Mientras escribo este manuscrito, mi perra Dalma se encuentra recostada en el sillón de nuestro living. Eventualmente levanto la vista y la miro. Ella me devuelve la mirada por un par de segundos, y luego vuelvo a estas líneas. Lejos de desconcentrarme, su presencia calma me provee la posibilidad de lo que ha sido denominado estar solo con otros (Blazina, 2016), a la vez que me induce sentimientos de seguridad y relajación.
Posiblemente, pocos lectores se sorprendan con el párrafo anterior. Sin embargo, un par de décadas atrás esto habría despertado cierta polémica. No tanto por lo referido a la reducción en niveles de presión arterial al realizar una tarea compleja-lo cual viene siendo demostrado empíricamente desde hace cuatro décadas (e.g., Katcher et al., 1983)- como por el hecho de que mi perra tenga acceso al mobiliario. Esto, así como todo indicador de antropomorfismo, ha sido y continúa siendo fuertemente contraindicado por especialistas en modificación de conducta animal. Curiosamente, ni la permisividad en la casa, ni la tendencia antropomórfica mostraron asociaciones consistentes con problemas de conducta canina (Voith, Wright & Danneman, 1992).
Los cuestionamientos a Dalma en el sillón se fundamentarían en la importancia de mantener rígida y, a veces, coercitivamente un determinado orden de jerarquías y acceso a recursos en el hogar multiespecie. Este se desprendería de la transposición de conceptos de dominancia, machos alfas y jerarquías de subordinación en manadas de lobos, cuya validez es cada vez más cuestionada y relativizada aún para explicar el comportamiento de los lobos silvestres entre sí (Yin, 2007).
Esta postura propone mantener una delimitación clara entre humanos y perros. De esta manera se evitaría el surgimiento de problemas de conducta caninos, a la vez que se respetaría una presunta esencia del perro, la cual permanece imprecisa y raramente definida. Sin embargo, el antropomorfismo ha estado implicado en el proceso que llevó a la creación misma de los perros (Chambers et al., 2020) y es inherente al vínculo humano-animal (Díaz Videla, 2020b).
Este trabajo se propone deconstruir y analizar el lugar que los perros de compañía ocupan en la vida humana, su evolución histórica y su potencial para ser partícipes de trasformaciones socioculturales.
Animales compañeros
Si el humano es un animal sin un animal adentro -una criatura que ha trascendido la condición animal-¿Qué es una mascota? (Redmalm, 2013).
Me enfrento primero con la necesidad de definir el lugar que Dalma -al igual que varios millones de perros, en principio, con suerte- ocupa, y al que convencionalmente nos podemos referir como el de mi mascota.
Anteriormente he realizado análisis etimológicos del término mascota y he revisado distintas definiciones (ver Díaz Videla, 2017a, 2017b). Estas tienden a destacar la diferenciación con animales mantenidos con propósitos económicos o prácticos (Serpell & Paul, 2011), la vinculación al hogar, el cuidado y el control humano (Savishinsky, 1985), y el propósito de recibir de ellos placer o compañía (Stevenson, 2010). Buscando integrarlas, podríamos definir mascota y animal de compañía como: animal incluido en un entorno familiar humano, con el propósito primario de desarrollar una relación con este, la cual se percibe como bidireccional: los animales reciben alimentos y cuidados, y las personas derivan beneficios como placer, alivio y compañía.
Ahora bien, mascota y animal de compañía son términos con connotaciones diferentes. El uso de uno u otro denota aspectos sobre la manera de pensar a los animales (Sealey & Charles, 2013). Así, en la actualidad, mascota tiende a despertar descontentos en ciertos contextos por remitir a cierta instrumentalidad desafectivizada, mientras que animal de compañía goza de mayor popularidad y aceptación por ubicar a los animales en un terreno más familiar.
Siendo consciente de esto, en ocasiones elijo deliberadamente utilizar el término mascota. Este permite connotar la asimetría que existe en la relación con nuestros animales, destacando la posición paradójica que ocupan, siendo productos de mercado y a la vez, siendo incluidos en la esfera humana como miembros de la familia (Díaz Videla, 2017b).
Además, tengo mis reparos sobre el término animal de compañía. En principio porque invisibiliza que los humanos también somos animales, pero, además, porque al ubicar a nuestras mascotas como compañeros se pasa por alto la noción de posesión y propiedad (Redmalm, 2013). La ley se refiere a Dalma, lisa y llanamente, como mi propiedad, tanto como el sillón sobre el que ella está recostada.
