Introducción
El pueblo de los pastos es originario del Altiplano Nariñense, también conocido como Altiplano de Túquerres e Ipiales. Se encuentra en la frontera colombo- ecuatoriana, en el territorio comprendido entre los ríos Chota y Guáitara y las cordilleras Occidental y Central (Mamián Guzmán, 1996, 2004), al suroccidente de Colombia. Los terrenos del pueblo de los pastos comprenden páramos y volcanes nevados en ambas cordilleras sobre los 4.700 m s.n.m.; los altiplanos y terrazas de Túquerres e Ipiales, entre 2.700 y 3.000 m s.n.m. y las tierras tibias de las hoyas, cañones, valles interandinos y los flancos exteriores de las cadenas montañosas sobre 1.200 m s.n.m.
La usurpación del territorio pasto comenzó con la Conquista peninsular en 1536 (Calero, 1991). Para el periodo republicano, los terratenientes blancos, en muchos casos descendientes de los colonizadores, ya habían despojado a los indígenas de buena parte de los terrenos de resguardo, que la Corona les había titulado. Como resultado, las fértiles llanuras, consideradas las mejores tierras de la región, resultaron concentradas en manos de unas pocas familias de mestizos.
Los pastos viven en su mayoría en comunidades organizadas territorial y políticamente en resguardos y cabildos, constituidos desde la colonia. Si bien estuvieron en riesgo de desaparición por presiones político-administrativas y el despojo de tierras durante la primera mitad del Siglo XX (Ver Kloosterman, 1997; López Cortés, 2016; Palacios Palacios, 2013; Rappaport, 2005; Charfuelán Caipe, Ortega Valenzuela, Quiguantar Cuatín & Taimal Aza, 2021), sus jurisdicciones territoriales fueron reconocidas nuevamente por la Constitución Política de 1991, tras el proceso de luchas por la tierra que libraron los indígenas del suroccidente (Findji, 1992).
El resguardo pasto de Pastás, dentro de la jurisdicción del municipio de Aldana, se ubica sobre los 3.000 metros de altura, en la meseta de Túquerres. No obstante, su terreno es mucho más quebrado que el de los pueblos vecinos. Para don Luis Gonzalo Erira, mayor indígena de Aldana, lo escarpado del terreno de su resguardo desincentivó la usurpación y concentración de tierras por parte de hacendados blancos. Por eso, en Pastás las familias indígenas aún pueden subsistir por medio de la producción agropecuaria, principalmente de papa y leche, en minifundios que han heredado de sus mayores.
En 2010, cuando comenzó mi trabajo de campo en Aldana, doña Tulia Piarpuzán y su esposo don Marcos Reina, junto a su hija doña Esperanza Reina, me acogieron en su vivienda y en su familia. Hasta el 2013, entre los tres tuvieron cuatro vacas y tres o cuatro terneros (que eran vendidos y reemplazados cada tanto, pues las vacas deben parir una vez al año para que no disminuya su producción lechera), además de más o menos treinta cuyes, un par de conejos, una docena de pollos y gallinas y entre tres y cinco perros. En ese tiempo doña Esperanza, que no es propietaria de tierra, trabajaba «al jornal»: empleada en cultivos de alguien más por el pago diario. Gracias a ese ingreso y al que percibía por la venta de leche, ayudaba a sus dos hijas y arrendaba una parcela de hierba para su vaca. Los terrenos de doña Tulia y don Marcos Reina, que no alcanzaban una hectárea, se repartían en pequeños cultivos de maíz, papa, ollocos y hierba para los animales. Para 2014 quedaban tres vacas, dos de doña Tulia y una de doña Esperanza. Ella dejó de jornalear, se había vuelto mucho esfuerzo para una mujer que ya se acercaba a los sesenta años. Hoy en día tienen una vaca cada una, junto con las otras especies de corral y algunos perros.
La familia Cumbal Rosero, de la vereda El Chaquilulo, no era propietaria de tierra. Por eso, junto a sus hijos Jhon y Miguel, entonces de ocho y once años, Sandra Rosero y Jairo Cumbal desempeñaban múltiples trabajos para un tenedor de vacas y terrenos. Los Cumbal Rosero cultivaban papas, pastoreaban y ordeñaban las vacas con la ayuda de sus perros. Además, Sandra criaba cuyes, conejos y puercos, principalmente para vender.
El presente texto es resultado de un trabajo de campo adelantado entre 2010 y 2014 en seis estancias de una semana y tres de un mes, cada una, en el resguardo indígena pasto de Pastás, en el sur andino de Nariño. Practiqué observación participante, que consistió en aprender y acompañar la vida y los trabajos de las familias mencionadas.
Enseñarse a comer y a trabajar
Pitufo fue un regalo que les mandaron de Ipiales a las Reina. Un perro de color claro, ojos redondos, orejas y pelo largos; pequeñito, como indica su nombre. Debido a que llegó adulto, doña Esperanza temía que no «se enseñara» al campo y muriera, pues al principio rechazó la comida que les servían a los otros perros. En Aldana es bien sabido que la gente de la ciudad come arroz en abundancia, al contrario que la del campo, quienes comen, preferiblemente, sopas de tubérculos, repollo y maíz. Entonces, la dieta del recién llegado fueron dos raciones diarias de este grano con un poco de leche: el Pitufo no aceptaba ningún otro tipo de alimento. Una concesión importante pues comparada con la comida de los otros perros, la del recién llegado era un manjar. Resignada, doña Esperanza definió al pequeño perro como «pobre y formal»: pobre de gustos refinados, o pobre y exigente. Una condición contradictoria e indeseada. Pasadas algunas semanas, cuando ya les parecía habituado a la vida en la casa, se acabaron los miramientos con Pitufo, quien empezó a recibir a las horas del almuerzo y la merienda la misma comida que los demás perros: las sobras de la sopa y el agua con que se enjuagan las ollas.
Cerca de dos años antes, un domingo de enero de 2011 había llegado Linda. De color amarillo claro y extremidades largas terminadas en gruesas patas, todavía con las maneras atropelladas de los perros jóvenes. Labrador, dijeron. Fue otro regalo, de unos familiares de Pasto, capital del departamento. Aunque las mujeres agradecieron el presente, les pareció inconveniente, pues ya había dos perros en la casa. Tener una más, de mayor tamaño que el promedio, supondría un gasto de comida considerable. -Si tan solo les hubiesen llevado un macho-, supongo que pensó doña Esperanza. Las perras les gustan menos, pues hay que cuidarlas para que no queden preñadas.
