favorece y confirma los sentidos y significados producto de las experiencias escolares, consiente interpretaciones, se abre a múltiples explicaciones que muchas veces percibimos, pero no recreamos. Se trata de un saber que advierte lo que pedagógicamente sucede y de lo que presentan sus actores cuando actúan. Dicho de otra manera, es un saber situado, construido y reproducido narrativamente; por esto mismo, huye de las generalidades que aspiran a mantener modelos tradicionales científico-técnicos. Antes al contrario, anhela con resistir desde la subjetividad; por eso, la propuesta de llamarlo saber y no conocimiento porque en la costumbre objetiva y neutral el conocimiento reposa en expertos y especialistas que transitan con el repertorio de patrones científicos a emplear. Sin embargo, para Suárez (2005), la diferencia recae en la necesidad de proponer otras formas discursivas frente a las denominaciones establecidas.
Conclusiones
Ahondemos más. La escuela, los docentes, los estudiantes y el resto de la comunidad hacen parte de la visión educativa, especialmente, sobre la enseñanza y aprendizaje que no pondera, sino que extiende las capacidades en determinados contextos y circunstancias. Luego, el saber pedagógico se construirá a partir de todo el acumulado experiencial. Es un saber reconfigurado, arraigado a ideologías, a la cultura escolar y social, a las tradiciones e invenciones pedagógicas que la comunidad va encontrando en la actividad educativa. Es decir, un saber pedagógico puesta en la práctica y pensada de acuerdo con las necesidades y capacidades. Ahora, esto no quiere decir que se desconocen otras formaciones, sino que mirar la educación centrada en la autoridad y medición hace que se pierda la habilidad de los sujetos y se crean barreras perceptivas como incapacidad y poca cualificación en quienes a diario viven lo políticamente ordenado. Por ende, vale la pena retomar la idea de Suárez (2005) quien expone el saber pedagógico como un saber para democratizar el ejercicio educativo o, mejor dicho, para eliminar los silencios que el poder tecnocrática ha impuesto, para suprimir las restricciones y posibilidad la reflexión, para poner en circulación la voz de los contextos, reorganizar los saberes, para amplificar la diversidad, para debatir, para desafiar las formas escolares que se han presentado como exclusiva opción cognitiva, para convocar a la participación de quienes intervienen en el campo educativo y, en definitiva, para reconocer el trabajo pedagógico en los colegios y reposicionar el saber de los docentes.
Aludía más arriba que muchos modelos de investigación, actualmente, registran las experiencias, pero casi todas consideran el discurso como una manifestación tácita del saber sin ponerlo en diálogo con otras construcciones que abrazan la experiencia; además, silenciando el sujeto que siente, piensa y ve los espacios que narra. Cabe aquí anticipar que la voz del docente no se compara con la mirada luminosa dominante o depredadora porque aquel que se dedica a deslumbrar puede perder la facultad de hallar nuevas realidades. Para eso, la idea es mantenerse en la incertidumbre. Una incertidumbre que merodea y que crea otros mundos posibles. Así, pues, la narración será, entonces, el ejercicio que permite concebir significados y producir miradas fértiles.
Contrario a las miradas investigativas de corte teórico-pedagógicas y didácticas al uso, la investigación narrativa tiene de innovador el considerar los aspectos del dominio social imbricados en el sujeto a través de las interacciones comunicativas de su cultura e historia. Asimismo, el trabajo con narrativas permite la reflexión sobre los discursos oficiales, sobre la práctica educativa y sobre la imagen que presenta el Estado con relación a la evaluación curricular, la enseñanza, el aprendizaje y la carrera docente. Por eso, insistimos en considerar las condiciones personales y sociales en las cuales los individuos adoptan posiciones al interior del diálogo narrativo11 y consideramos que las experiencias, cuando son dialogadas con los compañeros de trabajo tienen el potencial para movilizarlos y provocar en ellos un cierto sentido de identidad frente a sus vidas silenciadas, marginalizadas por el aparato educativo estatal (Barrera, Sánchez & Cerquera, 2021, p. 174).
Consideremos ahora, el tiempo en la narrativa como aquel que conjugamos para contar las historias. No es el tiempo cronológico ni marcado por las manecillas del reloj, sino el tiempo denso que pone énfasis en los acontecimientos vividos. Es tiempo de la interrupción súbita; es el tiempo del narrador que se pone de frente a la realidad contada; es el tiempo donde la neutralidad desaparece y nos ubica de cara a nuestras experiencias que vienen desde adentro. Hay sensibilidad y contingencia. Un tiempo que potencia el relato y nos ayuda a armas o tejer los colores de la trama para conformar la manta de la historia. Para Porta (2020), por ejemplo, este tiempo contribuye en la condición metodológico donde las vidas que intentamos intepretar van moldeando el trabajo investigativo. Tenemos, entonces, un seguimiento, pero no continuidad como lo hace la historia de vida. Situamos una estrategia interpretativa para rescatar el tiempo acontecido con la narrativa. Es el tiempo no lineal sobre la base de una memoria segmentada que intentamos recomponer al contar. La clave está en el diálogo. Meta-narrativas de la vida que nos estaciona en preguntas e indagaciones de la práctica. Esto no significa que somos meros recolectores de historias, sino que las historias obtenidas cooperan en identificación del saber pedagógico para la transformación escolar. Asimismo, reposiciona el saber docente e instituye relaciones horizontales con la comunidad educativa. Pensando, sobre todo, en la no hegemonización discursiva (y administrativa) y sí la validación de la práctica pedagógica como configuración de saber en el campo escolar. Ahora se comprende por qué Suárez (2005) sugiere ocuparse de las nuevas visiones investigativas y educativas que lleven a desmontar los dispositivos top-down, centrados en especialistas que legitiman un saber lingüísticamente dominante (Bourdieu, 1985) o lo que llamo saber estándar.
Dicho esto, no es raro encontrar en las reformas educativas de los años 90 en Argentina o las de finales de la década de 1950 y mediados de 1970, en Colombia y en buena parte de América Latina una concepción del docente de forma vertical y desacreditando sus experiencias y saberes pedagógicos. Como caso típico está la reforma en Colombia de la educación especial que “pretendió responder” a las necesidades escolares de sujetos con discapacidad. No obstante, lo que se produjo fue una desestatalización y negación a las experiencias pedagógicas desarrolladas antes del “fracaso” planteado por tratados europeos y norteamericanos(Yarza de los Ríos, Ramírez, Mejía & Vásquez, 2015).
La anterior idea de “fracaso” trajo per se una descalificación a la actividad docente y la imposición del régimen de verdad a través de la legitimación de discursos e instituciones. En ese sentido, la distancia entre las experiencias heterogéneas de los docentes y la oficialización discursiva generó una coacción en el saber pedagógico al poner en operación la “función de experto” (Martínez & Orozco, 2010), desconciendo e ignorando las miradas de los maestros. De todo ello, lo que tenemos actualmente es una sobre abundancia legislativa12 que poco o nada sirve y un atraso de varios lustros (Sarmiento, 2010).