La contraposición de las expresiones mascota y animal de compañía refleja la manera dual en la que estos animales son considerados y tratados (Díaz Videla, 2017a). Así, Dalma y las demás mascotas pueden ser pensados como criaturas que hacen equilibrio entre la naturaleza y la cultura, simultáneamente incluidas y excluidas de un nosotros humano. Esta ambivalencia se ha iniciado con la domesticación misma.
¿Cómo llegó un animal a mi sillón?
El Homo sapiens ha vivido en sociedades nómades de cazadores y recolectores por más del 90% de su existencia. En estas los animales suelen considerarse mental y espiritualmente semejantes (Serpell & Paul, 1994; Wilson, 1993).
Luego, la domesticación dio lugar a la revolución del neolítico, rompiendo radicalmente con ese equilibrio. Posiblemente los primeros perros hayan sido muy valorados como guías y compañeros de caza y pesca, y los gatos como colaboradores en el control de plagas (Walsh, 2009), lo cual representa ventajas adaptativas para los humanos y, presumiblemente, para estos animales (e.g., es indiscutible que aumentaron en cantidad respecto de sus antepasados). Sin embargo, el animal doméstico es por definición un subordinado del hombre. De este modo, la idea del respeto por los animales como iguales comenzó a ser reemplazada por nociones crecientemente antropocéntricas. Los humanos buscamos concebirnos esencialmente diferentes y superiores al resto de los animales (Ingold, 1994; Serpell, 1996).
En sociedades antiguas, como en Egipto, animales como los perros y gatos eran venerados, y hay claras evidencias de vínculos afectivos con estos, como, por ejemplo, rituales frente a sus pérdidas (Coren, 2010). En Grecia, también se los valoraba como compañeros. Los pitagóricos y platónicos creían que los animales poseían almas racionales y que eran repositorios de almas humanas reencarnadas. Al mismo tiempo, emergían ya nociones antropocéntricas donde se cuestionaba a los animales como impúdicos, en tanto no respetaban normas de comportamiento y decoro de las polis (Kobayashi, 2011; Serpell, 1996).
Por su parte, Aristóteles concibió una jerarquía en el mundo natural, con los humanos en la cima, especialmente los griegos. Los organismos inferiores, incluyendo animales y esclavos, habían sido creados por la naturaleza con el propósito de servir de comida y trabajar para aquellos más altos en la escala (Singer, 1985). La justificación para hacerlo radicaba en que a estos se les negaba la razón; y, posteriormente, el pensamiento, la habilidad para retener ideas y para aprender de la experiencia. A principios del siglo IV estas nociones fueron incorporadas a la tradición cristiana y tendieron a consolidar una visión negativa y de perjuicio hacia los animales (Sorabji, 1995). Fuertes exponentes de esta filosofía cristiana fueron Agustín y Tomas de Aquino, quienes promovían la no consideración moral de los animales (Singer, 1985).
El antropocentrismo que caracterizó el pensamiento y la teología medieval y renacentista fue un precepto moral dogmático impartido con firmeza y reivindicado con brutalidad cuando era necesario. Así se vio en las depredaciones fanáticas de la inquisición. Ahí, cualquier amenaza hacia la distinción humano- animal debía ser erradicada (Serpell, 1996). Por un lado, la zoofilia y el bestialismo eran actos antiantropocéntricos abominables, considerados formas de sodomía junto a la homosexualidad (Ferrari et al., 2020). Por el lado opuesto, la tenencia de mascotas también se volvía repudiable, debido a que el vínculo con animales porta inherentemente un componente antropomórfico que amenazaba los fundamentos religiosos y creencias filosóficas, en tanto desdibujaba la distinción humano-animal, desafiando los preceptos aristotélicos/tomistas. Sin embargo, la persecución y condena hacia la tenencia de animales de compañía solo se limitaba a las clases bajas y medias, mientras que en las clases altas estas prácticas eran condonadas considerándolas una suerte de lujo opulento (Serpell & Paul, 1994, 2011).
Curiosamente, durante la Edad Moderna, a los perros se les habilitó el estatus de persona durante la conquista de América. Aquí, los perros entrenados para labores de masacre indígena fueron revalorizados y premiados, a la vez que los pueblos originarios fueron degradados a una condición de extrema animalidad. Finalizados los principales conflictos bélicos, a finales del siglo XVI, los perros perdieron estatus, fueron abandonados, formaron jaurías y se los persiguió para exterminarlos (Kobayashi, 2011). La utilidad para los humanos, el estatus de persona y los beneficios para los perros son tres dimensiones interrelacionadas que han estado presentes en el proceso de la domesticación (Chambers et al., 2020) y que luego fluctuaron a lo largo de la historia.