Linda llegó a acompañar al Copo, el perro blanco de ojos llorosos y orejas puntiagudas de don Marcos, el mayor de la familia Reina, y a la Loba, única habitante de la plancha de la casa de doña Esperanza, contigua a la materna. La Loba veía pasar los días allí confinada desde hacía meses. En primer lugar, porque le había dado por comer pollos y, en segundo lugar, para prevenir que un perro la envasara (preñara). Además, una vigilante que está en la altura siente primero y mejor a cualquiera que se aproxime a la casa. El único acceso a esa segunda planta destechada es una escalera recostada contra la pared. Por ahí le llevan la comida dos veces al día y, cada tanto, doña Esperanza sube para limpiar los excrementos.
Quienes llevaron a Linda prometieron volver a Aldana la semana siguiente para conocer el estado de su mascota. Dijeron que la llevarían de regreso a Pasto en caso de que no se enseñara a la vida del campo. Las Reina pusieron en duda esa intención. La noche siguiente doña Esperanza recibió una llamada: el hombre que llevó a Linda había sido asesinado en Pasto. Con él desapareció la esperanza de deshacerse de la perra.
Quizá Linda nunca había gozado de un campo tan amplio como el que encontró en Aldana; parecía enloquecer cuando echaba a correr en la hierba. Su excesiva energía exasperaba a las dueñas de casa y espantaba a las gallinas y a los terneros. Doña Esperanza, que apenas la toleraba en ese tiempo, la rebautizó con frustración «Linda-mierda». Por su parte, don Marcos Reina, silencioso e impasible, ahora repartía su pan o algún bocado sabroso con la Linda y el Copo. Se los lanzaba hasta la puerta de la cocina desde el rincón del fogón de leña, donde se sentaba.
Cerca de medio año transcurrió para que la perra y las mujeres se enseñaran a vivir juntas. Cuando regresamos a Aldana en octubre de 2011, las mayores nos contaron acerca de la inteligencia que la perra había revelado. Ahora era una gran pastora. Solita, dijeron, había aprendido a guiar a las vacas desde el corral hasta el potrero, donde pastaban en el día; a atajarlas, cuando perdían el camino y a reprenderlas con suaves mordiscos en las patas traseras, cuando se ponían voluntariosas. Sin que nadie lo hubiera previsto, se convirtió en la compañera de doña Tulia: en las mañanas para sacar la leche, al mediodía para mudar las vacas (correr la estaca que las sujeta hasta un lugar donde la hierba aún no esté comida), y en las tardes, para conducirlas de vuelta al corral donde duermen. Aprendió a no meterse a la cocina «a fuerza de correa y juco», tubo de sesenta centímetros para avivar el fuego de la estufa de leña, que doña Tulia le asentó en las patas traseras o en las costillas, siempre que consideró necesario. Y, a pesar de venir de Pasto, muy pronto Linda comió todo lo que le daban: «no dejaba perder ni siquiera las cáscaras de mango», que esperaba paciente en la puerta de la cocina.
Con doña Esperanza también tenía una rutina. Cada mañana, cuando la mujer salía de su casa al rayar el día, Linda iba a su encuentro; parada en las patas traseras por un instante acercaba su nariz café clara, húmeda y fría a la de doña Esperanza. Ella nos explicó sonriendo que era una mucha, un beso. Cuando terminó esa salida de campo fue la última vez que vi a Linda y a don Marcos.
Murieron con un mes de diferencia, ambos de manera inesperada. Primero fue el mayor, como consecuencia de una enfermedad que nadie sabía que tenía. Le siguió Linda. Cuando pasó un día entero sin aparecer por la casa, supieron que algo malo ocurría. Al día siguiente encontraron su cuerpo en una zanja. No sospechan quién la pudo envenenar, tampoco supieron si se debió a un intento de robo, porque no se llevaron sustos por esos días. -Como la vieron tan grande-, conjeturó doña Esperanza, los posibles ladrones pudieron matarla anticipando el ataque de la perra. También se podía tratar de envidia, aventuró doña Tulia; a diferencia de sus vecinos, a ella la visita mucha gente: sus hijas, nietas y nietos van todos los domingos, en ocasiones llegan familiares y amigos de lejo y esto puede ser un motivo para que alguien le quiera causar daño. Lo cierto es, dijeron ellas, que lloraron a Linda tanto como a don Marcos. Era inevitable recordarla; doña Esperanza extrañaba su saludo al salir de la casa, a doña Tulia le hacía falta su ayuda con el ganado. «Nos dejó enseñando»2, dijo doña Tulia.
Cuando en Aldana hablan de enseñarse se refieren al proceso de adaptación a un modo de vida particular. Enseñarse tiene que ver con la necesidad de adaptarse a las condiciones de la vida como un aprendizaje, que cada cual se procura, al tiempo que reconoce que no sería posible hacerlo sin lo que enseñan quienes nos rodean. Esta noción da cuenta de la vida social como la sugiere Tim Ingold; algo que se experimenta y a lo que uno se somete: «Un proceso en el cual los humanos crecen y son hechos crecer ;…; dentro de campos de relaciones establecidas a través de la presencia y actividades de otros» (Ingold, 2018, p.178). Pero no solo los humanos crecen gracias a que son ayudados a crecer por otros, los perros también lo hacen; por eso se enseñan.
Como explica Donna Haraway, vivimos con animales no humanos «enredados en relaciones que nos co-constituyen», de ese modo «devenimos con en una práctica que nos vuelve mundanos» (Haraway, 2008, p.3, énfasis en el original). Es decir, podemos llegar a ser alguien o algo en el mundo gracias a que vivimos en compañía de otros seres. Habría que agregar que ese devenir nunca está terminado. Mejor sería: «estamos deviniendo o enseñándonos con». En el caso de Linda, la vida junto a las vacas y a las humanas estaban haciendo de ella una gran pastora. Doña Tulia, por su parte, se había enseñado a la compañía de la perra, en ese tiempo la había hecho mejor tenedora de vacas, pues le restaba esfuerzo a su labor.
Como Haraway explica (2002, 2008), se hacían una a la otra y a sí mismas, corporal y significativamente: las compañeras; perra, vacas y humana estaban surgiendo en la vida compartida. El devenir de Linda como pastora no consistía en la impresión de una idea humana previa sobre una materia «neutral», a diferencia del condicionamiento impuesto por la humana a las especies animales que reciben algún tipo de adiestramiento (Cfr. Medrano, 2016).
Un mayor que no tiene una vaca no tiene nada
Hasta hace unos cuarenta años tener vaca era una condición para construir la propia casa. Así nos contó misiá Laura, cuñada del finado Marcos Reina. En el tiempo en que ella y don Antonio se ajuntaron, las parejas recién constituidas construían la vivienda que habitarían con ayuda de los vecinos y amigos. Por lo general, vivían algún tiempo, en ocasiones un par de años, en la casa de los suegros mientras reunían y alistaban con mucho trabajo lo necesario para la construcción: traían paja de los páramos o compraban tejas de barro para techar, elaboraban el adobe para levantar las paredes, criaban y engordaban a la res para sacrificar y cultivaban el maíz para la chicha. En ese tiempo no se pagaba a los constructores; en cambio, les ofrecían carne de vaca y la bebida fermentada a todos los que venían a trabajar. El día en que culminaban la obra se «sacaba a la vieja» sahumando la nueva vivienda, y a sus dueños con las hierbas que curan las enfermedades del monte (Rivera Morato 2010). Al final todos bebían chicha y chapil, aguardiente artesanal, hasta el amanecer. Hoy en día hay que tener dinero y no vaca para construir las viviendas. Sin embargo, cuando se termina (casi siempre parcialmente) la edificación de una casa; es decir, «se echa la plancha», los nuevos dueños ofrecen a sus familiares una comida de cuy con chicha.
Rara vez se sacrifica alguna de las vacas de las familias, excepto cuando alguien del núcleo familiar muere. La comadre Esther fue criada en un pueblo del norte de Nariño, donde no acostumbran servir comida en los velorios. Por eso una vez dijo: «qué feo; en Aldana hay que tener vaca para morirse». Durante los tres días que dura un funeral, los deudos brindan a las decenas de asistentes almuerzo o merienda (o ambos si vienen de lejos) con una porción de carne. Quienes no tienen reses, reciben un auxilio económico del cabildo, con el que normalmente compran un animal para sacrificar, si esperan muchos asistentes, o carne por kilos, si son pocas las personas que acompañarán las exequias.
Los animales también resultan constitutivos de los humanos cuando tienen la función de «ayudarnos a estar disponibles o listos para pasar el umbral» (Haraway, 2008, p.27 ) o, como dice Ingold, «pasar de una fase de vida y crecimiento a la siguiente» (2018, p.171). Para los pastos, los animales que crían les permiten recibir los sacramentos, edificar la vivienda u ofrecer un funeral digno a los seres queridos. De acuerdo con Suárez Guava «la vida de los pastos tiene sentido por las fiestas y por el trabajo que las hace posibles» (2021, p.237). Los pastos trabajan para festejar y festejan el trabajo. Y, debido a que en el campo la mayoría de animales son criados para el autoconsumo, antes de su sacrificio, cuyes, gallinas, puercos y vacas, han hecho parte fundamental de la vida de la gente. Hasta ese momento les habrán proporcionado ocupaciones, conocimiento y fuerza que solo se «crían» por medio del trabajo y las tareas trabajosas (Ortiz Hernández, 2016).
Por eso, según doña Esperanza Reina, «un mayor que no tiene una vaca no tiene nada». Calculaba que tendría que irse a trabajar un par de días de esa semana para completar el dinero que le permitiera pagar el alquiler de un potrero. Cada mes o mes y medio debe arrendar una parcela de hierba para su única rumiante, acompañada cada año por un ternero durante algunos meses. La misma doña Esperanza se refirió a su situación con cierta ironía: «jum, trabajar para la vaca...». Aunque cada semana vende los excedentes de leche que no consumen ella o su familia, el dinero que reúne no es suficiente para un mes de arriendo del potrero.
Sandra Rosero también planteaba que el trabajo de toda su familia como cuidadores del ganado de don José Palma estaba motivado por algo más que el beneficio económico. Solo les pagaba cien mil pesos mensuales3 (a todos) por una labor que iba desde la madrugada hasta la noche, todos los días. Sandra aseguró que aceptaban el trabajo porque el patrón les permitía tener un par de vacas propias en el potrero; así nunca les faltaba la leche en casa y, si sobraba, la vendían. Además, ella y sus hijos siempre tenían a disposición abundante hierba para sus cuyes. De modo que poder contar con leche y los pequeños roedores, es tanto o más importante que tener dinero: brindan, adicionalmente, una ocupación.
Sin embargo, no todos los indígenas pastos que viven en la ruralidad comparten la vida con sus animales. Porcher (2017) explica que la cría de animales es más que producción; se trata de ser y estar juntos, compartir, cooperar y crear lazos, en el marco de un sentido moral. Por eso, asegura la autora, sólo quienes aman a los animales conservan este trabajo como modo de ganarse la vida sobre otros posibles. Doña Lucía Erira, por ejemplo, contemporánea de doña Esperanza, dice que solo le gusta tener unos tres cuyes, «para no más de darle al único hijo», cuando va a Aldana a visitarla. La mujer de larguísimas uñas pintadas y pelo negro hasta la cintura, también dijo aquella vez que cuando su única gallina se enseñó a poner los huevos en el monte, o en la zanja (no lo sabía), ella no tuvo genio para perseguirla, así que prefirió perderlos. Al tiempo que la vida familiar y social de doña Lucía es tan reducida como sus animales, lo es su gusto por ocuparse de ellos.
Doña Lucía Erira y su hermano Luis Gonzalo fueron propietarios de un par de vacas hace algunos años. En una ocasión en que los invitaron a una fiesta, se las robaron a plena luz del día. Con todos los vecinos ocupados en la celebración, no hubo quién viera salir a los ladrones con el ganado. Por eso afirma que no vuelve a criar vacas: «se sufre mucho con los animales, para que se los roben», -¿se sufre?- «claro, porque llueva o no llueva toca andar con ellos».
Aun así, son más las familias que prefieren vivir con las vacas, aunque no les reporten mayores beneficios económicos. Las hijas de doña Tulia y doña Esperanza, por ejemplo, procuran cada tanto convencer a las dos mujeres de que abandonen la vida en el campo, demasiado trabajosa, para irse a vivir a Ipiales, donde podrían gozar del descanso y un retiro merecido. Doña Esperanza responde que no quieren dejar los animales, especialmente las vacas, porque, aunque reconoce que ella y su madre están mayores y todo les cuesta más trabajo, «tampoco están tan acabadas como para dejar todo y echarse a morir»; perder sus ocupaciones sería renunciar a la vida.