El padre de la filosofía moderna, René Descartes, también sostuvo que la irracionalidad y, por consiguiente, la ausencia de alma, de los animales los hacía indignos de consideración moral. Sin embargo, a pesar de las críticas, la tenencia de mascotas continuó siendo popular entre los ricos, y a finales del siglo XVII empezó a considerarse más ampliamente como una práctica respetable (ver Díaz Videla, 2017a).
Poco después, el Iluminismo dio lugar al rechazo de ideas antropocéntricas y al surgimiento de la preocupación por el bienestar animal como parte de un gradual cambio cultural. Factores que lo influyeron fueron la mayor afluencia económica resultante del creciente comercio extranjero colonial y la continua migración de europeos desde las áreas rurales hacia los pueblos y ciudades (Serpell & Paul, 1994). Así, desde mediados del siglo XVIII, una creciente corriente de literatura fue publicada abogando por un trato humanitario hacia los animales inferiores. Irónicamente la evidencia acumulada por los viviseccionistas cartesianos solamente sirvió para enfatizar la similitud de los animales con los humanos. Si los mecanismos subyacentes y las respuestas eran las mismas, entonces era altamente probable que humanos y animales experimentaran similares sensaciones de dolor; en ese caso no podría haber una justificación moral para ignorar el sufrimiento animal, más que ignorar el sufrimiento de un infante humano irracional y sin habla (Singer, 1975). En este siglo, proliferaron las ideas liberales sobre la educación, y el antropomorfismo y afecto hacia los animales fueron pronto adoptados como medios ideales para cultivar la compasión en los niños (Serpell & Paul, 1994).
La iglesia católica por su parte persistió dudando sobre las responsabilidades morales de las personas hacia los animales. A mediados del siglo XIX, el papa Pio IX denegó el permiso para establecer en Roma una asociación para la prevención de la crueldad animal porque consideró que eso implicaría erróneamente que el hombre tuviere deber alguno hacia los animales. Aún en la actualidad, en muchos países predominantemente católicos, la idea de que los animales no tienen alma continúa comúnmente siendo usada como una forma de justificar la indiferencia hacia su bienestar (Serpell, 1996; Singer, 1985).
La creciente preocupación por el bienestar animal durante los siglos XVII y XVIII fue acompañada y promovida por un incremento de la popularidad de las mascotas, la cual estaba distribuida a lo largo de la aristocracia y expandiéndose hacia la clase media (Serpell & Paul, 1994, 2011). El desarrollo del interés por los animales salvajes, plantas y el mundo natural comenzó a emerger en este momento (Serpell, 1996).
Los desarrollos de Darwin (1859) sobre el origen único de todas las especies y de Freud (1916) sobre el instinto humano como rector de su conducta se configuraron como fuertes golpes hacia las pretensiones humanas de apartarse del resto de los animales.
Por ese entonces, Morgan-Lloyd, uno de los fundadores del estudio del comportamiento animal, introdujo el famoso canon que establece que «en ningún caso podemos interpretar una acción como el resultado de una facultad psíquica superior, si ésta puede ser interpretada como el ejercicio de una facultad menos elevada en la escala psicológica» (Morgan, 1894, p.53). Aunque su canon podría haber intentado apuntalar una aproximación psicológica a los animales, fue persistentemente malinterpretado como una prohibición rígida de descripción antropomórfica, introduciendo sistemáticamente un sesgo antropocéntrico al estudio del comportamiento animal que se ha mantenido ahí desde entonces y que ha reforzado las barreras entre nuestra especie y todas las demás (Costall, 1998; Serpell, 1996). La aplicación de términos como feliz o desanimado, sorprendido o aburrido, en relación con animales son considerados totalmente inaceptables, habiendo o no consistencia entre el comportamiento y estas emociones (e.g., Kennedy, 1992).
¿Qué hace un animal en mi sillón?