En la casa de doña Aura y don Mesías, dos mayores de Chitaíra, ocurrió algo similar. Uno de sus hijos le había encargado al padre el cuidado de la yunta de bueyes con la que él trabajaba. El anciano don Mesías salía a las tres o cuatro de la mañana montado en su yegua, arreaba al par de animales hasta el potrero para que alcanzaran a pastar por lo menos dos horas antes de comenzar la faena y en la tarde hacía lo mismo para guardarlos antes de oscurecer. A la ardua jornada se sumaba una dificultad: los dos toros eran bravos. De acuerdo con doña Aura, debido a que ninguno de los dos era castrado. Cuando el par de animales se enfrentaban corrían el riesgo de salir heridos gravemente, igual que don Mesías si intentaba detener la riña.
En una ocasión, una mujer que pasaba por el camino espantó a uno de los toros, este corneó a la yegua del mayor, la hizo dar un brinco y lo derribó. La caída colmó la paciencia de los otros hijos de don Mesías. Notaron, además, que el exceso de trabajo estaba deteriorando su salud; de modo que le exigieron a su hermano vender los toros. Después de eso, asegura doña Aura, al perder la única ocupación, su marido se «hizo aburrido». La sordera que tenía hacía algunos años empeoró. Eso lo volvió más huraño y su trato con los demás fue más desobligante que nunca. Por su parte, el dueño de la yunta sufrió tal pena por la ausencia de sus animales, que se volvió chumado; en sus frecuentes borracheras la gente lo vio llorar por los toros como a quien ha perdido un cariño.
Ganarse el plato
«Aquí siempre nos matan a los perros buenos y sabemos llorar por eso», dijo doña Esperanza tras la muerte de Linda. Eso las hizo revivir las otras ocasiones en que sus perros habían sido envenenados. Es una suerte que comparten muchos canes en Aldana, ya sea porque alguien envidia a los humanos con quienes viven o porque quieren robar el hogar que cuidan. El envenenamiento de perros deja a la gente a merced de los ladrones y lamentando la pérdida del guardián; aún más si estaban encariñados.
Según explica Rose (2011), los pueblos aborígenes del desierto australiano y los dingos sufrieron en igual medida el yugo colonial, que los exterminó a ambos parcialmente. Primero fueron los indígenas. Les siguieron los perros, cuando dejó deser legítimo asesinar humanos, aunque fueran aborígenes. Los indígenas procuraban enterrar los cadáveres de los perros, exhibidos por sus asesinos en árboles o en cercas, para amedrentar a los sobrevivientes, no se sabe si humanos o perros. En el contexto violento del conflicto armado colombiano, el terrible drama del desplazamiento forzado empezó para muchas familias con el envenenamiento de su perro. Esa, relata Alfredo Molano (2016 ;2001;) , era la única advertencia que una persona o una familia necesitaba para abandonar, temporal o permanentemente, su hogar. En ambos casos es inevitable considerar la muerte de los canes como un ataque a sí mismo y a toda la comunidad interespecífica a la que pertenecía el finado.
Doña Clara Elicia Ceballos sentenció una vez: «en el campo, los perros son la salvación». Durante la noche, la amenaza de un robo es constante en Aldana. Poner en riesgo lo que se ha conseguido trabajando es la peor pesadilla de la gente; especialmente si se trata de las vacas, principal objetivo de los ladrones de la región. En medio de la oscuridad y el silencio profundos, saberse acompañados en la vigilia les resta angustias a las horas de desvelo. «Son los que nos favorecen de noche» dice doña Esperanza de sus perros. Por eso cuando escuchó que su comadre Esther, esposa del tío Gonzalo Piarpuzán, se había enojado cuando él llevó a la casa a un perrito pequeño «para que, por lo menos, hiciera alboroto», doña Esperanza la reprobó: «¡Cómo va a enojarse!, si los perros aquí son el Ángel de la guarda».
Los perros son los que anuncian la llegada de alguien; inmediatamente ladran, alguno de los habitantes de la casa sale a mirar quién se aproxima. Sin importar cuántas veces lo hagan, hay que repetir la misma acción, porque puede ser alguien conocido, pero también puede ser un ladrón. Cuando oscurece y el silencio nocturno se interrumpe por la voz de los perros, doña Esperanza se esfuerza por determinar hacia qué lado de la casa están ladrando. Con mayor razón si era el Copo; ese, aseguraba doña Tulia, no decía mentiras. Doña Esperanza siempre tiene una linterna sobre su mesa de noche. Con ella aclara en la dirección de donde provienen los ladridos. Si hay por allí algún intruso, sabrá que, además de los perros, hay más gente.
Si el ladrido se acompaña del chillido de los cuyes o el aleteo de las gallinas, lo más seguro es que un animal «ratero», como la raposa (Didelphis marsupialis) o el chucur (Mustela frenata) ya se encuentre dentro de la cuyera o el gallinero. Del mismo modo, si la vaca «bala» no hay duda de que algo le está ocurriendo. Sin embargo, lo determinante siempre es el aviso de los perros. Doña Aura, una vecina de las Reina, contó que una noche oyó «balar» varias veces a su vacona, vaca joven. Le extrañó, pero los perros no ladraron, entonces ella no sospechó que algo estuviera ocurriendo; no le creyó a la vaca. A la mañana siguiente, la rumiante no se encontraba en el corral y los perros durmieron hasta pasado el mediodía. «Los durmieron con una droga», concluyó doña Aura.
Como parte de su trabajo cuidando ganado, Sandra Rosero y Jairo Cumbal, debían salir a rodear la veintena de vacas ajenas entre las once de la noche y las tres de la madrugada, los siete días de la semana. Siempre a una hora diferente, para que los abigeos no tuvieran una rutina qué predecir. Llevaban como protección un arma de fuego grande y vieja, que les dio el patrón, y a McGyver, un perro joven de color crema claro, tamaño mediano, orejas y hocico puntiagudos. Podía seguir rastros y «sabía ser bien bravo» desde cachorro, debido a que él y su hermano Hunter siempre habían jugado a pelear entre ellos. Se enseñaron motivados por Jairo. Hunter no iba a la ronda nocturna; era «más sentidor», por lo que se quedaba cuidando la casa, donde a esa hora dormían los dos hijos de la pareja.
La labor de los perros es sentir: escuchar y, en general, percibir la presencia o aproximación de extraños a los predios, ladrar para alertar y no mentir. Los más bravos atacan, pero normalmente el aviso basta para crear revuelo entre los otros perros y los habitantes de las viviendas. En el mejor de los casos, así se ahuyentan los ladrones. Los dueños de casa distinguen los ladridos de uno y otro, saben quiénes de ellos ladran por cualquier cosa (como el movimiento de otros perros) y cuáles, como el Copo, dan cuenta estrictamente de presencias extrañas; a esos se les cree más. Por eso doña Esperanza les llama «mis guardianes» a sus perros y, en ocasiones, cuando se le antojan ociosos, les ordena salir a cuidar la casa «a ganarse el plato de comida», dice.
Haraway (2002, 2008) se remite a la etimología de «companion», en latín cum panis -con pan-, para referirse a la naturaleza de la relación de las especies de compañía. «Los compañeros comparten el alimento y en medio de esa interacción vital se miran a los ojos, sienten afectos, consideración, estima y adquieren responsabilidades; éstas últimas no se presentan como abstracciones éticas, sino como prácticas prosaicas» (Haraway, 2008 p.114). Trabajo y alimento conforman un nudo que es la vida misma; poder compartir ambos con solvencia es «estar deviniendo con» o enseñarse. En palabras de Ortiz: «enseñarse al territorio de los pastos significa poder con el frío, trabajar duro y comer lo que estas dos cosas exigen ;…; En suma, aprender a vivir entre la tierra y el fogón» (Ortiz Hernández, 2016, p.48 ). Hay que agregar a Haraway que los compañeros, además de comer juntos se ganan la vida juntos.
La principal obligación de los indígenas con sus animales domésticos es alimentarlos. Todos reciben los excedentes de la comida de los humanos. Los pollos y gallinas, restos de granos y cereales, además de un puñado diario de maíz amarillo comprado especialmente para ellos; los puercos comen sobras de comida preparada y el suero que sobra cuando se hacen quesillos; los cuyes comen cáscaras de papas, plátanos y otros desechos vegetales crudos, además de hierba; el agua que beben las vacas es extraída del aljibe, la misma que beben y con la que cocinan los humanos. La dieta canina se compone de las sobras de coladas, sopas y papas junto con el agua que resulta de enjuagar las ollas, las cantinas de la leche y la loza. La mezcla aguanosa que los perros reciben una o dos veces al día, se debe tibiar un poco en el fogón antes de servirla: muy caliente hace que se vuelvan babosos y a temperatura ambiente, que es lo mismo que decir muy fría, les hace doler la tripa. Las papas que le agregan, por lo general lo único sólido de la preparación, las deshace con la mano quien sirve el brebaje en el plato de cada uno para garantizar una repartición equitativa.
Ortiz Hernández (2016) señala que para los pastos compartir la comida es un hecho que crea cohesión de los humanos con sus congéneres, con la tierra y con los santicos, que propician la capacidad generadora de la última. Habría que agregar que el alimento también nos une a los animales; al comer lo mismo, la humana y otras especies se encuentran consustanciadas. Pero, al tiempo que crea vínculos, la comida pone en evidencia las divisiones: la calidad y cantidad de alimento que las cocineras sirven a sus comensales revelan la categoría de estos. En efecto, los humanos y animales de Aldana comparten el pan; pero lo hacen en medio de una relación jerárquica. A doña Tulia siempre le parece demasiada cualquier ración de comida para los perros; por el contrario, las porciones que nos sirve a los humanos siempre superan nuestro apetito. A los animales solamente procura darles las sobras de los comensales y lo que queda pegado en el fondo de las ollas; lo que de ninguna manera consumiría un humano. Cuando doña Tulia hacía morocho, mazamorra de un maíz cultivado en su terreno, de grandes pepas blancas y moradas, procuraba comerse hasta el último grano y nos instaba a hacer lo mismo, aunque no pudiéramos más: «es muy sabroso para dejárselo a los perros», decía.
La última vez que visité a la familia Cumbal Rosero en 2014, Jhon, el hijo menor, de ocho años entonces, contó que McGyver había muerto: -«fue su culpa mami, que’l Magui se muriera»-, le reprochó a Sandra sin intentar contener las lágrimas en sus grandes ojos negros. Ella explicó que ya no alcanzaba la comida para todos los animales, por eso decidieron regalarlo a una casa donde la raposa se estaba robando a los cuyes. Pero el perro no se enseñaba allí; siempre que tenía oportunidad regresaba donde los Cumbal Rosero. Los dueños del nuevo hogar del Magui decidieron amarrarlo por un tiempo, mientras se enseñaba. Un día en que todos salieron un perro bravo lo trilló. Debido a que lo sujetaba una cuerda, él, que era tan bravo, no se pudo defender y no sobrevivió a la tunda.
«Casi no teníamos para nosotros ;comida;, menos para el perro», dijo Sandra apesadumbrada. «A Hunter no lo regalamos porque es bien sentidor y bien bravo. A la Nena tampoco, porque quiere mucho al Jhon». Cada noche la pequeña perra color crema, madre de Hunter y Magui, entraba al único dormitorio de la casa, se cercioraba de que Jhon ya estuviera metido en su cama y después de que el niño la acariciaba brevemente, apenas sacando una mano de las cobijas ya tibias, salía a ocupar su lugar frente a la vivienda.
En la vida compartida de humanos y animales de Aldana enseñarse no sólo permite la coexistencia, también puede ser cuestión de vida o muerte. Así le ocurrió al Magui, quien a pesar de trabajar junto a Sandra y Jairo en el pastoreo de vacas (es decir, hacía lo necesario para ganarse el plato de comida) terminó expulsado de la casa y finado. Nena, por su parte, aseguró su lugar, a pesar de la escasez, por medio del vínculo con Jhon y, probablemente, por su antigüedad. Los pastos y sus animales llevan la vida con base en consideraciones que exceden lo utilitario.
Aunque reconozcan que los perros se ganan la comida cuidando, los únicos animales que reciben el apelativo de trabajadores son los toros que aran la tierra en yunta. «Los toros sí sabían trabajar la tierra», le explicó don Arquimedes a Jaime Clavijo Salas (2012 p.16 ,). Del mismo modo, Bugalló & Tomasi, (2012) y Fontes (2016) dan cuenta de los animales como trabajadores en comunidades humano-animales de los Andes. La segunda encuentra que los labriegos del norte de Argentina alquilan un día de trabajo de una yunta por el valor de dos jornales: es decir, reconocen la jornada de cada toro como la de un trabajador más.