La tenencia de animales de compañía parece haber alcanzado en las últimas décadas niveles sin precedentes en las sociedades occidentales. Para dar cuenta de este fenómeno, los vínculos con animales fueron desacreditados inicialmente como un fenómeno occidental, fomentado por la urbanización moderna, afluencia económica y sentimentalismo burgués (ver Serpell, 1996). Esto se debería presuntamente a cambios contextuales alienantes dados en el traspaso de los últimos cien años, desde comunidades estables hacia grandes centros urbanos, con sus avances tecnológicos y la fragmentación de la familia (Belk, 1996). Se asume aquí que estas modificaciones sociales dieron lugar a un proceso de individualización en las personas, volviendo débiles y frágiles las relaciones interpersonales (Smart & Shipman, 2004). De esta manera, los cambios ligados a la pérdida de fuentes tradicionales de apoyo habrían atentado contra la solidaridad en las familias y comunidades, dando lugar a una necesidad de apoyo social extra. Así, se propuso que las personas se habrían acercado a sus animales de compañía para obtener compañía e intimidad (Charles, 2014).
Ahora bien, en primera instancia, esto no permitiría dar cuenta de la presencia de mascotas en la prehistoria y a lo largo de toda la humanidad (Serpell & Paul, 2011). Un estudio realizado sobre 144 culturas diversas mostró que aún dentro de tribus de cazadores y recolectores, era frecuente asignarle a los perros estatus de persona. Esto incluía considerar que son similares a la gente, como hijos, miembros de la familia, con almas, asignarles nombres, enterrarlos y hacer duelo por su pérdida, brindarles afecto, permitirles ingresar a las casas y dormir con ellos (Chambers et al., 2020).
Luego, las investigaciones empíricas sobre las familias actuales mostraron un panorama diferente al de la tesis de individuación y desconexión social, destacando la presencia de solidaridad y resiliencia en las familias y comunidades. Así, los procesos de individualización no habrían resultado en una desconexión universal de los parientes, vecinos y amigos (e.g., Duncan & Smith, 2006; Roseneil & Budgeon, 2004), sino que la diferencia radicaría en que hoy las personas cuentan con mayor libertad para elegir sus relaciones y a quién considerar familia. Esto habilitó una perspectiva conceptualmente diferente, que considera que, si bien las familias han modificado su estructura -con mayor aceptación de la diversidad- continúan siendo una fuente de amor y apoyo para sus integrantes (Charles, 2014).
De este modo, una explicación alternativa para el incremento de la tenencia de mascotas en sociedades occidentales propone que este no es tanto el producto de una necesidad creciente como el inevitable resultado de un cambio histórico en las actitudes, no sólo hacia las mascotas, sino hacia los animales en general (Serpell, 1996). Este cambio habría sido posible en tanto las migraciones hacia las ciudades y el distanciamiento con las distintas formas de explotación animal hicieron que las personas ya no necesitaran mantener una delimitación humano-animal rígida para no entrar en dilemas morales. La permeabilidad afectiva entre especies habilitó que algunos animales puedan ser incorporados al nosotros, incluso sin necesidad de convertirlos en humanos. En este sentido, el antropomorfismo del animal y la cercanía emocional percibida hacia este son dos conceptos fuertemente relacionados, pero claramente diferenciables (Díaz Videla, 2017a).
Adicionalmente, los animales de compañía han sido destacados como embajadores de los demás animales, en tanto pueden fomentar cambios actitudinales hacia otras categorías y especies (Serpell, 1996). La estrecha relación que las personas forjamos con los animales con los que elegimos convivir, nos acerca a considerar la realidad de la mayor parte de los animales que se encuentra bajo el dominio humano. Así, las actitudes positivas hacia un espécimen (i.e., nuestra mascota), conducen hacia la generalización de las actitudes positivas hacia la especie y, finalmente, trascender el especismo considerando a todos los demás animales (Díaz Videla, 2019).
¿Qué clase de animal permite un animal en su sillón?
En nuestra cultura occidental la tradición judeo-cristiana desempeñó un rol significativo en la creencia, hasta hace poco ampliamente aceptada, de una distinción moral y conceptual absoluta entre humanos y animales no-humanos, basada en la pretensión de excepcionalidad humana y las diferencias esenciales entre ambos (Serpell, 1996).
Derrida (2008) deconstruye la palabra animal -el animote en su terminología- y sugiere que es el mismo acto humano de estar si(gui)endo al animal, persistentemente ideando nuevas maneras de diferenciación humana de una categoría neutral de todos los demás animales, lo que crea la distinción entre humanos y animales. Ahí se realiza un juego de palabras entre estar siendo un animal a la vez que estar per-siguiendo a los demás animales. El animote designa todos los intentos de usar la demasiado inclusiva categoría de animal, o esencialmente animalidad como propiedad, encerrando a todos los seres vivos que el hombre no reconoce como sus semejantes. Esto a partir de que, en nuestra tradición, la identidad humana ha sido siempre establecida y dignificada a partir de la inferioridad y deficiencia animal (Molina García, 2011).