Autores como Porcher & Schmitt (2012), Hamilton & Taylor, (2013), Hribal (2016), Porcher (2017) y Despret (2018) coinciden en que hay un déficit de reconocimiento del trabajo animal, ya que suele asumirse que lo hacen de manera «natural» o que las labores que desempeñan hacen parte de su naturaleza. Por eso, explican Porcher & Schmitt (2012), es más sencillo aceptar que los animales son trabajadores cuando los encontramos explotados en un ámbito de producción industrial o tan alejados de su mundo propio, que «sus conductas aparecen nítidamente inscritas como en una relación de trabajo» (p.41).
Las intenciones animales cuentan a la hora de la producción, Porcher (2017) asegura que la cooperación de los animales se puede considerar trabajo si se tiene en cuenta su dimensión de creación individual o de «inversión subjetiva». Para los humanos, argumenta, la inversión subjetiva en el trabajo está motivada por los resultados que esperan obtener; fines materiales y simbólicos: leche, por ejemplo, y reconocimiento por la eficacia o el valor estético de una labor bien hecha. En cambio, para los animales la inversión subjetiva se concentra en los medios, es decir, en el trabajo mismo. En ese sentido, las intenciones animales están orientadas a continuar presentes en la acción y, por extensión, sostener la relación con el granjero, sus congéneres y los demás seres involucrados en ella. Así, las vacas no se comportan del modo en que lo hacen para dar más y mejor leche, sino para seguir trabajando y sostener el vínculo. Porcher explica: «tuve mil veces la sensación de que los animales sentían la alegría del trabajo compartido con nosotros» (2017, p.117).
En Aldana la distinción entre el trabajo humano y el animal tiene un matiz: mis amigas indígenas pueden prestar atención en igual medida al fin y a los medios. Es decir, doña Esperanza y doña Tulia desean tanto la leche como estar ocupadas con las vacas. Entonces, la diferencia entre animales humanos y no humanos no tiene una dimensión insalvable o no es una oposición. Luis Alberto Suárez Guava (2021) encontró en su trabajo de campo con los pastos de Cumbal, al occidente de Aldana, que «el llenamiento y la desocupación hacen la oscilación continua de la vida» (p.125). La vida de los indígenas pastos consiste en llenarse u ocuparse de comida, bebida y aires, para trabajar y de trabajo, para comer y beber. Como es necesario crear espacio para continuar el ciclo, entonces hay que vaciarse. Para los pastos, tener ocupaciones y comida es sinónimo de estar vivo; en los animales se cruzan ambas condiciones.
Al tiempo que la vida de los animales domésticos depende de sus humanos, los indígenas pastos necesitan a sus animales para llevar una vida deseable: ocupados y comiendo. Doña Tulia y doña Esperanza Yanalá, su vecina, coinciden en que cuando todos sus familiares salen de la casa no sienten mucha hambre y pierden el deseo de cocinar, pues sienten que es un despropósito hacerlo para ellas solas. Sin embargo, paran la olla, dicen, «solo para tener algo que darles a los perros». Cuando sobra comida las mujeres pastos se quejan: «No hay quien dé comiendo» (Ortiz Hernández, 2016, p.119 ). De este modo, «al comer se está haciendo algo por alguien, en este caso la cocinera» (Ortiz Hernández, 2016, p.119). En ese sentido, comensales y cocineras tienen algo que agradecer. Doña Tulia y doña Esperanza Yanalá les deben a los perros la excusa de cocinar y hacerlo sin temor a desperdiciar, pues los guardianes se comerán los excedentes (siempre cocinan de modo que sobre). Así, no se sienten desprovistas de una de sus ocupaciones diarias: cocinar y servir.
Vacas y perros jodidos
La otra cara de la moneda de la cooperación animal en el trabajo es la resistencia a él. El historiador Jason Hribal (2016) defiende la idea de que los animales resisten el trabajo impuesto:
Simular ignorancia, rechazar las órdenes, disminuir la velocidad, rezagarse, no trabajar sin comida adecuada, negarse a trabajar bajo el calor del día, coger descansos sin permiso, rechazar las horas extra, quejarse, robar abiertamente, robar en secreto, rechazar nuevas tareas, falsa sumisión, destrucción de equipo, fugas y confrontaciones directas, eran las acciones a las que el antropólogo James C. Scott (1987) llamó «armas de los débiles». Por tanto, mientras raramente se organizaban para su concepción o desempeño, estas acciones eran sin embargo bastante activas en su confrontación y ocasionalmente exitosas en los efectos deseados. Para nuestros propósitos, estas formas de resistencia diarias no han sido históricamente limitadas a la humanidad, pues muchos de los métodos previamente citados han sido utilizados por otros animales. (Hribal, 2016, p.70 )
Tras la muerte de Linda, doña Tulia se quedó sin compañía para el pastoreo, y el Simón, un cachorro pulgoso llegado después de la labradora, de ojos café claro, orejas puntiagudas, pelo largo, color crema y cola esponjosa, quiso reemplazar a la finada. Sin embargo, a doña Tulia no le gustaba el perrito, lo acusaba de ser metido y le propinaba fuertes golpizas cuando pretendía ayudar a pastorear o se arrimaba a la cocina. Sin la aceptación de la mayor, no podía ser pastor. Aburrido por los desaires, cuenta María Inés Reina, la nieta mayor de doña Tulia, una tarde Simón empezó a corretear tras las vacas y a ladrarles cuando la mayor las conducía del potrero al corral donde pasan la noche. Durante días la mayor estuvo persiguiendo por el potrero a las vacas espantadas con un palo en la mano, a la velocidad que sus ochenta años le permitían, amenazando tanto al ganado, como a Simón. Las agresiones mutuas se prolongaron por varios días, antes de que el perro abandonara el empeño de hacer sufrir a doña Tulia.
Un año después llegó el Pucho, de color caramelo y hocico corto y negro. Uno de sus ojos era azul, si se lo miraba por ese lado parecía fiero; el otro era café, por ese costado parecía aún un cachorro. Tenía la cola recortada, un pucho de cola. Pucho acompañaba a doña Tulia, aunque a ella no le gustaba permitírselo; argumentaba que el perro le espantaba las vacas. Una vez una de ellas se soltó de la estaca y salió corriendo hacia el filo del terreno donde duermen, éste tiene una altura de más o menos dos metros. Como buen guardián, Pucho percibió el peligro y jaló a la vaca de la guasca que colgaba del pescuezo hasta que logró alejarla del pequeño, pero potencialmente dañino abismo. La única vez que Pucho hizo algo loable, evitar un accidente, doña Tulia tan solo dijo: «ha tenido fuerza el Pucho». Aunque tratamos de convencerla de que el Pucho no iba con ella a las vacas para espantarlas, fue imposible lograrlo. Días después Pucho también se aburrió de ser golpeado y gritado por la mayor en el potrero y en la casa, de modo que dejó de ir con ella al ganado. Su comportamiento era tan ambivalente como su rostro; cariñoso y juguetón, pero ladrón y jodido. Varias veces se robó las frutas de la cocina; un día, parado en dos patas, sobre la estufa donde reposaba la paila ya tibia, se bebió todo el aceite de freír. Otro día se comió el maíz de los pollitos nuevos. Conforme aumentaban los golpes, su comportamiento era peor.
Cada mañana las cantinas llenas se dejan en el portón, cerca del camino, donde el lechero las recoge, vierte su contenido en el camión donde acopia, cuenta los litros depositados y continúa su camino, quincenalmente paga lo que corresponde según esa cuenta. Durante varias semanas doña Esperanza y doña Tulia recibieron menos dinero del esperado por el ordeño y, aunque parecía poco probable, llegaron a pensar que el lechero las estaba robando -«Dios nos perdone»-. Una mañana, antes de la llegada del camión, doña Esperanza estaba en un potrero cercano al camino cuando descubrió al Pucho levantando la tapa de una de las cantinas con la jeta, bebió aproximadamente un litro y volvió a taparla. La paliza que le dieron no fue poca, en adelante pusieron una piedra o un palo para asegurar la leche. Pasados algunos días, cuando me relataron el suceso, ya le podían hallar la gracia.
Los golpes y gritos de doña Tulia no disminuían y en ese tiempo se enseñó a robar huevos; eso le colmó la paciencia a doña Esperanza. Primero recurrieron al truco del huevo huero, que es hacer un huequito imperceptible para sacar el contenido del huevo, de modo que quede intacto el cascarón, este se regresa a alguno de los tacines, nidos, de las gallinas; el perro muerde la cáscara y debido a que no tiene contenido se desanima y abandona los robos. No funcionó. También le dieron palizas -«con la correa, porque esa no lo lisia»-, dijo doña Esperanza; tampoco sirvieron de nada. El último recurso, que la mayor procuró evitar hasta el final, fue amarrarlo. Sin embargo, no había otro remedio, existe la certeza de que el robo es una costumbre, las más de las veces, incurable para los perros. Además, se prevé que tendrá continuidad en la siguiente generación. Si Pucho empezaba a robar los huevos de las vecinas, corría el riesgo de morir envenenado.
Doña Esperanza sabía que el confinamiento le causaría daño al ánimo y a la salud del perrito; como los humanos, los perros necesitan estar ocupados. Así lo habían constatado con el Copo. En vida de don Marcos, el perro lo acompañaba en su ir y venir diario, ambos permanecían ocupados. Después de la muerte del mayor vieron al perro deambular solo por un tiempo y su permanente infección en los ojos empeoró. Un día empezó a matar cuyes. Decidieron amarrarlo a un lado del cobertizo de las vacas. El perro trataba de huir cada vez que tenía ocasión: «Y no era sino soltarse para que fuera a comerse los cuyes. La última vez mató tres, se comió uno y a los otros los dejó ahí, ya estaban de pelar. Casi para matarlo», dijo doña Esperanza con verdadera molestia. Adelgazó en extremo, a pesar de que recibía la misma (poca) cantidad de comida que siempre. Vivió cerca de tres años más, sujeto hasta el último día por una cadena metálica. Los Reina dicen que el perro se entristeció profundamente con la muerte del mayor y eso lo condujo a volverse ladrón. Las nietas y nietos de don Marcos se entristecieron con la muerte del Copito porque era el recuerdo que les quedaba del abuelo. Hace poco, una de sus nietas adoptó una perrita amarilla muy clara, casi blanca. La nombró Copa.
Pucho perdió la afición por los huevos tras cerca de seis meses de vivir amarrado. Coincidió con la llegada de un cachorro de labrador, con el que se volvieron inseparables. Ya empezaba a comportarse como un perro adulto y ayudaba a pastorear a las vacas en las mañanas y en las tardes. Aunque todavía era metido; siempre quería estar cerca de los humanos, doña Esperanza llegó a encariñarse con él. Hasta que un día el Pucho y su joven compañero, fueron envenenados. Actualmente, el perro preferido de doña Esperanza también se llama Pucho.
Las vacas son tanto o más jodidas que los perros. Particularmente la que don Marcos dejó, que no fue sacrificada cuando él murió, porque tenían otra mayor en ese entonces. La vaca del papá, como la llamaban, solía galopar en desbandada para que doña Tulia la persiguiera por el escarpado potrero. Una vez, agotada y con angustia por perder el animal, la mujer se sentó a llorar en la hierba. Después de darse por vencida, amarró a las otras y renegó: «si se iba a perder, que se perdiera». Cuando hubo terminado, el voluntarioso animal regresó. Las hijas de doña Tulia explican que la vaca de don Marcos es así de jodida porque la mayor «la pega». Por eso, a quien ayudaba a arrear las vacas, le recomendaban no llevar el perrero, ni pegarles, debido a que el maltrato las haría tomar represalias en su contra también.
Una mañana doña Tulia reflexionó que quienes no tienen vacas deben ser menos rabiáticos, propensos a los disgustos, que los que tienen. La mayor les achaca a las rumiantes buena parte de sus sufrimientos y rabietas y también los de sus vecinas y amigas; a quienes también ha visto llorar, enfermar y, como en el caso de doña Ismenia, morir por causa de sus animales. «Primero fue l’una y después l’otra, y así la acabaron… Si a ella también la hacían llorar las vacas», se refirió con voz llorosa a los sufrimientos que enfrentó la finada con su ganado. Al trajín diario del pastoreo y al carácter rebelde de las vacas, se sumaron dos robos consecutivos, que, de acuerdo con doña Tulia, le causaron la muerte a la mayor.
Como otros pueblos indígenas, los pastos explican que los seres humanos no son propietarios de la tierra, al contrario, le pertenecen a ella. Por eso, los indígenas no se apropian, sino que toman y ejercen posesión de los terrenos. Con el ganado no es muy distinto4. A quienes tienen tierra y vacas se les denomina tenedores y a sus posesiones sus teneres, no sus propiedades. Compartir la vida con las vacas es estar a merced de ellas.
La rutina, la paciencia y los nervios de doña Tulia, doña Esperanza y todas las mayores les pertenecen a sus animales.