La oposición binaria, y sus consiguientes jerarquización y opresión, tiene consecuencias tanto para animales como para humanos. La categorización de los animales no-humanos como animales hace posible para los humanos comprar, vender, matar y comer a muchos de estos. Pero también la dicotomía humano- animal puede utilizarse para asociar a algunos humanos con animalidad; y así fue utilizada para justificar la colonización, esclavitud y racismo. Esta dicotomía permite actos de inclusión y exclusión de humanos y otros animales que en ocasiones son muy violentos, y literalmente cuestión de vida o muerte. La distinción juega un rol importante en la organización social, en la construcción y reproducción de la identidad humana y en el pensamiento sociológico (Redmalm, 2013).
Nuevas hebras de pensamiento sociológico surgidas en las décadas recientes han cuestionado el entendimiento antropocéntrico de la existencia humana en la modernidad (Redmalm, 2013). Sin embargo, los seres humanos somos todavía muy reacios a admitir que la línea que nos separa de otras especies es tenue y frágil, y justamente a partir de la tendencia a subvertir la noción de superioridad y unicidad humana es que la tenencia de mascotas, durante el período medieval y renacentista en Europa, fue demonizada (Serpell & Paul, 1994). La cuestión de la animalidad es la cuestión del hombre, de lo que este es y pretende ser. Y si el animal no tiene lenguaje propiamente dicho, ni sentimientos propiamente dichos, es porque toda la axiomática metafísico-antropocéntrica que domina en occidente el pensamiento de lo justo y de lo injusto se ha encargado de que así sea (Derrida, 2008; Molina García, 2011).
Este abismo entre animal y humano no es simplemente un producto de vanidad humana, sino más bien una construcción práctica designada para permitir a las personas explotar conscientemente a los animales, al ponerlos más allá de los límites de la preocupación moral (Singer, 1985, 2003). En contraste con los primitivos cazadores y recolectores -a quienes se les atribuye un profundo respeto por todo el mundo natural-, los granjeros y pastores no habrían tenido más opciones que oponerse a la naturaleza. Por eso, el cambio medieval en las actitudes hacia los animales puede ser interpretado como una respuesta necesaria y adaptativa frente a la presión económica y ecológica que representó el incremento de población, las crecientes necesidades de alimento y de eliminar la competencia con otras especies. El sistema entero dependía de la subyugación de la naturaleza, y del dominio y manipulación de plantas y animales (Ingold, 1994; Serpell, 1996). Y, pese al cambio actitudinal, en la actualidad, continúa haciéndolo.
Discusión
Algo que no aclaré es que Dalma es una perra mestiza de color negro y que está recostada sobre un sillón oscuro. Esto hace que su imagen no quede claramente definida y es uno de los factores que se cree que inciden en el llamado síndrome del perro negro, o la tendencia a subadoptarlos (ver Díaz Videla, 2020a). Sin embargo, a mis ojos, Dalma no se parece en nada al sillón sobre el que su imagen se funde, y sí se parece mucho a mí. Este parecido entre ambos se basa en una doble tendencia hacia la proximidad interespecies: el antropomorfismo y el posicionamiento antiantropocéntrico.
El antropomorfismo puede ser definido como la tendencia a imbuir los comportamientos reales o imaginados de los agentes no humanos con características, motivaciones, intenciones o emociones humanas (Epley, Waytz & Cacioppo, 2007) y es un rasgo casi universal entre los dueños de los animales de compañía (Serpell, 2003). Las personas se representan las emociones de sus animales de compañía de un modo parcialmente similar al humano, y estas similitudes pueden reflejar antropomorfismo y/u homologías en la expresión de estados emocionales (Konok, Nagy & Miklósi, 2015).
Ahora bien, la atribución de estados mentales a los animales no es simplemente un subproducto de cognición social fuera de lugar. Más bien se trata de la inevitable consecuencia de la organización funcional del cerebro humano. Por ejemplo, la información procesada en el movimiento de objetos no se usa para predecir el movimiento de agentes. Es decir, una vez detectada agencia (i.e., capacidad de actuar), una serie de procesos cognitivos específicos y generales comienza a procesar el contenido mental del sujeto. De modo que el antropomorfismo se trata de una habilidad compleja, inherente a los humanos y su vinculación con los animales, y que involucra una multiplicidad de procesos1 tanto automáticos como reflexivos (Urquiza-Haas & Kotrschal, 2015).