Hribal (2010, 2016) apela a la noción de agencia como la capacidad de realizar acciones intencionadas que afectan y producen cambios en el mundo: “meaningful actions”. Normalmente, la agencia animal en el trabajo compartido con los humanos deviene en la creación de riqueza. Sin embargo, en otras ocasiones los animales buscan negociar u oponerse a ciertas condiciones por medio de actos de resistencia, que han tenido consecuencias en la historia de su clase, la trabajadora. Por ejemplo, la transición en el uso de la energía animal a la de vapor: «no era que las yeguas no pudieran trabajar más duro o más rápido o por más tiempo. Más bien, el hecho era que ellas (al contrario de las máquinas a combustible) tenían la habilidad para negarse conscientemente a hacerlo» (Hribal, 2016, p.77). O, más recientemente, los recurrentes ataques y fugas de animales cautivos en zoológicos, circos y parques como Seaworld han desencadenado movimientos globales de defensa legal a favor de los animales que se encuentran en condiciones de explotación (Hribal, 2010). Es decir, la agencia de los animales es uno de los factores determinantes de fenómenos sociales más amplios. Mis maestras pastos coincidirían con Hribal en que los animales no solo tienen la capacidad, sino que efectivamente oponen resistencia a los excesos humanos siempre que encuentran oportunidad.
El observador externo puede interpretar las historias de perros y vacas jodidos, que se escuchan tan a menudo entre los aldanenses, como una trasposición de las actitudes humanas en el comportamiento animal o antropomorfismo. Así lo aseguró una vez el novio bogotano de María Inés Reina, cuando hablábamos de lo jodidos que eran los perros y las vacas de su abuela. Ella le explicó que, debido a que su abuelita es jodida, los perros y vacas se tienen que comportar del mismo modo: en retaliación le juegan bromas y la hacen sufrir.
Eduardo Kohn (2007) propone que la capacidad de producir signos es inherente a todas las formas de vida, incluidos los animales, por lo que la comunicación no es exclusivamente humana. Pero, mientras Kohn explica que los runa pueden entender los íconos e índices (sonidos, ladridos) que producen sus perros, estos últimos no comprenden el lenguaje humano, a menos que les suministren alucinógenos, el mismo pocedimiento que deben hacer los humanos para comprenderun lenguaje de mayor complejidad que el propio, como el de los espíritus dueños de las cosas. En cambio, los pastos saben que sus animales tienen, no solo la capacidad de comprender el lenguaje humano, sino la de comprender perfectamente las situaciones, hasta el punto de poder jugarles bromas o engañarlos. A los indígenas pastos con quienes trabajé, no les resulta problemático aceptar que comparten ciertas características con sus animales. Ser jodido, por ejemplo, es un rasgo del carácter que define indistintamente a doña Tulia, a las vacas, a los toros y a los perros.
Los perros y las vacas, particularmente, forman parte de relaciones estrechas y de profunda comprensión con los humanos; no por armónicas, al contrario, en medio de la tensión. Las voluntades animales aparecen aquí en franca contradicción con las de los indígenas; los perros y las vacas que hacen llorar a los mayores y les juegan bromas como respuesta a los golpes y malos tratos, por lo menos eso aseguran las hijas de doña Tulia. Quizá los animales son los únicos que han tenido la licencia de ser ruines sistemáticamente con los mayores, desde su lugar aparentemente inofensivo.
Conclusión: interrogar y prestar atención
El estatus «excepcional y superior» de la humanidad en Occidente encuentra asidero en la noción de que el mundo «natural» está desprovisto de vitalidad, es predecible y funciona de manera similar a un aparato mecánico. Simondon (2008 ;2016;) encontró que cuando los filósofos han postulado que la naturaleza de la vida humana no es comparable a la de la vida del «mundo natural», se fabrican nociones tan descabelladas como la del animal-máquina de Descartes.
Los pastos y sus animales enseñan todo lo contrario. No son máquinas, sino seres voluntariosos, en constante devenir y difícilmente predecibles. En estas circunstancias, nos vemos abocados a prestarnos atención unos a otros, para corresponder y hacer frente a la vida compartida: «La inteligencia se encuentra distribuida en todas las especies: en un mundo de incertidumbre es necesario tener un inmenso conocimiento de los otros ;…; Esto requiere atención continua» (Rose, 2011, p.109 ).
«Las preguntas inteligentes revelan animales inteligentes y capaces», afirma Latour en su prólogo a Despret (2016) y continúa: «narrar sus hazañas ;de los animales;, ilumina a los lectores con un poco de su inteligencia acerca del mundo» (2016, XI). Como atentas compañeras de animales voluntariosos y tendientes a la disidencia, mis amigas pastos interrogan la complejidad de la vida compartida y se someten a ella, pues comprenden que esto no es opcional. Como dice Haraway, «que algo nos importe significa estar sujetos a la inquietante obligación de la curiosidad» (2008, p.36).
Pero se trata de la inquietud más humilde; se cultiva a ras del suelo y con la certeza de que todo cuanto llegamos a conocer no agota al mundo o a la vida. De lo contrario, corremos el riesgo de «ignorar por completo su existencia, imaginarnos este mundo deshabitado, creernos solos» (Despret en Morizot, 2020, p.10 ). Siempre que mis maestras pastos cuentan las historias de sus perros y vacas, al tiempo que divierten a su audiencia, nos recuerdan que, lejos de vivir en aislamiento, los humanos vivimos en junta (Rodríguez-Suárez, 2020) de otros animales y seres vivientes, que nos enseñan tanto de ellos como de nosotros mismos. Para los pastos, ni siquiera en la racionalidad estamos solos. Por ejemplo, el Ardila, perro de la casa de doña Esperanza Yanalá, era apreciado por ser un perro ejemplar. Si acaso se caía un cuy, él se quedaba mirándolo y pedía que vinieran a recogerlo. «Él no se los comía, antes los cuidaba. Mi Ardila era bien racionalito», asegura.
Doña Tulia, con ya más de ochenta años, sabe que la vida es una inagotable fuente de asombro. Precisamente porque no todo está dicho, aún puede ver cosas inéditas y sus animales la siguen sorprendiendo. Así ocurrió una noche helada, cuando una de las vacas vio morir a su ternero de un mes. Conmovida por el par de lágrimas que vimos correr por las mejillas del animal, que miraba a su cría tendida en el suelo, doña Tulia también lloró; sus sollozos alternaban entre los reclamos al Taitico, Dios, por no haberle salvado a su ternero y lamentos por la tristeza que debía estar sintiendo su vaca. Doña Tulia no ha perdido a ninguno de sus hijos, pero esa noche, estoy segura, imaginó cómo se podía sentir. Ni la vaca ni la humana estaban solas.