Sea que un animal tenga efectivamente los estados mentales atribuidos o no, el antropomorfismo es frecuentemente una estrategia útil para explicar patrones de eventos y así incrementar la habilidad de predecir eventos futuros (Bonas, McNicholas & Collins, 2000). Esto habría representado una ventaja evolutiva, permitiendo a los humanos considerar los hábitos y comportamientos de los animales para emprender estrategias de cacería más complejas, las cuales requieren planificación y la habilidad de realizar predicciones sobre el comportamiento de la presa (Serpell, 2003).
Para Mithen (1996) el antropomorfismo es una característica definitoria de los humanos modernos (Homo sapiens sapiens). Estos evolucionaron hace aproximadamente 40.000 años a partir de una alteración funcional en la arquitectura mental que les permitió interrelacionar inteligencias antes separadas. En el caso del antropomorfismo permitió interrelacionar la inteligencia social con la inteligencia para el mundo natural. Esto les posibilitó aplicar sus habilidades sociales sofisticadas (e.g., hacer inferencias sobre la experiencia mental de conespecíficos) hacia las interacciones con otros animales. Esta habilidad estuvo implicada en el proceso que posibilitó la domesticación, la tenencia de mascotas y la incorporación de animales de compañía como miembros de las familias humanas (Serpell & Paul, 2011).
Complementariamente, la proximidad interespecies requiere de cierto grado de corrimiento de la postura antropocéntrica. Desde la Edad Media, el crecimiento y la popularidad de los animales de compañía ha estado de manera inextricable ligado con la declinación del antropocentrismo, y el desarrollo gradual de un acercamiento más igualitario hacia los animales y el mundo natural (Serpell, 1996).
Este antiantropocentrismo puede basarse en sensocentrismo, biocentrismo o ecocentrismo, según ponga el énfasis en el respeto por la capacidad de sentir, la vida en sí misma o los ecosistemas (Marcos, 2014). En cualquier caso, implica un corrimiento de la consideración humana como algo diferenciado, sagrado o superior, y cuyos intereses se deben anteponer a los del resto de los seres vivos.
Y en este sentido, las mascotas desempeñan un rol importante. En tanto estas ocupan una posición especial como criaturas limítrofes en la vida de los humanos, reproducen dicotomías inherentes a la visión del mundo occidental como persona/no-persona, humano/animal y sujeto/objeto, y a la vez pueden desafiarlas (Redmalm, 2013). Pese a las concepciones binarias humano-no humano, y el sesgo especista imperante en la cultura, el 70.1% de los participantes manifestó en un estudio que optaría por salvar la vida de su animal frente a la de un hombre desconocido (Díaz Videla, 2019).
Sucede que las experiencias que acercan en cualquier sentido humanos y animales tienden a inhibir a las personas de hacer daño, explotar animales o ignorar su sufrimiento. Y este es un rol que ha sido cubierto en gran parte por las mascotas (Serpell & Paul, 1994). Claramente, la estrecha relación que las personas forjamos con los animales con los que elegimos convivir, nos acerca a considerar la realidad de la mayor parte de los animales que se encuentra bajo el dominio humano (Díaz Videla, 2019).
La tenencia de animales de compañía nos confronta con un estilo de relación igualitario hacia los animales, el cual se encuentra moralmente en desacuerdo con nuestro trato despiadado hacia las especies económicamente útiles (Serpell, 1996). Pero aún dentro de una misma especie, las categorías que asignemos a ciertos animales y a la relación que tenemos con ellos determinará su destino (Miller, 2011). ¿Cuál es la diferencia entre el perro que me mira escribir mientras está recostado cómodamente en el sillón del living de nuestra casa, y el perro que vive en una caja mutilado para experimentación sobre trasplante de órganos? En principio, su suerte.
¿Debería entonces darle trascendencia al sentimiento de apego desde y hacia el animal sobre mi sillón o debería pensar que se trata simplemente de «otro perro»? Consecuentemente: ¿Debería sentir angustia por el animal mutilado o debería pensar que se trata simplemente de «un perro»?
Si bien actualmente los vínculos de cercanía emocional con los animales de compañía no reciben las persecuciones de la Edad Media, existe aún hoy cierta tendencia a patologizarlos. Algunas noticias basadas en opiniones de veterinarios han destacado que el establecimiento de vínculos parentales con los animales de compañía se manifestaría en personas que carecen de vínculos humanos (Muy Interesante, 2018) y estaría íntimamente relacionado con patologías psiquiátricas humanas (Arango, 2018). Incluso, el periodista Jon Katz propuso un nuevo trastorno mental que denominó Petofilia (Petophilia) caracterizándolo como un amor excesivo hacia las mascotas que lleva a las personas al aislamiento en tanto estas sustituirían la necesidad de contactos interpersonales (Katz, 2004). Este término empleado en una búsqueda online no aporta ninguna publicación académica como resultado y, sin embargo, no deja ser efectivo. Por ejemplo, diversos profesionales de salud mental lo han reproducido luego en entrevistas (ver Díaz Videla & Reyes Plazaola, 2021).
Claro que no solo se patologiza a los humanos, sino que también a los animales. El antropomorfismo continúa siendo contraindicado por profesionales de educación canina considerándolo como el responsable de graves problemas de conducta en perros, entre los que se destacan los ligados a la ansiedad por separación (Ríos, 2019). Sin embargo, no es clara la asociación entre conductas típicamente contraindicadas por humanizar a los animales y los problemas de conducta o de ansiedad por separación (Voith, Wright & Danneman, 1992). Un estudio mostró que, de hecho, solo una pequeña fracción de los casos de perros con estos cuadros ansiosos podían atribuirse al estilo de manejo del custodio del perro. En estos, se encontró una tendencia a un estilo de apego inseguro con el animal durante la etapa de cachorro, dentro del cual se identificaron diversas conductas generales del custodio, siendo solo una fracción algunas conductas con sentido antropomórfico (de Assis et al., 2020).
A su vez, el antropomorfismo es frecuentemente equiparado al maltrato animal. Claro que existen conductas que los humanos realizan como afeitarle los bigotes o teñirle el pelo a perros y gatos que implican cierto daño. Sin embargo, otras conductas, como llevar al animal en brazos o no permitirle caminar en el barro para no ensuciar la casa, no es tan claro qué daño infringen, aunque podemos suponer que implican restricciones a conductas que el animal quisiera desempeñar. Finalmente, conductas como pensar al perro como un hijo, hacerle una cuenta en redes sociales y darle un presente en navidad no parecen ligarse con ningún perjuicio hacia el animal. Aun así, todas estas conductas reciben la misma etiqueta de humanización y se las juzga de manera similar.
Resulta extraño que mayormente se mantengan al margen de estas contraindicaciones otro tipo de conductas antropomórficas que implican a nuestros animales que van claramente en detrimento de su bienestar. Serpell (2003) se refiere a esta tendencia como selección antropomórfica, siendo, probablemente, responsable por los problemas de salud más severos que actualmente padecen los animales de compañía. Esta forma de antropomorfismo incluye la creación de razas modificadas para exagerar sus características antropomórficas, como el menor tamaño corporal, extremidades proporcionalmente cortas, piel y pelaje suaves, ojos grandes, frentes en forma de cúpula, hocicos aplanados, orejas caídas, etc. Estas características se seleccionan mayormente en función de generar animales más atractivos para los humanos, con independencia de las repercusiones en su bienestar.
El ejemplo más extremo es el del bulldog inglés. Cuenta con cabeza braquiocefálica, mandíbula curvada hacia arriba, orejas y cola distorsionadas y movimientos torpes, mayormente debiendo ser dados a luz por cesárea, y acarreando problemas respiratorios claros. De hecho, muchos mueren por falla cardíaca por deprivación crónica de oxígeno. O sea, esta forma de antropomorfismo acorta la expectativa de vida e implica padecimientos. Al mismo tiempo, estas características incapacitantes parecen fomentar la proximidad emocional entre estos perros y sus custodios, haciendo, inclusive, que estos no registren las dificultades respiratorias de sus animales (Packer, Hendricks & Burn, 2012).
Esta raza no es ninguna excepción. Sus malformaciones se deben a una falla congénita llamada condrodistrofia, la cual está también presente en otras razas braquicéfalas (e.g., pugs, terriers, boxers, pekineses) y en aquellas con extremidades anormalmente atrofiadas (e.g., salchicha y basset). Lamentablemente, las consecuencias negativas para estos animales también abarcan el plano conductual. Al seleccionar animales con apariencia exageradamente antropomórfica -o pedomórfica, es decir, infantil- se crearon perros sobredependientes (Serpell, 2019).
Ahora bien, esta forma de antropomorfismo, posiblemente la más grave, es excepcionalmente mencionada cuando se recomienda respetar la esencia del animal, cuando se habla de las consecuencias negativas de la humanización o cuando se la equipara con maltrato.
Una posibilidad es que, si bien estas prácticas resultan en animales con características antropomórficas o pedomórficas, los mantienen categorizados como objetos de mercado de elevado valor económico. De esta manera, no atentan contra subvertir el orden instituido por nuestras raíces culturales, preservando a los humanos como sujetos con derecho a disponer a su voluntad acerca de los demás animales, los cuales permanecen englobados en una categoría diferenciada, con valor económico de manera similar a los objetos. De un modo similar a cómo la tenencia de mascotas fue aceptada en la Edad Media como un lujo caprichoso y opulento para la clase alta, pero no cuando podía pensarse como un asunto serio para personas de clase media y baja.
Así, las prácticas de selección antropomórfica parecen contar con mayor aceptación sociocultural que la tenencia de perrhijos (i.e., el establecimiento de vínculos parentales con animales de compañía) en tanto no cuestionan la distinción humano-animal instituida, con total independencia de sus implicancias para el bienestar animal.
Finalmente, la evaluación del bienestar de los animales de compañía no es un asunto sencillo. Por un lado, se han descriptos sesgos en la percepción de los tutores sobre la calidad de vida de sus animales, los cuales pueden tener tanto consecuencias positivas como negativas para su bienestar (Serpell, 2019). Por otro lado, conceptos amplios como Las Cinco Libertades del Bienestar Animal (FAWC, 2009) pueden ser valiosos al intentar aportar objetividad. Sin embargo, desde hace tiempo, se reconoce que las evaluaciones de bienestar deben realizarse considerando las características particulares de los contextos de los animales y, de este modo, que el concepto de «comportamiento normal de la especie» puede resultar ambiguo o descontextualizado (Iacoviello & Iacoviello, 2020).
Emplear medidas objetivas, intrínsecas a los animales y contextualizadas para evaluar su calidad de vida, nos permitirá estudiar más claramente el impacto de las prácticas en su bienestar. Entendiendo que los efectos no solo deben considerarse en lo inmediato, sino a largo plazo. Así, podremos superar los sesgos de las evaluaciones subjetivas que realizan los tutores desde el antropomorfismo, y las inconsistencias de las evaluaciones basadas en comparaciones directas con parientes salvajes guiadas por la oposición de lo humano y lo animal.
Conclusiones
La supremacía de los humanos sobre el reino animal, al menos en un nivel teórico, ha obstruido el acercamiento hacia los animales, en general, y los perros como animales de compañía, en particular, con su esencia emocional e igualitaria (Menache, 2000). Y continúa obstruyéndolo.
Mientras concluyo este manuscrito, miro a Dalma en el sillón y ella me mira a mí. Yo no la subí al sillón, ella lo eligió. Puedo suponer que, para ella, es más confortable que el suelo porque para mí lo es. Cualquier pretensión acerca de consecuencias negativas comportamentales requiere al menos una asociación conductual -y más aún, aseveraciones de causalidad- que debe ser fundamentada en investigaciones específicas dentro del contexto particular donde la conducta se despliega. Las conjeturas basadas en la translación de comportamientos observados en manadas de lobos no emparentados, formadas artificialmente, no es válida para explicar el vínculo afectivo y cooperativo humano-perro que desarrollamos al interior de nuestros hogares.
Los perros han desarrollado una relación particular con los humanos, y pueden considerarse la única especie animal que se ha establecido un nicho propio en la sociedad humana (Nagasawa, Mogi & Kikusui, 2009). Ninguna otra especie se acerca tanto a los humanos como el perro en términos afectivos y simbólicos, y de este modo, ninguna otra especie demanda tan intensamente ser tratada como humana (Serpell, 1995). Para Serpell (1996) La relación humano-perro es probablemente lo más cercano que los humanos podamos jamás estar de establecer un diálogo con otra forma de vida sintiente.
Es momento de repensar a nuestros animales de compañía -sobre todo a los perros- como semejantes, guardando lugar para las particularidades de especies y de individuos, pero entendiendo que su nicho ecológico es dentro del entorno humano. De este modo, podremos evaluar su bienestar con parámetros más objetivos e intrínsecos a los animales, dejando de lado la inconsistencia de evaluar la calidad de vida de las mascotas a través de parámetros vagos y predeterminados artificialmente sobre lo humano vs lo animal.